ESCENA SÉPTIMA
Una cocina terrena. El candil agoniza, y en el silencio de la noche se oye el borboteo del agua que hierve en un gran caldero de cobre pendiente de la gramallera. Dormita la moza al amor del fuego, y a los golpes con que llaman los segundones, se despierta sobresaltada, y va con los ojos soñolientos a descorrer el cerrojo. CARA DE PLATA se encorva para poder entrar a caballo, y tras él, recatado entre el tricornio y el manteo, entra FARRUQUIÑO. CARA DE PLATA deja escurrir la carga del borrén y el saco se aplasta sobre el piso terreno con un golpe estoposo. Los pies del muerto asoman fuera.
LA PICHONA.— ¡Santísimo Jesús!… ¿A quién mataron?
CARA DE PLATA.— No te asustes, Pichona.
LA PICHONA.— ¡Santísimo Jesús! ¡Santísimo Jesús!
DON FARRUQUIÑO.— Vas a tener cerdo salado todo el año.
LA PICHONA cierra los ojos horrorizada, y se deja caer al borde de la cama ocultando el rostro en las cobijas remendadas. CARA DE PLATA se acerca sonriente, y le halaga el cuello como a un perro fiel.
CARA DE PLATA.— Quítame las espuelas, Pichona.
LA PICHONA.— ¡Divino Jesús, vendrá la Justicia!
CARA DE PLATA.— No tengas miedo.
LA PICHONA.— ¿A quién mataron?
CARA DE PLATA.— Al señor Ginero. ¿No te parece bien?
LA PICHONA.— ¡Era un cristiano!
CARA DE PLATA.— Era un judío, Pichona.
Hincada ante el segundón, la moza le deshebilla las espuelas con las manos trémulas. DON FARRUQUIÑO, en tanto, mete al muerto en el caldero, y el agua que se vierte hace chirriar las brasas. LA PICHONA lanza un grito de espanto y se estrecha a las rodillas del galán hablándole con afligido murmullo. CARA DE PLATA sonríe.
LA PICHONA.— ¿Por qué le mataste? No fuiste tú, que eres de buena ley, fue ese otro, que es malo como un verdugo de Jerusalén. ¿Verdad que no fuiste tú? ¿Por qué has oído sus palabras? ¿No sabías que tiene el engaño de los raposos y las mañas de los lobos?
CARA DE PLATA, siempre sonriente, la besa en los ojos y en la boca con besos largos y calientes, como prendas de amorosa juventud. La manceba suspira con celo.
DON FARRUQUIÑO.— ¿No tienes un caldero más grande, Pichona?
LA PICHONA.— Aun cuando lo tuviera no se lo daba, Iscariote[117].
CARA DE PLATA.— ¡So…! No te desboques, Pichona.
LA PICHONA vuelve a suspirar sobre el hombro del segundón, y con los brazos en torno de su cuello, dulcemente, le arrastra al borde de la cama. Crujen las tablas. CARA DE PLATA desliza una mano entre los tibios y blancos pechos de la manceba.
LA PICHONA.— Espera a que se vaya tu hermano.
CARA DE PLATA.— Qué importa.
LA PICHONA.— Tengo vergüenza…
CARA DE PLATA.— ¡Rica!
LA PICHONA.— ¡Mi rey!
Se tienden sobre la cama abrazados y comienzan a besarse. DON FARRUQUIÑO se vuelve y los contempla con alguna malicia.
DON FARRUQUIÑO.— ¿No hay un sitio para mí?
CARA DE PLATA.— Ya tienes tu pareja en el caldero.
LA PICHONA.— ¡Divino Jesús!
DON FARRUQUIÑO.— Es una vieja que parece de cordobán[118]. Tiene la piel pegada a los huesos y no la suelta. Bien hacéis en divertiros, porque esto va para largo.
LA PICHONA.— Tesorín, dile que apague la luz.
CARA DE PLATA.— ¡Qué remilgos de monja!
LA PICHONA.— Díselo.
CARA DE PLATA.— Hermano, tu cuñada te ruega que apagues el candil.
DON FARRUQUIÑO.— Que perdone mi cuñada, pero yo no renuncio a las buenas vistas.
LA PICHONA.— ¡Iscariote!
La moza, con los ojos brillantes y los pechos fuera del justillo, se incorpora, quitándose un zapato que arroja al candil. En la sombra de la chimenea el gato, tiznado de ceniza, maúlla y enarca el lomo, mientras el candil se columpia y se apaga esparciendo un olor de pavesa. Los maullidos del gato continúan en la oscuridad, y acompañan el hervir del agua y el voltear del cuerpo que cuece en el caldero, asomando unas veces la calavera aún recubierta por la piel, y otras una mano de momia negruzca y engarabitada.
DON FARRUQUIÑO.— ¡Un rayo me parta si no es el cuerpo de una bruja! Está como mojama dura y no es posible hacerle soltar los huesos. Le doy con las tenazas y suenan como en una pandera vieja. La otra vez, me acuerdo que apenas echamos el cuerpo a cocer se quedaron mondos los huesos. Es lo que hacen los rabadanes para limpiarlos del sebo[119]… ¡Un rayo me parta, si no es una bruja!…
Se oye el golpe de las tenazas sobre las costillas de la momia, y los suspiros de la manceba y el rosmar del gato.
CARA DE PLATA.— Esta dice que no reces, Farruquiño.
LA PICHONA.— ¡No me asuste ahora, cuerpo de tal!
DON FARRUQUIÑO.— ¡Así te lleve el Demonio!
LA PICHONA.— A ustede, lo ha de llevar de los pelos.
CARA DE PLATA.— ¡Que te como la lengua, Pichona!
LA PICHONA.— ¡Tesorín de la Pichona!
Canta un gallo y poco después una campana toca a misa de alba. DON FARRUQUIÑO reniega con mayor furia, y su hermano, ya incorporado en el camastro, ríe con francas carcajadas. En los resquicios de la ventana comienza a rayar el día.
DON FARRUQUIÑO.— Tengo que entrar en el Seminario antes de que salga el sol… ¡Maldita suerte!
CARA DE PLATA.— Pues tú dirás qué hacemos.
DON FARRUQUIÑO.— No hay más que volver con la bruja al cementerio.
CARA DE PLATA.— Pues vamos allá antes de que claree.
LA PICHONA.— ¡No era tal, el Señor Ginero!
CARA DE PLATA.— Ya oyes que es una bruja.
LA PICHONA.— ¡Divino Jesús! ¡Divino Jesús!
DON FARRUQUIÑO.— Poco te lamentabas hace un momento.
LA PICHONA gimotea acurrucada en el camastro, con la cara entre las manos. Los segundones apartan el caldero de la lumbre, vierten el agua en un sumidero y meten en el saco a la momia horrible en su desnudez negruzca y rugosa. DON FARRUQUIÑO la carga sobre el rocín, y sale tirando de las riendas. CARA DE PLATA pone sobre el hogar un puñado de dinero que saca del bolsillo, gana la puerta y en el umbral se despide de la manceba que sigue gimoteando.
CARA DE PLATA.— ¡Adiós, Pichona! Puede ser que no volvamos a vernos porque me voy con los carlistas.
LA PICHONA.— Ya lo sabía.
CARA DE PLATA.— ¿Quién pudo decírtelo si lo decidí esta noche?
LA PICHONA.— Las cartas de la baraja me lo dijeron[120].
CARA DE PLATA.— ¡Adiós!
LA PICHONA.— Llévese su dinero.
La moza habla con voz sorda y entenebrecida, los dedos enredados en la crencha y el rostro escondido en la almohada. CARA DE PLATA cierra la puerta de un golpe, y al alejarse cree oír un sollozo desgarrador. Apresura el paso para juntarse con su hermano, y caminan a la par, silenciosos, recelando a cada momento toparse con alguna beata madrugadora, de las que van a misa de alba. Cuando llegan a la puerta del cementerio no pueden menos de reír al verse libres de aquel cuidado. FARRUQUIÑO se afirma el tricornio, se tercia el manteo, coge el saco por el cuello, y dándole dos vueltas en el aire lo arroja por encima de la tapia. Al caer produce un golpe sordo que tiene un eco en la calle.
DON FARRUQUIÑO.— Era una vieja de cordobán.
CARA DE PLATA.— Debía de ser la tía Dolores Saco. ¡Maldita vieja! En vida hizo testamento en favor de la criada y de muerta ni los huesos quiso dejarnos. Por su poco amor a la familia estará dando vueltas en el Infierno.
Los segundones se alejan, y al final de la calle se separan. CARA DE PLATA pone su rocín al galope, y se pierde entre los álamos del río cuando una campana toca al alba con alegría, y dos beatas bajan la cuesta para oír la misa en la Venerable Orden Tercera.