5. Ley del salario
I
Todas las mercancías se intercambian unas por otras según su valor, es decir según el trabajo socialmente necesario en ellas contenido. Si el dinero desempeña el papel de intermediario, no por ello se altera en nada este fundamento del intercambio de las mercancías. El dinero no es más que la expresión desnuda del trabajo social, y la cantidad de valor que contiene cada mercancía se expresa en la cantidad de dinero, por la cual se vende la mercancía. Sobre la base de esta ley del valor, reina en el mercado una perfecta igualdad entre las mercancías y reinaría también plena igualdad entre los vendedores de mercancías si entre los millones de tipos distintos de mercancías que llegan de todas partes al mercado para ser intercambiadas, no se encontrase una única mercancía de condición absolutamente especial: la fuerza de trabajo. Traen al mercado esta mercancía aquellos que no poseen medios de producción para producir otras mercancías. En una sociedad basada exclusivamente en el intercambio de mercancías como sabemos, no se obtiene nada por otra vía que la del intercambio. Quien no lleva al mercado mercancía alguna no obtiene ningún medio de vida. Ya hemos visto que la mercancía que cada uno lleva al mercado constituye el único título que permite a ese hombre pretender participación en la masa social de productos y, a la vez, da la medida de esta participación. Cada uno obtiene, en mercancías que elige libremente, tanto de la masa del trabajo realizado en la sociedad cuanto trabajo socialmente necesario entrega él mismo en forma de cualquier mercancía. De modo que, para poder vivir, todos tienen que entregar y vender mercancías. La producción y venta de mercancías se ha convertido en condición de existencia para el hombre. Pero, para producir cualquier mercancía, hacen falta: medios de trabajo, instrumentos y objetos semejantes, luego materias primas y materias auxiliares, así como un lugar de trabajo, un taller con las condiciones de trabajo requeridas, tales como iluminación, etc., y, finalmente, cierta cantidad de medios de vida, para poder sostenerse durante la producción y hasta la venta de la mercancía. Sólo unas pocas mercancías insignificantes pueden producirse sin desembolsos por concepto de medios de producción: por ejemplo, los hongos y bayas recolectados en el bosque, los mariscos que recolectan en la playa los habitantes de las zonas aledañas al mar. Pero incluso para esto siguen siendo necesarios ciertos medios de producción como cestas y otros útiles y, en todo caso, medios de vida que hacen posible la existencia durante el trabajo. Pero la mayor parte de las mercancías exigen, en toda sociedad con producción mercantil desarrollada, desembolsos de gran significación, a veces enormes, en medios de producción. Quien no tiene estos medios de producción y no está en condiciones, por tanto, de producir ninguna mercancía, no tiene otra salida que llevarse al mercado, a sí mismo, es decir llevar su propia fuerza de trabajo, como mercancía.
Como toda mercancía, también la mercancía fuerza de trabajo tiene un valor determinado. Como sabemos, el valor de cada mercancía queda determinado por la cantidad de trabajo que hace falta para producirla. Para producir la mercancía fuerza de trabajo, igualmente, es necesaria una cantidad determinada de trabajo, a saber el trabajo que produce los medios de subsistencia, el alimento, las ropas, etc., para el trabajador. De modo que la fuerza de trabajo del hombre vale tanto cuanto trabajo es necesario para mantenerlo apto para trabajar, para obtener su fuerza de trabajo. Así, el valor de la mercancía fuerza de trabajo está representado por la cantidad de trabajo que es necesaria para la producción de los medios de vida para el trabajador. Además, como en el caso de cualquier otra mercancía, el valor de la fuerza de trabajo se tasa en precio, es decir en dinero en el mercado. La expresión en dinero, es decir el precio de la mercancía fuerza de trabajo, se denomina salario. En el caso de cualquier otra mercancía, el precio sube cuando la demanda aumenta más rápidamente que la oferta, y cae cuando, al contrario, la oferta de la mercancía en cuestión supera la demanda. Lo mismo ocurre en relación con la mercancía fuerza de trabajo: cuando aumenta la demanda de trabajadores, los salarios tienden en general a aumentar; si disminuye la demanda o el mercado se ve saturado por nuevos contingentes de la mercancía, los salarios presentan tendencia a la caída. Finalmente, como en el caso de cualquier otra mercancía, el valor de la fuerza de trabajo, y por tanto también su precio, en definitiva, crece si crece la cantidad de trabajo necesaria para su producción: en este caso si los medios de vida del trabajador requieren más trabajo para ser producidos. Y, a la inversa, todo ahorro en el trabajo necesario para la producción de los medios de vida para el trabajador, hace disminuir el valor de la fuerza de trabajo, y por tanto también su precio, es decir el salario. «Reducid los costos de producción de los sombreros [escribió David Ricardo en 1817] y su precio terminará por descender hasta su nuevo precio natural, por más que la demanda se duplique triplique o cuadruplique. Reducid los costos de manutención de los hombres mediante la rebaja del precio natural de los alimentos y ropas necesarios para la vida, y veréis cómo caen los salarios, aunque la demanda de trabajadores crezca significativamente».
De modo que la mercancía fuerza de trabajo no se diferencia, ante todo, en el mercado de las demás mercancías sino por el hecho de que es inseparable de su vendedor, el trabajador, y porque, en virtud de ello, no admite esperar largamente un comprador, porque entonces perece junto con su portador, el trabajador, por falta de medios de vida, mientras que la mayoría de las otras mercancías pueden aguantar sin menoscabo una espera más o menos larga hasta la venta. Así la particularidad de la mercancía fuerza de trabajo no se manifiesta todavía en el mercado, donde sólo desempeña un papel el valor de cambio. Esa particularidad se encuentra en otra parte, en el valor de uso de esta mercancía. Todas las mercancías se compran por la utilidad que pueden prestar en su uso. Las botas se compran para servir como calzado; una taza se compra para tomar té en ella. ¿Para qué puede servir una fuerza de trabajo comprada? Evidentemente para el trabajo. Pero con ello no queda nada dicho. Los hombres pudieron y debieron trabajar en todos los tiempos desde que existe la sociedad humana, y sin embargo pasaron milenios enteros en los que la fuerza de trabajo era totalmente desconocida como mercancía como algo comprable. Por lo demás, si imaginamos que el hombre pudiese producir sus propios medios de subsistencia sólo con su plena fuerza de trabajo, la compra de la fuerza de trabajo y, por ende, la fuerza de trabajo, como mercancía, carecería de sentido. Pues si alguien comprase y pagase una fuerza de trabajo, luego la hiciese trabajar con sus propios medios de producción y, finalmente, obtuviese como resultado sólo los medios de subsistencia para el portador de la mercancía que había comprado, para el trabajador, resultaría que el trabajador obtendría simplemente, mediante la venta de su fuerza de trabajo, los medios de producción ajenos para trabajar con ellos para sí. Se trataría de una operación tan carente de sentido desde el ángulo del intercambio de mercancías, como si alguien comprase botas para luego devolverlas al zapatero como regalo. Si la fuerza humana de trabajo no admitiese ningún otro uso, no tendría utilidad alguna para su comprador y, por lo tanto, no podría aparecer en el mercado como mercancía. Pues sólo pueden figurar como mercancías productos dotados de determinada utilidad. Así pues, para que la fuerza de trabajo aparezca siquiera como mercancía no basta que el hombre pueda trabajar si se le entregan medios de producción, sino que hace falta que pueda trabajar más de lo necesario para la producción de sus propios medios de existencia. Tiene que poder trabajar no sólo para su propia manutención sino también para el amo, comprador de su fuerza de trabajo. Así, en su uso, es decir en el trabajo, la fuerza de trabajo tiene que poder no sólo reponer su propio precio, o sea el salario, sino procurar todavía, por encima de ello, plustrabajo al comprador. Y, en efecto, la fuerza de trabajo tiene también esta agradable propiedad. Pero ¿qué significa eso? ¿Es una especie de propiedad natural del hombre o del trabajador el que sea capaz de proporcionar plustrabajo? En la época en que los hombres pasaban años para hacer un hacha de piedra, necesitaban varios meses para fabricar un solo arco, o producían fuego frotando durante horas enteras dos trozos de madera uno contra el otro, incluso el más vivo y despiadado de los empresarios no habría podido exprimir a un hombre plustrabajo. Es, pues, necesario cierto nivel de productividad del trabajo humano para que el hombre pueda entregar plustrabajo en general. Es decir que los instrumentos, la habilidad, el saber del hombre, su dominio de las fuerzas naturales, tienen que haber alcanzado ya un nivel suficiente para que la fuerza de un hombre pueda producir no sólo los medios de vida para él mismo sino algo más, y por tanto, eventualmente para otros. Pero esta perfección de los instrumentos, el saber, ese cierto dominio de la naturaleza, sólo se obtienen mediante largos milenios de penosa experiencia de la sociedad humana. La distancia que media entre los primeros toscos instrumentos de piedra y el descubrimiento del fuego, y las máquinas de vapor y eléctricas de hoy, entraña todo el curso de desarrollo social de la humanidad, desarrollo que sólo fue posible precisamente dentro de la sociedad, mediante la convivencia y colaboración sociales de los hombres. De modo que esa productividad que otorga a la fuerza de trabajo del obrero actual la agradable propiedad de entregar plustrabajo, no es una particularidad del hombre dada por la naturaleza, fisiológica, sino un fenómeno social, fruto de una larga historia de desarrollo. El plustrabajo de la mercancía fuerza de trabajo no es más que otra expresión de la productividad del trabajo social, que es capaz de mantener a muchos hombres mediante el trabajo de uno solo.
Pero la productividad del trabajo, especialmente cuando condiciones naturales favorables la facilitan ya en niveles culturales primitivos, no lleva siempre y en todas partes a la venta de la fuerza de trabajo y a su explotación capitalista. Trasladémonos por un momento a las favorecidas comarcas tropicales de América Central y Sudamérica que, desde el descubrimiento de América hasta comienzos del siglo XIX, fueron colonias españolas, regiones de clima cálido y suelo fértil donde las bananas constituyen el alimento principal de la población. «Me pregunto [escribió Humboldt] si existe en algún rincón de la esfera terráquea otra planta, como el plátano, que sea capaz de producir una cantidad tan enorme de materia nutritiva en tan poca extensión de terreno». «Media hectárea de tierra de bananos de la variedad mayor [calcula Humboldt] puede proporcionar alimento para más de 50 personas, mientras que en Europa la misma media hectárea rendiría por año, con cosecha óctuple, apenas 576 kg de harina (cantidad que sería insuficiente para la manutención de dos personas).» Además, el plátano exige el mínimo esfuerzo al hombre, sólo necesita que se revuelva ligeramente, una o dos veces, la tierra alrededor de sus raíces. «Al pie de la Cordillera, en los valles húmedos de Veracruz, Valladolid y Guadalajara [dice después Humboldt] puede producir medios de vida para una familia entera un hombre que dedica a ello sólo dos días de trabajo ligero por semana». Es evidente que, en este caso, la productividad del trabajo en sí posibilita perfectamente la explotación, y un erudito de auténtica alma capitalista como Malthus, exclama hasta con lágrimas, al describir este Paraíso terrenal: «¡Qué enormes recursos para producir riquezas infinitas!». Lo que significa, en otros términos: cuán magníficamente podría sacarse oro de estos comedores de bananas, para activos empresarios, si se pudiese hacer trabajar a estos holgazanes. Pero ¿qué hemos visto en la realidad? Los habitantes de tan favorecidas comarcas ni pensaban en deslomarse para acumular dinero, sino que se ocupaban un poco, aquí y allí, de los árboles, saboreaban sus bananas, y pasaban en el sol el mucho tiempo libre que tenían, y gozaban de la vida. Humboldt dice también, muy significativamente: «En las colonias españolas se oye decir frecuentemente que los habitantes de la zona cálida no salen de su estado de apatía en el que han vivido siglos, hasta que se extirpan los plátanos por orden del rey». Esta (desde el punto de vista europeo) llamada «apatía» es, precisamente, el estado espiritual de todos los pueblos que viven todavía de acuerdo a las relaciones del comunismo primitivo, en las cuales la finalidad del trabajo humano es solamente la satisfacción de las necesidades naturales del hombre, y no la acumulación de riquezas. Pero mientras prevalecen estas relaciones no puede pensarse, ni con la más elevada productividad del trabajo, en una explotación de unos hombres por otros, en la utilización de la fuerza de trabajo humana para la producción del plustrabajo.
Pero el empresario moderno no fue el primero en descubrir esta propiedad de la fuerza humana de trabajo. En efecto, ya en épocas antiguas encontramos la explotación del plustrabajo por parte de hombres ociosos. La esclavitud en la Antigüedad, así como la relación servil y la servidumbre de la gleba en la Edad Media, descansan ambas en la productividad ya alcanzada, es decir en la aptitud del trabajo humano para mantener a más de una persona. Ambas son formas distintas en que una clase de la sociedad saca ventaja de esta productividad, haciéndose mantener por la otra clase. En este sentido, tanto el esclavo antiguo como el siervo medieval son antepasados directos del obrero de hoy. Pero ni en la Antigüedad ni en la Edad Media se transformó la fuerza de trabajo en mercancía, pese a su productividad y su explotación. Lo particular que tiene la relación actual entre el trabajador asalariado y el empresario, lo que la diferencia de la esclavitud así como de la servidumbre es, ante todo, la libertad personal del trabajador. La venta de mercancías es, en efecto, una operación privada del hombre, voluntaria y basada en la plena libertad individual. Un hombre que no es libre no puede vender su fuerza de trabajo. Pero además es necesario, como condición para ello, que el trabajador no posea medios de producción. Si los tuviera, produciría mercancías por sí mismo y no enajenaría su fuerza de trabajo como mercancía. Así, el desprendimiento, la separación de la fuerza de trabajo de los medios de producción es, junto con la libertad personal, lo que hace hoy una mercancía de la fuerza de trabajo. En la economía esclavista la fuerza de trabajo no está separada de los medios de producción; por el contrario, constituye ella misma un medio de producción y pertenece como propiedad privada al amo, junto a los instrumentos, las materias primas, etc. El esclavo es, él mismo, parte de la masa indiferenciada de los medios de producción del amo. En la relación servil la fuerza de trabajo se encuentra directamente encadenada al medio de producción; la gleba, no es más que un accesorio del medio de producción. Los servicios y tributos no los otorgan personas, sino la tierra; si la parcela pasa a nuevas manos trabajadoras mediante herencia o de otro modo, pasan con ella, simultáneamente, los tributos. Ahora el trabajador es personalmente libre, ni es propiedad de otro ni está encadenado a medios de producción. Por el contrario, los medios de producción están en una mano, la fuerza de trabajo en otra, y ambos propietarios se encuentran frente a frente, por cierto como hombres autónomos y libres, como comprador y vendedor (el capitalista como comprador, el trabajador como vendedor de la fuerza de trabajo). Pero tampoco la libertad personal y la separación de la fuerza de trabajo de los medios de producción, incluso con elevada productividad del trabajo, llevan siempre al trabajo asalariado, a la venta de la fuerza de trabajo. Vimos un ejemplo de esto en la antigua Roma, después que la gran masa de los pequeños campesinos fueron expulsados de sus parcelas mediante la constitución de grandes propiedades nobles con economía esclavista. Siguieron siendo hombres personalmente libres, pero como no tenían ya tierra alguna, por lo tanto sin medios de producción, se trasladaron masivamente del campo a Roma, como proletarios libres. Sin embargo, no podían vender su fuerza de trabajo, pues no se encontrarían compradores para ella: los ricos propietarios y capitalistas no necesitaban comprar fuerza de trabajo, pues se hacían mantener por brazos esclavos. El trabajo esclavo bastaba entonces plenamente para satisfacer todas las necesidades de los propietarios de tierras que hacían hacer toda clase de cosas. Pero no podían aplicar fuerza de trabajo más que para su propia vida y su propio lujo, pues el objetivo de la producción esclavista era sólo el propio consumo, no la venta de mercancías. Para los proletarios romanos, en consecuencia, estaban cerradas todas las fuentes de manutención por el propio trabajo, y así no les quedó otro medio que vivir de la mendicidad, de la mendicidad estatal, de distribuciones periódicas de medios de vida. De modo que en la antigua Roma, en vez del trabajo asalariado, surgió la alimentación masiva de los hombres libres carentes de propiedad a costa del Estado. Esto hizo decir al economista francés Sismondi: en la antigua Roma, la sociedad mantenía a sus proletarios, hoy los proletarios mantienen a la sociedad. Pero si hoy es posible el trabajo de los proletarios para la manutención propia y ajena, la venta de su fuerza de trabajo, es porque hoy el trabajo libre es la forma única y exclusiva de la producción y porque ésta, como producción mercantil, no está dirigida justamente al consumo directo sino a la elaboración de productos para la venta. El esclavista compraba esclavos para su propia comodidad y lujo; el señor feudal exprimía servicios y tributos a los siervos con la misma finalidad: para vivir dispendiosamente con toda su pandilla. El empresario moderno no hace producir a los trabajadores objetos de alimentación, vestimenta y lujo para su propio uso, sino que les hace producir mercancías para la venta, para sacar dinero a cambio de ellas. Y es justamente este negocio el que hace de él un capitalista, así como hace del trabajador un obrero.
Vemos que el mero hecho de la venta de la fuerza de trabajo como mercancía señala toda una serie de condiciones sociales e históricas determinadas. La mera aparición de la fuerza de trabajo como mercancía en el mercado indica: 1) la libertad personal de los trabajadores; 2) su separación de los medios de producción, así como la acumulación de los medios de producción en manos de los ociosos; 3) un alto nivel de productividad de trabajo, es decir la posibilidad de entregar plustrabajo; 4) la dominación general de la economía mercantil, es decir la creación del plustrabajo en forma de mercancías para la venta, como finalidad de la compra de la fuerza de trabajo.
Exteriormente, desde el punto de vista del mercado, la compra y la venta de la mercancía fuerza de trabajo es una operación completamente común, de las que se producen miles a cada instante como una compra de botas o cebollas. El valor de la mercancía y sus transformaciones; el precio, y sus oscilaciones, la igualdad e independencia del comprador y del vendedor en el mercado, el carácter voluntario de la operación, todo es exactamente igual que en cualquier otra compra-venta. Pero el valor de uso particular de esta mercancía, las circunstancias particulares que son las únicas capaces de crear este valor de uso, hacen de esta operación normal del universo mercantil, una relación social especial, completamente nueva. Veamos ahora qué se desarrolla a partir de esta operación de mercado.
II
El empresario compra la fuerza de trabajo y paga, como todo comprador, su valor (es decir su costo de producción) al pagar al trabajador, un precio que cubre su manutención. Pero la fuerza de trabajo comprada, con los medios de producción utilizados en promedio en la sociedad, es capaz de producir más que sus simples costos de manutención. Esto constituye incluso, como sabemos una premisa de toda la operación, pues de otro modo no tendría sentido; en ello consiste el valor de uso de la mercancía fuerza de trabajo, dado que el valor de las subsistencias de la fuerza de trabajo, como en el caso de toda otra mercancía, está determinado por la cantidad de trabajo, necesaria para producirlas, podemos suponer que los alimentos, las ropas, etc., necesarios para mantener diariamente al trabajador en condiciones de trabajar demandan, por ejemplo, seis horas de trabajo. El precio de la mercancía fuerza de trabajo, es decir el salario, tiene entonces que importar seis horas de trabajo en dinero. Pero el trabajador trabaja para su empresario no seis horas, sino más tiempo, digamos, por ejemplo, once horas.
En estas once horas, ha restituido al empresario en las primeras seis, el salario recibido, y además le ha dado gratuitamente, cinco horas más de trabajo. Así, la jornada de todo trabajador consta, normal y necesariamente, de dos partes: una pagada, en la que el trabajador sólo restituye el valor de sus propias subsistencias, en la que, por decirlo así, trabaja para sí mismo; y una no pagada, en la que hace trabajo gratuito, o plustrabajo para el capitalista.
Cosa semejante ocurría en las formas anteriores de explotación social. En tiempos de la servidumbre, el trabajo del siervo para sí mismo y su trabajo para el señor feudal estaban separados en el tiempo y en el espacio. El campesino sabía perfectamente cuándo, y cuánto, trabajaba para sí y cuándo, y cuánto, para el mantenimiento del misericordioso señor, noble o eclesiástico. Trabajaba primero unos días en su propio campo, luego unos días en el del señor. O bien trabajaba por la mañana en el propio y por la tarde en el del señor, o bien trabajaba algunas semanas seguidas sólo en el propio, y luego algunas semanas en el del señor. Así, por ejemplo, en una aldea de la Abadía de Maurusmünster, en Alsacia, el trabajo servil estaba establecido del siguiente modo a mediados del siglo XII: desde la mitad de abril hasta la mitad de mayo cada hogar campesino proporcionaba la fuerza de un hombre por tres días completos por semana; desde mayo hasta el día de San Juan una tarde por semana; desde San Juan hasta la siega del heno dos días por semana; durante la cosecha tres tardes por semana y, desde San Martín hasta Navidad, tres días completos por semana. En la baja Edad Media, con los progresos de la servidumbre, creció el trabajo para el señor tan insistentemente que pronto casi todos los días de la semana y casi todas las semanas del año llegaron a corresponder a las corveas, y el campesino ya casi no tenía tiempo para cultivar su propio campo. Pero también entonces sabía perfectamente que no trabajaba para sí, sino para otros. No era posible engañar al respecto ni incluso al más tonto de los campesinos.
En el moderno trabajo asalariado, el asunto es completamente distinto. El trabajador no crea en la primera parte de su jornada objetos que necesita él mismo: su alimento, ropas, etc., para producir luego otras cosas para el empresario. Por el contrario, en la fábrica, el trabajador produce durante todo el día un mismo objeto y, por cierto, predominantemente un objeto que no necesita para su propio consumo privado sino en una mínima parte o en absoluto: plumas de acero, cintas elásticas o tejidos de seda, o bien tubos de hierro colado. En el montón indiferenciado de plumas de acero, cintas o tejidos que ha creado durante el día, cada pieza tiene exactamente el mismo aspecto que cualquier otra, no se distingue la menor diferencia, si una parte es trabajo retribuido o no retribuido, si una parte es para el trabajador, u otra para el empresario. Por el contrario, el producto en el que el trabajador vuelca su trabajo no tiene para él ninguna utilidad, y ninguna partícula de él le pertenece; todo lo que produce el trabajador pertenece al empresario. Aquí reside una gran diferencia exterior entre el trabajo asalariado y la servidumbre. El siervo, en circunstancias normales, tenía poco tiempo para trabajar en su propio campo, y el trabajo que hacía por su cuenta le pertenecía. En el caso del moderno trabajador asalariado, todo su producto pertenece al empresario, y así es como parece que su trabajo en la fábrica no tuviese nada que ver con su propio sostenimiento. Ha recibido su salario y puede hacer con él lo que quiera. Para ello tiene que trabajar en lo que el empresario le indique, y todo lo que él produce pertenece al empresario. Pero la diferencia, que es invisible para el trabajador, se pone después perfectamente de manifiesto en las cuentas del empresario, cuando éste calcula los ingresos debidos a la producción de sus obreros. Para el capitalista es la diferencia entre la suma de dinero que recibe por la venta del producto y sus egresos tanto en concepto de medios de producción como en concepto de salarios de sus obreros. Lo que le queda como ganancia es precisamente el valor creado por el trabajo no retribuido, es decir la plusvalía que han creado los trabajadores. De modo que cada obrero produce, aunque sólo produzca cintas elásticas, o tejido de seda, o tubos de hierro colado, ante todo su propio salario y, además, plusvalía gratuita para el capitalista. Si, por ejemplo, ha tejido en 11 horas, 11 metros de tejido de seda, entonces 6 metros de los 11 contienen el valor de su salario, y 5 son plusvalía para el empresario.
Pero la diferencia entre el trabajo asalariado y el trabajo esclavo o servil tiene consecuencias aún más importantes. El esclavo y el campesino siervo entregaban su trabajo principalmente para las propias necesidades privadas, para el consumo del señor. Creaban para su señor objetos alimenticios y vestimenta, muebles, objetos de lujos, etc. Esto era lo normal, al menos antes de que la esclavitud y la relación servil degeneraran bajo la influencia del comercio y entraran en decadencia. Pero la capacidad de consumo del hombre, incluso el lujo en su vida privada, tiene determinados límites en cada época. Más que graneros y establos repletos, ricas ropas, una vida regalada para sí y para toda la corte señorial, cámaras ricamente decoradas, más que todo eso no podía necesitar el antiguo esclavista o el noble medieval. Los objetos que sirven para el uso diario no se pueden guardar nunca en cantidades demasiado grandes, porque sí se estropean: el grano entra fácilmente en putrefacción, o lo devoran las ratas y ratones; el acopio de heno o de paja se incendia fácilmente; las ropas se dañan, etc. Los productos lácteos, las verduras y frutas en general, son difíciles de conservar. Así, el consumo tenía sus límites naturales en la economía esclavista como en la feudal, aún con la vida más regalada posible, y en consecuencia tenía también sus límites la explotación normal del esclavo y del campesino. Otra cosa sucede con el moderno empresario que compra la fuerza de trabajo para la producción de mercancías. Lo que el trabajador produce en la fábrica para él, es completamente inútil, pero igualmente inútil para el empresario. Éste hace producir a la fuerza de trabajo comprada, no ropas y alimentos para sí, sino cualquier mercancía que, por su parte, no necesita en lo más mínimo. Hace producir los tejidos de seda, o tubos, o ataúdes, sólo para deshacerse de ellos lo más rápidamente posible, para venderlos. Los hace producir para procurarse dinero con su venta. Y recibe en dinero, tanto sus gastos, que le son así restituidos, como la plusvalía regalada por sus obreros. Toda la operación la efectúa con este fin, para obtener en dinero el trabajo no pagado de los obreros. Pero, como sabemos, el dinero es el medio de la acumulación ilimitada de riqueza. En forma de dinero, la riqueza no pierde ningún valor por causa de su almacenamiento, por muy prolongado que éste sea; por lo contrario, como veremos más adelante, la riqueza en forma de dinero parece incluso crecer por el simple almacenamiento. Y en forma de dinero, la riqueza no conoce límites, puede crecer hasta el infinito. En correspondencia con ello, el hambre de plustrabajo del moderno capitalista no conoce límites. Cuanto más trabajo no retribuido se arranque a los obreros tanto mejor. Exprimir plusvalía y, por cierto, exprimirla sin límite: he aquí la finalidad propia y el papel de la compra de la fuerza de trabajo.
El impulso natural del capitalista hacia la incrementación de la plusvalía arrancada a los obreros encuentra, ante todo, dos vías simples que, por así decirlo, se ofrecen solas, si consideramos la composición de la jornada de trabajo. Hemos visto que la jornada de cada trabajador se compone normalmente de dos partes: de la parte en la cual el obrero repone su propio salario, y de la otra parte en la cual entrega trabajo no pagado, plusvalía. De modo que, para incrementar la segunda porción todo lo posible, el empresario puede avanzar en dos direcciones: prolongando la jornada en su conjunto o abreviando la primera parte, la parte retribuida de la jornada es decir reducir el salario del obrero. En realidad el capitalista recurre simultáneamente a ambos métodos y es por ello que, en el sistema del trabajo asalariado, se verifica una permanente tendencia doble: tanto a la prolongación del tiempo de trabajo como a la reducción de los salarios.
Si el capitalista compra la mercancía fuerza de trabajo, la compra como lo hace con cualquier mercancía, para que le sea útil. Todo comprador de mercancías trata de obtener el máximo uso de sus mercancías. Si, por ejemplo, compramos botas, queremos usarlas todo el tiempo que sea posible. Todo el uso, la utilidad entera de la mercancía pertenece a su comprador. El capitalista, habiendo comprado la fuerza de trabajo, tiene, desde el punto de vista de la compra de mercancías, pleno derecho a exigir que la mercancía comprada le sirva por tanto tiempo como sea posible y tanto como se pueda. Si ha pagado la fuerza de trabajo por una semana, le pertenece su uso por una semana y tiene, desde su punto de vista, como comprador, el derecho a hacer trabajar al obrero, si es posible, siete veces 24 horas en la semana. Pero por su lado, el obrero, como vendedor de la mercancía, tiene un punto de vista completamente inverso. Claro que el uso de la fuerza de trabajo corresponde al capitalista, pero éste encuentra sus límites en la potencia física y mental del obrero. Un caballo puede trabajar sin deteriorarse, día tras día, sólo ocho horas. Un hombre tiene que tener cierto tiempo para comer, vestirse, descansar, etc., para recuperar su fuerza gastada en el trabajo. Si no lo tiene, su fuerza de trabajo no sólo se consume sino que se destruye. El trabajo excesivo la debilita, y abrevia la vida del obrero. Si por un uso inmoderado de la fuerza de trabajo, el capitalista acorta la vida del trabajador de dos semanas en una semana, es como si se apropiara de tres semanas por el salario de una. Esto significa, desde el propio punto de vista del comercio de mercancías, que el capitalista despoja al obrero. De modo que el capitalista y el obrero, en relación con la duración de la jornada de trabajo, representan, ambos en el terreno del mercado de las mercancías, dos puntos de vista exactamente contrapuestos, y la duración efectiva de la jornada, por consiguiente, sólo se fija a través de la lucha entre la clase capitalista y la clase obrera, como una relación de fuerzas. La jornada de trabajo no tiene en sí límites determinados; según el tiempo y el lugar, encontramos jornadas de ocho, diez, doce, catorce, dieciséis, dieciocho horas. La duración de la jornada es objeto de una lucha secular. En esta lucha distinguimos dos períodos importantes. El primero comienza ya a fines de la Edad Media, en el siglo XIV, cuando el capitalismo está dando justo sus primeros, tímidos pasos, y comenzando a sacudir la coraza del reglamento gremial. La jornada normal tradicional alcanzaba, en los tiempos de florecimiento de la artesanía, a unas seis horas, además de guardarse plácida y ceremoniosamente el tiempo de las comidas, el de sueño, de reposo, la tranquilidad del domingo y los días festivos. A la antigua artesanía, con su lento método de trabajo, le bastaba; a los empresarios fabriles principiantes, no. Y así viene la primera ley de prolongación forzosa de la jornada que los capitalistas obtienen del gobierno. Desde el siglo XIV hasta fines del XVII vemos en Inglaterra, en Francia y Alemania, leyes relativas a la jornada mínima, verdaderas prohibiciones, para los trabajadores y compañeros, de trabajar menos que cierto número de horas, que eran predominantemente, doce horas. La lucha contra la holgazanería de los trabajadores constituye la gran consigna desde la Edad Media hasta entrado el siglo XVIII. Pero, a partir del momento en que se quiebra la fuerza de la vieja artesanía gremial, y el proletariado masivo, carente de medios de producción, depende simplemente de la venta de la fuerza de trabajo, cuando surgieron las grandes manufacturas con su afiebrada producción en masa, se produce un viraje. Se inicia una succión repentina e ilimitada de trabajadores de todas las edades y de ambos sexos, quedando segadas como por una peste, en pocos años poblaciones enteras de trabajadores. Un diputado declaró en 1863, en el parlamento inglés: «La industria algodonera cuenta noventa años […] En tres generaciones de la raza inglesa, ha tragado nueve generaciones de obreros del algodón». (Karl Marx, Das Kapital tomo I, página 229). Y un escritor burgués inglés, John Wade; escribe (en su obra sobre la Historia de la clase media y de la clase obrera): «La codicia de los fabricantes y su crueldad en la persecución de la ganancia no fueron inferiores a la crueldad de los españoles con respecto a los indios de América en su carrera del oro. (Cf. ibíd, página 204). En Inglaterra, en ciertas ramas industriales, como en la fábrica de encajes, estaban empleados niños de 9 a 10 años todavía en los años sesenta del siglo XIX, desde las 2, las 3 y las cuatro de la mañana hasta las 10, 11, y 12 de la noche. Son conocidas en Alemania las condiciones que prevalecían hasta hace poco, por ejemplo, en el tratamiento de espejos con azogue, y en las panaderías, que prevalecen, aún hoy por regla general, en la confección, y en la industria domiciliaria. Sólo la moderna industria capitalista ha logrado la invención del trabajo nocturno, totalmente desconocido antes. En todos los estados anteriores de la sociedad la noche se consideraba como tiempo destinado por la naturaleza misma al reposo del hombre. La empresa capitalista descubrió que la plusvalía exprimida a los obreros por la noche, no se diferencia en nada de la extraída durante el día e introdujo los turnos diurno y nocturno. Del mismo modo el domingo, que en la Edad Media era respetado estrictamente por la artesanía gremial, fue sacrificado a la voracidad de plusvalía del capitalista y agregado a los restantes días de trabajo. Se agregaron a ello, docenas de pequeñas invenciones para la prolongación de la jornada: las comidas realizadas durante el trabajo sin pausa de ningún tipo, la limpieza de las máquinas, no durante la jornada normal, sino después de su terminación, es decir durante el tiempo de reposo del trabajador, etc. Esta práctica de los capitalistas, que en las primeras décadas rigió con toda libertad y sin límites, hizo necesaria una nueva serie de leyes relativas a la jornada de trabajo, esta vez no para la prolongación forzosa, sino para su reducción. Las primeras prescripciones legales relativas a la jornada máxima no fueron arrancadas tanto por la presión de los obreros como por el simple instinto de conservación de la sociedad capitalista. Las primeras décadas de manejos sin restricciones de la gran industria, tuvieron efectos tan destructivos sobre la salud y las condiciones de vida de las masas populares laboriosas, produjeron una mortalidad, y una morbilidad tan enormes, dejaron físicamente lisiados y mentalmente destrozados a tantos, determinaron tales epidemias y tantos casos de ineptitud para el servicio de las armas, que la existencia misma de la sociedad pareció amenazada del modo más profundo. Era evidente que si el Estado no ponía coto al afán natural de plusvalía del capital, a la corta o a la larga, éste transformaría Estados enteros en cementerios gigantes en los que sólo se verían huesos de obreros. Sin obreros, no hay explotación de obreros. Así, en su propio interés, para hacer posible la explotación en el futuro, el capital tuvo que poner algunos límites a la explotación en el presente. Las fuerzas del pueblo tuvieron que respetarse algo para asegurar su ulterior explotación. Hubo que pasar de una economía rapaz, derrochadora, a la explotación racional. De allí surgieron las primeras leyes de jornada máxima, así como surge toda reforma social burguesa. Tenemos un equivalente de ello en las leyes de caza. Así como hay leyes que aseguran a las presas de caza mayor ciertos miramientos para que se reproduzca racionalmente y puedan ser objeto de caza regular, así también la reforma social garantiza ciertos miramientos para con la fuerza de trabajo del proletariado para que ella pueda ser objeto de explotación racional por parte del capital. O, como dice Marx: la limitación del trabajo fabril fue impuesta por la misma necesidad que obliga al agricultor a verter abono en los campos. La legislación fabril nace en la dura lucha de décadas contra la resistencia de los capitalistas individuales, paso a paso, inicialmente para niños y mujeres y en ciertas industrias. Siguió Francia, donde la Revolución de febrero de 1848, bajo la presión inicial del victorioso proletariado de Paris, proclamó la jornada de doce horas, la cual fue la primera ley general, referente a la jornada de trabajo de todos los obreros, incluyendo a los hombres adultos en todas las ramas de trabajo. En los Estados Unidos se inició, inmediatamente después de la guerra civil de 1861, que abolió la esclavitud, un movimiento general de los trabajadores por la jornada de ocho horas que se extendió al continente europeo. En Rusia aparecieron las primeras leyes de protección de mujeres y menores a raíz de los grandes disturbios fabriles de 1882 en el distrito industrial de Moscú, y la jornada de once horas y media, por las primeras huelgas generales de los 60 000 obreros textiles de San Petersburgo en 1896 y 1897. Alemania va actualmente a la zaga de todos los demás grandes Estados modernos, con sus leyes de protección sólo para mujeres y niños.
Hasta aquí hemos hablado sólo de un aspecto del trabajo asalariado: del tiempo de trabajo, y ya en ello vemos hasta qué punto la simple, sencilla operación mercantil de la compra-venta de la fuerza de trabajo ha traído aparejados fenómenos peculiares. Pero es necesario utilizar aquí las palabras de Marx: «Hay que reconocer que nuestro obrero no sale del proceso de producción del mismo modo que entró en él. En el mercado se enfrentó, como propietario de la mercancía fuerza de trabajo, a otros propietarios de mercancías, propietario de mercancías frente a propietarios de mercancías. El contrato por el cual vendió al capitalista su fuerza de trabajo demostró acabadamente que él dispone libremente de sí mismo. Después de cerrar trato se descubre que él no era un agente libre; que el tiempo por el cual es libre de vender su fuerza de trabajo, es el tiempo por el cual está obligado a venderla; que, en realidad, su succionador no ceja mientras queda un músculo, un nervio, una gota de sangre que explotar. Para ‘protegerse’ de la serpiente de sus males, los obreros tienen que apiñar sus cabezas y arrancar como clase una ley estatal, un prepotente obstáculo social que les impida a ellos mismos venderse a sí mismos y a los suyos, por contrato voluntario con el capital, para la muerte y la esclavitud».
Las leyes de protección de los trabajadores son, en realidad, el primer reconocimiento oficial de la sociedad actual, de que la igualdad y la libertad formales que sirven de base a la producción mercantil y al intercambio, se frustran inmediatamente, se convierten en desigualdad y ausencia de libertad, desde que la fuerza de trabajo aparece como mercancía en el mercado.
III
El segundo método del capitalista para incrementar la plusvalía es la reducción del salario. El salario, como la jornada de trabajo, no tiene límites fijos. Ante todo: al hablar del salario, debe distinguirse el dinero que recibe el obrero del empresario, de la cantidad de medios de vida que obtiene a cambio de él. Si sólo sabemos del salario de un trabajador que su monto es, por ejemplo, de dos marcos diarios, todavía no sabemos nada. Pues con los mismos dos marcos se pueden comprar muchos menos medios de vida en tiempo de carestía que en tiempo de baratura; la misma moneda de dos marcos entraña un nivel de vida distinto en un país que en otro, incluso un nivel distinto en cada región de un mismo país. El obrero puede recibir como salario más dinero que antes y, sin embargo, no vivir mejor sino tan mal como antes, inclusive peor que antes. El salario real es la suma de medios de vida que recibe el obrero, mientras que el salario en dinero es sólo el salario nominal. Si el salario no es más que la expresión monetaria del valor de la fuerza de trabajo, este valor consiste en la cantidad de trabajo que se emplea en la producción de los medios de vida necesarios para el obrero. Pero ¿qué se entiende por «medios de vida necesarios»? Si abstraemos las diferencias individuales entre un obrero y otro, que no tienen aquí ningún papel, la diferencia de niveles de vida de la clase obrera en distintos países y períodos, demuestra que el concepto de «medios de vida necesarios» es muy variable y flexible. El obrero inglés actual, mejor remunerado, considera el consumo diario de bistecs como necesario para la vida, mientras que el culí chino vive con un puñado de arroz. Dada la flexibilidad del concepto de «medios de vida necesarios», se desarrolla entre capitalista y obrero, en torno a la magnitud del salario, una lucha semejante a la referente a la duración de la jornada. El capitalista se atiene a su punto de vista de comprador de la mercancía cuando argumenta: está muy bien, por cierto, que yo tenga que pagar la mercancía fuerza de trabajo por su valor, como todo comprador decente, pero ¿cuál es el valor de la fuerza de trabajo? ¿Los medios de vida necesarios? Muy bien, doy a mi obrero exactamente lo necesario para vivir; ahora bien, qué es lo absolutamente necesario para mantener en vida a un hombre, lo dice en primer término la ciencia, la fisiología, y en segundo término la experiencia general. Y se comprende por sí mismo que yo entrego este mínimo con absoluta exactitud; pues si diese una moneda de más, no sería un comprador decente sino un tonto, un filántropo de los que hacen regalos de su bolsillo a aquél a quien han comprado una mercancía; tampoco regalo una sola moneda a mi zapatero ni a mi cigarrera, y trato de comprar sus mercancías tan barato como me es posible. Del mismo modo trato de comprar la fuerza de trabajo tan barata como es posible, y quedamos perfectamente a mano si doy a mi obrero el mínimo estricto que le permite seguir vivo. El capitalista está perfectamente en su derecho desde el punto de vista de la producción de mercancías. Pero no lo está menos el obrero que, como vendedor de la mercancía, replica: cierto es que no puedo pretender más que el valor diario de mi mercancía fuerza de trabajo. Pero exijo, justamente, que me pagues verdaderamente este valor completo. No pretendo más que los medios de vida necesarios. Pero ¿cuáles son los medios de vida necesarios? Dices que la respuesta la dan la fisiología y la experiencia, que muestran qué es lo que necesita mínimamente una persona para mantenerse viva. Así suplantas el concepto «medios de vida necesarios» por la necesidad absoluta, fisiológica. Pero esto se opone a la ley del intercambio de mercancías. Pues sabes tan bien como yo que el valor de toda mercancía en el mercado se mide por el trabajo socialmente necesario para su producción. Si tu zapatero te trae un par de botas y exige por ellas 20 marcos, porque ha trabajado para producirlas cuatro días, tú le dirás: «consigo botas como éstas de fábrica, por sólo 12 marcos, pues allí, a máquina se hace un par en un día. De modo que sus cuatro días de trabajo (puesto que ya es habitual producir las botas a máquina) no eran necesarios considerando el asunto socialmente, aunque lo hayan sido para usted porque usted no trabaja con máquinas. Pero no es culpa mía, y le pago solamente por el trabajo socialmente necesario, es decir 12 marcos».
Puesto que procederías así en la compra de botas, en la compra de mi mercancía fuerza de trabajo tienes que pagarme también los costos socialmente necesarios de su mantenimiento. Ahora bien, para mi vida es socialmente necesario todo aquello que, en nuestro país y en nuestros días, constituye la manutención habitual de un hombre de mi clase. En una palabra, tienes que darme no el mínimo fisiológicamente necesario, que me mantiene apenas en vida como a un animal, sino el mínimo socialmente normal que me asegure un nivel de vida habitual. Sólo así habrás pagado el valor de la mercancía como comprador decente; de lo contrario la compras por menos que su valor.
Vemos que el obrero, desde un punto de vista puramente mercantil, tiene al menos tanta razón como el capitalista. Pero sólo con el tiempo llega a hacer valer este punto de vista; pues sólo puede hacerlo valer como clase social, es decir como conjunto, como organización. Sólo con el surgimiento de los sindicatos y del partido obrero comienza a conseguir la venta de su fuerza de trabajo por su valor, o sea su nivel de vida como necesidad social y cultural. Antes que los sindicatos se inicien en un país, y antes de que ellos tengan vigencia en todas las ramas de la industria, resulta determinante, en cambio, para la fijación de las salarios, la tendencia de los capitalistas a reducir los medios de vida al mínimo fisiológico, animal por así decirlo, es decir: a pagar la fuerza de trabajo por debajo de su valor. Los tiempos de la dominación desenfrenada del capital, a la que todavía no se le oponía ninguna resistencia de la coalición y las organizaciones de los obreros, llevaron a la misma degradación bárbara de la clase obrera con respecto a los salarios, que con respecto al tiempo de trabajo antes de la sanción de las leyes fabriles. Se trata de una cruzada del capital contra todo rastro de lujo, comodidad, bienestar en la vida del obrero, incluso de aquello a lo que estaba acostumbrado desde los tiempos de la artesanía y de la economía campesina. Se trata de un esfuerzo para reducir el consumo del trabajador a una simple y tediosa absorción de alimento, tal como se ceba el ganado o se lubrica la máquina. Además, los trabajadores más atrasados y menos exigentes son presentados como ejemplo y modelo a los obreros mejor situados. Esta cruzada contra el nivel de vida humano de los obreros se inició en Inglaterra, con la industria capitalista. Un autor inglés se lamentaba de este modo en el siglo XVII: «Considérese solamente la masa espeluznante de artículos superfluos que consumen nuestros obreros manufactureros, como son: aguardiente, gin, té, azúcar, frutas importadas, cerveza fuerte, lienzo estampado, rapé, tabaco, etc». A los obreros ingleses les ponían entonces por delante a los franceses, holandeses, alemanes, como ejemplo de sobriedad. Así escribió un fabricante inglés: «El trabajo es un tercio más barato en Francia que en Inglaterra: pues los pobres (así se llamaba a los obreros) franceses trabajan duro y economizan estrictamente los alimentos y ropas, y sus artículos esenciales de consumo son el pan, las frutas, hierbas raíces, y pescado seco; rara vez comen carne y, cuando el trigo está caro, muy poco pan». Hacia el inicio del siglo XIX un norteamericano, el conde Rumford, confeccionó especialmente un libro de cocina para obreros con recetas para el abaratamiento de su alimentación. Este famoso libro, recibido con gran entusiasmo por la burguesía de diversos países, contenía, por ejemplo, una receta que decía así: «Cinco libras de cebada, cinco libras de maíz, 30 centavos de arenques, 10 centavos de sal, 10 centavos de vinagre, 20 centavos de pimienta y hierbas (total 2,08 marcos: da una sopa para 64 personas y, dado el precio medio del grano, puede incluso reducirse su costo a menos de 3 centavos por cabeza». Los trabajadores de las minas de Sudamérica soportan quizá la tarea diaria más pesada del mundo, consistente en sacar a la superficie sobre sus hombros, desde una profundidad de 450 pies, un peso de mineral de 180 a 200 libras, y cuenta Justus Liebig que viven sólo de pan y frijoles. Ellos preferirían alimentarse de puro pan, pero sus patrones, que han descubierto que con pan no pueden trabajar tan duro, los tratan como a caballos y los obligan a comer los frijoles, pues éstos favorecen el desarrollo de los huesos. En Francia se produjo, ya en l831, la primera revuelta de hambre de los obreros: la de los tejedores de la seda de Lyon. Bajo el Segundo Imperio, en los años setenta, cuando la verdadera industria maquinizada hizo su entrada en Francia, el capital celebró sus máximas orgías en la reducción de los salarios. Los empresarios salieron de la ciudad al campo en busca de brazos más baratos. Y fueron tan lejos en ello que hubo mujeres que trabajaban por un salario diario de 1 sou es decir 4 fenigs. Claro que esta gloria no duró mucho, pues semejantes jornales, no podían bastar siquiera para la vida animal. En Alemania el capital introdujo condiciones semejantes primeramente en la industria textil, donde los salarios, reducidos incluso por debajo del mínimo fisiológico, acarrearon en los años cuarenta los levantamientos de hambre de los tejedores en Silesia y en Bohemia. Actualmente, el mínimo animal constituye la regla de los salarios en todos lados donde el sindicato no ejerce su acción sobre el nivel de vida: entre los obreros rurales en Alemania, en la confección, en las diversas ramas de la industria domiciliaria.
IV
Formación del ejército de reserva
Cuando la carga laboral se agrava y la reducción del nivel de vida de los trabajadores llega hasta niveles cercanos a la vida animal, y a veces hasta al mismo nivel, la moderna explotación capitalista se iguala a la que tenía lugar en la economía esclavista y en la servidumbre de la gleba, durante la peor degeneración de estas dos formas de economía, en el período en que se acercaban a su caducidad. Pero lo que ha traído exclusivamente la producción capitalista de mercancías, que era completamente desconocido en todas las épocas anteriores, es la desocupación parcial y, por lo tanto, el no-consumo de los trabajadores como fenómeno permanente, lo que se llama ejército de reserva de los trabajadores. La producción capitalista depende del mercado y tiene que seguir la demanda de éste. Pero ésta varía permanentemente y engendra alternativamente años, temporadas y meses de buenos y de malos negocios. El capital tiene que adaptarse constantemente a este cambio de coyuntura y, en consecuencia, emplear ya más, ya menos obreros. De modo que, para tener en cada momento a su disposición el número necesario de fuerza de trabajo para hacer frente a los momentos de máximas exigencias del mercado, tiene que mantener permanentemente disponible, junto a los obreros ocupados, un número considerable de desempleados en reserva. Los obreros parados, como tales, no reciben salario alguno, su fuerza de trabajo no se compra, está simplemente almacenada; de modo que el no-consumo de una parte de la clase obrera es parte integrante esencial de la ley del salario de la producción capitalista. Al capital no le interesa en absoluto cómo sostienen su vida estos parados, y rechaza todo intento de liquidar el ejército de reserva como algo que pone en peligro sus propios intereses vitales. La crisis algodonera inglesa de 1863 proveyó un notable ejemplo de esto. Cuando, por falta de algodón en rama norteamericano, las hilanderías y tejedurías inglesas tuvieron que interrumpir su funcionamiento repentinamente y, en consecuencia, quedó sin pan una masa de un millón de trabajadores, una parte de estos parados se decidió a emigrar a Australia para evitar la inminente muerte por inanición. Exigieron del parlamento inglés una asignación de 2 millones de libras esterlinas para hacer posible la emigración de 50 000 obreros sin empleo. Pero los fabricantes algodoneros levantaron un griterío de indignación contra esta exigencia de los obreros. La industria no podría desenvolverse sin máquinas y los trabajadores son asimismo máquinas, de modo que tienen que estar disponibles. «El país» experimentaría una pérdida de 4 millones de libras esterlinas si los hambrientos parados se fuesen repentinamente. El parlamento denegó, en consecuencia, el fondo de emigración, y los parados quedaron encadenados a su hambrienta miseria para constituir la reserva necesaria para el capital. Los capitalistas franceses proveyeron otro ejemplo notorio en 1871. Cuando, después de la caída de la Comuna, se llevó a cabo el degüello de los trabajadores de París, con formas procesales o sin ellas, en tan enorme escala que fueron asesinados diez mil proletarios, y por cierto, los mejores y más aptos, la flor de la clase obrera, en medio de los instintos vengativos desatados surgió entre los empresarios el temor de que la falta de «brazos» disponibles pudiese lastimar pronto al capital; en efecto, la industria se encontraba justo entonces, después de finalizada la guerra, ante un alza animada de los negocios. Muchos empresarios parisinos se empeñaron por ello ante los tribunales, para moderar las persecuciones a los luchadores de la Comuna y salvar los brazos obreros de la carnicería de la espada, para devolverlos al brazo del capital.
El ejército de reserva cumple una doble función para el capital, primero, la de proveer la fuerza de trabajo para toda animación repentina de los negocios, y segundo la de ejercer, mediante la competencia entre parados, una presión constante sobre los ocupados, y mantener sus salarios en un mínimo.
Marx distingue en el ejército de reserva cuatro capas diferentes, cuya función para el capital, y cuyas condiciones de vida, están conformadas de distinta manera. La capa superior está constituida por los obreros industriales periódicamente desocupados, que siempre existen en todos los oficios, incluso en los de mejor situación. Su personal se renueva permanentemente, pues todo trabajador está parado en unos períodos y empleado en otros; su número varía fuertemente según la marcha de los negocios, se hace muy grande en tiempos de crisis y pequeño en las buenas coyunturas; pero no se agota nunca y, en general, crece en el curso del desarrollo industrial. La segunda capa, es el proletariado que fluye del campo a la ciudad, compuesto por trabajadores no calificados que se presentan en el mercado con las exigencias mínimas; no están ligados a una rama determinada de trabajo en razón de ser trabajadores simples, y actúan como reserva de todas ellas esperando la oportunidad de emplearse. La tercera categoría es la de los proletarios más atrasados, que no tienen ningún trabajo regular y se encuentran permanentemente buscando trabajos ocasionales. Aquí se observan la jornada de trabajo más prolongado y los salarios más bajos, razón por la cual esta capa es tan útil para el capital y tan indispensable como la capa del nivel más alto. Esta capa se recluta permanentemente entre los supernumerarios de la industria y la agricultura, pero especialmente en la pequeña artesanía que se va arruinando y en los oficios secundarios que se van extinguiendo. Constituye la amplia base de la industria domiciliaria y actúa en general, por así decirlo, entre bastidores, detrás del escenario oficial de la industria. No presenta ninguna tendencia a extinguirse sino que, por el contrario, crece tanto por los éxitos cada vez mayores de la industria en la ciudad y el campo, como por una natalidad muy intensa.
Finalmente, la cuarta capa del ejército de reserva proletario consiste en los directamente miserables: los pobres en parte aptos para el trabajo, que la industria y el comercio emplean en períodos de buena marcha de los negocios, siendo expulsados en primer término en períodos de crisis; en parte ineptos para el trabajo; obreros envejecidos que la industria ya no puede usar, viudas y huérfanos proletarios, niños miserables, víctimas estropeadas y mutiladas de la gran industria, de la minería, etc., y finalmente los desacostumbrados al trabajo: vagabundos y similares. Esta capa desemboca directamente en el lumpenproletariado: delincuentes, prostitutas. El pauperismo, dice Marx, constituye la casa de inválidos de la clase obrera y el peso muerto de su ejército de reserva. Su existencia queda determinada tan necesaria e ineluctablemente por el ejército de reserva, como éste por el desarrollo de la industria. La pobreza y el lumpenproletariado están entre las condiciones de existencia del capitalismo y crecen con él: cuanto mayor es la riqueza social, el capital en funcionamiento y la masa de obreros empleados por él, tanto mayor también la capa de parados en reserva, el ejército de reserva. Cuanto mayor el ejército de reserva en relación con la masa de obreros ocupados, tanto mayor la capa inferior de pobreza, pauperismo y delito. De modo que, junto con el capital y la riqueza, crece igualmente, de forma inevitable, la cantidad de desempleados carentes de salario y, con ellos, la capa de los Lázaro de la clase obrera (la miseria oficial). Ésta es, dice Marx, la ley absoluta y universal del desarrollo capitalista.
Como hemos dicho, en todas las formas anteriores de sociedad era desconocida la formación de una capa permanente y creciente de desocupados. En la comunidad comunista primitiva, evidentemente trabajan todos mientras ello es necesario para la manutención, en parte por necesidad directa, en parte bajo presión de la autoridad moral y legal de la comunidad. Pero por otro lado, todos los miembros de la sociedad son provistos de los medios de vida accesibles. El nivel de vida del grupo comunista primitivo es sin duda bastante bajo y simple. Pero en la medida en que hay medios de vida, los hay para todos por igual, y es totalmente desconocida la pobreza en el sentido actual, el despojo de los medios disponibles en la sociedad. La tribu primitiva pasa hambre muchas veces, o frecuentemente, cuando la persigue la malevolencia de las condiciones naturales, pero su escasez es, en este caso, escasez de la sociedad como tal, siendo impensable la carencia en una parte de sus miembros mientras otra parte está en la abundancia; pues en la medida en que están asegurados los medios de vida de la sociedad, está asegurada la existencia de cada uno de sus miembros.
Encontramos lo mismo en las sociedades esclavistas oriental y antigua. Por muy explotado que estuviese el esclavo estatal egipcio o el esclavo privado griego, por muy grande que fuese el abismo entre su mezquina subsistencia y la abundancia en que vivía su amo, su vida estaba asegurada, sin embargo, por la propia relación de esclavitud. No se dejaba que los esclavos pereciesen de inanición, del mismo modo que hoy no se deja perecer al caballo o al ganado. Lo mismo en las relaciones serviles medievales: el encadenamiento del campesinado a la gleba y la firme estructura de todo el sistema de dependencia feudal, donde cada uno tenía que ser señor de otros, o servidor de un señor, o ambas cosas a la vez, atribuía a cada uno un sitio determinado. Y por más exprimidos que fueran los siervos de la gleba, ningún señor tenía derecho a echarlos de la gleba, o sea despojarlos de sus medios de vida; por el contrario, la relación servil obligaba al señor a auxiliar a los pauperizados campesinos en caso de siniestros como incendio, inundación, granizo, etc. Hacia fines de la Edad Media, con el derrumbamiento del feudalismo y la entrada en escena del capital moderno, se inicia la expropiación de los campesinos. Pero en la Edad Media, por regla general, estaba asegurada la existencia de la gran masa de los trabajadores. Ya entonces se formó, sin embargo, un pequeño contingente de pobres y mendigos a causa de las numerosas guerras de pérdidas patrimoniales individuales. Pero la manutención de estos pobres correspondía a la sociedad como obligación. Ya el emperador Carlomagno determina detalladamente en sus Capitulares: «En lo referente a los mendigos que vagan por el país, queremos que todos nuestros vasallos alimenten a los pobres, ya sea en el dominio que tienen concedido o en el interior de sus casas, sin permitirles ir a otros sitios a mendigar». Más tarde fue cometido especial de los monasterios albergar a los pobres y proporcionarles trabajo, si eran aptos para él. Así, en la Edad Media toda persona necesitada tenía asegurada la acogida en cualquier casa, la alimentación de los miserables tenía el carácter de una obligación pura y simple y no traía aparejado el desprecio que afecta al mendigo de hoy.
La historia del pasado conoce sólo un caso en que una gran capa de la población fue privada de ocupación y de pan. Se trata del caso, ya mencionado, del campesinado de la Roma antigua, que fue expulsado de la tierra y transformado en proletariado para el cual no quedaba ninguna ocupación. Esta proletarización de los campesinos era, por cierto, una consecuencia lógica y necesaria de la formación de los grandes latifundios, así como de la difusión de la economía esclavista. Pero no era, en general, necesaria para la existencia de la economía esclavista y de la gran propiedad territorial. Por lo contrario, el proletariado de Roma, desocupado, era una desgracia, una nueva carga para la sociedad, y la sociedad trataba de impedir la existencia del proletariado y su pobreza por todos los medios a su alcance: mediante distribución periódica de tierra, mediante reparto de medios de vida, mediante la regulación de enormes importaciones de granos y el abaratamiento artificial de los cereales. Finalmente este gran proletariado de la Roma antigua fue mantenido, mal o bien, directamente por el Estado.
La producción capitalista de mercancías es, pues, la primera forma de economía en la historia de la humanidad, en la cual la desocupación y la indigencia de una capa grande y creciente de la población, y la directa pobreza sin esperanza de otra capa igualmente creciente, es no sólo una consecuencia sino también una necesidad, una condición de vida de esta economía. La inseguridad de la existencia de toda la masa trabajadora, su indigencia periódica, o la miseria pura y simple de amplias capas, son por primera vez un fenómeno normal en la sociedad. Los sabios de la burguesía, que no pueden imaginar ninguna forma de sociedad que no sea la actual, están tan penetrados por esta necesidad natural de la capa de los parados y los sin pan, que la declaran ley natural debida a la voluntad divina. El inglés Malthus estructuró al respecto, a comienzos del siglo XIX, su famosa teoría de la sobrepoblación, según la cual la miseria surgiría de la mala costumbre que tendría la humanidad de multiplicar sus hijos más rápidamente que sus medios de subsistencia.
Ahora bien, como hemos visto, no son sino los simples efectos de la producción mercantil y del intercambio de mercancías los que llevan a estos resultados. Esta ley de la mercancía, que formalmente se basa en la igualdad y libertad perfectas, da por resultado de forma completamente mecánica, sin ninguna intervención de la ley o de la violencia, sino con férrea necesidad, una desigualdad social tan marcada como no se conoció nunca en el marco de todas las anteriores relaciones sociales basadas en la dominación directa de un hombre sobre los demás. Por primera vez, el hambre pura y simple se convierte en el látigo que azota diariamente la vida de la masa trabajadora. Y eso también se interpreta como una ley natural. El clérigo anglicano Townsend escribió ya en 1786: «Parece una ley natural el que los pobres son, hasta cierto punto, irreflexivos, de tal modo que están siempre para cumplir las funciones más serviles, sucias y comunes de la colectividad. El fondo de felicidad humana aumenta mucho con ello, los más delicados quedan liberados del ajetreo y pueden dedicarse sin estorbo a asuntos más elevados, etc. La ley de pobres tiende a destruir la armonía y belleza, la simetría y el orden de este sistema que Dios y la naturaleza han erigido en el mundo».
«Los delicados», que viven a costas de otros, ya han visto por lo demás el dedo de Dios y una ley natural en cada una de las formas de sociedad que les aseguraban los goces de la vida del explotador. Los más grandes espíritus, inclusive, no escapan a esta tergiversación histórica. Así, milenios antes del clérigo inglés, escribía el gran pensador griego Aristóteles: «Es la naturaleza misma la que ha creado la esclavitud. Los animales se dividen en machos y hembras. El macho es un animal más perfecto, y ejerce su dominación; la hembra es menos perfecta, y obedece. Del mismo modo, hay en el género humano individuos que presentan tanta inferioridad con respecto a los demás, como el cuerpo frente al alma o el animal frente al hombre; son hombres que sólo sirven para trabajos físicos, e incapaces de realizar algo más perfecto. Estos individuos están destinados por la naturaleza a la esclavitud, pues no hay para ellos nada mejor que obedecer a otros… Porque, en definitiva, ¿existe tanta diferencia entre el esclavo y el animal? Sus trabajos se parecen, sólo nos son útiles por sus cuerpos. Concluimos, pues, de estos principios que la naturaleza ha creado a unos hombres para la libertad y a otros para la esclavitud, y que, por ende, es correcto que el esclavo se someta». La «naturaleza», a la que se hace responsable de este modo de toda forma de explotación, tendría que haber empeorado mucho con el tiempo. Pues si pudiese todavía valer la pena el rebajar a una gran masa de pueblo a la ignominia de la esclavitud para elevar sobre sus espaldas un pueblo libre de filósofos y genios como Aristóteles, en cambio es poco fascinante rebajar, como se hace hoy, a millones de proletarios para la cría de vulgares fabricantes y gordos clérigos.
V
Hemos investigado hasta aquí qué nivel de vida asegura la economía mercantil capitalista a la clase obrera y sus distintas capas. Pero no sabemos aún nada con exactitud sobre la relación de este nivel de vida de los obreros con la riqueza social en conjunto. Pues los obreros pueden, por ejemplo, tener en un caso dado más medios de vida, alimentación más abundante, mejores ropas que antes, mientras que la riqueza de las otras clases ha crecido mucho más rápidamente aún, con lo cual se habría reducido la participación de los trabajadores en el producto social. Así pues, el nivel de vida de los trabajadores debe elevarse en términos absolutos y disminuir en relación con otras clases. El nivel de vida de cada persona y de cada clase sólo puede juzgarse correctamente si se lo evalúa en el marco de las condiciones reinantes en la época y en comparación con los restantes estratos de la misma sociedad. El príncipe de una tribu de negros primitiva, semisalvaje o bárbara, en África, tiene un nivel de vida inferior, es decir una vivienda más sencilla, peores ropas, alimentos más burdos que un obrero fabril medio en Alemania. Pero este príncipe, en relación con los medios y aspiraciones de su tribu, vive «principescamente», mientras que el obrero fabril en Alemania, comparado con el lujo de la rica burguesía y las necesidades propias de nuestro tiempo, vive de forma absolutamente pobre. De modo pues que, para evaluar correctamente la situación de los obreros en la sociedad actual es necesario investigar no sólo el salario absoluto, es decir la magnitud de salario en sí, sino también el salario relativo, es decir la participación que representa el salario del obrero en el producto total de su trabajo. Hemos supuesto, en nuestro ejemplo precedente, que el obrero repone su salario, es decir sus medios de vida, en las primeras seis horas de una jornada de once horas, y luego crea plusvalía para el capitalista, todavía, durante cinco horas. En este ejemplo aplicamos la hipótesis de que la producción de medios de vida para el obrero cuesta seis horas de trabajo. También hemos visto que el capitalista trata por todos los medios de reducir el nivel de vida del obrero para incrementar al máximo el trabajo no retribuido, la plusvalía. Pero supongamos que el nivel de vida del obrero no se altere, es decir, que esté en condiciones de procurarse siempre la misma cantidad de alimentos, ropas, ropa blanca, muebles; etc. Supongamos, pues, que el salario, considerado de forma absoluta, no disminuya. Pero si la producción de todos estos medios de vida se ha abaratado a través de progresos ocurridos en la producción y ahora requiere, por ejemplo, menos tiempo, ahora el obrero necesitará menos tiempo para reponer su salario. Supongamos que la cantidad de alimentos, vestimenta, muebles, etc., que requiere diariamente el obrero no requiera ya seis horas de trabajo sino sólo cinco. Entonces el trabajador, en su jornada de once horas, no trabajará seis, sino sólo cinco horas para reponer su salario, y le quedarán seis horas enteras para trabajar gratuitamente para la creación de plusvalía para el capitalista. La participación del obrero en su producto se ha reducido en un sexto, la del capitalista ha aumentado en un quinto. Pero con ello el salario absoluto no se ha reducido en lo más mínimo. Puede incluso resultar que se eleve el nivel de vida de los trabajadores, es decir que aumenten los salarios absolutos, digamos en un diez por ciento y, por cierto, no sólo los salarios en dinero sino también los medios de vida reales del obrero. Pero si la productividad del trabajo crece en un quince por ciento al mismo tiempo o poco después, entonces se ha reducido en realidad la participación de los obreros en el producto, es decir su salario relativo, pese a que el salario absoluto ha aumentado. Así pues, la participación del obrero en el producto depende de la productividad del trabajo. Cuanto menor la cantidad de trabajo con que se produzcan sus medios de vida, tanto menor será su salario relativo. Si, debido a progresos habidos en la fabricación, las camisas que se pone, las botas, las gorras, se producen con menos trabajo que antes, aunque él pueda procurarse con su salario la misma cantidad de camisas, botas y gorras, recibe ahora, sin embargo, una parte menor de la riqueza social, del trabajo total de la sociedad. Pero en el consumo diario del obrero entran, en determinadas cantidades, todos los productos y materias primas imaginables. Pues no es sólo la fabricación de camisas la que abarata las subsistencias del obrero sino también la fabricación algodonera que provee material para las camisas, y la industria de las máquinas que entrega las máquinas de coser, y la industria que proporciona el hilado. Del mismo modo los medios de vida del obrero se abaratan no sólo por los progresos que tengan lugar en las actividades de panadería, sino también por la agricultura americana que provee masivamente los cereales, y los progresos del transporte ferroviario y de navegación a vapor, que transporta los cereales de América a Europa, etc. Cada progreso de la industria, cada elevación de la productividad del trabajo humano lleva a que la manutención vital de los obreros cueste cada vez menos trabajo. En consecuencia, el obrero tiene que dedicar una parte cada vez menor de su jornada a la reposición de su salario, y se hace cada vez mayor la parte en la cual crea trabajo no retribuido, plusvalía para el capitalista.
Ahora bien, el progreso constante, incesante, de la técnica es una necesidad, una condición de vida para los capitalistas. La concurrencia entre los diversos empresarios obliga a cada uno de ellos a producir sus productos en la forma más barata posible, es decir con la máxima economía de trabajo humano. Y, si un capitalista cualquiera ha introducido en su fábrica un nuevo procedimiento, la misma concurrencia obliga a todos los demás empresarios de la misma rama a mejorar igualmente la técnica para no dejarse eliminar del mercado. Esto se expresa exteriormente de forma visible en la introducción general de la propulsión mecánica en vez de la propulsión manual y en la introducción cada vez más rápida de máquinas nuevas y mejoradas en lugar de las antiguas. Los inventos técnicos en todos los terrenos de la producción se han convertido en el pan de cada día. Así, la revolución técnica de toda la industria, tanto en la producción propiamente dicha, como en los medios de transporte, constituye un fenómeno incesante, una ley vital de la producción capitalista de mercancías. Y todo progreso en la productividad del trabajo se manifiesta en la reducción de la cantidad de trabajo que es necesaria para la manutención del obrero. La producción capitalista no puede avanzar un paso sin reducir la participación de los obreros en el producto social. Con cada innovación de la técnica, con cada mejora en las máquinas, con cada aplicación nueva del vapor y la electricidad en la producción y en el transporte, se reduce la participación de los obreros en el producto y aumenta la de los capitalistas. El salario relativo cae más y más, irrefrenable e ininterrumpidamente; la plusvalía, es decir la riqueza de los capitalistas, no retribuida y exprimida a los obreros, crece siempre más y más del mismo modo ininterrumpido y permanente.
También aquí vemos una diferencia contundente entre la producción capitalista de mercancías y todas las formas anteriores de economía. En la sociedad comunista primitiva, como sabemos, se distribuye el producto inmediatamente después de la producción, entre todos los trabajadores, es decir entre todos los miembros, pues no existen ociosos. Bajo las relaciones de servidumbre lo que es determinante no es la igualdad sino la explotación de los trabajadores por los ociosos. Pero no es la participación del trabajador, del campesino siervo, en el fruto de su trabajo lo que se determina, sino que lo que se fija exactamente es la participación del explotador, del señor, en la forma de servicios y tributos bien determinados que él ha de recibir de los campesinos. Lo que queda, por encima de ellos, de tiempo de trabajo y de producto, constituye la participación del campesino de tal modo que éste, en circunstancias normales, antes de la explotación extrema de la servidumbre de la gleba, tiene, en cierto grado, la posibilidad de incrementar su propia participación tensando sus fuerzas de trabajo. Es cierto que a medida que avanza la Edad Media esta participación del campesino se hace cada vez menor en razón de las crecientes exigencias de la nobleza y del clero. Pero en toda oportunidad se trata de normas determinadas, visibles, y aunque arbitrarias, eran fijadas por hombres, y por más que estos hombres fuesen inhumanos eran normas establecidas que determinaban la participación del campesino siervo y de su esquilmador feudal en el producto. En consecuencia, el campesino medieval ve y siente con toda exactitud cuando se le cargan pesos mayores y sufre desmedro su propia participación. Por ello es posible una lucha contra estas reducciones de la participación; y estalla realmente, allí donde es posible, como lucha abierta del campesino explotado contra la reducción de su participación en el producto de su trabajo. En determinadas condiciones, por lo demás, esta lucha se ve incluso coronada por el éxito: la libertad de la burguesía urbana surgió porque los artesanos, inicialmente sujetos a servidumbre, se fueron liberando, paulatinamente, uno a uno, de los diversos servicios personales, y prestaciones múltiples de la época feudal, hasta que conquistaron el resto (la plena libertad personal de propiedad) en lucha abierta.
En el sistema salarial no existen determinaciones legales ni consuetudinarias, ni tampoco simplemente violentas y arbitrarias, relativas a la participación del obrero en su producto. Esta participación queda determinada por el nivel que presenta en un momento dado la productividad del trabajo, por el estado de la técnica; no es ningún arbitrio de los explotadores, sino el progreso de la técnica, el que reduce incesante y despiadadamente la participación del obrero. Se trata pues de un poder completamente invisible, una acción simplemente mecánica de la competencia y de la producción de mercancías, dejándole una porción de su producto cada vez menor; un poder que ejerce su acción silenciosa, imperceptiblemente, a espaldas de los obreros y contra el cual, en virtud de ello, es completamente imposible luchar. El papel personal del explotador es todavía visible tratándose del salario absoluto, es decir de las subsistencias reales. Una reducción del salario, que determina una reducción del nivel real de vida de los obreros, constituye un atentado visible de los capitalistas contra los obreros y recibe de éstos por lo general, allí donde se hace sentir la acción del sindicato, la respuesta de la lucha inmediata y, en caso de resultado favorable, ellos lo impiden. En cambio, la disminución del salario relativo se efectúa aparentemente sin la menor participación personal del capitalista, y contra ella no tienen los trabajadores ninguna posibilidad de lucha dentro del sistema de salario, es decir en el terreno de la producción mercantil. Los trabajadores no pueden luchar contra el progreso técnico de la producción, contra los inventos, la introducción de máquinas, contra el vapor y la electricidad, contra las mejoras de los medios de transporte. Pero los efectos de todos estos avances sobre el salario relativo de los obreros, son el resultado mecánico de la producción mercantil y del carácter mercantil de la fuerza de trabajo. Es por ello que incluso los más fuertes sindicatos son impotentes contra esta tendencia del salario relativo a una caída rápida. Es por ello que la lucha contra la caída del salario relativo, entraña la lucha contra el carácter de mercancía de la fuerza de trabajo, es decir contra la producción capitalista en su conjunto. La lucha contra la caída del salario relativo no es ya una lucha que se desenvuelva en el terreno de la economía mercantil sino un asalto revolucionario, subversivo, contra la existencia de esta economía, es el movimiento socialista del proletariado.
De ahí la simpatía de la clase capitalista hacia los sindicatos (a los que combatió ferozmente en un principio) a partir del inicio de la lucha socialista y en la medida en que los sindicatos se dejan contraponer al socialismo. En Francia, todas las luchas de los obreros por la adquisición del derecho de coalición fueron infructuosas hasta los años setenta, y los sindicatos fueron perseguidos con medidas draconianas. Pero pronto, después que la insurrección de la Comuna hubo sumido a toda la burguesía en un miedo frenético ante el espectro rojo, se inició un vuelco rotundo, brusco, de la opinión pública. El órgano periodístico personal del presidente Gambetta, la République Française y todo el partido gobernante de los «republicanos satisfechos», comienzan a apoyar a los sindicatos, incluso a publicitarios celosamente. A los obreros ingleses les ponían como ejemplo, a comienzos del siglo XIX, a los sobrios trabajadores alemanes; hoy, al contrario, al obrero alemán le presentan el obrero inglés, el tradeunionista «codicioso», comedor de bistecs, como hombre ejemplar digno de imitación. Tan cierto es que, incluso la lucha más enconada por la elevación del salario absoluto de los obreros, le parece a la burguesía una bagatela inocua en comparación con el atentado contra la ley sacrosanta del capitalismo que tiende a una reducción permanente del salario relativo.
VI
Sólo sintetizando todas las consecuencias expuestas de la relación salarial, podemos representamos la ley capitalista del salario que determina la situación material del obrero. Para ello es necesario diferenciar, ante todo, el salario absoluto del salario relativo. El salario absoluto aparece en una forma doble: por un lado como una suma de dinero, es decir como salario nominal, por otro lado como una suma de medios de existencia que el obrero puede conseguir a cambio de aquel dinero, es decir como salario real. El salario monetario de los obreros puede permanecer constante o incluso subir, y el nivel de vida, es decir el salario real, puede caer simultáneamente. El salario real tiende permanentemente a reducirse hasta el mínimo absoluto, hasta el mínimo vital físico, es decir que existe una tendencia permanente del capital a pagar la fuerza de trabajo por debajo de su valor. Sólo se crea un contrapeso para esta tendencia del capital, mediante la organización de los trabajadores. La principal función de los sindicatos consiste, por el aumento de las necesidades de los trabajadores, por su elevación moral, en remplazar el mínimo fisiológico por el mínimo social, es decir por un nivel de vida y de cultura determinados de los trabajadores, por debajo del cual los salarios no pueden descender sin provocar inmediatamente una lucha de la coalición, una resistencia. La gran importancia económica de la socialdemocracia reside en que, sacudiendo espiritual y políticamente a las amplias masas de los trabajadores, eleva su nivel cultural y, con ello, sus necesidades económicas. Al convertirse en hábitos del obrero, por ejemplo, abonarse a un periódico, comprar folletos, se eleva en exacta correspondencia con ello, su nivel económico de vida y, en consecuencia, los salarios. La acción de la socialdemocracia en este aspecto es de trascendencia doble cuando los sindicatos de un país determinado mantienen una alianza abierta con la socialdemocracia, pues entonces el antagonismo de las capas burguesas respecto de la socialdemocracia las lleva también a fundar sindicatos rivales que, por su parte, llevan la acción educativa de la organización y la elevación del nivel cultural, a nuevos círculos del proletariado. Así vemos que, en Alemania, aparte de los sindicatos libres, que se encuentran ligados a la socialdemocracia, actúan numerosas organizaciones gremiales cristianas, católicas y liberales. Igualmente, en Francia se fundan lo que se llama sindicatos amarillos, para combatir a los sindicatos socialistas; en Rusia las explosiones más vehementes de las actuales huelgas masivas revolucionarias procedieron de sindicatos ‘amarillos’; devotos del gobierno. En cambio en Inglaterra, donde los sindicatos se mantienen alejados del socialismo, la burguesía no se molesta en llevar ella misma, a las capas proletarias, la idea de la coalición.
De modo que el sindicato desempeña un papel orgánico indispensable en el moderno sistema del salario. Sólo mediante el sindicato se coloca la fuerza de trabajo en condiciones de venderse por su valor. Los sindicatos no erradican la ley mercantil capitalista en relación con la fuerza de trabajo, como supuso Lassalle erróneamente, sino al contrario, sólo ellos la hacen realidad. El precio ruinoso por el cual el capitalista se esfuerza permanentemente en comprar la fuerza de trabajo, se ve llevado por la acción sindical, más o menos, al precio real.
Pero los sindicatos ejercen esta función bajo la presión de las mecánicas leyes de la producción capitalista, en primer término la del ejército de reserva de obreros desocupados y, en segundo término, la de la permanente alternancia de la elevación y la caída de la coyuntura. Ambas leyes contienen la acción de los sindicatos dentro de límites no rebasables. El constante cambio de la coyuntura industrial obliga a los sindicatos, en cada fase negativa, a defender las viejas conquistas frente a nuevos ataques del capital, y en cada fase positiva a elevar nuevamente, y sólo a través de la lucha, el nivel ahora reducido del salario, al nivel correspondiente a la situación favorable que se presenta. Así se coloca a los sindicatos permanentemente a la defensiva. El ejército industrial de reserva de desocupados, limita la acción de los sindicatos, por así decirlo, espacialmente: a la organización y a su influencia es accesible solamente la capa superior de los obreros industriales mejor situados, cuya desocupación es sólo periódica y, según la expresión de Marx, «fluida». En cambio, la capa, inferior a aquélla, de los ignorantes proletarios agrícolas que fluyen permanentemente del campo a la ciudad, así como de toda clase de oficios irregulares semi-agrarios como la fabricación de ladrillos, la formación de terraplenes, se presta ya mucho menos para la organización sindical por las condiciones espaciales y temporales de su tipo de ocupación, así como por el medio social en que se encuentra. Finalmente, las amplias capas inferiores del ejército de reserva: los desempleados con ocupación irregular, la industria domiciliaria, los pobres ocasionalmente empleados, se sustraen completamente a la organización. En general, cuanto mayor es la indigencia y la opresión en una capa proletaria dada, tanto más reducida es la posibilidad de ejercer influencia sindical. Así, la acción sindical tiene efectos muy débiles en la profundidad del proletariado; fuertes en cambio en su anchura, es decir, que aunque los sindicatos abarquen sólo una parte de la capa superior del proletariado, su influencia se extiende a toda esta capa, pues las conquistas benefician a toda la masa de los obreros ocupados en el oficio correspondiente. Por ello la acción sindical provoca una diferenciación mayor dentro de la masa proletaria, al sustraer a la miseria, uniendo y consolidando a las tropas de avanzada, a la parte superior de los obreros industriales, capaces de organizarse. Con ello se ensancha la brecha entre la capa superior y las capas inferiores de la clase obrera. En ningún país es tan ancha como en Inglaterra, donde la acción cultural complementaria de la socialdemocracia está ausente de las capas inferiores, poco organizables, mientras que en Alemania, por ejemplo, cobra influencia con fuerza.
Al exponer las relaciones salariales capitalistas es completamente incorrecto considerar solamente los salarios efectivamente pagados de los trabajadores industriales empleados, lo que ya es una costumbre, incluso entre los obreros, tomada acríticamente de la burguesía y de sus escribas. Todo el ejército de reserva de los parados, desde los obreros calificados transitoriamente desempleados hasta los más pobres, y el pauperismo oficial, entra en la determinación de las relaciones salariales como factor de pleno derecho. Las capas más bajas de necesitados y marginados, de ocupación insignificante o nula, no son una especie de excrecencia que no integra la «sociedad oficial» como lo plantea, por supuesto, la burguesía, sino que están ligadas por todos los eslabones intermedios del ejército de reserva, por lazos vivos internos, con la capa superior de obreros industriales, colocados en la mejor posición. Esta ligazón interna se manifiesta en cifras, en las sucesivas ocasiones en que crecen repentinamente las capas inferiores del ejército de reserva en períodos de deterioro de la coyuntura, y, por su disminución, cuando ella mejora, se manifiesta en la reducción relativa del número de quienes recurren al socorro público de pobres cuando se desarrolla la lucha de clases y, con ello, también se eleva la conciencia del proletariado. Todo obrero industrial estropeado en el trabajo o que tiene la desgracia de cumplir los 60 años, tiene 50 probabilidades entre 100 de hundirse en la capa inferior de la cruel miseria, en la «capa-Lázaro», del proletariado. De modo que la situación de las capas más bajas del proletariado se mueve según las mismas leyes de la producción capitalista, se amplía y se estrecha por ellas, y junto con la amplia capa de los obreros rurales, así como con su ejército de parados y con todas las capas desde la más alta hasta la más baja, el proletariado constituye un todo orgánico, una clase social, en cuyas diversas gradaciones de miseria y opresión puede captarse correctamente la ley capitalista del salario en su conjunto. Por último, sólo se comprende la mitad de la ley del salario cuando se conocen simplemente los movimientos del salario absoluto. Con la ley de la caída automática del salario relativo, en razón del progreso de la productividad del trabajo, se completa la ley capitalista del salario hasta adquirir su real trascendencia.
Los fundadores franceses e ingleses de la economía política burguesa efectuaron, ya en el siglo XVIII, la observación de que los salarios de los obreros tienden en promedio a quedarse en el mínimo de los medios de vida necesarios. Pero el mecanismo por el cual se regula este mínimo salarial lo explicaron por las oscilaciones de la oferta de fuerzas de trabajo en busca de empleo. Cuando los obreros consiguen salarios superiores a los absolutamente necesarios para vivir, explicaban estos eruditos, entonces muchos se casan y traen muchos hijos al mundo. Así se satura nuevamente el mercado de trabajo de tal modo que supera ampliamente la demanda del capital. El capital presiona entonces con fuerza los salarios hacia abajo, aprovechando la competencia entre los obreros. Pero cuando los salarios no alcanzan para las subsistencias necesarias, mueren obreros masivamente, clarean sus filas hasta quedar tan pocos como puede utilizar el capital, y con ello vuelven a subir los salarios. Este movimiento pendular entre reproducción excesiva y mortalidad excesiva en la clase obrera lleva permanentemente los salarios nuevamente hacia el mínimo de medios de vida. Esta teoría, que reinó en la economía política hasta la década del setenta, la había adoptado también Lassalle, llamándola la «ley de bronce»…
Hoy, con el pleno desarrollo de la producción capitalista, las debilidades de esta teoría son evidentes. Concretamente, la gran industria, dada la marcha afiebrada de los negocios y de la concurrencia, no puede esperar, para la reducción de los salarios, que los obreros, impulsados por la abundancia, accedan en número excesivo al matrimonio, traigan luego al mundo demasiados hijos, hasta que estos niños crezcan y se presenten en el mercado del trabajo para, por fin, provocar allí la saturación deseada. En correspondencia con el pulso de la industria, el movimiento de los salarios no adopta el benigno ritmo de un péndulo cuyas oscilaciones duren una generación, es decir 25 años cada una, sino que los salarios siguen un incesante movimiento agitado de tal modo que, ni la clase obrera tiene posibilidades de adaptarse en su procreación al nivel de los salarios, ni la industria puede posponer su demanda hasta que la procreación de los obreros haya surtido efecto. En segundo lugar, el mercado de trabajo de la industria no está determinado en absoluto, en su magnitud, por la proliferación natural de los obreros, sino por la permanente afluencia de los nuevos contingentes proletarios del campo, de las artesanías y de la pequeña industria, así como de las propias mujeres e hijos de los obreros. Justamente, la saturación del mercado de trabajo, en forma de ejército de reserva, constituye un fenómeno permanente y una condición de vida de la industria moderna. Consecuentemente, no son los cambios en la oferta de fuerzas de trabajo, el movimiento de la clase obrera, los determinantes del nivel de los salarios, sino los cambios en la demanda del capital, el movimiento del capital. La fuerza de trabajo está permanentemente almacenada como mercancía disponible en exceso, y se la paga mejor o peor según convenga al capital beberla en grandes cantidades en una fase de alta coyuntura o vomitarla nuevamente de forma masiva durante la crisis.
Así pues, el mecanismo de la ley del salario es completamente distinto de lo que suponen la economía política burguesa y Lassalle. El resultado, es decir la conformación de las relaciones salariales que resulta, es aún peor que lo que sería según aquel antiguo punto de partida. La ley capitalista del salario no es, por cierto, «de bronce», sino aún más inexorable y cruel, porque es una ley «elástica» que trata de reducir los salarios de los obreros ocupados al mínimo, haciendo patalear simultáneamente, entre el ser y el no ser, a toda una gran capa de desempleados, sobre una cuerda floja delgada y flexible.
El planteamiento de la «ley de bronce del salario», con su carácter agitativo y subversivo, sólo fue posible en los comienzos de la economía política burguesa, en sus años de juventud. A partir del momento en que Lassalle hizo de esta ley el eje de su agitación en Alemania, los economistas lacayos de la burguesía se apresuraron a abjurar de la ley de bronce, a declararla falsa, a condenarla como teoría errónea. Toda una jauría de simples agentes a sueldo de los fabricantes como Faucher, Schultze de Delitzsch, Max Wirth, iniciaron una cruzada contra Lassalle y la ley de bronce del salario y, con ello mancillaron imprudentemente a sus propios antecesores: Adam Smith, Ricardo y otros grandes creadores de la economía política burguesa. Posteriormente, cuando Marx hubo esclarecido y demostrado en 1867 la elasticidad de la ley capitalista del salario bajo la influencia del ejército industrial de reserva, los economistas burgueses enmudecieron definitivamente. Hoy, la ciencia profesoral de la burguesía no tiene ninguna ley del salario, prefiere evitar tan espinoso tema y declamar solamente una cháchara incoherente sobre cuán lamentable es el paro y cuán convenientes los sindicatos humildes y moderados.
La misma comedia en relación con la otra cuestión fundamental de la economía política: ¿cómo se forma, de dónde proviene, la ganancia del capitalista? Ya los fundadores de la economía política dieron, en el siglo XVIII, la primera respuesta científica sobre la participación del capitalista, como sobre la participación del obrero, en la riqueza de la sociedad. Esta teoría fue enunciada en su forma más clara por David Ricardo, quien aguda y lógicamente explicó la ganancia de los capitalistas como el trabajo no retribuido del proletariado.
VII
Hemos iniciado nuestra consideración de la ley del salario, con la compra y la venta de la mercancía fuerza de trabajo. Pero, para ello, tiene que haber un proletario privado de medios de producción y un capitalista que los posee en escala suficiente para fundar una empresa moderna. ¿De dónde han venido al mercado? En la exposición anterior, enfocábamos solamente a los productores de mercancías, es decir simples gentes con medios de producción propios que producían mercancías por sí mismos y las intercambiaban. ¿Cómo pueden surgir, con intercambio de valores iguales en mercancías, capital por un lado y, por el otro, total carencia de medios? Ya hemos visto que la compra de la mercancía fuerza de trabajo, incluso comprándola por todo su valor, lleva en el consumo de esta mercancía a la formación de trabajo no retribuido o plusvalía, es decir de capital. Está claro que la formación de capital y de desigualdad se comprende si tenemos en cuenta el trabajo asalariado y sus efectos. Pero ¡para ello tiene que haber previamente capital y proletarios! Así pues, el problema tiene este enunciado: de dónde, y cómo, surgieron los primeros proletarios y los primeros capitalistas, cómo se dio el primer salto de la producción simple de mercancías a la producción capitalista. En otros términos, la pregunta se enuncia así: ¿cómo se realizó la transición de la pequeña artesanía medieval al capitalismo moderno?
Con respecto al surgimiento del primer proletariado moderno, nos ofrece la respuesta la historia de la disolución del feudalismo. Para que el trabajador pudiese presentarse en el mercado como obrero, tenía que haber alcanzado la libertad personal. Así pues, la primera condición consistía en la liberación de la servidumbre de la gleba y la coerción gremial. Pero también tenía que haber perdido todos los medios de producción. Esto se llevó a cabo a través de la masiva «expulsión de los campesinos», mediante la cual la nobleza terrateniente formó sus posesiones actuales a comienzos de los tiempos modernos. Los campesinos fueron simplemente echados a millares de la tierra que les pertenecía desde hacía siglos, y las parcelas comunales campesinas fueron incorporadas a las tierras señoriales. La nobleza inglesa, por ejemplo, lo hizo cuando la ampliación del comercio en la Edad Media y el florecimiento de las manufacturas flamencas de la lana determinaron que la cría de ovejas para la industria lanera se presentase como un negocio lucrativo. Para transformar los campos en pastos para ovejas, se echó simplemente a los campesinos de sus casas y corrales. Esta «expulsión de los campesinos» duró en Inglaterra desde el siglo XV hasta el siglo XIX. Así, por ejemplo, todavía en los años 1814-1820 fueron desalojados de las posesiones de la condesa de Sutherland, no menos de 15 000 habitantes, quemadas sus aldeas, transformados sus campos en pastizales y, a continuación, remplazados los campesinos por 131 000 carneros. El folleto de Wolff Los mil millones de Silesia da una idea de lo que se hizo en Alemania, de lo que hizo concretamente la nobleza prusiana, en esta violenta fabricación de proletarios «libres» a partir de campesinos desamparados. Los desamparados campesinos, privados de medios de vida, no tenían otra cosa que la libertad, sea para morir de hambre, sea, libres como eran, para venderse por un salario de hambre.