3. Historia económica (II)

I

Examinemos la organización interna de la comunidad de marca germánica que es la que ha sido mejor estudiada.

Los germanos se asentaban, como sabemos, por tribus y clanes. En el seno de cada clan, cada padre de familia recibía un terreno para erigir su casa y el corral. Luego, un trozo de terreno se consagraba al cultivo, y cada familia recibía un lote. Según el testimonio de César, alrededor del comienzo de la era cristiana, una tribu de alemanes (los suavos) cultivaba comunitariamente la tierra sin distribuirla previamente entre las familias, pero la redistribución anual de los lotes ya era una práctica corriente en la generalidad de los pueblos, particularmente en tiempos del historiador romano Tácito, es decir en el siglo II. En comarcas aisladas, como en la comunidad Frickhofen, en el distrito de Nassau, aún en los siglos XVII y XVIII eran comunes las redistribuciones anuales. En el siglo XIX todavía eran habituales en algunas comunidades de Baviera y del Rin los sorteos de tierra de cultivo, aunque a intervalos más largos: cada 3, 4, 9, 12, 14, 18 años. Estos campos se convirtieron definitivamente en propiedad privada recién a mediados del siglo pasado. También en algunas regiones de Escocia han existido redistribuciones de campos hasta los tiempos más recientes. Originariamente, todos los lotes eran exactamente iguales, y su extensión adaptada a las necesidades medias de una familia, la fertilidad del suelo y la productividad del trabajo. Abarcaban, según la calidad de la tierra, 15, 30, 40 o más yugadas según las diferentes regiones. En la mayor parte de Europa los lotes pasaron a ser campos hereditarios de las diversas familias a través de redistribuciones, cada vez menos frecuentes y finalmente suprimidas, ya en los siglos V y VI. Pero esto sólo afectó a los campos de cultivo. El resto de la superficie: bosques, prados, aguas, así como los baldíos, quedaba como propiedad indivisa de la marca. Con lo obtenido de los extensos bosques, por ejemplo, se hacía frente a las necesidades colectivas y a las contribuciones públicas, y el resto se dividía.

Los campos de pastoreo se usaban en común. Esta marca indivisa o dula se mantuvo mucho tiempo y existe aún en los Alpes bávaros, tiroleses y suizos, en Francia (en la Vendée), en Noruega y Suecia.

Para garantizar una igualdad total en la distribución de los campos de labranza, se los dividía en zonas (llamadas Oesche o Gewanne) según su calidad y su posición y luego se las seccionaba en tantas franjas estrechas como miembros de la marca había con derecho. Si uno de ellos dudaba de haber recibido un lote igual a los de otros, podía en cualquier momento exigir una nueva medición de toda la tierra, y se castigaba a quien quisiera impedirlo.

Pero, incluso cuando las redistribuciones y sorteos periódicos cayeron completamente en desuso, el trabajo de todos los miembros de la marca, aún en los campos de cultivo, siguió siendo íntegramente comunitario y regido por normas estrictas de la colectividad. En primer lugar, resultaba de ello para todo poseedor de un trozo de la tierra de la marca la obligación de trabajar en general. Luego, no bastaba estar domiciliado en la marca para ser un verdadero miembro.

Para ello, era necesario habitar en la marca y cultivar por sí mismo su tierra. Quien durante una serie de años no cultivaba su lote lo perdía sin más, y la marca podía otorgarlo a otro para su cultivo. Además, el trabajo mismo se hacía bajo la dirección de la comunidad. En los primeros tiempos después del asentamiento de los alemanes, en el centro de la vida económica se encontraba la cría de ganado, que se llevaba a cabo en los prados comunes, a cargo de pastores comunales. Se utilizaban para el pastoreo también las tierras en barbecho, así como los campos de labor después de la cosecha. De aquí resulta que las épocas de la siembra y la cosecha, la rotación de los cultivos y el barbecho para cada porción de territorio, se regulaban en común, y todos debían someterse al ordenamiento general. Cada zona se encontraba rodeada por una cerca, cerrada desde la siembra hasta la cosecha; la fecha de cierre y de apertura de las zonas estaba determinada para toda la aldea. Cada zona se encontraba al cuidado de un supervisor, investido como funcionario por la marca, que debía aplicar el ordenamiento prescrito; el control de las zonas tomó la forma de actos solemnes de toda la aldea a los que se llevaba también a los niños y se les hacía fijar los límites en la memoria dándoles bofetadas para que más tarde pudieran prestar testimonio.

La cría de ganado se llevaba a cabo en común; el pastoreo individual estaba prohibido a los miembros de la marca. Todos los animales de la aldea se distribuían en rebaños comunitarios según la especie, cada uno de ellos con sus propios pastores de aldea y un animal-guía, estaba también prescrito que los rebaños tuvieran cascabeles. Igualmente, era común a todos los miembros el derecho de caza y pesca en toda la superficie de la marca. Nadie estaba autorizado para preparar trampas, ya fueran lazos u hoyos, sin poner en conocimiento de ello a sus compañeros. Los metales y otros objetos que se encontraban en la Tierra a una profundidad mayor que la que alcanzaba la reja del arado, pertenecían también a la colectividad y no al individuo que los hallaba. Cada marca tenía que contar con los artesanos necesarios, aunque cada familia campesina elaboraba por sí misma la mayor parte de los objetos de uso diario. Se cocinaba y se elaboraba la bebida en casa, así como se hilaba y se tejía. Pero tempranamente se habían especializado los artesanos que elaboraban útiles de labranza. Así, en la marca forestal de Wolpe, en Baja Sajonia, los miembros debían «tener en el bosque un hombre de cada oficio, para que pudiese hacer con madera lo que urgiese».

En todas partes se prescribía a los artesanos el tipo y la cantidad de madera que podían usar, para conservar el bosque y fabricar solamente lo necesario para los miembros de la marca. Los artesanos recibían de la marca lo necesario para vivir y, por lo general, estaban en la misma situación que la masa de los restantes campesinos; sin embargo no tenían plenitud de derechos en la marca (en parte por ser gente errante, en parte, lo que en definitiva equivale a lo anterior, porque no se dedicaban a la producción agraria, la cual se encontraba entonces en el centro de la vida económica). La vida pública giraba en torno de ella, así como los derechos y obligaciones de todos los miembros de la marca. En virtud de ello, no cualquiera podía ingresar en la comunidad. Para la admisión de extraños se requería la anuencia unánime de todos los integrantes, y nadie podía ceder su lote sino a un miembro de la comunidad, no a extraños, y ello sólo ante el tribunal de la marca.

A la cabeza de la marca se encontraba el alcalde de la aldea, llamado «Dorfgraf» o «Schultheiss» o en otros sitios «Markmeister» o «Centener». Era elegido por los demás miembros de la comunidad. Esta designación no era sólo un honor, sino que entrañaba una obligación para el elegido; si rechazaba su elección era castigado. Con el tiempo, este cargo, en verdad, se haría hereditario en el seno de ciertas familias, y entonces sólo faltaba un paso para que, en razón del poder y los ingresos que confería, se tornase venal y, transferible perdiendo así, de forma general, su carácter puramente democrático y electivo y transformándose en un instrumento de dominación sobre la comunidad. Pero en la época de apogeo de la marca, el jefe no era otra cosa que el ejecutor de la voluntad colectiva. Los asuntos comunes eran objeto de decisión de la asamblea de todos los miembros de la marca, allí se resolvían los diferendos y se imponían las penas. Todo el ordenamiento de las tareas agrícolas, los caminos y las construcciones, los cultivos, la policía del campo y de la aldea, se decidían por mayoría en la asamblea, y a ésta se rendían también cuentas mediante los «libros de la comuna». La justicia era ejercida oral y públicamente por los miembros presentes ante el jefe de la marca; sólo los miembros de la marca podían estar presentes en el Tribunal, a los extraños se les vedaba el acceso. Los miembros de la marca tenían la obligación de servirse mutuamente de testigos y prestarse apoyo, así como, en general, tenían la obligación de ayudarse fiel y fraternalmente en cualquier dificultad, incendio o ataque enemigo. En el ejército, los miembros de una marca constituían una sección y combatían unos juntos a otros. La marca entera respondía solidariamente por los crímenes o daños que ocurrían dentro de ella o que cometía uno de sus miembros hacia afuera. Estaban obligados a hospedar a los viajeros y a socorrer a los necesitados. Cada marca constituía originariamente una comunidad religiosa y, desde la introducción del cristianismo (que ocurrió muy tarde, sólo en el siglo IX entre algunos germanos y entre los sajones), una congregación. Finalmente, la marca sostenía por lo general un maestro para toda la juventud de la aldea.

Es imposible imaginarse algo a la vez más sencillo y más armónico que este sistema económico de la antigua marca germánica. Todo el mecanismo de la vida social aparece con absoluta claridad. Un plan estricto y una sólida organización envuelven aquí la actividad de cada uno integrándolo en el conjunto como una pieza. El punto de partida y el fin de toda la organización son las necesidades directas de la vida cotidiana y su satisfacción, pareja para todos. Todos trabajan en común para todos y deciden en común sobre todo. Pero ¿de dónde proviene y en qué se basa esta organización y el poder de la colectividad sobre los individuos? No es otra cosa que el comunismo en relación con el suelo, es decir la propiedad común del principal medio de producción. Pero los rasgos típicos de la organización económica del comunismo agrario se hacen visibles al máximo si se los estudia comparativamente sobre una base internacional, para concebirla como una fuerza mundial de la producción, en su multiplicidad y flexibilidad históricas.

Pasemos al antiguo imperio inca en Sudamérica. El territorio de este imperio, que abarca las actuales repúblicas del Perú, Bolivia y Chile, son un territorio de [3.364 600 quilómetros cuadrados] y una población actual de 12 millones de habitantes era administrado, todavía en la época de la conquista española efectuada por Pizarro del mismo modo que durante los largos siglos anteriores. Ante todo encontramos allí idénticos mecanismos que entre los antiguos germanos. Cada comunidad familiar, que es a la vez una compañía de hombres aptos para prestar servicio militar, recibe determinado territorio que le pertenece y que, curiosamente, tiene el mismo nombre que entre los germanos: la marca. Del territorio de la marca se separaba la tierra de labranza se la dividía en lotes que se sorteaban anualmente entre las familias antes de la siembra. Las dimensiones del lote dependían de las de la familia, es decir de sus necesidades. El lote más grande lo recibía el jefe de aldea, cuyo cargo ya había pasado de electivo a hereditario en tiempos de la formación del imperio incaico, es decir alrededor de los siglos X y XI. En Perú septentrional no cultivaba cada familia individualmente su parcela, sino que trabajaban en grupos de diez bajo la dirección de un jefe (mecanismo que existía, según señalan ciertos hechos, también entre los antiguos germanos). La cuadrilla de diez cultivaba sucesivamente las parcelas de todos sus miembros, sin excluir a los ausentes que estaban prestando el servicio de guerra o de tanda para los incas. Cada familia recibía los frutos crecidos en su parcela. Sólo tenía derecho a un lote de tierra quien habitaba en la marca y pertenecía al clan. Todos estaban obligados a cultivar por sí mismos sus propias parcelas. Quien la dejaba sin cultivar durante una serie de años (en México tres años) perdía su derecho a ella. Las parcelas no se podían vender ni obsequiar. Estaba rigurosamente prohibido abandonar la propia marca y establecerse en una marca extraña, lo que se relacionaba con los fuertes lazos de sangre de los clanes aldeanos. La agricultura en las comarcas costeras, donde sólo llueve a intervalos periódicos, requirió siempre irrigación artificial por canales construidos mediante el trabajo comunitario de toda la marca. Existían reglas estrictas sobre el uso del agua y su distribución entre las diversas aldeas, así como dentro de cada una de ellas. Cada aldea tenía también «campos de pobres», que cultivaban todos los miembros de la marca y cuyas cosechas distribuían los jefes de aldea entre los ancianos, las viudas y demás necesitados. Todo el resto del territorio, fuera de los campos de labranza, constituía la marcapacha (territorio comunal). En la parte montañosa del país, donde la agricultura no prosperaba, una modesta ganadería, casi únicamente de llamas, era el fundamento de la existencia de los habitantes que, de tanto en tanto, llevaban al valle su producto principal (la lana) para cambiarlo a los agricultores por maíz, pimientos y frijoles. Allí, en la montaña, en los tiempos de la conquista, ya había rebaños privados y significativas diferencias de fortuna. Un miembro ordinario de la marca poseía de 3 a 10 llamas, mientras que un cacique principal podía poseer de 50 a 100 de ellas. El suelo, los bosques y los pastos constituían también allí propiedad común y, fuera de los rebaños privados, había rebaños de aldea, que no podían dividirse. En ciertas épocas se sacrificaba una parte de los rebaños comunes y se distribuían entre las familias la carne y la lana. No había artesanos especialistas, cada familia fabricaba en el hogar todo lo necesario, pero había aldeas que resultaban particularmente hábiles en alguna actividad: textil, alfarería o el trabajo de los metales. A la cabeza de cada aldea se encontraban jefes inicialmente electivos, luego hereditarios, que supervisaban los cultivos, pero el jefe, en toda circunstancia de importancia mayor, celebraba reunión con la asamblea de los mayores de edad que convocaba mediante una trompeta de concha.

Hasta aquí, la comunidad de marca peruana antigua aparece como copia fiel de la germánica en todos sus rasgos esenciales. Pero aquellos aspectos que difieren de la imagen típica que nosotros conocemos, nos permiten penetrar mejor la naturaleza de ese sistema social. Lo específico del antiguo imperio incaico es que se trataba de una región conquistada, en la que se había establecido una dominación extranjera. Los conquistadores, los incas, pertenecían por cierto, también a las tribus indias, pero sometieron a las pacíficas y sedentarias tribus quechuas precisamente gracias al aislamiento en el cual éstas vivían en sus aldeas, ocupándose sólo de sí mismas, sin lazos que abarcasen territorio mayor, sin interés por nada de lo que se encontrase o pudiese ocurrir fuera de los límites de la marca. Esta organización social, particularmente en el grado máximo, que había facilitado tanto a los incas su campaña de conquista, quedó en general intacta. Pero los incas montaron sobre ella un refinado sistema de explotación económica y de dominación política. Cada marca conquistada tenía que separar algunos terrenos como «campos del inca» y «campos del Sol» que, ciertamente, seguían perteneciéndole, pero cuyo producto se entregaba en especie a la tribu dominante de los incas así como a su casta sacerdotal. Igualmente, las marcas montañesas criadoras de ganados tenían que marcar una parte de los rebaños como «rebaños del señor» y reservados para el soberano. El apacentamiento de estos rebaños, así como la labranza de los campos del inca y de los sacerdotes, era una obligación de toda la comunidad. Luego, estaban también las tandas para el laboreo de las minas y las obras públicas, las obras de caminos y puentes cuya dirección ejercían los gobernantes, un servicio militar estrictamente disciplinado, y finalmente un tributo expresado en muchachas jóvenes que los incas utilizaban en parte como víctimas para fines de culto, y en parte como concubinas… Este sólido sistema de explotación, sin embargo, dejó en su antiguo estado la vida interna de la marca, así como sus mecanismos comunistas-democráticos. Las propias tandas y gabelas se soportaban como cargas comunes de las marcas a la manera comunista. Pero lo notable es que la organización aldeana comunista no resultó simplemente, como ya había ocurrido tantas veces en la historia, base sólida y resistente para un sistema secular de explotación y servidumbre, sino que este sistema a su vez estaba organizado también de modo comunista. Los incas, quienes se habían instalado cómodamente sobre las espaldas de las tribus peruanas conquistadas, vivían ellos mismos de acuerdo a relaciones de linaje y en comunidad de marca. Su capital, la ciudad del Cuzco no era otra cosa que la reunión de una docena y media de viviendas masivas cada una de las cuales servía de alojamiento a todo un clan con un cementerio común en su interior y, en consecuencia, también un culto común. Alrededor de estas grandes casas de los clanes se extendían los terrenos de marca de los clanes incaicos, con bosques y pastizales indivisos y campos de cultivo parcelados que, igualmente, eran trabajados comunitariamente. Es decir que, como pueblo primitivo que eran, estos explotadores y dominadores no habían renunciado aún al trabajo, y utilizaban su posición de dominación sólo para vivir mejor que sus dominados y aportar al culto que practicaban víctimas más abundantes. El arte moderno de hacerse nutrir exclusivamente por el trabajo ajeno y hacer del ocio propio atributo de la dominación, aún era extraño a la esencia de esta organización social en la que la propiedad común y la obligación general de trabajar constituían costumbres populares profundamente arraigadas. El ejercicio de la dominación política también fue organizado como función común de las familias incaicas. Los administradores incas instalados en las provincias del Perú, cuyo cargo los asemejaba a los residentes holandeses del archipiélago malayo, eran tratados como delegados de sus clanes en Cuzco, donde retenían su domicilio en las viviendas colectivas, y participaban de la vida de su propia comunidad. Anualmente, estos delegados volvían a Cuzco para la fiesta del verano a rendir cuentas de su administración y a celebrar la gran fiesta religiosa con los demás miembros de sus tribus.

De modo que tenemos ante nosotros, en cierta medida, dos clases sociales superpuestas que, organizadas de modo comunista ambas en su interior, se encontraban, una con respecto a la otra, en una relación de explotación y servidumbre. Este fenómeno puede parecer inconcebible a primera vista por encontrarse en la más tajante contradicción con los principios de igualdad, fraternidad y, democracia que servían de base a la comunidad de marca. Pero justamente en esto tenemos una elocuente prueba de lo poco que tenían que ver, en la realidad, los mecanismos comunistas originarios con los principios de igualdad y libertad generales de los hombres. Estos «principios», al menos en su vigencia general extendida por los países «civilizados», es decir por los países de cultura capitalista, referidos al «hombre» abstracto o sea a todos los hombres, son sólo un producto tardío de la sociedad burguesa moderna, cuyas revoluciones (en América y en Francia) los proclamaron por primera vez. La sociedad comunista originaria no conocía principio alguno generalizado a todos los hombres; su igualdad y solidaridad surgía de las tradiciones de los vínculos sanguíneos comunes y de la propiedad común de los medios de producción. Hasta donde alcanzaban estos vínculos de sangre y esta propiedad, alcanzaban también la igualdad de derechos y la solidaridad de los intereses. Lo que se salía de estos límites (que no iban más allá del espacio comprendido entre las cuatro estacas de la aldea o cuanto más al territorio de una tribu), era extraño y podía, por tanto, también ser hostil. Las comunidades, basadas interiormente en la solidaridad económica, mientras escalaban aquel antiguo peldaño del desarrollo de la producción y debido a la aridez o agotamiento de las fuentes de alimento, con una población creciente, podían y tenían que verse llevadas periódicamente a entrar en mortales conflictos de intereses con otras comunidades del mismo tipo; conflictos en los cuales, la lucha bestial que es la guerra, tenía que decidir; y el desenlace de ésta era el exterminio de una de las partes en la lucha o, mucho más a menudo, el establecimiento de una relación de explotación. El fundamento del comunismo originario no era el renunciamiento en aras de principios abstractos de igualdad y libertad, sino la férrea necesidad del desarrollo primitivo de la cultura humana; era el desamparo de los hombres, frente a la naturaleza exterior, lo que les imponía vivir juntos en unidades mayores y trabajar mancomunadamente según un plan, en la lucha por la existencia. Era su limitado grado de dominio sobre la naturaleza lo que restringía el plan común y el procedimiento comunitario en el trabajo al ámbito reducido de los prados naturales o de los campos alrededor de las aldeas, y los hacía completamente inadecuados para una acción común en escala mayor. El primitivo estado en que se encontraba la agricultura no permitía entonces cultivos mayores que los de una marca aldeana y, con ello, fijaba límites muy estrechos a la solidaridad de intereses. Y era, finalmente, la propia insuficiencia del desarrollo de la productividad del trabajo la que, a la vez, traía aparejada la periódica contradicción de intereses entre las diferentes unidades sociales y, con ello, planteaba la fuerza bruta como único medio de resolver esta contradicción. Así es como se hacía la guerra como método permanente de resolución de conflictos de intereses entre comunidades sociales, método que había de reinar hasta que el máximo desarrollo de la productividad del trabajo, es decir la dominación plena de la naturaleza por los hombres, ponga punto final a sus contradicciones de intereses materiales. Pero, si el choque entre comunidades comunistas primitivas era un fenómeno permanente, el desarrollo alcanzado en esa época por la productividad del trabajo determinaba el resultado. Cuando se trataba del conflicto entre dos pueblos nómadas criadores de ganado que se habían trabado en lucha por campos de pastoreo, sólo la violencia pura y simple podía determinar quiénes quedarían allí como amos y quiénes habrían de ser expulsados a inhóspitas y áridas comarcas, o bien simplemente exterminados. Pero allí donde la agricultura había prosperado hasta poder alimentar bien y en forma permanente a la población sin requerir toda la fuerza de trabajo y toda la duración de la vida, allí estaba dada al mismo tiempo la base necesaria para una explotación sistemática de estos agricultores por parte de conquistadores extranjeros. Y así es como vemos surgir tales relaciones en Perú, donde una comunidad comunista se establece como explotadora de otra. Esta estructura peculiar del imperio inca es importante porque nos ofrece la clave para comprender toda una serie de formas similares que existen en la Antigüedad clásica, concretamente en el umbral de la historia griega. Si, por ejemplo, la historia escrita nos da la breve información de que en la isla de Creta dominada por los dorios, los sometidos tenían que entregar a la comunidad global todo el producto rendido por sus campos de labranza (deducida la manutención precisa para ellos y sus familias) con el cual se afrontaba el costo de las comidas que los libres (es decir, los dominadores dorios) celebraban en común; o que en Esparta, también una comunidad doria, había «esclavos del Estado» o ilotas que el Estado cedía a individuos para que cultivaran sus campos, estas relaciones resultan inicialmente un enigma. Y un sabio burgués como, por ejemplo, el profesor de Heidelberg, Max Weber, plantea las hipótesis más extrañas, desde el ángulo de las relaciones y los conceptos actuales, para explicar estas curiosidades de la historia. «Allí [en Esparta], la población sojuzgada recibe el trato de esclavos del Estado, sus contribuciones en especie solventan la manutención de los guerreros, en parte en común, y en parte de modo que cada individuo depende del producto de cierto trozo de tierra trabajada por esclavos que le pertenece en diverso grado, y más tarde cada vez más hereditariamente. Reasignaciones y nuevas distribuciones de estos lotes eran practicables también ya en tiempos históricos, y parecen haberse producido. Naturalmente, no se trata de redistribuciones de campos (“naturalmente” un profesor burgués no puede conceder que tal cosa ocurra, mientras le sea dado negarlo), en cierto modo redistribuciones de un fondo de renta. Criterios militares, especialmente una política militar de poblamiento, deciden sobre todos los detalles… El carácter feudal urbano de esta política se manifiesta en forma característica en el hecho de que, en Cortyna, los campos dotados de siervos de un hombre libre son objeto de aquel privilegio militarista: constituyen el klaros, ligado al interés de la sustentación de la familia guerrera. (Traducido, de la lengua profesoral, a un lenguaje claro: los lotes de tierra de labor son propiedad de toda la comunidad, no pueden por tanto venderse y tampoco ser divididos a la muerte de su propietario, lo que el profesor Weber conceptúa en otro pasaje como una sabia disposición “para dificultar la dispersión de los patrimonios” y “para el mantenimiento del destino de clase de los guerreros”). La organización culmina en la institución de la mesa común de los guerreros, al modo de un casino de oficiales, las “sisitias”, y la instrucción en común de los niños, como cadetes, por parte del Estado para hacer guerreros de ellos». (Handwörterbücher der Staatswissenschaften, tomo I, Agrarverhältnisse im Altertum, 2a edición, página 69). Con lo que los griegos de los tiempos heroicos, de Héctor y Aquiles, quedan transformados en fideicomisos prusianos y en casinos de oficiales con sus orgías y banquetes «de clase»; y los florecientes jóvenes y muchachas desnudos de Esparta, que recibían instrucción popular común, se transforman en pensionistas de un colegio de cadetes de Gross-Lichterfelde junto a Berlín, semejante a un presidio.

Para quien conoce la estructura interna del imperio incaico, las relaciones arriba expuestas no presentan dificultades. Son, sin lugar a dudas, el producto de la existencia de deformaciones sociales comunistas, de las cuales una es una sociedad agraria explotada por la otra. Hasta qué punto se ha mantenido el fundamento comunista en los usos de los dominadores así como en la situación de los sojuzgados, depende del grado de desarrollo, de la duración, de las circunstancias en que se desarrolla este proceso, todo lo cual puede presentar toda una gama de gradaciones. El imperio incaico, en el que los dominadores trabajan aún, y donde la propiedad del suelo del sojuzgado está aún intacta en conjunto y cada clase social está todavía organizada en sí de modo cerrado, puede ser considerado perfectamente como la forma más originaria de relaciones de explotación de tal especie que, gracias al grado de desarrollo relativamente primitivo de la cultura y al aislamiento del país, pudieron conservarse durante siglos. Muestran un estadio más avanzado los datos referentes a Creta, donde la comunidad campesina sojuzgada tenía que entregar todo el producto de su trabajo menos lo necesario para su manutención y donde, en consecuencia, la comunidad dominante no se sustentaba por su propio trabajo en los campos, sino por los impuestos de la comunidad de marca explotada, pero todavía los consumía internamente de modo comunista. En Esparta encontramos (un paso más allá en la evolución) que el suelo no es ya propiedad de la comunidad sojuzgada sino propiedad de la comunidad dominante, y es redistribuido y sorteado a la manera de la comunidad de marca entre los miembros de ésta. La organización social de los sojuzgados ha sido rota por la pérdida de su base, del derecho de propiedad sobre el suelo; son ellos mismos propiedad de la comunidad dominante, la cual los entrega como fuerza de trabajo a los diversos miembros de la marca, junto con los campos de labranza, de manera comunista, «por medio del Estado». Los espartanos dominantes viven ellos mismos todavía enmarcados en relaciones estrictas de comunidad de marca. Y relaciones semejantes tienen que haber tenido vigencia, con diferencia de matices, en Tesalia, donde los anteriores habitantes, los penestas «gente pobre», fueron sometidos por los eolios; también en Bitinia, donde los maroandinos fueron puestos en condición semejante, por tribus tracias. Pero la existencia parasitaria lleva inevitablemente a la introducción del germen de la disolución también en la comunidad dominante. Ya la conquista y la necesidad de afianzar la explotación como mecanismo permanente, lleva a un fuerte desarrollo de la actividad guerrera, cosa que vemos tanto en el Estado incaico como en el espartano. Con esto quedan puestos los primeros cimientos para la desigualdad, para el desarrollo de clases privilegiadas, en el seno de la masa campesina originariamente igual y libre. Ya no faltaban más que circunstancias geográficas e histórico-culturales propicias que, por el choque con pueblos más civilizados despiertan necesidades más refinadas y un intercambio más animado, para que la desigualdad progresase rápidamente también entre los dominadores, debilitase la solidaridad comunista e introdujese la propiedad privada con su división en ricos y pobres. Sigue siendo un ejemplo clásico de este proceso los comienzos de la historia del mundo griego, después de su choque con los pueblos de antigua cultura del Oriente. En consecuencia, el resultado del sojuzgamiento de una sociedad comunista originaria por otra es, tarde o temprano, siempre el mismo: la quiebra de los lazos sociales comunistas tradicionales tanto entre los dominadores como entre los dominados y el nacimiento de una formación social completamente nueva en la que la propiedad privada, con la desigualdad y la explotación creándose mutuamente, llegan al mundo simultáneamente. Y así es como la historia de la antigua comunidad de marca, en la Antigüedad clásica, desemboca por un lado, en el antagonismo entre una masa de pequeños campesinos endeudados y la nobleza que se ha apropiado del servicio de las armas, de los cargos públicos, del comercio y de las tierras comunitarias indivisas como gran propiedad raíz; y, por otro lado, en el antagonismo entre el conjunto de esta sociedad de hombres libres y los explotados esclavos. Desde aquellas formas múltiples de la explotación, de hombres sojuzgados en la guerra por una comunidad, sólo faltaba un paso para la introducción de esclavos obtenidos por compra de los individuos. Este paso fue acelerado en Grecia por el tráfico marítimo y el comercio internacional con las consecuencias que tuvieron en los Estados de la costa y de las islas. También Ciccotti distingue dos tipos de esclavitud: «La forma más antigua, significativa y difundida de avasallamiento económico [dice] que encontramos en el umbral de la historia griega, no es la esclavitud sino una forma de servidumbre, que casi preferiría llamar vasallaje». Observaba Teopompos: «Después de los tesalios y lacedemonios, fueron los quiotas (habitantes de la isla de Quío, en Asia Menor) los primeros entre los helenos en utilizar esclavos, pero no los adquirían en la misma forma que aquéllos… Puede verse que los lacedemonios y tesalios compusieron su clase de esclavos con helenos que habían habitado antes que ellos la tierra que hoy poseen, forzando a servirles a los equeos, tesalios, perrebes y magnetos, llamando a los sojuzgados ilotas y penestas. Los quiotas, en cambio, se procuraban bárbaros (no-griegos) como esclavos y pagaban un precio por ellos». «Y la base de esta diferencia [agrega Ciccottí con razón] residía en los distintos grados de desarrollo de los pueblos del continente por un lado y de los pueblos de las islas por el otro. La falta absoluta o la insignificancia de la riqueza acumulada, así como el escaso desarrollo del tráfico comercial, excluían en un país una producción directa y creciente de los propietarios así como la utilización directa de esclavos, llevando en vez de ellos a la forma más rudimentaria del tributo, a una división del trabajo y a una formación de clases tal, que hizo de la clase dominante un ejército en armas y de la dominada una clase de agricultores». (Ciccotti, Untergangder Sklaverei im Altertum, páginas 37 y 38).

La organización interna del Estado incaico peruano nos ha descubierto un importante aspecto en el carácter de la sociedad primitiva y, al mismo tiempo, nos ha revelado una de las formas de su declinación. Se nos presentará otro viraje en los destinos de esta forma de sociedad al recorrer el próximo capítulo de la historia de los indios del Perú, y de otras colonias españolas de América. Aquí nos encontramos con un método de conquista completamente nuevo, y desconocido para la dominación incaica. La dominación de los españoles, de los primeros europeos en el Nuevo Mundo, comenzó directamente diezmando de forma inmisericorde a la población sojuzgada. Según algunos testimonios de los propios españoles, el número de indios exterminados por ellos en pocos años después del descubrimiento de América alcanza a 12 o 15 millones. «Nos encontramos autorizados a sostener [dice Las Casas] que los españoles, con su monstruoso e inhumano proceder, han aniquilado a 12 millones de personas, entre ellas mujeres y niños; en mi opinión personal [dice más adelante] el número de indígenas a quienes se quitó la vida en esos tiempos supera incluso los 15 millones». (Brevísima relación de la destinación de los incas, Sevilla 1552, citado por Kovalevski). «En la isla de Haití [dice Handelmann] el número de indígenas encontrados por los españoles se elevaba a un millón, y en 1508 quedaban sólo 60 000 y nueve años más tarde sólo 14 000; de tal modo que los españoles, para tener el número necesario de brazos para el trabajo, tuvieron que echar mano de la introducción de indios desde islas cercanas. En 1508 solamente fueron transportados a la isla de Haití, y convertidos en esclavos, 40 000 indígenas de las islas Bahamas». (Heinrich Handelmann, Geschidite der Insel Haiti, Kiel 1856, página 6) Los españoles practicaron la caza sistemática de indios, lo que nos queda descrito por un testigo ocular y participante, el italiano Girolamo Benzoni. «En parte por falta de alimento y en parte de pena por haber sido separados de sus padres, madres e hijos [dice Benzoni después de una cacería de ese tipo realizada en la isla de Kumagna, en la que se habían capturado 4000 indios], la mayor parte de los esclavizados aborígenes habían muerto en viaje hacia el puerto de Kumani. Cada vez que algunos de los esclavos se encontraban imposibilitados por la fatiga de marchar tan rápidamente como sus compañeros, los españoles los ensartaban en sus puñales por detrás, asesinándolos inhumanamente, por miedo a que se quedasen atrás y pudiesen atacarlos por la espalda. Era un espectáculo que partía el corazón el de estos desdichados seres, completamente desnudos, extenuados, heridos y tan agotados de hambre, que apenas podían tenerse en pie. Llevaban cadenas de hierro en el cuello, las manos y los pies. No había una sola muchacha entre ellos que no hubiese sido violada por aquellos bandidos (españoles) quienes, en esta circunstancia, se entregaron a un libertinaje tan asqueante que muchas de ellas quedaron para siempre completamente corroídas por la sífilis… Todos los aborígenes esclavizados son marcados con un hierro al rojo. Los capitanes separan una parte de ellos para sí, repartiendo a los demás entre los soldados. Éstos se los disputan entre sí en el juego o los venden a los colonos españoles. Los comerciantes que han adquirido esta mercancía a cambio de vino, harina, azúcar y otros artículos de necesidad cotidiana, transportan a los esclavos a las partes de las colonias españolas donde existe la mayor demanda de ellos. Durante el traslado perece una parte de estos desdichados a consecuencia de la falta de agua y del aire corrompido de las bodegas, dado que los mercaderes amontonan a todos los esclavos en el fondo de los buques sin dejarles sitio suficiente para que se sienten ni para que puedan respirar». (Storia del Mundo Nuovo di Girolamo Benzoni, Venecia 1565, citada por Kovalevski, página 51). Pero, para ahorrarse inclusive la fatiga de la caza de los indios y los costos de su adquisición por compra, los españoles introdujeron en sus posesiones de las Indias occidentales y en el continente americano el sistema de los llamados repartimientos, es decir de la división del territorio. Todas las tierras conquistadas fueron divididas por los gobernadores en partes cuyos jefes de aldea, «caciques», estaban sencillamente obligados a entregar a los españoles, como esclavos, el número de indígenas que éstos exigían. Cada colono español recibía periódicamente del gobernador un número dado de esclavos bajo la condición «de cuidar de su conversión al cristianismo». (Charleroix, Histoire de l’Isle Espagnole ou de St. Dominique, París 1730, I 228, citada por Kovalevski, página 50). Los malos tratos a los que los colonos sometían a los esclavos iban más allá de todo lo concebible. Hasta cuando los mataban, esto constituía una liberación para los indios. «Los españoles [dice un contemporáneo] fuerzan a todos los indígenas por ellos capturados a cumplir labores fatigosas y extenuantes en las minas, lejos de su patria y familia y bajo la amenaza de permanentes castigos corporales. No hay que extrañarse de que miles de esclavos, que no ven ninguna otra posibilidad de escapar a su sombrío destino, no sólo pongan fin violentamente a la propia vida, ahorcándose, ahogándose o de otro modo, sino que además matan a sus mujeres e hijos para poner término de una vez a su común situación de desdicha y desesperanza. Por otro lado las mujeres buscan refugio en el seno de sus madres para abortar a sus hijos, o rehúyen el comercio carnal con los hombres, ya que no quieren dar a luz esclavos». (Acosta, Historia natural y moral de las Indias, citada por Kovalevski, página 52).

Finalmente los colonos lograron, por intermedio del confesor del emperador, el devoto Padre García de Loyosa, obtener del Habsburgo Carlos V un decreto que declaraba sumariamente a los indios esclavos hereditarios de los colonos españoles. Es cierto que Benzoni piensa que el decreto se refería solamente a los caníbales caribes, pero fue interpretado y aplicado a todos los indios en general. Para justificar su atrocidad, los colonizadores españoles difundieron planificadamente los mayores horrores sobre la antropofagia y demás vicios de los indios, de tal modo que, por ejemplo, un historiador francés contemporáneo. Marlyde Chatel; pudo escribir sobre ellos en su Historia general de las Indias occidentales (Paris 1569) lo siguiente: «Dios los ha castigado con la esclavitud por su malicia y sus vicios, pues el propio Cam no pecó contra su padre Noé en el mismo grado que los indios contra Dios nuestro Señor». Y sin embargo, alrededor de la misma época, escribió un español, Acosta, en su Historia natural y moral de las Indias (Barcelona, 1591), refiriéndose a los mismos indios, que eran un «Pueblo bondadoso, siempre dispuesto a hacer un favor a los europeos, un pueblo de conducta tan inocente y sincera que unas gentes que no se encontrasen privadas de todas las cualidades de la naturaleza humana no podrían en absoluto tratarles de otro modo que con ternura y amor».

Es claro que hubo también intentos de oponerse a los horrores que se cometían. En 1531 el Papa Pablo III emitió una bula en la cual declaraba a los indios pertenecientes a la especie humana, y, en virtud de ello, libres de esclavitud. También el Consejo Imperial Español para las Indias occidentales se pronunció más tarde contra la esclavitud, con lo cual los reiterados decretos ponen de manifiesto más bien el fracaso que la sinceridad de estos esfuerzos.

Lo que liberó a los indios de la esclavitud no fue ni la devota acción del clero católico ni las protestas de los reyes españoles; sino el simple hecho de que los indios, por su constitución física y espiritual, no eran aptos en absoluto para el duro trabajo de la esclavitud. Frente a esta descarnada imposibilidad fueron inútiles, a la larga, las mayores crueldades de los españoles; las indios caían como moscas en la esclavitud, huían o se suicidaban; en pocas palabras, el negocio se hizo antieconómico en grado sumo y justo nada más suspenderse los infructuosos experimentos que se realizaban con los indios, el ardoroso e infatigable defensor de éstos, el obisbo Las Casas, concibió la idea de importar en lugar de los endebles indígenas, negros más robustos de África. Este descubrimiento práctico tuvo efectos más rápidos y enérgicos que todos los panfletos de Las Casas sobre las crueldades de los españoles. Los indios se vieron liberados de la esclavitud al cabo de algunas décadas y empezó la esclavitud de los negros, que había de durar cuatro siglos. A fines del siglo XVIII un honesto alemán, el «buen viejo Nettelbeck», de Kalberg, capitán de un barco, llevó de Guinea a la Guayana en Sudamérica, donde otros «buenos prusianos» explotaban plantaciones, centenares de esclavos negros que había obtenido en África por vía de intercambio, junto con otras mercancías, y que mantenía amontonados en el fondo del buque exactamente como los capitanes españoles del siglo XVI. El progreso de la humanitaria época de la Ilustración se manifestaba en que Nettelbeck, para evitar que cundieran entre ellos la melancolía y la muerte, hacía bailar todas las naches a sus esclavos sobre cubierta entre música y chasquidos del látigo, lo cual no se les había ocurrido, en su época, a los toscos tratantes españoles. Y a fines del siglo XIX, en 1871, el noble David Livingstone, quien había pasado en África 30 años para encontrar las fuentes del Nilo, escribía en su famosa carta al norteamericano Gordon Bennett: «Si mis descubrimientos sobre las relaciones reinantes en Udjidji pusieran término a la espantosa trata de esclavos en África oriental, yo apreciaría este logro más que los descubrimientos de todas las fuentes del Nilo juntas. En su país la esclavitud ha quedado completamente abolida; tiéndanos su poderosa y generosa mano para lograrlo nosotros también. Este hermoso país está como afectado por una plaga o por la maldición del Altísimo…».

Por lo demás, la suerte de los indios no quedó todavía globalmente mejorada por esta peripecia. Solamente se había entronizado otro sistema de colonización en lugar del anterior. En vez de los repartimientos que estaban dirigidos a la esclavitud directa de la población, se introdujeron las llamadas encomiendas. Con ello se reconocía a los aborígenes, formalmente, su libertad personal y la plena propiedad de la tierra. Sólo que los territorios fueron puestos baja la dirección administrativa de los colonizadores españoles, ante todo de los descendientes de los primeros conquistadores, quienes en su carácter de encomenderos debían ejercer tutela sobre los indios, declarados incapaces, y difundir entre ellos el cristianismo. Para cubrir los costos de la construcción de iglesias para los indígenas así como en carácter de indemnización por sus propios desvelos en el ejercicio de la tutela, los encomenderos recibían legalmente el derecho de exigir de la población «cuantiosos impuestos en moneda y en especie». Estas disposiciones bastaron para convertir prontamente las encomiendas en un infierno para los indios. Se les dejaba su tierra, como propiedad indivisa de las tribus. Por tal tierra los españoles entendían, o querían entender, solamente, la tierra de cultivo que se encontraba bajo el arado. Las tierras no utilizadas, e incluso las fajas dejadas en barbecho fueron arrebatadas por los españoles que las consideraban «tierra baldía». Y ello con tanta meticulosidad y desvergüenza que Zurita escribe al respecto: «No hay una parcela de tierra ni una granja que no haya sido declarada propiedad de los europeos sin ninguna preocupación por el menoscabo que ello entraña para los derechos de propiedad de los indígenas quienes, de este modo, se ven forzados a abandonar los terrenos que venían habitando desde tiempos remotos. No es raro que se les tomen tierras cultivadas con el pretexto de que las habrían sembrado con la finalidad de dificultar la apropiación de ellas por los europeos. Gracias a este sistema, los españoles han extendido tanto sus propiedades en algunas provincias que ya no queda a los aborígenes tierra alguna para cultivar». (Zurita, páginas 57-79; Kovalevski, 62). Al mismo tiempo los encomenderos españoles aumentaron tan desvergonzadamente los «cuantiosos» tributos, que los indios quedaron aplastados por su peso. «Todo lo que poseen los indios [dice el mismo Zurita] no alcanza para hacer frente a los impuestos con que se les ha grabado. Se encuentran, entre los indios, muchos cuya fortuna no alcanza siquiera a un peso, y que viven de su trabajo asalariado cotidiano; de este modo, no les quedan a los infelices siquiera medios suficientes para mantener a su familia. Ésta es la causa de que tantas personas jóvenes prefieran el comercio carnal ilegítimo al legítimo, especialmente cuando sus padres no disponen siquiera de cuatro o cinco reales. Los indios difícilmente pueden permitirse el lujo de un vestido; muchos que no tienen medios para comprarse una prenda de ropa no pueden permitirse asistir al servicio divino. No es extraño que la mayoría de ellos caiga en la desesperación puesto que no encuentran medio de proporcionar a su familia el alimento necesario… En mis primeros viajes llegué a saber que muchos indios se habían ahorcado de desesperación después de explicar a sus mujeres e hijos que lo hacían en vista de la imposibilidad de pagar los impuestos que se les exigían». (Zurita, página 329; Kovalevski, página 63).

Finalmente, para complementar el saqueo del país y la presión de los tributos, llegó el trabajo forzado. A comienzos del siglo XVII los españoles vuelven abiertamente al sistema formalmente abandonado en el siglo XVI. Ciertamente, la esclavitud para los indios ha quedado abolida, pero ocupa su lugar un sistema peculiar de trabajo asalariado forzoso que, en su esencia, no se diferencia casi en nada de aquélla. Ya a mediados del siglo XVI Zurita nos pinta del siguiente modo la situación de los trabajadores asalariados indios al servicio de los españoles: «En todo este tiempo, los indios no reciben otro alimento que panes de maíz… El encomendero le hace trabajar de la mañana a la noche, dejándoles desnudos en las heladas matinal y vespertina, bajo tormentas y tempestades sin proporcionarles otra comida que panes medio podridos. Los indios pasan la noche al aire libre. Como el jornal sólo se paga al finalizar el período de trabajo forzado, los indios no tienen medios para comprarse las ropas abrigadas necesarias. No es extraño que en semejantes condiciones el trabajo al servicio de los encomenderos les resulte extenuante en grado sumo y pueda considerarse como una de las causas de su rápida extinción». (Zurita, XI, página 295; Kovalevski, página 65). Ahora bien, este sistema de trabajo asalariado forzoso fue introducido por ley, de forma oficial y general, por la corona española a comienzos del siglo XVII. La ley aduce como causa que los indios no querían trabajar voluntariamente, mientras que las minas sólo podían explotarse muy deficientemente incluso con todos los negros disponibles. Las aldeas indias se ven sujetas entonces a la obligación de proporcionar un número preciso de trabajadores (en Perú la séptima parte, en Nueva España el cuatro por ciento de la población), que son puestos a merced de los encomenderos. Las consecuencias mortales de este sistema se hacen inmediatamente visibles. En un memorial anónimo dirigido a Felipe IV, que se titula Informe sobre el peligroso estado en que se encuentra el Reino de Chile en los aspectos terrenal y espiritual, se dice: «La causa conocida de la rápida disminución numérica de los aborígenes es el sistema de trabajo forzado en las minas y en los campos de los encomenderos. Aunque los españoles disponen de un enorme número de negros, aunque han gravado a los indios con tributos incomparablemente más altos que los que pagaban a sus caciques antes de la conquista, consideran imposible pese a ello abandonar el sistema del trabajo forzado». (Citado por Kovalevski, página 66). Los trabajos forzados tenían, además, por consecuencia que los indios frecuentemente no estuvieran en condiciones de cultivar sus campos, lo que a su vez proporcionaba a los españoles un pretexto para arrebatarlos como «tierra baldía». La ruina de la agricultura india preparó, naturalmente, el terreno para la usura. «Bajo sus señores aborígenes [dice Zurita], los indios no conocieron usureros». Los españoles les hicieron conocer a fondo este bello producto de la economía monetaria y de la presión fiscal. Carcomidos por las deudas, las tierras de los indios que simplemente no habían sido robadas por los españoles, pasaron masivamente a manos de capitalistas españoles, y la tasación de estas tierras constituye de por sí un capítulo particular de la infamia europea. El robo de la tierra, los tributos, el trabajo forzado y la usura se cierran en un círculo de hierro que destruyó la comunidad de marca india. El orden público tradicional, los lazos sociales usuales de los indios fueron disueltos por el desmoronamiento de su fundamento económico: la agricultura comunitaria de marca. Por su parte, ésta fue llevada a la ruina, planificadamente por los españoles, a través de la descomposición de todas las autoridades tradicionales. Los jefes de aldea y los caciques de las tribus necesitaban, en efecto, ser confirmados por los encomenderos, circunstancia que éstos utilizaban para colocar en tales cargos a sus criaturas, los sujetos más depravados de la sociedad india. El alborotamiento sistemático de los indios contra sus caciques constituía asimismo un medio por el que los españoles tenían predilección. Bajo el pretexto de la cristiana intención de proteger a los aborígenes de la explotación de sus caciques, los declararon libres de la obligación de pagar los tributos tradicionales que debían a estos caciques. «Los españoles [dice Zurita] consideran, basándose en lo que actualmente ocurre en España, que los caciques saquean a sus tribus, pero son ellos mismos quienes tienen la responsabilidad de tales exacciones, pues son ellos mismos, y ningún otro, quienes quitaron a los anteriores caciques su posición y sus ingresos remplazándolos por otros que se cuentan entre sus creaciones». (Zurita, página 87, citado por Kovalevski, página 69). Asimismo, se esforzaban por fraguar motines cuando los jefes de aldea o los caciques de las tribus protestaban contra enajenaciones ilegales de tierras a miembros de la marca realizadas en beneficio de los españoles. El resultado fueron revueltas crónicas y una sucesión infinita de procesos alrededor de ventas injustificadas de tierras entre los propios indígenas. A la ruina, el hambre y la esclavitud se añadía la anarquía, completando el infierno que era la vida de los indios. El descarnado resumen de esta tutela hispano-cristiana podía encerrarse en dos palabras: paso de la tierra a manos de los españoles y aniquilamiento de los indios. «En todos los territorios españoles de las Indias [dice Zurita] las tribus indígenas desaparecen totalmente o bien quedan reducidas a un pequeño número, aunque algunas personas pretenden sostener lo contrario. Los aborígenes abandonan sus viviendas y tierras, que han perdido para ellos su valor en virtud de los cuantiosos tributos en especie y en moneda; marchan a otros países, errando sin cesar de una comarca a otra, o se ocultan en las selvas exponiéndose a ser tarde o temprano víctimas de bestias salvajes. Muchos ponen término a su vida suicidándose, de lo cual he tenido numerosas oportunidades de convencerme por observación personal o consultando a los habitantes del lugar». (Zurita, página 341). Y medio siglo más tarde informa otro alto funcionario del gobierno español del Perú, Juan Orter de Cervantes: «La población aborigen de las colonias españolas se hace cada vez menor, abandona los lugares donde hasta ahora había vivido, deja la tierra sin cultivar, de tal modo que los españoles sólo con dificultad encuentran el número necesario de agricultores y pastores. Los llamados mitayos, tribu sin la cual es imposible el laboreo de las minas de oro y plata, abandonan completamente las ciudades habitadas por españoles o, si se quedan en ellas, se extinguen con asombrosa rapidez». (Memorial que presenta a su Magestad el licendado Juan Orter de Cervantes, Abogado y Procurador general del Reyno del Perú y encomenderos, sobre pedir remedio del daño y disminución de los indios, Anno MDCXIX, citado por Kovalevski, página 61).

Causa realmente admiración la fantástica tenacidad del pueblo indio y de los mecanismos de la comunidad de marca, considerando que se han conservado restos de ambos, pese a todo, hasta el siglo XIX.

La gran colonia inglesa de la India nos muestra, bajo otro aspecto, los destinos de la antigua comunidad de marca. Allí se puede estudiar como en ningún rincón de la Tierra todo un muestrario de las formas más diversas de la propiedad de la tierra que, como la carta del firmamento de Herschel, constituye una historia de milenios proyectada sobre una superficie plana. Comunidad aldeana junto a comunidades de linaje, redistribuciones periódicas de parcelas de tierra iguales junto a la retención vitalicia de parcelas desiguales, trabajo comunitario de la tierra junto a la empresa individual privada, igualdad de derechos de todos los habitantes de la aldea en cuanto a las tierras comunales junto a los privilegios de ciertos grupos y, finalmente, junto a todas estas formas de propiedad común, la propiedad privada pura de la tierra y esta misma en forma de minifundios campesinos, breves arriendos y enormes latifundios (todo esto podía estudiarse en tamaño natural en India, todavía, hace pocos decenios). Que la comunidad de marca es en la India una organización antiquísima, lo muestran las fuentes jurídicas indias; así, el más antiguo derecho consuetudinario codificado, el Manu, del siglo IX a. C., contiene numerosas disposiciones sobre cuestiones de límites entre las marcas sobre la marca indivisa, sobre nuevos asentamientos de aldeas hermanas sobre tierras indivisas de marcas más antiguas. Ese código sólo conoce la propiedad basada en el trabajo propio; todavía menciona la artesanía como ocupación secundaria con respecto a la agricultura; busca acabar con el poder económico de los brahmanes, es decir de los sacerdotes, al permitir que se les obsequien solamente bienes muebles. Los que serían más tarde príncipes autóctonos, los rajás, figuran allí todavía como grandes jefes electivos. También los códigos posteriores, correspondientes al siglo V, el Yachnavalkia y el Narada, reconocen los lazos de linaje como la organización social, y el poder público así como la administración de justicia, se encuentra aquí en manos de la asamblea de los miembros de la marca. Ésta respondía solidariamente por los delitos y crímenes de los individuos. A la cabeza de la aldea se encuentra el jefe electivo. Ambos códigos aconsejan elegir para estos cargos a los miembros más rectos, buenos y amantes de la libertad, y prestarles obediencia incondicional. El libro Narada distingue dos clases de comunidades de marca: los «parientes» es decir comunidades basadas en el linaje y los «vecinos», es decir comunidades vecinales, como unidades locales de gente no emparentada entre sí. Pero ambos códigos reconocen la propiedad sólo sobre la base del trabajo personal; un campo abandonado pertenece a aquel que se pone a trabajarlo, la propiedad ilegítima no se reconoce aún al cabo de tres generaciones a menos que el trabajo propio esté ligado a ella. De modo que, hasta aquí vemos entre el pueblo indio todavía los mismos vínculos sociales y relaciones económicas primitivas que caracterizaron su vida durante milenios en el territorio del Indo y, después, en la época heroica de la conquista del territorio del Ganges que dio origen a las grandes epopeyas populares Ramayana y Mahabharata. Los comentarios a los antiguos códigos, que son siempre el síntoma característico de profundas transformaciones sociales y de la pugna por adaptar e interpretar antiguas concepciones jurídicas de acuerdo a intereses nuevos, constituyen una prueba nítida de que hasta el siglo XIV (época en que actuaron los comentaristas) la sociedad india había llevado a cabo profundas transformaciones en su estructura social. Entretanto, en efecto, surgió una influyente clase sacerdotal que se eleva material y jurídicamente por encima de la masa de los campesinos. Los comentaristas tratan (exactamente como sus colegas cristianos en el Occidente feudal) de «interpretar» el prístino lenguaje de los antiguos códigos de tal modo que queda justificada la propiedad raíz sacerdotal, incitar a la concreción de obsequios de tierra a los brahmines y estimular así la división de las tierras de marca y la constitución de una gran propiedad territorial de los sacerdotes a costa de la masa campesina. Este proceso fue típico del destino de todas las sociedades orientales.

La cuestión fundamental en toda agricultura algo avanzada en la mayoría de las comarcas de Oriente es la irrigación artificial. Así es como vemos tempranamente en India y Egipto, como sólidas bases de la agricultura, grandiosas obras de irrigación, canales, perforaciones, o precauciones planificadas para la adaptación de la agricultura a las inundaciones periódicas. Todas estas empresas en gran escala, sobrepasan de antemano las fuerzas de las diversas comunidades de marca tomadas individualmente, pero también su iniciativa y su plan económico. Para dirigirlas y llevarlas a término hacía falta una autoridad que se encontrase por encima de las diversas comunidades aldeanas, y pudiese unir sus fuerzas de trabajo en una unidad superior; hacía falta para ello, asimismo, un dominio de las leyes naturales superior al que era accesible al campo de la observación y de experiencia de la masa de agricultores encerrados en las cuatro estacas de sus aldeas. De estas necesidades surgió la importante función que cupo a los sacerdotes en Oriente; éstos eran los que estaban en mejor situación para dirigir las grandes obras públicas de irrigación, gracias a la observación de la naturaleza ligada a toda religión natural, así como por la liberación, con respecto a la participación directa de la agricultura, que comienza en cierto nivel de desarrollo. Pero de esta función puramente económica emergió, naturalmente, con el tiempo, también un poder social particular de los sacerdotes; la especialización, surgida de la división del trabajo, de una parte de la sociedad, se transformó en casta hereditaria y cerrada con privilegios e intereses de explotación, frente a la masa del campesinado. La rapidez con que este proceso se desarrolló y el punto al que llegó en tal o cual pueblo, a que haya quedado en estado embrionario, como entre los indios peruanos, o se haya desarrollado hasta la dominación estatal formal del clero, la teocracia, como en Egipto o entre los antiguos hebreos, dependió en cada caso de las circunstancias geográficas e históricas particulares, según que los frecuentes enfrentamientos bélicos con los pueblos cercanos hicieron o no hicieron surgir, aparte de la casta sacerdotal, una poderosa casta guerrera que se elevase, junto a la casta sacerdotal, por encima de ella, o compitiendo con ella, como nobleza militar. En todos los casos la limitación particularista de la antigua marca comunista, cuya organización no se prestaba para la realización de tareas de envergadura ni económicas ni políticas, la obligaba a aceptar la dominación de fuerzas externas a ella y situadas por encima de ella, que cubrían aquellas funciones. Es tan seguro que la clave de la dominación política y la explotación económica de las grandes masas campesinas residía en estas funciones, que todos los conquistadores bárbaros de Oriente (ya fuesen mongoles, persas o árabes) además del poder militar en el país conquistado, tomaron invariablemente en sus manos la dirección y realización de las grandes obras públicas que constituían una condición vital para la viabilidad de la agricultura. Exactamente igual que los incas en Perú, las diversas dinastías despóticas asiáticas que se sucedieron en el curso de los siglos en India, trataban la supervisión de las obras de regadío artificial y de la construcción de caminos y puentes como privilegio, pero también como una obligación. Y, pese a la constitución de castas, pese a la despótica dominación extranjera que se entronizaba en el país, pese a las convulsiones políticas, la aldea india continuaba su vida modesta y tranquila. En el interior de cada aldea, las antiguas leyes tradicionales continuaban rigiendo la comunidad; bajo la cubierta de la tormentosa historia política, sufrían su propia historia interna, calma e imperceptible, abolían viejas formas, introducían otras nuevas, maduraban el florecimiento, la decadencia, la disolución y el renacimiento. Ningún cronista ha registrado estos procesos y, mientras la historia universal describe la audaz campaña de Alejandro de Macedonia hasta las fuentes del Indo y está llena del fragor de las armas del sangriento Tamerlán y sus mongoles, pasa en silencio sobre la historia económica interna del pueblo indio. Sólo los restos de todos los antiguos estratos de esta historia nos permiten reconstruir un esquema de desarrollo hipotético de la comunidad india, y es mérito de Kovalevski haber resuelto esta importante tarea científica. Según Kovalevski, es posible ordenar en la siguiente sucesión los diversos tipos de comunidad rural observados en India, todavía a mediados del siglo XIX:

l. Como la forma más antigua ha de considerarse la comunidad de linaje pura, que comprende al conjunto de las personas emparentadas por la sangre (un clan), posee la tierra en común y la trabaja también comunitariamente. Los campos son indivisos, y sólo se distribuyen los frutos cosechados y conservados en almacenes comunes de la aldea. Éste, el tipo más primitivo de comunidad aldeana, sólo se ha conservado en pocas regiones del norte de India, pero sus habitantes por lo general estaban reducidos a algunas ramas («putti») de la antigua gens. Kovalevski ve en él, por analogía con la «zadruga» de Bosnia-Herzegovina, el producto de la disolución de los lazos sanguíneos originarios que a causa del crecimiento de la población, con el tiempo, se escinde en algunas grandes familias que se separan también con sus tierras. A mediados del siglo pasado, había aún notables comunidades aldeanas de este tipo, algunas de las cuales tenían más de 150 miembros y otras llegaban a 400. Preponderaba, no obstante, el tipo de pequeñas comunidades aldeanas que sólo se reunían en grupos comunales más amplios, del tamaño de la antigua gens, en circunstancias extraordinarias, por ejemplo en ocasión de ventas de tierras. Normalmente llevaban una vida aislada, estrictamente reglamentada, que Marx describe brevemente en El capital, siguiendo fuentes inglesas: «Aquellas comunidades indias pequeñas y de gran antigüedad, por ejemplo, que en parte continúan existiendo, se basan en la propiedad común de la tierra, sobre la ligazón directa entre agricultura y artesanía y en una firme división del trabajo que, al fundarse nuevas comunidades, sirve de plan y esbozo. Constituyen en sí mismas conjuntos productivos suficientes cuya extensión útil productiva varía entre 100 y unos 1000 acres [1 acre = 40,5 áreas = 4050 m2]. La masa principal de bienes se produce para las necesidades propias directas de la comunidad, no como mercancías, y por ello la producción misma es independiente de la división del trabajo de conjunto de la sociedad india, facilitada ésta por el intercambio de mercancías. Sólo el remanente de productos se transforma en mercancías, y en parte recién lo hace en manos del Estado, al que afluye desde tiempo inmemorial una cantidad determinada como renta en especie. Distintas partes de la India poseen diversas formas de comunidad. En la forma más sencilla; la comunidad cultiva la tierra comunitariamente y distribuye los productos entre sus miembros, mientras cada familia ejerce el hilado, el tejido, etc., como industria secundaria doméstica. Aparte de esta masa cuya ocupación es uniforme, encontramos al habitante principal, juez, policía y recaudador de impuestos en una misma persona; al contable, que lleva las cuentas de la agricultura y confecciona elenco y registro de todo lo que a ella se refiere; a un tercer funcionario que persigue a los criminales y protege y guía a los viajeros de una aldea a otra; al hombre de los limites, que vigila los límites de la comunidad contra las comunidades vecinas; al supervisor de aguas, quien distribuye el agua de los recipientes comunitarios para fines agrícolas; al brahmin, quien desempeña las funciones relativas al culto religioso; al maestro de escuela, quien enseña a los niños de la comunidad a escribir y a leer en la arena; al brahmin del calendario, quien indica, en su papel de astrólogo, el momento de la siembra, la cosecha y los períodos favorables y aciagos para todas las operaciones particulares de la agricultura; a un herrero y a un carpintero, quienes fabrican y reparan todos los aperos agrícolas; al alfarero, que hace todas las vasijas para la aldea; al barbero; al lavador, para la limpieza de las ropas; al platero en algunos casos al poeta, quien reemplaza en ciertas comunidades al platero, en otras al maestro de escuela. Estas doce personas son mantenidas a costas de toda la comunidad. Si crece la población, se asienta en tierra inculta una nueva comunidad según el modelo de la antigua… La ley que regula la división del trabajo de la comunidad, rige aquí con la autoridad inquebrantable de una ley natural. El sencillo organismo productivo de estas comunidades autosuficientes que se reproducen permanentemente en la misma forma y si, por ventura, se ven destruidas, se reconstruyen en el mismo sitio y bajo el mismo nombre, da la clave del misterio de la inmutabilidad de las sociedades asiáticas, y contrasta sorprendentemente con la permanente disolución y reconstrucción de los Estados y el infatigable cambio de dinastías asiáticas. La estructura de los elementos económicos fundamentales de la sociedad no se ve afectada por las tempestades de esta región políticamente nubosa». (Karl Marx, Das Kapital, tomo I, página 321; El Capital, FCE, Tomo I, 1972, páginas 290, 291 y 292).

2. En tiempos de la conquista inglesa, la primitiva comunidad de linaje con sus tierras indivisas, en gran parte ya se había disuelto. De su disolución había surgido una comunidad de parentesco en la que la tierra de labor estaba dividida en parcelas desiguales, cuyas dimensiones dependían exactamente del grado de parentesco que unía a las familias titulares a los antepasados. Esta forma se encontraba ampliamente difundida en el noroeste de la India, así como en el Penjab. Las parcelas no son en este caso ni vitalicias ni hereditarias, sino que quedan en propiedad de las familias hasta que el crecimiento de la población, o la necesidad de dar participación en la tierra de la marca a parientes que se encontraban temporalmente ausentes, hace necesaria una redistribución. Pero frecuentemente los nuevos derechos no se atienden con una redistribución general sino mediante la atribución de nuevas parcelas sobre tierras incultas de la marca. De este modo las parcelas familiares (si no de derecho, al menos de hecho) se tornan vitalicias y hasta hereditarias. Fuera de estos campos de la marca tan desigualmente divididos quedan, con todo, bosques, pantanos, prados, tierras incultas, como propiedad común de todas las familias, y éstas las utilizan en común. Esta notable organización comunista basada en la desigualdad entra con el tiempo en contradicción con nuevos intereses. Con cada nueva generación se hace más difícil la determinación del grado de parentesco de cada individuo, pierde vigencia la tradición de los vínculos sanguíneos, y los perjudicados encuentran cada vez más injusta la desigualdad de las parcelas familiares. Por lo demás, en muchas comarcas, por la emigración de una parte de los parientes por la guerra, y el consiguiente aniquilamiento de otra parte de la población, por el asentamiento e incorporación de nuevos forasteros, se va produciendo inevitablemente una mezcla de la población. Así, pese a toda la inmutabilidad aparente de las relaciones, la población de las comunidades se ve dividida seguramente según sus posesiones en zonas («wund»), y cada familia recibe fajas separadas tanto en las zonas mejores, irrigadas (que se denominan «sholgura», de «shola» = arroz), como en las peores («culmee»). Inicialmente las redistribuciones no eran periódicas al menos antes de la conquista inglesa; por el contrario se llevaban a cabo cada vez que el crecimiento natural de la población había producido una desigualdad de hecho en la situación económica de las familias. Así sucedía en las comunidades que disponían de mucha tierra, y mantenían reservas utilizables. En comunidades más pequeñas la redistribución se llevaba a cabo cada 10, 8 o 5 años, a menudo todos los años. Esto último ocurría allí donde la falta de buenas zonas hacía imposible su distribución igualitaria cada año entre todos los miembros de la marca y donde, en consecuencia, sólo podía alcanzarse la equidad por compensación mediante la utilización por turno de distintas zonas: de esa manera la comunidad de linaje india en vías de disolución acaba en la forma histórica que tenía en sus orígenes la comunidad de marca germánica.

Hemos tomado conocimiento de dos ejemplos clásicos en la India británica y en América, de la desesperada lucha y el trágico fin de la antigua organización económica comunista, al chocar ésta con el capitalismo europeo. El cuadro de los variables destinos de la comunidad agraria no quedaría completo si no considerásemos, para terminar, el ejemplo notable de un país donde la historia ha tomado aparentemente un curso completamente distinto, es decir donde el Estado no buscaba destruir violentamente la propiedad común campesina sino, precisamente al contrario, salvarla y conservarla por todos los medios. Este país es la Rusia zarista.

No tenemos que ocupamos aquí de la gran polémica teórica sobre el origen de la comunidad rural campesina rusa, que ha durado décadas. Era absolutamente natural y concuerda enteramente con la mentalidad general de la ciencia burguesa actual, hostil al comunismo originario, que los «descubrimientos» del profesor ruso Chicherin del año 1858, según los cuales la comunidad rural no habría sido en Rusia un producto histórico originario sino un producto artificial de la política fiscal del zarismo, encontrase entre los sabios alemanes bienvenida y acuerdo. Chicherin, que demuestra nuevamente que los sabios liberales son, predominantemente, mucho más ineptos como historiadores que sus colegas reaccionarios, adopta todavía para el caso de los rusos la teoría, definitivamente dejada de lado para Europa occidental desde Maurer, de que a partir de los asentamientos individuales las comunidades habrían surgido en los siglos XVI y XVII. Chicherin hace derivar el cultivo en común de los campos y la explotación en común de las zonas del carácter mixto de las fajas de campo; la propiedad común del suelo, de los conflictos de límites; los poderes públicos ejercidos por la comunidad de marca, de la responsabilidad fiscal colectiva para los impuestos personales introducidos en el siglo XVI; de manera que pone patas arriba todas las relaciones, causas y efectos históricos, del modo más liberal.

Como sea que se piense sobre la antigüedad y el origen de la comunidad rural campesina en Rusia, en todo caso ésta sobrevivió a toda la larga historia de la servidumbre y también de su abolición, hasta los últimos tiempos. Sólo nos interesan aquí los que fueron sus destinos en el siglo XIX.

Cuando el zar Alejandro II llevó a cabo su «liberación de los campesinos», los señores les vendieron su propia tierra (a la manera prusiana), por lo que estos últimos fueron generosamente indemnizados por el Estado por las peores partes de los supuestos dominios señoriales e impusieron a los campesinos por la tierra «prestada» una deuda [900 millones de rublos] que debía amortizarse en cuotas anuales de rescate del 6 por ciento durante 49 años. Pero esta tierra no fue otorgada, como en Prusia, en propiedad privada a las familias campesinas, sino a comunidades enteras como propiedad común inalienable y no hipotecable. Las comunidades respondían solidariamente por la deuda, así como por todos los impuestos y tributos, y quedaron en libertad para determinar las tasaciones correspondientes a sus diversos miembros. A comienzos de la década de 1890 la división de toda la propiedad del suelo en Rusia europea (sin Polonia, Finlandia ni el territorio de los cosacos del Don) era la siguiente: los dominios del Estado, consistentes principalmente en zonas boscosas del norte y de tierras baldías, comprendían 150 millones de deciatinas (1 deciatina = 1,09 hectáreas); infantazgos imperiales, 7 millones; en propiedad de la Iglesia y de las ciudades se encontraban no menos de 9 millones; en propiedad privada 93 millones, de los que sólo el 5% pertenecía a los campesinos y el resto a la nobleza; 131 millones de deciatinas, con todo, constituían propiedad común campesina. En 1900, todavía 122 millones de hectáreas constituían propiedad común de los campesinos y sólo 22 millones propiedad privada campesina.

Si uno examina la economía del campesinado ruso en este enorme territorio tal como se desarrollaba hasta los últimos tiempos y en parte todavía hoy, reconoce fácilmente los mecanismos típicos de la comunidad de marca tal como eran habituales en Alemania, en África, sobre el Ganges, o en el Perú. Los campos estaban divididos, mientras que los bosques, prados y aguas constituían el territorio común indiviso. Con predominio generalizado del primitivo sistema de tres hojas, se dividían los campos de verano e invierno en zonas según la calidad de la tierra, y cada zona, a su vez, en bandas. Se acostumbraba dividir las zonas de verano en abril, las de invierno en junio. La observación meticulosa de la igualdad en la repartición, desarrolló complicadas combinaciones. Por ejemplo, en la gobernación de Moscú, correspondían en promedio 11 zonas a los campos de verano e invierno, de tal modo que cada campesino tenía para cultivar por lo menos 22 parcelas diseminadas. La comunidad separaba normalmente terrenos que se cultivaban para casos de necesidades colectivas o bien se acumulaban provisiones en almacenes a los que los miembros individuales debían entregar granos. Para asegurar el progreso técnico de la economía, cada familia campesina debía retener su parcela durante diez años bajo la condición de abonarla, o bien se demarcaban en cada zona de antemano, parcelas que se abonaban y sólo se redistribuían cada diez, años. La misma regla regía para la mayoría de los campos de lino, vergeles y huertas.

La distribución de los rebaños comunitarios entre distintos prados y pastos, la contratación de los pastores, el cercado de los pastos, la protección de los campos así como la determinación del sistema de cultivo, de las fechas de realización de las diversas operaciones agrícolas, del término y la forma en que se realizarían las redistribuciones (todos estos eran asuntos de la comunidad, es decir de la asamblea de la aldea). En lo referente a la frecuencia con que se llevaban a cabo las redistribuciones, hubo grandes variaciones. En una sola gobernación, por ejemplo Saratov, de 278 comunidades aldeanas investigadas en 1877, cerca de la mitad emprendía el resorteo anualmente, las demás cada 2, 3, 4, 6, 8 u 11 años, mientras que 38 comunidades que practicaban la fertilización general habían abandonado totalmente las redistribuciones (Trirogor, página 4).

Lo más notable en la comunidad agraria rusa es la forma de distribución del suelo. No reinaba allí el principio de los lotes iguales como entre los antiguos alemanes, ni el de la magnitud de las necesidades familiares como entre los peruanos, sino exclusivamente el principio de la capacidad tributaria. Los problemas fiscales dominaban, desde la «liberación de los campesinos», toda la vida de la comunidad de aldea, y todas las instituciones giraban en torno a los impuestos. Para el gobierno zarista sólo existían, como base de la imposición de tributos, las llamadas «almas de registro», es decir todos los habitantes varones de la comunidad sin tener en cuenta diferencias de edad, tal como quedan determinados mediante los famosos «registros» realizados a intervalos de unos 20 años desde el primer censo de campesinos realizado bajo Pedro el Grande; estos procedimientos eran el terror del pueblo ruso y ante ellos huían aldeas enteras.

El gobierno gravaba a las aldeas según el número de «almas» registradas. La comunidad, por su parte, asignaba la suma global de impuestos que recaía sobre ella a los hogares campesinos según sus respectivas fuerzas de trabajo, y la parcela de tierra de cada hogar se medía por la capacidad contributiva así calculada. Con ello, la parcela de tierra apareció de antemano, en Rusia, a partir de 1861, no como fundamento de la manutención de los campesinos sino como fundamento de la tributación, no era un beneficio al que tuviese derecho cada hogar campesino sino una obligación que se le imponía a cada miembro de la comunidad como servicio del Estado. Por tanto, nada más original que una asamblea de aldea rusa en la que tenía lugar la división de la tierra. Por todas partes podían oírse protestas por la atribución de parcelas demasiado grandes; a las familias pobres carentes de verdaderas fuerzas de trabajo, cuyos miembros eran predominantemente mujeres o menores, se las dispensaba misericordiosamente de toda parcela por su «debilidad», mientras que la masa de los campesinos más pobres imponía a los campesinos ricos las parcelas más grandes. La presión fiscal que se encuentra de este modo en el centro de la vida de la aldea rusa, era enorme. A las sumas de rescate de la deuda venían a agregarse la capitación, el impuesto de comunidad, la tasa eclesiástica, el impuesto de sal, etc. En la década del ochenta se absolvieron la capitación y el impuesto de sal, pese a lo cual la carga impositiva siguió siendo tan enorme que devoraba todos los medios económicos con que contaba el campesinado. Según datos estadísticos de los años noventa, el 70% del campesinado sacaba de sus parcelas menos que el mínimo vital, el 20% estaba en condiciones de alimentarse a sí mismo, pero no de criar ganado, y sólo el 9%, más o menos, podían vender un remanente por encima de sus propias necesidades. Es por ello que, inmediatamente después de la «liberación de los campesinos», el atraso en el pago de los impuestos se convirtió en un fenómeno permanente de la aldea rusa. Ya en los años setenta apareció un atraso anual de 11 millones de rublos, con una recaudación anual media, por capitación, de 50 millones. Después de la abolición de la capitación, la miseria del campo ruso continuó acentuándose en razón de los impuestos indirectos que aumentaban constantemente desde los años ochenta. En 1904, los atrasos impositivos sumaban 127 millones de rublos que, dada la imposibilidad de cobrarlos y en vista del fermento revolucionario que se observaba, fueron casi enteramente condonados. Pronto los impuestos absorbieron todos los ingresos del campesinado y obligaron a los campesinos a buscar otros ingresos. Por un lado, se trataba del trabajo estacional en la agricultura que, todavía hoy, provoca verdaderas migraciones en el interior de Rusia en época de cosecha, con lo que los habitantes varones más fuertes de las aldeas se conchababan como jornaleros en las grandes posesiones de los señores y abandonaban sus propias parcelas a las fuerzas más débiles de ancianos, mujeres y adolescentes. Por otro lado, los atraía la ciudad, la industria fabril. Así se constituyó en la región industrial central la capa de los trabajadores temporeros que se trasladaban por el invierno solamente a la ciudad, principalmente a las fábricas textiles, para volver en primavera a su aldea, con lo que habían ganado, para trabajar en los campos. Finalmente, en muchas regiones se añadía aún el trabajo industrial a domicilio o la ocupación agrícola complementaria eventual como la de acarreador o leñador. Con todo esto, todavía la gran masa de los campesinos no lograba ganarse el sustento. Los impuestos absorbían no sólo todos los frutos de la agricultura sino también los ingresos adicionales de las ocupaciones industriales. El Estado había provisto de medios coercitivos rigurosos a la comunidad, que respondía solidariamente por los impuestos de sus miembros. La comunidad, podía alquilar afuera (como obreros) a los que adeudaban impuestos y embargar el dinero que ganaban, otorgaba o denegaba a sus miembros el salvoconducto sin el cual el campesino no podía alejarse de su aldea. Finalmente, tenía legalmente el derecho de castigar físicamente a sus miembros por causa del persistente atraso en el pago de los impuestos. Periódicamente la aldea rusa, en toda la inmensa extensión del interior de Rusia, presentaba un cuadro muy peculiar. Al llegar los recaudadores de impuestos, se iniciaba en la aldea un procedimiento para el cual la Rusia zarista había forjado el nombre de «extracción de impuestos atrasados mediante apaleo». La asamblea aldeana comparecía en pleno, los «atrasados» tenían que quitarse los pantalones, echarse sobre el banco, y allí sus propios compañeros de la comunidad les azotaban sangrientamente uno tras otro a golpes de vara. Gemidos y sollozos de los apaleados (en su mayoría barbudos padres de familia o ancianos de cabellos blancos) acompañaban a las altas autoridades que, cumplida su tarea, se lanzaban en troicas con cascabeles hacia otra aldea para repetir el procedimiento. No era raro que los campesinos se salvasen de la ejecución pública suicidándose. Otra original maravilla de este tipo de relaciones era la «mendicidad del impuesto», consistente en que ancianos campesinos empobrecidos se echaban a andar con un báculo de mendigo para juntar las sumas exigibles por concepto de impuestos y traerlas a la aldea a su regreso. El Estado custodiaba con severidad y perseverancia la institución de las comunidades agrarias convertida así en una máquina de exprimir impuestos. La ley 1881, por ejemplo, dispone que la tierra campesina sólo pueda ser vendida por la comunidad entera, siempre que los dos tercios de los campesinos así lo determinen, a lo que se agregaba el requerimiento de confirmación por los ministros del interior, de las finanzas y de los dominios. Además, los campesinos sólo podían vender los bienes obtenidos por herencia a miembros de su propia comunidad. Estaba prohibido hipotecar la tierra campesina. Bajo Alejandro III se arrancó a las comunidades de aldea toda autonomía, poniéndolas bajo la férula de los «capitanes rurales» (institución semejante a la de los prefectos prusianos). Los acuerdos de la asamblea comunitaria requerían la confirmación de este funcionario. Las redistribuciones de tierra se llevaban a cabo bajo su supervisión, así como las tasaciones y cobros de impuestos. La ley de 1893 hace una concesión parcial al impulso de los tiempos al declarar permitidas las redistribuciones cada 12 años. Pero al mismo tiempo la separación de la comunidad agraria queda supeditada al consentimiento de la comunidad y a la condición de que el causante salde íntegramente la deuda de rescate que le toca.

Pese a todas estas pinzas legales que la comprimían, pese a la tutela a cargo de tres ministerios y pese a un enjambre de chinovniks [funcionarios rusos, N. del T.], la disolución de la comunidad aldeana ya no podía detenerse. La carga impositiva aplastante, la decadencia de la economía campesina a causa de la ocupación secundaria, agraria e industrial, la falta de tierra, particularmente de pastos y bosques, que la nobleza había tomado para sí, pero también de tierras cultivables necesarias por el crecimiento demográfico, engendraron dos fenómenos en la vida de la comunidad aldeana: la fuga hacia la ciudad y el advenimiento de la usura dentro de la aldea. En la medida en que la parcela de tierra, junto con la ocupación adicional industrial o de otro tipo, servía cada vez más sólo para soportar los impuestos sin saldarlos verdaderamente y sin poder solventar la más modesta de las vidas, la pertenencia a la comunidad agraria se convirtió en una cadena de hierro, en el cuello del hambriento campesino. Y la aspiración natural, para los más pobres, era escapar de esta cadena. La policía llevó a centenares de estos fugitivos, como vagabundos sin salvoconducto, de vuelta a sus comunidades, y allí sus compañeros de la aldea les castigaron sobre el banco a golpes de vara. Pero la vara y la obligación de llevar salvoconducto resultaron impotentes contra la huida masiva de los campesinos, que escapaban por la noche y entre la niebla a la ciudad desde el infierno de su «comunismo aldeano», para zambullirse definitivamente en el mar del proletariado industrial. Otros a quienes los lazos familiares u otras circunstancias hacían desaconsejable la fuga, buscaron por vía legal realizar su salida de la comunidad. Pero para ello era necesario cancelar la deuda del rescate, y para ello estaba disponible el socorro del usurero. Tanto la carga fiscal misma como la venta del grano en las peores condiciones impuestas por la recaudación fiscal entregaron muy pronto al campesino ruso al usurero. Cada situación de apuro, cada mala cosecha hacían una y otra vez insoslayable recurrir al usurero. Para liberarse del yugo de la comunidad no había otro medio que entregarse al yugo del usurero, a quien se obligaban a prestar servicio y tributo por tiempo interminable. Mientras los campesinos pobres se esforzaban en liberarse de los lazos de la comunidad para escapar a la miseria, los campesinos ricos volvían frecuentemente la espalda a estos lazos para descargar la pesada responsabilidad solidaria por los impuestos sobre los más pobres. Pero de todos modos, allí donde no se separaron formalmente, los campesinos ricos constituían (al ser en su mayoría usureros de la aldea) el poder dominante en la asamblea comunal, donde arrancaban a la masa de los pobres, endeudada y dependiente de ellos, decisiones que les convenían. Así se constituyó en el seno de la comunidad aldeana, formalmente basada en la igualdad y la propiedad común, una clara división en clases: una pequeña pero influyente burguesía local y una masa de campesinos dependientes y, de hecho, proletarizados. La decadencia interior de la comunidad aldeana, aplastada por el peso de los impuestos, devorada por el usurero, escindida internamente, terminó por manifestarse exteriormente. La hambruna y las revueltas campesinas se convirtieron en Rusia, en los años ochenta, en fenómenos periódicos que atribulaban a las gobernaciones del interior con la misma inexorabilidad con la que también el recaudador de impuestos y las tropas les seguían los pasos para lograr la «pacificación» de las aldeas. Los campos de Rusia se convirtieron en teatro de horrorosas matanzas y sangrientos tumultos. El mujik ruso sufrió el destino del campesino indio, y Orissa se llamó aquí Saratov, Samara, y tantas otras bajando el curso del Volga (Parvus y Lehmann). Cuando finalmente estalló la revolución del proletariado urbano de Rusia en 1904 y 1905, los tumultos campesinos, hasta entonces caóticos, cayeron con todo su peso, por primera vez, como factor político en el platillo de la revolución, y la cuestión agraria se convirtió en el punto central. Entonces, cuando los campesinos se derramaron como una marea incontenible sobre los dominios de la nobleza e hicieron desaparecer entre las llamas los refugios de los nobles, cuando el partido de los trabajadores formuló la angustia del campesinado en la exigencia revolucionaria de expropiar sin indemnización la propiedad raíz estatal y la gran propiedad, y entregarla a los campesinos, el zarismo abandonó por fin su política agraria llevada a cabo con férrea tenacidad durante siglos. Ya no había que salvar a la comunidad agraria de su ocaso, sino abolirla. Ya en 1902 cayó el hacha sobre las raíces mismas de la comunidad aldeana en su forma específicamente rusa: quedó abolida la solidaridad impositiva. Cierto es que las propias finanzas del zarismo habían preparado enérgicamente esta medida. El fisco podía fácilmente renunciar a la solidaridad con respecto a los impuestos directos al haber alcanzado los indirectos tal cuantía que en el presupuesto del año 1906, por ejemplo, con una recaudación total ordinaria de 2030 millones de rublos sólo 148 millones correspondían a impuestos directos y 1100 a impuestos indirectos, de los cuales 558 millones correspondían sólo al monopolio del aguardiente, introducido por el «liberal» ministro von Witte para combatir el alcoholismo. El pago puntual de estos impuestos estaba asegurado por la miseria, la desesperación y la ignorancia de la masa campesina. En 1905 y 1906 lo que quedaba de la deuda de rescate fue reducido a la mitad, y en 1907 totalmente anulado. Y entonces la «reforma agraria» llevada a cabo en 1907, se planteó como objetivo la creación de la pequeña propiedad privada campesina. Para lograrlo ha de procederse a la parcelación de los dominios, infantazgos y, en parte, de la gran propiedad territorial. Así la revolución proletaria del siglo XX, en su primera fase inconclusa ha liquidado los últimos restos de la servidumbre y a la vez de la comunidad agraria artificialmente conservada por el zarismo.

II

Con la comunidad aldeana rusa queda agotado el variable curso del comunismo agrario primitivo, queda cerrado el círculo. Comenzando como producto natural del desarrollo social, como la mejor garantía del progreso económico, del avance material y espiritual de la sociedad, la comunidad agraria termina aquí por ser instrumento del atraso político y económico. El campesino ruso, castigado a golpes de vara por sus propios compañeros de comunidad, para beneficio del absolutismo zarista, constituye la crítica histórica más feroz a los estrechos límites del comunismo originario y la expresión más clara de que también esta forma de sociedad está sujeta a la norma dialéctica de que la razón se torna insensatez y el favor, vejación.

Cuando se examinan atentamente los destinos de la comunidad agraria en los diferentes países y continentes, dos hechos saltan a la vista. Lejos de ser un modelo inmutable y rígido, esta forma última y más elevada del sistema económico comunista primitivo evidencia ante todo una infinita diversidad, flexibilidad y capacidad de adaptación al medio histórico. En cada medio y en todas las circunstancias, pasa por un insensible proceso de transformación que se opera tan lentamente que en un primer momento no se evidencia en el exterior. Reemplaza, dentro de la sociedad, las estructuras envejecidas por otras nuevas, bajo todas las superestructuras políticas de las instituciones estatales indígenas o extranjeras, en la vida económica y social, y está permanentemente en situación de nacer o de desaparecer, de desarrollarse o de periclitar.

Merced a su elasticidad y a su capacidad de adaptación, esta forma de sociedad posee una tenacidad y una solidez extraordinarias. Desafía todas las tempestades de la historia política o más bien las soporta a todas, las deja pasar sobre sí y sufre pacientemente durante siglos la presión de las explotaciones. Sólo hay un contacto que no soporta y al cual no sobrevive: el de la civilización europea, es decir el del capitalismo. En todas partes y sin excepción, el enfrentamiento con este último es mortal para la antigua sociedad, y culmina en lo que los milenarios y más salvajes conquistadores orientales no pudieron realizar: disolver desde dentro esta estructura social, romper los lazos tradicionales y trasformar la sociedad en un montón de ruinas informes.

El soplo mortal del capitalismo europeo sólo es el último factor, no el único, que torna inevitable, en un plazo más o menos largo, la decadencia de la sociedad primitiva. Los gérmenes están presentes dentro de esta sociedad. Si resumimos las diferentes vías de su decadencia, tal como las hemos estudiado en diferentes ejemplos, podemos destacar una cierta sucesión histórica. La propiedad comunista de los medios de producción, fundamento de una economía rigurosamente organizada, aseguró durante largos períodos la mayor productividad del trabajo y la mejor seguridad material a la sociedad. El lento pero seguro progreso de la productividad del trabajo debía necesariamente entrar en conflicto con la organización comunista. Luego que se realizó en el seno de esta organización el progreso decisivo del pasaje a la agricultura superior (con el uso del arado) y que la comunidad agraria hubo adquirido sobre esta base formas estables, el progreso en la evolución de la técnica de producción exigía un cultivo más intensivo del suelo. Éste, a su vez, sólo podía ser obtenido, en esa fase de la técnica agrícola, mediante la pequeña explotación intensiva, por una relación más estrecha y sólida de la fuerza de trabajo personal con el suelo. La utilización más duradera de una misma parcela por una sola familia campesina se convirtió en la condición de un cultivo más cuidado. El abono, en particular, es una causa reconocida de redistribuciones menos frecuentes de las tierras, tanto en Alemania como en Rusia. De manera general, la tendencia a redistribuciones cada vez más espaciadas aparece en todas las comunidades agrarias, lo que tenía como consecuencia el pasaje del sorteo a la transmisión hereditaria. El paso de la propiedad colectiva a la propiedad privada se da simultáneamente con la intensificación del trabajo allí donde los bosques y los pastizales siguen siendo durante más tiempo tierras comunales, mientras que los campos cultivados más intensivamente abren la vía al reparto del territorio común y al bien hereditario. La propiedad privada de las parcelas de tierra arable no elimina, sin embargo, la organización colectiva de la economía, que se mantiene largo tiempo mediante el entremezclamiento de las parcelas y la comunidad de los bosques y de los pastizales. Con ello, tampoco se encuentra todavía eliminada, en el seno de la vieja sociedad, la igualdad económica y social. Se forma inicialmente sólo una masa de campesinos uniforme en cuanto a sus condiciones de vida que, en general, puede trabajar y vivir según las viejas tradiciones durante siglos. Pero, con el carácter hereditario de las fincas y las particiones o mayorazgos a él ligados, y luego particularmente con la venalidad y, en general, la alienabilidad de las fincas campesinas, ya se han abierto las puertas a la desigualdad futura.

El proceso señalado socava con extrema lentitud la organización social tradicional. Se encuentran en acción otros factores históricos que lo hacen mucho más rápidamente y mucho más a fondo; son los gastos públicos cada vez más importantes, que superan los estrechos límites naturales de la comunidad agraria. Ya hemos visto la importancia decisiva de la irrigación artificial para el cultivo de los campos en Oriente. Esta poderosa intensificación del trabajo y fuerte elevación de su productividad llevaron a resultados de alcance completamente distinto, por ejemplo, del que tuvo el paso a la utilización de abonos en Occidente. La realización del regadío artificial implica de antemano el trabajo en gran escala, una empresa de grandes proporciones. A raíz de ello, no encuentra en el seno de la organización comunitaria los órganos adecuados y tienen que crearse órganos especiales situados por encima de la comunidad. Sabemos que la dirección de las obras hidráulicas públicas era la raíz más profunda de la dominación sacerdotal y de toda la soberanía oriental. Pero asimismo en Occidente, y en todas partes, existen diversos asuntos públicos que, por muy sencillos que resulten comparados con la organización actual de los Estados, tienen que resolverse también en la sociedad primitiva, se multiplican con la evolución y el progreso de la sociedad y por ello, con el tiempo, llegan a requerir órganos especiales. En todas partes (en Alemania como en el Perú, en India como en Argelia) hemos individualizado como línea de desarrollo, que los cargos públicos tienden, en la sociedad primitiva, a pasar de electivos a hereditarios.

Ante todo, incluso este cambio que se realiza lenta e insensiblemente, no entraña aún ruptura con los fundamentos de la sociedad comunista. Más bien, el carácter hereditario de los cargos públicos se debe, de forma natural, a la circunstancia de que aquí, como en las sociedades primitivas, son la tradición y la experiencia personalmente acopiada las que mejor aseguran el correcto desempeño del cargo. Sólo que, con el tiempo, la permanencia hereditaria de los cargos en determinadas familias tiene que llevar insoslayablemente a la formación de una pequeña aristocracia local cuyos miembros se convierten, de servidores de la comunidad, en dominadores de ésta. Las tierras indivisas, el ager publicus de los romanos, a las que iba naturalmente unido de forma directa el poder público, sirvieron de base a la conformación de esta nobleza. El robo de la tierra indivisa o inculta es el método que emplean regularmente todos los dominadores autóctonos o extranjeros que se alzan por encima de la masa del pueblo campesino y lo sojuzgan políticamente. Cuando se trata de un pueblo excluido de los grandes caminos de la cultura, la nobleza primitiva podía diferenciarse poco de la población por su forma de vida todavía podía participar directamente en el proceso de producción, y la sencillez democrática de las costumbres podía paliar las diferencias de fortuna. Así, la aristocracia de los yakutos es solamente más acaudalada en cabezas de ganado y más influyente en los asuntos públicos, que la masa. Pero si sobrevienen el contacto con pueblos de más elevada civilización y un intercambio más asiduo, entonces se agregan prontamente a los restantes privilegios de la nobleza necesidades más refinadas y el desacostumbramiento del trabajo, y se produce en la sociedad una verdadera división en clases. El cuadro más típico de ello es la Grecia de los tiempos post-homéricos.

Así es como la división del trabajo en el seno de la sociedad primitiva lleva inevitablemente, tarde o temprano, al estallido desde dentro de la igualdad política y económica. Pero hay una función de carácter público que desempeña en este proceso un papel sobresaliente y realiza esta obra mucho más enérgicamente que los cargos de carácter pacífico: la dirección de la guerra. Al principio es una función de toda la sociedad, pero con el tiempo, y como resultado de los progresos de la producción, se torna en especialidad de ciertos círculos dentro de la sociedad primitiva. Cuanto más desarrollado, regular y planificado es el proceso de trabajo de la sociedad, tanto menos tolera ésta la irregularidad de la actividad bélica y el desperdicio de tiempo y fuerzas que comporta. Si en la caza y el pastoreo nómada las campañas guerreras que tienen lugar de tanto en tanto constituyen el resultado directo del sistema económico, la agricultura va unida a una vida más pacífica y una mayor pasividad de la masa de la sociedad, pero por ello mismo requiere a menudo una clase particular de guerreros dedicados a la defensa. De un modo u otro, la actividad bélica (expresión ella misma de los estrechos límites de la productividad del trabajo) desempeña un gran papel entre todos los pueblos primitivos y conduce en todas partes, con el tiempo, a un nuevo tipo de división del trabajo. La segregación de una nobleza guerrera o de un estamento de jefes es, en todas partes, el golpe más fuerte que tiene que sufrir la igualdad social de la sociedad primitiva. De manera que allí donde encontramos todavía sociedades primitivas históricamente documentadas o existentes en la actualidad, casi en ningún sitio aparecen aquellas relaciones de libertad e igualdad que Morgan pudo describirnos, en un feliz ejemplo, entre los iroqueses. Por el contrario, la desigualdad y la explotación son en todas partes las señales de todas las sociedades primitivas como se nos presentan, producto de una larga historia de disociación, ya se trate de las castas dominantes de Oriente o de la aristocracia de los yakutos, de los «grandes hombres del clan» de los celtas escoceses, o de la nobleza guerrera de los griegos, romanos y de los germanos de la época de las grandes migraciones o, finalmente, de los pequeños déspotas de los reinos negros africanos. Si consideramos, por ejemplo, el famoso reino del Mauta Kasembe, en el centro de África del sur al este del Imperio Lunda, en el cual habían penetrado los portugueses a comienzos del siglo XIX, encontramos allí, en el corazón de África, incluso en un territorio apenas hollado por europeos, entre negros primitivos, relaciones sociales en las que ya no se puede encontrar mucho de la igualdad y la libertad de los miembros del grupo. Así nos pinta la situación, por ejemplo, la expedición del comandante Monteiro y del capitán Gamitto, emprendida en 1831, desde Zambezi a aquel país con objetivos de comercio e investigación. Ante todo, la expedición entró en el país de los malawi, que llevaban a cabo una primitiva agricultura de azada, habitaban chozas cónicas y sólo vestían un trapo en las caderas. En la época en que Monteiro y Gamitto atravesaron el país los malawi se encontraban sometidos a un despótico cacique que ostentaba el título de Nede. Todas las querellas las resolvía él en su capital, Muzienda, y no estaba permitido oponer a esta decisión contradicción alguna. Como mera formalidad reúne a un consejo de ancianos que, sin embargo, tiene que compartir invariablemente su opinión. El país se divide en provincias gobernadas por mambos y éstas, a su vez, en distritos encabezados por funos. Todas estas dignidades son hereditarias. «El 8 de agostó se llegó a la residencia de Mukanda, el más poderoso cacique de los chewa. Éste, a quien se había enviado un obsequio compuesto de diversos artículos de algodón, tela roja, diversas perlas, sal y cauri, llegó al día siguiente al campamento montado en un negro. Mukanda era un hombre de entre 60 y 70 años, de expresión agradable, majestuoso. Su único vestido consistía en un trapo sucio que se había puesto en las caderas. Se quedó unas dos horas y al despedirse tomó de cada uno, en una forma amistosa e irresistible, un regalo… La inhumación de los caciques se acompaña entre los chewa de ceremonias extremadamente bárbaras. Se encierra a todas las mujeres del difunto junto con el cadáver en una misma cabaña hasta que está todo listo para el entierro. Luego se pone en marcha el cortejo hacia la tumba, y al llegar allí bajan a ella la favorita del muerto y siete mujeres más y se echan allí con las piernas extendidas. Se cubre esta base viviente con trapos, se pone encima el cadáver y luego se arrojan en la tumba seis mujeres más a quienes se ha partido previamente la nuca. Luego se cierra el sepulcro, y la escalofriante ceremonia concluye con el empalamiento de dos jóvenes, cuyos despojos son colocados sobre la tumba, uno con un tambor en la cabecera y el otro con arco y flecha a los pies. El comandante Monteiro fue testigo ocular de una inhumación de este tipo durante una estancia en el país chewa». De allí, en dirección al centro del reino, el terreno ascendía. Los portugueses llegaron «a una comarca elevada, yerma, casi completamente desprovista de alimentos; por todos lados se presentaban huellas de devastación por campañas guerreras pasadas, y el hambre acosó a la expedición del modo más amenazante. Se enviaron mensajeros con regalos al siguiente mambo, para obtener guías; pero los enviados regresaron con la aterradora nueva de que habían encontrado al mambo junto a su familia próximos a la muerte por hambre, en completa soledad por extinción del resto de los habitantes de la aldea. Antes inclusive de llegar al corazón del reino, se recibían muestras de la bárbara justicia que estaba allí a la orden del día; no era raro encontrar a jóvenes a quienes se les habían cortado las orejas, manos, la nariz u otras partes o miembros, como pena por cualquier falta insignificante cometida. El 19 de noviembre se alcanzó finalmente el éxito con la entrada en la capital, donde el asno que montaba el capitán Gamitto causó no poca sensación. Pronto se alcanzó una calle bordeada de cada lado por una empalizada de dos o tres metros de alto hecha con varillas entrelazadas y realizadas con tanta regularidad que parecen paredes. A ambos lados se ven, a intervalos determinados, puertecitas abiertas en estas paredes de paja. Al término de esta calle se encuentra una pequeña barraca cuadrangular abierta sólo por el oeste y en cuyo centro se alza una figura humana esculpida burdamente en madera, de 70 cm de altura, sobre un pedestal también de madera. Ante el costado abierto había un montón de más de 300 cráneos. Allí la calle se abre en un espacio cuadrangular amplio a cuyo término hay una gran selva separada de la plaza sólo por un cerco. Sobre el costado exterior de éste, a ambos lados de la puerta y sujetos a ella, 30 cráneos alineados como ornamento… Luego se desarrolló el recibimiento del Muata quien, con todos los fastos bárbaros imaginables, y rodeado por toda su fuerza militar, compuesta por 5000 a 6000 hombres, se presentó a los portugueses. Se sentó en una silla cubierta de tela verde, colocada sobre un montón de pieles de leopardo y de león. Tenía la cabeza cubierta con un gorro cónico escarlata armado con plumas de 1/2 metro de longitud. Ceñía su frente una diadema de piedras brillantes; le cubría el pescuezo y los hombros una especie de collar de caracoles, trozos de espejo cuadrangulares y gemas falsas. Cada brazo lo tenía envuelto en una ancha faja de tela azul guarnecida de piel; le rodeaban el antebrazo, además, cordones de piedras azules. Le cubría el abdomen una tela orlada de amarillo, rojo y azul tomada por un cinturón. Tenía las piernas adornadas, a semejanza de los brazos, con piedras azules.

«El monarca estaba sentado allí, orgulloso, protegido del sol por siete sombrillas de variados colores; como cetro blandía un rabo de ñu, y doce negros provistos de escobas se ocupaban de alejar del suelo, en su entorno, todo grano de polvó, toda impureza. Alrededor del soberano se desplegaba una corte muy complicada. Ante todo, custodiaban su trono dos filas de figuras de 40 cm de altura que representaban la parte superior de un negro adornado con cuernos de animales, y entre estas figuras (había una jaula que contenía una figura más pequeña ante las figuras) estaban sentados dos negros que quemaban hojas aromáticas en braseros. El sitio de honor lo ocupaban ambas mujeres principales, la primera de las cuales estaba vestida en forma semejante al Muata. Detrás se encontraba desplegado el harén de 400 mujeres; ahora bien, estas damas estaban completamente desnudas, salvo por el taparrabo. Además de ellas había otras 200 damas negras por lo que pudiera ofrecerse. Dentro del cuadrángulo formado por las mujeres se encontraban sentados los máximos dignatarios del reino, los Kilolo, sobre pieles de león y leopardo, con una sombrilla cada uno y vestidos de forma semejante al Muata; varias orquestas que producían un ruido ensordecedor con instrumentos de peculiar figura, y algunos bufones vestidos con pieles y cuernos de animales que corrían en todas direcciones, completaban la compañía del Cazembe quien, con esta digna preparación, aguardaba la llegada de los portugueses. El Muata es el soberano absoluto de este pueblo, cuyo título significa sencillamente señor. Directamente por debajo de él se encuentran los Kilolo, o la nobleza, que a su vez se descompone en dos clases. El príncipe heredero, los parientes próximos del Muata y el comandante supremo de la fuerza bélica pertenecen al grupo de los nobles más altos. Pero el Muata dispone de las vidas y propiedades inclusive de estos nobles, de forma ilimitada».

«Si este tirano está malhumorado, hace cortar directamente las orejas a quien, no comprendiendo bien una orden, pregunta nuevamente, “para que aprenda a oírle mejor”. Todo latrocinio en perjuicio de su propiedad comporta la pena de amputación de orejas y manos; quien se encuentra o habla con cualquiera de sus mujeres sufre la muerte o la amputación de todos sus miembros. El supersticioso pueblo le ve de tal modo que cree que nadie puede tocarle sin morir por acción de los medios mágicos de que él dispone. Pero como este contacto no siempre puede evitarse, han encontrado un medio de evitar semejante muerte. Quien ha tocado al soberano se arrodilla ante él, éste pone la palma de su mano en contacto con la del otro de un modo misterioso y, de tal forma, le libera del sortilegio mortal». (Stanleys und Camerous Reisen durch Afrika (Bearbeitet von Richard Oberländer), Leipzig 1879, página 68 (74-80)). Es el cuadro de una sociedad que se ha alejado mucho de los fundamentos originarios de toda comunidad primitiva, de la igualdad y la democracia. Con todo, no es imposible en absoluto que, bajo esta forma de despotismo político, continuaran existiendo relaciones comunistas, la propiedad común de la tierra, o el trabajo organizado colectivamente. Los portugueses, que observaban con el mayor detalle los cachivaches exteriores de los trajes y audiencias, no tenían penetración, interés ni patrón, como todos los europeos, para las relaciones económicas, en particular para aquellas contrarias a la propiedad privada europea. Pero en todos los casos la desigualdad social y el despotismo de las sociedades primitivas se diferencian esencialmente de los reinantes en las sociedades civilizadas y que son trasplantados a las primitivas. La elevación de la nobleza primitiva a este rango, el poder despótico del jefe primitivo, son productos naturales de la sociedad lo mismo que sus restantes condiciones de vida. No son más que otra expresión de la impotencia de la sociedad frente a la naturaleza circundante y frente a las propias relaciones sociales, aquella impotencia que se manifiesta tanto en las prácticas mágicas del culto como en las hambrunas que se instauran periódicamente, donde los despóticos jefes perecen a medias o completamente junto con la masa de sus súbditos. Por ello, esta dominación de la nobleza o del jefe mantiene perfecta armonía con el resto de las formas de vida materiales y espirituales de la sociedad, lo que se hace perceptible en el significativo hecho que el poder político de los soberanos está siempre entrelazado con la religión natural primitiva, con el culto de los difuntos del modo más estrecho, y se apoya en ellos. Desde este punto de vista, el Muata Cazembe de los negros de Lunda (con quien entierran vivas catorce mujeres y que, dispone a su voluble capricho de la vida o la muerte de sus súbditos porque él mismo cree, y su pueblo está inquebrantablemente convencido de que él es un poderoso mago); o aquel despótico «príncipe Kazongo» de las márgenes del río Lomami (que 40 años más tarde ejecutó una danza de brincos con gran dignidad, en medio de sus grandes y su pueblo, con una falda de mujer, galones de piel de simios y con un pañuelo sucio ciñéndole la cabeza, acompañado por sus dos hijas desnudas, como acto de bienvenida para el inglés Cameron) son en sí fenómenos mucho menos absurdos y demenciales que la dominación por «gracia de Dios» de un hombre de quien ni su más enconado enemigo podría decir que sea mago, sobre los 67 millones de individuos integrantes de un pueblo que ha producido un Kant, un Helmholtz y un Goethe.

La sociedad comunista primitiva lleva por su propio desarrollo interno al desenvolvimiento de la desigualdad y del despotismo. Pero con ello no perece todavía, sino que puede continuar existiendo en estas condiciones primitivas durante milenios. Con todo, tales sociedades se convierten por lo regular, tarde o temprano, en presa de una conquista extranjera y sufren entonces una transfiguración social más o menos amplia. Reviste especial importancia histórica aquí la dominación musulmana sobre pueblos extranjeros, por haberse adelantado a la europea en vastas porciones de Asia y África. En todos aquellos países conquistados donde los pueblos nómadas mahometanos (tanto mongoles como árabes) establecieron y afianzaron su dominación, se produjo un proceso que Henry Maine y Maxim Kovalevski llaman feudalización del país. Sin apropiarse de la tierra misma, los conquistadores tenían dos objetivos: recaudación de tributos y afianzamiento militar de su dominación en el país. Para ambas finalidades servía cierta organización administrativo-militar según la cual se dividía el país en varias gobernaciones y se otorgaba una especie de feudo a funcionarios musulmanes que eran, a la vez, recaudadores de impuestos y jefes militares. También se dedicaban grandes porciones de tierras baldías a la fundación de colonias militares. Estas instituciones, junto con la difusión del islam, producían sin lugar a dudas un profundo cambio en las condiciones generales de existencia de las sociedades primitivas. Sólo que con ello era poco lo que se modificaban sus condiciones económicas. Los fundamentos y la organización de la producción permanecían en el mismo estado y, pese a la explotación y a la opresión militar, se perpetuaban durante siglos. Claro que la dominación musulmana no resultaba en todas partes tan prudente en relación con las condiciones de vida de los aborígenes. En la costa oriental de África, a partir del sultanato de Zanzíbar, los árabes efectuaron durante siglos un amplio comercio de esclavos que traía aparejadas verdaderas cacerías de negros en el interior de África, el despoblamiento y la destrucción de aldeas enteras, y la acentuación del poder despótico y de los jefes nativos, quienes encontraban un negocio seductor en la venta a los árabes de sus propios súbditos o las de tribus vecinas y tributarias. Pero también este cambio tan profundamente significativo para los destinos de la sociedad africana ocurrió sólo como consecuencia ulterior de influencias europeas: la trata de negros recién floreció después de los descubrimientos y conquistas efectuados por los europeos en el siglo XVI, para servir en las plantaciones y minas de América y Asia.

Desde todo punto de vista, pues, sólo la penetración de la civilización europea resulta fatal para las relaciones sociales primitivas. Los conquistadores europeos son los primeros que no sólo emprenden el sojuzgamiento y explotación económicos de los aborígenes, sino que arrancan de sus manos los propios medios de producción, la tierra. Pero con ello el capitalismo europeo quita su base al orden social primitivo. Surge aquello que es más nocivo que toda opresión y explotación: la anarquía total y el fenómeno específicamente europeo que es la inseguridad de la existencia social. El capitalismo europeo trata a la población sojuzgada, a la que priva de sus medios de producción, como simple fuerza de trabajo, y la esclaviza si como tal sirve a los fines del capital, cuando no la extermina. Hemos visto este método en las colonias españolas, inglesas, francesas; ante el avance del capitalismo se rinde el orden social primitivo, que ha sobrevivido a todas las fases históricas anteriores. Sus últimos restos son borrados de la faz de la Tierra y sus elementos (fuerzas de trabajo y medios de producción) absorbidos por el capitalismo. Así cayó en todas partes la sociedad comunista originaria (en última instancia, por haber sido dejada atrás por el progreso económico), haciendo sitio a nuevas perspectivas de desarrollo. Este desarrollo y este progreso van a estar representados, durante largo tiempo, por los infames métodos de una sociedad de clases, hasta que también ésta sea sobrepasada y apartada del camino por el progreso ulterior. También aquí, la violencia, está al servicio de la evolución económica.