2. Historia económica (I)
I
Nuestros conocimientos sobre las formas de economía más antiguas y primitivas son de muy reciente data. Todavía en 1847, Marx y Engels escribían en el primer texto clásico del socialismo científico en el Manifiesto Comunista: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases». Y justamente en los tiempos en que los creadores del socialismo científico enunciaban este principio, él comenzaba a ser cuestionado en todas partes por los nuevos descubrimientos. Prácticamente cada año aportaba ideas hasta ese momento desconocidas sobre el estado económico de las más antiguas sociedades humanas, lo cual llevaba a la conclusión de que en el pasado debían haber existido períodos extremadamente prolongados en los cuales no había aún luchas de clases, porque no había diferenciación en distintas clases sociales ni diferenciaciones entre ricos y pobres, al no haber propiedad privada.
En los años 1851-1853 apareció en Erlangen la primera de las admirables obras de Georg Ludwig von Maurer, la Einleitung zur Geschichte der Mark-, Hof-, Dorf- und Stadtverfassung und der öffentlichen Gewalt (Introducción a la historia de la constitución del mercado, de la hacienda, la aldea y la ciudad y del poder público), que arrojaba nueva luz sobre el pasado de los pueblos germánicos y sobre la estructura social y económica de la Edad Media. Hacía ya algunas décadas que se habían encontrado en ciertos lugares, en Alemania, en los países nórdicos, en Islandia, notables restos de antiquísimas organizaciones campesinas que indicaban que una vez había existido propiedad común sobre la Tierra en aquellos lugares, un comunismo agrario. Inicialmente, sin embargo, no se supo explicar el significado de estos restos. Según una tesis muy difundida, especialmente desde Moser y Kindlinger, el cultivo de la tierra habría comenzado en Europa a partir de granjas individuales y cada una de ellas habría estado rodeada por una extensión de campo perteneciente al propietario de la granja. Recién en la baja Edad Media, según se creía, las viviendas hasta entonces dispersas habían sido agrupadas en aldeas para mayor seguridad, y los campos, divididos antes entre las granjas habían pasado a ser el campo de la aldea. Si se observa más detenidamente, esta tesis era bastante inverosímil, pues para fundamentarla había que admitir que las viviendas que en parte se encontraban muy alejadas unas de otras fueron destruidas para ser reedificadas simplemente en otro lugar, y que cada uno abandonó por libre determinación la tranquila situación de sus campos privados situados alrededor de su granja y disponibles para una explotación enteramente libre, para recuperar luego sus campos separados en estrechas franjas, dispersos por varios sectores y sujetos a explotación enteramente dependiente de los demás aldeanos. Por muy inverosímil que fuese esta teoría, dominó hasta mediados del siglo pasado. Von Maurer fue el primero en articular todos estos descubrimientos sueltos en una teoría audaz y amplia, y supo probar definitivamente, basándose en un enorme material fáctico e investigaciones exhaustivas en viejos archivos, documentos, instituciones jurídicas, que la propiedad comunal de la tierra no había surgido recién a fines de la Edad Media sino que era en suma la forma antigua típica y general de las colonias germánicas en Europa desde los orígenes. De modo que hacía dos mil años, y aún antes, en aquella remota antigüedad de los pueblos germánicos de la que la historia escrita no sabe nada todavía, regían condiciones, entre los germanos, radicalmente distintas de las actuales.
No se conocía entonces el Estado con leyes coactivas escritas, la división en ricos y pobres, dominadores y trabajadores. Constituían tribus y clanes libres que erraron largamente por Europa hasta asentarse temporariamente primero, y luego definitivamente. El cultivo de la tierra, como lo demostró von Maurer, comenzó en Alemania no a partir de individuos sino de clanes y tribus enteras, así como en Islandia surgió en sociedades bastante numerosas, llamadas frandalid y la skuüdalid, que quiere decir algo así como compañía y séquito. Las más antiguas informaciones sobre los antiguos germanos, que provienen de los romanos, así como el examen de las formas de organización transmitidas por la tradición, confirman la exactitud de esta concepción. Fueron pueblos pastores errantes los que poblaron inicialmente Alemania. Como en el caso de otros nómadas, era la cría de ganado su principal ocupación y, en consecuencia, les interesaba la propiedad de opulentas praderas. Sin embargo, tampoco ellos pudieron a la larga subsistir sin agricultura, como ocurrió con otros pueblos nómadas anteriores y posteriores. Y es justamente en este Estado de economía nómada unida a la agricultura, pero en la que aparecía la cría de ganado como actividad principal y la agricultura como cosa subordinada, que vivían en tiempos de Julio César, es decir hace unos 2000 años, los pueblos germánicos que éste había conocido, los suevos. Situaciones, costumbres y formas organizativas semejantes existían también entre los francos, alemanes, vándalos y otras tribus germánicas. Todos los pueblos germánicos se instalaron, por poco tiempo al comienzo, agrupados en tribus y clanes; cultivaban el suelo y luego volvían a partir, debido a que eran expulsados por tribus más poderosas o porque los pastos no eran suficientes. Sólo cuando las tribus nómadas se estabilizaron y no se expulsaron entre sí, se asentaron durante más tiempo y se convirtieron poco a poco en sedentarias. Pero el asentamiento tuvo lugar por tribus y clanes enteros, ya ocurriese en una u otra época, en tierras desocupadas o en antiguas posesiones romanas o eslavas. Cada tribu (o cada clan dentro de una tribu) tomó posesión de un espacio determinado que, luego, pasó a pertenecer en común a todos sus integrantes. Los antiguos germanos no conocían lo «mío» y lo «tuyo» en relación con la tierra. Más bien, cada clan constituía, al asentarse, una comunidad que manejaba en común toda la superficie perteneciente a ella, la distribuía y la trabajaba. El individuo recibía por sorteo una porción de tierra que se le dejaba usufructuar sólo por determinado lapso, con lo que se observaba la más estricta igualdad entre los distintos lotes. Todos los asuntos económicos, jurídicos y de tipo general de semejante comunidad, que constituía a la vez en la mayoría de los casos una compañía de hombres de armas, eran decididos por la asamblea de los propios miembros de la comunidad que también elegían al que presidía el distrito y a los demás funcionarios públicos.
Solamente en montañas, bosques o comarcas pantanosas, donde la falta de espacio o de tierra cultivable impedía un asentamiento más populoso, por ejemplo en el Odenwald en Westfalia, en los Alpes, los germanos se asentaban por medio de hogares individuales, aunque también estos hogares constituían entre sí una comunidad, por lo que los prados, el bosque y los pastos, aunque no los campos de cultivo, eran propiedad colectiva de toda la aldea, constituyendo la llamada dula, y la comunidad se ocupaba de todos los asuntos públicos.
La tribu, como entidad que comprendía muchas comunidades de éstas, la mayoría de las veces un centenar, funcionaba predominantemente sólo como unidad superior con fines judiciales y militares. Esta organización comunitaria, como lo ha demostrado von Maurer en los doce volúmenes de su gran obra, constituyó la base, la célula mínima por así decirlo, de toda la trama social desde la más temprana Edad Media hasta fines de la Modernidad, de modo tal que los señoríos feudales, las aldeas y las ciudades surgieron a través de diversas modificaciones de aquellas comunidades, cuyos restos encontramos hasta hoy en determinadas comarcas de Europa central y septentrional.
Cuando se conocieron los primeros descubrimientos de la antigua propiedad comunal de la tierra en Alemania y en los países nórdicos, surgió la teoría de que se trataba de cierta forma de organización específicamente germánica que sólo podía explicarse a partir de las particularidades de la idiosincrasia del pueblo germánico. Aunque el propio Maurer no coincidía con esta concepción nacional del comunismo agrario de los germanos, y señaló ejemplos semejantes entre otros pueblos, siguió siendo un principio admitido en Alemania el convencimiento de que la antigua comunidad campesina era una especificidad de las relaciones políticas y jurídicas germánicas, una manifestación del «espíritu germánico». Pero, casi simultáneamente con las primeras obras de Maurer sobre el antiguo comunismo de aldea de los germanos, salieron a la luz nuevos descubrimientos en una parte totalmente distinta del continente europeo. Entre 1847 y 1852, el westfaliano barón von Haxthausen quien, a comienzos de la década del 40, había recorrido Rusia a pedido del emperador ruso Nicolás I, publicó en Berlín sus Studien über die inineren Zustände, das Volksleben und insbesondere die ländlichen Einrichtungen Russlands (Estudios sobre las condiciones internas, la vida popular y particularmente las formas organizativas campesinas de Rusia). Por medio de esta obra, el mundo se enteró con asombro de que en el Este de Europa, existían aún en la actualidad formas organizativas completamente análogas. El antiguo comunismo aldeano, cuyas ruinas había que rescatar trabajosamente en Alemania del paso de los siglos y milenios posteriores, estaba presente, vivo, en un gigantesco imperio vecino. En la obra citada y en otra posterior, aparecida en 1866 en Leipzig y referente a Die ländlich Verfassung Russlands (La constitución campesina de Rusia), von Haxthausen demostró que los campesinos rusos no conocían la propiedad privada de los campos labrantíos, prados y bosques, que la aldea en conjunto era propiedad de ellos y que las distintas familias campesinas sólo recibían parcelas de tierras de cultivo en usufructo temporario, parcelas que (exactamente como los antiguos germanos) sorteaban entre sí. En la época en que Haxthausen recorrió y estudió el país, imperaba en Rusia el sistema de servidumbre, y en vista de ello resultaba tanto más sorprendente a primera vista el hecho de que bajo la férrea cubierta de una dura servidumbre y un despótico mecanismo estatal, la aldea rusa constituyese un pequeño mundo cerrado en sí mismo, con comunismo agrario y decisión comunitaria sobre todos los asuntos públicos a través de la asamblea de la aldea, el mir. El descubridor alemán de estas particularidades presentó la comuna agraria rusa como producto de la antigua comunidad familiar eslava que encontramos todavía entre los eslavos del sur en los países balcánicos, tal como aparece en los documentos jurídicos del siglo XII y posteriores.
El descubrimiento de Haxthausen fue recibido con júbilo por toda una corriente espiritual y política en Rusia, el eslavofilismo. Esta corriente, dirigida a la glorificación del mundo eslavo y sus especificidades, de su «fuerza inagotable» frente al «Occidente podrido» con su cultura germánica, encontró en las formas organizativas comunistas de la comuna campesina rusa el punto de apoyo más firme durante los dos a tres decenios siguientes. Según las ramificaciones reaccionarias o revolucionarias en que se dividió el eslavofilismo, la comuna rural fue alabada alternativamente como una de las tres organizaciones básicas auténticamente eslavas de Rusia: la religión ortodoxa griega, el absolutismo zarista y el comunismo aldeano campesino patriarcal, y por el contrario, como el punto de apoyo apropiado para lanzar en Rusia en un futuro próximo la revolución socialista y dar así el salto a la tierra prometida del socialismo mucho antes que Europa occidental, omitiendo el desarrollo capitalista. Pero los polos opuestos del eslavofilismo coincidían perfectamente en la concepción según la cual la comuna campesina rusa era un fenómeno específicamente eslavo que se explicaba a partir de la idiosincrasia particular de las tribus eslavas.
Entretanto, se agregó otro factor en la historia de las naciones europeas: entraron en contacto con nuevos continentes, lo que les hizo tomar conciencia de manera muy tangible de las formas culturales y formas primitivas de organización política existentes en pueblos que no pertenecían ni al ámbito germánico ni al eslavo. No se trataba, en este caso, de investigaciones científicas y eruditos descubrimientos, sino de importantes intereses de los Estados capitalistas de Europa y de su política colonial. En el siglo XIX, en la época del colonialismo, la política colonial europea había emprendido nuevos caminos. Ya no se trataba, como en el siglo XVI, en el primer asalto al Nuevo Mundo, del precipitado saqueo de los tesoros y riquezas naturales de los países tropicales, recién descubiertos, en metales preciosos, especias, costosas alhajas y esclavos, actividad en la que españoles y portugueses se habían distinguido. Tampoco se trataba de grandes oportunidades comerciales por las cuales diversas materias primas de los países ultramarinos se habían importado a los emporios europeos endilgando, en cambio, a los aborígenes de aquellos países, baratijas y pacotilla de toda especie, todo lo cual había sido hecho por los holandeses en el siglo XVII y sirviendo de ejemplo a los ingleses. Ahora se trataba, junto a aquellos métodos más antiguos de colonización que, de paso, continúan floreciendo hasta nuestros días y no han dejado de practicarse nunca, de un nuevo método de explotación más duradera y sistemática de las poblaciones de las colonias para el enriquecimiento de la «madre patria». Dos factores debían servir a ello: primero, la toma de posesión real de la tierra como fuente material más importante de la riqueza de todo país, y segundo, la imposición permanente de contribuciones a las amplias masas de la población. En este doble esfuerzo tenían que chocar ahora las potencias colonialistas europeas con un obstáculo notablemente sólido en todos los países exóticos, y este obstáculo eran las formas especiales de propiedad de los aborígenes, que oponían a la expoliación por parte de los europeos la resistencia más tenaz. Para arrancar la tierra de manos de sus anteriores propietarios fue necesario establecer primeramente quién era el propietario de la tierra. Para poder cobrar efectivamente contribuciones en vez de imponerlas solamente, fue necesario establecer la solvencia de los contribuyentes. En este punto los europeos chocaron en sus colonias con relaciones completamente extrañas para ellos, que invertían directamente todos sus conceptos relativos a la santidad de la propiedad privada. Esta experiencia les tocó vivirla tanto a los ingleses en Asia meridional como a los franceses en África del Norte.
Iniciada ya a comienzos del siglo XVII, la conquista de las Indias por los ingleses sólo terminó en el siglo XIX, después de la ocupación paulatina de toda la costa y de Bengala, con el sometimiento del importante país de los cinco ríos (Penjab) en el norte. Luego del sometimiento político, recién comenzó la difícil empresa de la explotación sistemática de la India. En ella sufrieron los ingleses a cada paso las mayores sorpresas: Encontraron las más variadas comunas campesinas grandes y pequeñas que ocupaban sus tierras desde hacía milenios, cultivaban arroz y vivían ordenadamente y en tranquilidad, pero (¡horror!) no se encontraba por ninguna parte, en estas tranquilas aldeas, un propietario de las tierras. Por más que se buscase, nadie podía llamar suya la tierra o la parcela por él labrada, ni por tanto venderla, arrendarla, hipotecarla, darla en garantía de impuestos impagados. Todos los miembros de tales comunas, que a menudo comprendían grandes clanes enteros, otras veces sólo unas pocas familias desprendidas del clan, se mantenían firme y fielmente unidos, y los lazos de sangre entre ellos les significaban todo mientras que la propiedad del individuo no tenía ningún valor para ellos. Los ingleses tuvieron pues que descubrir, para su sorpresa, en las márgenes del Indus y del Ganges muestras tales de comunismo campesino que ante ellas incluso las costumbres comunistas de las antiguas comunidades germánicas o de las comunas aldeanas eslavas parecían poco menos que la imagen del pecado original que conduce a la propiedad privada.
«No observamos [decía en el informe de los magistrados fiscales de la India del año 1845] ninguna división permanente en parcelas. Cada uno posee la parcela que cultiva sólo mientras están en curso las operaciones de cultivo. Si una parcela es dejada sin cultivar, vuelve a integrarse a la tierra comunal y puede tomarla cualquier otro bajo la condición de cultivarla».
En la misma época dice un informe gubernamental referente a la administración en el Penjab (tierra de los cinco ríos) para el período de 1849 a 1851: «Es muy interesante observar cuán fuerte es en esta comunidad el sentimiento del parentesco y la conciencia de que se procede de antepasados comunes. La opinión pública se obstina tanto en el mantenimiento de este sistema que no es raro que veamos a personas cuyos mayores no han participado en absoluto en la propiedad comunal durante una, o incluso dos generaciones, y que sin embargo son admitidas en ella».
«Bajo esta forma de la propiedad del suelo [escribían en el informe del Consejo de Estado inglés sobre la comunidad clánica india] ningún miembro del clan puede comprobar que tal o cual porción de tierra comunitaria le corresponde en usufructo temporario, y mucho menos en propiedad. Los productos de la economía comunitaria se integran en un fondo común con el que se hace frente a todas las necesidades». Así pues, en este caso tenemos una total ausencia de división de las tierras, inclusive por una campaña agrícola; los campesinos comunitarios poseen y cultivan en común sus tierras, indivisas y comunes, llevan la cosecha al granero de la aldea, que también es común y que naturalmente tenía que parecer un «fondo» a los ojos de los ingleses, y cubren fraternalmente sus modestas necesidades con el fruto del esfuerzo conjunto. En el noroeste del Penjab, junto a la frontera de Afganistán, se encontraban otras costumbres muy notables que desafiaban todo concepto de propiedad privada. Allí los campos estaban divididos y se intercambiaban periódicamente, pero (¡oh maravilla!) el intercambio de los campos se hacía no entre familias campesinas sino entre aldeas enteras que intercambiaban sus campos cada cinco años y se desplazaban en conjunto. «No debo omitir [escribía en 1852 el comisario fiscal de la India, James, a sus superiores en el gobierno] una costumbre muy original que se ha conservado hasta hoy en ciertas comarcas: me refiero al intercambio periódico de los campos y sus subdivisiones entre las diversas aldeas. En ciertos distritos se intercambian solamente las tierras, en otros inclusive las viviendas».
Una vez más se enfrentaban con una particularidad de un cierto grupo de pueblos, en este caso con una particularidad «india». Pero las instituciones comunistas de la comuna aldeana india denotaban tanto por su colocación geográfica como por la fuerza de los lazos de sangre y de las relaciones de parentesco, un carácter tradicional original y muy antiguo. El hecho de que las formas antiquísimas del comunismo se conservaran justamente en las regiones más antiguas habitadas por los indios en el noroeste, indicaba claramente que la propiedad comunal, al igual que la fuerza de los lazos de parentesco, remontaban a milenios, a las primeras colonias de inmigrantes indios en su nueva patria, la India actual. Sir Henry Maine, profesor de derecho comparado en Oxford y ex miembro del gobierno en la India, dio lecciones sobre las comunas agrarias indias ya en 1871 y trazó un paralelismo entre ellas y las comunidades de marca, cuya existencia había probado Maurer en Alemania y Nasse en Inglaterra, como pautas organizativas antiguas del mismo carácter que la comuna agraria germánica.
La respetable antigüedad histórica de estas instituciones comunistas se haría sentir además para los sorprendidos ingleses en otra forma: a través de la tenacidad con que resistirían las artimañas fiscales y administrativas de los ingleses. Sólo en una lucha de diez años se logró (mediante toda clase de golpes de fuerza, deslealtades, inescrupulosos avasallamientos de antiguos derechos y conceptos jurídicos vigentes en el pueblo) introducir una desesperada confusión en todas las relaciones de propiedad, la inseguridad general y la ruina de las grandes masas campesinas. Los viejos vínculos fueron rotos, el tranquilo aislamiento del comunismo fue aniquilado y remplazado por la querella, la discordia, la desigualdad y la explotación. El resultado fueron enormes latifundios por un lado, y por el otro grandes masas de millones de arrendatarios campesinos. La propiedad privada hizo su entrada en la India y, con él, el tifus, el hambre y el escorbuto se convirtieron en los huéspedes permanentes de las planicies del Ganges.
Si luego de los descubrimientos de los colonizadores ingleses en la India, el antiguo comunismo agrario, ya rastreado en tres ramas de la gran familia de los pueblos indogermánicos (los germanos, los eslavos, y los indios), podía ser considerada como una particularidad de los pueblos indogermánicos, por más incierto que sea ese concepto etnográfico, los descubrimientos simultáneos de los franceses en África superaban ya ese ámbito. Se trataba de descubrimientos que establecían la presencia de las mismas pautas de organización social entre los árabes y bereberes del norte de África, las mismas que se habían encontrado en el corazón de Europa y en el continente asiático.
Entre los pastores árabes nómadas la tierra era propiedad de los clanes. Esta propiedad familiar, escribía el investigador francés Dareste en 1852, se transmite de generación en generación; ningún árabe puede señalar un trozo de tierra y decir: esto es mío.
Entre los Kabyles, que se habían arabizado completamente, los agrupamientos familiares ya se habían ramificado en medida considerable, pero la fuerza de los clanes seguía siendo grande: respondían solidariamente por los impuestos, compraban en común el ganado, destinado a ser repartido entre las ramificaciones de la familia como alimento; en todos los litigios relativos a la propiedad del suelo, el consejo del clan era el juez supremo; para establecerse entre los Kabyles era indispensable la aceptación de los clanes; y el consejo de los clanes disponía también de las tierras sin cultivar. Como regla, sin embargo, regía la propiedad familiar indivisa. La familia no comprendía, en el sentido europeo actual, un matrimonio aislado sino que era una típica familia patriarcal tal como nos la pintan los antiguos israelitas en la Biblia, un gran círculo de parentesco integrado por padre, madre, hijos, las mujeres e hijos de éstos, nietos, tíos, tías, sobrinos, primos. En este círculo, dice otro investigador francés, Letourne, en 1873, dispone habitualmente de la propiedad indivisa el miembro de la familia de más edad quien, sin embargo, es elegido para cumplir esta función por la familia y tiene que consultar a todo el consejo familiar en todos los casos de importancia, particularmente en relación con la venta o compra de tierra.
Tal era la población de Argelia cuando los franceses convirtieron el país en colonia suya. A Francia le ocurrió en África del norte exactamente lo mismo que a Inglaterra en la India. En todas partes chocó la política colonial europea con la resistencia tenaz de antiguos vínculos sociales y de las instituciones comunistas que protegían al individuo de las garras explotadoras del capital europeo y de la política financiera europea.
Simultáneamente con estas nuevas experiencias, cayó nueva luz sobre los recuerdos, olvidados a medias, de los primeros días de la política colonial europea y sus incursiones depredatorias en el Nuevo Mundo. En las viejas crónicas de los archivos estatales y claustros españoles se encontraba conservada desde hacía largos siglos la única noticia de un país sudamericano de maravilla en el que los conquistadores españoles habían encontrado las instituciones más extraordinarias ya en la época de los grandes descubrimientos. La noticia de la existencia de este maravilloso país de Sudamérica, aparecía ya en los siglos XVII y XVIII en la literatura europea. Aunque confusamente informaba sobre el Imperio Inca que habían encontrado los españoles en lo que hoy es Perú y en el cual el pueblo vivía en plena propiedad comunal bajo el gobierno teocrático y paternalista de benévolos déspotas. Las ideas fantásticas sobre el fabuloso imperio del comunismo de Perú se mantuvieron con tanta persistencia que, todavía en 1875, un escritor alemán podía hablar del Imperio Inca como una monarquía social, de base teocrática «casi única en la historia de la humanidad» en la cual «la mayor parte de lo que, concebido en ideas, propugnan los socialdemócratas en el presente sin haberlo alcanzado en ningún momento» [citado por Cunow, página 6], estaba prácticamente realizado. Pero entretanto habíase publicado material más preciso sobre aquel extraordinario país y sus costumbres.
En 1840 apareció la traducción al francés de un importante informe original de Alonso Zurita, quien había sido auditor de la Real Audiencia de México, sobre la administración y las relaciones agrarias en las ex colonias españolas del Nuevo Mundo. Y a mediados del siglo XIX el gobierno español accedió también a dar a conocer las antiguas informaciones sobre la conquista y administración de las posesiones americanas de España, que se encontraban en los archivos. Con ello fue posible conocer un nuevo e importante complemento informativo que se incorporó al material relativo a las situaciones sociales de las antiguas civilizaciones precapitalistas de países de ultramar.
Ya en la década del setenta el erudito ruso Maxim Kovalevski, sobre la base de los informes de Zurita, llegó al resultado de que el legendario imperio inca de Perú no había sido otra cosa que un país en el que regían las mismas relaciones antiguas de comunismo agrario que ya había examinado Maurer en el caso de los antiguos germanos, y que era la forma predominante no sólo en Perú sino también en México y, en general, en todo el nuevo continente conquistado por españoles. Publicaciones posteriores posibilitaron una investigación más precisa de las relaciones agrarias peruanas de antaño y pusieron al descubierto una nueva imagen del primitivo comunismo campesino (nuevamente en un nuevo continente, en el seno de una raza enteramente distinta, en un nivel de civilización y en una época completamente diferente con respecto a los descubrimientos anteriores).
Se trataba de una estructura comunista agraria antigua que (prevaleciente entre las tribus peruanas desde tiempos inmemoriales) se encontraba en plena lozanía y vigor aún en el siglo XVI, en la época de la invasión española. Una unión de parentesco, el clan, era también aquí el único propietario de la tierra en cada aldea o en algunas aldeas en conjunto. También aquí se dividía la tierra de cultivo en lotes que se sorteaban anualmente entre los miembros de la aldea, y los asuntos públicos eran objeto de decisión de la asamblea de la aldea, que además elegía al jefe. Se encontraban en el lejano país sudamericano, entre los indios, huellas vivas de un comunismo tan amplio que en Europa parecía algo totalmente ignoto: eran enormes viviendas masivas donde se alojaban clanes enteros en habitaciones masivas con cementerio común. Se dice que una de estas habitaciones estaba habitada por más de 4000 hombres y mujeres. La sede principal del llamado emperador inca, la ciudad de Cuzco, consistía en varias habitaciones masivas de este tipo que llevaban, cada una, el nombre particular de su clan.
Así, a mediados del siglo XIX, y hasta la década del 70, se hizo pública una abundante documentación que cuestionaba seriamente la noción del carácter eterno de la propiedad privada y de su existencia desde los orígenes del mundo. Una vez que se hubo descubierto el comunismo agrario, primero como una peculiaridad del pueblo germánico, y luego de los eslavos, indios, árabes-kabyles, antiguos mexicanos, y además del país maravilloso de los incas peruanos y en muchos otros grupos «específicos» de pueblos en todos los continentes se llegó forzosamente a la conclusión que este comunismo de aldea no era ninguna «peculiaridad atávica» de una raza o de un continente sino la forma típica general de la sociedad humana en un nivel determinado del desarrollo de la civilización. Al comienzo, la ciencia burguesa oficial, es decir la economía política, opuso a este conocimiento una resistencia tenaz. La escuela inglesa de Smith-Ricardo, predominante en toda Europa en la primera mitad del siglo XIX, negó rotundamente la posibilidad de la propiedad comunal sobre la tierra. Los más grandes genios de la ciencia económica en la época del «racionalismo» burgués se comportaron exactamente como los primeros conquistadores españoles, portugueses, franceses y holandeses que, debido a su gran ignorancia, eran totalmente incapaces, en la América recientemente descubierta, de comprender las relaciones agrarias de los nativos y, en ausencia de propietarios privados, declaraban simplemente a todo el país «propiedad del emperador». Por ejemplo, en el siglo XVII el misionero francés Dubois escribió sobre India lo siguiente: «Los indios no poseen propiedad raíz. Los campos que ellos trabajan son propiedad del gobierno mongol». Y un doctor en medicina de la facultad de Montpellier, el señor François Bernier, que recorrió las tierras del Gran Mongol en Asia y publicó en Amsterdam, en 1699, una descripción muy conocida de estos países, exclama con indignación: «Estos tres Estados, Turquía, Persia y la India cercana, han aniquilado el concepto mismo de lo mío y lo tuyo en su aplicación a la propiedad de la tierra, concepto que constituye el fundamento de todo lo bueno y hermoso en el mundo». En el siglo XIX el sabio James Mill, padre del famoso John Stuart Mill, se dedicó a tratar con la misma ignorancia e incomprensión todo aquello que no tenía aspecto de cultura capitalista, al escribir en su historia de las Indias británicas: «Sobre la base de todos los hechos considerados sólo podemos llegar a la conclusión que la propiedad del suelo en India correspondía al soberano; pues si quisiésemos suponer que no era él el propietario de la tierra, nos resultaría imposible determinar quién era entonces el propietario». Que la propiedad del suelo correspondía simplemente a las comunidades campesinas indias que lo venían trabajando desde hacía milenios, que podía haber un país, una gran sociedad civilizada, en la cual la tierra no fuese un medio de explotación sino simplemente la base de la existencia de los propios trabajadores, no entraba en absoluto en la cabeza de un gran sabio de la burguesía inglesa. Esta limitación, poco menos que conmovedora, del estrecho horizonte espiritual que delimita la economía capitalista, prueba solamente que la ciencia oficial de la Ilustración burguesa tiene un campo visual y una comprensión de la historia de la civilización infinitamente más estrechos que los romanos de hace casi dos mil años, cuyos generales, como César, e historiadores, como Tácito, nos dejaron análisis y descripciones muy valiosas de las relaciones económicas y sociales de sus vecinos los germanos, relaciones que eran absolutamente extrañas para los romanos.
Como ocurre todavía hoy, la economía política burguesa fue, de todas las ciencias, la que, como guardia protectora espiritual de la forma vigente de explotación, tuvo menos comprensión para las otras formas culturales y económicas, y estaba reservado a otras ramas de la ciencia, que se encuentran algo más apartadas de la oposición directa de intereses y del campo de batalla entre capital y trabajo, el distinguir en las instituciones comunistas de tiempos pretéritos una forma general dominante del desarrollo económico y cultural en cierto nivel de su evolución. Fueron juristas como von Maurer, como Kovalevski y como el profesor inglés de derecho y consejero de Estado para India, Sir Henry Maine, quienes reconocieron en primer término en el comunismo agrario una forma primitiva del desarrollo internacional y válida para todos los continentes y todas las razas. Y estaba reservado a un sociólogo de formación jurídica, el norteamericano Morgan, descubrir la necesaria estructura social de la sociedad primitiva como base de esta forma económica de desarrollo. El gran papel de los lazos de parentesco en las antiguas comunidades comunistas de aldea había asombrado a los investigadores tanto en India como en Argelia y entre los eslavos. En cuanto a los germanos, estaba claro después de las investigaciones de von Maurer que se habían asentado en Europa por clanes, es decir por grupos de parentesco. La historia de los pueblos antiguos, de los griegos y romanos, demostraba a cada paso que el clan desempeñaba en ellos desde siempre un papel de gran importancia como unidad económica, como institución jurídica, como círculo cerrado de culto religioso. Finalmente, casi todos los informes de los viajeros sobre los llamados países salvajes pusieron en claro, con notable unanimidad, el hecho de que cuanto más primitivo es un pueblo, tanto mayor es el papel desempeñado por los lazos de parentesco en la vida de este pueblo, tanto más dominan estos lazos sus relaciones y conceptos económicos, sociales y religiosos.
Se planteaba así a la investigación científica un nuevo y muy importante problema. ¿Qué eran exactamente aquellos agrupamientos familiares que habían tenido tanta significación en tiempos primitivos, cómo se habían formado, cuál era su relación con el comunismo económico y con el desarrollo económico en general? Morgan, en la Sociedad primitiva (1877), dio la clave de todas estas cuestiones en forma memorable. Morgan, quien pasó gran parte de su vida entre una tribu de iroqueses en el Estado de Nueva York e investigó con la mayor profundidad las relaciones prevalecientes en el seno de ese primitivo pueblo cazador, concibió una nueva y grandiosa teoría sobre las formas de desarrollo de la sociedad humana en esos largos períodos de tiempo previos a todo conocimiento histórico, y lo hizo mediante el cotejo de sus resultados con los hechos establecidos en relación con otros pueblos primitivos. Las pioneras ideas de Morgan, que conservan toda su fuerza hasta hoy, pese a una gran masa de nuevo material obtenido desde entonces y que ha corregido muchos detalles de su planteamiento, pueden sintetizarse en los siguientes puntos:
1. Morgan fue el primero en introducir en la historia cultural de la prehistoria un orden científico, distinguiendo en ella ciertos grados de desarrollo y descubriendo la fuerza impulsora fundamental de este desarrollo. Hasta entonces, el enorme lapso de la vida social anterior a toda historia escrita, así como las relaciones sociales de los pueblos primitivos todavía existentes, con toda su abigarrada gama de formas y estadios, constituía, más o menos, un caos total del que sólo habían sido extraídos en parte a la luz de la investigación científica algunos capítulos y fragmentos. Las denominaciones «salvajismo» y «barbarie» con los que se acostumbraba denominar sumariamente aquellos estadios sociales, tenían vigencia sólo como conceptos negativos, como designación de la falta de todo lo que se consideraba signo distintivo de la «civilización», es decir, de la vida culta del hombre. Desde semejante punto de vista lo propiamente culto, la vida social digna del hombre, comenzaba recién con los estados sociales registrados en la historia escrita. Todo lo que correspondía al «salvajismo» y la «barbarie» constituía por así decirlo una simple antecámara vergonzosa y de escasísimo valor de la civilización, una existencia semianimal que la humanidad civilizada de hoy sólo podía contemplar con condescendiente menosprecio. Lo mismo que, para los representantes oficiales de la Iglesia cristiana, todas las religiones primitivas y precristianas no son sino una larga serie de extravíos en la búsqueda de la única religión verdadera por parte de la humanidad, todas las formas económicas primitivas eran, para los economistas, sólo intentos fallidos previos al descubrimiento de la única forma económica verdadera: la propiedad privada y la explotación, con las que se inician la historia escrita y la civilización. Morgan asestó a esta concepción un golpe decisivo al plantear la historia cultural primitiva en su conjunto como una parte de la ininterrumpida escala del desarrollo de la humanidad, infinitamente más importante, tanto por su duración infinitamente más prolongada que la del diminuto fragmento de la historia escrita, como por las decisivas conquistas de la civilización realizadas justamente en aquella prolongada alborada de la existencia histórica de la humanidad. Al insuflar un contenido positivo a las «denominaciones» salvajismo, barbarie y civilización, Morgan hizo de ellas conceptos científicos exactos y las empleó como instrumentos de investigación científica. Salvajismo, barbarie y civilización son para Morgan tres segmentos del desarrollo de la cultura, separados unos de otros por signos materiales perfectamente determinados y dividido cada uno de ellos en un nivel inferior, uno medio y uno superior diferenciados entre sí nuevamente por conquistas y progresos culturales concretamente determinados. Hoy, pedantes sabihondos pueden declamar que el nivel medio del salvajismo no comienza con la pesca ni el superior con el invento del arco y la flecha, como pensaba Morgan, y otros planteamientos por el estilo, pues en muchos casos el orden habría sido inverso y, en otros, niveles enteros deberían eliminarse en atención a circunstancias naturales: objeciones que pueden plantearse frente a toda clasificación histórica si se la toma como un esquema rígido de validez absoluta, como una cadena de hierro esclavizadora del conocimiento, y no como guía viviente y flexible. Esto no afecta en lo más mínimo el memorable mérito de Morgan por haber creado las premisas para la indagación de la historia primitiva mediante su clasificación histórica, que fue la primera, así como es mérito de Linneo haber producido la primera clasificación científica de las plantas. Pero con una diferencia de magnitud. Linneo, como es sabido, tomó como base de su sistematización un signo muy útil, pero puramente exterior (los órganos sexuales de las plantas), y este primer expediente tuvo luego, como lo reconoció el propio Linneo, que ser reemplazado por una clasificación natural más viva desde el ángulo de la historia evolutiva del reino vegetal. En cambio Morgan estimuló al máximo la investigación mediante la selección del principio fundamental sobre el que asentó su sistematización: concretamente, tomó como punto de partida de su clasificación la proposición según la cual es, en cada caso, el tipo de trabajo social, es la producción, la que determina en primer término las relaciones sociales de los hombres en cada época histórica desde los primeros comienzos de la civilización (Kultur), y los progresos principales de la misma, constituyen otros tantos hitos de este desarrollo.
2. El segundo gran mérito de Morgan se refiere a las relaciones familiares en la sociedad primitiva. También en este caso basándose en un cuantioso material obtenido mediante encuestas internacionales, estableció la primera sucesión científicamente fundamentada de las formas de desarrollo de la familia, desde las más remotas, correspondientes a una sociedad enteramente primitiva, hasta la monogamia hoy prevaleciente, o sea hasta el matrimonio individual consagrado por el Estado con posición dominante del hombre. También es cierto que desde entonces ha aparecido material que implica correcciones numerosas en un nivel de detalle al esquema de desarrollo de la familia establecido por Morgan. Pero los trazos fundamentales de su sistema, que es la primera escala de formas de familia desde los oscuros tiempos antiguos hasta el presente, guiada firmemente por la idea del desarrollo, siguen constituyendo una aportación duradera al tesoro de la ciencia de la sociedad. Además Morgan no enriqueció esta esfera del conocimiento sólo con su sistematización, sino también con una idea fundamental y genial referente a lazos existentes entre las relaciones familiares de una sociedad y el sistema de parentesco en ella vigente. Morgan fue el primero en hacer notar el hecho, digno de atención, de que en el seno de muchos pueblos primitivos las verdaderas relaciones de linaje y ascendencia, es decir la verdadera familia, no coincide en absoluto con los títulos de parentesco que se dan recíprocamente las gentes y con las obligaciones mutuas que resultan para ellos de estos títulos. Fue el primero en encontrar para este enigmático fenómeno una explicación puramente materialista-dialéctica. «La familia [dice Morgan] es el elemento activo, no es nunca estacionaria, sino que avanza de una forma inferior a una superior a medida que la sociedad se desarrolla desde un grado inferior a uno superior. Los sistemas de parentesco, en cambio, son pasivos, sólo a largo plazo registran los progresos que ha realizado la familia en el trascurso del tiempo, y sólo experimentan cambios radicales cuando la familia se ha modificado radicalmente». Así es como entre los pueblos primitivos se encuentran en vigor todavía sistemas de parentesco correspondientes a una forma de familia anterior y ya superada del mismo modo como, en general, las representaciones e ideas de los hombres permanecen largamente adheridas a condiciones que, a través del desarrollo material de la sociedad, ya han sido superadas.
3. Sobre la base de la historia evolutiva de las relaciones de familia, Morgan produjo la primera investigación exhaustiva de aquellas antiguas uniones de linaje que entre todos los pueblos civilizados, entre los griegos y los romanos, entre los celtas y los germanos, entre los antiguos israelitas, se encuentran en el inicio de la tradición histórica y cuya vigencia se ha comprobado en la mayoría de los pueblos primitivos que aún existen. Demostró que estas uniones, basadas en las relaciones de sangre y de ascendencia común, no son sólo un grado elevado en el desarrollo de la familia, sino también, el fundamento de la vida social conjunta de los pueblos (durante los largos períodos en los cuales no existía aún ningún Estado en el sentido moderno del término, es decir ninguna organización coercitiva política sobre una base territorial firme). Cada tribu, consistente en cierto número de uniones de linaje o, como las llamaban los romanos, gentes, tenía su propio territorio que le pertenecía en su conjunto, y en cada tribu el grupo familiar era la unidad en que se ejercía la vida doméstica conjunta de modo comunista, en la que no había ricos y pobres, ociosos y trabajadores, señores y mozos, y en la que las cuestiones públicas y generales se decidían por opción y libre determinación de todos. Morgan reseñaba detenidamente, como ejemplo viviente de estas relaciones vividas antiguamente por todos los pueblos que integran hoy la civilización, la organización gentilicia de los indios de América en el estado de florecimiento en que se encontraba en los tiempos de la conquista europea.
«Todos sus miembros [dice] son hombres libres comprometidos a defender la libertad del otro; iguales en sus derechos personales, ni los dirigentes de la paz ni los jefes guerreros pretenden preeminencia de ninguna especie; constituyen una hermandad, ligados por lazos sanguíneos. La libertad, la igualdad, la fraternidad, aunque nunca formuladas, eran los principios, básicos de la gens, y ésta era la unidad de todo un sistema social, el fundamento de la sociedad india organizada. Esto explica el indoblegable sentido de independencia y la dignidad personal en la conducta que todos reconocen a los indios».
4. La organización gentilicia lleva el desarrollo social hasta el umbral de la civilización, que Morgan caracteriza como la breve y reciente época de la historia de la cultura en la que, sobre las ruinas del comunismo y de la antigua democracia, surgen la propiedad privada y con ella la explotación, un organización pública coercitiva: el Estado, y la dominación exclusiva del hombre sobre la mujer en el Estado, en el derecho de propiedad y en la familia. En este período histórico relativamente breve se desarrollan los progresos mayores y más rápidos de la producción, de la ciencia, del arte, pero también los más profundos desgarramientos de la sociedad por los antagonismos de clase, la miseria de los pueblos y su esclavitud. He aquí el juicio de Morgan sobre nuestra civilización actual, con el que cierra los resultados de su clásica investigación:
«Desde el comienzo de la civilización el crecimiento de la riqueza ha sido tan enorme, sus formas tan variadas, su aplicación tan amplia y su administración tan hábil al servicio de los intereses de los propietarios, que esta riqueza se ha convertido frente al pueblo en una fuerza insuperable. El espíritu humano se encuentra perplejo y proscrito ante su propia obra. Sin embargo, vendrá un tiempo en que la razón humana se fortalezca hasta adquirir dominio sobre la riqueza, en que ella determine la relación que existe entre el Estado y la propiedad que él protege, así como los límites de los derechos de los propietarios. Los intereses de la sociedad son absolutamente anteriores a los intereses individuales y es necesario establecer entre unos y otros una relación legítima y armónica. La mera persecución de la riqueza no es el destino final de la humanidad, al menos si el progreso sigue siendo la ley del futuro como lo fue en el pasado. El tiempo trascurrido desde el comienzo de la civilización es sólo un pequeño fragmento de la vida pasada de la humanidad, sólo un pequeño fragmento del tiempo que le queda por vivir. La disolución de la humanidad se nos presenta amenazante como terminación de una pista histórica cuya única meta es la riqueza; pues semejante pista contiene los elementos de su propio aniquilamiento. La democracia en la administración, la fraternidad en la sociedad, la igualdad de derechos, la educación general inaugurarán el próximo nivel superior de la sociedad por el que trabajan constantemente la experiencia, la razón y la ciencia. Esa etapa revivirá entonces (pero en forma superior) la libertad, la igualdad y la fraternidad de las antiguas gentes».
La obra de Morgan fue de gran significación para el conocimiento de la historia económica. Demostró que la antigua economía comunista, sólo descubierta hasta entonces en algunos casos particularmente claros, era una regla general del desarrollo cultural, en la etapa de la constitución gentilicia. Con ello quedó demostrado que el comunismo originario y la democracia e igualdad social a él correspondientes son la cuna del desarrollo social. Mediante esta ampliación de los horizontes del pasado prehistórico, estableció que toda la actual civilización con su propiedad privada, su dominación de clase, su dominación masculina, su estado y su matrimonio coercitivo, es sólo una fase breve y temporaria nacida de la disolución de la sociedad comunista originaria, que a su vez será desplazada en el futuro por formas sociales superiores. Con ello Morgan proporcionó al socialismo científico un nuevo y poderoso apoyo. Mientras Marx y Engels demostraban, por la vía del análisis económico del capitalismo, la ineluctabilidad del tránsito histórico de la sociedad a la economía mundial comunista en el futuro próximo, dando con ello una base científica firme a las luchas socialistas, Morgan proporcionó un sólido fundamento a la obra de aquéllos, mostrando que la sociedad comunista-democrática, aunque bajo formas primitivas, abarca todo el largo pasado de la historia de la cultura humana anterior a la civilización actual. La noble tradición del lejano pasado extendió así la mano a los esfuerzos revolucionarios del futuro, el círculo del conocimiento se cerró armónicamente y, desde esta perspectiva, el mundo actual de la dominación de clase y de la explotación, que pretendía ser la totalidad de la cultura, la meta más alta de la historia mundial, se mostró simplemente como una etapa diminuta y pasajera de la gran marcha hacia adelante de la humanidad.
II
La «comunidad originaria» de Morgan constituyó, por así decirlo, una introducción tardía al Manifiesto comunista de Marx y Engels. Con ello, sin embargo, no podía dejar de provocar una reacción en la ciencia burguesa. Dos o tres décadas después de la mitad del siglo, el concepto del comunismo originario se había abierto camino en la ciencia. Mientras se trataba de respetables «antigüedades jurídicas germánicas», de «peculiaridades tribales eslavas» o de la exhumación histórica del imperio incaico peruano y cosas semejantes, los descubrimientos no se salían del terreno de las curiosidades científicas inofensivas, privadas de significación actual, sin ligazón directa con los intereses y luchas cotidianas de la sociedad burguesa, A tal punto estadistas firmemente conservadores o moderadamente liberales como Ludwig von Maurer o Sir Henry Maine pudieron ganarse con estos descubrimientos los más grandes méritos. Sin embargo, pronto se produciría esta ligazón y, por cierto, en dos direcciones. Como hemos visto, ya la política colonial había traído consigo un conflicto de intereses tangibles entre el mundo burgués y las condiciones de vida del comunismo primitivo. Cuanto más se extendía el omnímodo poder del régimen capitalista en Europa Occidental desde mediados del siglo XIX, después de las borrascas de la revolución de febrero de 1848, tanto más áspero se tornó aquel conflicto. Además, a partir justamente de la revolución de febrero, otro enemigo desempeñaba en el propio campo de la sociedad burguesa (el movimiento obrero revolucionario) un papel siempre creciente. A partir de las jornadas de junio del año 1848, en París, ya nunca desaparecerá del escenario público el «espectro rojo», para resurgir en el año 1871 en la lumbre resplandeciente de las luchas de la Comuna, para horror de la burguesía francesa e internacional. A la luz de estas brutales luchas de clase, también el más reciente descubrimiento de la investigación científica (el comunismo primitivo) mostró su peligroso rostro. La burguesía, al haber recibido lacerantes heridas en sus intereses de clase, husmeó una oscura relación entre las antiquísimas tradiciones comunistas que le oponían en los países coloniales la más enconada de las resistencias al avance de la «europeización» ávida de lucro de los aborígenes, y el nuevo evangelio del ímpetu revolucionario de las masas proletarias en los antiguos países capitalistas. Cuando, en la Asamblea Nacional francesa en 1873, iba a ser decidida la suerte de los desdichados árabes de Argelia mediante una ley de introducción coercitiva de la propiedad privada, sonaba sin cesar en esta asamblea (en la que aún vibraban la cobardía y las ansias asesinas de los vencedores de la Comuna de París) la consigna de que era necesario aniquilar a cualquier precio la antiquísima propiedad comunal de los árabes «como una forma que afianza en los espíritus tendencias comunistas». Entretanto, en Alemania, las magnificencias del nuevo imperio alemán, la especulación de la era de la fundación y el primer crack capitalista de los años setenta, el régimen de sangre y hierro de Bismarck con su ley contra los socialistas, estimularían al máximo las luchas de clases y quitarían también toda intimidad a la investigación científica. El crecimiento inusitado de la social democracia alemana como encarnación de las teorías de Marx y Engels, aguzó extraordinariamente el instinto de clase de la ciencia burguesa en Alemania, y allí es donde se desató con mayor fuerza la reacción contra las teorías del comunismo originario. Historiadores de la cultura como Lippert y Schurtz, economistas como Bücher, sociólogos como Starcke, Westermarck y Grosse son hoy unánimes en su solícito batallar contra la teoría del comunismo originario, particularmente contra la teoría de Morgan referente a la evolución de la familia y a la dominación (antaño soberana) de la organización a base del parentesco, con su igualdad de sexos y su democracia general. Cierto señor Starcke, por ejemplo en su Primitiven Familie (Familia primitiva) de 1888, trata a las hipótesis de Morgan sobre los sistemas de parentesco, como un «sueño salvaje», «por no decir un delirio». Pero también científicos más serios, como el autor de la mejor historia de la cultura que poseemos, Lippert, se lanzan a la lucha contra Morgan. Basándose en informes anticuados y superficiales de misioneros del siglo XVII sin formación económica ni etnológica e ignorando enteramente los grandes estudios de Morgan, Lippert expone las condiciones económicas de los indios de América del Norte, justamente los mismos en cuya vida y organización social Morgan penetró más profundamente que nadie. Así intenta probar que entre los pueblos cazadores no existe ninguna regulación comunitaria de la producción ni una mínima «previsión» para la colectividad y para el futuro, y que allí impera la más absoluta anarquía y el atolondramiento. Lippert adopta sin crítica alguna la necia tergiversación ejercida por la limitada visión europea de los misioneros sobre las instituciones comunistas realmente vigentes entre los indios, como lo prueba, a manera de ejemplo, la siguiente cita de la historia de la misión de los hermanos evangelistas entre los indios de Norteamérica de Loskiel, del año 1789: «Muchos de ellos (de los indios americanos) [dice nuestro misionero, perfectamente informado] son tan negligentes que no plantan nada confiados en que otros no osarán negarse a compartir con ellos sus provisiones. Puesto que, en virtud de ello, los más diligentes no se aprovechan más de su propio trabajo que los ociosos de tiempo en tiempo van plantando cada vez menos. Cuando viene un invierno crudo en el cual la altura de la nieve no les permite ir a cazar, estalla fácilmente una hambruna general en la que frecuentemente perecen muchos. Entonces la escasez les enseña a servirse como alimento de raíces y de la corteza interior de los árboles, especialmente de los robles jóvenes». «De este modo [agrega Lippert a las palabras de su garante] naturalmente el regreso a la anterior despreocupación trajo aparejado el regreso al nivel de la vida anterior». Y en esta sociedad india en la que nadie” «osa negarse» a compartir con otro sus provisiones de comida, y en la que un «hermano evangélico» encaja con arbitrariedad manifiesta, según el modelo europeo, la inevitable división en «diligentes» y «perezosos», quiere encontrar Lippert la mejor prueba que pueda oponerse al comunismo originario:
«Naturalmente, en este nivel la generación mayor se preocupa aún menos de la preparación de la generación más joven para la vida. El indio está ya lejos del hombre primitivo. En cuanto el hombre tiene un instrumento posee ya el concepto de propiedad, aunque sea limitado a ese objeto. En el nivel más bajo el indio ya tiene ese concepto: en esta propiedad originaria no existe ningún carácter comunista; el desarrollo se inicia con lo contrario».
El profesor Bücher contrapone a la economía comunista originaria su «teoría de la búsqueda individual del alimento» en los pueblos primitivos y de los «períodos inmensos de tiempo» en los que «el hombre existió sin trabajar». Pero para el historiador de la cultura Schurtz, el profesor Karl Bücher, con su «visión genial», es el profeta a quien él sigue ciegamente en cuestiones referentes a las relaciones económicas primitivas. Pero el prohombre más típico y enérgico de la reacción contra las peligrosas teorías del comunismo originario y de la constitución gentilicia, contra el «padre de la Iglesia de la Socialdemocracia alemana». (Morgan), es el señor Ernst Grosse. A primera vista, el propio Grosse, es partidario de la concepción materialista de la historia es decir que deriva diversas formas jurídicas de relaciones entre los sexos y de pensamiento social, de las correspondientes relaciones de producción como factor determinante de aquellas formas. «Sólo unos pocos historiadores de la cultura [dice en sus Anfänge der Kunst (Comienzos del arte) aparecido en 1894] parecen haber comprendido toda la importancia de la producción. Es cierto, por lo demás, que resulta mucho más fácil subestimarla que sobrestimarla. El movimiento económico es el centro vital de todas las civilizaciones: influye sobre todos los demás factores de la cultura del modo más profundo e irresistible, mientras que él sólo es influenciado por circunstancias geográficas y meteorológicas. Se podría, con cierto derecho, llamar a la forma de producción el fenómeno cultural primario, junto al cual todas las restantes ramas de la cultura aparecen como derivadas y secundarias (claro que no en el sentido de que estas restantes ramas hubieran surgido, por así decirlo, del tronco de la producción sino porque, aunque han surgido autónomamente, se han formado y desarrollado constantemente bajo la presión avasalladora del factor económico dominante).» A primera vista parece que el propio Grosse ha tomado sus principales ideas de los «padres de la Iglesia de la socialdemocracia alemana», de Marx y Engels, aunque se cuida muy bien de dejar traslucir, ni con una sola palabra, la fuente científica sobre la que basa su superioridad sobre la «mayoría de los historiadores de la cultura». De hecho, aún en relación con la concepción materialista de la historia, es «más papista que el papa». Mientras Engels (creador con Marx de la concepción materialista de la historia) vio en la evolución de la familia desde los tiempos primitivos hasta la formación del matrimonio actual sancionado por el Estado, una sucesión de formas independientes de las relaciones económicas, ya que su función era centralmente, la del sostenimiento y proliferación del género humano, Grosse va en ello mucho más allá. Plantea la teoría de que en todos los tiempos la correspondiente forma de familia fue simplemente el producto directo de las relaciones económicas entonces vigentes. «En ninguna parte… [dice], se destaca con tanta evidencia la significación cultural de la producción como en la historia de la familia. Las extrañas formas de las familias humanas, que han entusiasmado a los sociólogos hasta hacerles concebir hipótesis aún más extrañas, resultan sorprendentemente comprensibles en cuanto se consideran en relación con las formas de la producción».
Su libro Sie formen der Familie und Die Formen del Wirtschaft (Las formas de la familia y las formas de la economía), aparecido en 1896, está consagrado enteramente a la demostración de esta idea. Pero al mismo tiempo, Grosse es un oponente decidido de la teoría del comunismo originario. Y trata de demostrar que el desarrollo social de la humanidad no comenzó en realidad con la propiedad común sino con la propiedad privada, y se esfuerza como Lippert y Bücher en probar desde su punto de vista que, cuanto más retrocedemos en la historia primitiva, tanto más exclusiva y avasalladoramente domina el «individuo» con su «propiedad individual», claro que los descubrimientos sobre la comunidad aldeana comunista en todos los continentes y, en relación con ella, las uniones clánicas o, como las llama Grosse, las parentelas (Sippen), no se dejaron negar fácilmente. Sólo que Grosse (en ello consiste propiamente su teoría) hace sobrevenir sólo en cierto nivel del desarrollo las organizaciones clánicas como marco de la economía comunista: con la agricultura inferior. Rápidamente las hacen entrar en disolución, en el nivel de la agricultura superior, para dar paso nuevamente a la «propiedad individual». De este modo, con gesto triunfante, Grosse pone directamente patas arriba la perspectiva histórica de Marx y de Morgan. Según esta última, el comunismo era la cuna de la humanidad que evolucionaba hacia la civilización, la forma de las relaciones económicas que acompañó esta evolución durante enormes períodos de tiempo para entrar en disolución recién con la civilización dando paso a la propiedad privada; luego la civilización, por su parte, va al encuentro de un rápido proceso de disolución, retornando así al comunismo, pero en la forma superior del ordenamiento socialista. Según Grosse era la propiedad privada la que acompañó el surgimiento y progreso de la cultura para ceder su lugar al comunismo sólo transitoriamente en un nivel determinado que sería el de la agricultura inferior. Según Marx-Engels y Morgan el punto de arranque y de culminación de la historia de la cultura es la propiedad común, la solidaridad social; según Grosse y sus colegas de la ciencia burguesa, el «individuo» con la propiedad privada. Pero no acaba aquí el asunto. Grosse es enemigo declarado no sólo de Morgan y del comunismo originario sino de toda la teoría del desarrollo en el terreno de la vida social, y derrama sus ironías sobre los espíritus infantiles que pretenden disponer todos los fenómenos de la vida social en una serie evolutiva y concebirlos como un proceso unitario, como un progreso de la humanidad de formas de vida inferiores a otras superiores Herr Grosse combate con toda la fuerza de que dispone, como típico erudito burgués, esta idea fundamental que sirve de base a toda la ciencia social moderna en general y, en particular, a la concepción de la historia y a la teoría del socialismo científico. «La humanidad [dictamina] no se desplaza en absoluto por una línea única y en una sola dirección; sino que las vías y metas de los pueblos son tan diversas como sus condiciones de vida”. Así, en la persona de Grosse, la ciencia social burguesa en su reacción contra las consecuencias revolucionarias de sus propios descubrimientos ha llegado al mismo punto al que había llegado la economía vulgar burguesa en su reacción contra la economía clásica: a la negación de la existencia misma de leyes del desarrollo social. Examinemos un poco más de cerca el extraño “materialismo” histórico del más reciente de los vencedores de Marx, Engels y Morgan.
Grosse habla mucho de «producción», habla constantemente, del «carácter de la producción» como factor determinante, que influye sobre toda la cultura. Pero ¿qué entiende por producción y por carácter de la producción? «La forma económica que domina o predomina en un grupo social, la forma en que los miembros del grupo se ganan el sustento, es un hecho que se puede observar directamente y establecer en todas partes, en sus líneas generales, con suficiente certeza. Podemos todavía tener muchas dudas sobre las concepciones religiosas y sociales de los australianos; pero no es posible alentar la menor duda sobre el carácter de su producción: los australianos son cazadores y recolectores. Quizá sea imposible penetrar en la cultura espiritual de los antiguos peruanos; pero el hecho de que los ciudadanos del imperio incaico eran un pueblo agricultor es evidente a todas las miradas». (Grosse, Anfänge der Kunst, página 34).
De modo pues que por «producción» y su «carácter», Grosse entiende simplemente la fuente principal de manutención del pueblo en cada caso. Caza, pesca, cría de ganado, agricultura (he aquí las «relaciones de producción» que inciden de modo determinante sobre todas las demás relaciones de la cultura de un pueblo). Aquí hay que observar inmediatamente que, si se basaba en este magro descubrimiento, la petulancia de Herr Grosse con respecto a la «mayoría de los historiadores de la cultura» era enteramente infundada. El conocimiento de que la fuente principal que sirve a un pueblo para su manutención es extraordinariamente importante para su desarrollo cultural, no es un flamante descubrimiento de Herr Grosse sino una antiquísima y respetable pieza que figura en el inventario de todos los eruditos de la historia de la cultura. Este conocimiento ha llevado, justamente, a la archiconocida clasificación de los pueblos en cazadores, pastores y agricultores, que está en todas las historias de la cultura y que Herr Grosse mismo, después de muchos dimes y diretes, termina por aplicar. Pero es que este conocimiento no es sólo muy antiguo sino también (en la versión banal en que lo toma Grosse) muy falso. Si sabemos simplemente que un pueblo vive de la caza, del pastoreo o de la agricultura, todavía no sabemos nada de sus relaciones de producción y de su cultura pretérita. Los hotentotes actuales de África sudoccidental, a quienes los alemanes quitaron sus rebaños y con ellos sus medios de subsistencia, dotándolos en cambio de modernas escopetas, se han convertido, forzosamente, de nuevo en cazadores. Sin embargo, las relaciones de producción de este «pueblo cazador» no tienen absolutamente nada en común con los cazadores indios de California que viven todavía en su primitivo aislamiento del mundo, y estos últimos a su vez se asemejan muy poco a las compañías de cazadores de Canadá, quienes proveen industrialmente de pieles a capitalistas norteamericanos y europeos. Los pastores peruanos que antes de la invasión española criaban sus llamas en la Cordillera de los Andes de forma comunista bajo la dominación incaica, los nómadas árabes con sus rebaños en África o Arabia, los campesinos que viven actualmente en los Alpes suizos, bávaros o tiroleses que conservan sus costumbres tradicionales en medio del mundo capitalista, los esclavos romanos que vivían en Apulia, en estado semi-salvaje cuidando los enormes rebaños de sus amos, los farmers que en la Argentina de hoy engordan innumerables rebaños para los mataderos de Ohio, todos son ejemplos de pueblos ganaderos que constituyen otros tantos tipos totalmente distintos de producción y de cultura. Finalmente, la «agricultura» comprende una gama tan amplia de modos de economía y niveles de cultura diversos, desde la primitiva comunidad india hasta el latifundio moderno, desde la minúscula granja del campesino hasta el solar del noble al este del Elba, desde el arrendatario inglés hasta la jobagia rumana, desde la horticultura china hasta la plantación brasileña y el trabajo de los esclavos, desde la primitiva agricultura de azada que ejercen las mujeres en Tahití hasta la moderna granja norteamericana con máquinas accionadas a vapor y a electricidad. En realidad las revelaciones de Herr Grosse sobre la importancia de la producción, sólo nos revelan su notable incomprensión de lo que verdaderamente es la producción. Marx y Engels se ocuparon precisamente de enfrentar este tipo de «materialismo» grueso y burdo que sólo toma en consideración las condiciones naturales exteriores de la producción y de la cultura y que tuvo su expresión más exhaustiva en el sociólogo inglés Buckle. Lo decisivo en las relaciones económicas y culturales de los hombres no es la fuente natural exterior de la manutención, sino las relaciones entre los hombres en su trabajo.
Las relaciones sociales de producción determinan la cuestión de la forma de producción dominante en un pueblo dado. Sólo cuando se ha captado en profundidad este lado de la producción, puede comprenderse las influencias determinantes de la producción de un pueblo sobre sus relaciones de familia, sus conceptos jurídicos, sus representaciones religiosas, su desarrollo artístico. Pero penetrar en las relaciones sociales de producción de los llamados pueblos salvajes es algo extraordinariamente difícil para la mayoría de los observadores europeos. Contrariamente a Herr Grosse, quien cree que lo sabe todo cuando en realidad no sabe sino que los peruanos incaicos eran un pueblo agricultor, un erudito serio como Sir Henry Maine, escribe:
«El error característico de los observadores directos de las relaciones sociales o jurídicas de otro pueblo es que las comparan demasiado rápidamente con relaciones para ellos conocidas que, en apariencia, son del mismo tipo».
El nexo de las formas de familia con las «formas de producción» así entendidas, se presenta del siguiente modo en la obra de Herr Grosse:
«En el nivel más bajo, el hombre se alimenta mediante la caza (en el sentido más amplio) y mediante la recolección de vegetales. En esta primitiva forma de producción se manifiesta ya la forma más primitiva de división del trabajo, la división fisiológica del trabajo, entre ambos sexos. Mientras el hombre se reserva los cuidados correspondientes a la alimentación animal, la recolección de raíces y frutos es tarea de la mujer. En estas condiciones, el centro de gravedad económico se encuentra casi siempre del lado del hombre, y en consecuencia la forma primitiva de familia presenta en todas partes un carácter patriarcal inequívoco. Y cualesquiera que sean las concepciones referentes al parentesco sanguíneo, el hombre primitivo, aun si no se conceptúa pariente sanguíneo de su descendencia, es de hecho amo y propietario entre sus mujeres y sus hijos. A partir de este nivel ínfimo la producción puede avanzar en dos direcciones, según que la acción económica femenina o masculina experimente un desarrollo ulterior. Empero, cuál de las dos ramas habrá de convertirse en tronco principal, esto depende en primer término de las condiciones naturales en que vive el grupo primitivo. Si la flora y el clima del país incitan a acumular reservas primero y luego a cultivar plantas útiles, se desarrolla la rama económica femenina, la recolección se va transformando en cultivo. En realidad, entre los pueblos agricultores primitivos, esta tarea se encuentra constantemente en manos de la mujer. En consecuencia, también el centro de gravedad económico se encuentra situado del lado femenino, y por ello encontramos, en todas las sociedades primitivas que se basan preponderantemente en la agricultura, una forma de familia matriarcal o las huellas de tal forma. La mujer, como proveedora principal de alimentos y señora de la tierra, se encuentra en el centro de la familia. Con todo, sólo en muy pocos casos se ha llegado al desarrollo de un matriarcado en sentido propio, a una verdadera dominación de las mujeres. Esto ocurrió sólo allí donde el grupo social se encontraba apartado de los ataques de enemigos exteriores. En todos los demás casos recuperó el hombre, como defensor, el predominio que había perdido como proveedor de alimentos. De este modo surgen las formas de familia que dominan en la mayoría de estos pueblos agricultores y que constituyen un compromiso entre las direcciones matriarcal y patriarcal.
Una gran parte de la humanidad ha experimentado un desarrollo completamente distinto. Los pueblos cazadores que vivían en comarcas desfavorables a la agricultura pero que ofrecían a los hombres animales que admitían la domesticación y que convenía someter a ella, pasaron no al cultivo de plantas como aquéllos, sino a la cría de ganado. Pero la ganadería, que se ha desarrollado gradualmente a partir de la caza, se presenta como ésta, originariamente en todas partes, como prerrogativa del hombre. De este modo se refrena todavía más el predominio económico que ya tenía el hombre, y esta relación halla expresión consecuente en el hecho de que la forma de familia patriarcal domina entre los pueblos que se nutren preferentemente mediante la ganadería. Además, la posición dominante del hombre se ve elevada aun en las sociedades pastoriles por otra circunstancia que igualmente está en relación directa con la forma de producción que practican. Los pueblos pastores tienden constantemente a caer en enredos bélicos y, en consecuencia, al desarrollo de una organización guerrera centralizada. El resultado ineluctable es la forma extrema del patriarcado en que la mujer se sitúa como esclava sin derecho alguno sometida al poder despótico de su marido y señor. Pero los pacíficos pueblos agricultores en los que la mujer domina en la familia como proveedora de alimento o, por lo menos, se adjudica en parte una posición más libre, son en su mayoría conquistados por los belicosos criadores de ganados y toman de éstos, con otros usos, también la dominación despótica del hombre en la familia. «Así es como encontramos hoy a todas las naciones cultas bajo el signo de una forma patriarcal de familia más o menos marcada». (Grosse, Anfänge der Kunst, páginas 36-38).
De modo pues que los extraños destinos históricos de la familia humana aquí descritos en su dependencia con las formas de producción siguen el siguiente esquema: período de la caza (familia individual con dominación masculina); período de la cría de ganados (familia individual con dominación masculina incluso más recia); período de la agricultura inferior (familia individual con dominación femenina en ciertos puntos, pero luego sometimiento, de los agricultores por los criadores de ganados y, por tanto, también en aquellos casos familia individual con dominación masculina); y como piedra de remate del edificio: período de la agricultura superior (familia individual con dominación masculina). Como se ve, Herr Grosse emprende en serio su negación de la teoría moderna de la evolución. En su obra no existe en absoluto una evolución de las formas de familia. La historia comienza y termina con la familia individual y la dominación del hombre. Grosse no advierte que, después de su promesa de explicar el surgimiento de las formas de familia de las formas de producción, supone la forma de la familia individual como algo absolutamente dado, terminado, como un hogar moderno, y lo presenta sin ninguna alteración bajo todas las formas de producción. Lo que él sigue en realidad como distintas «formas de familia» en la sucesión de los tiempos es apenas una cuestión de relación recíproca de los sexos. Dominación de los hombres o dominación de las mujeres; esto es, según Grosse, la «forma de familia» que él, de este modo reduce a un signo exterior, con la misma crudeza con que ha reducido la «forma de producción» a la cuestión: caza, crianza de ganados o agricultura. Que la «dominación de los hombres» o la «dominación de las mujeres» puedan abarcar docenas de formas de familia diferentes, que en el nivel de desarrollo cultural de los «cazadores» pueda haber docenas de sistemas de parentesco diferentes, le preocupa tan poco a Herr Grosse como la cuestión de las relaciones sociales dentro de un tipo de producción. La relación recíproca de las formas de familia y de las formas de producción desemboca así en el siguiente ingenioso «materialismo»: ambos sexos son tratados desde un comienzo como competidores en los negocios. Quien alimenta a la familia domina también en el seno de ella, dice el filisteo, repitiendo el código civil burgués. La mala estrella del sexo femenino quiere, sin embargo, que sólo una vez en la historia en la agricultura inferior de azada haya estado excepcionalmente a cargo de la manutención de la familia, pero también en ese caso tuvo que retirarse, las más veces, ante el belicoso sexo masculino. Y así, en lo fundamental, la historia de la forma de familia es simplemente una historia de la esclavitud de la mujer, en todas las «formas de producción» y a pesar de todas las formas de producción. La única ligazón de las formas de familia con las formas de economía es entonces exclusivamente la leve diferencia que media entre formas algo más suaves y algo más duras de la dominación masculina. Finalmente el primer mensaje de salvación en la historia de la cultura humana, para la esclavizada mujer, lo aporta la Iglesia cristiana que, si bien no sobre la tierra, al menos en el azul éter del cielo no conoce diferencias entre ambos sexos. «A través de esta teoría la cristiandad ha otorgado a la mujer una nobleza ante la cual tiene que inclinarse el capricho del hombre». (Grosse, Formen der Familie, página 238), termina Herr Grosse, al echar el ancla felizmente en la rada de la Iglesia cristiana, después de largos extravíos sobre las aguas de la historia económica. ¡No es cierto que resultan «sorprendentemente comprensibles», después de todo, las formas de familia que han «entusiasmado a los sociólogos hasta impulsarlos a tan extrañas hipótesis», cuando se las considera «en relación con las formas de producción»!
Pero lo más notable en esta historia de la «forma de familia» es el tratamiento de la unión clánica o de la parentela, como la llama Grosse. Hemos visto la enorme importancia del papel social que desempeñaban las uniones clánicas en los niveles anteriores de desarrollo de la cultura. Sobre todo después de las trascendentes investigaciones de Morgan sabemos que eran antes del desarrollo del Estado territorial la forma propia de sociedad, y siguieron siendo mucho tiempo después la unidad económica así como la comunidad religiosa. ¿En qué posición se encuentran estos hechos con respecto a la notable historia de las «formas de familia» de Grosse? Evidentemente, Grosse no puede negar manifiestamente la constitución social sobre la base del parentesco en todos los pueblos primitivos. Pero como se encuentran en contradicción con su esquema de las familias individuales y de la dominación de la propiedad privada, él trata en lo posible de reducir a cero su significación, excepto en el período de la agricultura inferior. «El poder del parentesco surgió con la economía agrícola inferior, y con ella se extingue; entre los agricultores superiores el ordenamiento basado en el parentesco ya ha caducado o está en vías de desaparecer». (Grosse, Formen der Familie, páginas 207, 215). Así Grosse hace emerger el «poder del parentesco», con su economía comunista, en medio de la historia económica y de la historia de la familia como disparada por una pistola, para poder disolverlo cuanto antes. ¿Cómo han de explicarse entonces el surgimiento, la existencia, las funciones del ordenamiento de parentesco en los milenios de desarrollo de la cultura anteriores a la agricultura inferior? Puesto que, según Grosse, en aquellos tiempos no tienen ni función económica ni significación social frente a la familia individual, ¿qué son, en definitiva, estos clanes que llevan una vaga existencia en un segundo plano con respecto a las familias individuales con su economía privada imperante entre los cazadores, entre los criadores de ganados? Todo esto sigue siendo un secreto privado de Herr Grosse. No le preocupa tampoco en lo más mínimo que su historieta se encuentre en evidente contradicción con algunos hechos generalmente reconocidos. Los clanes adquirirían importancia con la agricultura inferior; ahora bien, los clanes están ligados en la mayoría de los casos con la institución de la vendetta, con el culto religioso y muy frecuentemente con la designación de un animal totémico; ahora bien, todas estas cosas son mucho más antiguas que la agricultura y deben, por tanto, derivar su fuerza de las relaciones de producción de períodos culturales mucho más primitivos, con arreglo a la propia teoría de Grosse. Grosse conceptúa el ordenamiento basado en el parentesco de los agricultores superiores, germanos, celtas, indios, como un legado del período de la agricultura inferior, donde los clanes tienen sus raíces en la economía rural femenina. Pero la agricultura superior de los pueblos cultos surgió no de la agricultura femenina de azada sino de la cría de ganados que ya era cosa de hombres y en la que, según Grosse, la organización clánica carecía de importancia frente a la economía familiar patriarcal. Según Grosse el ordenamiento en clanes carece de significación entre los criadores nómadas de ganados y sólo entra en vigor por cierto tiempo cuando él se asienta y pasa a la agricultura. Sin embargo, según el más famoso de los investigadores de las civilizaciones agrarias, el verdadero desarrollo transcurrió en la dirección opuesta: mientras los criadores de ganados llevaron una vida nómada las uniones clánicas tenían desde todo punto de vista la mayor fuerza, con la vida sedentaria comienza a aflojarse el lazo del clan, y a retroceder frente a la unión local de los agricultores cuya comunidad de intereses es más fuerte que la tradición de los lazos sanguíneos. La comunidad clánica se transforma en la llamada comunidad vecinal. Es ésta la opinión de Ludwig von Maurer, de Kovalevski, de Henry Maine, de Laveleye, y actualmente Kaufman demuestra la existencia del mismo fenómeno entre los kirguises y yakutas de Asia central.
Para terminar, digamos que el mismo Grosse ha confesado no ser capaz de dar, desde su punto de vista, la menor explicación sobre los fenómenos más importantes en el terreno de las relaciones primitivas de familia, como el matriarcado, y se contenta con declarar, encogiéndose de hombros, que el matriarcado es «la más rara curiosidad de la sociología»; que se anima a efectuar la increíble afirmación de que entre los australianos las ideas sobre consanguinidad no habrían tenido ninguna influencia sobre sus sistemas de familia, y lo que es más inconcebible aún, afirma que entre los antiguos peruanos no habría huella alguna de organización clánica; que se pronuncia sobre la constitución agraria de los germanos a partir del material anticuado y poco digno de confianza de Laveleye, y finalmente que sigue, por ejemplo, al mismo Laveleye en la estupenda afirmación de que «todavía hoy» la comunidad aldeana rusa constituiría una unión clánica entre los 35 millones de gran rusos, con parentesco sanguíneo, una «comunidad familiar», lo cual es más o menos lo mismo que afirmar que toda la población de Berlín constituye «todavía hoy» una gran comunidad familiar. Todo esto habilita muy particularmente a Grosse para tratar a Morgan, el «padre de la Iglesia de la socialdemocracia alemana», como a un perro muerto. Los ejemplos que hemos visto del modo que trata Grosse las formas de la familia y del clan dan una idea de cómo trata las «formas de la economía». Toda su argumentación, dirigida contra la aceptación del comunismo originario, reposa sobre sonoros «en verdad» y «sin embargo», con lo cual los hechos innegables son, es cierto, consignados, pero les contrapone otros para empequeñecer lo que no le conviene, inflar lo que le conviene y arreglar el resultado de acuerdo a sus deseos.
El mismo Grosse se refiere a los cazadores inferiores del modo siguiente: «La propiedad individual que, en todas las sociedades inferiores corresponde predominante o exclusivamente a los bienes muebles, carece de significación casi por completo; en cambio, la parte más valiosa de la propiedad, la presa, pertenece en común a todos los hombres de la tribu. En consecuencia, sus despojos a menudo tienen que repartirse entre todos los miembros de una horda. Así es, según informes, entre los botocudos, por ejemplo (Enhrenreich, Zeitschrift für Ethnologie). Tales usos existen asimismo en algunas partes de Australia. De ese modo todos los miembros de un grupo primitivo son, y siguen siendo, aproximadamente pobres por igual. Como no hay diferencias esenciales de fortuna, falta una fuente principal para el surgimiento de diferencias de clase. En general, todos los hombres adultos, dentro de una tribu, poseen los mismos derechos» (páginas 55-56). Asimismo «la pertenencia al clan ejerce, en ciertos [!] aspectos, una gran influencia sobre la vida del cazador inferior. Le otorga el derecho a utilizar cierto terreno de caza, y le otorga el derecho, así como le impone la obligación, de la defensa y de la venganza» (página 64). Además, Grosse concede la posibilidad de un comunismo clánico entre los cazadores inferiores de California. Sin embargo los lazos del clan son aquí muy débiles, no existe una comunidad económica. «El modo de producción de los cazadores árticos, empero, es tan íntegramente individualista que el lazo de unión del clan no puede resistir las tendencias centrífugas». Asimismo, entre los australianos «la caza y la recolección sobre el terreno común no son, por lo general, practicadas en común, sino que cada familia lleva adelante su propia economía». Y, en general, «la falta de alimentos no tolera ninguna unificación duradera de grupos mayores, sino que los fuerza a la dispersión» (página 63).
Pasemos a los cazadores superiores.
Ciertamente «entre los cazadores superiores el suelo también es, en general, propiedad común de la tribu o del clan» (página 69); cierto es que, en este nivel, encontramos verdaderas casas colectivas que los clanes habitan en común (página 84); ciertamente leemos luego lo siguiente: «Los extendidos terraplenes y defensas que vio Mackenzie en los ríos de Haida y que, según él estimó, tienen que haber requerido el trabajo de toda la tribu, estaban a cargo del cacique, y nadie podía pescar sin su autorización. De modo que probablemente constituían propiedad de la comunidad aldeana en su conjunto a la que pertenecían asimismo, en forma indivisa, las aguas de pesca y los terrenos de caza» (página 87).
Pero «la propiedad mueble ha adquirido en este caso tal extensión e importancia, que puede desarrollar una gran desigualdad de riqueza pese a la igualdad reinante en cuanto a la propiedad del suelo» (página 69) y «por lo general los alimentos, en la medida de nuestros conocimientos, distan tanto como los demás bienes muebles de ser propiedad común. De modo que los clanes domésticos sólo en un sentido muy limitado pueden considerarse comunidades económicas» (página 88).
Ocupémonos del nivel cultural inmediato superior: los criadores nómadas de ganados. Sobre ellos nos dice Grosse:
Cierto que «ni siquiera los más inquietos de los nómadas vagabundean por distancias ilimitadas, sino que más bien se mueven en conjunto sólo en el interior de un área por lo general estrictamente delimitada que aparece como propiedad de su tribu y que frecuentemente se halla subdividida entre las distintas familias y clanes». Y más adelante; «El suelo es en casi todo el dominio de la cría de ganados, propiedad común de la tribu o clan» (página 91). «Ciertamente la tierra es un bien común de todos los miembros del clan y, como tal, es repartida entre las diversas familias por el clan o por su jefe» (página 128).
Pero «la tierra no es la pertenencia más valiosa de los nómadas. Su máximo bien es su rebaño, y el ganado es invariablemente [!] propiedad particular de las distintas familias. El clan pastoril nunca [!] llegó a ser una comunidad económica y de propiedad».
Finalmente vienen los agricultores inferiores. Aquí concede, en efecto, por primera vez, que el clan es una comunidad económica íntegramente comunista.
Pero (también en esta caso sigue inmediatamente un «pero») también aquí la industria socava la igualdad social”. (Grosse habla de industria, pero naturalmente quiere decir producción mercantil, cuya diferencia con aquella desconoce) y crea una propiedad particular mueble que pesa más que la propiedad común del suelo y la destruye (páginas 136-137). Y pese a la comunidad de la tierra «existe aquí también la división entre pobres y ricos». Así se ve reducido el comunismo a un breve intervalo de la historia económica que por lo demás comienza con la propiedad privada para terminar con la propiedad privada. ¡Que es lo que había que demostrar!
III
Para poner a prueba el valor del esquema de Grosse, vayamos directamente a los hechos. Examinemos (aunque sea de un vistazo) el tipo de economía de los pueblos atrasados. ¿Cuáles son?
Grosse los llama «cazadores inferiores» y dice de ellos: «Los pueblos cazadores inferiores constituyen hoy sólo un pequeño fragmento de la humanidad. Condenados a la debilidad numérica y a la pobreza cultural por su imperfecta e improductiva forma de producción, han reculado en todas partes ante los pueblos mayores y más fuertes de modo que hoy viven en selvas infranqueables y yermos inhospitalarios. Gran parte de estas miserables tribus pertenece a la raza de los pigmeos. Son los más débiles, que fueron empujados por los más fuertes en la lucha por la vida, hacia las comarcas más adversas a la cultura y, con ello, quedaron condenados al estancamiento cultural. Pese a todo, todavía se encuentran en todos los continentes, excepto Europa, representantes de la forma más antigua de economía. África alberga una cantidad de pueblos cazadores de pequeña estatura; lamentablemente hasta ahora sólo contamos con algunos datos sobre uno de ellos, el de los bosquimanos de la estepa de Kalahari (en el África sud-occidental alemana): la vida de las restantes tribus de pigmeos se oculta todavía en la oscuridad de las selvas centrales. Si nos desplazamos de África hacia el este, encontramos en primer lugar, en el interior de Ceilán (junto a la punta meridional de la península indostánica), al pueblo pigmeo cazador de los vedda. Luego, en las islas Andaman los mincopie, en el interior de Sumatra los kubu y, en los montañosos yermos de las Filipinas, los aeta, tres tribus que también pertenecen a las razas de pequeña talla. El continente australiano estaba habitado en toda su amplitud por tribus de cazadores inferiores antes de la colonización europea y, aunque los aborígenes fueron desplazados por los colonos de la mayor parte de las zonas costeras, en la segunda mitad del siglo, se mantienen sin embargo todavía en los yermos del interior. Finalmente en América puede seguirse toda una serie de grupos de cultura muy pobre, dispersos desde el extremo sur hasta el extremo norte. En los eriales montañosos del Cabo de Hornos (extremo meridional de Sudamérica), azotados por la lluvia y las tormentas, habitan los fueguinos, considerados como los más miserables y toscos de los hombres por más de un observador. Por las selvas de Brasil andan, aparte de los temibles botocudos, muchas otras hordas de cazadores, de entre las cuales al menos la de los bororo nos resulta ahora bastante conocida gracias a las investigaciones de von der Steinen. California central (sobre la costa occidental de Norteamérica) encierra diversas tribus que se encuentran muy poco por encima de los míseros australianos». (Grosse, Die Formen der familie und die Formen der Wirtschaft, página 30). No podemos seguir a Grosse más allá (él clasifica extrañamente a los esquimales también entre los pueblos de más bajo nivel), por lo que ahora pasaremos revista a algunas de las tribus arriba enumeradas en busca de huellas de una organización socialmente planificada del trabajo.
Fijémonos en primer término en los caníbales australianos que, según muchos eruditos, se encuentran en el estadio más arcaico de cultura que puede presentar el género humano en la Tierra. Entre los negros de Australia encontramos en primer lugar la primitiva división del trabajo, ya mencionada, entre hombres y mujeres; éstas procuran principalmente la alimentación de origen vegetal, así como madera y agua: los hombres se ocupan de la caza y procuran los alimentos animales.
Además, encontramos un cuadro de trabajo social que es lo opuesto a la «búsqueda individual del alimento» y a la vez nos provee una muestra de como las sociedades primitivas se aseguran la aplicación necesaria de todas las fuerzas de trabajo disponibles, por ejemplo: «En la tribu chepara se espera de todos los hombres que se ocupen de la comida, a menos que estén enfermos. Si un hombre es holgazán y se queda en el campamento, los demás se burlan de él y lo injurian. Hombres, mujeres y niños dejan el campamento por la mañana temprano en busca de comida. Una vez que han cazado lo suficiente, hombres y mujeres llevan sus presas al pozo de agua más próximo, donde se hace fuego y se asa la pieza. Hombres, mujeres y niños comen todos juntos amistosamente una vez que los viejos han repartido el alimento entre todos por igual. Luego de la comida, las mujeres llevan los restos al campamento y los hombres cazan durante el trayecto». (Somló, según Howitt, página 45).
Ahora, algo más preciso sobre el plan de producción entre los negros australianos. En efecto, es extraordinariamente complicado y se lo elabora hasta los mínimos detalles. Cada tribu australiana se compone de una cantidad de grupos, cada uno de los cuales lleva el nombre de un animal o una planta que venera y posee un trozo de territorio delimitado dentro del territorio de la tribu. Así, por ejemplo, cierto territorio pertenece a los hombres del canguro, otro a los hombres del emú (emú es una gran ave que se asemeja al avestruz), un tercero a los hombres de la culebra (los negros de Australia comen también culebras), etc. Estos «tótems» son, según lo explican las investigaciones científicas más recientes, casi puramente animales y plantas que sirven a los negros australianos de alimento. Cada grupo de éstos tiene un cacique, quien dirige la caza. Ahora bien, el nombre de animal o de planta y el correspondiente culto no son forma sin contenido: cada uno de los grupos de negros australianos está obligado a proveer el alimento animal o vegetal que le da nombre y a cuidar la perdurabilidad y crecimiento de esta fuente de alimentos. Y por cierto, cada grupo lo hace no para sí, sino, ante todo, para los demás grupos de la tribu. Así, por ejemplo, los hombres del canguro están obligados a procurar carne de canguro para los demás miembros de la tribu, los hombres de la culebra a conseguir culebras, los hombres de la oruga a garantizar cierta oruga que se considera un manjar exquisito, etc. Significativamente, todo esto está vinculado con severos usos religiosos y grandes ceremonias. Así, por ejemplo, es una regla casi general que la gente de cada grupo no debe comer su propio animal (o planta) tótem, o bien hacerlo muy sobriamente, mientras que tienen que procurarlo a los demás. Por ejemplo, un hombre del grupo de la culebra, cuando atrapa una culebra (salvo que sufra mucha hambre) debe contener su deseo y llevarla al campamento para los demás. Del mismo modo un hombre del emú sólo ha de comer carne de emú con extrema moderación, mientras que no ha de tomar para sí en absoluto los huevos y la grasa del ave, que se utiliza como medicamento, sino que ha de entregarlos a los demás miembros de la tribu. Por otro lado, los otros grupos no deben cazar o recolectar el animal o la planta sin permiso de los hombres del correspondiente tótem, ni tomarlos como alimento. Todos los años, cada grupo realiza una solemne ceremonia destinada a asegurar (mediante cantos, música instrumental y diversas ceremonias del culto) la proliferación del animal (o planta) tótem, y recién después se les permite a los otros grupos comer de estos últimos. La fecha de las ceremonias es fijada, para cada grupo, por su jefe que también dirige la ceremonia. Y este momento está directamente ligado a las condiciones de la producción. En Australia central hay una larga estación seca en la que animales y plantas sufren mucho, y una breve estación lluviosa a la que sigue un auge de la vida animal y un exuberante crecimiento de la vegetación. La mayoría de las ceremonias de los grupos totémicos se llevan a cabo al aproximarse la buena estación. Ratzel decía todavía que era un «cómico malentendido» decir que los australianos se nombran según sus principales alimentos (Fr. Ratzel, Volkerkuzer 1887, 2° tomo, página 64). Sin embargo en el sistema de los grupos totémicos brevemente referido más arriba cualquiera puede reconocer al primer vistazo, una desarrollada organización de la producción social. Los diversos grupos totémicos no son, evidentemente, otra cosa que miembros de un amplio sistema de división del trabajo. Todos los grupos, en conjunto, constituyen un todo ordenado y planificado, y asimismo cada grupo por sí funciona de forma plenamente organizada y planificada bajo dirección unitaria. Además, el hecho de que este sistema de producción se presenta bajo forma religiosa en forma de prohibiciones alimentarias, ceremonias, etc., de todas clases, sólo demuestra que este plan de producción es de muy antigua data, que esta organización ya existía entre los negros australianos hace muchos siglos, incluso milenios, de modo tal que tuvo tiempo para solidificarse en fórmulas rígidas, que lo que originariamente eran simples necesidades en el ámbito de la producción y del aprovisionamiento alimentario, se convirtieron en artículos de fe en la creencia de misteriosos vínculos. Estas relaciones, descubiertas por los ingleses Spencer y Gillen, se ven confirmadas por otro sabio, Frazier. Éste dice explícitamente: «Debemos tener presente que los distintos grupos totémicos no viven aislados unos de otros en la sociedad totémica; se mezclan y ejercitan sus fuerzas mágicas para el bien común. En el sistema originario los hombres del canguro cazaban y mataban (salvo que estemos equivocados) canguros tanto para consumo de todos los demás grupos totémicos como para el suyo propio, y así puede haber ocurrido con el tótem-oruga, el tótem-halcón y los demás. Bajo el nuevo sistema de forma religiosa, según el cual estaba prohibido a los hombres matar y comer los animales totémicos, los hombres del canguro siguieron produciendo canguros, pero no ya para su propio consumo; los hombres del emú prosiguieron incrementando los emús, aunque a ellos les estaba prohibido ahora probar carne de emú; los hombres de la oruga continuaron aplicando sus conjuros para la propagación de las orugas, por más que estos bocados exquisitos estaban destinados, en adelante, a otros hombres». En una palabra: lo que hoy se nos presenta como un sistema de culto ya era, en épocas muy antiguas, un sistema sencillo de producción social organizada con amplia división social del trabajo. Si nos fijamos ahora en la distribución de los productos entre los negros australianos, encontramos un sistema, si cabe, aún más detallado y complicado. Cada pieza cazada, cada huevo encontrado, cada puñado de frutos recolectado se atribuye para su consumo a unos u otros miembros de la sociedad, según un plan muy estricto. Por ejemplo, los alimentos vegetales recolectados por las mujeres, pertenecen a ellas y a sus niños. Las presas de caza de los hombres se reparten según reglas que difieren de una tribu a otra pero que en todas ellas son extremadamente precisas. El científico inglés Howitt, que estudió a los pueblos del sudeste de Australia principalmente en el distrito de Victoria, observó el siguiente tipo de distribución:
«Un hombre mata un canguro a cierta distancia del campamento. Lo acompañan otros dos hombres, pero no se acercan a asistirlo para matar al animal. La distancia hasta el campamento es considerable, por lo que el canguro es asado antes de ser llevado allá. El primer hombre enciende fuego, y los otros dos parten la presa, asan las entrañas entre los tres y las comen. La distribución se lleva a cabo del siguiente modo: los hombres número 2 y 3 reciben un muslo, el rabo y un muslo con un trozo de anca, por haber estado presentes y haber colaborado en la partición. El hombre número 1 conserva el resto y lo lleva al campamento. Su mujer lleva a sus padres la cabeza y la faldilla, y el resto va a los padres de él. Si no tiene carne, conserva un poco para sí, pero si tiene por ejemplo una zarigüeya, entonces entrega todo a otros. Si su madre ha pescado algo puede darle una parte, o bien sus suegros le dan una porción de la parte que les ha tocado; en este caso le dan algo también a la mañana siguiente. Los niños, en todos los casos, son provistos a través de los abuelos». (Somló, según Howitt, página 42). En una tribu rigen los siguientes preceptos; de un canguro, por ejemplo, el que lo ha matado recibe un trozo de lomo, el padre la faldilla, las costillas, los hombros y la cabeza; la madre el muslo derecho, el hermano menor la pata delantera izquierda, la hermana mayor un trozo cortado a lo largo de la faldilla, la menor la pata delantera derecha. Luego el padre da a sus propios padres el brazo y un trozo de la faldilla, la madre da a los suyos un trozo de muslo y la tibia. De un oso, el cazador conserva las costillas izquierdas, el padre recibe la pata trasera derecha, la madre la izquierda, el hermano mayor la pata delantera derecha, el menor la izquierda. La hermana mayor recibe la faldilla; la menor el hígado. El costillar derecho pertenece al hermano del padre, un trozo de costado al tío materno, y la cabeza va al campamento de los hombres jóvenes.
En cambio, en otra tribu, la comida obtenida se distribuye siempre en partes iguales entre todos los presentes. Si alguien mata, por ejemplo, un «wallaby» (especie de canguro pequeño) y se encuentran presentes, por ejemplo, diez o doce personas, cada una de ellas recibe un trozo del animal. Ninguno toca el animal ni trozo alguno de él antes que el que lo cazó le entregue su parte. Si por casualidad el que ha matado al animal está ausente cuando se lo asa, no lo toca de todos modos nadie hasta que él regresa y lo reparte. Las mujeres reciben trozos iguales a los de los hombres, y tanto el padre como la madre cuidan de proveer adecuadamente a los niños. (Somló, según Howitt página 43).
Estas diversas formas de distribución, que difieren de una tribu a otra dejan traslucir también su carácter antiquísimo en el hecho de que se presenten en formas rituales (Ratzel, 1894, 1, tomo 1°, página 333). Así se expresa toda una tradición, quizá milenaria, que rige para todas las generaciones como algo atávico, como una regla inviolable. Ahora bien, este sistema muestra nítidamente dos cosas. Ante todo, muestra que entre los negros australianos, la porción quizá más atrasada de la humanidad, la producción y el consumo, están organizados de acuerdo a un plan como asunto común y social; y en segundo término, que este plan está orientado nítidamente a la manutención y protección de todos los miembros de la sociedad y ello, por cierto, en correspondencia tanto con las necesidades de alimento como con el nivel de las fuerzas productivas: bajo toda circunstancia, se provee de lo necesario, ante todo a los ancianos, y éstos a su vez, así como las madres, se ocupan de los niños. Así, toda la vida económica de los australianos (la producción, la división del trabajo, la distribución de las provisiones) está estrictamente organizada de acuerdo con un plan que ha sido codificado en reglas fijas desde tiempos inmemoriales.
Pasemos ahora de Australia a Norteamérica. En el oeste se encuentran los escasos restos de los indios, que habitan en la isla Tiburón en el golfo de California y en una estrecha franja del vecino continente, y presentan un interés particular en razón de su total aislamiento y su hostilidad hacia los extraños, por lo que han conservado en alto grado de pureza sus antiguas costumbres. En 1895, científicos de los Estados Unidos emprendieron una expedición para investigar a esta tribu, y el norteamericano Mac Gee nos presenta los resultados. Según éstos, la tribu de los indios seri (pues así se llama este pueblo ahora muy reducido) se descompone en cuatro grupos que llevan los nombres de otros tantos animales. Los dos más importantes son el grupo del pelícano y el grupo de la tortuga. Los usos, costumbres y normas de estos grupos en relación con sus respectivos animales-tótem se mantienen en estricto secreto y fue casi imposible averiguarlos. Pero sí sabemos que su alimentación consiste principalmente en pelícanos, tortugas, pescados y otros animales marinos; si por otro lado tenemos en cuenta el sistema, ya reseñado, de los grupos totémicos entre los negros de Australia, podemos aceptar con cierta seguridad que también entre los indios californianos el misterioso culto de los animales totémicos y la distribución de sus tribus en grupos correspondientes a estos animales no es otra cosa que los restos de un sistema de producción con división del trabajo, estrictamente organizado y antiquísimo, que se osificó en símbolos religiosos. Nos afirma en esta conclusión, la circunstancia de que el genio tutelar máximo de los indios seri es el pelícano; por otro lado es esta ave la que constituye el fundamento de la vida económica de la tribu en cuestión. La carne de pelícano es la comida principal, la piel de pelícano sirve como vestido, lecho, escudo, y como principal artículo de intercambio con los extranjeros. Ahora bien, el trabajo principal de los seri, la caza, está estrictamente reglamentada. Así, por ejemplo, la caza del pelícano es una empresa común perfectamente organizada «de carácter por lo menos semi-ceremonial». Las cacerías deben tener lugar sólo en determinadas épocas, de modo que las aves sean respetadas durante la época de cría, para asegurar su proliferación. «Después de la matanza (realizada masivamente no presenta dificultades, pues estos animales son muy pesados) viene un gran banquete donde las familias, medio muertas de hambre devoran a tientas las partes más delicadas y beben en abundancia hasta que las domina el sueño. Al día siguiente, las mujeres seleccionan los pelícanos cuyos plumajes están menos dañados y separan las pieles cuidadosamente. “El festejo dura varios días y diversas ceremonias están vinculadas a él”. Ese “gran banquete” ese «devorar a tientas», y además con estruendo, que el profesor Bücher quisiera tomar como signo de conducta puramente animal está en realidad muy bien organizado (el propio carácter ceremonial nos lo indica suficientemente). Las normas estrictas de la distribución y del consumo están ligadas al carácter planificado de la cacería. La comida celebrada colectivamente se desarrolla en cierta sucesión: primero viene el cacique (que previamente había dirigido la cacería), luego los demás guerreros por orden de edad, luego la mujer más vieja y detrás de ella sus hijas, finalmente los niños por orden de edad y las muchachas, que sobre todo si están cerca de la pubertad, gozan de grandes ventajas gracias a la indulgencia de las mujeres. «Cada miembro de la familia o del clan puede reivindicar su derecho a la comida y al vestido necesarios, y las medidas destinadas a cubrir esta necesidad están a cargo de todos los demás. El grado de importancia de esta obligación depende en parte de la vecindad, de modo tal que comienza por la persona más próxima, pero principalmente del rango y de la responsabilidad en el grupo (habitualmente en relación con la edad). En una comida es obligación de la primera persona ocuparse de que quede suficiente para la que le sigue en el orden establecido, y esta obligación se escalona hacia abajo de tal forma que se provee incluso la necesidad de los niños, incapaces de satisfacerse por sí mismos». (Somló, según Mac Gee, página 128).
En cuanto a Sudamérica, poseemos el testimonio del profesor von der Steinen referente a la tribu salvaje de los bororo en Brasil. También en este caso rige ante todo la típica división del trabajo: las mujeres procuran los alimentos vegetales, buscan raíces con un bastón puntiagudo, trepan ágilmente a las palmeras recolectando cocos, cortan en la copa las hojas comestibles, buscan frutas y desempeñan otras tareas semejantes. Las mujeres preparan también los alimentos vegetales, y asimismo fabrican los cacharros. Cuando regresan entregan a los hombres frutas, etc., y reciben la carne que queda. La distribución y el consumo están estrictamente reglamentados.
«La etiqueta no impedía en absoluto a los bororo [dice von der Steinen] comer juntos, mientras que para ello tenían otros extraños usos que ponen nítidamente de manifiesto que las tribus que dependen de las presas estrictamente necesarias de la caza tienen que encontrar algún tipo de medios para evitar las riñas y pendencias en la distribución. Así, existía en primer término una regla de lo más singular: ¡Nadie asaba la pieza que había cazado él mismo, sino que la entregaba a otro para que la asara! Se toma una precaución del mismo tipo en relación a las pieles y dientes de los animales. Cuando se ha matado un jaguar, se efectúa un gran festejo; la carne se come. Pero el cazador no recibe la piel y los dientes sino que se destinan al pariente más cercano del indio o de la india que ha muerto más recientemente. El cazador es homenajeado, todos le regalan plumas de papagayo (el ornamento de máxima distinción entre los bororo) y el arco ornado con cintas de oasú. Pero la norma más importante que impide la discordia está ligada a las funciones del médico o, como acostumbran decir los europeos en tales casos, del brujo o sacerdote. Éste debe estar presente cuando se mata a cualquier animal, pero ante todo debe autorizar mediante ciertas ceremonias la distribución de cada animal muerto y también de los alimentos vegetales. La cacería se desarrolla ante el llamamiento del cacique y bajo su dirección. Los hombres jóvenes y solteros viven juntos en la “casa de los hombres”, donde trabajan en común, fabrican armas, utensilios y adornos, hilan, practican lucha y comen también en común en medio de la más estricta disciplina como ya hemos dicho. «La familia en la que alguien muere [dice von der Steinen] experimenta una gran pérdida pues todo lo que usaba el muerto se quema, se arroja al río o se pone con sus huesos para que no tenga ningún motivo para regresar. La choza es enteramente desocupada. Sólo que los deudos reciben regalos, se hacen arcos y flechas para ellos y la costumbre quiere también que, cuando se mata un jaguar, reciba la piel el hermano de la última mujer muerta o el tío del último hombre muerto». (Karl von der Steinen, Unter den Naturvölkern Brasiliens páginas 378-389). De manera que en la producción y en la distribución reine un plan y una organización social perfectamente determinados.
Si recorremos el continente americano hasta su extremo meridional, encontramos en Tierra del Fuego uno de los pueblos más atrasados. Son los fueguinos, que habitan el inhóspito archipiélago situado en el extremo sur de Sudamérica, y sobre quienes los primeros informes nos vienen del siglo XVII. En el año 1698, por iniciativa de piratas franceses, que habían servido en los mares del sur durante largos años, el gobierno francés envió una expedición. Uno de los ingenieros que participaron nos dejó un diario que contiene las modestas informaciones siguientes sobre los fueguinos:
«Cada familia, es decir padre, madre e hijos aún solteros, tiene su piragua (bote de corteza de árbol) en la que llevan todo lo que les hace falta. Se echan a dormir allí donde les sorprende la noche. Si no hay ninguna choza, erigen una. En el medio encienden una pequeña fogata, alrededor de la cual yacen sobre algunas hierbas amontonadas. Si tienen hambre, cocinan moluscos que el más anciano distribuye entre ellos por partes iguales. La ocupación principal y la obligación de los hombres consiste en la erección de la choza, la caza y la pesca; corresponde a las mujeres el cuidado de las canoas y la provisión de moluscos… Cazan ballenas del siguiente modo: parten cinco o seis canoas juntas y, cuando encuentran una, la persiguen, la arponean con grandes saetas de punta habilidosamente labrada en hueso o piedra… Cuando han matado un animal o ave, o capturado peces y moluscos de los que constituyen su alimento habitual, los distribuyen entre las familias, con lo que nos aventajan en el hecho de que tienen en común prácticamente la totalidad de sus alimentos». (Rapport de la 2e séance du Congres International des Americanistes a París en 1890, fait par M. G. Marcel, París 1892, página 491).
Pasemos de América a Asia. Sobre las tribus de pigmeos de los mincopies del archipiélago de las Andaman (en el Golfo de Bengala) nos ilustra el investigador inglés E. H. Mall, que pasó entre ellos once años y llegó a conocerlos más que cualquier otro europeo:
Los mincopies se dividen en nueve tribus, y cada tribu en un número mayor de pequeños grupos de 30 a 50 miembros, a veces hasta 300. Cada grupo tiene su jefe, y la tribu en conjunto un cacique situado por encima de todos. Pero su autoridad está muy limitada; consiste principalmente en la organización de asambleas de todas las comunidades pertenecientes a la misma tribu. También dirige la caza, la pesca y las excursiones, y asimismo arbitra en los conflictos que se suscitan. Dentro de cada comunidad el trabajo es llevado a cabo en común y, por cierto, con división de tareas entre hombres y mujeres. A los hombres corresponden la caza, la pesca, el aprovisionamiento de miel, la fabricación de canoas, de arcos, flechas, y otros utensilios; las mujeres proveen de madera y agua, así como alimentos vegetales, producen alhajas y cocinan. Todos los hombres y mujeres que quedan en casa, los niños, los enfermos y los ancianos, tienen la obligación de mantener el fuego en las diversas chozas; todo aquel que es apto para el trabajo está obligado a trabajar para sí y para la comunidad, y es también habitual que cuiden de que haya siempre provisiones almacenadas para ofrecer a los amigos que llegan. Los niños pequeños, los débiles y los ancianos son objeto especial de los cuidados de todos, y sus necesidades cotidianas son satisfechas mejor que las de los restantes miembros de la sociedad.
Existen ciertas reglas sobre la alimentación. Un hombre casado sólo puede comer con otros hombres, de su mismo estado o soltero, pero nunca con mujeres fuera de las pertenecientes a su propio hogar, a menos que esté ya en edad avanzada. Los solteros celebran sus comidas por separado (por un lado los jóvenes, las muchachas por otro).
La preparación de la comida es obligación habitual de las mujeres, que suelen cumplir durante la ausencia de los hombres. Pero si se encuentran ocupadas más allá de lo habitual por la obtención de madera o agua, como ocurre en los días festivos o después de una cacería particularmente fructífera, cocina uno de los hombres que, cuando la comida está medio hecha la distribuye entre los presentes y delega en ellos la terminación en sus propios hogares. Si está presente el cacique, recibe la primera parte, y la parte del león sin duda alguna, luego vienen los hombres y les siguen las mujeres y los niños; lo que queda pertenece al distribuidor.
Los mincopies pasan una parte importante del día en la preparación de sus armas, utensilios y otros artículos, y le dedican gran cuidado, de modo que pueden pasar horas trabajando laboriosamente un trozo de hierro con un martillo de piedra para sacar de él una punta de lanza o de flecha o mejorando la forma de un arco, etc. Estos trabajos deben llevarse a cabo aunque no haya ninguna necesidad inmediata o previsible que los obligue a tal esfuerzo. No se puede afirmar que sean egoístas (aunque se diga lo contrario) pues obsequian (naturalmente se trata de una expresión errónea debida a la mala interpretación europea en vez de «distribuyen») frecuentemente lo mejor de lo que tienen y no conservan para su propio uso en modo alguno los objetos mejor trabajados ni, menos aún, los hacen para sí. (Somló, según Man, páginas 96-99).
Quisiéramos cerrar la anterior serie de ejemplos con una muestra representativa de la vida de los salvajes de África. Los pequeños bosquimanos del desierto de Kalahari constituyen el ejemplo habitual del mayor atraso y del nivel más bajo de la cultura humana para ese continente. Los investigadores alemanes, ingleses y franceses nos informan unánimemente que viven en grupos (hordas) de vida económica comunitaria. En sus pequeñas bandas reina perfecta igualdad en relación con los alimentos, armas, etc. Los alimentos que recogen en sus excursiones se juntan en sacos que luego vacían en el campamento. «Entonces [relata el alemán Passarge] sale a la vista la cosecha del día: raíces, tubérculos, frutos, orugas, abubillas, ranas, tortugas, langostas, incluso culebras e iguanas». Luego se distribuye el botín entre todos. «La recolección sistemática de vegetales, tales como frutas, raíces, tubérculos etc., así como de animales pequeños, corresponde a las mujeres. Tienen que proveer a la horda de tales provisiones, y los niños ayudan en ello. También el hombre trae muchas cosas que encuentra a su paso casualmente, sólo que para él la recolección es completamente secundaria. La obligación del hombre es, ante todo, la caza». La horda come en común la presa. Junto al fuego comunitario se ofrece sitio y comida también a bosquimanos que pasan, pertenecientes a hordas amigas. Passarge, como buen europeo, ve inmediatamente con las gafas espirituales de la sociedad burguesa, en la «exagerada virtud» con la que los bosquimanos comparten con otros hasta el último resto de todo, ¡una causa de su incapacidad cultural! (Somló, página 116).
Así resulta que los pueblos más primitivos y, por cierto, aquellos que se encuentran muy lejos de la vida sedentaria y de la agricultura, que, por todo lo que conocemos a partir de la observación directa, se encuentran en cierta medida en el punto de arranque de la cadena de la evolución, nos presentan un cuadro completamente distinto del esquema de Herr Grosse. Por todas partes distinguimos comunidades económicas estrictamente reglamentadas con rasgos típicos de la organización comunista, y no «dispersión» y «economía individual». Esto se refiere a los «cazadores inferiores». Con respecto a los «cazadores superiores» basta con el cuadro que ofrece la economía de clan de los iroqueses, tal como la describió Morgan detalladamente. Pero también los criadores de ganado proporcionan material suficiente para desmentir las audaces afirmaciones de Grosse.
La comunidad agrícola de marca no es la única, sino simplemente la más altamente desarrollada, no la primera sino la última de las organizaciones comunistas originarias que encontramos en la historia económica. No es siquiera un producto de la agricultura sino de las tradiciones infinitamente anteriores del comunismo que, nacido en el seno de la organización gentilicia y finalmente aplicado a la agricultura, alcanzó justamente en ella un nivel tal que apresuró su declinación. Así pues, los hechos no confirman en absoluto el esquema de Grosse. Ahora, si le pedimos una explicación de esta notable aparición del comunismo, que surge en medio de la historia económica para perderse de nuevo poco después, Herr Grosse nos suministra una de sus ingeniosas explicaciones’ «materialistas»: «Hemos visto, realmente, que el clan adquirió tanta más fuerza y arraigo entre los agricultores inferiores que entre los pueblos de otros niveles de cultura porque es en ese nivel donde surge como comunidad de vivienda, propiedad y economía. El hecho de que allí se haya desarrollado hasta ser tal se explica a su vez por la naturaleza de la agricultura inferior, que unifica a los hombres, mientras que la caza y la cría de ganado los dispersa» (página 158). De modo tal que la «unificación» espacial o, al contrario, la «dispersión» de los hombres en su trabajo decide si reina el comunismo o la propiedad privada. Lástima que Herr Grosse haya olvidado explicamos por qué las selvas y prados, donde la gente se «dispersa» más a gusto, mantuvieron por más tiempo (en ciertos casos hasta la actualidad) la propiedad comunitaria, mientras que los campos de cultivo donde la gente se «unifica», fueron los primeros en pasar al régimen de propiedad privada. Y luego por qué la forma de producción que más «unifica» a los hombres en toda la historia económica, la gran industria, ha traído aparejada no la propiedad común sino la forma más desarrollada de la propiedad privada, la propiedad capitalista.
Como puede observarse, el «materialismo» de Grosse es una prueba más de que no basta hablar de la «producción» y su importancia en la vida económica de la sociedad para concebir la historia de modo materialista. Separado de su otro aspecto, de la idea revolucionaria de desarrollo, el materialismo histórico se convierte en una burda y tosca muleta de madera en vez de ser, como en Marx, un aletazo genial del espíritu investigador.
Ante todo queda de manifiesto que Grosse, que tanto habla de la producción y sus formas, no comprende los conceptos más fundamentales de las relaciones de producción. Ya hemos visto que por formas de producción entiende, en primer término, categorías meramente externas tales como la caza, la cría de ganado, o la agricultura. Para resolver luego, en el interior de cada una de estas «formas de producción», el problema de las formas de propiedad (propiedad común, familiar o privada y la identidad del poseedor) distingue categorías como «propiedad de bienes raíces» y «de bienes muebles». Si encuentra titulares diferentes para esas diferentes propiedades, se pregunta cuál es la más importante. La que al arbitrio de Grosse le parece más importante, ésa pasa a ser, a su criterio, la forma de propiedad dominante en la sociedad. Así dictamina, por ejemplo, que entre los cazadores superiores «la propiedad mueble ya ha adquirido cierta importancia», que ella es más importante que la propiedad del suelo y, puesto que los bienes muebles, inclusive los alimentos, serían propiedad privada, Grosse no reconoce en este caso ninguna economía comunista pese a que la propiedad comunitaria de la tierra es evidente.
Ahora bien, tales distingos según signos puramente exteriores (como bienes muebles y bienes inmuebles) no tienen el menor sentido en relación con la producción y se encuentran más o menos al mismo nivel que las demás distinciones que efectúa Grosse entre las formas de familia según que dominen los hombres o las mujeres, o entre las formas de producción según sus efectos de dispersión o de unificación. La «propiedad mueble», por ejemplo, puede consistir en alimentos (o en materias primas, alhajas y objetos culturales o en instrumentos). Pueden producirse bienes muebles para el uso propio de la sociedad en cuestión o para el intercambio. Según esto, su importancia variará mucho en relación con las relaciones de producción. Grosse juzga de forma especial las relaciones de producción y de propiedad de los pueblos (y en ello es un representante típico de la ciencia burguesa actual) según los alimentos y demás objetos de consumo en el sentido más amplio. Encuentra que los objetos de consumo son apropiados y utilizados individualmente, y en virtud de ello queda demostrado, según él, que la propiedad individual domina en el pueblo que está considerando. Ésta es la vía típica por la cual se descarta hoy «científicamente», el comunismo originario. (Somló). Desde este profundo punto de vista una comunidad de mendigos tal como se la encuentra frecuentemente en Oriente, que pone en común los modestos dones que recibe y los devora en común, o la banda de ladrones que consume solidariamente lo robado, aparecen como un cultivo de «comunidad económica comunista». En comparación una comunidad de marca, que posee y trabaja la tierra de forma colectiva pero consume los frutos por familia (cada familia lo producido por su parcela) puede ser denominada «comunidad económica sólo en un sentido muy limitado». En pocas palabras, lo decisivo en cuanto al carácter de la producción es, según esta concepción, el derecho de propiedad de los medios de consumo y no de los medios de producción, es decir las condiciones de la distribución y no de la producción. Aquí hemos llegado a un punto central de la concepción de la economía política, punto de importancia básica para la comprensión de toda la historia económica. Dejemos librado a su suerte, a Herr Grosse, y concentrémonos ahora en esta cuestión general.
IV
Quien aborda el estudio de la historia económica, quien quiere conocer las diversas formas en que se han presentado las relaciones económicas de la sociedad en su desarrollo histórico, tiene que alcanzar claridad ante todo en cuanto a qué signo de las relaciones económicas ha de tomar como piedra de toque y patrón de medida de dicho desarrollo. Para poder orientarse en la multiplicidad de los fenómenos correspondientes a una esfera determinada y concretamente para desentrañar su devenir histórico es indispensable saber qué factor constituye el eje interior alrededor del cual giran los fenómenos. Morgan por ejemplo, tomó como patrón de la historia de la cultura y piedra de toque del nivel de ésta en cada caso, un factor perfectamente determinado (el desarrollo de la técnica productiva). Con ello, por decirlo así, captó las raíces de la existencia cultural global de la humanidad. Ahora bien, para nuestros fines, para la historia económica, el patrón de medida de Morgan no basta. La técnica del trabajo social muestra por cierto el nivel alcanzado por los hombres de cada período en la dominación de la naturaleza exterior. Cada nuevo paso dado en el perfeccionamiento de la técnica de producción es a la vez un nuevo paso en el camino del sojuzgamiento de la naturaleza física por el espíritu humano y, en virtud de ello, un paso en el desarrollo de la cultura humana general. Pero si pretendemos específicamente investigar las formas de la producción en la sociedad, entonces no nos basta la relación de los hombres con la naturaleza, en ese caso el centro de nuestro interés se coloca en otro aspecto del trabajo humano: son las relaciones entre los hombres en el trabajo, es decir que nos interesa no la técnica de la producción, sino su organización social. En cuanto al nivel cultural de un pueblo primitivo es muy ilustrativo que sepamos que este pueblo conoce el torno de alfarería y ejerce este oficio. Morgan toma este significativo progreso en la técnica como mojón de todo un período cultural que caracteriza como transición del salvajismo a la barbarie. Pero en realidad, con el conocimiento de datos tan pobres podemos llegar a muy pocas conclusiones sobre la forma de producción de este pueblo. Para ello tenemos que averiguar previamente toda una serie de circunstancias, por ejemplo quién, en el seno de la sociedad, ejerce el oficio de alfarería, si son todos los miembros de la sociedad o bien sólo parte de ellos, quizás un sexo, las mujeres, por ejemplo, quienes proveen de cacharros a la comunidad; si los productos de la artesanía alfarera se aplican sólo al consumo de la comunidad, quizás de la aldea, o si sirven para el intercambio con otros; si los productos elaborados por cada persona que ejerce la alfarería son usados sólo por ella misma o si, por lo contrario, todos los objetos producidos sirven en común a todos los miembros de la comunidad. Como se ve, son variadas las relaciones sociales que pueden determinar el carácter de la forma de producción en una sociedad: división del trabajo, distribución de los productos entre los consumidores, intercambio. Pero todos estos aspectos de la vida económica están, a su vez, determinados por un factor decisivo de la producción. Basta una simple mirada para darse cuenta que la distribución de los productos, así como el intercambio mismo, no pueden ser más que fenómenos derivados. Para que los productos puedan ser distribuidos entre los consumidores o intercambiados, ante todo tienen que ser elaborados. Así, la producción es el momento primero y más importante de la vida económica de la sociedad. Pero en el proceso de producción lo decisivo es lo siguiente: ¿en qué relación se encuentran los trabajadores con sus medios de producción? Todo trabajo requiere ciertas materias primas, un lugar de trabajo determinado y, luego, ciertos instrumentos. Ya conocemos cuán grande es la significación que corresponde a los instrumentos de trabajo y a su producción en la vida de la sociedad humana. La fuerza humana para ejecutar el trabajo y producir los medios de consumo, en el sentido más amplio, necesarios para la vida de la sociedad, se aplica a estos instrumentos y los demás medios de producción inertes. Ahora bien, la relación entre los hombres que trabajan con sus medios de producción es la primera cuestión relativa a la producción y su factor decisivo. No nos referimos aquí a la relación técnica, no nos referimos a la mayor o menor perfección de los medios de producción con los cuales los hombres trabajan, ni a la forma como abordan su trabajo. Nos referimos a la relación social entre la fuerza humana de trabajo y los inertes medios de producción. Concretamente nos referimos a la cuestión: ¿a quién pertenecen los medios de producción? Esta relación se ha modificado muchas veces en el curso de los tiempos, y con ella todo el carácter de la producción, (la distribución de los productos, la forma de la división del trabajo, la dirección y los alcances del intercambio y, finalmente, toda la vida material y espiritual de la sociedad). Según que los trabajadores posean en común sus medios de producción, o que cada uno posea los suyos, o que al contrario sean ellos mismos, como medios de producción, propiedad de no-trabajadores, o que como esclavos se encuentren encadenados a los medios de producción, o que como hombres libres carentes de todo medio de producción, se encuentren forzados a vender su fuerza de trabajo como medio de producción, tenemos una economía comunista o de pequeños campesinos y artesanos, o una economía esclavista, o una economía feudal basada en la servidumbre o, finalmente, una economía capitalista basada en el trabajo asalariado. Y cada una de estas formas económicas tiene un tipo particular de división del trabajo, de distribución de los productos, de intercambio, de vida social, jurídica y espiritual. Ha bastado, en la historia económica de los hombres, que se modificasen radicalmente las relaciones entre los trabajadores y los medios de producción para que, en cada ocasión, se modificasen también radicalmente todos los demás aspectos de la vida económica, política y espiritual, para que surgiera una sociedad enteramente nueva. Existe, por cierto, una interacción permanente entre todos estos aspectos de la vida económica de la sociedad. No sólo la relación de la fuerza de trabajo con los medios de producción influye sobre la división del trabajo, la distribución de los productos, el intercambio, sino que también éstos actúan inversamente, por su parte, sobre aquella relación de producción. Pero el tipo de influencia es distinto en uno y otro caso. El tipo de división del trabajo, la distribución de las riquezas, concretamente el intercambio, prevalecientes en cada nivel de desarrollo de la economía, pueden socavar poco a poco la relación entre la fuerza de trabajo y los medios de producción de la cual ellos mismos han surgido. Pero su forma se modifica cuando en la relación (que se ha tornado inactual) entre fuerza de trabajo y medio de producción se ha producido una revolución radical. Así es como las respectivas revoluciones que han tenido lugar en la relación de la fuerza de trabajo y los medios de producción constituyen las piedras miliares visibles en el camino de la historia económica; son verdaderos mojones que marcan las épocas naturales en el desarrollo económico de la sociedad humana. Un examen del método más apreciado actualmente por la economía política burguesa alemana y corrientemente adoptada para dividir la historia económica, mostrará con claridad la enorme importancia que tiene, para comprender la historia económica, saber distinguir lo esencial de lo secundario. Nos referimos a la clasificación del profesor Bücher. En su Entstehung der Volkswirtschaft (Surgimiento de la economía nacional), el profesor Bücher señala la importancia de una clasificación correcta de la historia económica en épocas, para la comprensión de dicha historia. Pero, según su costumbre, no aborda sencillamente la cuestión para no exponernos los resultados de sus investigaciones racionales, sino que previamente nos prepara para una correcta apreciación de su obra explayándose sobre las insuficiencias de todos sus antecesores.
«El primer problema [dice] que el economista tiene que plantearse si pretende comprender la economía de un pueblo en una época remota, será éste: ¿Su economía es una economía nacional; sus fenómenos son idénticos a los de nuestra economía comercial de hoy, o son ambas esencialmente distintas? No puede resolverse este problema sin renunciar a investigar los fenómenos económicos del pasado con los mismos medios de análisis conceptual y de deducción psicológica, que han dado resultados tan brillantes en manos de los maestros de la antigua economía nacional “abstracta” para el estudio de la economía del presente».
«Es necesario reprochar a la escuela “histórica” moderna que traslade al pasado sin el menor reparo las categorías habituales, abstraídas de los fenómenos de la economía nacional moderna, o de haber dado tantas vueltas alrededor de los conceptos correspondientes a la economía comercial que finalmente, bien o mal, parecieron aplicables a todas las épocas económicas en vez de penetrar la esencia de las épocas económicas pretéritas. En nada se nota esto más nítidamente que en la forma como se caracterizan las diferencias entre el tipo de economía actual de los pueblos cultos y la economía de épocas pretéritas o de pueblos de pobre evolución cultural. Es lo que ocurre con el planteamiento de los llamados niveles de desarrollo, denominación en la cual se incluye según lugares comunes toda la marcha del desarrollo de la historia económica… Todos los intentos anteriores de esa clase presentan el inconveniente de no conducir a la esencia de las cosas, incapaces de penetrar la superficie». (Bücher, Entstehung der Volkwirtichaft, página 54).
Ahora bien, ¿qué clasificación de la historia económica propone el profesor Bücher? Escuchemos.
“Si queremos concebir toda esta evolución desde un punto de vista único, éste sólo puede ser un punto de vista que nos permita acceder a los fenómenos esenciales de la economía nacional, pero que nos revela al mismo tiempo el factor organizativo de los períodos económicos anteriores. No puede ser otro que la relación entre la producción de los bienes con el consumo de los mismos o, más precisamente, la longitud del trayecto que recorren los bienes del productor al consumidor. Desde este ángulo llegamos a dividir toda la evolución económica en tres etapas, al menos en el caso de los pueblos de Europa central y occidental, donde ella puede seguirse con mayor precisión histórica.
1. La etapa de la economía doméstica cerrada (producción sólo para sí, economía sin intercambio), en la cual los bienes se consumen en la misma unidad donde han sido elaborados.
2. La etapa de la economía urbana (producción para los clientes o nivel del intercambio simple), en la cual los bienes pasan directamente de la unidad de producción a la de consumo.
3. Etapa de la economía nacional (producción de mercancías, circulación de los bienes), en la cual los bienes tienen que pasar generalmente por una serie de unidades antes de llegar a ser utilizados”. (Bücher, obra citada, página 58).
Este esquema de la historia económica es interesante ante todo por lo que no contiene. Para el profesor Bücher, la historia económica comienza con la comunidad de marca de los pueblos civilizados europeos, es decir sólo con la agricultura superior. Todo el lapso milenario de las relaciones de producción primitivas que precedieron a la agricultura superior, etapa en la que se encuentran aún numerosos pueblos, Bücher lo conceptúa como «no-economía», como el período de su famosa «búsqueda individual del alimento» y del «no-trabajo». Así el profesor Bücher inicia la historia económica con la forma postrera del comunismo originario, en la que, con la vida sedentaria y la agricultura superior, están ya en marcha los gérmenes de la inevitable descomposición y de la transición a la desigualdad, la explotación y la sociedad de clases. Grosse niega el comunismo en todo el período de desarrollo previo a la comunidad de marca agrícola; Bücher, por su parte, elimina directamente ese período de la historia económica.
La segunda etapa, la de la «economía urbana» cerrada es otro descubrimiento trascendental que debemos, como diría Schurtz, a la «mirada genial» de nuestro profesor de Leipzig. Si la «economía doméstica cerrada» de una comunidad de marca, por ejemplo, se caracterizaba por abarcar un círculo de personas que satisfacían todas sus necesidades económicas dentro de esta economía doméstica debe señalarse que en la ciudad medieval de Europa central y occidental (pues Bücher sólo incluye estas regiones en su «economía urbana») ocurría directamente lo contrario. En la ciudad medieval no existía ninguna «economía» común sino (para expresamos en la jerga propia del profesor Bücher) tantas «economías» como talleres y hogares de artesanos agremiados, cada una de las cuales producía, vendía y consumía independientemente (si bien dentro de reglas gremiales y municipales). Pero tampoco la ciudad corporativa medieval constituía en Alemania o en Francia un espacio económico «cerrado», puesto que su existencia se apoyaba justamente en el intercambio recíproco con el campo del que recibía alimentos y materias primas y para el cual elaboraba productos industriales. Bücher inventa, alrededor de cada ciudad, una extensión de campo cerrado que incluye en su «economía urbana», reduciendo cómodamente el intercambio entre ciudad y campo al intercambio con campesinos de las inmediaciones. Las cortes de los ricos señores feudales, que eran los mejores clientes del comercio urbano y que estaban, en parte, dispersos lejos de las ciudades y, en parte, tenían su sede en algunas de ellas, en el caso de las ciudades imperiales y episcopales son dejadas de lado completamente a pesar de que constituían un espacio económico propio. Del mismo modo Bücher abstrae totalmente el comercio exterior, que tenía una gran importancia para las relaciones económicas medievales y particularmente para los destinos de las ciudades. Pero el profesor Bücher no presta atención a lo verdaderamente característico de las ciudades medievales: que eran núcleos de la producción mercantil, que se había convertido allí por primera vez en la forma de producción dominante. Bücher lo ignora. Al contrario, para él la producción mercantil comienza justo en la etapa de la «economía nacional» (como es sabido, la economía burguesa acostumbra a designar con esta ficción el sistema económico capitalista actual, o sea una etapa de la vida económica que se caracteriza justamente por ser, no producción mercantil simplemente, sino producción capitalista). Grosse denomina la producción mercantil, sin más ni más, «industria», mientras que el profesor Bücher para probar la superioridad de un profesor de economía sobre un simple sociólogo transforma sin más ni más la industria en «producción mercantil».
Pasemos de estas cuestiones laterales a la cuestión fundamental. El profesor Bücher establece como primera «etapa» de su historia económica la «economía doméstica cerrada». ¿Qué entiende por ello? Ya hemos mencionado que este nivel comienza con la comunidad agrícola aldeana. Pero, fuera de la primitiva comunidad de marca, el profesor Bücher incluye en la etapa de la «economía doméstica cerrada» otras formas históricas, concretamente la antigua economía esclavista de los griegos y romanos y el dominio servil del feudalismo medieval. Toda la historia económica de la humanidad civilizada, desde la oscura prehistoria, incluyendo la Antigüedad clásica, y todo el Medioevo, hasta el umbral de la Modernidad, resulta englobada como una «etapa» de la producción a la que se le opone como segunda etapa la ciudad corporativa europea medieval y, como tercera, la economía capitalista actual. De modo que, en la historia económica del profesor Bücher, la comunidad aldeana comunista que lleva adelante su tranquila existencia en cualquier parte de los valles montañosos del Penjab en India, la economía doméstica de Pericles en la época brillante del florecimiento de la cultura ateniense y el dominio feudal del obispo de Bamberg en la Edad Media aparecen incluidos en la misma «etapa económica». Pero cualquier niño dotado de algunos superficiales conocimientos procedentes de los libros escolares de historia tiene que captar que aquí se han puesto en el mismo saco fenómenos que son fundamentalmente distintos. En las comunidades agrarias comunistas, igualdad de la masa campesina en derechos y posesiones; en las antiguas Grecia o Roma, así como en la Europa medieval feudal, el más rígido desarrollo de clases sociales, hombres libres y esclavos, privilegiados y masas privadas de todo derecho, señores y siervos, riqueza y pobreza o miseria. Allí, obligación de trabajar para todos, aquí oposición directa entre la masa subyugada de los trabajadores y la minoría dominante de los ociosos. Y, a su vez, entre la economía esclavista antigua de los griegos o romanos y la economía feudal medieval existía una diferencia tan grande que la esclavitud antigua, en última instancia, produjo el ocaso de la cultura greco-romana mientras que el feudalismo medieval engendró en su seno la artesanía corporativa con el comercio urbano y, por esta vía, en última instancia el capitalismo actual. De modo que quien agrupa bajo un mismo concepto, en un mismo esquema, todas estas formas económicas y sociales y épocas históricas tan enormemente distantes unas de otras tiene que aplicar a los períodos económicos un criterio sumamente original. El propio profesor Bücher nos explica amablemente qué patrón de medida utiliza para crear su noche de la «economía doméstica cerrada» en la que todos los gatos son pardos, sacándonos con un paréntesis de nuestra perplejidad conceptual. «Economía sin intercambio» es el nombre de la primera etapa que se extiende desde el comienzo de la historia escrita hasta la Modernidad y a continuación de la cual se colocan la ciudad medieval como «etapa del intercambio directo» y el sistema económico actual como «etapa de la circulación de los bienes». Así pues, no intercambio, intercambio simple o intercambio complejo (en términos más simples: ausencia de comercio, comercio simple, comercio mundial desarrollado), he aquí el patrón de medida que el profesor Bücher aplica a las épocas económicas. El problema fundamental de la historia económica consiste en dilucidar si el comerciante ya está, o aún no está en el mundo, si se confunde con el productor en una misma persona o constituye una persona separada y distinta. Perdonemos al profesor, por el momento, su «economía sin intercambio»; no es más que una quimera profesoral que no se ha descubierto todavía en ningún rincón de la Tierra y que, aplicada a las antiguas Grecia o Roma, o a la Edad Media feudal a partir del siglo X, constituye una fantasía histórica de una estupenda audacia. Tomar como patrón de medida del desarrollo de la producción, no las relaciones de producción, sino las relaciones de intercambio, considerar la figura del comerciante el centro del sistema económico y la medida de todas las cosas allí donde aún ni existe siquiera (¡ésos son los brillantes resultados del «análisis conceptual, de la deducción psicológica» y, ante todo, de la «penetración en la esencia de las cosas», desechando todo «quedarse-en-la-superficie»!). El viejo y sencillo esquema de la «escuela histórica», la clasificación de la historia económica en tres épocas: la «economía natural, la economía monetaria y la economía crediticia», ¿no es mucho mejor y más próximo a la verdad que este producto pretencioso del ingenio del profesor Bücher, que tuerce primero la nariz ante todos los «intentos anteriores de este tipo» para, luego, tomar como idea básica exactamente el mismo «quedarse en la superficie» del intercambio desfigurándolo apenas mediante argumentos pedantes hasta hacer de él un esquema totalmente errado?
No es por azar que la ciencia burguesa se «quede en la superficie» de la historia económica. Entre los sabios burgueses, algunos como Friedrich List, dividen la historia según la naturaleza exterior de las principales fuentes de alimentación y distinguen las épocas de la caza, de la cría de ganados, de la agricultura y de la industria (clasificaciones que no alcanzan siquiera para una historia exterior de la cultura). Otros, como el profesor Hildebrand, dividen la historia económica, según la forma exterior del intercambio, en economías natural, monetaria y crediticia o, como Bücher, en economías sin intercambio, de intercambio directo y de circulación mercantil. Otros, como Grosse, toman la distribución de los bienes como punto de partida de su caracterización de las formas económicas. En una palabra, los sabios de la burguesía colocan en el primer plano de sus caracterizaciones históricas el intercambio, la distribución, el consumo, todo, menos la forma social de la producción, es decir aquello que, justamente, es decisivo en todas las épocas históricas y de donde resultan el intercambio, la distribución y el consumo en su particular configuración. ¿A qué se debe esto? A la misma razón que los mueve a plantear la «economía nacional», es decir el modo de producción capitalista, como peldaño máximo y último de la historia de la humanidad, y a negar el ulterior desarrollo de la economía mundial con sus tendencias revolucionarias. La forma social de la producción, es decir la cuestión de la relación de los trabajadores con los medios de producción, es el punto nodal de toda época económica, pero es también el punto más sensible de toda sociedad de clases, donde los medios de producción son ajenos a los trabajadores. De una u otra forma es el fundamento común de esas sociedades puesto que constituye la condición básica de toda explotación y dominación de clase. Apartar la atención de este punto sensible para concentrarla en los aspectos exteriores y secundarios no es, seguramente, la aspiración consciente del sabio burgués sino la repugnancia instintiva de la clase que él representa intelectualmente a probar el peligroso fruto del árbol del conocimiento. Un profesor absolutamente moderno y afamado, como Bücher, demuestra este instinto de clase con «mirada genial» cuando comprime alegremente en un extremo de su esquema extensos períodos históricos como el comunismo originario, la esclavitud, la economía servil con sus tipos fundamentalmente distintos de relaciones entre la fuerza de trabajo y los medios de producción mientras se explaya en sutiles distinciones concernientes a la historia de la industria, separando pretenciosamente las «tareas domésticas», el «trabajo asalariado», el «trabajo artesanal», el «trabajo a domicilio», etc. También los ideólogos de las masas explotadas, los más antiguos defensores del socialismo, los primeros comunistas erraban en las tinieblas, andaban en el aire con su prédica de la igualdad entre los hombres, mientras dirigían sus acusaciones y su lucha fundamentalmente contra la distribución injusta o (como algunos socialistas en el siglo XIX) contra las formas modernas del intercambio. Sólo cuando los mejores dirigentes de la clase obrera comprendieron que la distribución y el intercambio dependen de la organización de la producción, y que en ésta, la relación de los trabajadores con los medios de producción es decisiva, sólo entonces las aspiraciones socialistas encontraron un fundamento científico firme. A partir de esta concepción unificada, la posición científica del proletariado se separa de la burguesía en la comprensión de la historia económica, así como se había separado de ella en el terreno de la economía política. Así como corresponde al interés de clase de la burguesía encubrir la cuestión central de la historia económica en su movimiento histórico (la forma adoptada por las relaciones entre la fuerza de trabajo y los medios de producción), el interés del proletariado exige poner estas relaciones en primer plano, hacer de ellas el patrón de medida de la estructura económica de la sociedad. Para los trabajadores es necesario considerar los grandes virajes de la historia que delimitan la sociedad comunista antigua de la sociedad de clases posterior, así como las diferencias entre las diversas formas históricas de la propia sociedad de clases. Sólo quien comprende claramente las particularidades económicas de la sociedad comunista primitiva y las características de la economía esclavista antigua y de la economía servil medieval, puede comprender sólidamente por qué la sociedad capitalista ofrece por primera vez la posibilidad histórica de realizar el socialismo y en qué consiste la diferencia fundamental entre la economía mundial socialista del futuro y los grupos comunistas primitivos de la prehistoria.