WILL EL DEL MOLINO
EL LLANO Y LAS ESTRELLAS
EL molino donde vivía Will con sus padres adoptivos estaba en un valle muy hondo entre bosques de abetos y grandes montañas. Por detrás se alzaba una cumbre tras otra, algunas tan altas que en ellas no podían crecer los árboles y se erguían desnudas contra el cielo. Más arriba, había un pueblo largo y gris que parecía un jirón de niebla prendido en la colina boscosa, y, cuando el viento era favorable, el sonido de las campanas de la iglesia bajaba claro y argentino hasta donde estaba Will. Por debajo, la pendiente se volvía más pronunciada y el valle se ensanchaba por ambos lados; y desde un altozano que había cerca del molino, era posible verlo en toda su longitud hasta más allá de la ancha llanura, donde el río se retorcía y brillaba y avanzaba de ciudad en ciudad en su largo viaje hacia el mar. Daba la casualidad de que por aquel valle discurría un paso entre dos reinos vecinos, de manera que, a pesar de ser muy tranquilo y rural, el camino que corría a lo largo del río era, en realidad, una concurrida carretera entre dos sociedades espléndidas y poderosas. Durante todo el verano, los carruajes pasaban junto al molino arrastrándose cuesta arriba o descendiendo bruscamente hacia el valle; aunque, como la ascensión era mucho más fácil por el otro lado, en realidad el sendero solo lo frecuentaban quienes iban en la otra dirección, y, de todos los carruajes que veía pasar Will, solo uno de cada seis trepaba por la pendiente mientras que los otros cinco bajaban a toda prisa hacia el valle. Y aún era más así en el caso de los que viajaban a pie. Tanto los turistas ligeros de equipaje como los buhoneros cargados de extrañas mercancías, todos seguían el curso del río. Pero no acabó ahí la cosa, pues, cuando Will era todavía un niño, estalló una guerra desastrosa en gran parte del mundo. Los periódicos no hablaban más que de victorias y derrotas, la tierra resonaba bajo los cascos de los caballos y, con frecuencia, el tumulto de la batalla espantaba durante muchos días a la gente de sus labores en el campo. Transcurrió mucho tiempo sin que se oyera nada de eso en el valle, pero por fin uno de los generales envió un ejército a marchas forzadas a través del collado y, durante más de tres días, estuvieron pasando junto al molino hombres de a pie y de a caballo, cañones y armones, tambores y banderas. El crío los veía desfilar todo el día: los pasos rítmicos, las caras lívidas y sin afeitar bronceadas alrededor de los ojos, los uniformes descoloridos y las banderas desgarradas le inspiraban una sensación de fatiga, lástima y sorpresa, y por la noche oía los cañonazos y el ruido de las pisadas y el armamento pesado que seguían descendiendo por el sendero junto al molino. Nadie en el valle supo del destino de aquella expedición, pues en tiempos difíciles la gente prefiere abstenerse de chismorreos, sin embargo Will vio una cosa bien clara: que ninguno volvió jamás. ¿Dónde habrían ido? ¿Adónde iban todos aquellos turistas y los buhoneros cargados de extrañas mercancías? ¿Adónde iban los rápidos birlochos con un criado en el pescante? ¿Adónde iba el agua del torrente, que no cesaba de fluir valle abajo constantemente renovada desde arriba? Incluso el viento soplaba más a menudo hacia abajo y arrastraba las hojas muertas en el otoño. Era como si todas las cosas, animadas e inanimadas, se hubieran confabulado para descender leves y alegres, y solo él se quedara atrás, como un poste en un camino. A veces le alegraba ver cómo los peces asomaban la cabeza torrente arriba. Al menos ellos le eran fieles, mientras todo lo demás bajaba hacia el mundo desconocido.
Una noche le preguntó al molinero adónde iba el río.
—Baja por el valle —le respondió— y mueve muchos molinos, dicen que más de sesenta de aquí a Unterdeck, sin fatigarse lo más mínimo. Luego llega a las tierras bajas y riega todos sus cultivos y atraviesa varias ciudades preciosas (o eso me han dicho) donde viven reyes en grandes palacios, mientras los centinelas montan guardia en la puerta de aquí para allá. Pasa por debajo de puentes con hombres de piedra, que asisten curiosos y sonrientes al paso de las aguas, y personas de carne y hueso que se acodan en el pretil y también se asoman a verlas pasar. Y luego sigue y sigue y cruza por marismas y arenales hasta llegar por fin al mar, donde están los barcos que traen los pájaros exóticos y el tabaco de las Indias. ¡Sí, todavía le queda un largo camino por delante cuando pasa canturreando por nuestra aceña, bendito sea!
—¿Y qué es el mar? —preguntó Will.
—¡El mar! —gritó el molinero—. Que Dios nos ayude, ¡es la obra más grande de la Creación! En él confluyen todas las aguas del mundo en un gran lago salado. Es llano como la palma de la mano y tiene un aspecto tan inocente como el de un niño, aunque cuentan que, cuando el viento sopla, se alzan en su seno montañas mayores que las nuestras y se traga barcos enteros, más grandes que nuestro molino, y ruge de tal modo que se le oye desde tierra adentro a muchos kilómetros de distancia. Hay en él peces cinco veces más grandes que un toro y una vieja serpiente tan larga como nuestro río y tan vieja como el mundo, con patillas iguales a las de un hombre y una corona de plata en la cabeza.
Will pensó que nunca había oído hablar de nada parecido y siguió haciendo preguntas y más preguntas sobre el mundo que se extendía río abajo con todos sus peligros y maravillas, hasta que despertó también el interés del viejo molinero, quien acabó por cogerlo de la mano y conducirlo al altozano desde donde se divisaban el valle y la llanura. El sol estaba a punto de ponerse y relucía muy bajo en el cielo sin nubes. Todo estaba definido y glorificado por su luz dorada. Will no había visto una extensión de tierra tan grande en toda su vida y se quedó contemplándola con los ojos muy abiertos. Vio las ciudades, los bosques, los campos y los brillantes meandros del río y, más allá, el lugar donde el borde de la llanura se truncaba a lo largo del cielo brillante. Una emoción sobrecogedora se apoderó del muchacho en cuerpo y alma, el corazón le latía tan deprisa que no podía respirar, la escena empezó a dar vueltas delante de sus ojos, el sol parecía girar y girar mientras arrojaba sombras extrañas que desaparecían a la velocidad del rayo y eran sustituidas por otras. Will se cubrió el rostro con las manos, y rompió a llorar violentamente, y al pobre molinero, perplejo y sorprendido, no se le ocurrió otra cosa que cogerlo en brazos y llevarlo a casa en silencio.
Desde ese día a Will le embargaron nuevos anhelos y esperanzas. Algo lo reconcomía por dentro, el agua se llevaba sus deseos mientras soñaba junto a su superficie; el viento le saludaba con palabras de ánimo cuando agitaba las innumerables copas de los árboles; las ramas señalaban siempre río abajo; el camino que serpenteaba y se perdía en el valle lo torturaba con sus tentaciones. Pasaba mucho tiempo en el altozano, contemplando el curso del río y las tierras bajas y observando las nubes que viajaban llevadas por el viento y arrastraban sus sombras purpúreas por la llanura, o bien se demoraba junto al camino y seguía con la mirada los carruajes que traqueteaban valle abajo junto al río. Cualquier cosa que se dirigiera hacia el llano, ya fuese nube o carruaje, pájaro o agua del río, hacía que su corazón se desbordara tras ella en un éxtasis anhelante.
Los hombres de ciencia nos cuentan que todos los riesgos que corren los marineros en el mar, los avances y retrocesos de las tribus y las razas que llenan la historia de polvo y fragor, nacen de algo tan abstruso como las leyes de la oferta y la demanda y de cierto instinto natural por conseguir comida barata. Cualquiera que se pare a pensarlo dos veces comprenderá que semejante explicación no puede ser más penosa y ramplona. Las tribus que llegaron en tropel del norte y el este, aunque no deje de ser cierto que lo hicieron empujadas por otras, también se sentían atraídas por la influencia magnética del sur y el oeste. Habían oído hablar de la fama de los otros países, y el nombre de la Ciudad Eterna resonaba en sus oídos: no eran colonos, sino peregrinos, viajaban hacia el vino, el oro y el sol, pero sus corazones estaban consagrados a otra empresa más elevada. Esa inquietud divina, ese desasosiego de la humanidad que está en el origen de los logros más elevados y los fracasos más indignos, el mismo que extendió las alas de Ícaro y empujó a Colón hacia el desolado Atlántico, inspiraba y animaba a esos bárbaros en su arriesgada marcha. Hay una leyenda que describe perfectamente su espíritu y cuenta cómo una partida de esos vagabundos se topó con un anciano calzado con botas de hierro. El anciano les preguntó adónde se dirigían y ellos respondieron con una sola voz:
—¡A la Ciudad Eterna!
Él los miró con aire solemne.
—La he buscado —dijo— por casi todo el mundo. He gastado en mi peregrinación tres pares de botas como las que calzo ahora y el cuarto empieza ya a desgastarse bajo mis pies. Y en todo este tiempo no he encontrado la ciudad.
Y se volvió y siguió su camino solo, dejándolos a todos boquiabiertos.
Y, sin embargo, ni siquiera eso igualaría la intensidad de los deseos de Will por visitar la llanura. Tenía la sensación de que, si pudiera viajar allí, su vista se purgaría y purificaría, su oído se volvería más delicado e incluso respiraría mejor. Era como si estuviera trasplantado y marchito donde estaba ahora, anclado a un país extraño y anhelando volver a casa. Poco a poco, fue encajando las ideas inconexas que tenía del llano: del río, que se movía y crecía constantemente hasta desembocar en el majestuoso océano; de las ciudades, repletas de gente hermosa y apresurada, fuentes juguetonas, bandas de música y palacios de mármol, e iluminadas toda la noche de un extremo a otro con artificiales estrellas de oro; de las grandes iglesias, las sabias universidades, los valerosos ejércitos, y el dinero incontable que se acumulaba en las cámaras acorazadas; del vicio prometedor que se movía a plena luz y del sigilo y la rapidez de los asesinatos nocturnos. He dicho que anhelaba regresar a casa, pero la metáfora se queda corta. Era más bien como alguien que viviera una preexistencia oscura e informe y extendiera las manos hacia una vida de múltiples sonidos y colores. No era raro que fuese infeliz, les contaba a los peces: ellos estaban hechos para esa vida, no necesitaban más que gusanos, agua corriente y un agujero junto a la orilla, en cambio él era de otra pasta: estaba lleno de deseos y aspiraciones que le hormigueaban en la punta de los dedos y tentaban sus ojos, y que no podían satisfacerse solo con unos pocos aspectos del variado mundo. Y, ¡oh!, ¡ver aquella luz al menos una vez antes de morir!, ¡recorrer con espíritu alegre un país dorado! ¡Oír a los cantantes y las dulces campanas de las iglesias y contemplar los jardines festivos!
—¡Oh, peces! —gritaba—. ¡Si os volvierais río abajo, podríais nadar con tanta facilidad hacia las aguas fabulosas y veríais los enormes barcos pasar sobre vuestras cabezas como si fueran nubes y la música de las olas os acunaría todo el día!
Pero los peces seguían nadando pacientemente en la misma dirección, y Will no sabía si reír o llorar.
Hasta entonces el tráfico del camino había pasado de largo junto a él igual que las imágenes de un cuadro, tal vez hubiera intercambiado algún saludo con un turista o visto a un viejo caballero con un sombrero de viaje a través del cristal de un coche de caballos, pero en su mayor parte había sido un mero símbolo, que contemplaba con distancia y una especie de sentimiento supersticioso. Por fin llegó un momento en que todo eso cambió. El molinero, que a su modo era un hombre ambicioso y nunca dejaba pasar la ocasión de obtener un beneficio de forma honrada, convirtió el molino en una pequeña posada, y, aprovechando varios golpes de suerte, construyó unos establos y consiguió que le nombraran encargado de la posta en el camino. Ahora la obligación de Will era atender a los clientes que se sentaban a comer bajo la enramada en lo alto del jardín del molino, y no hace falta decir que supo tener los oídos bien abiertos y aprendió muchas cosas del mundo exterior mientras les servía vino y tortilla. Es más, a menudo entablaba conversación con los huéspedes que viajaban solos y, a base de preguntas directas y de prestar mucha atención, satisfacía su curiosidad al tiempo que se ganaba la buena voluntad de los viajeros. Muchos felicitaban a la pareja de ancianos por tener aquel hijo tan servicial y un profesor incluso quiso llevárselo para proporcionarle una buena educación en el llano. El molinero y su mujer estaban muy sorprendidos y contentos. Y se convencieron de que había sido un acierto abrir la posada.
—Ya ves —decía el viejo— que tiene talento para regentar un albergue, ¡no hay cosa que se le dé mejor!
Y así siguió transcurriendo la vida en el valle para satisfacción de todos excepto para Will. Cada carruaje que partía de la puerta de la posada parecía llevarse consigo una parte de él, y cuando la gente se ofrecía en broma a llevarlo a alguna parte, apenas podía controlar sus emociones. Noche tras noche, soñaba que lo despertaban unos atribulados sirvientes y que un espléndido carruaje lo esperaba en la puerta para llevarlo a la llanura; noche tras noche, hasta que aquel sueño, que al principio tanto le había alegrado, empezó a tomar tintes más solemnes, y la llamada nocturna y el carruaje que le esperaba acabaron convirtiéndose en su imaginación en algo tan temido como ansiado.
Un día, cuando Will tenía unos dieciséis años, un hombre joven y grueso llegó a la caída del sol para pasar la noche. Era un tipo de aspecto feliz y mirada alegre y llevaba un morral al hombro. Mientras le preparaban la cena, se sentó a leer un libro bajo la enramada, pero, en cuanto fijó la vista en Will, dejó el libro a un lado; era evidente que era de los que prefieren las personas de carne y hueso a las de tinta y papel. Will, por su parte, aunque al principio no se había sentido muy interesado por el extranjero, pronto empezó a disfrutar de su charla, que estaba llena de amabilidad y sentido común, y acabó por sentir un gran respeto por su discreción y su carácter. Estuvieron charlando hasta muy tarde, y cerca de las dos de la madrugada Will le abrió su corazón al joven y le contó lo mucho que ansiaba dejar el valle y las brillantes expectativas que tenía en las ciudades del llano. El forastero soltó un silbido y luego esbozó una sonrisa.
—Mi joven amigo —observó—, está claro que es usted un muchacho muy curioso y que aspira a un sinfín de cosas que no conseguirá jamás. Estoy seguro de que se avergonzaría si supiera cómo los muchachos como usted se afanan en esas ciudades de cuento de hadas por esas mismas insensateces de las que me habla y lo mucho que anhelan subir a las montañas. Y deje que le diga que los que descienden al llano no tardan en querer volver. El aire allí no es tan liviano ni tan puro y el sol tampoco brilla tanto como aquí. En cuanto a esos hombres y mujeres tan hermosos, sepa que muchos visten harapos y están deformados por horribles enfermedades y que la ciudad resulta tan hostil para las personas pobres y sensibles que muchos escogen quitarse la vida.
—Debe de tomarme usted por un necio —respondió Will—. Aunque no haya salido nunca de este valle, crea que sé cómo utilizar los ojos. Sé muy bien que unas cosas se alimentan de otras; sé, por ejemplo, que los peces que merodean en un remanso lo hacen con la esperanza de atrapar a alguno de sus congéneres; y que el pastor, que parece tan bucólico cuando lleva un cordero a su casa, en realidad se dispone a echarlo a la cazuela. No cuento con que todo sea perfecto en la ciudad. Eso no me preocupa, tal vez lo hiciera hace un tiempo, pero aunque siempre haya vivido aquí, he hecho muchas preguntas y he aprendido muchas cosas en estos años, desde luego lo bastante para curarme de mis viejas fantasías. Pero no querrá usted que muera como un perro sin ver todo lo que hay que ver, y hacer todo lo que hay que hacer, ya sea malo o bueno. No querrá que pase toda mi vida entre este río y este camino sin hacer el menor intento de rebelarme y vivir mi vida. Prefiero morir ahora mismo —gritó— que seguir haciendo lo que hago.
—Miles de personas —dijo el joven— viven y mueren como usted, y no por eso son menos felices.
—¡Ah! —respondió Will—, pues si son tantos, ¿por qué no viene uno a ocupar mi lugar?
La noche estaba muy oscura, una lámpara colgaba de la enramada e iluminaba la mesa y las caras de los que hablaban. A lo largo del arco de la espaldera las hojas destacaban iluminadas contra el cielo nocturno y formaban un tejido verde y transparente contra un fondo purpúreo. El corpulento joven se incorporó y, tomando a Will del brazo, lo llevó a cielo abierto.
—¿Alguna vez se ha parado usted a contemplar las estrellas? —preguntó señalando hacia arriba.
—Muchas —respondió Will.
—¿Y sabe usted lo que son?
—He imaginado muchas cosas.
—Son mundos como el nuestro —dijo el joven—. Algunos de ellos más pequeños y otros un millón de veces mayores, y algunas de esas chispas tan minúsculas que ve usted ahí no solo son mundos sino agregados de mundos que giran uno en torno al otro en mitad del espacio. Ignoramos lo que pueda haber en cada uno de ellos, tal vez la respuesta a todas nuestras dificultades o la cura de todos nuestros sufrimientos, y, sin embargo, no podemos alcanzarlos. Ni siquiera el más habilidoso de los hombres sabría construir un barco para viajar al más pequeño de nuestros vecinos, y no hay nadie tan longevo que pudiera llevar a cabo ese viaje. Cuando se pierde una gran batalla o muere un amigo querido, cuando estamos abatidos o de buen humor, ellos siguen brillando infatigables sobre nuestras cabezas. Podríamos juntarnos aquí un ejército entero y por mucho que gritáramos no les llegaría ni un susurro. Podemos trepar a la cima más alta y no estaremos más cerca de ellos. Lo único que podemos hacer es quedarnos aquí en el jardín y quitarnos el sombrero: su luz ilumina nuestras cabezas, y, allí donde la mía es un poco más calva, estoy seguro de que la verá usted brillar en la oscuridad. La montaña y el ratón. Eso es todo lo que tendremos que ver con Arturo y Aldebarán. ¿Se le ocurre a usted alguna moraleja para esta parábola? —añadió posando la mano sobre el hombro de Will—. No es igual que una razón, pero a menudo resulta mucho más convincente.
Will inclinó la cabeza un instante y luego volvió a alzarla hacia el cielo. Las estrellas parecieron expandirse y emitir un brillo más luminoso, y mientras las miraba más le dio la impresión de que aumentaban de tamaño ante sus ojos.
—Comprendo —dijo volviéndose hacia el joven—. Estamos en una ratonera.
—Algo por el estilo. ¿Ha visto alguna vez a una ardilla dando vueltas en su jaula? ¿Y a otra sentada filosóficamente sobre sus nueces? No hace falta que le pregunte cuál de las dos parecía más idiota.
LA HIJA DEL PASTOR
Pasados unos años murieron los dos viejos, cariñosamente atendidos por su hijo adoptivo durante todo un invierno, y discretamente llorados cuando fallecieron. Quienes habían oído hablar de sus descabelladas fantasías pensaron que se apresuraría a vender sus propiedades y partiría río abajo en busca de fortuna. Pero Will no parecía tener la menor intención de hacerlo. Por el contrario, llevó a cabo reformas en la posada, contrató a un par de sirvientes que le ayudaran a regentarla, y allí se quedó, un joven amable, locuaz e inescrutable, de un metro ochenta de estatura, de constitución férrea y voz amistosa. Pronto empezó a tenérsele en la región por un tipo un poco extraño: y no era raro, pues siempre había tenido ideas un poco extravagantes y había puesto en entredicho el sentido común, pero lo que más avivó los rumores fueron las extrañas circunstancias que rodearon su noviazgo con Marjory, la hija del pastor.
Marjory, la hija del pastor, debía de tener unos diecinueve años, cuando Will rondaba los treinta. Era muy guapa y, como correspondía a su posición, estaba mucho mejor educada que cualquier otra chica de aquella parte del país. También era orgullosa y había rechazado con altivez varias ofertas de matrimonio, lo que le había dado mala fama entre sus vecinos. A pesar de todo era una buena chica que habría hecho feliz a cualquier hombre.
Will no la había visto mucho, pues aunque la iglesia y la casa del pastor estaban solo a tres kilómetros de su puerta, solo iba allí los domingos. Resultó, no obstante, que tuvieron que hacer unas reformas en la rectoría, y el pastor y su hija se alojaron cerca de un mes y a precio muy económico en la posada de Will. El caso es que con la posada, el molino y los ahorros del viejo molinero, nuestro amigo se había convertido en un hombre pudiente y además tenía fama de ser amable y astuto, lo que resulta muy deseable en caso de matrimonio, así que los chismosos no tardaron en murmurar que el pastor y su hija no habían elegido su alojamiento al azar. Will era el último hombre del mundo a quien se pudiera engatusar o amenazar para que se casara. Bastaba con mirar en sus ojos límpidos y plácidos como dos charcos de agua e iluminados al mismo tiempo por una especie de luz interior para comprender que se trataba de alguien que tenía las ideas claras y que sería fiel a ellas sin inmutarse. Marjory tampoco tenía aspecto de pusilánime, con sus ojos fuertes y fijos y un porte tranquilo y decidido. Estaba por ver si superaría a Will en firmeza, o quién de los dos llevaría los pantalones en aquel matrimonio. Pero Marjory no se había parado a pensarlo ni por un momento y acompañó a su padre con la inocencia más despreocupada e inconmovible.
La estación estaba poco avanzada y los huéspedes de Will eran muy escasos, sin embargo habían empezado a florecer las lilas y el tiempo era tan cálido que el grupo cenaba bajo el emparrado, con el rumor del río de fondo y el canto de los pájaros del bosque. Will empezó a cogerle el gusto a aquellas cenas. El pastor era un contertulio bastante aburrido y tenía la costumbre de quedarse dormido en la mesa, pero de sus labios jamás salió una palabra gruesa o cruel. Y en cuanto a la hija del pastor, encajaba en aquel ambiente con la mayor gracia imaginable y todo lo que decía parecía tan sencillo y hermoso que Will tenía su talento en gran estima. Cuando se inclinaba hacia delante contra el trasfondo de los pinos, sus ojos brillaban plácidos, la luz se demoraba en su cabello como una cofia y una especie de sonrisa plegaba sus pálidas mejillas. Will veía su rostro y no podía evitar contemplarla con una especie de agradable arrobo. Parecía tan dueña de sí misma, incluso en los momentos más relajados, y tan llena de vida desde la punta de los dedos hasta la falda de su vestido, que el resto de la Creación parecía un mero borrón comparado con ella, y, cuando Will miraba hacia otra parte, los árboles le parecían inanimados e inertes, las nubes colgaban del cielo como objetos sin vida e incluso las cimas de las montañas carecían de encanto. El valle entero no podía compararse con aquella muchacha.
Will siempre había sido muy observador cuando estaba con otros, pero en el caso de Marjory sus dotes de observación se vieron casi dolorosamente exacerbadas. Escuchaba todo lo que decía al tiempo que leía en sus ojos en busca de lo que no había dicho. Muchas frases amables, sencillas y sinceras hallaron respuesta en su corazón. Reparó en que era un alma hermosamente equilibrada, que no albergaba dudas ni deseos y estaba revestida de paz. Resultaba imposible separar sus pensamientos de su apariencia. El contorno de su muñeca, el relajado sonido de su voz, el brillo de sus ojos, la silueta de su cuerpo estaban en consonancia con sus palabras graves y amables, igual que el acompañamiento sostiene y armoniza con la voz del cantante. Su influencia no podía dividirse o analizarse, solo sentirse con gratitud y placer. A Will su presencia le recordaba su infancia, y la chica acabó por ocupar un lugar en su imaginación parecido al de la luz del alba, el agua del río y las primeras lilas y violetas. Las cosas vistas por primera vez, o que llevan mucho tiempo sin verse, como las flores en primavera, tienen la virtud de despertar y agudizar nuestros sentidos y esa impresión de extrañeza mística que de lo contrario desaparece con el paso de los años, pero la imagen del rostro amado renueva de arriba abajo el carácter del hombre.
Un día después de la cena Will dio un paseo entre los abetos, una solemne sensación de beatitud lo embargaba de pies a cabeza y no dejaba de sonreír para sus adentros al contemplar aquel paisaje mientras andaba. El río corría entre las peñas describiendo una hermosa curva, un pájaro trinaba en el bosque, las cumbres de las montañas parecían inconcebiblemente altas y daban la impresión de contemplar sus movimientos con una benéfica pero terrible curiosidad. Su camino lo llevó hasta el altozano que dominaba la llanura y allí se sentó sobre una roca y se sumió en profundos y agradables pensamientos. El llano se extendía a lo lejos con sus ciudades y su río plateado, todo estaba dormido, salvo un torbellino de pájaros que se alzaba y daba vueltas y vueltas en el aire azulado. Repitió en voz alta el nombre de Marjory y el sonido alegró sus oídos. Cerró los ojos y su imagen apareció delante de él, callada, luminosa y llena de buenos pensamientos. El río podía seguir fluyendo eternamente y los pájaros volar más y más altos hasta que rozaran las estrellas. Comprendió que, en el fondo, tanto ajetreo carecía de sentido, pues allí, sin mover un dedo, esperando pacientemente en su pequeño valle, él también había alcanzado la luz.
Al día siguiente, Will pronunció una especie de declaración en la mesa, mientras el pastor llenaba su pipa.
—Señorita Marjory —dijo—, nunca he conocido a nadie que me gustase tanto como usted. Soy un hombre frío y desconsiderado y no porque me falte corazón, sino por mi forma de pensar, que hace que la gente se aparte de mí. Es como si hubiera un círculo a mi alrededor en el que nadie pudiera entrar salvo usted. Oigo a los demás charlando y riendo, pero solo usted me llega a lo más hondo. ¿No la estaré incomodando? —preguntó.
Marjory no respondió.
—Responde, niña —dijo el pastor.
—No —respondió Will—, no quiero presionarla. A mí también se me traba la lengua por falta de costumbre en estos lances, y ella es una mujer y casi una niña. Pero por mi parte, y a juzgar por lo que he oído contar a la gente, creo que debo de estar enamorado. No es que quiera comprometerme, pues pudiera estar equivocado, pero eso es lo que creo. Y si la señorita Marjory alberga otros sentimientos diferentes, tal vez podría tener la amabilidad de negar con la cabeza.
Marjory guardó silencio y no dio muestras de haberle oído.
—¿Qué significa esto, pastor? —preguntó Will.
—La chica tiene que responder —replicó el pastor dejando la pipa en la mesa—. Tienes aquí a nuestro vecino que afirma que te quiere, Madge. ¿Le quieres tú a él, sí o no?
—Creo que sí —dijo Marjory con voz desfalleciente.
—¡Pues no podría pedir nada mejor! —exclamó encantado Will.
Y tomó su mano al otro lado de la mesa y la estrechó un momento entre las suyas con gran satisfacción.
—Debéis casaros —observó el pastor volviendo a meterse la pipa en la boca.
—¿Os parece conveniente? —preguntó Will.
—Es indispensable —replicó el pastor.
—Sea, pues —respondió el enamorado.
Pasaron dos o tres días muy placenteros para Will, aunque nadie lo habría notado. Siguió comiendo enfrente de Marjory y conversando con ella y contemplándola en presencia de su padre, pero no trató de verla a solas, ni modificó lo más mínimo su conducta con respecto a la que había seguido desde el principio. Tal vez la chica se decepcionara un poco y tal vez tuviera sus motivos, y no obstante si le hubiera bastado con ocupar constantemente el pensamiento de otra persona e impregnar y alterar así toda su vida tendría que haberse dado por satisfecha, pues Will no dejaba de pensar en ella ni por un instante. Se sentaba junto al río y observaba la tierra que arrastraban los remolinos y los peces y las algas, paseaba por el bosque bajo el purpúreo crepúsculo, con los mirlos gorjeando a su alrededor, se levantaba pronto por la mañana y veía cómo el cielo se transformaba de gris en oro y cómo cabrilleaba la luz sobre las cimas y no dejaba de preguntarse si no había visto aquellas cosas antes y por qué tenían ahora un aspecto tan distinto. El sonido mismo de la rueda del molino o el rumor del viento entre los árboles confundían y hechizaban su corazón. Los pensamientos más deliciosos le acometían sin freno. Era tan feliz que no podía conciliar el sueño y estaba tan inquieto que solo se tranquilizaba en presencia de la chica. Sin embargo, daba la impresión de que la esquivara en lugar de buscarla.
Un día en que volvía de dar un paseo, Will se encontró a Marjory cogiendo flores en el jardín, y, al acercarse, aminoró el paso y siguió andando a su lado.
—¿Te gustan las flores? —preguntó.
—Me encantan —replicó ella—. ¿Y a ti?
—Pues no —respondió Will—, no mucho. No son gran cosa cuando se marchitan. Entiendo que a alguien le gusten mucho, pero no que haga lo que tú.
—¿Qué? —preguntó la chica, deteniéndose y mirándolo a los ojos.
—Arrancarlas —respondió él—. Están mucho mejor donde están y también son mucho más bonitas.
—Las quiero para mí —respondió ella—, para llevarlas cerca del corazón y guardarlas en mi habitación. Me tientan al crecer ahí, es como si me dijeran: «Ven y haz algo con nosotras», pero después de cortarlas y guardarlas el encanto desaparece y puedo mirarlas tranquilamente.
—Lo que quieres es poseerlas —replicó Will— para no volver a pensar en ellas. Es un poco como matar a la gallina de los huevos de oro. Me recuerda a mis viejos anhelos infantiles. Por aquel entonces me gustaba contemplar la llanura y ansiaba ir allí…, donde ya no podría contemplarla. ¡Menudo sinsentido! Cariño mío, si la gente se parase a pensarlo dos veces, todo el mundo haría como yo, y también tú dejarías en paz esas flores, igual que yo me he quedado a vivir en las montañas. ¡Dios mío! —exclamó de pronto.
Y, cuando ella le preguntó qué le pasaba, no respondió y entró corriendo en la casa con una expresión divertida en el rostro.
No dijo nada durante la cena y, después de que se hiciera de noche y aparecieran las estrellas sobre su cabeza, empezó a pasear de aquí para allá con paso intranquilo por el jardín y el patio. Todavía había luz en la ventana del dormitorio de la chica: una pequeña mancha oblonga y anaranjada en un mundo de montañas oscuras y azuladas bajo el resplandor plateado de las estrellas. La imaginación de Will giraba en torno a aquella ventana, pero sus pensamientos no eran los de un enamorado. «Marjory está en su habitación —pensaba— y las estrellas brillan en el cielo: ¡benditas sean ambas!». Las dos cosas eran buenas influencias en su vida, ambas lo tranquilizaban y reafirmaban en su satisfacción con el mundo. ¿Qué otra cosa podía desear? Tenía tan presentes los consejos que le había dado aquel joven corpulento, que echó la cabeza atrás, se llevó las manos a la boca y le gritó al cielo populoso. Y, fuese por la posición de la cabeza o por el súbito esfuerzo físico, le pareció percibir un momentáneo estremecimiento entre las estrellas y una especie de luz gélida que pasaba de una a otra en el cielo. En ese momento, levantaron la esquina de la persiana y volvieron a soltarla. Él lanzó una ruidosa carcajada. «¡Las dos a la vez! —pensó Will—. Las estrellas tiemblan y la persiana sube. ¡Debo de ser un gran mago! Y, aunque no fuese más que un necio, ¿acaso habría un modo más hermoso de serlo?». Y se fue a la cama, riendo entre dientes: «¡Aunque no fuese más que un necio!».
A la mañana siguiente muy temprano, volvió a verla en el jardín y acudió a su encuentro.
—He estado pensando en lo de casarnos —empezó con brusquedad—, y después de darle muchas vueltas, he decidido que no vale la pena. —La muchacha se volvió hacia él por un instante, pero, en aquellas circunstancias, el aspecto amable y radiante de Will habría desconcertado a un ángel, y la chica volvió a mirar al suelo sin decir nada. Él notó que ella temblaba—. Espero no haberte disgustado —prosiguió un poco sorprendido—. No hay razón para estarlo. Lo he pensado mucho y no le veo sentido. Nunca estaremos más unidos que ahora y, si soy lo bastante inteligente, tampoco seremos más felices.
—No tienes por qué andarte con rodeos conmigo —respondió ella—. Recuerdo muy bien que no quisiste comprometerte. Ahora comprendo que estabas equivocado y que, en realidad, nunca me has querido. Lo único que me entristece es haberme dejado engañar tanto tiempo.
—Te pido disculpas —dijo Will con determinación—, pero no has entendido el significado de mis palabras. Lo de si te he querido o no, no me corresponde a mí decirlo. Pero mis sentimientos no han cambiado, y tú puedes jactarte de haber hecho que mi vida y mi carácter sean totalmente distintos de lo que eran. A eso es a lo que me refiero. No creo que casarse valga la pena. Preferiría que tú siguieras viviendo con tu padre, para que yo pudiera ir a visitarte una o dos veces por semana, como cuando uno va a la iglesia, y entretanto ambos seríamos muy felices. Eso es lo que he pensado. Aunque, si quieres, me casaré contigo —añadió.
—¿Sabes que me estás insultando? —exclamó ella.
—No, Marjory —dijo él—, tengo la conciencia muy tranquila. Te ofrezco mi afecto de todo corazón, puedes tomarlo o dejarlo, aunque sospecho que ni tú ni yo podemos hacer nada por cambiar lo que ha pasado. Me casaré contigo, si así lo quieres, pero te repito que no vale la pena y que sería mejor seguir siendo amigos. Aunque soy un hombre callado, me he fijado en muchas cosas a lo largo de mi vida. Confía en mí y haz como te digo, o, si no te gusta mi propuesta, dilo y me casaré contigo hoy mismo. —Se produjo una pausa muy larga y Will, que empezaba a sentirse incómodo, se fue impacientando—. Por lo visto eres demasiado orgullosa para decir lo que piensas. Créeme que lo lamento. Una conciencia tranquila hace la vida más fácil. ¿Acaso se puede ser más honesto y sincero con una mujer? Te he dicho lo que opino y te he dado a elegir. ¿Quieres que nos casemos o prefieres quedarte con mi amistad, que es lo que a mí me parece mejor? ¿O es que ya te has cansado de mí? ¡Di algo, por el amor de Dios! Recuerda que tu padre te dijo que una joven tenía que decir su opinión en un asunto como este.
Ella pareció recobrarse al oírlo, se dio la vuelta sin decir palabra, cruzó a toda prisa el jardín y desapareció en el interior de la casa, dejando a Will tan confundido que empezó a pasear arriba y abajo silbando despacio para sí. A veces se detenía a contemplar el cielo y las cumbres de las montañas, a veces bajaba a la aceña y se sentaba a ver pasar el agua. Aquellas dudas e incertidumbres eran tan ajenas a su naturaleza y a la vida que había escogido que empezó a lamentar la llegada de Marjory. «Al fin y al cabo —pensaba—, antes vivía feliz. Si me apetecía, podía pasarme el día viendo los peces: estaba tan contento y asentado como mi viejo molino».
Marjory bajó a cenar con aire muy correcto y tranquilo, y, en cuanto los tres se sentaron a la mesa, le dirigió estas palabras a su padre sin levantar la mirada del plato, pero sin dar otra prueba de vergüenza o timidez:
—Papá, Will y yo hemos estado hablando y hemos llegado a la conclusión de que los dos nos habíamos equivocado respecto a nuestros sentimientos, así que, a petición mía, ha aceptado cancelar la boda para que sigamos siendo buenos amigos como en el pasado. Quiero que comprendas que no hemos discutido y que espero que sigamos viéndolo a menudo en el futuro, pues sus visitas siempre serán bienvenidas en nuestra casa. Por supuesto, haré lo que tú digas, pero tal vez sería mejor que nos fuésemos de casa de Will cuanto antes. Creo que, después de lo que ha pasado, no seremos unos huéspedes agradables durante unos días. —Will, que había tenido que hacer esfuerzos por dominarse desde el principio, soltó un ruido inarticulado y levantó una mano en un gesto de desesperación, como si quisiera contradecirla o interrumpirla. Pero ella se lo impidió echándole una rápida mirada con las mejillas ruborizadas por el enfado—. Espero que tengas la amabilidad de dejar que me explique.
Will se quedó sin palabras al ver su gesto y oír el tono de su voz, así que guardó silencio y llegó a la conclusión de que había cosas en aquella chica que escapaban a su comprensión, algo que, por otro lado, era totalmente cierto.
El bueno del pastor se quedó muy alicaído. Trató de convencerlos de que aquello no era más que una típica riña de enamorados, y que todo estaría olvidado antes del amanecer, pero no tuvo más remedio que cambiar de parecer; luego argumentó que, si no habían discutido, tampoco había motivos para desconvocar la boda, y es que al pobre hombre le gustaba la compañía de su anfitrión. Fue curioso ver cómo se las arregló la chica para llevarlos a su terreno y hacerlos bailar al son de su música casi sin decir nada y empleando tan solo su tacto femenino. Ni siquiera pareció decisión suya —fue como si las cosas hubieran salido así por casualidad— que ella y su padre se marcharan esa misma tarde en el carro de un granjero y se instalasen en otra aldea que había valle abajo, hasta que su casa estuviera dispuesta. Pero Will la había estado observando con atención y había reparado en su habilidad y en su resolución. Cuando se fueron, tuvo muchas cosas en las que pensar. Para empezar, se sentía muy triste y solo. Había perdido el interés por las cosas y, por mucho que contemplase las estrellas, no lograba encontrar apoyo o consuelo en ellas. Además estaba muy confundido respecto a Marjory. Le había irritado y sorprendido su comportamiento, pero al mismo tiempo lo admiraba. Le pareció reconocer un ángel perverso y delicado en aquella alma tranquila, y, aunque comprendía que se trataba de una influencia que no casaría bien con la calma artificial de su propia vida, ardía en deseos de poseerla. Como quien ha vivido en la penumbra y un día ve el sol, se sentía alegre y dolido.
A medida que iban pasando los días, él oscilaba entre un extremo y el otro: a veces se enorgullecía de la fuerza de su determinación y en ocasiones despreciaba sus estúpidas y cobardes precauciones. Lo primero tal vez fuese lo que pensaba en el fondo y representara el tenor habitual de sus reflexiones, pero lo segundo estallaba de cuando en cuando con una violencia incontrolable y entonces olvidaba cualquier consideración y paseaba arriba y abajo por la casa y el jardín o daba largos paseos por el bosque de abetos como alguien a quien le remuerde la conciencia. Para alguien tan ecuánime y equilibrado como Will aquel estado era intolerable y decidió ponerle fin a cualquier precio. Así que una cálida tarde de verano se puso su mejor traje, cogió una rama de espino y siguió el curso del río valle abajo. Nada más decidirse, recobró su acostumbrada paz de espíritu y disfrutó del buen tiempo y de la variedad del paisaje sin alarmas ni ansiedades desagradables. Casi le daba igual lo que ocurriera. Si ella lo aceptaba, esta vez tendría que casarse con ella, y tal vez fuese lo mejor. Si lo rechazaba, él habría hecho todo lo que estaba en su mano y podría seguir con su vida con la conciencia tranquila. En el fondo deseaba que lo rechazase, aunque, al ver el techo que la cobijaba asomando entre los sauces en un recodo del río, se sintió tentado de cambiar de opinión y su indecisión incluso le avergonzó un poco.
Marjory pareció alegrarse de verlo, y le dio la mano sin el menor titubeo o afectación.
—He estado pensando en lo de la boda —empezó.
—Yo también —respondió ella—. Y cada vez respeto más tu inteligencia. Me comprendiste mejor que yo misma, y ahora estoy segura de que tomamos la mejor decisión posible.
—Y sin embargo… —aventuró Will.
—Debes de estar muy cansado —le interrumpió la chica—. Siéntate y deja que te traiga un vaso de vino. Esta tarde hace mucho calor y no quiero que estés a disgusto durante tu visita. Tienes que venir más a menudo: una vez a la semana, si tienes tiempo. Me encanta ver a mis amigos.
«Vaya —pensó Will—, resulta que al final yo tenía razón». Y después de disfrutar de una agradable visita, volvió a su casa de muy buen humor y no volvió a pensar en el asunto.
Will y Marjory pasaron así casi tres años, viéndose una o dos veces por semana, sin que ninguno pronunciara ninguna palabra amorosa, y creo que en todo ese tiempo Will no pudo ser más feliz. Se escatimaba a sí mismo el placer de verla y muchas veces iba a la rectoría, pero se daba la vuelta a mitad de camino, como para estimular su apetito. De hecho había una revuelta del camino desde donde se veía el campanario de la iglesia incrustado en una grieta del valle entre dos laderas cubiertas de abetos con un fragmento triangular de llanura al fondo, y donde le gustaba sentarse a meditar antes de volver a casa, y los campesinos se acostumbraron tanto a encontrárselo allí al atardecer que le dieron a aquel lugar el nombre de «el rincón de Will el del molino».
Transcurridos los tres años Marjory le gastó una mala pasada y se casó con otro. Will aguantó el tipo con entereza y se limitó a observar que, pese a lo poco que conocía a las mujeres, había actuado con suma prudencia al no casarse con ella tres años atrás. Era evidente que ella no sabía lo que quería y que, a pesar de su aspecto engañoso, era tan voluble e irresponsable como las demás mujeres. Debía felicitarse de haberse librado y en adelante tendría mejor opinión de su buen juicio. Pero, en el fondo, se llevó un buen disgusto, pasó un mes o dos muy abatido y se abandonó un poco, para sorpresa de sus sirvientes.
Casi un año después de la boda a Will lo despertó de madrugada el ruido de un caballo que corría a galope tendido por la carretera y alguien que llamaba atropelladamente a la puerta de la posada. Abrió la ventana y vio a un criado a caballo que llevaba otra montura de la brida y que le pidió que se apresurase a acompañarlo cuanto antes, pues Marjory estaba agonizando y lo mandaba llamar a su lecho de muerte. Will no era buen jinete y recorrió el camino tan despacio que la joven estaba muy cerca del fin cuando llegó. Pero al menos pudieron hablar unos minutos en privado, y él estaba presente y lloró amargamente cuando ella exhaló su último aliento.
LA MUERTE
Transcurrió un año tras otro sin que ocurriera nada, con grandes tumultos y explosiones en las ciudades del llano: se reprimían las revueltas en un baño de sangre, se libraban batallas aquí y allá, los pacientes astrónomos escogían y bautizaban nuevas estrellas en sus observatorios, se estrenaban nuevas obras en los teatros, se llevaba a la gente al hospital en camilla, y continuaban la confusión y la agitación de la vida diaria en aquellas villas tan populosas. En el valle de Will solo los vientos y las estaciones señalaban el paso del tiempo: los peces nadaban en la rápida corriente, los pájaros daban vueltas en el cielo, las copas de los pinos se agitaban bajo las estrellas, las cumbres se erguían por encima de todo y Will iba y venía ocupándose de su posada hasta que su cabeza se fue cubriendo de nieve. Su corazón era joven y vigoroso y el pulso todavía le latía fuerte y firme en las muñecas. Tenía las mejillas rubicundas, como una manzana madura, caminaba un poco encorvado, pero su paso seguía siendo ágil y tendía a todo el mundo una mano fuerte y nudosa. El rostro se le había cubierto de esas arrugas típicas de quienes pasan la vida a la intemperie y que, bien miradas, no son más que una especie de quemadura solar permanente; dichas arrugas subrayan la estupidez de las caras estúpidas, pero a las personas como Will, sonrientes y de mirada clara, les proporcionan aún más encanto, pues dan fe de una vida sobria y sencilla. En su conversación abundaban las frases ingeniosas. Le gustaba conocer gente y la gente disfrutaba con su compañía. Cuando en verano el valle se llenaba de turistas, pasaban noches muy alegres bajo el emparrado de Will, y muchos eruditos de las ciudades y las universidades admiraban aquellas opiniones que sus vecinos juzgaban tan excéntricas. De hecho, envejeció con suma nobleza y se fue haciendo cada vez más famoso hasta que su reputación llegó a las ciudades del llano y jóvenes que habían estado en el valle en verano hablaban en los cafés de Will el del molino y su tosca filosofía. Lo invitaron muchas veces, pero nada lo tentaba a abandonar su valle entre las montañas. Movía la cabeza mientras fumaba su pipa y sonreía de forma expresiva. «Su invitación llega demasiado tarde —respondía—. Soy como un difunto: ya he vivido y he muerto. Hace cincuenta años me habría dado un vuelco el corazón al oírle, pero ahora ni siquiera me tienta usted. Aunque ese es el objeto de vivir mucho tiempo: que la vida deje de interesarnos». O bien decía: «Entre una buena cena y una larga vida solo hay una diferencia: que en la cena el dulce se sirve al final». O: «De crío estaba un poco confuso y no sabía si era yo o el mundo lo que despertaba mi curiosidad y mi interés. Ahora sé que era yo, y con eso me basta».
Nunca demostró el menor síntoma de fragilidad y fue fuerte y robusto hasta el último momento, pero se cuenta que se volvió menos hablador hacia el final y que pasaba las horas escuchando hablar a los demás mientras guardaba un silencio entre divertido y complaciente. No obstante, cuando hablaba, iba directo al grano y estaba cargado de experiencia. Le gustaba beber vino, sobre todo al atardecer, en el altozano, o por la noche, bajo las estrellas en el emparrado. Decía que cualquier cosa hermosa e inalcanzable le alegraba y afirmaba que había vivido lo bastante para admirar una bujía porque podía compararla con un planeta.
Una noche de su año septuagésimo segundo, se despertó tan inquieto en cuerpo y alma que se levantó, se vistió y salió a meditar al emparrado. Estaba muy oscuro y no había ni una sola estrella, el río bajaba crecido y los bosques y los prados húmedos llenaban el aire de perfume. Había tronado todo el día y daba la impresión de que seguiría tronando al día siguiente. ¡Una noche oscura y sofocante para un hombre de setenta y dos años! Fuese por el tiempo, por la vigilia o por un ligero ataque de reuma en sus viejos miembros, la imaginación de Will se vio asaltada por recuerdos turbulentos y lacrimosos. Su infancia, la noche que pasó con el joven corpulento, la muerte de sus padres adoptivos, los días de verano pasados con Marjory y muchas de esas pequeñas circunstancias que a los demás les parecen carentes de importancia, pero que constituyen la esencia de la vida de un hombre: las cosas que había visto, las palabras que había oído, las miradas que había malinterpretado surgían del olvido y requerían su atención. Los muertos en persona lo acompañaban y no solo formaban parte de aquellas imágenes que desfilaban por su memoria, sino que despertaban sus sentidos como hacen en los sueños más vívidos y profundos. El joven corpulento apoyaba el codo en la mesa de enfrente; Marjory iba y venía del jardín al emparrado con el mandil lleno de flores; le parecía oír al pastor vaciando la pipa y sonándose ruidosamente las narices. El flujo de su conciencia iba y venía: a veces se quedaba casi dormido y se sumía en sus recuerdos y a veces se despertaba lleno de sorpresa. Sin embargo, a medianoche le sobresaltó la voz del molinero que le llamaba desde la casa, como hacía siempre. La alucinación fue tan perfecta que Will dio un respingo en el asiento y aguzó el oído por si volvía a llamarlo, y mientras escuchaba reparó en otro sonido, aparte del rumor del río y del zumbido en sus oídos. Era igual que el ruido de los cascos de unos caballos y el crujido de los arreos, como si un carruaje hubiese llegado impaciente a la puerta de la posada. A esas horas y tratándose de un paso tan abrupto y peligroso, la suposición era absurda, así que Will la descartó de su imaginación y volvió a sentarse en la silla bajo el emparrado hasta que lo envolvió el sueño como el agua del río. Otra vez lo despertó la voz del molinero muerto, más débil y espectral que antes, y nuevamente le pareció oír el ruido de un carruaje en el camino. Y una tercera y una cuarta vez se repitió el mismo sueño, o la misma ilusión, hasta que por fin, sonriendo para sí como quien trata de calmar a un niño asustado, fue a la puerta para salir de dudas.
Del emparrado a la puerta no había mucha distancia, y sin embargo a Will le costó bastante tiempo llegar: fue como si los muertos se agolparan en el patio en torno suyo y se cruzaran en su camino a cada paso que daba. En primer lugar le sobrecogió el aroma dulzón de los heliotropos, como si en todo el jardín no creciera otra planta y el aliento de la noche húmeda y cálida hubiera arrastrado hasta él su perfume. El heliotropo era la flor favorita de Marjory y, desde su muerte, no habían plantado ninguno en las tierras de Will.
«Debo de estar volviéndome loco —pensó—. ¡Pobre Marjory y sus heliotropos!».
Y alzó la vista hacia la ventana de la habitación que una vez había ocupado ella. Si antes se había sobresaltado, ahora casi se aterrorizó, pues vio que la luz de la habitación estaba encendida y en la ventana había una mancha oblonga de color naranja, y alguien levantó y volvió a soltar la persiana como la noche en que, lleno de perplejidad, les gritó a las estrellas. La ilusión duró solo un instante, pero lo dejó desconcertado y frotándose los ojos mientras contemplaba el perfil de la casa con la negra noche de fondo. De pronto le pareció oír otra vez voces en el camino y se volvió justo a tiempo para recibir a un desconocido que acudía a su encuentro a través del patio. En el camino, detrás del desconocido, se distinguía el perfil de un carruaje y, por encima de todo, las negras copas de los pinos, como otros tantos penachos de pluma.
—¿Es usted Will? —preguntó el recién llegado, en tono cortante y marcial.
—El mismo, señor —respondió Will—. ¿Hay algo que pueda hacer por serviros?
—He oído hablar mucho de usted, amigo Will —replicó el otro—, mucho y muy bien. Y, aunque estoy muy ocupado, me gustaría beber una botella de vino con usted bajo el emparrado. Antes de irme os diré quién soy.
Will le condujo bajo las espalderas, encendió una lámpara y descorchó una botella. Estaba acostumbrado a esa clase de visitas y los desengaños le habían enseñado a no depositar demasiadas esperanzas en ellas. Una especie de nube se había posado sobre su entendimiento y le impidió recordar lo intempestivo de la hora. Actuaba como en sueños y le dio la impresión de que la lámpara se encendía y la botella se descorchaba a la velocidad del pensamiento. Aun así, sentía curiosidad por ver qué aspecto tenía aquel visitante y trató en vano de iluminarle la cara, pero fuese porque él manejaba la lámpara con torpeza o porque tenía la vista nublada no pudo discernir más que una sombra sentada a la mesa a su lado. La miró una y otra vez mientras limpiaba las copas y empezó a sentir una especie de escalofrío en su interior. El silencio le impresionó, pues no se oía nada, ni siquiera el río, salvo el latido de sus arterias en sus oídos.
—Por usted —dijo con brusquedad el desconocido.
—Para servirle, señor —replicó Will saboreando el vino, que tenía un gusto un poco raro.
—Tengo entendido que se jacta usted de ser inamovible en sus decisiones —prosiguió el forastero. Will respondió con una sonrisa satisfecha y un leve movimiento de cabeza—. Yo también lo soy, y nada me complace más que pisarle los callos a la gente. No tolero que haya nadie tan firme en sus decisiones como yo, ni uno solo. He desbaratado los planes de reyes, generales y grandes artistas. ¿Qué le parecería —prosiguió— si le dijera que he venido hasta aquí a propósito para desbaratar los suyos? —Will estuvo a punto de responder de forma desabrida, pero prevaleció la educación del viejo posadero, así que guardó silencio y se limitó a esbozar un gesto educado a modo de respuesta—. Pues así es, y, si no me fuese usted particularmente simpático, no habría más que hablar. Por lo visto usted se enorgullece de no haberse movido nunca de aquí. Pretende quedarse para siempre en su posada. Pues bien, yo pretendo que venga a dar una vuelta en mi birlocho, y, antes de que apuremos esta botella, lo hará.
—Nada me parecería más raro, desde luego —replicó Will con una risita—. He crecido en este lugar como un viejo roble, y ni el diablo en persona podría arrancarme de aquí. Pero, como veo que le gusta a usted jugar, me apuesto otra botella a que pierde el tiempo conmigo. —La bruma que nublaba la vista de Will había ido volviéndose más espesa todo ese rato, pero era consciente de estar siendo observado de un modo frío y penetrante que le irritaba y contra el que, no obstante, no podía resistirse—. No vaya usted a pensar que si me quedo en casa es porque le temo a algo. Dios sabe que estoy harto de todo, y cuando llegue la hora de emprender el viaje más largo, creo que me encontrará preparado.
El forastero vació la copa y la apartó de su lado. Miró al suelo un momento y luego se inclinó sobre la mesa y le dio a Will tres golpecitos en el brazo con un dedo.
—¡Ha llegado la hora! —dijo en tono solemne.
Un desagradable escalofrío se extendió desde el lugar donde lo había tocado. El tono de su voz era sordo y sobrecogedor y resonó de un modo extraño en el corazón de Will.
—Le ruego que me disculpe —dijo un tanto descompuesto—. ¿A qué se refiere?
—Mírame y notarás cómo se te nubla la vista. Levanta la mano y verás que pesa como si fuese de plomo. Esta es tu última botella de vino, amigo Will, y la última noche que pasas sobre la tierra.
—¿Es usted médico? —se estremeció Will.
—El mejor de todos —replicó el otro—, pues curo el cuerpo y el espíritu con la misma receta. Alivio cualquier dolor, perdono todos los pecados, y, cuando mis pacientes se han equivocado en la vida, elimino todas las complicaciones y vuelvo a liberarlos.
—No necesito sus servicios —dijo Will.
—A todos los hombres les llega un momento, amigo Will —replicó el médico—, en que tienen que cederle a otro el timón. Para ti ha tardado en llegar porque eres prudente y tranquilo, y has tenido tiempo de prepararte para la ocasión. Has visto todo lo que hay que ver en tu molino; has pasado tus días sentado junto a él como una liebre en su cama, pero ahora tu tiempo se ha acabado —añadió el médico poniéndose en pie— y tienes que venir conmigo.
—Es usted un médico muy raro —dijo Will mirando fijamente a su invitado.
—Soy una ley natural —replicó—, y la gente me llama la Muerte.
—¿Y por qué no lo has dicho desde el principio? —exclamó Will—. He estado esperándote todos estos años. Dame la mano y sé bienvenido.
—Apóyate en mi brazo —dijo el desconocido—, pues ya empiezan a fallarte las fuerzas. Apóyate en mí cuanto necesites, soy viejo, pero fuerte. Solo tienes que dar tres pasos hasta mi carruaje y allí terminarán todos tus males. Will —añadió—, tenía tantas ganas de verte como si fueses mi propio hijo, y de todos los hombres a quienes he ido a buscar eres al que he preferido conocer. Soy muy cáustico y a veces ofendo a la gente nada más verla, pero para las personas como tú soy un buen amigo.
—Desde que te llevaste a Marjory —repuso Will—, Dios sabe que no deseaba ver a otro amigo más que a ti.
Y los dos salieron del patio cogidos del brazo.
Uno de los criados se despertó en ese momento y oyó el ruido de los cascos de los caballos antes de volver a quedarse dormido; esa noche en el valle se oyó un susurro como el de un viento que descendiera hacia el llano, y cuando el mundo despertó a la mañana siguiente, Will el del molino había emprendido por fin su viaje.