Cuando atravesaban la plaza del mercado, la campana de la iglesia dio las once. Hacía una noche suave y agradable y no había ni un alma en la calle.

—Todo parece tranquilo —dijo Léon—, pero tengo un presentimiento. La noche no ha acabado todavía.

3

En el Cabeza Negra no había ni un resquicio de luz, y la puerta de carruajes estaba cerrada.

—Esto es inaudito —observó Léon—. ¡Un hotel cerrado a las once y cinco! Y eso que en el café había varios viajantes de comercio hasta muy tarde. Elvira, me temo lo peor. Llamemos al timbre.

El timbre era muy potente y, como estaba debajo del arco, estremeció la casa de arriba abajo con una reverberación áspera y metálica. Su sonido acentuó el aspecto conventual del edificio; a Elvira la embargó un sentimiento gélido, unido a una sensación de oración y mortificación; Léon, por su parte, parecía estar leyendo las pautas escénicas para un sombrío quinto acto.

—La culpa es tuya —dijo Elvira—. ¡Esto es lo que pasa por imaginarse cosas!

Una vez más, Léon llamó al timbre, de nuevo su solemne tañido despertó los ecos del hotel, y, antes de que se extinguieran, una luz brilló en la puerta de carruajes y se oyó una voz estentórea que temblaba de ira.

—¿Qué ocurre aquí? —gritó el trágico hospedero a través de la reja de la puerta—. ¿Cómo os atrevéis a presentaros casi a las doce armando escándalo como prusianos a la puerta de un hotel respetable? ¡Ah! —exclamó—, ¡ahora os reconozco! ¡Unos vulgares cantantes! ¡Gente que siempre anda metida en líos con la policía! ¿Y osáis presentaros a medianoche como si fueseis señores? ¡Largo de aquí!

—Permitid que os recuerde —replicó Léon en tono alterado— que me hospedo en vuestra casa, que estoy registrado como es preceptivo y que he dejado en ella equipaje por valor de cuatrocientos francos.

—No podéis entrar a esta hora —repuso el hombre—. Esta no es una taberna de ladrones, juerguistas y organilleros.

—¡Animal! —gritó Elvira, pues lo de organilleros le tocaba en lo hondo.

—En ese caso exijo que me devolváis mi equipaje —objetó Léon con mucha dignidad.

—No sé nada de vuestro equipaje —replicó el dueño.

—¿Retenéis mi equipaje? ¿Osáis retener mi equipaje? —gritó el cantante.

—¿Quién sois? —replicó el hospedero—. Está muy oscuro…, no acierto a reconoceros.

—Muy bien…, así que retenéis mi equipaje —concluyó Léon—. Lo pagaréis caro. Os amargaré la vida con pleitos, os arrastraré de juzgado en juzgado, si todavía queda justicia en Francia haré que se cumpla. ¡Y os convertiré en el hazmerreír…, os incluiré en una canción…, una canción pegadiza, indecente y popular, que los niños cantarán en las calles y con la que os martirizarán a medianoche a través de esta reja! —Había ido elevando el tono de voz con cada frase, pues el hospedero se había ido alejando tranquilamente y cuando se apagó la última rendija de luz y sus pasos se acallaron en el interior, Léon se volvió hacia su mujer con una expresión heroica—. Elvira, ahora tengo un objetivo en mi vida: destruir a este hombre como Eugène Sue destruyó al portero. Vayamos de inmediato a la gendarmería y demos comienzo a nuestra venganza.

Cogió la funda de la guitarra que había apoyado contra el muro y se pusieron en camino muy enfadados por la ciudad silenciosa y mal iluminada.

La gendarmería estaba oculta junto a la oficina de correos al fondo de un patio muy amplio, que en parte estaba cubierto de jardines; allí estaban encerrados y sumidos en un sueño agradecido los servidores públicos. Tuvieron que insistir mucho para despertar a uno, y, cuando salió por fin a la puerta, tan solo acertó a decir que «no era asunto suyo». Léon razonó con él, le amenazó y le suplicó: «La señora Berthelini lleva un traje de noche y es una mujer de salud delicada en estado de buena esperanza»; esto último lo soltó, supongo, para impresionarle, pero el hombre siguió dándole la misma respuesta:

—No es asunto mío.

—Muy bien —dijo Léon—, en ese caso iremos a ver al comisario.

Allí fueron y encontraron la oficina cerrada y a oscuras, pero la casa estaba cerca y, poco tiempo después, Léon estaba llamando al timbre como un loco. La mujer del comisario apareció en la ventana. Era una mujer pusilánime y les informó de que el comisario todavía no había vuelto a casa.

—¿Sabéis si está en casa del alcalde? —preguntó Léon.

Ella consideró que la posibilidad no era del todo improbable.

—¿Dónde está la casa del alcalde? —preguntó.

Y la mujer le dio una información bastante vaga al respecto.

—Tú quédate aquí, Elvira —dijo Léon—, por si me lo cruzo por el camino. Si a mi vuelta no estás aquí, iré directamente al Cabeza Negra.

Y se marchó en busca de la casa del alcalde. Estuvo diez minutos deambulando por callejones sin salida, y cuando llegó eran casi las doce y media. Una tapia blanca de jardín sobre la que asomaban unos gruesos castaños, una puerta con un buzón de correos y un tirador de hierro era todo lo que se veía del domicilio del alcalde. Léon cogió el tirador con ambas manos y danzó furioso sobre la acera. El timbre, que estaba al otro lado del muro, respondió a su actividad y extendió por doquier un alarmante estruendo en el silencio de la noche.

Se abrió una ventana de una casa que había al otro lado de la calle, y una voz preguntó el motivo de aquel escándalo tan intempestivo.

—Quiero ver al alcalde —dijo Léon.

—A estas horas ya se habrá acostado —repuso la voz.

—Pues tendrá que levantarse —respondió Léon, y empezó a llamar al timbre una vez más.

—Así no conseguiréis que os oiga —le explicó la voz—. El jardín es muy grande, la casa está al otro extremo, y tanto el alcalde como su ama de llaves son sordos.

—¡Ajá! —dijo Léon haciendo una pausa—. ¿Así que el alcalde es sordo? Eso lo explica todo. —Y pensó en el concierto de esa noche con una momentánea sensación de alivio—. ¿Así que el alcalde es sordo, el jardín es muy grande y la casa está al otro extremo?

—Podríais pasaros toda la noche llamando —añadió la voz—, y nadie os oiría. Solo me impediríais descansar a mí.

—Gracias, vecino —replicó el cantante—. Os dejaré dormir.

Y volvió a toda prisa a casa del comisario. Elvira seguía paseando de aquí para allá delante de la casa.

—¿No ha venido? —preguntó Léon.

—No —replicó ella.

—Muy bien —repuso Léon—. Estoy convencido de que nuestro hombre está dentro. Acércame la funda de la guitarra. Estableceré un asedio formal, Elvira: estoy enfadado, indignado, tengo tentaciones truculentas, pero doy gracias a mi Creador porque todavía conservo el sentido del humor. Le cantaremos una serenata a ese funcionario corrupto, Elvira. Le importunaremos de lo lindo. —Abrió la funda, tocó unos acordes y adoptó una postura inequívocamente española—. Vamos, prueba la voz. ¿Estás lista? ¡Sígueme!

La guitarra sonó y las dos voces se alzaron al unísono con un volumen sorprendente cantando el estribillo de una canción del viejo Béranger:

Commissaire! Commissaire!

Colin bat sa ménagère.

Las piedras de Castel-le-Gâchis se conmovieron ante aquella audaz innovación. Hasta entonces la noche había estado consagrada al reposo y los gorros de dormir, en cambio ahora, ¿qué era esto? Una tras otra, empezaron a abrirse ventanas, se rascaron cerillas y las velas parpadearon, caras hinchadas y soñolientas se asomaron a la luz de las estrellas. Había dos personas delante de la casa del comisario, las dos muy erguidas, con la cabeza echada hacia atrás y la mirada interrogando al cielo estrellado; la guitarra aullaba, gritaba y reverberaba como media orquesta, y las voces claras y animosas arremetían contra la ventana del comisario. Todos los ecos repetían el nombre del funcionario. Parecía más un entreacto de una farsa de Molière que un episodio de la vida real en Castel-le-Gâchis.

El comisario, si no fue el primero, tampoco fue el último de los vecinos en ceder a la influencia de la música y abrió hecho una furia la ventana de su dormitorio. Estaba fuera de sí de rabia. Se inclinó sobre el alféizar desvariando y gesticulando: la borla de su gorro de dormir blanco bailaba como si estuviera viva, abría la boca de modo desmesurado y, sin embargo, su voz, en lugar de escapar de ella como un rugido, salía aguda, vacilante y estrangulada. Un rato más de serenata y estaba claro que le daría una apoplejía.

Rehúso reproducir aquí su lenguaje, pues aludió a cuestiones demasiado serias para un narrador circunspecto. Aunque era conocido por no tener pelos en la lengua y por su tendencia a emplear palabras gruesas, esa noche se superó a sí mismo de modo tan notable que una señora soltera, que, como todo el mundo, se había levantado de la cama para oír la serenata, se vio obligada a cerrar la ventana nada más oír un par de frases. Y lo que oyó perturbó de tal modo su conciencia que al día siguiente afirmó que apenas se sentía ya doncella.

Léon trató de explicar su caso, pero como respuesta solo recibió amenazas de arresto.

—¡Como baje, verá! —gritaba el comisario.

—¡Sí! —exclamó Léon—. ¡Hágalo!

—¡No lo haré!

—¡Porque no se atreve! —respondió Léon.

Al oírlo, el comisario cerró la ventana.

—Se acabó —afirmó el cantante—. Quizá no le haya gustado la serenata. Estos patanes no tienen sentido del humor.

—Vayámonos de aquí —respondió Elvira con un escalofrío—. Todo el mundo nos mira…, es desagradable y humillante. —Luego volvió a dejarse llevar por la emoción—: ¡Animales! —les gritó a los espectadores iluminados por la luz de las velas—. ¡Burros, más que burros!

—Sálvese quien pueda —dijo Léon—. ¡Ahora sí que la has hecho buena!

Y con la guitarra en una mano y la funda en la otra emprendió de modo un tanto precipitado la huida del escenario de aquella absurda aventura.

4

Al oeste de Castel-le-Gâchis cuatro hileras de tilos venerables formaban una avenida tenuemente iluminada por las estrellas con dos pasillos laterales donde reinaba una total oscuridad. Había unos cuantos bancos de piedra desperdigados entre los troncos. No soplaba nada de viento, sobre las callejuelas flotaba una atmósfera pesada y perfumada y no se movía ni una hoja. Allí llegaron por fin los Berthelini a pasar la noche, después de llamar en vano a la puerta de varias fondas. Tras una cortés discusión, Léon insistió en ofrecerle su abrigo a Elvira, y los dos se sentaron en silencio en el primer banco que encontraron. Léon lió un cigarrillo y se lo fumó mientras contemplaba los árboles y, detrás de ellos, las constelaciones cuyos nombres trataba en vano de recordar. La campana de la iglesia rompió el silencio: sonaron los cuartos con un compás leve y tintineante, luego siguió una única campanada cuyo eco se extinguió lentamente con un estremecimiento y volvió a reinar el silencio.

—La una —dijo Léon—. Faltan cuatro horas hasta que se haga de día. No hace frío, lucen las estrellas, tengo tabaco y cerillas. No exageremos, Elvira…, la situación tiene su encanto. Siento un fuego en mi interior, he vuelto a nacer. Esta es la poesía de la vida. Piensa en las novelas de Cooper, cariño.

—Léon —respondió ella enfadada—, ¿a qué viene esa sarta de tonterías absurdas y descabelladas? Pasar la noche a la intemperie…, ¡es una pesadilla! Moriremos.

—No te dejes llevar por los nervios —replicó Léon en tono apaciguador—. Aquí no se está tan mal, lo que pasa es que te preocupas más de la cuenta. Vamos, ensayemos una escena. ¿Qué te parece Alceste y Célimène? ¿No? ¿Y un pasaje de Las dos huérfanas? Vamos, te entretendrá. Te daré la réplica como nunca, siento el arte en la médula de los huesos.

—¡Calla o me volverás loca! —gritó ella—. ¿Es que eres incapaz de tomarte algo en serio? ¿Ni siquiera en esta situación tan horrible?

—¡Horrible! —objetó Léon—. Horrible no es la palabra. Dime, ¿dónde te gustaría estar? «Dites, la jeune belle, où voulez-vous aller?» —canturreó—. En fin —prosiguió, abriendo la funda de la guitarra—, te propongo otra cosa: cantemos. ¡Canta «Dites, la jeune belle»! Estoy seguro de que así te animarás, Elvira.

Y sin esperar una respuesta, empezó a tocar la melodía. Los primeros acordes despertaron a un joven que dormía en un banco cercano.

—¡Hola! —gritó el joven—, ¿quién anda ahí?

—¿De qué rey, Bezoniano? —declamó el artista—. ¡Habla o muere![1]

O, si no dijo exactamente eso, fue algo muy parecido, sacado de alguna tragedia francesa.

El joven se acercó en la penumbra. Era un tipo alto, fuerte y elegante de rostro un tanto hinchado, que vestía un traje de tweed gris y una gorra de cazador con doble visera del mismo material; llevaba además un morral colgado del brazo.

—¿También acampáis aquí? —preguntó con un marcado acento inglés—. Me alegro de tener compañía.

Léon le explicó sus desventuras, y el otro les contó que era un estudiante de Cambridge que viajaba a pie; se había quedado sin dinero y no podía pagar la pensión, llevaba ya dos noches acampando fuera, y mucho se temía que tendría que volver a hacerlo al menos otras dos.

—Por suerte hace buen tiempo —concluyó.

—Ya lo has oído, Elvira —dijo Léon—. Madame Berthelini —prosiguió— está ridículamente afectada por esta intrascendente circunstancia. A mí, en cambio, me parece novelesco y nada incómodo, o al menos —añadió acomodándose en el banco de piedra—, mucho menos incómodo de lo que habría imaginado. Pero, por favor, tomad asiento.

—Sí —replicó el estudiante sentándose—, si se está acostumbrado es más cómodo de lo que parece, la pega es que resulta condenadamente difícil encontrar un sitio donde lavarse. Pero me gustan el aire libre y las estrellas…

—¡Ajá! —exclamó Léon—. Monsieur es un artista.

—¿Un artista? —replicó el otro con una mirada inexpresiva—. ¡No que yo sepa!

—Perdonad —le interrumpió el actor—, pero lo que acabáis de decir sobre los orbes celestes…

—¡Tonterías! —repuso el inglés—. No hace falta ser un artista para que a uno le gusten las estrellas.

—No obstante, tenéis naturaleza de artista, señor…, os pido disculpas, ¿puedo preguntaros vuestro nombre sin ser indiscreto?

—Me llamo Stubbs —replicó el inglés.

—Gracias —replicó Léon—. Yo soy Berthelini…, Léon Berthelini, ex artista de los teatros de Montrouge, Belleville y Montmartre. Por humilde que os parezca ahora, he interpretado con éxito más de un papel de importancia. La prensa fue unánime al alabar mi «Diablo aullador de las montañas», en la obra del mismo nombre. Madame, a quien tengo el gusto de presentaros ahora, también es una artista, y debo añadir que mucho mejor que su marido. También es compositora: escribió más de veinte canciones exitosas para uno de los music-halls más famosos de París. Pero, por seguir con lo que estaba diciendo, monsieur Stubbs, es evidente que tenéis alma de artista, y espero que me concedáis cierto olfato en estas cuestiones. Confío en que no traicionéis vuestros instintos, y os imploro que sigáis una carrera consagrada al arte.

—Gracias —replicó Stubbs con una risita—. Pero pienso ser banquero.

—No —le interrumpió Léon—. No digáis eso. Un hombre con vuestras aptitudes no debería caer tan bajo. ¿Qué son unas pocas privaciones con tal de servir a un ideal noble y elevado?

«Este tipo está loco —pensó Stubbs—, pero su mujer es muy guapa, y, bien mirado, parece un tipo simpático».

Lo que dijo fue diferente:

—Pensaba que habíais dicho que erais actor.

—Sí, desde luego —replicó Léon—. Lo soy o, ¡ay!, lo fui.

—¿Y queréis que yo también lo sea? —prosiguió el estudiante—. Pero, hombre, si no podría ni aprenderme el papel, mi memoria es igual que un cedazo y sé tanto de interpretación como un gato.

—Las tablas no son el único camino —repuso Léon—. Haceos escultor, bailarín, poeta o novelista; seguid, en suma, los dictados de vuestro corazón y haced algo de provecho antes de morir.

—¿Y llamáis a todo eso arte? —preguntó Stubbs.

—Pues claro —respondió Léon—. ¿Acaso no son todo ramas de la misma cosa?

—¡Oh!, no lo sabía —replicó el inglés—. Pensaba que un artista era alguien que pintaba cuadros.

El cantante lo miró con sorpresa.

—Es por la diferencia de idiomas —dijo por fin—. Esta torre de Babel… ¿Cuándo terminaremos de pagar? Si supiera hablar inglés me seguiríais mejor.

—Entre nosotros, no lo creo —replicó el otro—. Vos parecéis haber considerado mucho estas cuestiones. Yo solo admiro las estrellas y me gusta su brillo, ¡es tan alegre!, pero que me cuelguen si alguna vez se me ha pasado por la cabeza que eso pudiera tener algo que ver con el arte. No es lo mío. No soy un intelectual. Me cuesta Dios y ayuda aprobar los exámenes, ¡podéis creerme! Pero, en el fondo, no soy mal tipo —añadió al reparar, incluso bajo la tenue luz de las estrellas, en la angustia de su interlocutor—, y me gustan el teatro, la música, las guitarras y demás.

Léon tuvo la sensación de que no acababan de entenderse, así que cambió de tema.

—¿Así que viajáis a pie? —prosiguió—. ¡Qué novelesco! ¡Qué valiente! ¿Y qué os parece mi país? ¿Qué impresión os han producido estas montañas?

—Pues la verdad —empezó Stubbs…, estuvo a punto de decir que no le interesaban los paisajes, lo que no era ni mucho menos cierto, y que hacía aquello por hacer ejercicio, pero había empezado a sospechar que Berthelini prefería hablar de otras cosas y respondió de manera muy distinta—: La verdad es que me gusta mucho. Me habían contado que no era muy bonito, incluso la guía lo decía, pero no sé por qué. A mí me parece precioso…, vaya que sí.

En ese momento, de forma inesperada, Elvira estalló en llanto.

—¡Mi voz! —gritó—. Léon, si me quedo aquí más tiempo perderé la voz.

—No nos quedaremos ni un minuto más —gritó el actor—. Te encontraré un techo aunque tenga que llamar a todas las puertas o me vea obligado a incendiar la ciudad. —Y, tras pronunciar esas palabras, volvió a poner la guitarra en su sitio, la consoló con unas caricias y le ofreció su brazo—. Monsieur Stubbs —dijo quitándose el sombrero—, temo que nuestro recibimiento haya sido un tanto equívoco, pero os ruego que sigáis concediéndonos el placer de vuestra compañía. Ahora estáis un poco avergonzado, permitid que sea yo quien os lo pida. Os lo pido como un favor, no debemos separarnos tan pronto después de habernos conocido de un modo tan extraño.

—¡Oh!, bueno, ya sabe —dijo Stubbs—, nunca permitiría que un hombre como usted…

Hizo una pausa, pues tenía la sensación de no estar yendo por buen camino.

—No me gusta recurrir a las amenazas —prosiguió Léon con una sonrisa—, pero si rehusáis lo consideraré como un insulto.

«No veo cómo voy a salir de esta», pensó el estudiante, y luego, tras una pausa, respondió en voz alta y sin demasiada desenvoltura:

—De acuerdo. Me veo obligado a quedaros muy agradecido…, por supuesto.

Y los acompañó pensando: «En cualquier caso, no me parece que esté bien imponerle a nadie una obligación».

5

Léon andaba a grandes zancadas como si supiera exactamente adónde se dirigía; los sollozos de la mujer todavía eran vagamente audibles, y nadie decía una palabra. Un perro ladró furioso cuando pasaron junto a un patio; luego el reloj de la iglesia dio las dos, y muchos relojes domésticos le secundaron con voces cantarinas. Y, justo en ese instante, Berthelini reparó en una luz. Ardía en una casita a las afueras de la ciudad y el grupo se encaminó enseguida hacia allí.

—Siempre es una posibilidad —arguyó Léon.

La casa en cuestión estaba apartada de la calle, detrás de un espacio abierto, en parte jardín, en parte campo de nabos; varias dependencias se apiñaban formando un ángulo recto con la fachada a ambos lados del edificio. Uno de ellos lo habían reformado hacía poco para abrir una enorme ventana en el tejado y en la pared que daba al norte, y Léon empezó a abrigar esperanzas de que se tratase del estudio de algún artista.

—Si se trata de un pintor —dijo con una risita—, apuesto diez contra uno a que nos recibirá de maravilla.

—Yo tenía entendido que casi todos los pintores eran pobres —afirmó Stubbs.

—¡Ah! —exclamó Léon—. Vos no conocéis el mundo tan bien como yo. ¡Cuanto más pobre sea, mejor para nosotros!

Y el trío se internó en el campo de nabos.

La luz estaba en el piso de abajo, y como una de las ventanas parecía más iluminada que las otras dos, supusieron que habría una única lámpara en un rincón de la habitación, y cierto resplandor trémulo e indeciso les mostró que la chimenea encendida debía de contribuir a aquel efecto. Entonces oyeron una voz y los intrusos se detuvieron a escuchar. Su timbre era agudo e irritado, aunque con un matiz rotundo y claramente masculino. La expresión era voluble, incluso demasiado voluble para que resultase clara: un chorro de palabras que subía y bajaba, y, de vez en cuando, alguna que otra frase suelta, como si el que hablaba se regodeara en sus virtudes.

De pronto se le sumó otra voz. Esta vez femenina y, si el hombre parecía enfadado, la mujer estaba hecha una auténtica furia. Se apreciaba esa compostura totalmente inexpresiva que conocen tan bien los hombres que sufren, ese modo de hablar insípido y artificial que exhibe un espíritu equilibrado entre el homicidio y la histeria, ese tono en que las mejores mujeres a veces dedican palabras peores que la muerte a quienes más quieren. Si los huesos y el sepulcro tuvieran el don de la palabra, así, y no de otro modo, es como hablarían. Léon era un hombre valiente, y temo que un tanto escéptico (había sido educado en un país papista), pero el hábito de la infancia prevaleció y se santiguó devotamente. Había conocido a muchas mujeres en su carrera. Era evidente que su instinto no le había engañado, pues la voz masculina estalló al instante con una pasión sobrecogedora.

El estudiante, que no había comprendido el significado y la importancia de la intervención de la mujer, aguzó el oído al notar el cambio de tono del hombre.

—Me parece que se avecina una pelea —opinó.

Hubo otra réplica de la mujer, todavía tranquila, pero en voz un poco más alta.

—¿Un ataque de histeria? —preguntó Léon a su mujer—. ¿Son esas las pautas escénicas?

—¿Cómo quieres que lo sepa? —replicó Elvira en tono desabrido.

—¡Oh, mujeres, mujeres! —dijo Léon abriendo la funda de la guitarra—. Es la cruz de mi vida, monsieur Stubbs, siempre se ayudan unas a otras; se defienden entre sí, actúan como si no siguieran un patrón, dicen que es su naturaleza. ¡Incluso madame Berthelini, que es una artista dramática!

—No tienes corazón, Léon —dijo Elvira—, esa mujer está en peligro.

—¿Y el hombre, ángel mío? —inquirió Berthelini, metiendo la cabeza por la correa de la guitarra—. ¿Y el hombre, m’amour?

—Es un hombre —respondió ella.

—¿Habéis oído eso? —le preguntó Léon a Stubbs—. Fijaos en la entonación. Y ahora —prosiguió—, ¿qué vamos a ofrecerles?

—¿Es que vais a cantar?

—Soy trovador —replicó Léon—. Exijo una bienvenida a cambio de mi arte. ¿Acaso podría hacerlo si fuese banquero?

—Bueno, en ese caso no os haría falta —respondió el estudiante.

—Diantres —exclamó Léon—, aunque admito que tiene razón, Elvira, tiene razón.

—Pues claro que la tiene —replicó ella—. ¿Acaso no lo sabías?

—Cariño —respondió Léon en tono grandilocuente—. No sé nada que no sea agradable. Incluso mi conocimiento de la vida es una excelsa obra de arte. Pero ¿qué vamos a ofrecerles? Deberíamos pensar en algo apropiado.

Al estudiante se le ocurrió «Deja que los perros se deleiten», pero recordó que la poesía estaba en inglés y además no se sabía la música, así que no contribuyó con ninguna sugerencia.

—Algo que aluda a que no tenemos dónde alojarnos —dijo Elvira.

—Ya lo tengo —exclamó Léon.

Y empezó a cantar una coplilla de Pierre Dupont:

Savez-vous où gite

Mai, ce joli mois?

Elvira se le unió, y también Stubbs, con buen oído y buena voz, aunque con un conocimiento un tanto precario de la melodía. Léon y su guitarra estuvieron a la altura de la situación. El actor prodigó sus do de pecho con generosidad y entusiasmo, y, mientras miraba al cielo agitando los rizos negros según su heroica costumbre, le pareció que las mismísimas estrellas contribuían con un mudo aplauso a sus esfuerzos, y que el universo le prestaba su silencio como coro. Esa es una de las ventajas de los cuerpos celestes, que no son de nadie en concreto, y un hombre como Léon, un Endymion crónico que se las arregla para abrirse paso contra viento y marea, siempre se considera el centro del mundo.

Solo él —y hay que subrayar que era el peor cantante de los tres— se tomaba la música en serio, y juzgaba la serenata desde un elevado punto de vista artístico. Elvira, en cambio, estaba preocupada por el recibimiento que les harían, y en cuanto a Stubbs, aquello le parecía una simple broma.

—¿Sabes dónde se oculta el bello mes de mayo? —siguieron cantando los tres en el campo de nabos.

Un gran revuelo dominó a los habitantes de la casa: la luz se movió de aquí para allá, y se volvió más intensa en una ventana y más apagada en las otras; luego se abrió la puerta y un hombre, vestido con un blusón, apareció en el umbral con una lámpara en la mano. Era un tipo joven y fuerte, con la barba y el pelo revueltos, el cuello de la camisa desabrochado y el blusón manchado de pintura al óleo con un desorden arlequinesco; había un toque rural en la caída y las bolsas de los pantalones que llevaba sujetos con un cinturón.

Justo detrás de él, y por encima de su hombro, un rostro de mujer escudriñaba la oscuridad: parecía pálida y fatigada, aunque era joven todavía: exhibía una hermosura en declive y que no tardaría en desaparecer y su expresión era a la vez amarga y amable, y recordaba vagamente el sabor de ciertas medicinas. Pese a todo, no era un rostro desagradable, y daba la impresión de que, cuando la hermosura hubiera desaparecido, cierta pálida belleza ocuparía su lugar. Y, como tanto su dulzura como su aspereza parecían rasgos de juventud, era de esperar que, con los años, ambos se fundieran en un temperamento constante, animoso y nada desabrido.

—¿Qué está pasando aquí?

6

Léon se quitó el sombrero al instante. Se adelantó con su elegancia acostumbrada, fue un gesto que habría arrancado una salva de aplausos en cualquier escenario. Elvira y Stubbs avanzaron tras él, como un par de corderos de Admeto que siguieran al dios Apolo.

—Señor —dijo Léon—, sé que la hora es totalmente intempestiva y que nuestra pequeña serenata bien podría parecer una impertinencia. Creed, señor mío, que se trata más bien de una súplica. Veo que monsieur es un artista. Nosotros también lo somos y no tenemos donde pasar la noche; una es una mujer de salud delicada, en traje de noche y en estado de buena esperanza. Eso debería bastar para conmover el corazón de madame, a quien veo vagamente detrás de monsieur y cuyo rostro parece el de una persona ecuánime. ¡Ah, monsieur, madame, un gesto generoso y haréis felices a tres personas! Dos o tres horas junto al fuego, ¡os lo pido, monsieur, en nombre del Arte, y a vos, madame, en nombre de la santidad de las mujeres!

Los dos, como por consentimiento tácito, se apartaron de la puerta.

—Entrad —dijo el hombre.

—Entrez, madame —dijo la mujer.

La puerta daba directamente a la cocina de la casa, que era, al parecer, la única sala de estar. El mobiliario era austero y escaso, pero había uno o dos paisajes muy bien enmarcados en la pared, como si hubiesen estado en el jurado de una exposición y los hubieran excluido. Léon se acercó a los cuadros y representó el papel de entendido delante de cada uno de ellos con la perspicacia y la fuerza dramática que le caracterizaban. El dueño de la casa, como atraído por una fuerza irresistible, lo acompañó a ver las telas con la lámpara en la mano. A Elvira la llevaron junto al fuego, donde procedió a calentarse, mientras Stubbs se quedaba en medio de la habitación y observaba a Léon con una mirada de tibia sorpresa.

—Deberíais verlos a la luz del día —dijo el artista.

—Cuento con tener ese placer —dijo Léon—. Si me permitís la observación, domináis al dedillo el arte de la composición.

—Sois muy amable —replicó el otro—. Pero ¿no deberías acercaros más al fuego?

—De mil amores —respondió Léon.

Y el grupo no tardó en estar reunido a la mesa frente a una cena fría e improvisada, acompañada de un vino muy peleón. A nadie le gustó la comida, pero ninguno protestó: pusieron buena cara e hicieron mucho ruido con cuchillos y tenedores. Ver a Léon comerse una única salchicha fría fue como asistir a un estreno de éxito: cuando terminó había agotado la gestualidad de un magnate de la carne de ternera y tenía la expresión relajada de quien ha comido demasiado.

Como, lógicamente, Elvira se había sentado al lado de Léon, y Stubbs, no menos lógicamente, aunque creo que también de forma inconsciente, había ocupado un sitio junto a Elvira, el anfitrión y su mujer se sentaron juntos, pero no se dirigieron la palabra y ni siquiera se miraron. La interrumpida disputa perduraba en el ambiente y era evidente que, en cuanto se marchasen los huéspedes, se reanudaría con la misma amargura que antes. La conversación vagó de un tema a otro, pues el grupo había decidido por unanimidad que ya era demasiado tarde para acostarse, pero aquellos dos no conseguían relajarse: ni Goneril y Regan en plena riña fraterna habrían parecido tan enconadas.

Elvira estaba tan fatigada por todas las emociones de la noche que, por una vez, dejó de lado sus modales correctos y desenvueltos y, con toda la naturalidad del mundo, apoyó la cabeza en el hombro de Léon. El cansancio la inclinó también a la ternura y entrelazó los dedos de la mano derecha en la mano izquierda de su marido, y entornando los ojos se sumió en esa zona dorada que se extiende entre el sueño y la vigilia. Sin embargo, no perdió la conciencia de lo que ocurría a su alrededor, y notó que la mujer del pintor la miraba con una mezcla de envidia y desdén.

A Léon le entraron ganas de fumar y soltó los dedos de Elvira para liar un cigarrillo. Lo hizo con sumo cuidado para no molestarla. Pero la mujer del pintor pareció reparar en ello de un modo muy significativo. Miró al frente por un instante, y luego, con un movimiento rápido y furtivo cogió la mano de su marido por debajo de la mesa. ¡Ay! Podía haberse ahorrado tanta habilidad, pues al pobre hombre le sorprendió de tal modo esa caricia que se quedó con la boca abierta en mitad de una frase y la expresión de su rostro demostró que sus pensamientos habían ido por otros derroteros más agradables.

Si no hubiese sido tan conmovedor, habría resultado absurdamente risible. La mujer retiró la mano enseguida, pero quedó claro que no lo había logrado sin esfuerzo. El joven se ruborizó y por un momento se puso muy guapo.

Léon y Elvira observaron sus gestos y a ambos los embargó la misma emoción, pues eran dos casamenteros sin remedio, sobre todo entre quienes ya estaban casados.

—Espero que me disculpéis —dijo Léon de pronto—. No creo que sirva de nada andarse con disimulos. Antes de entrar en esta casa oímos voces que indicaban, si es que puede decirse así, una armonía imperfecta.

—Señor… —empezó el hombre.

Pero la mujer se le adelantó.

—Estáis en lo cierto —dijo—. No tengo nada de lo que avergonzarme. Si mi marido se vuelve loco, mi obligación es hacer todo lo posible para paliar las consecuencias. ¿Podrán creer, monsieur y madame —prosiguió pasando por alto a Stubbs—, que este desdichado, un pintamonas, un incompetente, indigno de llamarse a sí mismo pintor, ha recibido esta mañana una oferta estupenda de un tío mío, hermano de mi madre, y muy querido además, de un empleo de oficinista con un sueldo de casi ciento cincuenta libras al año y lo ha rechazado? ¿Y por qué? ¡En nombre del Arte, dice! Y mirad su arte… ¡miradlo! ¿Vale la pena? Preguntadle…, ¿es que alguien va a comprarlo? Y por eso, monsieur y madame, me condena a vivir una existencia deplorable, sin lujos ni comodidades en un sórdido barrio de las afueras en una ciudad de provincias. Oh, non! —gritó—, non… je ne me tairai pas… c’est plus fort que moi! Apelo a estos caballeros y a esta dama como jueces… ¿Es esto caballerosidad? ¿Es honrado? ¿Es viril? ¿No merezco algo mejor después de haberme casado con él y —añadió con un gesto brusco— haber hecho lo imposible por satisfacerle?

Dudo que jamás haya habido un grupo tan avergonzado sentado a una mesa, todos ponían cara de tontos y el que más el marido.

—Sin embargo, el arte de monsieur —dijo Elvira rompiendo el silencio— no carece de distinción.

—Tiene una distinción —respondió la mujer— que nadie comprará.

—Yo diría que un empleo de oficinista… —empezó Stubbs.

—El Arte es el Arte —le interrumpió Léon—. Yo me inclino ante él. Es todo lo bello, lo divino, es el espíritu del mundo y el orgullo de la vida. Pero…

Y el actor hizo una pausa.

—Un empleo de oficinista… —empezó Stubbs.

—Os diré lo que pasa —dijo el pintor—. Soy un artista, y, como dice este caballero, el Arte es esto y aquello, pero por supuesto, si mi mujer me va a hacer la vida imposible, prefiero arrojarme al río.

—¡Hazlo! —le espetó su mujer—. ¡No tienes valor!

—Lo que iba a decir —prosiguió Stubbs— es que uno puede trabajar de oficinista y pintar tanto como le venga en gana. Conozco a un tipo que trabaja en un banco y pinta unas acuarelas preciosas, incluso vendió una por siete libras y seis peniques.

Las dos mujeres vieron aquello como una tabla de salvación y miraron esperanzadas a sus maridos —incluso Elvira, que era ella misma una artista, pues sin duda hay algo permanentemente mercantil en la naturaleza de las mujeres—. Los dos hombres intercambiaron una mirada trágica, como la que cruzarían dos filósofos al final de una vida laboriosa reconociendo que siguen siendo un misterio para sus discípulos.

Léon se puso en pie.

—El Arte es el Arte —repitió tristemente—. No se trata de pintar acuarelas, ni de ensayar al piano. Es una forma de vida.

—¡Y, mientras tanto, uno se muere de hambre! —observó la mujer de la casa—. A mí no me parece que eso sea vida.

—Tengo una idea —estalló Léon—. Vos, madame, pasad a la otra habitación y hablad con mi mujer, y yo me quedaré aquí a discutir con vuestro marido. Tal vez no sirva de nada, pero vale la pena intentarlo.

—Lo haré encantada —replicó la joven, y encendió una vela—. Por aquí, si tenéis la bondad. —Y condujo a Elvira al dormitorio del piso de arriba—. Lo cierto es —dijo sentándose— que mi marido no sabe pintar.

—Ni el mío actuar —replicó Elvira.

—Yo habría dicho que sí —repuso la otra—, parece muy inteligente.

—Y lo es, y también una bellísima persona —afirmó Elvira—, pero no sabe actuar.

—Al menos no es un farsante como el mío, por lo menos sabe cantar.

—No conocéis a Léon —replicó su mujer con acaloramiento—. No tiene la menor intención de cantar, su gusto es demasiado refinado, solo lo hace para ganarse el pan. Y creedme, ninguno de los dos es un farsante. Son hombres con una misión…, que no pueden cumplir.

—Farsante o no —replicó la otra—, habéis estado a punto de pasar la noche a la intemperie, y a mí me aterra pasar hambre. Yo pensaba que la misión de un hombre era pensar en su mujer. Pero, por lo visto, su única misión es hacer el ganso. ¡Oh! —estalló—. ¿No os parece terrible este marido mío? Si supiera pintar no me importaría. Pero no sabe…, ¡no más que yo!

—¿Tenéis hijos? —preguntó Elvira.

—No, pero si aceptara el empleo podríamos tenerlos.

—Los niños lo cambian todo —dijo Elvira con un suspiro.

Y justo en ese momento llegó del piso de abajo un acorde de guitarra, seguido de otro y de otro, y luego se les unió la voz de Léon entonando una canción que interrumpió la conversación de las dos mujeres. La mujer del pintor parecía transpuesta; al mirarla a los ojos, Elvira vio todos los recuerdos y vivencias que brotaban de su alma con cada nota, una época de su juventud pasó delante de ella: una vasta llanura francesa, el aroma de las flores de manzano, los lejanos y brillantes meandros del río, y la presencia y las palabras del amor.

«Léon ha dado en el clavo —se dijo Elvira—. Quisiera saber cómo».

Era evidente: Léon le había preguntado al pintor si no recordaba ninguna canción de la época en que eran novios, y, después de esperar un rato, había cantado:

O mon amante

O mon désir,

Sachons cueillir

L’heure charmante!

—Disculpad, madame —dijo la mujer del pintor—, vuestro marido canta admirablemente bien.

—Canta con sentimiento —admitió Elvira con aire crítico, aunque también estaba un poco conmovida, pues la canción estaba dirigida a ambas—, pero como un actor, no como un músico.

—La vida es muy triste —dijo la otra—, se escapa de entre los dedos.

—No estoy de acuerdo —replicó Elvira—. Creo que lo bueno perdura y se acrecienta cada día.

—Con franqueza, ¿qué me aconsejaríais?

—Con franqueza, yo dejaría que mi marido hiciera lo que quisiese. Es evidente que es un pintor refinado, no le obliguéis a ser un oficinista. Aunque solo sea porque puede llegar a ser el padre de vuestros hijos…, es mejor no estropearlo.

—Es muy buena persona —dijo su mujer.

Siguieron despiertos hasta el amanecer, disfrutando de la música y la buena compañía; y al alba, cuando el cielo estaba aún claro y temperado, se despidieron en el umbral y se desearon lo mejor para el futuro. Castel-le-Gâchis empezaba a arrojar su humo contra el áureo oriente, y el reloj de la iglesia daba las seis.

—Mi guitarra es un espíritu familiar —dijo Léon, mientras Elvira y él tomaban por el camino más recto hacia el hotel—: resucitó a un comisario, creó a un turista inglés y reconcilió a un hombre con su mujer.

Stubbs, por su parte, sacó aquella mañana sus propias conclusiones.

«Están todos locos —se dijo—, completamente locos…, pero jamás he conocido mejores personas».