Viví tres meses en Luanda, en el Hotel Tívoli. Desde la ventana divisaba el golfo y el puerto. Junto a la costa se veían varios buques mercantes de compañías transoceánicas europeas. Sus capitanes, que se comunicaban por radio con Europa, podían enterarse mejor y saber más de lo que iba a ocurrir en Angola que nosotros, encerrados en la ciudad sitiada. Cuando por el mundo ya corría la noticia de que se acercaba la batalla definitiva por Luanda, los buques se adentraban en el mar para detenerse solo en la línea del horizonte. Y con ellos se alejaba la última esperanza de salvación, pues, siendo imposible la huida por vía terrestre, se repetía el rumor de que el enemigo en cualquier momento iba a bombardear e inutilizar el aeropuerto. Luego resultaba que la fecha del asalto a Luanda quedaba aplazada y la flota regresaba al golfo para reanudar su interminable espera antes de poder cargar café y algodón.
El movimiento de aquellos buques era para mí una importante fuente de información. Cuando el golfo se quedaba desierto, yo me empezaba a preparar para lo peor. Aguzaba el oído para comprobar si no se aproximaban los ecos del cañoneo de la artillería. Me preguntaba si no habría verdad en lo que se susurraban al oído los portugueses, a saber, que en la ciudad se ocultaban dos mil soldados de Holden Roberto que solo esperaban una orden para desencadenar una masacre. Pero en medio de estas inquietudes, los buques de nuevo volvían al golfo. A sus desconocidos tripulantes los saludaba yo, para mis adentros, como a salvadores: durante un tiempo habría silencio.
En la habitación de al lado se alojaban dos ancianos: el senhor Silva, comerciante en diamantes, y su mujer, dona Esmeralda, que agonizaba víctima de un cáncer. Consumía sus últimos días sin auxilio ni posibilidad de salvación porque ya estaban cerrados los hospitales y los médicos se habían marchado. Su cuerpo, retorcido por el dolor, casi desaparecía en medio de un montón de almohadas. Me daba miedo entrar allí. Un día lo había hecho para preguntarle si no le molestaba que por las noches teclease en mi máquina de escribir. Su pensamiento emergió del dolor por unos instantes, solo los imprescindibles para decir:
—No, Ricardo, a mí ya nada puede molestarme en mi viaje hacia el final.
El senhor Silva se paseaba por los pasillos durante horas. Se peleaba con todo dios, maldecía el mundo y la nuca se le volvía roja de tanta mala sangre. Gritaba incluso a los negros, a pesar de que ya por entonces todos los trataban con educación, hasta tal punto que uno de nuestros vecinos incluso había llegado a adquirir una nueva costumbre: detenía a africanos del todo desconocidos, les daba la mano y se inclinaba ante ellos en una profunda reverencia. Estos, convencidos de que la guerra le había nublado el entendimiento, se alejaban a toda prisa. El senhor Silva esperaba la llegada de Holden Roberto y no paraba de preguntarme si yo sabía algo al respecto. La imagen de los buques alejándose lo llenaba de la más grande de las alegrías. Se frotaba las manos, enderezaba el espinazo y enseñaba su dentadura postiza. A pesar del agobiante calor, siempre iba vestido con ropa de abrigo. Entre los pliegues de su traje llevaba cosidos sartas de diamantes. En una ocasión, cuando parecía que el FNLA[1] se hallaba ya ante las puertas del hotel, me enseñó, radiante de felicidad, un puñado de piedrecitas transparentes que tenían el aspecto de un vidrio hecho añicos. Pero eran diamantes. En el hotel se decía que Silva llevaba encima medio millón de dólares. El viejo tenía el corazón dividido. Deseaba huir con su fortuna pero lo tenía atado la enfermedad de dona Esmeralda. Temía que, de no marcharse enseguida, alguien iba a denunciarlo y le arrebatarían el tesoro. Jamás salía a la calle, e incluso se quería comprar una cerradura adicional, pero como todos los profesionales ya se habían marchado, en toda Luanda no había una sola persona capaz de fabricársela.
Enfrente de mí se alojaba una pareja joven: Arturo y Maria. Él era funcionario colonial y ella, una mujer rubia de ojos nublados y sensuales, tranquila y callada. Esperaban la hora de irse, pero antes debían cambiar el dinero angoleño por el portugués, cosa que se prolongaba durante semanas enteras, dadas las colas kilométricas ante los bancos. Nuestra camarera, una anciana amable y vivaracha, dona Cartagena, me informó con un susurro lleno de indignación de que Arturo y Maria vivían amancebados. O sea, igual que los negros, aquellos sujetos sin Dios del MPLA[2]. En su escala de valores, tal cosa era el peldaño más bajo de la degradación y el envilecimiento del hombre blanco. Dona Cartagena también esperaba la llegada de Holden Roberto. No sabía dónde estaban sus tropas, y me preguntaba en secreto por las novedades. También me preguntaba si yo escribía acerca del FNLA en buenos términos. Yo le decía que sí, que entusiastas. Agradecida, siempre me dejaba la habitación limpia como los chorros del oro, y cuando ya no había nada para beber en la ciudad, me traía —imposible saber de dónde— una botella de agua.
Maria me tenía por un hombre que se dispone a suicidarse, porque le dije que me quedaba en Luanda hasta el Día de la Independencia de Angola, es decir, hasta el 11 de noviembre. En su opinión, para entonces no quedaría en la ciudad piedra sobre piedra. Todo el mundo estaría muerto y el lugar se habría convertido en un inmenso cementerio habitado por los buitres y las hienas. Me aconsejaba marcharme lo antes posible. Le aposté una botella de vino a que sobreviviría y que nos encontraríamos en Lisboa, en el elegante Hotel Altis, el 15 de noviembre a las cinco de la tarde. Llegué tarde a ese encuentro, pero en la recepción me esperaba una nota de Maria, diciendo que me había esperado y que al día siguiente Arturo y ella partían para el Brasil.
Todo el Hotel Tívoli estaba repleto hasta los topes, tanto, que recordaba nuestras estaciones de ferrocarril polacas justo después de la guerra, llenas de multitudes nerviosas o apáticas, y de bultos amontonados, atados de cualquier manera. Por todas partes olía mal, todos los rincones del edificio exhalaban un tufo ácido y una hediondez pegajosa y asfixiante. La gente sudaba de calor y de miedo. Reinaba un ambiente apocalíptico, como de espera de un exterminio. Alguien trajo la noticia de que por la noche bombardearían la ciudad. Otro se había enterado de que, en sus barrios, los negros afilaban los cuchillos para luego probar su eficacia en las gargantas de los portugueses. De un momento a otro iba a estallar una sublevación. ¿Qué sublevación?, preguntaba yo a unos y a otros para informar a Varsovia. Nadie sabía nada a ciencia cierta. Una sublevación y punto; ¿qué sublevación?, ya se vería cuando estallase.
El rumor agotaba a todo el mundo, tensaba los nervios y arrebataba toda capacidad de razonar. La ciudad vivía en un ambiente de histeria, temblaba de miedo. Las personas no sabían cómo arreglárselas con la realidad que ahora las rodeaba. Ignoraban cómo explicarla, cómo domarla. Los hombres se reunían en los pasillos del hotel y celebraban consejos de estado mayor. Los pragmáticos con los pies en la tierra eran partidarios de cerrar el hotel a cal y canto durante las noches. Los que tenían miras más amplias y una capacidad de contemplar el mundo globalmente opinaban que se debía enviar un telegrama a la ONU pidiendo una intervención. Pero todo esto, como es costumbre en los países latinos, no llegaba a otro puerto que al de la discusión en sí.
Al caer la noche, sobrevolaba la ciudad un avión que lanzaba octavillas. Estaba pintado de negro y carecía de luces y emblemas. Las octavillas decían que las tropas de Holden Roberto estaban estacionadas en las afueras de Luanda y que se disponían a entrar en la ciudad de un momento a otro. Para facilitar tal cometido, se exhortaba a la población a que asesinase a todos los rusos, húngaros y polacos que estaban al mando de los destacamentos del MPLA y que eran los responsables de la guerra y de todas las desgracias que se habían abatido sobre el pueblo exhausto. Todo esto sucedía en septiembre, cuando, a excepción de mí, no había en toda Angola una sola persona de la Europa del Este. Por la ciudad merodeaban, sembrando el terror, grupos armados de la policía política portuguesa, la PIDE; venían al hotel y preguntaban quién se alojaba en él. Actuaban con la mayor impunidad; en Luanda no existía poder alguno y ellos querían vengarse por todo: por la revolución de los claveles, por la pérdida de Angola, por sus carreras rotas. Cada vez que alguien llamaba a la puerta, para mí podía ser un mal presagio. Yo intentaba no pensar en ello, única manera de defenderse de situaciones así.
Los miembros de aquellos grupos de asalto se reunían en Adão, un bar nocturno situado junto al hotel. Sumido siempre en la oscuridad, los camareros se movían por él con linternas. Su dueño, un playboy grueso y ajado, de ojos inyectados en sangre y párpados hinchados y caídos, me condujo en una ocasión hasta su despacho en la trastienda. Desde el suelo hasta el techo, las paredes estaban cubiertas por estantes sobre los cuales se veían nada menos que doscientas veintiséis clases de whisky. Sacó de un cajón de su escritorio dos pistolas y las colocó ante sí.
Mataré con ellas a diez comunistas y solo entonces me quedaré tranquilo, dijo.
Yo lo observaba, sonreía y esperaba a ver qué haría. A través de la puerta llegaba la música: los miembros de los grupos de asalto se lo pasaban en grande con las mulatas borrachas. El gordo guardó las pistolas y cerró el cajón de golpe. Ni siquiera hoy sé por qué me dejó en paz. A lo mejor pertenecía a esa clase de personas —me he topado con gente así en muchas ocasiones— que sacan más satisfacción, antes que del propio acto de matar, de tener esa posibilidad; de saber que podrían matar y que, sin embargo, no lo hacen.
A lo largo de todo el mes de septiembre me acostaba sin saber qué pasaría durante la noche y al día siguiente. A mi alrededor pululaban varios individuos cuyos rostros ya me resultaban familiares. No parábamos de encontrarnos en todas partes, sin intercambiar palabra. No sabía qué hacer. Al principio decidí permanecer alerta; no quería que me sorprendieran mientras dormía. Pero en la mitad de la noche la tensión se relajaba y acababa durmiéndome, vestido y con los zapatos puestos, sobre la gran cama, primorosamente hecha por dona Cartagena.
El MPLA no podía defenderme: aquellos hombres estaban lejos, en los barrios africanos, o más lejos aún: en el frente. El barrio europeo en el que yo vivía todavía no les pertenecía. Por eso me gustaba hacer escapadas al frente: allí me sentía más seguro, más en casa. Sin embargo, tales escapadas rara vez eran posibles. Nadie, ni siquiera los hombres del estado mayor, sabían precisar con certeza dónde se hallaba el frente. Las comunicaciones no existían. Pequeños destacamentos de guerrilleros inexpertos, principiantes apenas, perdidos en unos espacios inmensos y traicioneros, se desplazaban en solitario de un lado para otro, sin una idea preconcebida ni plan alguno. Cada cual libraba aquella guerra por su cuenta y riesgo, sin poder contar más que consigo mismo.
Cada día, a las nueve de la noche, se producía la llamada de Varsovia. En la caja del télex que estaba en la recepción se encendía una luz y la máquina tecleaba la señal:
814251 PAP PL BUENAS NOCHES TRANSMITA
o:
POR FIN HEMOS CONSEGUIDO COMUNICACION
o:
¿RECIBIREMOS ALGO HOY? PLS GA GA.
Yo contestaba:
OK OK MOM SVP
y colocaba la cinta con el texto del cable.
Para mí, las nueve era el momento más importante del día, una experiencia única que se repetía noche tras noche. No dejé de escribir un solo día; escribía llevado por un impulso de lo más egoísta, me obligaba a romper mi parálisis y depresión internas para redactar un texto, por más breve que fuera, y a mantener la comunicación con Varsovia, que era lo único que me salvaba de la soledad y del sentimiento de abandono. Cuando tenía tiempo, me quedaba clavado junto al télex mucho antes de las nueve. La luz que se encendía despertaba en mí el mismo entusiasmo que despierta en un hombre perdido en el desierto el repentino hallazgo de una fuente. Usaba todo mi ingenio para prolongar el tiempo de aquellas sesiones. Describía con todo lujo de detalles cada una de las batallas. Preguntaba qué tiempo hacía en Polonia y me quejaba de no tener nada para comer. Pero finalmente llegaba el momento en que Varsovia decía:
RECIBIDO CORRECTO PROXIMA COMUNICACION MANANA 20.00 HORAS GMT GRACIAS BY BY
la luz se apagaba y me quedaba en la mayor soledad.
Luanda moría de una manera diferente que nuestras ciudades en los años de la guerra. No había ataques aéreos ni pacificaciones de pueblos ni destrucciones de barrios, uno tras otro. No había cementerios en plazas y calles. No recuerdo un solo incendio. La ciudad moría como muere un oasis cuyos pozos se han secado: se quedaba desierta por momentos, se sumía en un estado de parálisis, caía en el olvido. Pero esa agonía se produciría más tarde; de momento, un movimiento febril reinaba por doquier. Todo el mundo tenía prisa, todo el mundo se marchaba. No había nadie que no quisiera coger el primer vuelo a Europa o a América, a donde fuese. Llegaban a Luanda portugueses de toda Angola. Procedentes de los rincones más remotos, entraban en la ciudad caravanas de coches cargados hasta los topes con personas y equipajes. Hombres con barbas de varios días, mujeres con la ropa arrugada y el pelo desgreñado, niños sucios y con caras de sueño. Por el camino, los refugiados se unían formando largas columnas y así atravesaban el país, pues cuanto más numeroso era el grupo, más seguro se sentía. Una vez en Luanda, al principio se alojaban en hoteles, pero luego, cuando ya no quedaban habitaciones libres, se dirigían directamente al aeropuerto. Alrededor del mismo no tardó en crecer una ciudad nómada, sin calles ni casas. Vivían a la intemperie, siempre empapados porque no paraba de llover. Y ahora vivían peor que los negros del barrio africano contiguo al aeropuerto; aunque resignados, se lo tomaban con lúgubre apatía puesto que no sabían a quién maldecir por su inesperado sino. Salazar ya estaba muerto, Caetano había huido al Brasil y en Lisboa los gobiernos se sucedían. Y todo por culpa de esta dichosa revolución; de qué si no: antes vivíamos en paz y tranquilidad. Ahora que el gobierno ha prometido libertad a los negros, estos se han peleado entre sí y, envalentonados, incendian y matan. No son capaces de gobernar. El negro, ya se sabe, lo que le va es empinar el codo y, luego, pasarse el día durmiendo. Se cuelga un sinfín de abalorios y se pasea tan contento. ¿Trabajar? Aquí no trabaja nadie. Esta gente vive como hace cien años. ¡Qué digo cien, hombre! ¡Mil! Yo mismo he visto a tipos que viven del mismo modo que hace mil años. ¿Y cómo se puede saber cómo era la vida hace un milenio? Claro que se puede, todo el mundo lo sabe. De este país no quedará nada. Mobutu cogerá un trozo, los del sur cogerán otro y así se acabará la historia. Ojalá podamos salir de aquí lo antes posible. Ojalá no tengamos que verlo. Cuarenta años de trabajo dejo yo aquí. Mi sangre y mi sudor. Me he dejado la piel. ¿Quién me los va a devolver? ¿Usted cree que se puede empezar de nuevo toda una vida?
La gente, sentada sobre sus hatillos, se cubre con lonas de plástico porque no para de lloviznar; meditabunda, lo analiza todo. De vez en cuando, en medio de esta multitud abandonada a su suerte salta una chispa de rebelión. Son ya mujeres golpeando a los soldados encargados de mantener el orden, ya hombres intentando secuestrar un avión; todo con tal de que el mundo se entere de su grado de desesperación. Nadie sabe cuándo saldrá de aquí ni hacia dónde. Reina un caos cósmico. Resulta difícil organizar a los portugueses, porque se trata de individualistas declarados, de naturalezas que no saben vivir en grandes colectivos o comunidades. Tienen prioridad las embarazadas. ¿Por qué ellas? ¿Acaso soy yo peor porque di a luz hace medio año? De acuerdo, tienen prioridad las embarazadas y las mujeres con niños de pecho. ¿Por qué ellas? ¿Acaso soy yo peor porque mi hijo haya cumplido tres años? De acuerdo, tienen prioridad las mujeres con niños. ¿Ah, sí? Y yo ¿debo morir aquí porque sea hombre? Y así, los más fuertes se meten en el avión, tras lo cual mujeres con niños se tumban sobre el cemento de la pista, justo delante de las ruedas para que los pilotos no puedan despegar, llega el ejército, los soldados expulsan a los hombres, ordenan subir a las mujeres y estas suben por la escalerilla triunfantes, como la tropa victoriosa entra en una ciudad conquistada.
Permitamos que los primeros en marcharse sean las personas con crisis nerviosas. Estupendo, no hay que buscar muy lejos; si no fuera por la guerra, hace tiempo que me habrían metido en un manicomio. Allá en mi casa, cerca de Carmona, entró un destacamento de salvajes, se lo llevaron todo, repartieron puñetazos a diestro y siniestro e incluso querían fusilar a la gente. Todavía tiemblo de arriba abajo. Me volveré loca si no salgo de aquí enseguida. Queridos míos, solo os diré una cosa: lo he perdido todo, el trabajo de toda mi vida. Además, allí donde mi casa, en Lumbala, dos tipos de UNITA[3] me tuvieron cogido por el pelo y el tercero me colocó el cañón de su fusil en el ojo mismo. Creo que es motivo más que suficiente para perder la razón.
Ningún parecer acaba por granjearse una general aprobación. La desesperada multitud se lanza al abordaje de cada uno de los aviones y pasan horas antes de que se tome alguna decisión acerca de quién, finalmente, va a hacerse con una plaza.
Por medio de este puente aéreo hay que trasladar a medio millón de refugiados a la otra punta del mundo.
Todos ellos saben por qué quieren marcharse. Saben que en septiembre aún será posible aguantar, pero que en octubre las cosas se pondrán muy feas y que nadie sobrevivirá al mes de noviembre. ¿Cómo lo saben? ¡Vaya pregunta! Yo, que he vivido aquí durante veintiocho años, tengo algo que decir sobre este país. ¿Sabe usted qué fortuna he amasado? Un taxi viejo que he dejado ahí, en la calle.
La gente huía de Angola como se huye de la peste inminente o del aire fétido que no se ve pero que siembra la muerte. Luego vendrá el viento, y la arena borrará las huellas del último hombre.
¿Tú te crees eso?, le he preguntado a Arturo. No, él no se lo cree, pero, aun así, prefiere marcharse. ¿Y usted, dona Cartagena, se cree usted eso? Sí, dona Cartagena está convencida. Si nos quedamos hasta noviembre, no lo contamos. Y la anciana, con gesto enérgico, se pasa el dedo por el cuello, sobre el cual su uña deja una marca roja.
Pasaron muchas cosas antes de que la ciudad fuera clausurada y condenada a muerte. Como el enfermo que en los últimos momentos de su agonía parece revivir y recupera las fuerzas por unos instantes, a finales de septiembre la vida en Luanda adquirió un vigor y un ritmo inusitados. Las aceras aparecían abarrotadas y en las calzadas se formaban embotellamientos. Todo el mundo tenía prisa; presa de nerviosismo, la gente corría de un lado para otro arreglando mil asuntos. Todo con tal de marcharse lo más rápidamente posible, de huir a tiempo, antes de que invadiese la ciudad la primera ola de aire pestilente.
Ya no querían a Angola.
Estaban hasta la coronilla de un país que debía de haber sido su tierra prometida y que no les había aportado sino decepción y humillación. Decían adiós a su casa africana con una mezcla de desesperación y rabia, de pena e impotencia, y con la sensación de abandonarla para siempre. Lo único que querían era salvar la vida y sacar sus bienes.
Todos estaban ocupados fabricando cajas. Se habían hecho traer auténticas montañas de tablas y chapas de madera. El precio de clavos y martillos se disparó. Las cajas se convirtieron en el principal tema de conversación: cómo armarlas y qué material usar para reforzarlas mejor. Aparecieron especialistas que se autoproclamaban auténticos expertos en cajología —toda una legión de arquitectos autodidactas versados en el arte de montar cajas— y, al mismo tiempo, estilos, escuelas y corrientes de este arte. Dentro de Luanda, construida con hormigón y ladrillo, empezó a surgir una segunda ciudad, de madera. Cuando recorría las calles, me asaltaba la impresión de pasear por una inmensa zona en obras. A cada paso tropezaba con alguno de los tablones, desparramados por todas partes; un clavo que salía de un listón me desgarró la camisa. Algunas cajas tenían el tamaño de pequeñas casas de verano, pues, de pronto, se había creado un escalafón de prestigio cajero: cuanto más rico era alguien, mayor era la caja que se agenciaba. Resultaban imponentes las de los millonarios: con un armazón de vigas y forradas por dentro con lona, sus paredes, sólidas y elegantes, estaban hechas de las maderas tropicales más caras, con los anillos tan bien cortados y tan primorosamente pulidos que recordaban exquisitos muebles de anticuario. Estas cajas albergaban salones y dormitorios enteros, sofás, mesas y armarios, cocinas y neveras, aparadores y sillones, cuadros, alfombras, arañas, porcelanas, sábanas y mantelerías, trajes y vestidos, todos, hasta el último, tapices, pufs y jarrones, incluso flores artificiales (también vi eso, con mis propios ojos) y toda esa monstruosa e infinita cachivachería que suele abarrotar las casas pequeñoburguesas, o sea, figuritas, conchas, bolas de cristal, frascos, lagartijas disecadas, aquella miniatura en metal de la catedral de Milán traída de una excursión a Italia, ¡y las cartas!, cartas y fotografías, esa foto de boda en un marco de oro a lo mejor la dejamos, dice un señor, ¡pero bueno!, ¿no te da vergüenza?, exclama la señora, indignada, todas las instantáneas de los niños, aquí cuando el pequeñín se sentó por primera vez y ahí cuando por primera vez dijo «Dame», dámela, venga, esa con un pirulí y aquella con la abuela, dámelo todo, absolutamente todo, incluidas las cajas de vino y aquel saco de macarrones que compré cuando empezaron a pegar tiros, y la caña de pescar, y el ganchillo, ¡mis hilos!, mi carabina, los cubos de colores Tutuni, el aspirador y los pájaros, los cacahuetes y el cascanueces también tienen que caber, así de sencillo: tienen que caber y punto, para que no quede más que el suelo desnudo y las paredes igual de desnudas, un desnudo integral, un striptease completo de la casa llevado hasta el final junto a una ventana sin cortinas, y ya solo nos quedará cerrar la puerta, y por el camino al aeropuerto nos detendremos en el paseo marítimo y arrojaremos la llave al mar.
Las cajas de los pobres son mucho peores, unas cuantas clases por debajo. Sobre todo son más pequeñas, a menudo hasta minúsculas y del todo insignificantes. No pueden optar por un distintivo de calidad porque sus acabados dejan mucho que desear. Al contrario que los ricos, que pueden permitirse el lujo de contratar a maestros carpinteros, los pobres tienen que armar las cajas con sus propias manos. Como material les sirven deshechos de los aserraderos: trozos de tablas, vigas torcidas, contrachapado henchido de la humedad, todos esos desperdicios de madera que se pueden comprar por cuatro monedas en un almacén de tercera. Muchas de estas cajas —reforzadas con hojalata de envases de aceite, con rótulos viejos que en un tiempo anunciaban comercios y paneles publicitarios oxidados que flanqueaban las carreteras— ofrecen el mismo aspecto que las desvencijadas chabolas del barrio africano. No vale la pena mirar hacia el interior; ni vale la pena ni sería de buena educación.
Las cajas de los ricos están en las calles más importantes del centro o en los rincones sombreados de los barrios de lujo. Se las puede ver y admirar. Las de los pobres, por el contrario, se ocultan en el interior de portales, patios y cobertizos. No podrán permanecer ocultas indefinidamente, pues llegará la hora en que habrá que llevarlas al puerto, atravesando toda la ciudad; la mera idea de contemplar un espectáculo tan penoso le llena a uno de lástima y tristeza.
A causa de tamaña abundancia de madera que ha invadido Luanda, esta ciudad desértica y llena de polvo, carente de árboles y de zonas verdes, ahora huele a bosque, un bosque frondoso y rebosante de resina. Como si una magnífica floresta creciera de pronto en calles y plazas. Por las noches, cuando abro la ventana y aspiro profundamente este olor, la guerra se aleja; ya no oigo los lamentos de dona Esmeralda ni veo al ajado playboy con sus dos pistolas, y me siento como si estuviera en Polonia, dormido en la casa de un guardabosque en medio de los altos y espesos Bory Tucholskie.
La construcción de la ciudad de madera, la de las cajas, se prolonga durante días enteros, desde el alba hasta el anochecer. Trabaja todo el mundo, ya bajo la molesta lluvia, ya bajo un sol abrasador; ni siquiera los millonarios, siempre y cuando estén en buena forma física, escatiman esfuerzos. El frenesí de los adultos se contagia a los niños. También ellos se construyen cajas para albergar sus muñecas y otros juguetes. La tarea de llenarlas se lleva a cabo al amparo de la noche. Es mejor así: nadie mete sus narices en las cosas de otros, nadie se pondrá a contar cuántos —y qué— objetos saco del país, máxime cuando se sabe que por todas partes merodean sujetos al servicio del MPLA ávidos por denunciar.
De modo que en plena noche, sumidos en la oscuridad más profunda, trasladamos el interior de la ciudad de piedra al interior de la ciudad de madera. La tarea exige sudor y energía física, hay que cargar con mucho peso e ir corriendo de un lado para otro, duelen los brazos de tanto esfuerzo por comprimir y las rodillas de tanto apretar, pero, eso sí, tiene que caber absolutamente todo, aunque haya que meterlo con calzador, no importa lo grande que haya sido la ciudad de piedra y lo pequeña que sea la de madera.
Poco a poco, de una noche a otra, la ciudad de piedra iba perdiendo valor en favor de la de madera. También poco a poco iba cambiando la manera de pensar de la gente. Las personas habían dejado de pensar en categorías tales como casa o piso y solo hablaban de cajas. En lugar de decir: Tengo que ir a ver cómo van las cosas en mi casa, decían: Tengo que ir a ver cómo está mi caja. Era lo único que les interesaba y por lo que se mostraban sinceramente preocupadas. La Luanda que dejaban atrás no significaba para ellas más que una maqueta rígida y extraña, un escenario, aún con decorados pero ya vacíos, como después de un espectáculo acabado.
No he visto en ningún lugar del mundo una ciudad como aquella y tal vez no vuelva a ver otra. Existió durante un mes y luego, de repente, empezó a desaparecer. O más bien —barrio tras barrio y con camiones— fue transportada al puerto. Ahora se extendía a lo largo de la orilla del mar, iluminada en las noches por los faroles del puerto y las luces de los barcos allí atracados. De día, sus caóticas calles se llenaban de personas que escribían sobre improvisadas etiquetas sus nombres y direcciones, tal como se hace en todas partes del mundo cuando alguien se construye una casa nueva. De manera que uno se podía dejar llevar por la ilusión de que se trataba de una ciudad de madera común y corriente, solo que cerrada por sus habitantes, los cuales, por las causas que fueran, habían tenido que abandonarla a toda prisa. Luego, cuando en la ciudad de piedra las cosas se pusieron muy feas y nosotros, un puñado de ellos, esperábamos cual condenados el día de nuestra aniquilación, la ciudad de madera se alejó océano adentro. Se la llevó una flota gigante que al cabo de pocas horas desapareció junto con ella tras la línea del horizonte. Todo sucedió tan deprisa como si en el puerto atracara una escuadra pirata que, después de apoderarse del tesoro, huyera a toda vela mar adentro.
Y, sin embargo, me dio tiempo a observar cómo se perdía en el horizonte una ciudad entera. Al despuntar el alba aún se balanceaba junto a la orilla, desordenadamente apilada, sin personas y sin vida, como una ciudad del antiguo Oriente convertida en museo después de que la abandonase el último grupo de turistas. Permanecí de pie en el muelle, junto a un grupo de soldados angoleños y otro de niños negros, harapientos y tiritando de frío. Nos lo han quitado todo, dijo uno de los soldados, curiosamente sin sombra de rabia en la voz, y se puso a partir una piña, la fruta que —tan madura que su jugo se derramaba como agua vertida de una taza— era nuestro único alimento. Nos lo han quitado todo, repitió y hundió la cara en la dorada copa de la fruta. Los niños del puerto, zarrapastrosos y sin techo, lo devoraban con ojos llenos de una voluptuosa fascinación. El soldado alzó la cara embadurnada de jugo, esbozó una sonrisa y añadió: Pero ahora por lo menos tenemos casa. Nuestra propia casa. Se levantó y, rebosante de alegría por sentirse dueño de Angola, disparó al aire una ráfaga de su metralleta. Sonaron las sirenas, las gaviotas levantaron el vuelo sobre las aguas y la ciudad de madera, tras una sacudida apenas perceptible, empezó su viaje mar adentro.
Ignoro si ha habido alguna otra ocasión en que una ciudad entera haya atravesado el océano, pero fue precisamente esto lo que sucedió en este caso. La ciudad salió a navegar por el mundo en busca de sus moradores. Se trataba de los antiguos habitantes de Angola, portugueses que se diseminarían por Europa y América. Una parte tomó rumbo a Sudáfrica. Todos ellos abandonaron Angola con prisas, huyendo de los desastres de la guerra que intuían y convencidos de que ya no sería posible seguir viviendo en aquel país, en el cual no quedarían más que cementerios. Pero antes de marcharse aún les había dado tiempo de construir en Luanda una ciudad de madera y meter en ella todo lo que se encontraba en la ciudad de piedra. En las calles no quedaban más que miles de coches cubiertos de polvo y carcomidos por la herrumbre. También quedaban paredes y tejados, el asfalto de las calzadas y los bancos de hierro del paseo marítimo.
Y ahora la ciudad de madera surcaba las aguas del Atlántico, zarandeada por unas olas cuya violencia auguraba tormenta. En algún lugar del océano se produjo una división y uno de los barrios, el más grande, se dirigió a Lisboa; el segundo, a Río de Janeiro, y el tercero, a Ciudad del Cabo. Los tres barrios llegaron sanos y salvos a sus puertos respectivos. Me he enterado de ello por varias fuentes. Maria, por ejemplo, cuyos baúles también formaban parte de la ciudad de madera, me escribió que sus cajas ya estaban en Brasil. Muchos periódicos dieron la noticia de la llegada, sin contratiempos, de un barrio a Ciudad del Cabo. Y ahora relataré lo que vi con mis propios ojos. Después de abandonar Luanda me detuve por un tiempo en Lisboa. Un colega mío me propuso un paseo en su coche: íbamos por una calle muy ancha junto a la desembocadura del Tajo, en las proximidades del puerto. Y entonces las vi: auténticas montañas de cajas, fantásticamente apiladas unas sobre otras hasta alcanzar alturas de vértigo, abandonadas e intactas, como si no pertenecieran a nadie. Y aquel era precisamente el barrio más grande de la Luanda de madera que había atracado en la costa europea.
En los días en los que la construcción de la ciudad de madera apenas estaba iniciada, quienes más quebraderos de cabeza tuvieron fueron los comerciantes. ¿Qué hacer con semejantes cantidades de mercancías que llenaban las tiendas y abarrotaban los almacenes hasta los techos cubiertos de telarañas? Nadie sería capaz de imaginarse un baúl que diera cabida a todo lo que tenía acumulado en sus almacenes el mayorista más importante de Luanda, el senhor Castro Soromenho e Sousa. ¿Y los demás mayoristas? ¿Y el clan de los miles de comerciantes al por menor?
Por añadidura, la importación se comporta como si le faltase un tornillo. Las empresas europeas —¿acaso allí nadie lee periódicos?— mandan a Luanda mercancías encargadas hace mucho tiempo, sin parar mientes en que Angola arde con el fuego de la guerra. ¿Quién necesita hoy equipamientos completos para cuartos de baño, recibidos ayer de la sociedad limitada Koenig e hijos de Hamburgo? ¿Puede uno dejar de partirse de risa al saber que, procedente de Londres, acaba de llegar una gran partida de pelotas y raquetas de tenis y de palos de golf? Por si fuera poco, desde Marsella llega una enorme remesa de aspersores de insecticidas, encargada por plantadores de café, esos mismos que ahora se pelean por una plaza en el avión que está a punto de despegar con destino a Europa.
Don Urbano Tavares, dueño de una joyería situada en la calle principal, puede estar contento a pesar de todas las desgracias que se multiplican a su alrededor. Cuando eligió su oficio, tiempo ha, dio en la diana. El oro es algo que siempre encuentra cliente y el que quede se puede sacar sin dificultad en el equipaje de mano. Su negocio vive ahora momentos de una actividad febril. Pero no solo el oro tiene éxito. La gente abarrota sobre todo las tiendas de comestibles porque la comida escasea cada vez más. También se arremolina en las de ropa y zapatos. Se venden estupendamente relojes, radiocasetes portátiles, cosméticos y medicinas. Cosas pequeñas y ligeras que podrán ser de gran utilidad en la nueva vida, allá en los países allende el mar.
La visita a la librería del Largo de Portugal deja un sabor de boca muy amargo. Reina allí un vacío desolador. Una capa de polvo gris ha tomado posesión del viejo mostrador. Ni un solo cliente. ¿Quién tiene ahora la cabeza para leer libros? Hace tiempo que los soldados compraron las últimas revistas pornográficas y se las llevaron al frente. Lo que queda —pilas amontonadas de obras maestras mezcladas con literatura de cuarta y quinta categoría— no interesa a nadie. Los que se dedican a la escritura pueden recibir aquí una importante lección de modestia. Las dos, tanto la obra inmortal como la novelucha rosa, para el refugiado resultan igualmente superfluas por una razón bien sencilla: el papel pesa mucho.
La tienda que ostenta el piadoso nombre de Cruz de Cristo también está vacía. La especialidad de la casa: venta y alquiler de vestidos de novia. La dueña, dona Amanda, permanece sentada en la misma postura durante horas, inmóvil entre una muchedumbre de maniquíes igual de inmóviles, mudos, hechizados por una bruja invisible. Hay tantos vestidos como en las bodas colectivas que hasta hoy en día se celebran en México. Blancos y largos hasta el suelo desde el primero hasta el último y, aunque cada uno tiene un corte diferente, todos resultan magníficos en su barroca riqueza de volantes y encajes. ¿Qué espera la dueña de la tienda, dona Amanda? Basta con mirar a través del cristal de la vitrina para ver la expresión de su rostro, sombría y contrariada. Los tiempos de festejos y alegrías han pasado a la historia y dona Amanda se ha quedado sola, rodeada de accesorios inútiles de una época que se ha apagado.
Más suerte —si esta es la palabra adecuada, cosa que dudo— tiene don Francisco Amaral Reis, el dueño del negocio Caminho ao Céu (Camino al Cielo), oculto discretamente en un callejón lateral donde acaba el centro. La especialidad: ataúdes, cruces, flores de hojalata y demás accesorios funerarios. En estos días se registran muchas defunciones porque el miedo, la desesperación y las frustraciones no cesan de cavar tumbas. Se producen muchos accidentes de tráfico mortales porque, en medio de la atmósfera imperante —de pogromo, desastre, rabia y acorralamiento—, los conductores menos resistentes se convierten en bestias. Así que asistimos a un entierro tras otro.
Escribo sobre personas que conocí gracias a dona Cartagena. La anciana, que era el espíritu guardián del hotel, quería arreglar los asuntos de todo el mundo. Era la única persona que se interesaba por los vestidos de dona Amanda, porque deseaba ardientemente que Maria y Arturo se casaran. Con don Francisco se enzarzaba en largas discusiones sobre el precio del último servicio para dona Esmeralda, que ya no recuperaba el conocimiento. La librería, en cambio, no la frecuentaba nadie más que yo, y lo hacía porque me gusta pasar el tiempo rodeado de libros.
A dona Esmeralda la enterramos en el cementerio que está situado junto al mar, sobre una ladera escarpada, y que es tan blanco como si siempre estuviese cubierto de nieves perpetuas. De esa nieve sobresalen unos cipreses altos y esbeltos que a la luz del sol cobran un tono azul oscuro. La puerta de la entrada está pintada de azul celeste, que en este caso resulta ser un color cálido y optimista pues sugiere que los que pasan por ella van directos al cielo, como los santos de la canción de Armstrong.
Al día siguiente se marchó el senhor Silva, el avaro angustiado metido en un traje de diamantes.
Luego, llevé al aeropuerto a Maria y a Arturo.
En aquella época llegaban varios aviones al día; franceses, portugueses, soviéticos, italianos… Sus pilotos bajaban de la cabina para darse una vuelta por el aeropuerto y yo los observaba, sorprendido ante la evidencia de que tan solo pocas horas antes habían estado en Europa. Los miraba como a seres de otro planeta. Europa era un punto remoto e irreal de la galaxia cuya existencia se podía demostrar solo a través de una larga serie de complicadas deducciones. Por la tarde se marchaban, sus pesadas máquinas rodaban a paso de tortuga por la pista de despegue, con dificultad tomaban altura y desaparecían entre las estrellas.
La ciudad nómada, sin techos ni paredes, aquella ciudad de refugiados diseminada alrededor del aeropuerto desaparecía a ojos vistas de la faz de la Tierra. Por la misma época también abandonó Luanda la ciudad de madera, que esperaba en el puerto su largo viaje. De tantas ciudades que se habían erigido junto a la bahía, solo seguía en pie la Luanda de piedra, cada vez más desierta e innecesaria.
Estábamos a principios de octubre.
La ciudad se quedaba desierta de día en día.
Desde la primera hora de la mañana me dedicaba a deambular por las calles, sin objetivo y sin sentido, hasta que el asfixiante bochorno me mandaba de vuelta al hotel. Al mediodía, el sol caía a plomo sobre las cabezas y el calor, sofocante, apretaba tanto que no se podía respirar. Empezaba el verano: se abrían las puertas del infierno tropical. Faltaba el agua porque la estación de bombeo estaba situada en la línea del frente y después de cada reparación volvía a ser destruida en el curso de los combates. Yo iba sucio y desastrado y tenía tanta sed que me subía la fiebre; tanto, que veía unas manchas de color naranja moviéndose.
Cada vez más comerciantes cerraban sus tiendas; muchachos negros tamborileaban con palos sobre las bajadas persianas metálicas. Los restaurantes y los cafés también estaban ya cerrados; las sillas, las mesas y las sombrillas, quemadas por el sol, habían permanecido abandonadas en las aceras hasta que desaparecieron en las chabolas africanas. De vez en cuando un coche atravesaba alguna calle desierta, con los semáforos en rojo, que seguían funcionando automáticamente, sin que se supiese para quién.
En aquellos días alguien trajo al hotel la noticia de que ¡se habían ido todos los policías!
Luanda era ahora la única ciudad en el mundo que no tenía policía. Todo aquel que se encuentra en semejante situación experimenta una sensación extraña. Por un lado se siente libre de toda atadura, pero por otro, no deja de sentir cierta inquietud. El puñado de blancos que aún permanecía allí recibió la noticia con auténtico terror. Empezó a circular el rumor de que los barrios negros se abalanzarían sobre la ciudad de piedra. Todo el mundo sabía que los negros vivían en las peores condiciones, en las peores de todas las chabolas que se podían ver en África, en miserables casuchas de barro, diseminadas por el desierto que rodeaba Luanda como vertederos donde se amontonan calaveras rotas y maltrechas. Y he aquí una confortable ciudad de piedra, hecha de hormigón y cristal, vacía y sin dueño. Si al menos llegasen pacífica y ordenadamente, con familias enteras, y ocupasen lo que está vacío y abandonado… Pero según los horrorizados portugueses, que se consideran expertos en materia de mentalidad autóctona, los negros entrarán a saco, empujados por la sed de odio y destrucción, borrachos, drogados por hierbas misteriosas y ávidos de sangre y de venganza. Nadie será capaz de detener semejante invasión. Hombres y mujeres, exhaustos y con los nervios destrozados, acosados e indefensos, trazan en sus conversaciones un cuadro de lo más apocalíptico. No solo morirán todos sino que lo harán de la manera más terrorífica: pasados a cuchillo en plena calle o destrozados a machetazos en los umbrales de sus casas. Los más espabilados proponen diferentes medidas de autodefensa. Unos, que se apaguen todas las luces y que la gente permanezca en estado de constante vigía en la ciudad oscurecida; otros, todo lo contrario, que se enciendan todas las luces, incluso las de las casas abandonadas, pues a los negros solo se les puede mantener a raya a fuerza de superarse en los números y las cantidades. Como pasa siempre, ninguno de los argumentos se alza con la victoria, y por la noche la ciudad ofrece el aspecto de un telón lleno de agujeros: aquí y allá brilla un fragmento del escenario, iluminado en medio de la oscuridad más absoluta; un poco más lejos se ve otro fragmento, mientras el resto permanece tapado. Dona Cartagena, que, más por costumbre que por necesidad, limpia las habitaciones abandonadas de mi piso (donde ahora vivo solo), a cada paso interrumpe el barrer y aguza el oído para comprobar si ya se oye, procedente de los barrios negros, el funesto rumor de una multitud acercándose, augurio de nuestro fin. Se queda completamente quieta, como las mujeres del campo cuando esperan a que truene de un momento a otro. Luego se santigua haciendo solemnemente la señal de la cruz y sigue limpiando.
¡Se han ido todos los bomberos!
Ya nadie podrá salvar a la ciudad del incendio. Al principio la gente se negaba a creer que los bomberos hubiesen dejado sus puestos de guardia, pero no tardó en convencerse de tal cosa tras visitar su parque central, situado en el paseo marítimo. Las puertas del parque aparecían abiertas de par en par. Al fondo se veían los grandes vehículos rojos y dorados, y las bombas de agua y las escaleras de mano se amontonaban formando pisos. Sobre los estantes descansaban cascos de bombero. No había ni un alma. Por supuesto que el FNLA se enteraría de ello y bastaría que en lugar de octavillas, arrojase mañana mismo una bomba. Toda Luanda arderá como una cerilla. Las lluvias han cesado y la ciudad, abrasada por el sol, está seca como una viruta. ¡Que no se produzca un cortocircuito o que algún borracho no prenda fuego! Más tarde, los soldados pondrían en funcionamiento uno de aquellos vehículos y lo usarían para llevar agua al frente. Blanco fácil, puesto que se lo podía ver desde lejos, fue alcanzado al poco y, tirado en la cuneta, allí se quedó.
¡Se han ido todos los basureros!
Al principio nadie prestó atención a la cosa. Como la ciudad estaba sucia y abandonada, sus habitantes se imaginaban que los basureros se habían marchado hacía ya tiempo. Y, sin embargo —se confirmó la noticia—, no se habían ido hasta ayer. Y de pronto, sin que se supiera de dónde venía la avalancha, la basura empezó a amontonarse. Y eso que en Luanda no quedaban más que un puñado de personas, las cuales, por añadidura, vivían en tal estado de parálisis y apatía que no se las podía considerar sospechosas de levantar montaña alguna de basura. Y, sin embargo, montañas así empezaron a adueñarse de las calles de la ciudad abandonada. Aparecían en aceras, calzadas y plazas. En los portales de las casas y en los mercados desiertos. Por algunas calles se caminaba con gran dificultad y no menos asco. En aquel clima, el exceso de sol y de humedad aceleraba y aumentaba el proceso de descomposición, putrefacción y fermentación. Toda la ciudad empezó a heder; volviendo de la calle, el que entraba en el hotel también apestaba, y durante un rato muy largo: quienes hablaban con él lo hacían guardando una prudencial distancia. De todos modos, en las relaciones sociales el fenómeno de guardar distancias se generalizó, a pesar de que, dada la situación a la que nos vimos condenados, debería de haber sido todo lo contrario. Dona Cartagena cerraba todas las ventanas porque el aire viciado que llegaba desde el exterior era irrespirable. Empezaron a morirse los gatos. Seguramente se habrían intoxicado en masa con alguna carroña emponzoñada, porque una buena mañana por todas partes había gatos muertos. Al cabo de dos días se hincharon, volviéndose redondos como cebones. Atraían inmensas nubes de moscas negras. Apestaba tanto que yo, empapado en sudor, recorría la ciudad tapándome la boca con un pañuelo. Dona Cartagena elevaba al cielo oraciones antiepidémicas. No había médicos; tampoco funcionaba un solo hospital ni una sola farmacia. La basura crecía y se multiplicaba como si en su interior hirviese una masa monstruosa y terrorífica, hinchándose en todas direcciones por una levadura portadora de veneno y muerte.
Más tarde, cuando se hubieron marchado todos los panaderos, fontaneros, electricistas, carteros y porteros, la ciudad de piedra perdió su razón de ser, el sentido de su existencia. No era más que un esqueleto desnudo pulido por el viento, un hueso roído que sobresalía de la tierra en dirección al sol.
Aún quedaban con vida los perros.
Eran perros de compañía, abandonados por unos amos que habían huido en desbandada. Se veían perros vagabundos de todas las razas, incluidas las más caras: bóxers, bulldogs, galgos y dóbermans, perros salchicha, pinschers y cócker spaniels, incluso terriers escoceses, así como grandaneses, doguinos, caniches… Abandonados y perdidos, vagaban en una gran manada en busca de comida. Mientras el ejército portugués permanecía en la ciudad, toda aquella infinita jauría se congregaba cada mañana en la plaza frente al estado mayor, donde los guardias la alimentaban con sus raciones, conservas de la OTAN. El espectáculo que ofrecían a la vista era igual que el de una exposición internacional de perros de raza. A continuación, la jauría, saciada y contenta, se trasladaba a la blanda y jugosa hierba que cubría la sombreada plazoleta enfrente del Palacio del Gobierno. Allí se iniciaba una increíble orgía sexual colectiva, una locura de lujuria sin freno ni descanso, un correr y revolcarse hasta alcanzar el estado de total enajenación. Los soldados de guardia, aburridos, pasaban gracias a ello sus buenos ratos de jocosa diversión.
Al marcharse el ejército, los perros empezaron a pasar hambre y a adelgazar. Durante un tiempo aún merodearon por la ciudad en caóticas manadas, buscando en vano comida. Un buen día desaparecieron. Creo que, siguiendo el rastro humano, simplemente abandonaron Luanda, pues nunca me topé con el cadáver de un perro, y eso que eran cientos los que acudían al estado mayor y luego retozaban ante el Palacio del Gobierno. Se puede suponer que en la manada surgió un líder enérgico que sacó a la familia canina de la ciudad tocada de muerte. Si los perros se dirigieron al norte, dieron con el FNLA. Si fueron hacia el sur, con UNITA. Y si tomaron rumbo al este, hacia N’Dalatando y Saurimo, es posible que llegaran a Zambia, luego a Mozambique e incluso a Tanzania.
A lo mejor siguen peregrinando todavía, aunque ignoro en qué dirección, ni tampoco sé en qué país están en estos momentos.
Después de la salida de los perros, la ciudad se sumió en un estado de marasmo absoluto. Así que decidí marcharme al frente.