«DAUROG»

El Primer Bosque

1

Por fin llegaron a la orilla del antiguo lago, al anochecer de su segundo día de viaje río arriba, y con una compañía que no habían esperado atraer.

No habían podido viajar deprisa, a Wynne-Jones le resultaba muy difícil cabalgar, y necesitaba frecuentes descansos. Estaba muy débil, el cuerpo le temblaba, sudaba incluso cuando iba a dormir. Scathach, impaciente por alejarse, tomó buena nota de la sabiduría cautelosa de Tallis. El conocimiento del bosque que tenía Wynne-Jones era demasiado útil como para abandonar al hombre y cabalgar furiosamente hacia el norte.

Wynne-Jones lloró. Lloró por la pérdida de su hija, Morthen, y por el manuscrito abandonado en el primitivo poblado de los tuthanach. El trabajo de toda una vida, sollozaba. Tallis le consolaba. Scathach salió de caza y mató a un cerdo salvaje. Cocinaron tiras de carne sobre una hoguera de leña, pero el anciano apenas tenía apetito. Masticaba al tiempo que miraba hacia el sur, en dirección a donde sus preciados pergaminos no serían ya más que cenizas arrastradas por el viento tormentoso que era el nuevo poder del chamán.

Durante el primer día del viaje, Tallis se había dado cuenta de que no eran los únicos viajeros que avanzaban hacia el norte, hacia los pantanos. Al principio pensó que se trataba de lobos. Cuando Scathach se aventuró en el bosque, todo sonido cesó. Volvió a salir, algo asombrado, con la larga cabellera llena de hojas secas. No había visto nada. Pero, a medida que seguían avanzando por los bajíos, los pájaros revoloteaban en círculos, alarmados, y la maleza se animaba con el movimiento de las criaturas.

Sin dejar de cabalgar, Tallis cogió a Skogen, la sombra del bosque, y se puso la máscara ante el rostro. Se la ató y luego se cubrió la cabeza con la capucha de lana. Ahora, al mirar cautelosamente hacia atrás, comenzó ver las sombras de los árboles, las esbeltas formas sinuosas de los mitagos que los seguían, refugiándose en la penumbra. Espoleó su caballo hacia adelante.

—No son lobos, son humanos —susurró a Scathach—. O casi humanos.

Scathach se volvió en su silla, escrutó los cielos a través de la maraña de ramas que se extendían como un techo sobre el río. Wynne-Jones, medio derrumbado en la silla, alzó la cabeza. Percibió el movimiento a su alrededor. Luego vio la máscara de Tallis y reconoció a Skogen.

—¿Qué ves? —preguntó—. ¿Son verdes?

Los tres cabalgaron hasta la orilla del río, desmontaron y, rápidamente, se ocultaron entre la maleza. Encontraron los restos de un muro de piedras y guijarros, todo lo que quedaba de una antigua fortaleza, o quizá del muro defensivo de un poblado; podía ser una tumba, o un lugar sagrado. Más allá del muro, nada, sólo bosque, pequeños robles y zonas cubiertas de flores a las que aún no había llegado el invierno.

Se acurrucaron al abrigo del muro, con los caballos atados y las armas en el suelo, ante ellos. Wynne-Jones preparó una hoguera y puso trozos de carne de cerdo sobre las llamas.

Tallis contempló el movimiento de las sombras a través de los ojos de la máscara. Scathach sólo podía ver el bosque, y lo que parecían ser turbaciones en la luz que se filtraba a través de las copas de los árboles. Pero Tallis veía formas humanas. Se escondían tras los gruesos troncos de robles y olmos, evitaban las zonas más iluminadas por la luz grisácea. Y se acercaron al muro de piedra donde Wynne-Jones aguardaba, con la respiración entrecortada por la expectación.

—¿Sabes qué son? —preguntó su hijo.

—Sólo los he visto desde lejos —susurró el anciano—. Pero los he oído. Todo el mundo los oye. Aunque nunca los había tenido tan cerca…

Eran cinco seres. Uno parecía más osado que los otros, y se acercó tanto que empezó a entrar en el campo de la visión normal. A lo lejos, el sonido de un movimiento en el río sugería que se acercaba un sexto para reunirse con sus compañeros. El bosque empezó a llenarse con un tintineo escalofriante, casi como el canto de los pájaros. También tenía ese ruido una cualidad humana, como si muchas mujeres chasquearan la lengua a gran velocidad. Los extraños silbidos hacían que los pájaros revolotearan, nerviosos. Tallis alcanzaba a ver como unos pies invisibles hollaban el lecho de hojas secas, quebradizas. Era un movimiento tan sutil que resultaba casi invisible.

El más cercano de los mitagos apareció ante sus ojos, saliendo de la sombra de un árbol, junto a una zona iluminada por la luz del bosque. Scathach dejó escapar una exclamación, y cogió su lanza. Wynne-Jones le detuvo, con los ojos clavados en la esbelta criatura que se alzaba ante ellos.

—Daurog —susurró—. El hombre verde. Transformándose en Scarag… su aspecto invernal… ten cuidado. Ten mucho cuidado…

—Es un Hombre del Bosque —se sorprendió Tallis—. Recuerdo haber visto ilustraciones. Antiguos pobladores de las selvas. Con cabezas de hojas.

—Las que tú conoces son formas más modernas —la corrigió el anciano—. Estos daurog no tienen nada de alegres, ni de medievales. Son antiguos, surgieron en la mente en tiempos de gran miedo. En su aspecto invernal, son excepcionalmente peligrosos…

—Hombre del Bosque… —se dijo Tallis.

Como si el sonido del folclórico nombre le hubiera llamado la atención, dio un rápido paso al frente; su cuerpo sinuoso crujió como la madera seca. La miró… crepitante… Se había situado bajo un haz de luz que dibujaba sombras en su rostro, pero mostraba claramente los restos de hojas verdes que le cubrían el cráneo, los hombros y la parte superior del torso.

Tenía los dedos largos, con muchas articulaciones; como ramitas; lo que en un principio Tallis había tomado por una barba hendida, resultaba mucho más claro ahora: eran dos colmillos curvos de madera, que crecían a ambos lados de la boca redonda, húmeda. Los colmillos se ramificaban, una de las divisiones ascendía hacia la masa de hojas que era la cabeza, la otra bajaba, se escindía en zarcillos que se enroscaban en torno al torso, a los brazos, descendían por las piernas, ocultaban con sus hojas de roble la carne semejante a corteza. El miembro de la criatura se balanceaba al moverse, un zarcillo fino, espinoso, que se flexionaba como un gusano entre los muslos de hojarasca.

Llevaba una lanza de tres puntas en una mano y un saco de basto tejido en la otra. Al mirar a Tallis, empezó a olisquear el aire. Unas fosas nasales planas se abrieron en la corteza de su rostro. Aquella cosa, aquel daurog, se estaba pudriendo, se le caían fragmentos de maleza veraniega. El rostro tenía cierta semejanza con un cráneo, aunque los perfiles eran extraños. El hueso se curvaba y sobresalía en puntos anormales, los ángulos eran extravagantes. Los ojos estaban muy juntos. El daurog no parecía parpadear, y de las comisuras de los ojos le brotaban regueros de savia. Cuando abrió la boca, un lento goteo de lodo surgió del húmedo hueco; los colmillos brillaban. Los dientes estaban cubiertos de un musgo verde, y muy afilados.

Volvió a olfatear el aire, después se concentró en Tallis, se inclinó hacia ella, dio otro paso titubeante al frente; olfateó de nuevo y exhaló el aire con un sonido semejante al murmullo de la brisa: una muestra de asombro. Wynne-Jones agarró a Tallis por el brazo. El cerdo se chamuscaba sobre las llamas, la grasa chisporroteó y sobresaltó al daurog por un instante.

—Huele tu sangre —dijo el anciano—. Él tiene savia, pero huele tu sangre.

—¿Y la tuya no?

—Es sangre masculina. Además, soy viejo, y tú eres joven. Huele las emanaciones de tu cuerpo: sangre, sudor, suciedad…

—¿Qué?

—Y creo que también huele la savia mental. Huele tu mente. Probablemente puede ver tu manera de manipular el bosque.

Tallis miró a Wynne-Jones, con el ceño fruncido.

—¿La mía?

—Por supuesto. Creas vida constantemente. Génesis de mitagos. Estás muy viva, muy activa… sencillamente, viajas demasiado deprisa como para ver el resultado. Todo empieza con un movimiento en el musgo, una putrefacción de las hojas. Sólo te das cuenta cuando adquiere forma física, como el daurog. Pero es probable que él pueda ver hasta la menor actividad. Parece asustado. Está intentando comprendernos. Quédate quieta, completamente quieta.

Lenta, pausadamente, el daurog dejó la lanza y el saco en el suelo. Caminó con cautela por el pequeño claro, tratando de esquivar la luz, moviéndose rápidamente de sombra a sombra. A medida que caminaba, las hojas marrones caían de su cuerpo. Una ligera brisa llevó a Tallis el penetrante hedor que emanaba de aquella forma: gases de pantano, junto con el olor a muerte que recordaba de su estancia en la casa funeraria.

Pero el viejo daurog se acercó más, aunque sus compañeros se quedaron en el límite entre la luz y las sombras, ocultos entre los robles. Su conversación chirriante casi había cesado. Scathach estiró el brazo y apoyó la mano en la lanza. El daurog estaba nervioso, miraba con cautela al guerrero humano. Caminó lentamente hacia Tallis, se acuclilló con abundantes crujidos y chasquidos de ramitas al romperse, y le rozó la mano con un dedo. La uña era una espina de rosal. La mujer permitió que le arañara la piel y le dejara una tenue marca roja. El daurog se olfateó el dedo, luego se lamió la brillante uña. Por un momento, Tallis pensó que de la boca de la criatura surgía un lagarto para morder la espina, sólo después comprendió que se trataba de la lengua. Al daurog pareció complacerle el sabor. Dijo algo, palabras agudas y sin sentido, como trinos de ave, como el crujido de una rama, como el susurro de las hojas al viento.

Con un sobresalto, Tallis comprendió que el cuerpo del daurog estaba lleno de cochinillas, algunas tan grandes como hojas.

La criatura se levantó y retrocedió. Las hojas de la espalda se le estaban cayendo, y dejaban al descubierto un esqueleto de arañas peludas y madera negra, retorcida. Recogió la lanza y el saco, y gritó algo en dirección a las sombras. Sus compañeros salieron y se acercaron a la pequeña hoguera, pero se detuvieron a una distancia prudencial, más asustados de las llamas que de los humanos que las alimentaban, o al menos eso le pareció a Tallis.

Dos de los daurogs eran hembras jóvenes, una con piel de hojas de acebo, la otra de abedul plateado. Tenían los ojos más pequeños que los de los varones, muy hundidos bajo una frente de enredaderas. Sus colmillos ramificados eran de un gris plateado. Lucían «joyas» de endrino, y de las cabezas les colgaban bayas azules y rojas.

Los dos machos también eran jóvenes, uno con piel de sauce, otro de avellano. Sus colmillos eran nudosos; se diferenciaban del daurog más viejo en un aspecto tan llamativo como salvaje: de sus pechos brotaban largas púas negras en hileras. La central descendía hasta los inquietos órganos sexuales retorcidos que colgaban de sus vientres rotundos.

Por fin llegó el sexto miembro del grupo, y Tallis casi sonrió al reconocer el prototipo.

Nada de capas de plumas, sino con todas las hojas imaginables. Anchas en la cabeza, barba de acebo, penacho de peral, hombros de mostajo, pecho de roble y olmo, vientre de hiedra y de un brillante sicomoro otoñal.

En torno a sus brazos se enroscaban rosales silvestres. Tenía las piernas atravesadas por un millar de agujas de pino y tsuga. En torno a la cintura llevaba piñas de tsuga. De su cabeza brotaba un abanico de juncos afilados.

Cuando Tallis pudo diferenciar los rasgos en la máscara de hojas y madera, se sorprendió al ver que aquel chamán era joven, tanto quizá como Sauce y Avellano. Llevaba un cayado afilado en el que había clavado cinco cabezas de madera, ya putrefactas. Blandió el bastón… y las ramas secas de los colmillos entrechocaron.

—Se lo conoce como Espíritu del Árbol —susurró Wynne-Jones—. Tiene una función chamánica.

Tallis sonrió de nuevo.

—Ya lo había notado —respondió, también susurrando.

—Skogen es un reflejo de esta forma antigua. Tu máscara. Mi tótem… —Todo es más viejo de lo que pensamos.

Los daurogs se sentaron a una respetuosa distancia del fuego. El más viejo de ellos abrió su saco y dejó caer bayas de todo tipo. También había nueces, y piñas. Miró a Tallis. La mujer cortó varias tiras asadas de cerdo, y las lanzó cerca del daurog. Espíritu del Árbol se adelantó, todavía en cuclillas, sin dejar de mirar a los humanos con expresión de sospecha. Cogió una tira de carne, la olfateó y la dejó caer de nuevo. Señaló dos de los huesos que habían despreciado, y Scathach se los lanzó. El chamán rompió los huesos con la fuerza de sus manos y se rascó la corteza con uno de los bordes afilados. Pasó el otro fragmento a Roble, el más viejo.

Tallis se levantó y avanzó hacia el montón de nueces y bayas. Había de todo: acebo, bayas de espino, moras, frutos secos, incluso fresas. Seleccionó unas cuantas, sabiendo que podrían comer muy poco de este festín del bosque.

Una vez realizado el intercambio, se sentaron a comer, para demostrar sus buenas intenciones. Los Hombres del Bosque seguían inquietos por el fuego, pero Wynne-Jones puso un par de rocas en el lado de la hoguera más cercano a ellos. Este gesto simbólico pareció tranquilizarlos.

Oscuridad, después una luna brillante. El fuego resplandecía, y Wynne-Jones seguía añadiendo leña. El daurog viejo y él permanecieron despiertos, observándose el uno al otro desde la distancia. En un momento dado, la figura femenina más rotunda, Acebo, se acercó a Robleviejo y se sentó junto a él, contemplando a Tallis, que se había sobresaltado con el movimiento. Acebo habló con su jefe con los característicos sonidos de bosque. Tras unos momentos, se acercó a Tallis y se inclinó para examinar a la humana. Tallis se vio asaltada por su terrible olor pútrido, de savia cayendo a regueros por los plateados colmillos ramificados. Fue consciente de los ojos jóvenes, de la energía joven. La hembra daurog olfateó el aire y susurró unas palabras. Se acercó aún más. Emitió un sonido semejante a una carcajada. Tocó un dedo de Tallis, luego se rozó a sí misma, intentando comunicarse de alguna manera.

Tallis apoyó los dedos en el acebo del vientre de la hembra, y algo se removió en la carne de madera, algo que causó dolor a la mitago. La negra masa de hongos que era su sexo se estremeció, de la boca hueca de la daurog brotaron unos extraños sonidos, como jadeos sibilantes.

Y en su cuerpo, un aleteo forcejeante…

Acebo se apartó, mientras la luna sobre el bosque la hacía resplandecer.

* * *

En el silencio de la noche, Wynne-Jones susurró a Tallis que reconocía aquella forma mitago por las historias que había oído sobre ellos. Eran mucho más antiguos que los tuthanach, engendrados probablemente por la asociación con el primer bosque tras el Periodo Glaciar del Mesolítico, unos diez mil años antes de Cristo. En tiempos de la edad de bronce, el «hombre verde». —Hombre del Bosque, o Robin Hood en la versión medieval— se había convertido en una figura solitaria, parcialmente deificada, mezclada con formas elementales como Pan o Dionisos, y recordaba vagamente a las dríades. Pero, para los cazadores nómadas del Mesolítico, constituían un reino en el bosque, eran una raza de criaturas forestales, salvadores, oráculos y verdugos, todo al mismo tiempo; se alzaron del inconsciente mitogenético, tanto para explicar la hostilidad de la naturaleza hacia las acciones de la gente como para expresar la esperanza de sobrevivir frente a lo desconocido.

Del mito de los primeros daurogs sólo conocía la historia de la creación. Se la contó a Tallis.

Con la llegada del sol, en el hielo se abrió una cueva que llegaba hasta la tierra congelada. En esta caverna de hielo, sobre el suelo helado, estaban los huesos de un hombre. El sol empezó a caldear los huesos.

El hombre había devorado un lobo antes de morir, puesto que el resto de los animales habían huido del invierno. Los huesos del lobo yacían junto a los huesos del hombre.

El lobo había devorado a un pájaro antes de que el hombre lo cazara y lo matara. El búho aterido era lento, y no llegó a saciar el apetito del lobo. Los huesos del búho yacían entre los huesos del lobo, entre los huesos del hombre.

El búho había devorado a un ratón de campo. Allí estaban también sus huesecillos.

El ratón había comido semillas y nueces, y como presintió la llegada del largo invierno, engulló un poco de todo: piñas, avellanas, nueces, moras dulces, manzanas ácidas, tiernas fresas. Las semillas del bosque yacían entre los huesos del ratón, y del búho, y del lobo, y del hombre.

El sol calentó los huesos, y fueron las semillas las que crecieron, nutriéndose del tuétano de todos los huesos, quebrados por el hielo. La vida que brotó era en parte árbol, en parte hombre. Tenía la velocidad del lobo. Tenía la astucia del ratón. Como el búho, podía ocultarse en el bosque.

En primavera, su carne se revestía de flores blancas. En verano, las hojas de roble cubrían su cuerpo. En otoño, de su piel brotaban bayas silvestres. En invierno se oscurecía y se alimentaba de la savia de los árboles, o de la sangre de los animales. Luego volvía la primavera de nuevo, y con el reverdecer de la tierra la criatura daba a luz pájaros antes de entrar en la espesura para aguardar la llamada de los hombres que cazaban en el bosque. En primavera, verano y otoño, les sonreía desde la espesura, sólo en invierno les rompía el cuello para alimentarse de su savia caliente.

Cada año, el doloroso parto de pájaros traía más semillas, más huesos, más lobos al bosque. Pronto los daurog fueron muchos. Imitaban la forma y las costumbres del hombre, pero veían como el hombre asolaba el bosque, veían como su destrucción liberaba a los espíritus elementales de la tierra que otrora estuvieron helados.

De manera que los daurog se dispersaron para marcar los límites del corazón del bosque. A ningún hombre le estaba permitido entrar en ese corazón y vivir después. Pero fuera del corazón del bosque, los Hombres Verdes traían frutos y fertilidad en forma de aves a los pueblos y las granjas de la gente.

Sólo en invierno aparecía el lobo para cazar en las llanuras nevadas, para buscar sus presas en el bosque desnudo. La gente los llamaba Scarag.

Así, hombre y daurog vivieron en inquieta armonía durante muchas generaciones, cada uno en su reino, cada uno encontrando poder en el otro, cada uno reconociendo al otro en sí mismo…

La historia proseguía (siguió Wynne-Jones, tras una pausa para tomar aliento y meditar), pero sólo de manera fragmentaria.

A Tallis le preocupaba que aquellos Hombres del Bosque hubieran ido a matarlos.

—Al fin y al cabo, estamos en el corazón del bosque.

Wynne-Jones creía que no. Los daurog se dirigían hacia el norte; ellos también eran aventureros. Y la presencia de Acebo, la mujer siempre verde, perenne, entre los scarag que se transformaban lentamente, le resultaba familiar; había un ciclo de historias sobre ella, pero no conocía los detalles. Quizá los averiguaran en los siguientes días.

* * *

Durante la noche, el sonido del viento en las ramas despertó a Tallis. Scathach estaba acurrucado, dormido. La mujer se incorporó bruscamente, confusa aún por la somnolencia, y una mano se extendió hacia ella para pedirle silencio. Wynne-Jones estaba alerta. Señaló en dirección a la clara luz del luna, al otro lado del claro, y Tallis se sobresaltó al ver lo que allí estaba ocurriendo.

Acebo estaba ahorcajas sobre la forma supina de uno de los machos jóvenes, resultaba difícil adivinar de cuál se trataba. Se apoyaba sobre las rodillas, con la espalda arqueada, el cuerpo tembloroso, las manos en la cabeza como si intentara defenderse del dolor. Se mecía ligeramente. La luz de luna brillaba sobre las hojas de acebo a medida que se estremecía y las púas de espino penetraban más y más en el musgo suave de su vientre. Era ella la que emitía el sonido. Obviamente, un ruido de placer.

El macho guardaba silencio, contemplaba a su compañera con una expresión que era casi de curiosidad indiferente.

Poco después, Acebo se dejó caer sobre el pecho espinoso de su amante. Se levantó, se giró lentamente. Allí donde las espinas la habían penetrado, la savia brillante manaba. Miró a Tallis, se llevó las manos a la boca y pasó los dedos por las ramas bifurcadas de sus colmillos. Después, desapareció en el bosque nocturno, en dirección al río.

Unos minutos después, se oyó un grito humano. Por un momento, la noche se llenó con los trinos y aleteos de los pájaros.

Asombrada por lo que había visto, Tallis se quedó en silencio durante largo rato. Se volvió hacia Wynne-Jones.

—¿Son míos? ¿De verdad son míos? ¿Los he creado yo?

—Parece que sí —respondió el anciano, no del todo seguro—. Creo que te reconocen. Tienes algo que los atrae. Al menos a Acebo. Parecen fascinados por ti. Sí, pienso que los has creado a partir de una pauta premitago de tu mente…

El macho de la copulación estaba dormido. Tallis vio ahora que se trataba de Sauce. En su torso, una serpiente espinosa se retorcía y flexionaba como en éxtasis, mientras se encogía poco a poco.

Espíritu del Árbol apareció repentinamente a la luz de la luna, con su cayado de cabezas en la mano. Tallis no lo veía con claridad, pero parecía estar clavando algo en el bastón, dándole vueltas hasta que, con un crujido, quedó en su lugar. Después, permaneció inmóvil, observando a los humanos. Al mirarlo, Tallis pronto dejó de verlo: se había convertido en un pequeño árbol. Era oscuridad del bosque, crepitante bajo la brisa. Sólo un ligero movimiento de la mano izquierda lo delataba, denunciaba la presencia del hombre verde, próxima ya su muerte invernal.

* * *

Turbada por aquel acontecimiento extraño y brutal, a Tallis le costó mucho conciliar el sueño. Pero lo logró. Se despertó con la primera luz del amanecer, y miró a su alrededor, escudriñó la niebla que cubría el bosque. El silencio era abrumador. El fuego se había apagado, aunque su olor se mezclaba con los aromas del bosque, con el punzante olor de la maleza. Buscó a los daurog, pero se habían marchado… o eso pensó.

En el claro había un nuevo arbusto muy denso, un pájaro revoloteaba entre sus ramas, picoteando las bayas rojas y azules que de ellas pendían.

El pájaro, un animal pequeño, huyó de pronto. El matorral se estremeció, se movió. Se disolvió en seis formas humanas, cada una con sus atributos de cabeza, brazos y miembros.

En el centro, Espíritu del Árbol se erguía en solitario, con el cayado de cráneos entre las manos, la cabeza inclinada.

Los daurog se dedicaron a sus asuntos, sin dejar de lanzar miradas a Tallis con la misma cautela que la noche anterior. Scathach se desperezó, se levantó y se frotó los ojos, parpadeó ante la luz, se restregó la barba. Zarandeó a Wynne-Jones, quien murmuró algo en sueños, y luego se echó a llorar. Pero Tallis no tenía tiempo para el anciano y sus tristes pesadillas sobre posesiones perdidas, sobre conocimientos perdidos. Contempló a los Hombres del Bosque. La noche anterior eran seis, luego uno se había marchado… y ahora volvía a haber seis. Reconoció a una de las hembras, Abedul Plateado, pero había una más. Y, al igual que la de la noche anterior, ésta también tenía acebo en el pecho y en la espalda.

De ella pendían las mismas bayas rojas. Aunque era más delgada que Acebo, con las formas femeninas menos pronunciadas, era igual.

Y desde luego, mientras el daurog más viejo recogía nueces y bayas y se las tendía a su familia, Acebo se acercó a Tallis y su boca colmilluda se contorsionó en una imitación de sonrisa. Se pasó una mano por el vientre de hojas, luego buscó entre la vegetación, la abrió suavemente, como si apartara los pliegues de una camisa. Tallis sintió un ligero mareo cuando un espacio brillante apareció en el torso de Acebo, la forma retorcida de la espina dorsal claramente visible al fondo, mostrando costillas relucientes como varas de caoba pulida. El hueco de su estómago estaba lleno de hojas sueltas. Cogió una y la sacó, con los labios todavía formando su mueca de alegría. Los colmillos plateados temblaban.

Tallis comprendió que Acebo había dado a luz su carga de pájaros. En cierto sentido, eso la había liberado. Había puesto nueva vida en el bosque, y ahora volvía a ser joven, hueca. Entonces, no era su cabeza lo que Espíritu del Bosque había estado clavando en el cayado de cráneos la noche anterior. Cuando Tallis concentró su mirada en el joven hombremago, vio que el cráneo más reciente era una máscara de rostro blanco, burdamente tallada en un redondel de madera ablandado por la lluvia.

Se puso a Skogen ante el rostro, y a través de los ojos vio a Espíritu del Árbol, que le lanzaba una mirada intrigada, penetrante. En la húmeda niebla del amanecer, irradiaba luz verde, tentáculos brillantes que parecían subir hacia las copas de los árboles unos, clavarse en la tierra otros. La suave luz que lo bañaba brotaba de él mismo; los árboles parecían absorberla, como si fuera agua.

Los daurog se disponían a viajar. Habían reunido sus escasas posesiones, casi fundiéndose con el bosque, cerca del río. Pero ahora, Acebo y Abedul Plateado se mantenían a la vista de los humanos, gritaban y charlaban al correr, caminaban al paso de los caballos de sus nuevos amigos.

Tallis cabalgaba con Wynne-Jones, que miraba con creciente interés las travesuras de los Hombres del Bosque. Era obvio que se sentían atraídos por Tallis, y así se lo dijo a la mujer. Tenía algo, alguna cualidad, alguna señal, que les inspiraba confianza. Wynne-Jones no podía ver ni imaginar qué los unía, aparte de lo que para él era un hecho evidente: eran mitagos creados por Tallis, y respondían a la mente que los había engendrado. No eran criaturas de Harry; su génesis era demasiado reciente como para venir de él.

Acebo, a causa de su piel perenne, parecía destinada a ser la que siguiera acompañando a su amiga humana durante el invierno; sería la más extraña de las heroínas primitivas. No había ningún «hiedra» en el grupo de Hombres del Bosque. Acebo y Hiedra, las hojas verdes del invierno…, el pensamiento trajo a la mente de Tallis un villancico. Lo entonó, y Wynne-Jones se unió a su voz, sumando su voz cascada al melancólico recuerdo de las fiestas navideñas.

En cuanto a los machos… sólo quedaban dos días para su último cambio. La transformación sería rápida. La savia de sus cuerpos se secaría, y con ella la inteligencia de sus extrañas cabezas. Se convertirían en animales, feroces, salvajes, ansiosos de la savia vital que los preservaría a través del frío.

—Para entonces, debemos haberlos dejado atrás —le advirtió Wynne-Jones.

—Cruzaremos el pantano con ellos —asintió Tallis—. Luego nos separaremos.

Pocas horas más tarde, llegaron al lago. Tallis calculó que debía de ser alrededor del mediodía. Hacía frío, el cielo estaba encapotado. Se arrebujó más aún con sus pieles y su capucha, e imitó el trote cauteloso de Scathach por la plataforma natural de hierbajos y arbustos. El hombre nunca había estado allí, y se alarmó al ver la gran extensión de agua que aparecía ante ellos.

Tallis también se sobresaltó. Los sauces crecían ahora más cerca de la orilla, eran más abundantes que nunca. Las ramas formaban una bóveda. Los gruesos troncos se inclinaban pesadamente hacia el centro del lago. Había muchos, muchísimos más que cuando estuvo allí con Morthen.

Los daurog empezaron a charlar y a emitir sonidos agudos. Chapotearon en las aguas poco profundas, entre los gigantescos troncos de los sauces. Tallis y Scathach los siguieron. La causa de su excitación era una barcaza rota, de forma alargada. La proa había desaparecido, arrancada por las ramas bajas de los árboles. El mástil había caído, pero aún quedaban jirones de velas. Eran blancas, decoradas con un emblema rojo que, según Scathach, quizá fuera un oso. Era demasiado pequeña para ser una nave vikinga, y no estaba tan decorada como para pertenecer a un rey.

O eso pensó Tallis en un principio.

El casco presentaba múltiples agujeros, el agua había entrado en el casco. Pero, bajo los jirones de lona —que Scathach cortó y enrolló con destreza— había ropas, cinturones y broches. Algunos ropajes eran negros.

Capas y capuchas, y un vestido con rastros de filigrana de oro. Tallis recogió también eso. Toda ropa les resultaría útil.

Dio también con alfileres de bronce, broches, amuletos de cuentas y peines. Además había mechones de pelo: rizos tensos, negros, algunos de ellos de barba.

—Tres mujeres y un hombre —decidió Wynne-Jones, examinando los artefactos—. Y hay sangre en el casco, ¿lo ves? ¿El hombre estaría moribundo?

Tallis miró hacia la espesura, intrigada ante el destino de los enigmáticos pasajeros de la nave.

Los daurog enderezaron el bote. Los dos machos subieron a bordo y arreglaron los agujeros del casco con manojos de juncos cortados por las mujeres. Espíritu del Árbol y Roble se sentaron en las raíces podridas de un sauce, contemplaron la reparación, canturreando de vez en cuando. Wynne-Jones había tenido miedo de estar demasiado tiempo en compañía de aquellos cantarines espíritus estivales. Ahora podía tranquilizarse. Aunque el anciano, con las hojas de roble crujiendo al mirar a Tallis, los invitó a compartir la barca para cruzar el ancho lago, ella sacudió la cabeza. El bote no aguantaría el peso de los tres, además del de los caballos. Y, como confirmando sus sospechas, cuando los daurog subieron a bordo, aparecieron más grietas en los corroídos tablones del casco. La barca se bamboleó, Acebo emitió un chirrido y contempló a Tallis con curiosidad; volvía a ser una niña, ahora que las alas habían salido de ella… por el momento.

Espíritu del Árbol hizo sonar su cayado de cráneos, y los colmillos ramificados de las cabezas tintinearon su desafío al lago. Uno de los machos usó una larga rama de avellano como pértiga, y el bote salió de entre los sauces, adentrándose en las aguas claras. Acebo hizo un gesto de despedida, después señaló hacia el norte. A lo lejos, la niebla llamaba a los hombres verdes. Tallis se preguntó si sabrían que se estaban adentrando en el invierno…

* * *

Tallis creó la encrucijada, la puerta hacia el norte. Para hacerlo, se puso a Encrucijadora. Scathach tiraba de los caballos. Nadadora de Lagos estaba bastante tranquila, pero las otras monturas, que quizá todavía añoraban a sus amos, parecían inquietas y nerviosas, se resistían, coceaban los arbustos y las sucias aguas. Wynne-Jones se sentó detrás de Tallis y contempló con fascinación como el espacio cambiaba ante ella. Dejó escapar una exclamación cuando el primer vórtice de oscuridad anunció la llegada de la puerta hacia una nueva zona de la mente.

Había distribuido las máscaras en círculo a su alrededor. El agua entraba por los orificios de los ojos y las bocas. Había puesto a Morndun, el paso de un espíritu hacia la región desconocida, ante ella, consciente de que deseaba viajar, y de que en el reino ella era un espíritu, al igual que Wynne-Jones y que una parte de Scathach. Las máscaras le hablaban con las voces del pasado. Sostuvo cada una ante ella, contempló las formas y los dibujos. Sintió como cada máscara abría una parte de su mente. Cuando se arrodilló, con las pieles empapadas, le pareció que las máscaras le cantaban. Y, al acercarse a la puerta, Falkenna se remontó sobre ella…

Te daré alas para subir por los muros del castillo

… Plateado se debatió en el agua…

Nada conmigo, por ríos subterráneos, por arroyos

… Cunhaval, el gran sabueso, olisqueó el aire…

Conozco los mejores senderos del bosque. Corre conmigo. A nada temo

… Sueño de Luna resplandeció…

Piedra de castillo a la luz de la luna; el castillo respira; cuidado, cuidado

… Lamento le cantó sus viejas melodías familiares. Tallis reconoció la letra y sintió un escalofrío…

Arde un fuego en la Tierra del Espíritu del Ave. Mis huesos arden… Allí debo ir

—Estoy viajando —susurró Tallis—. No puedo ir más deprisa.

Y Morndun aulló, su presencia espectral insinuaba unos dedos fríos en la mente de la mujer, un sondeo tentativo de la región más oscura de su inconsciente…

Libera al espíritu de tus huesos. El espíritu sigue al espíritu hacia el reino de los espíritus. Libera la vida de tus huesos. No hay otro modo de entrar en la región desconocida.

—Haré lo que sea necesario para liberar a mi hermano. No tiene sentido morir.

La voz de Sinisalo era la llamada de un niño travieso, correteando entre los árboles, escondiéndose, jugando. También él la llamó…

Deja salir al espíritu. Deja salir al espíritu.

Tallis se tapó los oídos, furiosa. Un pez saltó en el agua. Una raíz de árbol se estremeció, luego se quedó quieta. A través de los dedos, Tallis alcanzaba a oír las protestas de los caballos contra el creciente viento gélido. La plataforma de juncos vibró, casi la hizo caer.

¡La encrucijada apareció!

La transición fue tan brusca que la cogió por sorpresa. Cuando abrió la boca para lanzar una exclamación, se le llenó de nieve y hojas secas. Escupió con violencia. El agua corría sobre las rocas. Un viento tormentoso aullaba en el cielo oscuro, los árboles se inclinaban como flores. Los lados del valle eran empinados. Había demasiada nieve como para que Tallis pudiera decir si había visto o no aquel lugar antes, con los muros de piedra del castillo alzándose entre los árboles congelados. Pero era el mismo desfiladero profundo… ¡y estaba al otro lado del lago!

Recogió sus máscaras y se dirigió hacia la encrucijada, peleando contra el viento que soplaba en el reino más tranquilo del pantano. Tras ella, Wynne-Jones luchaba también por avanzar. Scathach, cerrando la marcha, tiraba de los caballos, Tallis cruzó la puerta, y dejó escapar un grito cuando el auténtico frío la golpeó. Estaba inmersa en un río de aguas gélidas, y la orilla quedaba a muchos metros. Se volvió y ayudó al anciano a cruzar el desfiladero. Él entrecerró el ojo sano y miró hacia arriba, y a su alrededor, con un atisbo de sonrisa en los labios. La nieve le azotaba, pero él se la sacudió. Estaba experimentando algo radicalmente nuevo: su primer viaje controlado a una zona de la mente, bajo la guía de una oolerinnen; su primera transición segura a través de la puerta tanto tiempo vigilada por la magia chamánica de hueso, bosque y aves.

Tallis gritó a Scathach que se apresurara. El hombre apareció en la puerta. Parecía aturdido, nervioso. Había atravesado otras encrucijadas, pero nunca daban a lugares de tal ferocidad. Las ramas de los árboles se quebraban, caían a las aguas turbulentas detrás de Tallis, que se defendía del viento con la capa y la capucha.

—¡Deprisa!

El vendaval estaba a punto de derribarla al agua. Scathach tiraba de las rudimentarias riendas de los tres caballos, y las bestias, demasiado aterradas por la transición de la tranquilidad a la turbulencia, protestaron sonoramente, pero cruzaron.

Tallis se hizo cargo de Nadadora de Lagos y consiguió tranquilizarla. Guió a la yegua hasta tierra firme antes de volverse para tender una mano a Wynne-Jones. Scathach se encargó de los otros dos animales, y la abertura entre los dos mundos desapareció, la oscuridad invernal sustituyó a la luz de la orilla del lago.

—Estamos al norte del pantano —dijo Wynne-Jones, tiritando—. Pero no tan al norte como esperaba.

Se dirigieron rápidamente hacia un refugio de troncos y rocas, esquivando las ramas arrancadas por el viento, pero conscientes de que no les quedaba más remedio que refugiarse de la tormenta entre los grandes árboles. Casi había anochecido. Les quedaba muy poco tiempo. La nieve era cegadora, pero el viento soplaba con tal fuerza que no había permitido que se posara formando un manto en la tierra. Scathach tendió lonas entre los árboles sacudidos por la tempestad. Tallis ató los caballos de manera que el viento los afectara lo menos posible. Tras varios intentos, Wynne-Jones consiguió encender una pequeña hoguera.

Se acurrucaron juntos, envueltos en las lonas conseguidas de la barcaza.

Al amanecer, el feroz viento había cesado. Durante un tiempo, siguió nevando ligeramente, luego eso también cesó. Se hizo una calma muy de agradecer. Los caballos dejaron de debatirse, y Wynne-Jones consiguió dormir. Scathach se acercó a Tallis, y se tendieron juntos, abrazados, el rostro de la mujer enterrado en el cuello de piel de la indumentaria del hombre.

La creación de encrucijadas se había convertido en un proceso difícil y agotador, Tallis quedaba exhausta durante horas después de hacer una. Cuando hubo descansado, prepararon una escasa comida, reservando las provisiones de carne y bayas para el arduo viaje que les aguardaba. Después, montaron y empezaron a avanzar con cautela por los nevados senderos del bosque. Se mantenían lo más cerca posible del río. De cuando en cuando Tallis, con la máscara de Plateado, escudriñaba las aguas, pero no vio pez alguno. A través de Falkenna, buscó gansos grises, pero Scathach, experto con la espada y con la lanza, no dominaba bien la honda. Sólo a través de los ojos de Cunhaval fue capaz de ver vida en el bosque, y no era una forma de vida que alentara la idea de tender una trampa.

Se trataba de lobos. Los seguían de cerca, por los negros bosques invernales.

Nadie expresó la idea, pero la identidad de la manada parecía obvia.

2

Durante el segundo día de su lento viaje a caballo río arriba, encontraron rastros de Morthen: una redecilla de caracoles, colgada de una rama, cerca de los restos fríos de una hoguera. ¿Había sabido la niña que la seguirían? Tallis cogió la red y acarició pensativa las conchas rotas. Todo sugería que Morthen había dejado deliberadamente la extraña reliquia como pista.

Wynne-Jones se quedó con la red, y la dobló cuidadosamente antes de guardársela entre las ropas. Se adelantó hasta el borde del agua y olfateó el aire.

—Cuando era pequeña, siempre dejaba pequeños rastros —explicó al volver junto a los caballos—. Cuando íbamos de caza, o de exploración, solía adelantarse. Me advertía de la presencia de animales, de ruinas, de mitagos…

—¿Y esto es una advertencia? —preguntó Scathach—. ¿De qué nos advierte? ¿Del invierno? —añadió con una sonrisa.

—Creo que de la primavera.

—¡De la primavera! —exclamó Tallis, sorprendida, contemplando el paisaje nevado que los rodeaba.

Wynne-Jones se echó a reír.

—¿No lo hueles? Está en el aire. ¡Las estaciones huyen! Ésta es la extraña tormenta de la que te avisé… ¡vamos! Nos estamos acercando a ese lugar tan importante para ti.

Primavera.

Se la encontraron de pronto, casi nada más doblar un recodo del río. Los árboles estaban llenos de brotes nuevos, el aire seguía siendo fresco, pero ahora más brillante, las aguas menos agitadas. Cabalgaron a lo largo de toda la primavera —tardaron unas dos horas— y entraron en el verano. Antes del anochecer, estaban de vuelta en el otoño. Les pareció sensato montar el campamento en aquel entorno menos agresivo, pero durante la noche sopló un extraño viento, cayó nieve, seguida por un calor húmedo.

Tallis, confusa, apenas pudo conciliar el sueño. Se sentó junto a la hoguera chisporroteante y observó a las criaturas que se movían junto al río. Cuando amaneció, volvía a ser otoño, y entraron en el invierno al poco rato de haber emprendido la marcha.

Viajaron durante cuatro días, y en cada uno de ellos atravesaron dos veces todas las estaciones. Pero Wynne-Jones empezaba a intranquilizarse. El viento era muy extraño, traía olores y sonidos confusos, desconcertantes.

Scathach dedicaba los periodos de verano a cazar para conseguir carne, y a recolectar plantas comestibles. Avanzaban más deprisa durante la primavera y el otoño. Se pasaban la mayor parte del tiempo en invierno, sencillamente porque era muy difícil avanzar a través de la gélida tormenta.

A veces, cuando se detenían en los puntos de unión de las estaciones, Tallis sentía el flujo del tiempo, la gran tormenta espiral que se enroscaba en torno a algún foco del cual sólo los separaban unos cuantos días de viaje hacia el norte. Wynne-Jones dibujó un diagrama con carbón sobre una piedra.

—Es como un huracán. Tiene un ojo, y en torno a ese ojo están los flujos circulares de las estaciones, que se mueven muy despacio en cierto número de zonas diferenciadas. Como las estamos cruzando, experimentamos cada estación durante un periodo muy breve. No es la primera vez que atravieso una tormenta así, y lo más peligroso son las ráfagas.

Un día después, cuando las paredes laterales del valle mostraban una pendiente más pronunciada, el desfiladero se hacía más profundo y el río se ensanchaba, Tallis descubrió lo que había querido decir. Hacia el ocaso, una onda de color recorrió el bosque estival, una banda cada vez más ancha de un marrón dorado cruzó el verdor imperante. Sucedió tan deprisa que casi no pudo seguir el cambio con la vista. De pronto, el bosque frondoso se volvió dorado, luego el viento arrancó las hojas, casi como si hubiera habido una explosión.

Los jinetes se detuvieron. El caballo de Scathach se encabritó, y el hombre tuvo que calmar a la criatura, que coceaba en el agua.

Tras la caída de las hojas llegó una ráfaga de brotes, las ramas negras se llenaron de nueva vida en cuestión de segundos, las hojas se desarrollaron ante sus ojos. El bosque se estremecía, se quedaba quieto luego… un momento de silencio estival, luego el aullido de una nueva estación, un viento gélido que traía muerte, de manera que por segunda vez en dos minutos la tierra se cubrió de hojas caídas y nieve.

El viaje a través de aquella zona de ráfagas temporales fue aterrador. Con las cabezas gachas, hicieron avanzar deprisa a los caballos, galopaban en cuanto encontraban un momento de calma y claro, se defendían como podían cuando el viento gélido les lanzaba peligrosas esquirlas de hielo, como insectos furiosos.

Unas horas más tarde, la velocidad de los cambios decreció. Encontraron una zona de oscilación primaveraverano, y allí acamparon para pasar la noche, conscientes de que pocos metros más adelante el viento soplaba y cesaba, los árboles se llenaban de hojas, luego se ennegrecían de nuevo, como si los brotes fueran diminutas criaturas que salieran a la luz para luego volver a refugiarse en los agujeros de la corteza. Llegaron al «ojo» de esta tormenta, bajo un encapotado cielo invernal, y Tallis reconoció al instante el profundo cañón atisbado por la encrucijada que creara días atrás, en compañía de Morthen.

—Está aquí —susurró a Scathach—. Nos estamos acercando. Éste es el lugar…

El joven guerrero se sacudió el hielo de la barba, y escudriñó las empinadas laderas del valle mientras su aliento formaba nubes en el aire.

—Yo también lo noto —dijo. Parecía alarmado, su caballo se movía, inquieto—. ¡Escucha!

Tallis oyó el aullido del viento entre los árboles, el sonido de las piedras entrechocando. Miró a Scathach y frunció el ceño. El hombre casi sonreía, y sus ojos verdes brillaban de emoción.

—¡Una batalla! —exclamó—. ¿No oyes el fragor de una batalla?

Ella sacudió la cabeza.

—Sólo el viento…

—¡Es más que viento! Golpes de espadas…, caballos al galope…, gritos. ¡Tienes que oírlo! —Seguía mirando hacia la cima del desfiladero—. Allí arriba, más allá del bosque. Y mis amigos también están allí… —Clavó los ardientes ojos en Tallis y la cogió del brazo—. Ahora hay un enlace entre nosotros. Tu castillo y mi campo de batalla están juntos…

Wynne-Jones también había empezado a reconocer el lugar oscuro y helado. Allí sus movimientos resonaban con el eco, el sonido del río les llegaba claramente, aunque sólo Scathach parecía capaz de oír los gritos lejanos de la batalla. Las paredes del cañón estaban cada vez más juntas. Sobre ellos, prominentes dedos de roca y ramas casi impedían ver el cielo. Encontraron ruinas llenas de árboles negros, los restos de los edificios que antaño llenaron el cañón parecían tallados en la misma piedra. Entre estas ruinas, entre los robles y los espinos ennegrecidos, ardían hogueras.

Ahora, cuando Tallis escuchó con atención, alcanzó a oír los tambores de advertencia. Era un sonido que le resultaba familiar. Quizá fuera el batir de los tambores lo que había emocionado tanto a Scathach. Al mirar hacia la oscuridad, pudo distinguir las ruinas de torres y muros en la parte superior del precipicio. Allí se movían unas sombras negras, algunas arrastrándose entre los muros, otras destacadas contra la línea gris del cielo.

—No es como lo vi en mis sueños —dijo Tallis—. El desfiladero era más ancho. El castillo no estaba tan mal. Cualquier «hijo más joven» al que encerraran aquí podría escapar fácilmente.

Scathach no la escuchaba.

—Este lugar me llama —dijo sencillamente—. Tira de mi espíritu.

Se irguió en los rudimentarios estribos de su montura y olfateó el aire, satisfecho.

—¡El olor de la batalla! Es inconfundible. Bavduin está cerca. Reconocería ese olor en cualquier parte.

—Ojalá tuviera mi diario —se quejó Wynne-Jones—. O algo para escribir, para tomar nota de esto.

—Mira a tu alrededor —siseó Scathach de repente, cuando doblaron una curva del río, cabalgando despacio—. ¡Mira por todas partes! —exclamó, sobresaltado.

De los árboles colgaban jirones blancos. La luz arrancaba destellos de las armaduras. Las figuras se movían lentamente en la oscuridad. Tallis lanzó una exclamación al ver los huesos de hombres y caballos amontonados junto al río, sombríos recuerdos de los que no habían salido victoriosos. Muchos guerreros estaban sentados junto al agua, algunos bebían, la mayoría simplemente miraba. Tallis captó el olor de la sangre, y otro más desagradable, el de los excrementos. Uno de los caballos resbaló en el hielo, relinchó sonoramente al caer de costado. Se recuperó, luchó por ponerse en pie y partió al galope, cañón arriba, sin jinete y con las riendas sueltas.

A medida que sus ojos se acostumbraban a la penumbra infernal, Tallis pudo ver el número de cadáveres sin alma que se reunían en la orilla norte del río. No se prestaban atención entre ellos, aunque a veces estaban sentados a menos de medio metro de distancia, incluso se tocaban al resbalar en el hielo. Sólo tenían ojos para el viaje hacia abajo, ya se les había absorbido el fervor de la batalla, el amor y el orgullo; no eran más que cáscaras vacías, envueltas en bronce, o en cuero, con capas de pieles o pantalones llamativos. Los cascos centelleaban, algunos de ellos con altas plumas, otros decorados con motivos de animales, la mayoría sencillos. La orilla del río estaba llena de astas de lanzas y espadas clavadas en el lodo; sus dueños ya no las necesitaban.

—Bavduin es una batalla intemporal —dijo Wynne-Jones al contemplar la sombría reunión de caídos.

De un árbol cayeron huesos; tintinearon al chocar contra la armadura oxidada que había abajo. Tallis advirtió que había escudos empalados en ramas, estandartes hechos jirones ondeando con la brisa. Un montón de cabezas podridas, colgadas por la cabellera, se mecían al viento, con las mandíbulas caídas en lamentos silenciosos, con ojos vacíos que seguían el viaje de sus espíritus hacia las regiones desconocidas de su era.

En la pared del precipicio, en las cornisas, entre las ruinas, ardían hogueras dispersas. También había fuegos en la parte superior, y el viento traía el sonido lúgubre de una trompeta.

Scathach lanzó un grito y alzó la espada. Volvió a enfundarla y agachó la cabeza, quizá entristecido al recordar a sus amigos. Tallis recordaba su fragmentaria reseña de la batalla de Bavduin, su recuerdo incompleto de la leyenda que era su destino.

Un río corría cerca de Bavduin, y cada noche los muertos se acercaban a las aguas en su viaje de vuelta a la fría tierra de sus propios tiempos y países. Allí invocaban a los dioses y guardianes de los muertos de su pueblo, y los espíritus se mezclaban en el aire como bestias enloquecidas, luchando y destruyendo con ira ciega.

Cuando se puso a Morndun ante el rostro y miró a través de sus ojos fantasmales, Tallis vio que el aire estaba poblado de elementales, de rostros afilados, semejantes a espectros, que vibraban y se retorcían sobre el río. Salían de las bocas y ojos de los hombres sentados en la orilla, y de los montones de cráneos junto a los árboles. Formas con cuernos, figuras cubiertas de escamas, siluetas con rasgos de insectos y arañas, pájaros con rostro de jovencitas…, aquella reunión silenciosa de fuerzas sobrenaturales procedentes de tantas eras, hizo que Tallis se estremeciera.

—Déjame ver —pidió Wynne-Jones en un susurro.

Pero, cuando se miró a través de la máscara, no pudo ver más que oscuridad. De manera que Tallis le describió lo que sentía, y luego atravesaron aquel lugar silencioso y mortífero, mirando con cautela a los muertos y moribundos. Llegaron a un tortuoso sendero en la base del precipicio, que parecía llevar a la fortaleza y al bosque de arriba…, a tierra abierta, donde tenía lugar la extraña batalla intemporal bajo el cielo del ocaso.

Robaron su hoguera a un cadáver de pelo embarrado, torque, pecho desnudo bajo la capa ribeteada con pieles y un atuendo que lo identificaba como celta. Se había quitado la vida, pero aún seguía sentado, con la mano en la empuñadura de la hoja que se había clavado en el corazón. Entre los dedos de la mano libre tenía unas largas hebras de cabello femenino. Las lágrimas se le habían helado, de manera que sus mejillas y ojos brillaban con el resplandor del hielo. Scathach arrastró el cadáver rígido hacia los árboles y lo dejó allí tendido. Se irguió, suspiró y contempló la ladera. Susurró los nombres de los Jaguthin, y apretó los puños, lleno de dolor.

—Estará allí —dijo en voz baja a Tallis—. Estarán allí. Todos. Tengo que reunirme con ellos.

—No abandones aún al anciano —replicó ella—. Dame tiempo para llegar a las ruinas y buscar una señal de Harry.

—¿Y para atravesar Lavondyss? ¿Quieres que te espere eternamente?

—No atravesaré Lavondyss. Al menos, hasta que vea qué hay allí y tu padre me aconseje qué hacer.

Scathach parecía todavía inseguro. Tallis le pellizcó la mejilla.

—Unos pocos minutos en las ruinas. Como máximo, una hora. ¡No tengo tanta prisa como tú! Luego podremos despedirnos como debe ser.

Rodeó a Scathach con sus brazos, y él la estrechó con fuerza. Las pieles de sus ropas eran demasiado gruesas, apenas percibían el contacto de sus cuerpos, pero Tallis le desató la capa y le dio un rápido beso en la piel fría, tensa, de la garganta. Scathach respondió con más pasión, y durante un segundo la mirada distante de sus ojos quedó sustituida por la comprensión y el humor.

—Despedirnos como debe ser —repitió ella, notando un escozor en los ojos—. Incluso pese a este frío. Espérame…

—Te esperaré —asintió con suavidad. Dirigió una mirada al oscuro valle del río, y añadió—: Si puedo, encontraré comida. La suficiente para varios días. Podemos comer carne de mitago…

—¡No!

Scathach sonrió.

—En ese caso, buscaré algo de piel más gruesa y carne más dura. Ten cuidado en el sendero. Y esquiva cualquier cosa que parezca una pelea…, y a cualquiera que parezca muerto. No tardes…

* * *

Un sendero empinado ascendía desde el río, serpenteaba entre los árboles bajos. Un sendero peligroso por las piedras sueltas y la nieve. Un sendero excavado de manera precaria en la pendiente del valle, en tramos tan estrechos que sólo un cuerpo de animal podría pasar.

Cuando Tallis subió a caballo por este angosto sendero, hizo que varias piedras rodaran hacia abajo, hacia el agua. Ya a cierta altura, se detuvo a escuchar el sonido, lo reconoció de los tiempos de su infancia, de los tiempos en que invocaba imágenes de otro mundo y Harry la llamaba pidiendo su ayuda.

Era este lugar. Se llenó de alegría al darse cuenta, al reconocer el eco de su caballo en el sendero helado, al oír el tambor, al oler el humo de las hogueras, al sentir el crujido de las rudimentarias tiendas de piel que alguien había levantado tras la puerta en forma de arco de las ruinas de la fortaleza.

Unos ojos la contemplaban desde detrás de los espinos. Pasó juntó a las hogueras. Aquella gente vivía allí desde hacía años, por todas partes había señales de una estancia larga. Sólo los niños tuvieron el valor de salir de sus escondrijos para mirarla. Todos tenían ojos oscuros, vestían atuendos de pieles, llevaban el cabello atado en la nuca, y brazaletes de huesos y piedras pulidas tintineaban en sus miembros. Eran como el niño que había visto en el Refugio del Roble…

El tambor lo tocaba una mujer cubierta con una capucha negra, que la miraba desde una tienda baja, casi oculta entre pieles, cueros y tallas de madera. Tallis divisó una abertura en la pared del precipicio, y dentro de ella el brillo de una pequeña hoguera que iluminaba un grupo de estatuillas de madera, algunas de pie, otras, colgadas de lianas. La entrada de una cueva.

Cabalgó hacia allí, agachándose para pasar bajo los árboles, estremeciéndose cuando cruzó entre las estatuas vigilantes, junto a la puerta en ruinas. Eran bestias, no hombres, pero tenían rasgos de pesadilla, de espectros, y a Tallis le pareció reconocer animales del bosque en sus miembros, dientes y ojos. Lo que más la impresionó fue su cariz de locura.

Todas las cosas de este mundo nacieron de las mentes de los hombres, y como todos los hombres estaban locos, las criaturas fueron locas, corrían locamente

Y, por fin, Tallis entró en los pasillos de piedra que en el pasado guiaran a Harry al primer bosque, y a una tierra prohibida en cuyo abrazo invernal se había extraviado. La piedra fría parecía susurrar algo a Tallis. La mujer subió por la escalera, miró por las amplias ventanas al cañón y al bosque que se extendían al sudoeste. Entró en las pequeñas habitaciones, se asomó a una gran sala con techo derruido, con oscuras criaturas volando entre las vigas podridas, entre los restos de los aleros. Conocía bien aquella sala, con su enorme chimenea y su suelo de mármol. Se dirigió hacia el lugar donde se había sentado el rey. Se colocó en el punto donde había visto a Scathach en la historia, un Scathach cuyo rostro ahora no podía distinguir del joven con quien viajaba. Recordó la mirada de ira en sus ojos cuando la miró desde el otro lado de la mesa. Y comprendió que la ira no iba dirigida contra ella, en absoluto. Le estaba pidiendo ayuda… en su furia, suplicaba auxilio a su hermana…, sencillamente, en su juventud, no había sabido controlar las emociones del rostro. Tallis se estremeció con la ira imaginaria, reconociendo ahora la desesperación en los ojos del muchacho.

¿Quién era yo? ¿Por qué me siento tan vieja? Si en la historia era su hermana, ¿por qué me siento tan vieja, por qué tengo tanto frío?

¡Ojalá le hubiera mirado los ojos con más atención! Quizá habría visto su propio reflejo en ellos. Quizá entonces habría comprendido.

Había algo reconfortantemente familiar en aquellas ruinas enloquecedoras, en aquel lugar mitago generado por un aviador hacía muchos años, a medida que se adentraba hacia el más antiguo de todos los lugares. Los atisbos de sus historias la hicieron sonreír. Los recuerdos de Harry la entristecieron. Aunque su cuerpo tenía frío, se sentía envuelta en una extraña calidez, como si su hermano la estuviera estrechando entre sus brazos, como si reposara segura y a salvo contra su pecho. Tocó la piedra de los muros como si acariciara la piel de una mejilla, lenta, pausadamente. Era una piedra oscura, extraña. Era desconcertantemente húmeda, tenía un tacto pegajoso. El dibujo de la roca era evocativo, había finas hebras de cristal, y Tallis imaginó hermosas columnas y arcos, tan agradables a la vista como los rasgos del rostro de una madre.

Reconoció la piedra, pero la idea no consiguió cristalizar, no afloró en su cerebro. Era piedra que no era piedra, y la paradoja la seguía intrigando, aunque la respuesta era obvia y la tenía a su alrededor.

En su vagar sin rumbo, subió a lo alto de las torres y recorrió los pasillos retorcidos que se adentraban en los muros del precipicio. El ocaso dejaba paso a la noche, y los fuegos del exterior chisporroteaban. Cayó una nieve fina, transformando la imagen del bosque. El viento soplaba a ráfagas en el cráneo vacío de la fortaleza, sonaba como la respiración trabajosa de un moribundo. Y, en una de las habitaciones, Tallis encontró los restos de un estandarte. Un estandarte blanco, con la imagen de un pájaro.

Desde aquella habitación, a través de una amplia ventana, se divisaba una zona de maleza densa que no conseguía ocultar del todo el sendero que llevaba a una pequeña cueva. Tallis estaba a mucha altura, la cornisa parecía rozar el cielo, cada vez más oscuro. Se imaginó que, si recorriera aquel sendero, si trepara por las rocas que rodeaban la entrada de la cueva, llegaría a la cima del cañón. Desde ese punto divisaría una tierra sin límites…, vería hasta el final del bosque en todas las direcciones…

La habitación parecía acogedora pese al frío, la humedad y la oscuridad. La recorrió. Trató de imaginar a Harry allí, acurrucado junto a una hoguera en el centro, mirando la cueva, dirigiéndose hacia el primer bosque, acercándose más a lo Antiguo…

La clara luz de la luna atravesaba con sus lanzadas el cielo invernal. Las nubes se despejaron un poco, de manera que la piedra mojada brilló, reflejando los fríos rayos.

Había algo en la piedra…

Tallis cruzó la sala, tocó el brillante objeto encajado en la piedra. Parecía como si la roca hubiera fluido en torno a la pistola, las retorcidas hebras de piedra se habían enroscado al cañón y al gatillo. Pero la forma del revólver era evidente, pese a que el metal estaba ahora oxidado, podrida la madera de la culata. Pero no tan podrida como para impedir leer las iniciarles talladas en la base.

H. K.

¡Harry Keeton!

Así pues, era la pistola de su hermano. Se emocionó al verla, al tocarla. No podía arrancarla de allí, pero se quedó junto al arma, contemplándola. El cañón apuntaba hacia la cueva. Su presencia impregnaba la habitación.

Siguiendo su instinto, siguiendo el rastro de pensamientos y recuerdos que él le había dejado, Tallis había dado con el lugar de la muerte de Harry.

De allí al renacimiento sólo había un paso…

* * *

Salió por la amplia ventana, hacia la cueva. A su izquierda, la ladera descendía hacia el río en una pendiente abrupta, aterradora. Tallis alcanzó a ver el parpadeo de una hoguera, la hoguera de Wynne-Jones. El río parecía brillar con la última luz del ocaso.

Le llegó un sonido procedente del desfiladero, un extraño chirrido. Divisó una forma oscura, circular, que se alzaba de las profundidades, que ascendía por los lados del cañón. Era como una rueda negra con una aureola de flecos blancos. Fascinada, contempló cómo el objeto subía hacia ella, y tardó varios segundos en darse cuenta de que era una bandada de pájaros que giraban en una corriente ascendente hacia la libertad de los cielos. Se agachó cuando la gran bandada pasó graznando junto a ella, con las alas batiendo; algunas aves se enredaron entre los árboles, unas pocas se aterrorizaron al estrellarse contra la piedra de la fortaleza, o revolotearon frenéticas al encontrarse en el espacio confinado de la habitación. Pero la mayor parte volaron por encima de su cabeza antes de dirigirse hacia el sur y perderse en el crepúsculo.

Aquel vuelo repentino hizo que se rompiera la sensación de cercanía con su hermano. Tallis se aferró a la pared del acantilado y miró hacia abajo, hacia el río. Oyó que alguien gritaba su nombre, el sonido le llegó distorsionado por el techo. Empezó a preocuparse, y volvió sobre sus pasos hasta donde había dejado atada a Nadadora de Lagos.

Tiró de las riendas del animal y descendió por el empinado sendero hacia donde estaban las tiendas. Esquivó las hogueras. No vio rastro alguno de movimiento, pero pronto se dio cuenta de que alguien corría hacia ella entre los árboles oscuros. La figura llegó al sendero. A la escasa luz de las hogueras, se detuvo, dejó escapar un chirrido y luego siguió corriendo al tiempo que agitaba los brazos.

—¡Acebo! —gritó Tallis.

Como si hubiera comprendido su nombre, la Mujer del Bosque se detuvo un momento y miró con tristeza a la mujer que guiaba al caballo. Era, sin duda, la mitago perenne, aunque ahora tenía la piel de hojas desgarrada, y su cuerpo delgado temblaba violentamente. Parecía como si hubiera sufrido un asalto. Mientras Tallis la miraba, varias hojas se le cayeron del pecho, y la criatura se tocó las ramitas rotas como si le dolieran. Se volvió y echó a correr hacia la entrada de las ruinas. Quizá fuera consciente de lo que había ante ella, o quizá, sencillamente, huía a ciegas.

Sólo entonces comprendió Tallis que Acebo huía, aterrada.

Un lobo entró en la zona de las tiendas, se detuvo y se irguió como un hombre.

Nadadora de Lagos se encabritó y retrocedió. Tallis retuvo al animal y lo tranquilizó acariciándole el hocico y susurrándole palabras amables. El scarag se levantó, apenas visible a la escasa luz, mientras abría y cerraba las mandíbulas goteantes. El hedor a fiera y a bosque era muy fuerte. Dio un rápido paso a un lado para ocultarse aún más en las sombras, luego giró su cráneo lupino para mirar sendero arriba. Crujía al moverse, como un árbol viejo que se arrastrara sobre hojas secas. Los brazos esqueléticos se alzaron, uno de ellos señalando en determinada dirección: unos ojos que no eran más que agujeros en la madera de caoba parecían suplicar compasión a la humana. Una boca que temblaba y se abría, dejando al descubierto las espinas afiladas de sus dientes, trataba de hablar. Por encima de todo, la forma de la criatura forestal era la de un lobo, más bien un esqueleto de lobo, sin pie, con la carne seca en torno a los huesos protuberantes.

Se puso a cuatro patas y caminó lentamente de izquierda a derecha. Olfateó el aire. Lanzó un aullido perruno y, entonces, corrió pasando junto a Tallis. Se movía tan deprisa sobre las patas traseras, encorvado hacia adelante, que la mujer apenas lo vio pasar. Entró en una de las tiendas y, un momento más tarde, volvió a salir. Corrió hacia Tallis, con la luz reflejándose en sus ojos. Ella llevaba una lanza corta, y tuvo el tiempo justo para levantarla y lanzarla contra el scarag. La punta atravesó su cuerpo como si estuviera hecho de musgo. Pero la criatura se detuvo. Tallis recuperó el arma y se la clavó en la cabeza. Le atravesó las costillas una segunda vez. En esta ocasión, la punta se quedó enganchada

Rugidos lupinos, un agudo aullido, un ladrido agónico.

Por último, Tallis consiguió tirar al monstruo invernal por la cornisa. Mientras se debatía en el aire, forcejeó contra el viento con los brazos extendidos. A Tallis le pareció oír el ululato de un búho, y la forma que caía, de repente, pareció maniobrar en el aire, remontarse, caer de nuevo… antes de desaparecer en la penumbra, volvió hacia ella un rostro redondo y blanco.

Nadadora de Lagos, libre y aterrada por el scarag, se había escapado. La mujer oyó el relincho del animal más abajo, en el sendero halado, y lo siguió. Cuando llegó junto al río, la yegua estaba allí, con la cabeza gacha, como avergonzada. Cuando Tallis se le acercó, lanzó un sonoro relincho y se refugió entre los árboles. Ella comprendió que no era la vergüenza lo que la hacía huir, sino más miedo todavía.

Miró río abajo, en dirección al lugar donde ardía la hoguera de Wynne-Jones. Vio un solo caballo, y ni rastro de los hombres. Pero algo…, algo alto, algo animal… inmóvil…

Se aproximó a lo que fuera con cautela.

Se encontró con un scarag, empalado a través de la mandíbula, colgando inerte de la lanza de Scathach, que estaba clavada en el suelo. La criatura se retorció antes de quedar quieta. Sus largos dedos se estremecieron en un estertor agónico, luego quedaron inertes. Un fragmento de hoja de roble seca en su cuello dijo a Tallis que se trataba del jefe. Una segunda cabeza de scarag yacía junto a la hoguera, con la boca abierta y los rasgos lupinos apenas reconocibles. El cuerpo estaba a unos metros, con los brazos y las piernas separados del tronco. Tallis advirtió un atisbo de plumas que empezaban a brotar de la oscura corteza seca que era su piel. El crecimiento había quedado interrumpido por la repentina muerte de la criatura.

¿Dónde estaba Scathach? ¿Y Wynne-Jones? El bufido de un caballo le llamó la atención hacia la derecha, y vio el corcel robado de Scathach, mal atado. Tras ella, una piedra cayó al río. Se volvió y alzó la vista hacia las hogueras del precipicio, hacia las oscuras nubes sobre las hendiduras de la roca y los torreones de la fortaleza.

Movimiento…

Movimiento a su alrededor. Retrocedió, desarenada y asustada. Corrió hacia la hoguera, con la intención de coger una rama, pero algo la aferró por un brazo y la hizo volverse. Unos dientes se le clavaron en la mejilla. Lanzó un grito y golpeó al lobo. Una punta de lanza le perforó la túnica, le hirió la piel. El lobo se había quedado quieto. Se derrumbó en sus brazos. Scathach lo había atravesado desde atrás, pero calculó mal la fuerza del impacto e hirió a Tallis. Ella se frotó el vientre, se pasó una mano por la cara, limpiándose la sangre de la herida del mordisco. Scathach no dijo nada.

—Maté a uno en el precipicio —dijo Tallis—. Acebo huía de ellos…

—Entonces, sólo queda el chamán.

—¿Crees que atacará, como el resto?

—Necesita vida. Matará con tal de obtener sangre.

Miró a su alrededor. Tallis acudió junto a él. El hedor en torno a ellos era más penetrante a medida que la hojarasca invernal se pudría rápidamente.

—¿Dónde está Wynne-Jones?

—Montó a caballo y volvió hacia el sur —respondió Scathach—. Dijo que no podía vivir sin su diario…

Tallis se enfureció.

—¿Y se lo permitiste?

—Se marchó —replicó el joven sencillamente—. No pude hacer nada. Seguramente, esas criaturas lo habrán matado hace un día…

¿Un día? ¡Si sólo había estado en la montaña dos horas, tres como máximo! ¿Qué quería decir? Cuando se lo preguntó, Scathach pareció atónito.

—Has estado dos días ahí arriba. ¡He tenido mucha paciencia!

—¡Dos días!

La conmoción de Tallis pareció ablandarlo.

—Mucho más de lo que prometiste. Ahora, me toca a mí. Tengo que ir al campo de batalla. Mi padre me lo ha dejado bien claro. Los jaguthin están allí. Mis amigos…, toda mi vida. Debo reunirme con ellos, luchar a su lado para que volvamos a estar juntos. Así me podré librar de ellos, seré libre.

—¿Y qué harás después?

—Volveré a tu mundo. Continuaré con el trabajo de mi padre.

«No, morirás —pensó ella con tristeza—. Morirás bajo un roble. Te quemarán en una pira. Ésa es la libertad que se consigue en Bavduin. La liberación de una muerte violenta».

El ritmo de los acontecimientos mareaba a Tallis. Wynne-Jones había iniciado el viaje de regreso a la tierra de los tuthanach. ¡Pero ella no estaba preparada para su partida! Ahora que había encontrado el lugar por donde Harry había entrado en Lavondyss, necesitaba al anciano junto a ella. Quería su consejo, su sabiduría, ¡incluso su ayuda! Y, ¿cómo cruzaría Wynne-Jones el pantano? Él no tenía el poder de abrir puertas, de crear encrucijadas…

—Morirá. Sin ayuda, no conseguirá volver.

Miró a Nadadora de Lagos. ¿Había entendido de verdad el animal su promesa? Si era así, si aquella magia funcionaba en este reino, entonces Nadadora era la única esperanza de regreso para el anciano. Y, si volvía a salvo junto a los tuthanach, quizá sobreviviera a Tig lo suficiente como para que Tallis lo alcanzara y le hiciera sus preguntas sobre el viaje que debía emprender, a través de la habitación más alta de la fortaleza, a través de la cueva. Tras las huellas de Harry.

Contó su idea a Scathach.

—Si va con este caballo, tiene una posibilidad. Pero no me dejes. No subas al precipicio hasta que yo vuelva. Quiero entrar contigo en Bavduin. Quiero estar allí cuando te reúnas con los otros.

—En ese caso, date prisa —la apremió el joven—. Ya te he esperado dos días. Los otros me deben de estar buscando. Debemos entrar en combate juntos. No les puedo fallar.

—Espérame —insistió ella—. Y ten cuidado con el chamán daurog. Era joven. Será peligroso.

—Sé cuidarme solo —replicó Scathach, sombrío.

Señaló el cadáver retorcido del jefe scarag, todavía clavado en la lanza.

Tallis montó a lomos de Nadadora de Lagos, la hizo que se volviera hacia el sur y la espoleó. El animal se lanzó al galope en la noche, de vuelta hacia la turbulenta zona de las estaciones cambiantes.

Encontró a Wynne-Jones descansando en el refugio que ofrecía un saliente rocoso, agotado y muerto de hambre. Tallis cazó un pájaro, lo desplumó y lo guisó, y le dio a comer la carne en tiras. Preparó un caldo con los huesos y raíces que brotaban durante la estación veraniega; tras un rato, el anciano recuperó parte de sus fuerzas. Pero no hubo manera de disuadirlo. No volvería al norte.

—¿De qué me servirá dar con el lugar de la muerte de mi hijo? Sé que se acerca su hora. No quiero verlo, tengo suficiente con esquivar mi propia muerte. Y tú tienes tu viaje. Pero prefiero recuperar mi diario y luchar contra Tig a morir helado y devorado por los lobos sin nada que me recuerde el placer que he sentido durante mi vida. Y esos textos son muy importantes para mí.

—Tig los habrá quemado —señaló Tallis—. Igual que quemó tus rajathuks.

—Sí. Habrá quemado algunos pergaminos. Pero he estado muchos años en el bosque, y tengo muchos más de los que guardaba en el refugio del chamán. Esas pocas páginas habrán desaparecido, lo que cuenta es que la mayor parte está a salvo. Sólo Morthen sabe dónde…, mi querida Morthen…

Parecía triste.

—Si la encuentras, devuélvemela.

—Lo haré. Y también te devolveré a Scathach.

—¿Cómo piensas hacerlo? Ya has presenciado su destino.

Tallis sonrió.

—Una amazona salvaje acudió a él cuando estaba en la pira. Parecía amarlo. Quizá no estuviera muerto aún. Pero, como tú mismo dijiste en el refugio, renacerá tras su muerte como guerrero. Sólo es cuestión de reconocerle…

La mano de Wynne-Jones se cerró en torno a su muñeca.

—Te deseo suerte. Espero que llegues allí. Espero que encuentres a Harry.

—Ya lo he encontrado. Bueno, di con su pistola. Estuvo allí, en el castillo. Ésa es la entrada a Lavondyss. Ahora sólo me queda averiguar cómo se abre la puerta a través de esa cueva.

Wynne-Jones sonrió, su rostro marcado era cálido. Tallis no dejó de advertir la expresión de duda en su ojo sano.

—¿Qué piensas?

—Cuando le sigas por el primer bosque…, recuerda esto: no dejes de preguntarte por qué él no pudo volver. ¿Qué lo atrapó? No cometas el mismo error. No vayas demasiado deprisa. Sigue alerta ante cualquier signo de invierno, de bosque, de pájaros. En algún punto de esa confusión de imágenes e historias que llevas dentro de ti está la clave de la razón del fracaso de Harry. —Se recostó contra la roca—. Ojalá pudiera ayudarte más. No me es posible. Pero estoy seguro de que el error que cometió aparece en algún punto de tus historias. Debes entrar en Lavondyss como niña, no como mujer. Mira y escucha con sentidos de niña. Quizá veas qué error cometió y consigas evitarlo…

—Gracias por el consejo —dijo Tallis—. A cambio, te regalo mi yegua.

—Ya tengo caballo.

—Pero la mía puede nadar en los lagos.

—Ah, eso será muy útil.

—Es tuya. Trátala bien.

—Cuida de mi hijo. Busca a mi hija. Y procura no sufrir.

—Si todo sale bien, rescataré a Harry y salvaré a Scathach. Lo conseguiré todo.

—Me gusta tu determinación —sonrió Wynne-Jones al tiempo que le apretaba el brazo cariñosamente—. Antes, era pesimista. Creí que estabas abocada al fracaso. Ahora no estoy tan seguro. Creas más deprisa de lo que el reino destruye. Creaste historias. Provocaste cambios. Quizá haya magia en tus canciones invernales y en tus extraños cánticos, puede que consigas llegar con bien al final del viaje.

Tallis besó los finos labios fríos, acarició con un dedo los salvajes recordatorios del ataque de Tig.

—Cabalga bien, anciano.

—Lo haré. Y tú…, no lo olvides. Deja que la niña cabalgue contigo.

—Eso haré.

* * *

En su interior, Tallis había sabido que Scathach no la esperaría, pero aun así fue un golpe descubrir que él había violado su palabra. El fuego llevaba apagado más de un día. Tallis dispersó las cenizas de una patada y lanzó un aullido de ira de y dolor.

—¡Debiste esperarme! ¡Podría haberte salvado!

A través de Skogen, no pudo ver más que las sombras de un verano que floreciera tiempo atrás en aquel desfiladero. A través de Morndun, vio espíritus que se retorcían en el aire, y fantasmas que corrían y se introducían en los árboles en cuanto eran conscientes de su mirada. Los muertos estaban por todas partes, desangrándose en las aguas frías, aguardando el inicio de sus propios viajes.

No vio ni rastro del hombre al que amaba.

Pero descubrió que Scathach había cazado para ella. Había trozos de animales pequeños envueltos en un saco de cuero, atado a una rama. Tallis tiró la carne al río, pero lo pensó mejor, rescató los preciosos alimentos y ató el saco al esbelto caballo que montaba ahora.

El animal, inquieto, con hambre y frío, respondió a sus caricias sosegantes. Tallis le dio un pequeño puñado de la avena que llevaba. El animal estaba flaco, se consumía rápidamente como todos los caballos en aquella tierra dura. Podría montarlo durante unos pocos días, pero no sobreviviría más.

En el empinado sendero que llevaba a la fortaleza, dejó que su mirada vagara por las grietas y los muros. Acebo había huido por allí, y quizá estuviera aún escondida, aterrada, en alguna de las húmedas habitaciones. El espíritu de Harry la llamaba desde el cráneo de piedra que era el castillo. Imágenes de ese invierno, y del bosque estival, la atraían, la llamaban… El camino hacia Lavondyss estaba cerca, sólo tenía que entregarse al viaje y abandonar a Scathach.

Pero no podía. Había visto a la mujer salir cabalgando de los bosques oscuros, gritando su dolor, con vetas de arcilla blanca en el pelo. La mujer había cabalgado en torno a la pira. Y entonces…, el recuerdo se tornaba huidizo, pero se había desarrollado con los años…, entonces, ¿se había acercado al muchacho?

¿Cuál era su intención? ¿Rescatar a Scathach del fuego?

Una mujer que le amaba…, una mujer que le había seguido…, pelo largo y rostro coloreado con arcilla blanca. Tallis no había fabricado aún a Sueño de Luna en aquellos tiempos, aún no tenía la máscara que le permitía ver a la mujer en la tierra, pero sabía intuitivamente a quién había visto, cómo había entrado en su visión aquel mismo día, quizá, pero desde su propio futuro. Se había perseguido a sí misma durante toda la vida. Si hubiera tenido entonces la máscara Sueño de Luna, quizá habría visto más, quizá habría distinguido entre la presencia de Harry en su vida infantil y su propia presencia…

Deja que la niña cabalgue contigo. Mira y escucha con sentidos de niña.

Rebuscó en las alforjas de la silla y sacó un paquete con arcilla blanca que había cogido en el refugio de Wynne-Jones, la misma arcilla que había usado para hacer Sueño de Luna. Se había endurecido ligeramente, de manera que la ablandó con agua helada, antes de apretarla hasta que brotó una película de líquido blanco. Se manchó el rostro y se pintó hebras en el pelo con esta exudación de la arcilla.

Un poco, por ahora sólo un poco. Iría añadiendo arcilla a medida que viajara. Este acto de maquillaje era a la vez un ritual de amor y un ritual de muerte. Subió a la silla del inquieto caballo y lo espoleó sendero arriba, hacia la fortaleza.

3

Pronto el bosque se cerró a su alrededor, tan denso y oscuro en algunos puntos que, incluso con la llegada del nuevo día, podía imaginar que estaba en un reino de medianoche. La personalidad y naturaleza del bosque cambiaban a cada paso, junto con los rastros crueles de la batalla. En los bosques de roble, atravesó claros donde hombres encapuchados entonaban cánticos ante cabezas talladas en madera, o caminaban en torno a pilas de armaduras arrancadas a los guerreros negros. Tallis vio escudos ovalados, con brillantes dibujos de venados y jabalíes en el cuero maltrecho, capas multicolores y pequeños carros rotos o quemados, en cada uno de los cuales se acurrucaba la forma desnuda de su dueño muerto.

Había cabezas colgando de las ramas, y brillaban como si las hubieran untado con aceite. El cántico de los sacerdotes parecía invocar alas, aunque mientras Tallis pasaba por aquellos lugares sagrados (célticos, sin duda), no vio ningún pájaro. Y sólo oyó los graznidos de placer de algunos cuervos.

Una legión desastrada pasó junto a ella cuando se ocultó tras un grupo de espinos y acebos, con la mano en el morro del caballo. Observó con sorpresa las filas de hombres destrozados que avanzaban en silencio absoluto, un silencio roto tan sólo por el tintineo de sus armas. Reconoció a los guerreros, eran romanos, pero no conocía las armas que llevaban, ni los uniformes que distinguían a una legión de otra. Los cascos parecían de hierro. Las capas con que se abrigaban eran largas y rojas. Algunos llevaban escudos, grandes óvalos con tachones prominentes y el dibujo de un águila. Los jinetes cabalgaban entre la infantería, y los carros traqueteaban por el bosque, golpeándose contra los árboles, mientras sus conductores los obligaban a cruzar zonas pantanosas y a salvar los troncos de árboles caídos. ¿Qué mente podía haber creado semejante mitago?, se preguntó, atónita.

Se adentró más aún cabalgando por el bosque cambiante, y fue entonces cuando encontró los restos de su derrota…

Allí el bosque era casi negro; los troncos desnudos de pinos y abetos, algunos de proporciones gigantescas, se alzaban hasta casi bloquear por completo la luz. Cubrían el mundo de un silencio absoluto, y la espesa capa de agujas caídas bajo sus pies absorbía cualquier ruido; hasta los relinchos del caballo sonaban amortiguados en aquella zona. Tallis se asustó. De cuando en cuando, veía alguna hoguera, pero cuando se acercaba a ellas descubría que se trataba de hombres atados a estacas llameantes. Había movimiento a su alrededor. Los caballos galopaban demasiado deprisa para la densidad del bosque. Captó algunos atisbos de sus jinetes, hombres altos de cabello rubio, con cascos coronados por lunas crecientes, o púas, o cuernos curvados. Cuando hablaban, su lenguaje era gutural.

El bosque se abría para dejar paso a un gran claro, y Tallis se atragantó al ver aquella matanza. Las cabezas estaban amontonadas en el centro. En torno a ellas, formando una corona solar, los brazos y piernas mutilados. Los torsos de los cadáveres se encontraban empalados en los árboles, formando un círculo de carne grisácea, burlonamente decorados con las capas y los mantos. Los escudos descansaban apoyados en los pinos, con las lanzas rotas al lado, y los cascos, los mismos cascos que usaba la legión pérdida, clavados en los troncos.

Cuatro delgados ídolos de madera contemplaban la putrefacción de los cadáveres; estaban hechos de ramas de abedul entrelazadas, no eran más gruesos que un brazo, pero medían el doble que Tallis. Las cabelleras de estos dioses eran de pelo de romanos. En la cima de cada pértiga había un cráneo. Manos amputadas, atadas por parejas, colgaban de ellas en toda su longitud, y en el centro de la madera vigilante alguien había clavado los restos patéticos de órganos sexuales. Los dioses de abedul estaban pintados con sangre, ahora ennegrecida.

Unas grandes aves carroñeras devoraban la carne de los cadáveres. Levantaron el vuelo, aterradas, cuando Tallis entró tambaleándose, pero volvieron a posarse entre graznidos, demasiado atiborradas como para volar.

Tallis cruzó tan rápido como le fue posible aquel lugar de sepulcros forestales y, tras un rato, la naturaleza del bosque volvió a cambiar. Tuvo que luchar contra espesos acebos, y abrirse camino entre los espinos, todavía cubiertos de hojas muertas. Los gigantescos robles cubiertos de musgo la guiaron hacia el lindero del bosque, y pronto le llegó el olor a humo de una hoguera, pronto presintió la proximidad de terreno abierto. No se oía ningún ruido de espadas al entrechocar, ni de caballos ni estampida, ni ninguno de los muchos otros que había llegado a asociar con las batallas; sólo un extraño silencio, turbado por el lejano sonido familiar de un viento tormentoso, y el rumor de una bandada de pájaros aproximándose…

Guió al caballo hasta el mismo límite del bosque, y escudriñó la maleza en la elevación de terreno que tenía delante. Oh, sí, conocía aquel lugar, lo recordaba, podía identificar hasta el último detalle. Sabía perfectamente dónde estaba, y cómo se la divisaría desde el viejo roble retorcido que se perfilaba en el horizonte. El árbol era una simple silueta, pero parecía haber llamas en una de sus ramas; unas llamas que se elevaban, de pronto desaparecían, volvían segundos después…, como si un fuego entrara y saliera…, como si no fuera un fuego de aquel tiempo, sino que pasara breves minutos en el árbol, para luego brillar en otro mundo antes de regresar a las ramas invernales.

No había nadie bajo el árbol. El prado que se abría ante ella, nada más cruzar un pequeño arroyo, estaba oscuro bajo la tormenta. Y lleno de cadáveres. Aquel era el final de la batalla que había presenciado. Aquellos eran los muertos cuyo hedor le había llegado siendo una niña. Aquellas eran las lanzas rotas, las ruedas destrozadas de carros cuya triste muerte tanto la había afectado cuando intentó proteger a Scathach de las viejas.

Las aves carroñeras, volando en círculos, debían de estar tras ella, sobre el bosque, fuera de su vista. Quizá en aquellos momentos se dirigían ya hacia el prado, quizá formaban ya una línea fina y malévola sobre el desfiladero…

Sólo para ser rechazadas por la magia del fuego en el árbol, por el espíritu del árbol, por ella, a través de los tiempos, observando, esperando a la amazona con el pelo pintado de arcilla.

La pira debería estar a su derecha. Llegaba demasiado tarde para salvarlo. Lo supo con una certeza mareante y una tristeza que sólo se podía manifestar como una sensación de frío, de muerte en su interior. Sabía que había salido del bosque cabalgando, gritando su dolor… pero no sentía dolor, sólo una espantosa sensación de inevitabilidad, sólo una aceptación fría. ¿Dónde estaba la pasión que había presenciado de niña en su airada figura? ¿Dónde estaba la tristeza? ¿Dónde, dónde estaba la determinación de honrar a su amado muerto mientras ardía en la Tierra del Espíritu del Ave?

Sólo hielo. Sólo comprensión. Sólo aceptación.

Entonces, a su derecha, una mujer gritó. Por un momento, Tallis se sobresaltó, pero permaneció absolutamente quieta. Una idea terrible le había pasado por la cabeza. Hubo un movimiento rápido y furioso en el bosque, el relincho de un caballo espoleado hasta el agotamiento, el restallido del cuero contra sus flancos, el sonido sordo de los cascos sobre el terreno empapado de sangre. Tallis se apartó de los árboles. Su caballo trotó tras ellas.

El humo de la pira de Scathach era negro, se alzaba hacia el ocaso. Las llamas lamían la madera, en torno al cadáver. Los brazos del guerrero muerto parecían flexionados, movidos por el calor, retorcidos por las llamas devoradoras. Una figura vestida de negro desaparecía en aquel momento hacia el interior del bosque. Tallis creyó oír el crujido de un carro…

En aquel momento, una mujer a caballo salió del bosque, cruzó las aguas escasas del arroyo y cabalgó por el prado. Montó en torno a la pira llameante. Su capa negra ondeaba tras ella. El cuerpo le brillaba, tenía los brazos pintados con rayas rojas, el rostro teñido de blanco y negro. Sus gritos de dolor e ira eran como los graznidos de los pájaros al amanecer, llenaban este lugar prohibido de batallas, esta Tierra del Espíritu del Ave…

Morthen se inclinó sobre el cadáver y sacó el cuerpo de Scathach de la humeante pira funeraria. Se bajó del caballo de un salto y apagó las llamas del cuerpo con su capa negra. Gritó el nombre de su hermano. Lo acunó entre sus brazos. Le besó los labios, le acarició la carne quemada, le palmeó el rostro tratando de despertarlo… Pero su hermano del bosque estaba muerto, y ella se inclinó entre sollozos silenciosos, estrechándolo contra su pecho.

La niña era ahora una mujer, con muchos años más. Tallis se daba cuenta incluso a través de la máscara de arcilla. Durante unos minutos, se quedó allí, conmocionada, en silencio. Había llegado a estar tan segura de que la amazona del bosque era ella misma… Pero ahora, al comprender que la amante que había visto era Morthen, se sintió traicionada y furiosa. Y, aun así, no podía atribuir esa ira a los celos, no podía cruzar aquel prado y desafiar a la hija de Wynne-Jones por el cadáver del hombre al que ambas amaban, cada una a su manera.

De pronto, Morthen pareció sentir su presencia. Se volvió lentamente hacia Tallis con los ojos llameantes, la boca torcida en una mueca de ira. Era como una bruja, como una de las viejas, toda la belleza juvenil se esfumaba bajo las arrugas de odio de su rostro. Se levantó, aferró la rudimentaria espada metálica que llevaba ahora, se echó hacia atrás la capa para dejar al descubierto los dibujos de su piel desnuda, y aulló el nombre de Tallis, luego el de Scathach, luego el suyo propio. Volvió a mirarla, ahora en silencio de nuevo, furiosa.

Tallis, espoleada por el insulto, emprendió una acción que sabía que iba a lamentar. Salió al terreno abierto y empuñó la daga.

—¡Déjalo! ¡Es mío! —gritó—. ¡Yo llevaré a tu hermano a un lugar de enterramiento adecuado!

—¡Es mío! —rugió Morthen, con una voz más animal que humana—. Es mi hermano del bosque. ¡He crecido por él! ¡Lo he buscado durante años! Ahora lo he encontrado, y tú le has puesto magia. Tú has hecho esto…

—No seas idiota. He estado con él desde que te marchaste. Se separó de mí hace un día. No he hecho nada, yo no lo abandoné…

Morthen se dio media vuelta y corrió hacia su caballo, montó de un salto y lo hizo girar violentamente para enfrentarse a Tallis. Cabalgó hacia ella, espoleando a la bestia en los flancos para que galopara. Tallis se quedó firme donde estaba, y se sobresaltó cuando la espada de Morthen describió un arco hacia su mandíbula, casi completando la línea de la vieja cicatriz. Tallis cayó, sin sentir dolor, sólo una sensación entumecida de estar en un sueño. La espada había golpeado de plano. No había corte alguno.

Se levantó y se enfrentó de nuevo a Morthen. ¡Cómo había crecido aquella niña! Era casi tan alta como la extranjera. Sus ojos seguían siendo tan hermosos como siempre, pese a la rabia, pese a la pintura de guerra. Llevaba el pelo peinado formando púas en torno a la cabeza. Sus senos estaban desnudos, y se echó de nuevo la capa hacia atrás, dejando que el frío del invierno la hiciera estremecer. Una mujer adulta, con los músculos de los brazos y las piernas tan gruesos y destacados como los de un hombre. Tallis se arrebujó en sus pieles y contempló a aquella aparición desnuda que caminaba hacia ella. Lanzó dos golpes antes de sentir un corte en el brazo izquierdo cuando Morthen atacó rápida, salvajemente; luego, un corte más, ahora en la pierna izquierda, de manera que se derrumbó, sangrando.

Morthen cortó las ligaduras de la capa de Tallis, desnudó a la mujer que yacía jadeante, ensangrentada, con la mente hecha un torbellino de pensamientos confusos, de sensaciones de temor, de pérdida…, de necesidad. Tallis sintió el viento helado contra su cuerpo. Morthen se envolvió en las pieles, se puso los pantalones de piel de lobo y limpió la mancha de sangre allí donde había penetrado la hoja.

—Está muerto —le espetó—. Y bien sabe la tierra que lo lamento. Pero tú también morirás, y eso no lo lamento en absoluto. Ahora, volveré con mi padre. Desde su propio primer bosque, volveré a encontrar a mi hermano… No he vivido lo que he vivido para fallar ahora. Para ti, el frío. Sólo el frío.

Enfundó la rudimentaria espada. Agarró a Tallis por el pelo, le levantó la cabeza y la besó en los labios antes de dejarla caer de nuevo.

Me derribó con tanta facilidad… Si hubiera querido, me habría matado.

Tallis miró el cuerpo quemado de Scathach. Empezaba a sentirse mareada, y recogió la capa humeante del joven, la corta capa roja que él había arrebatado al jinete en el poblado. Los ojos entreabiertos de Scathach observaban el cielo. Tenía los labios hinchados por el calor, feos a la vista. La línea de la quemadura comenzaba en la mandíbula, el cuello de piel clara estaba enrojecido y lleno de ampollas. Tallis le quitó los pantalones y las calzas de cuero. Se las puso para tener algo menos de frío. El caballo se acercó a ella y la miró. Tallis se arrastró para acercarse a la pira funeraria, se caldeó con los restos de las llamas, y durmió. Al despertar de nuevo, había pasado muy poco tiempo. Dio con una brasa aún encendida, y la usó para cerrar sus heridas. Luego, se obligó a ponerse en pie.

Morthen había desaparecido. Tras sacar de la pira el cuerpo de su hermano, de su amante, lo había abandonado, Tallis suponía que para volver al sur en busca de su padre.

Por tanto, había salido de la vida de Tallis, y así quedaba roto el último eslabón de enlace con Wynne-Jones. Estaba sola por primera vez en los ocho años transcurridos desde que entrara en esta tierra inimaginable.

La idea la golpeó, la hizo caer de rodillas junto al cuerpo quemado de Scathach.

¿Encontraste a tus amigos? ¿Estaba aquí él, Gyonval? ¿Estaban todos? Si busco por el prado, ¿los volveré a ver?

Ahora lamentaba haber desnudado al hombre. Contempló la carne quemada, llena de ampollas, con las heridas cerradas, sin más color que el de la sangre extendida como pintura. Con sus miembros sin energía, con su rostro sin vitalidad. Tallis había insultado al orgulloso guerrero. Lo había atraído hacia ella en su agonía, le había lanzado un trozo de su camisón blanco, y él lo había aferrado con esperanza, como si se tratara de un valioso icono. Ahora había desnudado el cadáver, sin pensar en ningún momento en aquella tira de tejido blanco…

Abrió el puño izquierdo del cadáver y allí, chamuscado por los bordes, estaba el pedazo de camisón. De lino. Vulgar. Tan barato, y cuánto valor había llegado a tener.

En todo el tiempo pasado con Scathach, jamás le había contado los detalles de lo que había visto en aquel día de verano. ¿Habría sabido él lo que hacía al coger el jirón de esperanza?

Cabalgó hasta el árbol. Scathach yacía cruzado sobre la silla de su caballo, con los brazos colgando; no había podido colocar el cadáver con más dignidad.

Llegó junto al árbol. Alzó la vista.

Ramas desnudas, despojadas por el invierno, contra el cielo. Pero, cuando había mirado desde arriba el cuerpo de Scathach, lo divisó entre hojas, era verano. Allí no había fuego ya, ni rastro de vida, y un atisbo del espíritu que una vez espantó a los que salían de la fortaleza para honrar a los muertos: cuatro mujeres con túnicas negras y un hombre con atuendo gris, con barba canosa. Él sí había comprendido la mitología de la piedra. La piedra gris que allí yacía ahora, con la muesca de su espada, marcando el lugar del rescate.

Se habían llevado el cadáver en una rudimentaria carreta. Pero habían construido una pira para Scathach, y al honrar así al hombre, le concedieron su dignidad.

Tallis alzó la vista. Desmontó y trepó al árbol, escondiéndose entre las ramas.

Entra en Lavondyss como niña

Aquél no era el árbol tal y como ella lo recordaba. ¿Se había situado en el mismo lugar? ¿O era más allá? ¿Desde cuál de las ramas había visto la agonía de Scathach? El árbol no era el mismo en este mundo. Sólo podía calcular la posición aproximadamente.

Así que se acomodó en una rama desde la que divisaba un trozo conocido del terreno. Allí se tendió, muerta de frío, herida, aferrándose a la rama y contemplando el cadáver de Scathach, inerte sobre el caballo negro.

Allí no había nada de romántico, sólo los restos repugnantes de una batalla, los cuerpos saqueados, algunos todavía tendidos a la espera de los devoradores de carroña.

Se acercaba la noche.

Scathach había estado tendido así… y ella en el mismo lugar que ahora… lo había visto

Así que, si se volvía, quizá viera su propio mundo, el prado… ¿cómo se llamaba? Y el arroyo…, el arroyo también había tenido un nombre, pero ahora no lo recordaba. Y el ancho campo. ¿Prado del Viento? Y la casa, y su hogar…

Quizá debería coger sus máscaras. Quizá alguna de ellas le permitiera ver con más claridad: el espíritu en la tierra, o el niño que había divisado, o el perro viejo, o los cuervos en los árboles, o a la mujer…

Se volvió en la rama. La herida de la pierna le dolía, aún sangraba. Hizo caso omiso del dolor. Contempló el mundo invernal a través de todos los aspectos de aquel viejo árbol. Abajo, en algún lugar, hacía tan sólo unos minutos pero a todo un mundo de distancia, ella corría de vuelta hacia su casa, perseguida por Simón.

«¿Qué has visto? ¡Tallis! ¡Dímelo! ¿Qué has visto?».

Cerca, en algún lugar… ¡sí! ¡Hacía tan sólo unos minutos! En algún lugar, volvía a ser una niña, y Gaunt canturreaba, y su padre se enfadaba con ella por culpa de sus muñecos…

Y era verano, próximo ya el otoño. El señor Williams caminaba por el campo, en busca de canciones extrañas, en busca de la magia que había en una canción nueva. Pronto empezaría el festival. Los bailarines danzarían, el maniquí se estremecería y daría a luz a la niña verde. Usarían las astas y la cuerda en la fingida ejecución del bailarín de Morris, y la danza salvaje haría que todos salieran a la hierba, riendo y gritando en la cálida noche estival…

Pero allí reinaba el invierno. Y el prado de la mítica batalla de Bavduin, o Badon, o el Bosque Teutoburgiano, cualquiera de los nombres que caracterizaran a este mítico enfrentamiento como el final de una era, el final de la esperanza… Éste era el centro del campo, y un árbol marcaba el lugar, y a este centro llegaba siempre el héroe entre los héroes…

Había visto a Scathach.

Quizá hubiera visto… ¿a quién? A cualquiera de los mil príncipes que habían salido arrastrándose del fuego para derramar su sangre y dar comienzo a una leyenda…

Si salto del árbol, volveré a estar en casa. Podré empezar de nuevo. Si salto

La tentación la sedujo. El caballo retrocedió cuando cayó al suelo, y el cuerpo desnudo de Scathach se deslizo sobre la silla, se derrumbó como una pálida masa de carne, con la cabeza hacia arriba, los ojos vacíos. Tallis no había pasado a otro mundo.

Volvió a colocar el cadáver sobre el animal y luego montó tras él. Ahora no le quedaba nada, sólo Harry. No creía poder devolver la vida a Scathach, pero al menos estaría con ella en la fortaleza cuando iniciara su viaje hacia el primer bosque, cuando empezara la búsqueda de lo que fuera que había atrapado a Harry, aprisionándolo en el Viejo Lugar Prohibido.

Regresó cruzando los bosques negros, los lugares sagrados, hasta el estrecho desfiladero cerca del cual se alzaba el castillo. Cabalgó bajando por el empinado sendero, cruzó las ruinas de la puerta y llegó al montículo sobre el cual se había edificado la fortaleza. En el trayecto, dejó las máscaras en una cueva cerca de las tiendas, donde ardía el fuego.

Tras dejar libre al caballo —quizá un acto de crueldad en aquel invierno tan duro—, arrastró el cuerpo de Scathach por los pasillos desiertos, hasta la habitación donde la pistola de Harry marcaba el lugar de su partida definitiva.

Apoyó el cadáver contra la cornisa de la amplia ventana, luego hizo un nido en el centro de la habitación con pieles, telas, jirones y restos de estandartes. Agotada, dolorida por las heridas que le había infligido Morthen, se quedó allí sentada, observando el precipicio por encima de los rasgos enjutos del hombre al que una vez amó.

Esperó la llamada de Harry. Tras un tiempo, se quedó dormida.

* * *

Una extraña luz la despertó. La habitación parecía caldeada. Tallis se levantó y caminó por los pasillos, no sin advertir que la humedad corría por los muros de piedra. Cuando tocó un muro, descubrió que estaba pegajoso. Pasó los dedos por las vetas de la roca, descubrió dibujos de rizos y anillos…

La luz cambió. En ocasiones, cuando cruzaba las habitaciones, tenía un matiz dorado. Otras veces era verdosa, algunas anaranjada. Era cada vez más cálida. Un olor denso y persistente impregnaba todo el lugar, la asfixiaba. Las paredes de la fortaleza parecían cerrarse a su alrededor.

Cuando volvió a la habitación superior, donde yacía Scathach, descubrió que el suelo había absorbido casi por completo la oxidada pistola de Harry. Los tentáculos de piedra envolvían ya el metal y la culata. Había un fino hilillo en la roca, como la raíz de una planta. Al tocarlo, vibró. Seguía teniendo los dedos pegajosos. Se los llevó a la boca. Era savia.

Y entonces, por primera vez., comprendió la auténtica naturaleza de la piedra con que se había edificado la fortaleza. Volvió a su nido y, mirando a su alrededor, lo vio tan claro que se echó a reír.

Madera petrificada.

Miró cautelosamente en torno a ella, y ahora sí distinguió los trozos de grandes troncos fosilizados en los que se habían tallado los bloques. Una gran piedra que sobresalía en el muro más cercano estaba surcada por cientos de anillos que delataban la enorme edad a la que había muerto el gigante del bosque.

La savia brotaba y corría, chorreaba por el suelo, fluía lentamente por los planos inclinados. La sala era cálida, acogedora. Del líquido manaba una luz verdosa que atravesaba la piedra misma, aunque afuera la noche era oscura y el invierno asolaba el paisaje.

Tallis cerró los ojos, sólo un momento. Cuando los abrió de nuevo, el cuerpo de Scathach se había podrido hasta los huesos. Los muros estaban llenos de ramas que recorrían la piedra como grandes venas.

Cerró los ojos. Las imágenes se movían dentro de ella. Las estaciones fluían. Los pájaros acudían a hacer sus nidos, luego volaban hacia el sur. Llegaron las nieves. Tallis abrió los ojos. En el lugar donde yaciera Scathach crecía ahora un acebo. Entre sus ramas había fragmentos de huesos humanos, aplastados, centelleando en la brillante habitación. El acebo se estremeció. El suelo se movió en torno a Tallis, los tentáculos de árbol se extendieron por el suelo, por el techo, treparon por las paredes, tantearon el aire. De pronto, se encontraba en una jaula de madera. Un roce suave en la mejilla, luego en el brazo. Los dedos le recorrían el pelo, le acariciaban la garganta, le tocaban la boca con suavidad. Cerró los ojos de nuevo, alzó los brazos, y los viejos dedos, suaves pese a su nudosidad, le acariciaron la piel antes de cogerla con ternura.

Sintió que la levantaban. Quedó suspendida en la habitación, con brazos fuertes en torno a su cintura, dedos fuertes en torno a sus piernas. Las hojas la protegían, sus anchas superficies la cubrían como una piel. Las bayas temblaban cerca de sus labios, y las lamió, se las comió. La fortaleza creció a su alrededor, la piedra se trocó en madera, las habitaciones en claros, el castillo en bosque. Sintió su cuerpo oprimido entre los grandes árboles. La presión empezó a ser dolorosa, y gritó, y su grito hizo que los pájaros levantaran el vuelto aterrados entre la maleza que la rodeaba.

Se sintió levantada, girada, retorcida y absorbida. A la sobrenatural luz verdosa, vio aparecer lentamente robles y olmos que crecían a una velocidad fantástica, con ramas que se entrelazaban y se fundían. Los espinos se deslizaron con la suavidad de serpientes, las enredaderas cubrieron los troncos, la hiedra cubrió la corteza musgosa al trepar hacia ella, con un suave roce cosquilleante al asirse a su piel.

Luego llegó una sensación más ruda, cuando las ramas le abrieron las piernas. La áspera corteza le perforó la carne, con golpes repetidos, fuertes, lacerantes. Tallis se retorció de dolor, pero estaba indefensa en las garras del bosque renacido. Algo penetró en su cuerpo con un movimiento firme, cortante; la llenó, la desgarró por dentro, con dedos de dolor, con agujas de agonía, con serpientes reptantes de placer que la recorrieron hasta los dedos de los pies, los de las manos, la columna vertebral, las costillas, subiendo, llenándole el estómago, los pulmones, la garganta.

Abrió los ojos para ver la luz. Tallis estaba a punto de marearse. El estómago le ardía. La sensación de movimiento en su garganta era una tortura. La sensación reptaba hacia su boca, centímetro a centímetro. Sintió arcadas, se retorció, intentó vomitar, trató desesperadamente de ahogar la sensación que la asfixiaba.

Llegó de repente. Abrió la boca al máximo, gritó y dejó salir la gran rama retorcida. Surgió como una serpiente dura, marrón. Fluyó de ella. Se dividió en dos antes de enroscarse en torno a su cabeza, al tiempo que de toda su longitud nacían brotes, luego hojas que envolvieron el cráneo de Tallis. Sus labios se partieron, su mandíbula creció cuando la rama alcanzó más grosor. Luego, se quedó quieta.

Algo aleteaba dentro de ella, como el temblor de un corazón. El movimiento cesó y se reinició. El bosque era silencioso. Ella se encontraba en su corazón. La luz era de un verde intenso, al mirar hacia arriba advirtió el paso del sol, de las estaciones. En ocasiones, una niebla fina y fluida llenaba el bosque. En otras, soplaba una brisa y todo se movía, temblaba, antes de volver a quedar quieto. La luz se hizo más escasa, las hojas se secaron y cayeron, y una nieve fina se filtró por el aire, desapareciendo antes de llegar al suelo. Luego, otra vez el verdor.

Dentro de Tallis, el movimiento se hizo inquieto, casi apremiante. A veces aleteaba hacia arriba, hacia su garganta. En otras ocasiones, parecía confinado a su estómago. Tallis era remotamente consciente de que no le quedaban ninguno de esos órganos. Los huesos de su cráneo se pudrieron en torno a la rama. La carne se le cayó a pedazos, sólo la impresión de su rostro perduró en la madera. La savia fluía por sus venas. Los insectos reptaban bajo su piel, se enterraban en ella, los pájaros acudían a devorarlos. Eran los mismos pájaros que cruzaban su visión forestal en breves momentos, acudían y se marchaban, sus picotazos eran aguijones dolorosos en su corteza.

Un árbol cayó. Vio con tristeza como se derrumbaba. Sus ramas quedaron atrapadas entre las de sus vecinos. Pasaron las estaciones, el árbol se fue deslizando hacia abajo. Un musgo espeso creció sobre su tronco, lo agrietó hasta que se partió. Un fuerte viento azotó el paisaje primario, y el árbol desapareció. Brotaron flores de brillantes colores, que pronto quedaron enterrados en la nieve, y enseguida nuevos robles se retorcieron para recibir la nueva luz, creciendo con constancia, luchando entre ellos como bestias, con tentáculos entrelazados. Uno de ellos dominó a los demás, los aplastó y creció ante Tallis. Sus hojas rozaron las de ella, y ella absorbió su energía, entró en comunión con el gigante.

Tallis envejeció. Su corteza se quebró, perdió las ramas. Por las piernas empezaron a subirle dolorosas zonas de putrefacción. El movimiento de su interior la llenó por completo; era un eterno batir de alas, un intenso y apremiante picoteo.

Un día, sintió como su estómago se abría. El tronco de roble se dividió, quebrado por las fuerzas de la tierra. El dolor era insoportable, y Tallis gritó con la voz del bosque. Se vio lanzada hacia atrás mientras la corteza se desgarraba y la dura madera se abría como una herida. Los pájaros negros salieron atropelladamente, eran un millar, con picos brillantes y hambre de carroña. El repentino parto de pájaros la dejó agotada. Los miró volar por entre las ramas, hacia arriba, hacia la luz más brillante. Cuando hubieron desaparecido, se sintió realizada, vacía, en paz.

Grandes criaturas rondaban por el bosque, algunas semejantes a osos, otras como ganado, se erguían sobre patas traseras tan gruesas como robles para devorar las hojas y las bayas en las copas de los árboles. Tallis jamás había visto nada semejante, tenían la piel enormemente gruesa, con dibujos blancos, castaños y negros, e infestada de parásitos. De sus rostros surgían extraños cuernos y protuberancias. Chasqueaban las lenguas en bocas cuyos dientes crecían en todas las direcciones. Hubo otro movimiento, más ligero, más rápido. Eran grupos de monos que saltaban entre las ramas superiores y la contemplaban con ojillos penetrantes, acariciaban la corteza de su rostro. Un venado le dio un topetazo en las piernas, allá abajo. Luego un gran ciervo se quedó enredado entre las ramas más bajas. Aterrado, se rompió las astas, poco a poco, púa a púa. Sus gritos de dolor la entristecieron durante años. El cadáver quedó a sus pies y se fue hundiendo lentamente en el musgo y el barro.

Empezó a hacer frío. La luz verdosa se tornó gris. Los escudos de hiedra y acebo la protegieron de lo peor del invierno, pero el bosque se convirtió en un lugar negro, helado. Los lobos rondaban bajo ella, luchaban unos contra otros por cualquier cadáver, penetraban en las heridas de Tallis, las ahondaban.

Sintió que las fuerzas abandonaban su cuerpo. Empezó a inclinarse. De pronto, se quebró y se derrumbó entre los brazos de sus compañeros. Allí se quedó, hundiéndose entre sus ramas, durante un tiempo que le pareció una eternidad. Pero los vientos se hicieron tan fuertes que todo el bosque se estremeció. Se deslizó aún más. El abrazo de su gigantesco amante no consiguió retenerla. Cayó al suelo. El gigante dejó caer hojas para cubrirla. Durante años, atravesaron la luz. Por último, la nieve la cubrió. Los animales pequeños la usaron como refugio e hicieron madrigueras en la podredumbre de sus entrañas.

Hubo un movimiento repentino. Una forma gris cruzó su campo de visión, luego regresó y miró hacia abajo. Captó el olor del sudor humano. Vio pieles de lobo y de ciervo.

Unos ojos brillantes en un rostro afilado, frío, la acariciaron son su mirada. Las manos del niño le tocaron el rostro, la cabeza, recorriendo cada curva. Le rozó los ojos, la boca, la nariz, y Tallis comprendió que estaba viendo los atisbos de su rostro en la corteza.

El niño sonrió. Los dientes rotos le dolieron con el frío invernal, y se llevó la mano a la boca, con los ojos húmedos.

Se descolgó un hacha de piedra del cinturón e hizo unos cortes tentativos en torno al cuello. Estaba temblando de frío. Tenía hambre. Había hielo en su pelo y en la piel de su capucha, pero pronto, mientras cortaba el tronco, la piel empezó a brillarle y una humedad cálida le cubrió el rostro. Tallis sintió su calor, y le gustó. El niño siguió cortando, y ella se sintió liberada de la madera podrida. Luego, la irguió. Seguía siendo más alta que él. Le acarició el cuerpo, examinó el rostro, usó el hacha para arrancar las últimas ramitas, la corteza suelta, las protuberancias de las viejas cicatrices.

Pese a su pequeño tamaño, el niño se la llevó cargada al hombro, cruzó el bosque helado hacia el prado cubierto de nieve que había más allá. Venía de un lugar triste.

Dejó a Tallis en el suelo, al abrigo de una tienda. Ésta se encontraba entre los árboles, y en su interior ardían pequeñas hogueras.

Había otras formas grises. Hablaban en voz baja. Comían una sopa aguada, y tiritaban. La nieve los golpeaba con crueldad. Desde el lugar donde yacía, Tallis distinguía sus cráneos y sus huesos, los rostros de la muerte cada vez más cerca de la superficie. El miembro más alto del pueblo gris, un hombre, regresó con raíces heladas. Estaban desesperados. No había caza. El invierno los había cogido por sorpresa.

El viento entró en la tienda, apagó el fuego y dispersó las cenizas. Los ruidos de los animales llegaban desde muy lejos, los rugidos de ciervos moribundos, el aullido de los lobos. Cada vez que se percibía uno de tales sonidos, el hombre salía corriendo de la tienda cargando con sus cuchillos y sus lanzas, pero no tardaba en volver, con los hombros caídos, lloroso.

Su cráneo resultaba claramente visible. Los labios se le encogieron sobre los dientes. Estaba tan cerca de la muerte que sus ojos parecían ventanas al otro mundo.

El niño se acercó a Tallis y empezó a trabajar en ella con un cuchillo. Tallis sintió como le ensanchaba los ojos, como le abría los labios. A través de las fosas nasales, captó con más intensidad el olor a miedo y a muerte en el escuálido grupo.

Ahora veía con claridad a la familia. El padre y la madre. El más joven de los hijos era el que la había sacado del bosque. Había otros dos niños, ambos varones. Uno tenía una expresión salvaje en los ojos. El otro era un soñador. Hacía feliz a su madre contándole pequeños cuentos. Le arrancaba carcajadas. El hombre, con su barba negra llena de esquirlas de hielo, veía trabajar al hijo más joven. Tallis oía perfectamente los rugidos de su estómago.

El niño terminó. Levantaron a Tallis, y cinco rostros la miraron, algunos sonrientes, otros demasiado muertos como para mostrar emoción alguna. El niño la llevó hasta la nieve y la clavó en el suelo antes de dar le la vuelta de manera que mirase en dirección a la tienda y al grupo de árboles que era su rudimentario refugio. La tierra centelleaba con su blancura. El cielo era de un gris oscuro. No se divisaba ningún rasgo geográfico, sólo protuberancias bajo la nieve, y el negro de los troncos desnudos. Ningún animal habitaba en aquella tierra dura. Nada crecía. Aquella familia estaba condenada.

Bajo ella había un cadáver de mujer. Tallis había visto su rostro cuando la enterraron. Ahora chocó contra el cuerpo, sintió el estremecimiento de los huesos. Una savia se alzó en ella, una calidez humana recorrió las venas de la madera. Empezó a oír con más claridad los sonidos de la familia, antes ininteligibles. La familia besó la imagen de madera de su abuela. La mujer lloró y se frotó las lágrimas contra los ojos de Tallis. El hombre la miró con desprecio. El hijo más pequeño parecía orgulloso. Tenía manos de artista. Más que honrar a la muerta, estaba examinando su obra de arte. El soñador le dedicó una sonrisa. Ojos Fieros la miró con frialdad, antes de asentir y clavar la vista más allá de ella, en un bosque más denso. Olfateó el aire. Se comportaba como el cazador en que pronto se convertiría.

La tormenta sopló de nuevo y los hizo correr hacia su escaso refugio. Tallis contempló el invierno con asombro. Nunca había visto nada semejante. La nieve azotó la tierra durante días y días. Los árboles se rompieron y cayeron. A través de la tempestad, alcanzó a ver el constante esfuerzo de la familia por mantener intacta su rudimentaria tienda. La nieve se amontonaba contra ella y amenazaba con destruirla, pero en realidad eso fue una protección, cuando se endureció y se convirtió en un muro compacto.

La tempestad cesó. Una luz grisácea procedente del norte hablaba de hielo. Nada se movía sobre la tierra.

El hijo más joven se acercó al tótem, a Tallis y la enderezó, ya que los vientos la habían hecho inclinarse hacia la izquierda.

—Abuela Ceniza, envíanos comida. Por favor, envíanos comida. ¿Dónde estás? ¿Has ido a los bosques cálidos del sur? Te hice de roble, con el cuchillo de hueso que me regalaste. Me dijiste que era un espíritu especial. El ciervo se ahogó en el lago. Su hueso es ahora mi cuchillo. Mi cuchillo talló tu roble. Esta tormenta ha matado a los robles, pero tú estás en un lugar cálido, donde las hojas son siempre verdes. Abuela Ceniza, ¿nos enviarás comida de ese lugar cálido?

La mujer se acercó a Tallis y abrazó su corteza helada. La muerte sonreía a través de la piel de la mujer. Se tocó el collar de fragmentos de asta. Hizo tintinear los huesos para atraer al espíritu de la anciana del bosque.

—Madre…, madre…, perdí al bebé. Habría sido una niña. Salió de mí sin sangre. No me queda sangre. Dime qué puedo hacer. El resto del clan está demasiado lejos. La mayoría ha muerto de frío. Hemos sido demasiado lentos. Este invierno no pasará jamás. Mis hijos nunca serán padres de la tribu. ¿Qué puedo hacer?

El soñador llegó y se sentó ante ella. Su pelo era rojizo bajo la capucha, y se la quitó pese al peso del hielo en sus cejas y pestañas. Era atractivo, con ojos oscuros. Había supervivencia en él. Contemplaba la muerte, pero estaba pensando en la vida. Llamó a la Abuela Asha a través de la estatua de roble que era Tallis.

—Eres una parte del primer bosque. Has visto todas las cosas. Has vivido en todos los tiempos. Eres hueso y madera, Abuela, así que debes de saber cómo salvarnos. Por favor, envíanos comida. Aquí no hay pájaros. Por favor, haz que vuelvan a nosotros. Por favor, muéstranos el camino hacia un lugar cálido, hacia un bosque cálido, muéstranos el camino hacia el lugar donde la luz es verde, como la hoja que oculta al ave. Tengo una canción para ti, Abuela…

Cantó con voz de niño que empieza a madurar, de manera que la melodía era incierta, el tono agudo, quebrado. Sonaba como un canto chamánico.

—Un fuego arde en el bosque cálido donde vuela la becada —cantó—. Mis huesos arden al pensar en ese bosque cálido. Ayúdame a viajar allí, a esa tierra llena de pájaros. Siempre cantaré a este invierno, y a tu risa, y a mi viaje a esa tierra en el bosque cálido, lejos de este frío lugar de espíritus de aves.

Sacó un cuchillo de piedra y arrancó una astilla de madera del brazo de Tallis. Era una astilla afilada. Sin dejar de mirarla fijamente a los ojos, se abrió la capa de pieles a la altura del pecho y se marcó con cuatro arañazos. Líneas de sangre clara brotaron de su pecho hambriento.

—Con esta marca, tomo tu espíritu conmigo. Con esta marca, te prometo recordar tu vida, de manera que tu vida sea siempre recordada, Abuela. Con esta marca encontraré las alas para volar al lugar cálido. Con esta marca contaré la vida de nuestra familia, y de nuestras cacerías, y siempre se hablará de esta vida.

Se alejó. Ojos Fieros se acercó y la empujó a un lado. Aullaba un viento gélido, un espeso muro de nieve caía sobre ellos. El chico escarbó en la nieve en busca del cadáver putrefacto. Arrancó la carne de su abuela, pero la tiró a un lado.

—Debimos marcharnos con los demás. Mi padre se equivocó. Ahora estamos solos, y la próxima tempestad nos matará. No queda nada en esta tierra. Abuela, tú sabías que se acercaba el gran invierno, pero no dijiste nada. Cuando moriste, me alegré, pero ahora desearía que estuvieras viva. Para poder matarte y beber la sangre caliente de tu cuello. Sabías que el gran invierno venía del norte. No dijiste nada a mi padre. Nos dedicábamos a cazar, a viajar. ¡Cuando debimos huir hacia el sur!

Asestó a Tallis un fuerte golpe con el puño. Ella se inclinó aún más.

Por un momento, el mayor de los muchachos pareció sentir remordimientos.

—Me enseñaste muchas cosas. Me enseñaste a buscar senderos y rastros, a saber dónde cazar y qué huellas seguir. Me preparaste para guiar a mi familia en un largo viaje. Me preparaste para triunfar. Ahora el gran invierno nos ahoga. ¡Debiste prepararme mejor!

Una nueva ráfaga de nieve le obligó a volver al refugio. El viento desgarró la tierra. El hielo golpeó con puños brillantes. Durante días, todo el paisaje pareció aullar de dolor. Algo gigantesco pasó por allí durante aquella larga noche. Para cuando la familia se dio cuenta, fuera lo que fuese ya estaba muy al sur. La madre ahogó su ira, a diferencia de Ojos Fieros. Había pasado una pieza de caza, y los había encontrado durmiendo, más conscientes del frío que del hambre.

Otro tiempo de oscuridad. Un lobo cruzó el campamento y olisqueó el tótem, escarbó en la dura nieve en busca del cuerpo de la abuela y sacó uno de los brazos. Se alejó cojeando con su escaso festín, en busca de un sitio donde poder devorar hasta la fría médula.

Al amanecer, el padre salió de la destartalada tienda. Tenía el cuerpo consumido. Se rodeaba el torso con los brazos, su aliento era tan frío que apenas si formaba nubecillas en el aire. Caminó por la espesa nieve hacia la tumba donde Tallis montaba su guardia silenciosa. Se arrodilló ante ella y dejó caer la cabeza.

—Hay que hacerlo —dijo—. Perdóname, Ceniza. No es la costumbre de nuestro clan, pero hay que hacerlo. Perdóname.

Se quedó allí largo rato.

Pronto, el hijo más joven salió a la luz grisácea de la tierra invernal, y caminó en silencio hacia el tótem. Tenía los ojos apagados. Estaba casi muerto. Quedaba muy poca carne sobre sus huesos. Llevaba el brillante cuchillo de hueso; al llegar junto a su obra de arte, pareció animarse un poco.

Era consciente de la presencia de su padre, incluso miró al hombre aterido, con la cabeza gacha, como avergonzado, pero no le hizo caso y llegó hasta el pie de Tallis.

—Tengo que abrirte la boca. Así es posible que nos hables. Se le ocurrió a mi hermano anoche, en un sueño. Me dijo que tenía que abrirte la boca.

Alzó el cuchillo de hueso hasta los labios de madera, y ella sintió el suave corte.

Detrás del chico, la figura rígida del padre se puso en pie bruscamente. La luz gris brilló en el asta pulida y afilada. Fue un movimiento rápido, silencioso. Silencioso a excepción del golpe sordo del hacha contra el hueso. Los ojos del niño se vidriaron. La capucha se le cayó hacia atrás, y el hacha golpeó de nuevo. Los sesos y la sangre salpicaron a Tallis. Otro golpe del hacha. La cabeza del niño se separó del tronco. Un nuevo golpe. El brazo quedó seccionado. El hombre trabajó furiosamente. La nieve absorbía toda la sangre y todo el sonido. Apartó a un lado las ropas. Abrió las entrañas animales. El hombre enterró la cabeza en la humeante masa suave del hígado animal. Lo devoró. Cuando volvió el rostro hacia Tallis, tenía el rostro lleno de lágrimas y la barba manchada de sangre. Engulló rápidamente. Luego, como un chacal, volvió hacia el cadáver y se lanzó sobre los tejidos blandos, absorbiendo aire y sangre por la nariz, atragantándose por la violencia de la ingestión.

Cuando estuvo ahíto, se dejó caer en el suelo y contempló la maraña de carne y sangre. Al momento, se volvió hacia la derecha y vomitó con violencia. Lloraba al escupir los restos de su hijo. Se atragantó. Se frotó el rostro y la barba con nieve.

Aunque el viento zarandeaba la tienda, nadie salió de ella.

Tras un rato, el hombre se levantó. Temblaba. Se miró las manos sucias, clavó los ojos en el cadáver al pie del tótem. Rápidamente, volviendo la vista hacia la tienda, recogió los miembros y el torso, los envolvió en las ropas del chico e hizo un tosco fardo. Quedaba poca carne sobre los huesos, pero le bastaría para mantenerse algunos días siempre y cuando pudiera mantener alejados a los lobos.

Se irguió como pudo y llevó a su hijo más pequeño hacia el sur, perdiéndose en la espesura helada.

El famélico lobo volvió. Olfateó el aire. Apenas podía creer su buena suerte. Apoyó el hocico en Tallis, se volvió y expulsó una hedionda gota de líquido de sus glándulas consumidas. Lamió la nieve ensangrentada, engulló las entrañas vomitadas, gruñó mientras digería los tejidos más duros. Cuando alguien levantó la cortina de la tienda, se estremeció, pero el hambre era ahora una fuerza demasiado poderosa en su vida, nada lo obligaría a dejar los restos del crimen. Con las mandíbulas llenas de nieve y sangre, se volvió para enfrentarse a Ojos Fieros y a Soñador. Estaba demasiado indeciso entre lo delicioso de la carne y el miedo a un ataque como para hacer cualquier movimiento.

La lanzada de Ojos Fieros lo alcanzó en el hombro. Aulló y saltó, pero fue derribado de costado. Saltó de nuevo, esta vez hacia Soñador, arañó el rostro del joven con sus garras. Soñador se desplomó, con las manos en la mejilla izquierda. El lobo recibió otra lanzada. Un cuchillo le cortó la garganta. Un hacha le arrancó la vida por los agujeros del cráneo. Ojos Fieros lanzó exclamaciones triunfales mientras desmembraba al esquelético animal, haciendo caso omiso de los restos de su hermano más pequeño.

La mujer salió de la tienda. Cayó de rodillas ante la cabeza de su hijo, la acarició, pero no la recogió de la nieve. Lanzó un grito terrible, un sonido que reverberó en el aire. Enterró el cráneo destrozado en la nieve y amontonó hielo sobre él. Acarició la nieve ensangrentada, la atrajo hacia ella, se la frotó contra el pecho, contra el rostro, olfateó y lamió la vida derramada de su hijo más pequeño. Ojos Fieros la miraba mientras engullía la carne del lobo. «Aquí hay carne —dijo—. Come. Ponte fuerte».

Soñador se acuclilló junto a su madre.

Ojos Fieros le lanzó un puñado de nieve y se echó a reír antes de recoger la carne para guardarla. Soñador lo miraba. Ojos Fieros se burló de él. «Aquí hay carne, pero no es para los soñadores. Nos queda un largo viaje hacia el sur. Llévate tus sueños al hielo del norte».

«No necesito tu carne», replicó Soñador.

«Morirás», dijo Ojos Fieros, masticando la carne helada del lobo. Echó la cabeza hacia atrás, era un niño, no más de diez años, un niño, echó la cabeza hacia atrás, rió como un hombre, masticó la carne helada.

«Sabe bien —dijo—. Me mantendrá vivo. Mantendrá viva a nuestra madre. Pelea conmigo por la carne».

«Comeré nieve».

«Bien, come nieve».

Soñador se acurrucó sobre el lugar donde su padre había asesinado a su hijo más pequeño. La mancha roja se había congelado sobre la nieve. Soñador sacó su cuchillo y cortó en bloque la nieve enrojecida. Alzó los bloques, los miró, pequeños cubos de su hermano muerto, como piedras de colores, pero no eran piedras. Su madre se sentó junto a él. Le dio un beso, luego comió un trozo de su hijo. Cogió un cubo de hielo rojo y miró al muchachito soñador. Le dio un beso de madre y se comió a su hijo. Ya estaba hecho. Ojos Fieros había quedado derrotado. Masticó otro trozo del lobo mientras corría hacia la tienda para resguardarse del frío.

Soñador y su madre comieron del lobo hasta que también ellos se sintieron enfermar. Masticaron fragmentos de la carne rancia, y lloraron, y Tallis observó todo esto desde la madera del roble, y en la mente del roble, a través de la savia cerebral que fluía por su cuerpo, recordó un momento de su infancia, y la pregunta de un anciano.

¿Qué es un beso de madre?

El beso de la aceptación. El beso de la comprensión. El beso del dolor. El beso del amor. Los besos de madre no existían. Eran besos de todas las formas. Besos de hijo, también. Validaban un hecho. Aceptaban. Eran la marca del amor que va más allá del amor de un beso. Sí. Ahora lo sabía.

Los dos niños se quedaron en la tienda. La tempestad duró días, pero, a través de ella, Tallis vio salir a la madre hacia el sur, llevando armas y una bolsa. Era como un animal corpulento, envuelta en gruesas pieles, se inclinaba para protegerse de la tormenta. Se había nutrido con la carne del lobo, y Tallis supo adónde se dirigía.

Más adelante, la mujer regresó. Llevaba un fardo entre los brazos. Estaba agotada. Se tambaleaba en la nieve, cayó, se levantó y siguió caminando. Casi pasó de largo junto a la tienda, pero vio a tiempo la estatua de su madre, y puso los patéticos restos de su hijo a los pies de Tallis. Las pieles que la cubrían estaban manchadas de sangre.

—Madre —susurró la mujer, con los ojos fuertemente cerrados—. El hombre está muerto. Lo maté con esto… —Dejó caer el hacha de asta en la nieve, ante Tallis—. Encontré la fuerza verde de mi juventud para hacerlo. La niña verde que llevo dentro salió de la mujer mayor. He matado al hombre que fue tu marido y mi padre. He matado al hombre que fue mi marido y el padre de mis hijos. He traído su corazón, porque antes de este gran invierno su corazón era fuerte para mí. —Sacó el órgano grisáceo de entre las pieles y lo sostuvo ante ella. Volvió a guardarlo—. Y he traído a Arak, a mi hijo más pequeño. Fue mi hijo soñador quien me dijo cómo debía hacerlo. Hay en ese niño un espíritu más sabio que yo. Su espíritu ve más lejos que yo. Su espíritu ha olido los bosques. Recordará lo que ha sucedido aquí. El recuerdo de esta nieve envejecerá con el pueblo. Nada será olvidado.

* * *

Más tarde, entre la nieve, Soñador volvió a Tallis y la miró con más comprensión que nunca. Entonó la canción una vez más: Un fuego arde en el bosque donde vuela la becada. ¡Cómo arden mis huesos por unirme a ese fuego, cómo deseo volar libre…!

De pronto, la savia recorrió a Tallis. Sus labios de madera ansiaban lanzar un grito de reconocimiento, llamar al espíritu de Harry que estaba dentro del chico marcado.

¡Harry!

—Ansío viajar hacia el sur, Viejo Árbol Silencioso —dijo Soñador—. Pero no hay pájaros que me transporten. —Ansío viajar hacia el sur. Pero no hay trinos que me inspiren.

»Viejo Árbol Silencioso, una vez de tus ramas nacieron pájaros. Tráeme ahora un soñador con alas. Ayúdame a viajar hacia el sur, a ver el camino. Arak ha muerto. Él conocía la tierra. Estaba unido a los árboles silenciosos. Podía leer en el viento y en las estrellas. Sabía tender trampas para cazar animales. Pero necesitamos aves que nos muestren el camino hacia el sur. ¿Dónde están las aves? Sin ellas no podré liberar al espíritu inquieto de mis huesos. Mis huesos arden por unirse a los fuegos de ese bosque cálido.

Se quedó en silencio un largo rato. La nieve se arremolinó en torno a su cuerpo acurrucado, formando montones, apilándose. Al fin, volvió a alzar el rostro.

—Viejo Árbol Silencioso, hay un espíritu en mí que está inquieto. Hay un fantasma en mis huesos que quiere tener alas. Haré magia grande durante mi vida. Recordaré esta nieve. Pero el fantasma pide libertad. Es un espíritu de ave que anhela libertad. Lo sueño. Lo veo en el aire. Tiene grandes alas. Está encima de una nube. Brilla. Ruge al volar. Es un extraño espíritu de ave. ¿Viejo Árbol Silencioso? Mi madre cuenta una historia extraña. Cuando nací, dos voces gritaron por mi boca. Una gritó con la voz de un pájaro. Cuando nació mi hermano pequeño, todos los pájaros se alejaron. Viajamos por una tierra sin alas. Sin aves que nos dieran esperanza. Sin aves que comer. Sin aves que seguir.

»Viejo Árbol Silencioso…, ¿lo recuerdas? Cuando sucedió esto, dijiste que debía llamar al espíritu del bosque. Que debía invocar al espíritu del roble. Tú estás aquí. Yo estoy aquí. Nuestros espíritus están juntos. Pero debes indicarme qué he de hacer ahora.

Se acercó a Tallis, con los rizos rojizos asomando bajo la capucha de pieles, los ojos bien abiertos, escrutadores. De las cicatrices de su mejilla izquierda manaba una sangre clara. Besó a Tallis en los labios, luego le miró los ojos.

—Mi hermano te talló bien —dijo—. Eres más que una abuela. Eres el espíritu de mi hermana muerta. Eres el espíritu de la mujer en esta tierra helada. Mi hermano te talló bien. ¡Ojalá pudieras hablar! Estoy marcado por el lobo. ¿Cómo puedo ser a la vez lobo y pájaro? Tú me lo dirías. Tú lo entenderías…

Regresó a la tienda. Más tarde, la mujer se acercó por la nieve, luchando contra el viento aullante, doblada sobre sí misma. Sus hijos la seguían. Los tres se arrodillaron ante Tallis.

—Madre… —saludó la mujer.

—Viejo Árbol Silencioso —murmuró Soñador, que comprendía.

—Vieja Mujer Muerta —se burló Ojos Fieros.

—Mi hijo más joven te hizo —siguió la mujer—. Tu espíritu está en la madera. Ahora el espíritu de mi hijo muerto grita por unirse al tuyo. Juntos, podéis volver a nosotros desde el lugar helado y prohibido. Mi hijo soñador ha encontrado la manera.

Soñador se acercó a Tallis.

—Serás el fuego que arde en el espíritu del ave. Tus ramas romperán el hechizo.

Ojos Fieros gruñó.

—Acabad de una vez con esto. Si vamos pronto hacia el sur, sobreviviremos. Luego podrás contar esta historia hasta que mueras, hermano. Pero, si no partimos pronto, sólo encontraremos hielo.

Soñador cogió a Tallis y la arrancó de la tierra helada. A través de la tormenta, la llevó entre sus brazos hasta la tienda. Se las habían arreglado para mantener la hoguera encendida. Tendieron a Tallis sobre las escasas llamas. Ojos Fieros sopló sobre las brasas hasta que chisporrotearon. Tallis sintió el pellizco de su calidez. El fuego le secó el agua. Chisporroteó, y luego el fuego se apoderó de ella, las llamas le recorrieron la piel. Los tres miembros de la familia se calentaron las manos. A Tallis le pareció que pasaba una eternidad antes de que empezara a consumirse.

La mujer sacó el cuchillo de su hijo muerto y lo sostuvo ante Tallis, que, tendida de costado, vio la tristeza en su rostro. Se quitó del cuello el collar y soltó tres fragmentos de asta. Cogió la pierna blanca de su hijo y la calentó sobre las llamas. Luego quitó la piel de la carne, la retiró cuidadosamente, como una sedosa funda. La cortó en tiras y envolvió con cada una un trozo de hueso. Volvió a atar el collar y se lo entregó a Soñador, que se lo puso al cuello y guardó entre sus pieles aquel frágil recuerdo de su hermano muerto.

La mujer entregó el cuchillo a Ojos Fieros, quien lo alzó con una sonrisa de alegría en su rostro enjuto, envejecido. El hueso pulido brilló a la luz de las llamas. Lo blandió como si fuera una espada, quizá imaginando las matanzas y carnicerías que podría llevar a cabo con el arma que una vez fue usada para tallar la imagen de la mujer en la tierra.

—Está hecho con el hueso de una bestia que se ahogó en el agua —dijo su madre—. Cuando seas mayor, deberás devolverlo al agua. Pertenece al reino de las bestias.

—Lo haré —respondió Ojos Fieros.

Soñador le miró, sonriendo pese al dolor del hambre y el frío. Se llevó la mano al pecho, donde llevaba el recuerdo de su hermano. El fuego mordió más profundamente a Tallis.

La mujer cogió unas largas agujas de hueso para coser los pedazos de su hijo. Los dos hermanos bajaron la vista ante la repugnante tarea. El cuerpo estaba incompleto. Los huesos blancos se veían a través de la carne gris, parecía una marioneta sin vida. La madre lo acunó entre sus brazos antes de ponerlo sobre las llamas.

Ojos Fieros salió a la tormenta y regresó con el cráneo helado de la abuela, cuyo cabello se había congelado formando púas. Las rompió y las arrojó al fuego, donde se derritieron y chisporrotearon. Pusieron el cráneo sobre los huesos de Arak; a través del calor y el humo, Tallis vio los ojos vigilantes, tres personas heladas de hacía mucho tiempo, recordando y honrando a los muertos.

Pronto se dio cuenta de que había cesado de nevar. Las rudimentarias pieles de la tienda dejaron de agitarse. Bajo ella, las llamas ya no temblaban tanto, y no rugían. Ojos Fieros salió al exterior y volvió muy emocionado. Cogió una bramadora y corrió afuera. Soñador salió también. La mujer apartó la cortina de la tienda, y Tallis, moribunda, vio un claro reflejo de sol sobre el campo cubierto de nieve. Ojos Fieros hacía girar la bramadora sobre su cabeza. Sonaba con un zumbido rítmico, una pulsación en el aire tranquilo. Pronto generó el gemido constante que Tallis había llegado a asociar con el extraño instrumento. Soñador se situó junto a su hermano y contempló los cielos. Unos puntos negros se acercaban.

Tallis oyó graznidos. Graznidos de aves. Los pájaros volvían, invadían la Tierra del Espíritu del Ave y revoloteaban sobre la pira funeraria. Ojos Fieros y su madre los cazaron con redes. Los golpeaban en la cabeza mientras trataban de liberarse del confinamiento. Cuando hubieron matado a unos veinte, todos rieron juntos. Otros pájaros se posaron sobre Tallis, la picotearon, escarbaron en la carne chamuscada del hijo más joven.

Los cazadores de pájaros amontonaron los cuerpos de sus presas, y el momento de alegría terminó cuando la mujer volvió a entrar en la tienda para contemplar el último vuelo de su hijo pequeño. Transportado en los picos de los pájaros, voló hacia el lugar donde reposaría su espíritu. A medida que cada criatura negra aleteaba de vuelta hacia el cielo gris, los despidió con lágrimas en los ojos.

—Adiós, Arak —susurraba a cada uno de ellos—. Adiós, Ceniza…

* * *

Era de noche. El fuego casi se había consumido. Tallis era un tronco quemado, cada vez más duro, todavía consciente a través de esta puerta al primer bosque de lo que ocurría a su alrededor. Soñador se dirigió hacia la hoguera y rebuscó entre las cenizas. Cogió a Tallis en la mano, cogió el fragmento de carbón en que se había convertido. La abrazó contra su pecho, donde la piel del hijo más joven recibía el calor de la suya, y el trozo de asta de venado mantenían su vida y su recuerdo.

Tallis observaba desde la madera quemada. Las esquirlas de cuerno parecían recortadas contra el cielo nublado. (Una imagen de otra vida: tendida bajo Niño Roto, mirando hacia el cielo estival a través de las astas de la criatura. Había sido una sensación sexual, una sensación intensa. Había reconocido el enlace entre Harry y ella…).

Soñador salió a la noche tranquila, caminó por el manto de nieve. Si había una luna, estaba oculta tras las nubes, proyectaba un brillo sin forma, una luminosidad en los cielos, una vida que luchaba por perforar la niebla. Los pájaros revoloteaban en torno a su cuerpo. Se detuvo, y uno de ellos se le posó en el hombro, saltó a su cabeza y le lanzó un picotazo a los ojos.

El pájaro picoteó y picoteó.

El niño empezó a sangrar, quedó cegado.

Tallis cayó sobre la nieve.

El espíritu del niño se elevó sobre los huesos, sobre la carne, sobre las pieles. Allí estaba el hombre. Tallis recordaba bien su aspecto. Tenía un brillo azul amarillento en la noche. Ya no había quemadura alguna en su rostro, pero era el hermano que recordaba. Y también veía a Soñador a través de su forma insustancial.

Soñador le habló, pero las palabras no venían de la voz del chico.

—Para cada uno el primer bosque es de una manera diferente —dijo Harry—. Me quedé atrapado. Tú me atrapaste. Ahora me has liberado. Gracias. No estaré lejos. Volveré a verte. No estás muerta. Sencillamente, has viajado. No estaré lejos.

Se oyó un repentino batir de alas. La presencia elemental pareció encogerse. Se elevó en el aire y, por un momento, fue una forma oscura contra el brillo de la luna oculta tras las nubes. Soñador entonó un canto chamánico, un canto de viaje, de celebración por la liberación en el mundo del espíritu.

El cuervo-Harry voló en círculos, se acercó a la madera carbonizada que era su hermana, guiñó un ojo y se alejó volando hacia el sur, hacia casa, hacia el calor, hacia la libertad.

Soñador cayó de rodillas, cegado, sangrando, viajando en las alas de una canción.

Pero sonreía.

Tanteó la nieve a su alrededor. Encontró a Tallis y la alzó. Besó el rostro ennegrecido. Abrazó el cuerpo abrasado. La miró a través de unos ojos que veían las sombras de muchas tierras. Había absorbido a Arak, y podía ver las sombras de los bosques. Así que ahora era hacedor de visiones, además de recuerdo. Ojos Fieros, con su cuchillo de hueso y su sensación de triunfo, los guiaría a salvo hasta el calor. Se contarían historias. La familia nunca sería olvidada. Todo el mundo sabría lo que había sucedido allí.

Arak viajó a los lugares prohibidos de la tierra. Pero, tras estar perdido, volvió a casa.

«Adiós», dijo a Tallis.

La mujer había recogido sus pertenencias. Llevaba los pájaros muertos, secos y desplumados, colgados del cinturón. El frío los conservaría. Comerían la carroña de las aves carroñeras en su viaje hacia el sur, lejos del lugar prohibido. Ojos Fieros estaba impaciente. Echó a andar. Su madre, su mujer, le siguió.

Soñador los llamó para que volvieran.

Cogió los huesos de la niña nacida muerta de donde los habían enterrado en el hielo. Sin ver, viéndolo todo, los puso junto a los de su hermano. Ya tenía los restos del lobo. Encontró un fragmento de su abuela. Depositó unas bayas junto a estos jirones de vida. Encima de todo, puso un cráneo de pájaro, y por último empaló en corazón de su padre en el pico del ave. Lo cubrió todo de nieve. Esto había tenido lugar en la zona de la tienda, en el lugar cálido que había sido su refugio. Presionó la nieve para hacer un montículo funerario. Ojos Fieros y su madre levantaron un muro de nieve en torno al montículo.

Soñador puso a Tallis sobre la nieve, mirando hacia el sur, hacia su hogar.

Luego, olfateó el aire, cogió a su hermano por el brazo y permitió que lo guiaran en el viaje.

En algún lugar, en una región desconocida, su espíritu, su fantasma perdido, volaba sobre bosques oscuros.

* * *

El largo invierno llegó a su fin. Tallis se hundió en la nieve, reposó entre los huesos. La nieve se fundió. La Tundra cubrió la tierra. Los animales empezaron a rondar por allí, la vibración de sus pasos despertó a Tallis de su sueño de tierra. En la tundra empezaron a crecer pequeñas plantas, y sus semillas se enterraron también entre los huesos.

En el lugar donde yacía Tallis crecieron espinos y acebos, absorbiendo la médula del lobo y la del cuervo, alimentándose de la escasa vida del bebé nacido muerto, sondeando en los recuerdos de Viejo Árbol Silencioso y del cráneo de la abuela. Los arbustos se hicieron frondosos, pronto se convirtieron en bosque. El primer árbol del bosque fue el acebo, envuelto en hiedra. A la sombra de árboles más orgullosos, Tallis aguardó inmóvil y observó los movimientos del verano a través de las brillantes hojas verdes.

Se formaron los daurog. El acebo se estremeció. La savia fluyó en direcciones extrañas. Las hojas se curvaron para adoptar forma de carne; las ramas se retorcieron para crear huesos. El acebo se encogió y volvió a crecer, esta vez con forma de mujer. Se separó de los arbustos. Extendió unos dedos de espinas de rosal hacia la tierra dura, y la apartó para dar con la madera petrificada que era el corazón en el bosque. Negra, porque había ardido hacía un millar de años. Aún tenía impresos los rasgos del rostro. La daurog se abrió el vientre y se puso dentro la piedra. Empezó a vibrar casi al momento. Cálida, viendo a través de ojos de acebo, con un corazón que latía con el palpitar frenético de un pájaro, Tallis se adentró en el bosque con Acebo.

Estaba sola. Tras muchos días, advirtió un movimiento a su espalda; al volverse, vio a un hombre de extraña forma que la miraba, acuclillado. Llevaba collares de frutas forestales; su piel era una confusión de hojas. Del cuero cabelludo le brotaban juncos. Tallis-Acebo reconoció al daurog chamán. Se levantó y caminó hacia ella, sus hojas crujían. Se tumbó sonriente, su miembro como una serpiente se alzaba y se retorcía. TallisAcebo se sintió impelida a montar en la fuerza de la magia, y se arrodilló sobre la madera sonriente, dejando que la penetrara, dejando que se alimentara de ella y fertilizara a los pájaros.

Acompañó al chamán por el bosque. Bailó en claros iluminados por la luna, jugueteó entre los arbustos, sonrió a los viajeros desde el verdor de los matorrales. Había otros daurogs, que se habían unido a ellos a lo largo del viaje: un jefe, dos guerreros y una mujer. Todos estaban recubiertos de hojas diferentes. Pasaron rápidos, en silencio, a través de las zonas más húmedas del bosque, se alimentaban de los suaves hongos que crecían en la corteza de los árboles, absorbían la humedad de la tierra, masticaban los líquenes de las piedras.

Cuando llegaron al río, se detuvieron. Tallis-Acebo se quedó observando, y pronto vio pasar a tres jinetes del mundo humano: un anciano, un joven y una mujer con rostro como la piedra. Tallis sonrió. Tallis-Acebo los siguió con los otros. El encuentro tuvo lugar al anochecer.

En algún momento de la noche, Tallis-Acebo acudió junto a la forma tendida de la mujer, y se vio a sí misma mirando a la daurog, vio el miedo y el cansancio en sus ojos. No podía decir a la humana quién era, pero recordaba la sensación de afinidad; trató de mostrarle esa afinidad, señaló el acebo, señaló la carne humana, pero en el rostro demacrado de aquella Tallis envuelta en pieles no se reflejó emoción alguna. Pero el sentimiento de unión entre las dos hembras era fuerte, y Tallis-Acebo sonrió al reconocerlo.

Compartieron comida. Tallis-Acebo dio a luz a sus pájaros. El dolor fue terrible. Una vez liberada, se reunió con los otros. Juntos, subieron río arriba. En el gran pantano, Acebo se embarcó con los otros daurogs en una maltrecha barcaza, y durante días navegaron a través de la niebla por las aguas estancadas. Había sentido tristeza al dejar atrás a Tallis, una figura lejana en la orilla que la miraba con preocupación, pero sin comprender. No se había puesto a Sueño de Luna ante el rostro, de manera que no pudo ver a la mujer en la tierra.

Llegó el invierno, los daurog empezaron a perder sus hojas. Surgió el lobo, en ocasiones el pájaro. Tallis-Acebo se quedó sola, sin afecto, ahora que su piel perenne era un desafío y una molestia para los demás.

Pronto llegaron a las ruinas. Surgieron los instintos lupinos. Los scarag atacaron. Uno de ellos se volvió contra Tallis-Acebo, y ella huyó sendero arriba, cruzándose con una mujer a la que conocía bien, recordando su sorpresa ante aquel encuentro inesperado. Miró desde la entrada de la fortaleza cómo Tallis mataba al scarag. Se ocultó en las silenciosas habitaciones de piedra, y la observó en secreto cuando entró en el castillo arrastrando el cuerpo de un hombre.

Vio como las ruinas tomaban a Tallis, como muros y losas volvían a convertirse en árboles en respuesta al brillo que irradiaba de la mujer sentada en su nido. También tomaron al hombre. Tallis-Acebo también se vio atrapada en el bosque vibrante, silencioso, en que se había convertido el castillo de piedra.

De manera que entró en la habitación, abriéndose paso entre el follaje, y encontró el lugar donde se pudría el cuerpo de la mujer. Se tendió y se dejó llevar por un dulce sueño. Fue una larga noche. Soñó con una infancia. Recordó al señor Williams. Cantó viejas canciones, y sonrió al recordar historias.

Cuando despertó, había perdido las hojas, y los huesos de madera yacían en montones a su alrededor. Los árboles habían desaparecido, reabsorbidos por la piedra, que brillaba con los últimos restos de una película de savia.

Tallis tenía frío, y huyó de aquel lugar. Su piel desnuda se cubrió de un polvillo helado. Llegó junto al pueblo de las tiendas, y allí encontró capas y pieles.

Se quedó varios días. Aquella gente vivía a caballo entre el mundo y la batalla. A veces saqueaban los cadáveres, otras los honraban. Sus tiendas estaban por todas las cornisas del precipicio y entre los árboles. Utilizaban todas y cada una de las cuevas. Una de las cuevas era un lugar sagrado.

Tallis dejó allí sus máscaras.

Tras un tiempo, desapareció el dolor de lo que le había sucedido. Había entrado en el primer bosque. Wynne-Jones tenía razón. No había sido un simple viaje.

Sus manos estaban envejecidas. No soportaba mirárselas. Eran como madera nudosa. Cuando por fin se miró en las aguas claras y vio su rostro, lloró amargamente al contemplar a la anciana que le devolvía la mirada.

—Pero encontré a Harry. Vi a mi hermano, ¿verdad? Lo liberé de la tumba. Me llamó, y vine. Hice lo que me pidió. Y voló. Pero lo vi. Quizá no deba esperar más.