«FALKENNA»

La Encrucijada: Tierra del Espíritu del Ave

Durante todo el invierno se había sentido abandonada por sus fantasmas, pero ahora, a principios de mayo, la máscara roja y blanca de Encrucijadora parecía vigilarla siempre desde su visión periférica. La figura, rápida y tenue, atraía siempre a Tallis hacia sus territorios, pero nunca permitía que se acercara a ella.

Pero, allí donde había estado, el aire siempre olía a nieve. Espoleada por lo que Gaunt le dijera el verano anterior, acabó por hacerse una máscara a la que llamó Sueño de Luna. Para ello utilizó la corteza de un viejo tronco de haya, y dibujó símbolos lunares en el rostro. Durante un tiempo hubo algo que no encajaba, y se pasó semanas trabajando la madera, un toque aquí, una hendidura allá, una línea entre los rasgos… mientras trataba de que surgiera el verdadero nombre.

Se le ocurrió una noche: ver a la mujer en la Tierra. Cuando se puso la máscara en el rostro, sintió una presencia extraña y mágica, un fantasma, como el fantasma que viera en el claro de Refugio del Roble el día en que exploró las ruinas, hacía ya años.

Ahora tenía ocho máscaras. Pero Encrucijadora empezaba a ejercer su poder, y la mujer vigilaba desde el bosque…

Encrucijadora era quien provocaba las visiones, y Tallis empezó a prepararse para la visión que le llegaría, presintiendo intuitivamente que ése era el significado que se ocultaba tras la presencia constante, vigilante. Aun así, cuando llegó la visión, la tomó por sorpresa, no tanto por su naturaleza como por el efecto profundamente desorientador que ejerció sobre ella.

* * *

Tallis corría junto a los árboles que bordeaban el prado Piedras Stretley, tratando de esconderse de su primo Simón, con quien estaba corriendo aventuras. Simón, con quince años, tenía dos más que Tallis, y era un compañero inconstante. Solían correr aventuras juntos —detestaban la palabra «jugar»— cada quince días, casi siempre en tardes dominicales, mientras sus padres charlaban y paseaban en torno a la granja. Asistían a la misma escuela, pero en ella tenían amigos muy diferentes.

Mientras Tallis rodeaba el enorme roble centenario, tratando de ocultar su menuda silueta entre los arbustos que había detrás, oyó un sonido intrigante y turbador que le puso la carne de gallina. Era un grito humano, de eso estaba segura. Le había parecido que procedía de detrás de la maraña de brezo y espinos, del prado, pero le había llegado filtrado por las ramas del árbol.

Inmediatamente, se dirigió hacia la verja y miró hacia allí. Era un lugar muy tranquilo. Estaba lleno de piedras. Cuando la hierba era alta y el viento soplaba, el prado parecía fluir como un mar lleno de olas, y las ondas de pasto surcaban el terreno llano.

Durante un momento, Tallis no vio rastro alguno de vida, pero entonces, a lo lejos, en el lindero oscuro, Encrucijadora se movió y el sol relució sobre la arcilla roja y blanca de su máscara.

La asaltó un recuerdo: un paseo con su padre, hacía ya unos años. Habían llegado hasta el prado. El hombre parecía triste. Se había demorado junto al árbol que Tallis, en tiempos futuros, usaría como escondite.

Allí, junto al tronco de aquel árbol, había muerto el abuelo Owen…, acurrucado, como observando algo…, con los ojos abiertos y una sonrisa en el rostro. De cara a la piedra.

Quizá afectada por el dolor que resucitaba brevemente en su padre, Tallis había empezado a imaginar la presencia de un fantasma triste. La conversación seguía clara como el cristal en su mente al recordar…

—Aquí se nota una sensación rara.

Su padre frunció el ceño y le puso una mano en el hombro.

—¿Qué quieres decir? ¿Una sensación rara?

—Algo triste. Alguien que llora. Alguien que tiene mucho frío…

Posiblemente, él intentaba consolarla.

—No pienses en eso —dijo—. Ahora tu abuelo es feliz.

Caminó hasta una de las enormes piedras, y apartó la hierba y los tréboles. Acarició la desigual superficie gris. Junto a los bordes, había marcas aún visibles.

—¿Sabes qué es esto, Tallis?

Ella sacudió la cabeza.

—Es ogham. Escritura antigua. Las marcas forman letras diferentes, ¿ves? Grupos de dos y de tres, algunos situados en ángulo. En el prado Stretley hay cinco piedras como ésta.

—¿Quién las escribió?

El vuelo de una alondra, con su canto delicioso, los distrajo por un momento. Tallis la miró planear en el aire. Su padre también la observó.

—La gente de antaño. Gente que murió hace mucho tiempo. Gaunt dice que aquí tuvo lugar una batalla terrible, hace siglos. —Bajó la vista para contemplar a su hija—. Quizá fuera la última batalla de Arturo.

—¿Quién es Arturo?

—¡El rey Arturo! —exclamó su padre, sorprendido.

Tallis siempre estaba leyendo libros de leyendas y folclore. Conocía bien los romances artúricos. Sencillamente, no había relacionado ambas cosas de inmediato cuando su padre hablaba.

Pero el nombre de Arturo no aparecía en las piedras ogham. Muchas de las palabras —que habían sido traducidas hacía años— no tenían sentido. Su padre le contó que tenían un sonido desagradable, que no parecían un lenguaje, aunque una de ellas honraba a «la sangre del errante», y otra al «espíritu del ave».

Habían quedado expuestas a la naturaleza, sus enigmáticas inscripciones estaban cubiertas de líquenes grises y hierba verde. Parecían cadáveres sobre la tierra. La gente llamaba Hombres Stretley a las piedras grises que daban nombre a aquel campo.

* * *

Tallis volvió al amplio roble y trepó por el áspero tronco para sentarse en las ramas inferiores. Acomodada allí, en el corazón del árbol, alcanzaba a oír a Simón, que la llamaba mientras la perseguía. Un momento más tarde le llegó de nuevo el extraño grito, un gemido escalofriante, casi definitivo. Hubo también otro ruido, el sonido sordo de un golpe. El grito había sido tan terrible como el aullido de un tejón, lleno de dolor, lleno de tristeza.

Al momento, Tallis pensó en Harry, y su pulso se aceleró. ¿Estaría Harry al otro lado del árbol? ¿Iba a ser aquél su segundo contacto?

Se arrastró a lo largo de una rama, escudriñando en dirección al prado de abajo, buscando la fuente del grito. Vio la luz del sol veraniego sobre la hierba alta, salpicada de flores amarillas y blancas. No había nadie a la vista, ni siquiera Encrucijadora. Tallis olfateó el aire: ni rastro de invierno. Todavía intrigada, trepó hasta ramas más altas. Una de ellas sobresalía sobre el prado, y por ella reptó con cautela. Pronto se encontró por encima de la hierba. Se deslizó treinta centímetros más, y algo extraño sucedió. La luz cambió. Oscureció. Y el calor del aire veraniego se trocó repentinamente en frío. Alcanzó a oler algo que ardía, pero no era el aroma agradable del humo de leña. Este olor era asfixiante y desconocido.

Todos sus sentidos le dijeron que, de pronto, se encontraba en una tierra donde llegaba el invierno.

Bajo ella, las hojas eran densas aglomeraciones, un verde estival agudo y vibrante. Estiró los brazos hacia abajo, apartó dos ramitas y pudo volver a ver el prado.

Su grito de asombro fue tan fuerte que Simón, que se acercaba, lo oyó con toda claridad. Corrió hacia el árbol y debió de ver a Tallis tendida sobre la rama, porque lanzó dos manzanas —su munición de caza contra el follaje. El segundo fruto la acertó con fuerza en el costado.

—¡Estás muerta! ¡Estás muerta! —exclamó el cazador, triunfal.

Tallis reptó de nuevo hacia el tronco del árbol, y descendió. Se dejó caer, con el rostro grisáceo, y miró a su primo. La sonrisa de Simón fue sustituida por un gesto de asombro.

—¿Qué pasa? —preguntó.

Al ver que la niña no respondía, se sintió culpable.

—¿Te he hecho daño con la manzana? —Le entregó las frutas que le quedaban—. Tírame una. No me moveré, te lo prometo.

Ella negó con la cabeza. Tenía los ojos brillantes, y Simón se puso nervioso, consciente de que su prima estaba llorando, aunque sin saber en absoluto por qué.

—¿Es por el juego? ¿Quieres que vayamos a correr aventuras a la fortaleza?

—Es por el prado —replicó Tallis con voz casi inaudible—. Él parece tan triste…

—¿Quién parece tan triste?

—Creí que era Harry, pero no…

Simón dejó caer las manzanas que había transportado desde el cobertizo, y trepó al roble centenario. Tallis lo miró mientras el muchacho se deslizaba por la misma rama que había sido su escondrijo. Simón se dejó caer de un salto en el prado, dio unas cuantas patadas a la alta hierba, y luego corrió de vuelta junto a la verja.

—Ahí no hay nada.

—Ya lo sé —respondió ella en voz baja.

Se preguntó dónde se habría escondido Encrucijadora.

* * *

Tallis estuvo preocupada el resto del día. Se negó a correr más aventuras con Simón, y a decirle qué había visto desde el árbol, así que su primo acabó por marcharse. Tallis se escondió en la aceitosa penumbra de uno de los cobertizos para maquinaria y, cuando su padre la llamó para que le ayudara, volvió al prado Piedras Stretley.

Trepó rápidamente al roble centenario, y se sentó un momento cerca del tronco con la esperanza de oír su nombre secreto, pero no le llegó nada. No importaba. Estaba segura de que sabría el nombre antes de volver al suelo.

Se deslizó por la rama hasta que la luz cambió y el aire se hizo frío. Luego estiró los brazos para apartar las hojas, rompiendo varias ramitas para ver mejor. Apoyó la cabeza entre las manos y se quedó allí tendida, contemplando al joven yaciente y la espantosa escena que lo rodeaba. Quiso decirle algo, pero las palabras se le atravesaron en la garganta. Estaba tendido sobre un costado, ligeramente incorporado sobre un brazo, y era obvio que sufría mucho. Temblaba ligeramente y, cuando volvió la cabeza, Tallis vio la sangre que le corría por las mejillas. En conjunto parecía joven, pero fuerte, como si hubiera llevado una buena vida. Tenía el pelo muy rubio, y muy largo, la barba clara y recortada. Los ojos llenos de dolor que la miraban desde el rostro ceniciento eran tan verdes como las hojas de roble que filtraban la luz hasta él.

Sobre su pecho, la sangre que brotaba de la herida había trazado un dibujo cada vez más amplio alrededor de su mano, aferrada a la espada corta que aún lo atravesaba.

Tallis pensó en lo caballeresco que parecía aquel joven. Tenía la boca pequeña, la nariz muy fina. Parecía salvaje, travieso, pero dulce. Se lo imaginó riendo, y le recordó a Harry. Pero no era Harry. Le recordó también a la imagen de sir Gawain que aparecía en el libro de leyendas de su abuelo, sir Gawain luchando contra el Caballero Verde. Pero sir Gawain había llevado una brillante armadura metálica, y este guerrero vestía más bien como un espantapájaros. En sus ropas, se asemejaba más a Peredur, el valiente y aventurero caballero de la corte de Arturo. Vestía una túnica marrón muy amplia, y una camisa sin mangas verde y ensangrentada. Los pantalones le llegaban hasta justo por encima de las rodillas, eran ceñidos, con un dibujo de cuadrados color marrón y rojo oscuro. Las botas que llevaba eran negras, y lucían adornos de metal pulido.

Mientras yacía abajo, temblando de dolor, Tallis alcanzó a ver la corta capa roja que llevaba, unida a cada hombro por un brillante broche amarillo. De cuando en cuando, el guerrero se llevaba la mano al broche de su hombro izquierdo y cerraba los ojos, como si pensara en alguien o algo con todas sus fuerzas.

Ella supo que era un guerrero, en parte por la manera en que estaba muriendo, en parte por la sencilla espada ensangrentada que yacía junto a él. En los libros de historias —y, para entonces, Tallis ya había leído muchos—, las espadas eran siempre de brillante acero, tenían empuñaduras con filigrana de oro y gemas verdes. Esta espada era de simple hierro, tenía más o menos la longitud de un brazo, y lucía grandes melladuras en el filo. La empuñadura estaba envuelta en cuero oscuro. Nada más.

La niña estiró el cuello para ver más allá del árbol. Se estremeció ante el espectáculo de carros destrozados, cadáveres dispersos, astas de pendones clavadas en el suelo, restos de combate. Algunas hogueras ardían. Ya no existía el prado, sólo campo abierto, y un ancho río marcaba el cauce por donde corría el Arroyo del Cazador en el mundo de Tallis. Allí había hombres muertos, y unas formas oscuras se movían entre ellos. Más allá del río, alcanzó a ver humo y más hogueras junto a los densos bosques, que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Ahora era un bosque invernal, del color de la tierra, abarrotado y grotesco, una franja de bosque sin hollar.

Y sobre ese bosque, un cielo negro como la noche que se cernía sobre el río, sobre el lugar de la carnicería. Bajo la tormenta, aves negras volaban en círculo.

Al momento, Tallis supo cómo debía llamarse el árbol, y le dio su nombre en aquel momento: Fuerte contra la Tormenta.

* * *

No pudo dormir. Era una noche cálida, húmeda, increíblemente silenciosa. Tenía la ventana abierta, y yacía tendida en la cama, contemplando las estrellas. Se preguntó si su guerrero estaría contemplando las mismas estrellas. La tormenta que había visto no se llegó a materializar, al menos en el mundo de Tallis. Pero quizá, allí donde su guerrero yacía tendido, la lluvia empezaba a empapar su fina cabellera. Las hogueras se apagaban. Imaginó que siseaban ante el diluvio de la naturaleza, mientras la sangre se derramaba sobre la hierba y el barro se alzaba para engullir a los muertos, a sus armas, a sus fríos espíritus.

Gaunt dice que aquí tuvo lugar una batalla terrible, hace siglos

¿Le había enseñado Encrucijadora a ver aquella gran batalla, o mejor dicho, sus resultados? La mente de Tallis era un torbellino de imágenes, de historia. Se levantó de la cama y miró por la ventana. ¿Era una figura eso que había entre las sombras, junto a la verja? ¿Era Máscara Blanca, cuya presencia sugería las historias y las aventuras imaginadas que llenaban su mente?

El hijo más joven, el menor de tres hermanos

La historia que había empezado a formarse le resultaba casi aterradora. Consistía en una confusión de imágenes. Un castillo —de altos torreones, de gruesos muros— siendo llenado de tierra, un millar de hombres transportando la oscura turba con que bloquear los pasillos y las habitaciones. Las hogueras ardían en torno a él, y dos caballeros, de aspecto cruel y brillante armadura, cabalgaban en torno al castillo haciendo ondear los pendones.

Una imagen de tres jóvenes, discutiendo con su padre hasta que éste los expulsa de sus salones.

Imágenes de castillos en la tierra, algunos entre robles, algunos entre olmos, algunos junto a ríos serpenteantes y colinas elevadas. Imágenes de caza.

Una imagen del hijo más joven, expulsado a un mundo creado por los sueños de una bruja. Allí, en un castillo construido por alguna extraña piedra, llevó una vida fría y triste, de la que no podía escapar por la inmensidad del abismo sobre el que se alzaba el muro norte del castillo, un palacio de ruda piedra que se erguía en un bosque de rudos inviernos.

Imágenes de cacerías salvajes, las criaturas del bosque alzándose como gigantes contra la luna; jabalíes con lomos erizados como lanzas enhiestas, venados con cornamentas hechas de las ramas rotas de los robles y cuerpos que aplastaban el bosque en su huida del airado cazador… Por último, la imagen de una batalla en los bosques negros. El titilante movimiento de las antorchas en la oscuridad. Los gritos de los moribundos, los huesos ensangrentados y las armaduras rotas colgando de las ramas desnudas de los árboles…, una imagen siniestra, pasajera, de lo que quizá había sucedido pocos días antes de que aquel joven príncipe, atractivo y orgulloso, se arrastrara hasta el roble en busca de refugio, en busca de seguridad…, en busca de Tallis.

* * *

Historia…, visión… y una sensación más extraña, la sensación de haber estado en aquella tierra antigua. El aire había helado sus huesos, el humo la había asfixiado, el hedor de la sangre la había mareado. Ella había estado allí. Se había abierto camino hasta la «batalla terrible» de Gaunt. Había cambiado el paisaje, trayendo el antiguo invierno a su moderno verano.

Se dio cuenta de que Encrucijadora estaba con ella. Todo aquello no tenía más objetivo que demostrarle otra faceta de su poder, de su habilidad. Tallis, la creadora de máscaras, la creadora de mitagos. Digna nieta de su abuelo.

Pero, antes de que llegara la medianoche, se sentía abatida. Porque, pese a toda la introspección —ya fuera acertada o errónea—, se sentía fuertemente atraída hacia el moribundo.

Se quedó junto a la ventana, una forma frágil envuelta en un fino camisón. Contempló el paisaje nocturno, observó la silueta de su árbol. Los ojos se le llenaron de lágrimas, e imaginó poder oír que el guerrero lloraba también. Tallis no sabía su nombre, y necesitaba desesperadamente llamarle. Tenía que intentarlo. Tenía que intentar llevarle vendas, y comida, y medicamentos antisépticos. Tenía que saltar del árbol para llegar al prado y consolarlo, y curar sus heridas.

Su guerrero se había arrastrado hasta Fuerte contra la Tormenta; ¡quizá la había oído cuando Tallis corría aventuras con su primo! La había llamado, le había pedido ayuda. ¿Y qué hizo ella? Nada. Ni una palabra. Se limitó a mirarlo y a llorar.

Furiosa consigo misma, se puso unos zapatos con suela de lona y descendió silenciosamente por la escalera hacia el jardín. Un repentino impulso le hizo arrancar una larga tira de su camisón para usarla como vendaje. Pensó en volver a la casa para coger comida y medicinas, pero cambió de opinión. Bajo la luz de las estrellas, corrió hacia las Piedras Stretley.

* * *

Pensaba que la noche habría caído también en el lugar prohibido, pero, cuando reptó por la rama, pasó repentinamente de la oscuridad a la luz del día invernal. Bajo ella, el joven seguía exactamente como cuando lo viera por última vez. La tormenta seguía lejos. Las hogueras ardían de la misma manera.

Por un momento, esto confundió a Tallis. Luego se dio cuenta de que su guerrero miraba hacia arriba, hacia las ramas de Fuerte contra la Tormenta. Murmuraba palabras que ella no alcanzaba a oír.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Tallis. Repitió la pregunta, en voz más alta—. ¿Cómo te llamas? Soy Tallis. Tallis. Quiero ayudarte…

Ante el sonido de su voz, la mirada del joven se oscureció un poco. Frunció el ceño en la frente pálida. Luego pareció sonreír, sólo un instante, como si algo le divirtiera, y cerró los ojos.

—Tallis… —murmuró.

—¿Cómo te llamas tú? —insistió la niña desde el árbol.

—Tallis… —fue toda su respuesta.

Y después, un grito desesperado, palabras extrañas, palabras que volaban entre las ramas de Fuerte contra la Tormenta, palabras sin sentido, elocuentes, elusivas. Tallis le lanzó la tira de camisón; su vendaje para la herida del joven. La perdió de vista un momento, pero allí estaba, cayendo hacia el hombre reclinado. Él la vio descender. La cogió, lágrimas de alegría en sus ojos. En su boca, que hasta entonces no había sido más que una sombría hendidura de dolor, una sonrisa de esperanza.

Aferró el jirón de tela y se lo llevó a los labios. Sacudió violentamente la cabeza, y la sangre sobre su cuerpo volvió a brillar al fluir de nuevo.

—¡Tallis! —exclamó. Luego gritó la palabra—: ¡Scathach!

Se dejó caer de nuevo, con un brazo estirado hacia arriba, el jirón de tela ondeando entre sus dedos. Tallis lo miró, asombrada. Los ojos del hombre seguían abiertos, pero se nublaron. La sonrisa desapareció de sus labios, y se quedó espantosamente inmóvil. Por un momento, Tallis pensó que había muerto, pero entonces le pareció ver que movía la mano. No moriría. No podía morir. Ella le había salvado. Fuera quien fuese, había oído su voz. Encrucijadora había contribuido, claro, o tal vez fuera el talento de la propia Tallis para acceder a las encrucijadas. Pero él la había oído, quizá imaginando que se trataba de una diosa, o de un espíritu de los árboles. Para él había sido un signo de esperanza, y ahora viviría. Viviría para ella, para Tallis. Se quedaría junto al árbol. Cuando se repusiera, construiría allí su casa, y quizá treparía por el ancho tronco de Fuerte contra la Tormenta. O quizá…

Sí. Sería ella quien descendiera. Cuando fuera mayor. Cuando llegara el momento adecuado para unir los espíritus de dos mundos. Aún no estaba preparada para descender.

—¡Tallis!

La voz airada desgarró el momento de alegría. La niña resbaló en la rama. Consiguió recuperar el equilibrio, pero el lugar prohibido ya no estaba.

Una antorcha brilló en el suelo, más allá del prado de las Piedras Stretley. Cuando oyó su nombre de nuevo, comprendió que era su padre.

Él llamó a la puerta de su dormitorio, luego la abrió. Tallis seguía junto a la ventana, contemplando el amanecer con gesto sombrío. Estaba muy despierta, pese a no haber dormido. Vestía unos pantalones resistentes, una camisa blanca y zapatillas deportivas. Se había negado a lavarse la cara, prefería ostentar los restos de las lágrimas, un recordatorio de su ira.

—¿Tallis?

—Vete.

Su padre era más amable ahora. A medianoche había estado enfadado, y asustado. Explicó a la niña que sólo era preocupación. A su hija le pasaba algo, y eso le angustiaba. Se había estado comportando de una manera muy extraña. Fuera cual fuese el motivo de la angustia de Tallis, para ella era muy real. El hombre decidió investigar la fuente de su preocupación.

—¿Qué hacías en el árbol? ¿Por qué fuiste allí?

No obtuvo respuesta.

—¿Tallis? Dime algo. Ya no estoy enfadado.

—Yo sí. Has hecho que él se fuera.

—¿Él? ¿Quién se ha ido?

Tallis miró a su padre, enfadada, los labios fruncidos, los ojos entrecerrados como desafío a su estupidez. El hombre sonrió. No se había afeitado, y llevaba despeinada la mata de pelo gris. Tenía un aspecto extraño, descuidado. Seguía en pijama. Extendió la mano con cariño para acariciar el brazo de su hija.

—Ayúdame a comprender, Tallis. ¿Quién había allí? ¿Quién había en el árbol?

Tallis volvió la vista hacia el prado Piedras Stretley. Notó que las lágrimas fluían de nuevo, con una ansiedad que nunca había sentido. Quería a su guerrero, quería estar con él, mirarlo. Su joven mente había aprendido una extraña verdad: que, para su héroe herido, el tiempo sólo existía cuando ella lo estaba mirando. La tormenta se acercaba. Con ella llegaría la lluvia.

De una manera que nada tenía que ver con la sencilla consciencia, sabía que, cuando llegara la tormenta, su romance terminaría. Era como si una parte de ella conociera la verdad que oscurecía los ojos de su joven, y que aquel grito, tan definitivo, tan lleno de alivio…

Pero se negaba a aceptarlo. No estaba muerto. Volvería a vivir.

Pero algo…, algo terrible…

Llevaba toda la noche pensando en ello, todas las horas del amanecer durante las cuales había estado allí de pie, mirando hacia el lugar donde la aguardaba Fuerte contra la Tormenta. Tenía miedo de volver. Miedo de mirarlo. Cada minuto que pasara con él era un minuto más de la vida del joven, y la tormenta estaría un minuto más cerca.

Aquella tormenta la asustaba. Había visto las formas oscuras de las aves de carroña, trazando círculos cada vez más cercanos, precediendo a las nubes. No era una tormenta normal. Era un viento del infierno que barría la tierra de su héroe, devorando a los muertos, a los moribundos. Había leído cosas sobre aquellas tormentas. Conocía los nombres de las aves del infierno, las aves carroñeras, devoradoras de basura…

Su padre seguía diciendo algo. Le interrumpió bruscamente, sin mirarlo.

—¿Qué pone en los Hombres Stretley, en las piedras?

Pareció sorprendido ante la pregunta.

—No significa nada. Ya te lo dije, ¿no?

—Pero tiene que ser algo. Algo más que «errante» y «ave». ¿No hay un nombre?

Él meditó un momento, luego asintió.

—Creo que sí. Varios nombres raros. Los tengo escritos en algún sitio, en un libro sobre historia local.

Tallis se emocionó.

—¿Qué nombres son? ¿Hay un tal Scathach?

Su padre frunció el ceño, a punto de recordar, pero luego se encogió de hombros.

—No me acuerdo. ¿Cómo se te ha ocurrido ese nombre?

—Sí que lo pone. Se llama Scathach. Es uno de los antiguos, pero es joven. Lo he visto. Es muy guapo. Es como Gawain.

—¿Gawain?

La niña se dirigió hacia los estantes y sacó de entre los libros de historias el volumen encuadernado en piel. Pasó rápidamente las páginas y lo puso sobre la cama, abierto por la ilustración que le recordaba al hombre del prado. Su padre lo miró un instante. Luego pasó las hojas hasta dar con la carta escrita por su propio padre.

—Es la letra de tu abuelo. ¿La has leído?

Tallis no le escuchaba. Estaba mirando el prado, y tenía los ojos abiertos de par en par, el rostro brillante de alegría. Ahora sabía cuál era su nombre. Él se lo había dicho. Y sin duda era uno de los extraños nombres que aparecían en las piedras. Un nombre extraño, pero dulce en sus oídos. Scathach. Scathach y Tallis. Tallis y Scathach. Scathach y el Espíritu del Árbol. La piedra de Scathach, un monumento al gran héroe, al hijo más joven que quedó en el campo de batalla, donde había encontrado la vida y el amor con una extraña princesa esbelta procedente de otro mundo.

Tallis apretó las manos. Tenía que volver a verlo. Pero recordó la tormenta, y se sintió asustada, impotentemente joven. No tenía edad suficiente para ayudarle de verdad. Aún no. Debía esperar.

—¡Tallis! ¿Quién hay en el árbol?

Ahora le tocaba a ella ser amable, y rozó el rostro de su padre con los dedos, tratando de devolverle la confianza.

—No está en el árbol. Está bajo el árbol. Scathach. Se llama así. Es muy joven, muy guapo, y hace mucho tiempo fue un gran guerrero. Resultó herido en combate, pero un espíritu de los árboles lo salvó.

Su padre frunció el ceño.

—Llévame a verlo, Tallis.

Ella sacudió la cabeza y le puso un dedo en los labios.

—No puedo, papá…, lo siento. Es mío. Scathach es mío. Ahora me pertenece. Por eso Encrucijadora me dejó verlo. Es parte de mi entrenamiento, ¿no lo entiendes? Las historias, las máscaras… Tengo que hacer lo que me dicen. No debo resistirme. Y tengo que salvar a Scathach antes de que llegue la tormenta. Antes de que lleguen los pájaros. ¿No lo entiendes?

Él se pasó una mano por el pelo, y la preocupación brilló en sus ojos.

—No, cariño —respondió con suavidad—. No, no lo entiendo. Aún no. —Abrazó a Tallis—. Pero lo entenderé. Sé que lo entenderé.

Se levantó de la cama y salió de la habitación. Cuando volvió la vista, Tallis se había vuelto hacia la ventana de nuevo. Tenía los ojos cerrados. Sonreía. Susurraba algo.

Sobrevivo a la pluma.

Cazador de las cavernas soy.

Soy el blanco recuerdo de la vida.

Soy hueso.

Los cuervos se acercaban. Y también los búhos, y los grajos. Todas las aves de presa. Todas las aves del infierno. Venían a alimentarse de los muertos, a cebarse de carne. Tenía que detenerlas. Tenía que protegerlo. Tenía que encontrar los hechizos que las harían retroceder. Tenía que encontrar sus huesos.

Descolgó todas las máscaras que pendían de una pared de su habitación, excepto la de Falkenna, porque el halcón era un cazador; ella era una cazadora; Scathach era un cazador; y a través de los ojos del halcón, veía a los odiados pájaros que se alimentaban de los muertos.

En torno a Falkenna, pintó cuervos y urracas con tizas y acuarelas. Cada vez que terminaba uno, lo cegaba con un cuchillo, dando tajos profundos en los fríos ojos penetrantes. Fabrico aves con paja, con papel, con arcilla. Las enterró en el prado Piedras Stretley, boca abajo. Marcó cada una de sus tumbas con las plumas de pájaros muertos que encontraba entre los setos. Ató plumas negras y tiras de su camisón a cada uno de los robles que bordeaban el prado Piedras Stretley. Hizo un ungüento con su propia sangre (exprimida de un corte en la rodilla) mezclada con agua del arroyo y savia de cardos. Lo usó para pintar los robles que rodeaban el prado, y los dibujos que hacía eran aves con los cuerpos partidos en dos, flechas entre las nubes donde se escondían los pájaros, picos que estaban rotos.

Por último, pintó las dos máscaras en Fuerte contra la Tormenta, una de cara al prado, la otra mirando desde él. Eran máscaras triunfales, y ambas tenían forma de halcón.

De esta manera, había convertido el prado en un cementerio para los pájaros carroñeros. Pero, aun así, seguía sintiendo que los cuervos trazaban círculos cada vez más cercanos. Así que recogió todos los cráneos y huesos de ave que encontró, arrancó las plumas de los cuerpos, desgarró la carne con ayuda de unas pinzas. Guardó los huesos en una bolsa de cuero y cada día corría por el prado con ella.

A medida que el verano avanzaba, Tallis sentía una creciente necesidad de volver a ver a Scathach, sólo una vez, un simple vistazo que la ayudara a soportar el nuevo trimestre de colegio, que le diera fuerzas hasta Navidad, ya más cerca del Año Nuevo, ya más cerca de la edad a la que podría ayudarle realmente.

Caminó por los prados. Se sentó bajo Fuerte contra la Tormenta y leyó libros. Le encantaba ir al campo oculto y tumbarse bajo el roble, con un brazo extendido, el cuerpo retorcido, en la misma postura que Scathach.

Él miraba tracia arriba, como hacía ella ahora, y quizá ambos pudieran ver lo mismo…, la maraña de hojas, la forma más oscura de la rama. Pero, para Tallis, no había ningún rostro sonriente, ningún espíritu del árbol.

Con el paso de las semanas, se dio cuenta de que las mujeres encapuchadas que recorrían los bosques se movían cada vez con más inquietud entre la maleza. Ya rara vez les prestaba atención. La imagen del joven, de Scathach, la consumía. Olvidó a Harry.

Un día, cuando oyó los caballos, trató de seguir su movimiento, pero pronto se rindió. Empezaron a tomar cuerpo más fragmentos de la historia de Scathach, que ahora denominaba Viejo Lugar Prohibido. No era sólo un hijo perdido, su historia también se había perdido, olvidada por las lenguas y las mentes que preservaron tantas otras leyendas. Ella luchó por ordenar las ideas, la excitación sensorial, los atisbos de una tierra extraña y una fortaleza cubierta de tierra, los sonidos enloquecidos del ciclo épico que era la Historia del Viejo Lugar Prohibido.

Dejó de asistir al colegio. Eso enfureció a sus padres, pero ya no tenía tiempo para ellos. A veces se daba cuenta de que su madre lloraba. A veces se despertaba en la noche para descubrir a su madre sentada en la habitación, contemplándola en la oscuridad. Todo esto la entristecía, pero apartaba a un lado tal sentimiento; no podía dedicarle tiempo; fuera lo que fuese lo que le estaba haciendo Encrucijadora, tenía que estar receptiva a cualquier cosa. Pero no podía hacer oídos sordos a las discusiones. Su comportamiento había precipitado una crisis en la casa. Cuando oía a sus padres hablar sobre Fuerte contra la Tormenta, escuchaba con atención a través de la puerta. Margaret Keeton quería talar el árbol. James se negaba. Si lo hacían, quizá Tallis quedara anclada para siempre en su locura veraniega. Habían perdido a Harry…, él no soportaría perder también a Tallis.

Locura veraniega. ¿A qué locura se referirían? Escuchó con más atención. Había palabras como «soñar despierta», «fantasía» o «alucinaciones». Ni una mención a lo que hacía por Scathach. Ni una mención a su miedo de que los devoradores de carroña le atacaran mientras yacía inconsciente. Tallis despreciaba, cerraba los oídos a la palabrería de los adultos. ¿Qué había de locura en intentar averiguar cómo proteger a un herido? ¿Qué había de locura en llevar a cabo sus hechizos? Ella tenía los libros, las historias sobre magos, brujas y hechizos. En todos ellos había leído que creer era el ingrediente más importante de cualquier magia, y concentró su joven mente en creer en su poder para alejar a los cuervos. No importaba lo que hiciera, en sus actos habría poder, todas sus palabras serían talismanes.

Casi al momento supo cómo hacer su novena máscara. La talló en la corteza de un olmo joven caído, la pintó primero de blanco y luego de azul celeste en torno a los ojos para darle un aspecto de inocencia. Esta era Sinisalo, y su nombre la hacía pensar en bosques de un azul deslumbrante; pero su nombre secreto era ver al niño en la tierra.

En el prado Stretley, entre las piedras ogham caídas, encontró otras piedras pequeñas, del tamaño de su puño, de tacto suave. Reunió tantas como pudo transportar, y luego volvió a por más. Hizo un montón al pie del roble. Cuando hubo recogido las piedras, tomó pinceles y pinturas de la casa y llevó algunos de los guijarros al Risco Morndun, donde se sentó en los terraplenes, de cara al Bosque Ryhope, tratando de imaginar el mar negro de bosque que otrora existiera allí.

Pintó en algunas piedras el Ojo Asesino, en otras el signo del Ave de Presa, en las últimas las cruces, círculos y espirales de tiempos perdidos. Recorrió todos los libros de su colección, de la casa, en busca de más hechizos. Copió los rostros ciegos de las víctimas de los Druidas, las cabezas de piedra sin vida de los tiempos célticos, y enseguida sintió la energía de otro mundo que albergaban. Creó su décima máscara, muerta por delante, pero llena de vida por detrás. La llamó Morndun, cosa que la hizo mirar con extrañeza hacia los terraplenes de la colina. Su segundo nombre, el nombre secreto para ella, era el primer viaje de un espíritu a una región desconocida.

Por último pintó al Hombre Hoja y a la Madre Hoja, cada uno en una piedra diferente. Los coloreó de verde, y después les añadió ojos rojos, sangre roja de su propia sangre, el nexo de unión con Scathach.

Ató cordeles en torno a Hombre Hoja y a Madre Hoja, y trepó a su rama. No le parecía una idea inteligente. Hacía ocho semanas que no iba allí. Había decidido no volver a mirar a Scathach hasta el primer día de otoño. Si sólo vivía cuando ella miraba, entonces tendría que prolongar su vida durante muchos años.

Pero la idea de los rostros de piedra la dominaba, y quería proteger a su joven. Así que reptó desde el verano hacia el incipiente invierno del lugar prohibido. Miró hacia abajo para ver al guerrero dormido.

Seguía exactamente igual a cuando lo viera por última vez, semanas antes. Nada había cambiado. Ella le sonrió, le llamó, luego hizo bajar las piedras guardianas. Las perdió de vista, entonces reaparecieron. Tallis veía como el cordel desaparecía bajo la rama para surgir del aire un metro más al sur, pero aquella ilusión no le importaba. Las dos caras hojas pendían sobre el cuerpo de Scathach, meciéndose suavemente. Las ató a la rama con nudos fuertes, se inclinó para llamarlo una vez más…

Y entonces fue cuando los vio.

* * *

Casi había estado demasiado nerviosa como para mirar a lo lejos, a las nubes oscuras. Pero miró hacia allí, hacia el río y los bosques negros, y vio que las formas parduscas de las aves eran ahora más numerosas. Aun así, no fueron los pájaros los que la hicieron gritar, fueron los devoradores de carroña que estaban cruzando el río y empezaban a recorrer la base de la colina, allí donde en el mundo de Tallis el Prado Knowe rodeaba el Arroyo del Cazador.

Eran cuatro, figuras encorvadas y viejas, vestidas con harapos negros. Tallis supo al momento que eran mujeres, pero más allá de eso no captaba ningún detalle, a excepción de que tenían largas cabelleras grises bajo las capuchas oscuras. No eran las que susurraban, no eran las mujeres enmascaradas del bosque. Una de ellas empujaba un carrito, una estructura destartalada sobre dos ruedas grandes y sólidas.

Sus voces, sus exclamaciones y risas agudas, recorrían el campo de la matanza, adonde habían venido para saquear a los muertos.

Tallis llamó a Scathach con tono apremiante. Él no se movió. La tira de camisón blanco ondeaba entre sus dedos. Un viento más fuerte soplaba en aquel otro lugar, el principio de una tormenta. De pronto, Tallis se sintió aterrada. Llevaba en el bolsillo dos de las piedras pequeñas, y las dejó caer sobre el cuerpo inconsciente de Scathach. Las apuntaba hacia las piernas, pero las piedras desaparecieron y reaparecieron sobre su pecho, desviadas en la transición entre dos mundos. Tallis dejó escapar un gemido al ver el golpe, pero rodaron inofensivas sobre el cuerpo del guerrero. Scathach siguió inmóvil.

Tallis se inclinó de nuevo hacia abajo para ver a las saqueadoras. El viento hacía que las amplias vestiduras negras ondearan en torno a sus cuerpos como alas de murciélago mientras trabajaban. Tallis se estremeció al ver lo que hacían. Estaban desnudando y desmembrando a los muertos. Revisaban los cuerpos y les quitaban la ropa, los cinturones, los broches, las botas. Una de ellas se ajetreaba sobre los torsos desnudos con un cuchillo que relucía con brillo turbio, mientras la más vieja se encargaba de los cuellos con una espada larga y curva. Cuando las mujeres se dirigieron hacia otro lugar, los rostros ciegos se bamboleaban en el carro, mientras las bocas muertas parecían formular una silenciosa protesta.

El carro de las mujeres estaba lleno de la carne de los muertos. Ahora tenían que empujarlo entre dos. Había tres hombres muertos en el centro de la colina, y luego…, sí, Tallis estaba segura de eso…, luego verían a Scathach bajo el roble.

Reptó hacia atrás en la rama hasta que el clima cambió. El corazón le latía a toda velocidad, estaba terriblemente confusa. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? Necesitaba saber más. Sabía lo primitiva que era aquella gente, por tanto podía encontrar defensas adecuadas… ¡con el tiempo! Y en su mano estaba ganar tiempo. Podía mantener a Scathach con vida si no lo miraba. Pero eso no era posible. Estaba demasiado preocupada. ¿Y si el tiempo dejaba de detenerse en el mundo del guerrero? ¿Y si, en aquel momento, las viejas se estaban acercando a recoger su cuerpo, empujando el carro hacia la suculenta presa?

Se arrastró de vuelta al invierno. Alcanzó a oír las risas de las mujeres incluso antes de apartar las hojas para ver mejor. El metal tintineaba, las ruedas crujían y el viento de tormenta le traía olores antiguos de sangre y humo, procedentes del campo oscuro donde había tenido lugar la batalla.

Hacía frío. Los árboles lejanos se agitaron cuando el invierno empezó a desnudar sus ramas. El humo de las hogueras se alzaba en ráfagas caóticas hacia los cielos brillantes. Y Tallis comprendió que las viejas habían visto a Scathach.

Pasaron por alto los cadáveres ensangrentados en el centro del campo, y arrastraron su chirriante carro hacia el roble. El viento hacía que las capuchas ondearan. Y Tallis vio sus rostros cenicientos, la piel tensa sobre los huesos, las bocas abiertas que no eran más que agujeros negros de donde surgían sus gritos depredadores.

Se detuvieron. Habían visto las cabezas de piedra. —Hombre Hoja y Madre Hoja— colgadas sobre el cuerpo que venían a rapiñar. Quizá se dieron cuenta de que los cordeles aparecían del aire. El crujido de las ruedas se interrumpió. Las sombrías cabezas se volvieron al tiempo que las mujeres soltaban los asideros del carro y se adelantaban con cautela. Contemplaron las piedras. Contemplaron a Scathach. Entonces, la más vieja sacó su largo cuchillo y dio un paso al frente.

—¡No! —gritó Tallis desde las ramas de Fuente contra la Tormenta—. ¡Marchaos!

Las viejas se quedaron paralizadas. Alzaron la vista, retrocedieron y se detuvieron. La más anciana dio dos pasos hacia el roble.

—¡Atrás! —chilló Tallis—. ¡Dejadlo! Es mío, ¡es mío!

La más anciana pareció mirar directamente a Tallis, pero sus ojos pálidos y acuosos no llegaron a endurecerse. Atravesó a Tallis con la mirada, luego a un lado, al otro…

—¡Es mío! ¡Marchaos! —gritó la niña.

Y por fin, las mujeres comprendieron la situación. En el árbol no había nadie, ningún ser humano. Gritaron y retrocedieron rápidamente, con los brazos cruzados ante las caras, los dedos de las manos izquierdas hicieron un signo semejante a dos cuernos, los de las derechas formando un ojo. Charlaron con palabras confusas, recogieron el carro y le dieron media vuelta, para recorrer el campo hacia la tormenta y el bosque donde ardían las hogueras.

Tallis se rió al verlas marchar. Su risa persiguió a las mujeres, que echaron a correr más deprisa. ¡Había vencido! ¡Las había echado! Ahora, Scathach estaría a salvo con ella.

* * *

Pero fue un triunfo breve.

Se quedó tendida en la rama, satisfecha, durante unos minutos, observando como la tormenta empeoraba, sintiendo como se alzaba el viento, observando las sombras grises que se cernían sobre la colina. Scathach se guía tendido inmóvil, pero ella le dejó dormir. Por la mañana, despertaría con el sol invernal, estaba segura. Los cuervos ya no llegarían hasta él. Anochecía, y en el bosque tililaban algunas luces. Al mirar en aquella dirección, vio muchas antorchas. El corazón le dio un vuelco. Sombras oscuras cruzaron el río. Las antorchas brillaron con más fuerza. Empezó a oír voces.

Eran las mujeres de nuevo. Seguían tirando de su carro, pero ahora estaba lleno hasta los topes con lo que parecía madera… y una piedra alargada. Tras ellas venía un hombre. Vestía una larga capa gris de piel.

Portaba un largo cayado. Cuando se acercó más, Tallis vio que lucía un bigote largo, y que su cabello era gris, pero no llevaba barba. Iba descalzo. Y esta vez no había cuatro mujeres, sino cinco. La recién llegada llevaba un aterrador velo negro ante el rostro, pero por lo demás vestía igual que sus compañeras.

—Marchaos —susurró Tallis, sintiéndose desfallecer. La ira volvió a aflorar—. ¡Marchaos! —ordenó en voz más alta.

La sombría procesión se detuvo un momento antes de continuar su avance.

Cuando iban a llegar a la zona del roble hechizado, Tallis detuvo el tiempo de nuevo. Reunió varias de las piedras pintadas, seleccionando sólo las que tenían dibujos de ojos y círculos.

De vuelta al mundo de Scathach, el fuego de las antorchas, se agitaba con violencia al viento. Las negras nubes de tormenta, se movían rápidamente por el campo, y Tallis captó el olor de la lluvia en el aire. También oyó el retumbar del trueno.

Las mujeres clavaron las antorchas en el suelo para formar un semicírculo en torno al roble. Le quedaron allí, con las ropas harapientas ondeando en torno a los cuerpos furiosos. Chillaron al unísono, con un ulular escalofriante y aterrador. Contemplaron la rama del roble donde se acurrucaba Tallis, y trazaron sus signos mágicos con manos y brazos. La mujer del rostro velado susurró algo al hombre, luego retrocedió un paso. El anciano se adelantó. Alzó el cayado y golpeó las cabezas Hoja que pendían sobre el cuerpo de Scathach. Fue una acción repentina y violenta, a la que Tallis respondió con un grito y una piedra bien dirigida contra su cabeza. El anciano rugió palabras de dolor e ira en dirección al árbol, y se inclinó para recoger el talismán. Lo dejó caer casi al momento, aterrado, pero la mujer del velo se apresuró a recogerlo y le dio vueltas entre los dedos. A Tallis le pareció que se reía, y eso la asustó.

—¡Es mío! —volvió a gritar.

Lanzó una segunda piedra contra una de las antorchas. Las mujeres siguieron con su gemido, la más anciana blandía la larga hoja afilada.

—¡Dejadlo en paz! —gritó Tallis—. No le cortéis, ¡no le hagáis daño!

El viejo estaba furioso. Esgrimió su cayado y trazó extraños dibujos en el aire con la mano izquierda. Señaló hacia la forma durmiente de Scathach y después se palmeó el pecho. Dijo algo. Eran palabras sencillas, ansiosas.

Tallis le tiró una piedra con un ojo, y le acertó en la frente, haciendo que se tambaleara. Cuando se hubo recuperado del golpe, sacó más antorchas del carro y las encendió todas, clavándolas en el blando suelo para incrementar el anillo de luz en torno al árbol. Tallis lo miró. La oscuridad era cada vez más profunda, las llamas hacían brillar los rostros pálidos de las viejas.

Cuando bajó del árbol en busca de más piedras con ojos y círculos, se dio cuenta de que el ocaso se acercaba en su mundo. Trasladó más de las piedras situadas al pie de Fuerte contra la Tormenta.

Pasó de nuevo del tranquilo anochecer a la noche tormentosa. El crepitar de las antorchas era estruendoso, los aullidos de las viejas sonaban como gemidos de animales agonizantes. Bajó la vista hacia el lugar prohibido, y vio que el anciano y dos de las mujeres bajaban la alta piedra gris del carro. Apenas podían con ella. Consiguieron ponerla en pie, en equilibrio, sostenida por las mujeres. La del velo puso las manos sobre ella durante un segundo y luego dijo algo al anciano, que golpeó la losa con su cayado antes de rodearla sin dejar de gritar en su extraña lengua. Cada vez que pasaba entre Tallis y la piedra, golpeaba la lisa superficie gris.

Por fin, el extraño ritual terminó. Tallis vio como sacaba un cuchillo y arañaba la piedra para formar una línea desde la parte superior hasta la base. Después, con la espada larga, golpeó fuertemente sus bordes…

Los golpes no parecían tan potentes como para haber causado las profundas marcas de ogham, pero Tallis observó todo intrigada. ¿Estaban tallando el nombre de Scathach? ¿Era éste el mejor hechizo que conocían para llevarse al guerrero?

De pronto, todo acabó. La piedra cayó al suelo pesadamente (no había ningún Hombre Stretley en aquella postura en los tiempos de Tallis). Las mujeres corrieron hacia la forma durmiente de Scathach y fueron recibidas por una lluvia de piedras procedentes del árbol. El ataque las hizo retirarse, ensangrentadas y gritando. Sólo la del velo negro quedó ilesa, algo alejada, mirando el árbol.

—No os lo llevaréis. ¡No os lo llevaréis! —gritó Tallis—. Es mío, me pertenece…

Se había vuelto a quedar sin piedras. Rápidamente, se deslizó hasta el tronco del roble para recoger más. El trueno retumbó con fuerza, y un viento poderoso la hizo tambalearse en su precaria posición. Mientras se llenaba los brazos de piedras, se detuvo en seco.

¿Dónde estaba el anochecer? ¿Qué hacía allí la tormenta?

—¡Scathach! —gritó—. Oh, no. ¡Oh, no!

Retrocedió rápidamente por la rama, a punto de caerse. Volvió a su observatorio y contempló el campo, entre las hogueras.

Scathach había desaparecido. Alcanzó a oír el crujir del carro, y se inclinó para verlo mejor. Scathach estaba tendido en él, con las piernas colgando por el borde. El viejo caminaba a su lado, había cruzado el cayado sobre el cuerpo. Las mujeres aullaron y llevaron su presa a un lugar tranquilo, para saquearla en paz. El velo negro había quedado atado en torno a la piedra enhiesta, el triunfo de las viejas ondeaba al viento.

—¡Scathach! —gritó Tallis.

Repitió su nombre sin cesar, mientras llegaban las lágrimas y el dolor.

Había fracasado. No había podido protegerlo. Había fracasado en la tarea encomendada por Encrucijadora. La angustia era un cuchillo frío que se retorcía en ella, cortando sus huesos, su carne, su alma.

El fuego se extendía junto al roble, procedente de dos antorchas que habían caído. Tallis sollozó mientras contemplaba las llamas. Había intentado con todas sus fuerzas salvar al atractivo guerrero, y había sido demasiado joven para ello, sus hechizos carecían de la fuerza necesaria. Encrucijadora le había susurrado cómo crear las visiones, y ella había controlado el tiempo en la visión hasta que dudó de sí misma. Recordaba el momento exacto en que había perdido el control sobre la Encrucijada, cuando tuvo miedo de que su simple presencia en el árbol no bastara para dictar el curso de la vida de Scathach…

Y había pagado el precio. Scathach había pagado el precio. No había podido salvarlo. Sus dudas se interfirieron, y la interferencia cambió la historia de Scathach.

Empaño el acero,

Una sombra proyecto a través del tiempo.

Soy Tierra sin forma. En solitario.

Soy el segundo de los tres. Soy Piedra.

¿O la había cambiado ella?

Sólo cuando su desesperación amainó un poco, se sintió capaz de rememorar los acontecimientos de las últimas horas. Por fin vio dónde se había equivocado al juzgar el horrible destino de Scathach.

Conmocionada, se dio cuenta de que el aullido de las mujeres no había sido un grito de triunfo, sino de desesperación, de tristeza; si había algo de triunfo era por el rescate, no por el robo del cadáver del guerrero.

Cada dato que recordaba la hacía estar más segura de que había confundido sus intenciones. La imagen del anciano señalando a Scathach, señalándose luego a sí mismo…, ¿le estaba diciendo que era uno de los suyos? ¿Por eso las mujeres habían pasado por alto los cadáveres en el centro del campo, porque habían visto a uno de sus propios príncipes?

De pronto, todo estuvo horriblemente claro. Las viejas habían sido de su pueblo, lo habían visto bajo el árbol. Vieron también al espíritu del árbol que lo vigilaba, y supusieron que ese espíritu intentaba robarlo. Su intención era salvar a Scathach del espíritu del árbol. ¡No habían entendido lo que intentaba hacer! Ella quería protegerlo de la carnicería. Ahora, al parecer, resultaba que lo había estado protegiendo de los suyos, de su propio clan.

Quizá pudiera hacerlo volver si lo llamaba con más suavidad. Sí, eso estaría bien. Aún no habían llegado al río, y la vez anterior oyeron su grito. Treparía a las ramas de Fuerte contra la Tormenta por última vez, y los llamaría para tranquilizarlos, para decirles su nombre, de manera que Scathach, cuando se recuperase de sus heridas, la recordase siempre con afecto.

Su momento con él no había llegado. Llegaría más adelante, cuando ella fuera mayor.

Por el momento, no era más que el espíritu del árbol, pero no un espíritu aterrador.

Corrió tres veces en torno a cada una de las piedras caídas, los Hombres Stretley, sin saber cuál de ellas era la de Scathach. Luego volvió junto al árbol y trepó con rapidez, deslizándose por la rama hasta donde la tormenta rugía y la noche iluminada por antorchas era la primera mortaja de los caídos en aquella batalla olvidada.

Había esperado ver el carro y a las mujeres harapientas. Con una última sorpresa aterradora, descubrió que el tiempo había vuelto a eludirla. Ahora, junto al río, ardía una gran pira, sus llamas danzaban silenciosas destacando contra el muro que era el bosque oscuro.

En aquella pira yacía un hombre. Era Scathach, por supuesto. Tallis lo sabía…, como también sabía que el fuego lo estaba reduciendo ya a cenizas.

Bajo ella, el roble estaba quemado y ennegrecido, el fuego se había apagado ya, sólo quedaban unos restos en el tronco humeante. Pero Tallis apenas lo notó. Lloró por Scathach, viendo como las llamas empezaban a consumirlo, brillante vida contra el cielo tormentoso.

Y lo último que vio fue un caballo con su jinete galopando desde el bosque, pasando junto al fuego, capa negra y crin oscura al viento. Tallis no habría podido decir por qué pensó que era una mujer, pero vio a la jinete pasar junto a la pira, de derecha a izquierda, una vez, dos, y una vez más, mientras las llamas brillaban en su pelo blanco rígido por el barro, en las profundas líneas de su rostro, en las heridas rojas de sus miembros desnudos. Sus gritos de dolor eran como los gritos de los pájaros del amanecer, expulsados de este invernal lugar prohibido, de esta Tierra del Espíritu del Ave.