VI

Ya habían caído los yesos a los golpes del martillo del olvido.

Antinoo se me presentaba a veces cuando sacaba mi ropa interior del armario de luna y la Venus de Milo había vuelto a ser la diosa olvidada en la antesala de los usureros.

Un día se recibió por el correo interior una carta escrita a máquina que venía a nombre de Olga.

¿Quién había escrito aquella carta? ¿La había escrito yo y al venir por el correo, al serme devuelta por la vía postal, ya no era mía sino del firmante?

Olga la leyó sonriendo y me miró como si comprendiese la broma, pero con algo de soma en su sonrisa como si hubiese podido ser verdad la carta.

- ¿Quién te ha escrito?

- ¿Y a ti qué te importa? ¿Es que no voy a ser dueña ni de mi correspondencia?

- Quiero saber qué dice esa carta… Es demasiado larga para que yo deje de saber qué dice.

- ¡Pues no te la doy!

Con una artería indigna de mí salté sobre ella y le arrebaté la carta…

La leí en voz alta agravando más su envenenado texto:

«Mi adorada Olga: Estoy triste sin verte por el museo y más siendo otoño, que es cuando me podrías traer en tu sombrero la ofrenda de hojas caídas que es el encanto de nuestros plintos… ¿Tienes miedo de comprometer tu tranquilidad pequeño-burguesa viniendo a ver al que ya está por encima de todo, pero comprende el amor como un baile celestial?

Si una noche te quedases en el museo aprovechando la sombra en que se queda a la hora de cerrar, conocerías la molicie de las nubes.

Sentirías el frío de mi pecho pero te sentirás turbada por ese frío si mis brazos te aprietan contra mi frente y aprenderás tu blandura en mi dureza.

Te diré entre todas las estatuas sin cabeza a cuál pertenece la tuya y verás el cuerpo inmortal que echas de menos envuelto en guirnalda de flores que parecen conchas rotas.

Reconocerás así algo más que a tu hermana o a tu madre, porque te reconocerás a ti misma tal como anduviste por los viñedos de hace siglos… Yo podré darte una uva de aquellas uvas y al paladearla lo recordarás todo, tus fíbulas y tu abanico.

Te enseñaré el secreto de la conversión en estatua y conocerás el escondite de lo aún no descubierto.

Tendrás la doble vista de las estatuas, que si bien ven el pasado pueden ver el porvenir.

Comprenderás nuestra dignidad y que somos los que nunca necesitamos paraguas.

Verás cómo se reanima lo que tenemos de fotografías de otros tiempos en playas enarenadas de un sol mejor.

Serás mía y de los otros dioses, porque no ha sido posible a ningún dios secundario evitar la competencia de los grandes dioses. ¡Recurren a tales estratagemas!

Te divertirás con las transformaciones con que se disfrazan y un día será una planta, una liana amorosa la que te envolverá y en ella palpitará Hércules o Mercurio.

¿Y si le gustas a Júpiter? Podrás optar al cisne blanco y sabrás la postura de su pasión, la postura que ningún escultor ni ningún pintor acertó nunca.

Tendrás el oro de los dioses que cae en sus manos en forma de lluvia amonedada. Todo el oro que quieras para envolverte en todos los zorros azules que apetezcas.

Nuestro banco es el sol.

Sabrás hasta dónde puede subir una mujer y de dónde puede caer. Te dotaremos de paracaídas y así lo mismo dará que sea desde muy alto de donde caigas.

Somos ya la pasión fría y si no recibirás besos, tampoco los sabrá dar tu cabeza de estatua restaurada. Lo único que no se descompondrá en ti el día que te descompongas toda. Porque servirá para que se encuentre al correr de los siglos lo que le faltó demasiado tiempo a las obras de Escopas que el día del juicio final de las estatuas deberá aparecer íntegra. ¡Ese día en que la Venus de Milo tendrá brazos!

Ven por aquí y conocerás el escalofrío de la estratosfera y la noche del jardín celestial. El yeso de tu cabeza te hará saber el ardor de tu carne.

No hagas caso a ese feligrés de museos que tienes a tu lado y te sorprenderá el ardor claro de las imágenes inmóviles.

El museo sin ti no tiene problemas. Ven. Tu cabeza es útil para todas las botellas de nuestro amor.

Adiós. Hasta pronto.

Tu Antinoo.»

- ¡Vaya cartita! -exclamé después de haber acabado la lectura.

- ¿Te parece bien? -dijo ella con profunda tristeza y sus ojos se rasgaron como si una daga repentina los hubiera herido súbitamente de sien a sien.

- ¿Y si haciendo caso a Antinoo me quedase una noche en el museo? - me preguntó desafiadora.

- Te encontrarían… Vigila el museo el lebrel del yeso…

Pasó un temblor nervioso y blanco por su rostro, como si se hubiesen encendido en ella antiguas cicatrices.

Para consolarla le cogí una pierna y le dije acariciándola:

- Olvidemos las estatuas… A mi me gusta andar por los claros que quedan en los rotos de tus medias de gasa… ¡Las estatuas no tienen medias!

Como en venganza de lo que nos había hecho sufrir el Museo de Reproducciones nos abrazamos y al lanzar sobre el espejo esa mirada de reojo que teme testigos, vi a Antinoo ahorcado, colgando de esa triste cornisa de la Arquitectura hecha para el suicidio de la estatua.