Gómez de la Serna, Ramón
Museo de Reproducciones
Ediciones Destino
Colección
Destinolibro
Volumen 97
© Ediciones Destino, S.L.
Consejo de Ciento, 425. Barcelona-9
Primera edición: julio 1980
ISBN: 84-233-1055-8
Depósito legal B. 16695-1980
Impreso y encuadernado por
Printer, industria gráfica sa
Provenza, 388 Barcelona-25
Sant Vicenç deis Horts 1980
Impreso en España - Printed in Spain
Digitalización anónima
Dos inéditos
de Ramón Gómez de la Serna
Debo a mi gran amigo José Antonio Giménez-Arnau, Embajador de España y escritor muy considerable en la narrativa y dramaturgia de posguerra, el conocimiento de dos textos autógrafos y, hasta donde he podido comprobar, inéditos, del creador de la greguería y con una obra fabulosa que vino a remozar las letras españolas y cuyos efectos no han cesado. En 1944, siendo el diplomático Consejero de nuestra Embajada en Buenos Aires, mantuvo estrecha relación amistosa con el trasterrado, del cual recibió como donación afectiva y graciosa los dos textos que ahora ven la luz. Tenemos, pues, un término ante quem para datar ambos escritos, aunque faltan, o yo no los veo, datos internos o externos para determinación más exacta de la fecha de su escritura. De todos modos, parece que no estaban destinados a publicación, ni mediata siquiera, habida cuenta del estado en que se encuentra uno de ellos, la novela. Incidentalmente debo manifestar mi inquietud por la falta de una bibliografía crítica de la copiosa obra del escritor, bien que tengamos una base muy valiosa en la relación que aparece en el libro de su pariente, el prematuramente desaparecido escritor Gaspar Gómez de la Serna, en su libro, Ramón (Taurus, Madrid, 1963, págs. 277-294). Ramón Aznar, por su parte, no ha pretendido hacer una aportación de índole meramente bibliográfica, sino de recreación interpretativa en su libro, Ramón Gómez de la Serna en sus obras (Espasa Calpe, Madrid, 1972), y me consta la diligencia que puso el gran polígrafo en reunir las obras más raras, a lo largo de lecturas que se remontan a más de medio siglo. Otro ha sido el propósito también -otro que el bibliográfico- en Francisco Umbral en su reciente Ramón y las Vanguardias (Espasa Cálpe, Madrid, 1978) -prólogo de Gonzalo Torrente Ballester- con lo que ahí queda el desafío de tarea tan incitante: el establecimiento de la obra de Ramón con todos los requisitos de la crítica textual.
Nuestros inéditos son dos, aunque acogidos a una cubierta común con un título, «Museo de Reproducciones (Novela) por Ramón Gómez de la Serna», en un folio doblado, que cobija ciento veintiséis cuartillas escritas por una cara, en tinta roja.
Recoge varias de esas biografías condensadas en dos ediciones bajo el título de Efigies (1ª. ed. 1923, 2ª. ed. 1929 en ediciones Oriente) y que hoy son rareza bibliográfica. Muchos años después se publica otra edición, bajo el mismo título (Aguilar, Madrid, 1945).
En ninguna de estas colectáneas aparece Herrera y Reissig, ni en presentación singular, como la que hizo Ramón de Apollinaire para la traducción -por Cansinos Assens- de El poeta asesinado (Biblioteca Nueva, Madrid, 1924). Ya en la Argentina recogerá sus retratos dispersos, acrecidos, en Retratos contemporáneos (Buenos Aires, 1941) y Nuevos retratos contemporáneos (Buenos Aires, 1945). Y en ninguno de estos libros figura el poeta uruguayo, ni en las Biografías completas, ni en Retratos completos (ambos en Aguilar, Madrid, años 1959 y 1961 respectivamente, con la incorporación al segundo de «Otros retratos y efigies»). Tampoco aquí aparece la “siIueta” que publicamos ahora. Pero estaba escrita y, muy probablemente, para emisión por radio, si nos atenemos al texto, acaso desde Buenos Aires en los primeros años de su estancia al filo de los cuarenta, después de «mi segundo viaje a Montevideo», cuya fecha no he podido verificar.
Ramón y la novela
Nuestro autor irrumpió en el campo literario con una obra -luego olvidada y aun repudiada- cuyo título, Entrando en fuego (Imprenta del Diario de Avisos, Segovia, 1905) era ya todo un programa, y en los “Trabajos literarios”, allí recogidos hay ya una muestra de lo que iba a ser la actitud del escritor frente a su entorno: ruptura con todo y con todos, busca incesante de nuevos modos de ver, de decir, desde la creación léxica, a una sintaxis suelta, impresionista, y, sobre todo, a una constante transgresión de las fronteras que venían condicionando los géneros. Cultivará luego el ensayo, la biografía, el cuento, la novela, el teatro y en cada caso tratará de buscar, hallará muchas veces, la evasión hacia nuevos módulos de composición. Y pronto nos dará el término que ha de caracterizar su más personal aportación a la prosa, la greguería. A Ramón se debe la cosa y su nombre, al que llegó después de varios tanteos: «Futesillas», «gollerías», «virguerías» o la regresión que suena a madrileñismo de «gregues». Alfonso Reyes, uno de los que más pronto se dieron cuenta de la novedad y valor de la prosa ramoniana ha dejado notado que todavía en 1909, la que iba a ser voz de sentido y uso exclusivo -admitidas todas las imitaciones necesarias- sale de la pluma de nuestro autor sin su peculiar sentido. Véase el artículo del gran crítico mexicano en Libro Nuevo (Madrid, 1920) donde remite al artículo del que se firmaba Tristán en su revista Prometeo, y en el número dedicado al banquete en honor de Larra, donde se apunta un posible antecedente en la «filosofía de las cosas», de Azorín (Alma española, 22-XI-1903). Pero no me interesa ahora el tratar de definir algo tan elusivo y multiforme como es la greguería, aunque bastará notar su brevedad, condensación y novedad en el discurso, más la variedad de tonos, generalmente desenfadados y funambulescos, con predominio de lo que ya notó Cansinos Assens, la predominancia de lo visual caricaturesco. Pero esto requeriría una muy amplia discusión. Como guía de urgencia, remitiré al lector a Greguerías selectas, prólogo de Rafael Calleja, (ed. Saturnino Calleja, Madrid, 1919) o al prólogo del propio Ramón a sus Greguerías (ed. Austral, Buenos Aires, 1940). En todo caso ha de recordarse que la greguería puede aparecer en libros exclusivos, pero no faltará en ninguno de los restantes, sean novela, ensayo, biografía o teatro.
Pero parece necesario acudir a tratar de poner algún orden en las ideas de Ramón acerca de la novela como género. Cierto que no fue hombre de ideación sistemática, pues procedía por un asociacionismo mental e imaginativo deliberadamente caprichoso, fuera de los cauces usuales, con lo que muchas veces nos daba en fulgurantes atisbos algo mucho más iluminador de lo que la razón raciocinante pudiera suministrarnos. La aparente arbitrariedad era casi siempre una abreviatura densa y sugeridora. Ya en 1920 -y en torno a esa fecha va a darnos sus novelas mejores- propone una destrucción de la novela al uso mediante «un tipo de novela escéptica bien hecha, de cada tipo de novela» (Libro nuevo, pág. 38), y en la misma obra, más adelante piensa en «ese hombre que es un personaje de novela que se hace célebre, y que en el silencio de su despacho de lector reconoce su retrato» (op. út. página 62), donde se han borrado las lindes entre realidad y ficción, dando entrada al personaje autónomo, como luego veremos en acción y muy especialmente en El hombre perdido (1946), cuyo Prólogo, firmado en Buenos Aires, septiembre de 1946, nos deja testimonio de lo que en su ruta han significado El incongruente (1922) y El novelista (1923). Pues bien, desde la obra más reciente, y próxima a la que ahora se edita, se replantea el tema de la realidad novelesca, pregunta si en lugar de la novela de personajes no es mejor la novela de cosas, y propone algo que no esté «ni en el realismo de la imaginación, ni en el realismo de la fantasía, otra realidad, ni encima ni debajo, sino sencillamente otra». Aquí nos hallamos ante algo doblemente característico en el arte de Ramón: su atención a las cosas, a las cosas visibles y tangibles como trampolín para sus acrobacias interpretativas. Y un estar de vuelta del superrealismo, en el que tuvo tanto de inductor como de difusor. Diré, de pasada, que el chosisme del primer nouveau roman francés tiene muy poco o nada que ya no estuviera y con creces en el primer Ramón. Pero debo pedir disculpas por esta afirmación tan redonda, no ligera. Recordemos el agudo ensayo ramoniano, «Las cosas y el ello», (Revista de Occidente, número 134, XLV, 1934), del que me complace recoger su confesión de la ternura por las cosas, como «lo que hay en lo más recóndito de mí» y donde se proclama «protector de las cosas». Más aún, el texto que nos abre, creo, una vía directa al método del escritor: «Hay dos maneras de llegar a lo inconcebible en la última playa, a través de la realidad pura, o a través de la fantasía pura», que yo entiendo más que como disyuntiva, en fusión indiscriminada y constante en la pluma del escritor.
Volviendo atrás, a uno de los libros más iluminadores sobre el arte, no sólo de Ramón sino de otras artes de su tiempo, Ismos (Madrid, 1931), allí hay un capítulo, «Novelismo», dedicado exclusivamente al género, para cuya definición se atiene a la pragmática de E. M. Forster, «cualquier relato imaginario en prosa de más de cincuenta mil palabras» (Se refiere, supongo, a la que figura en el tratado del novelista inglés, Aspects of the novel, 1.a ed. 1927, y tantas veces reimpresa). Pero lo que nuestro escritor proclama es la «libertad interior»: «¡Habrá más hermosa misión que hacer la novela libre, que fabricar el mundo que no podremos alcanzar por mucho que vivamos!», o: «La novela ha de ser el sitio ideal en que unos cuantos sintamos la libertad»; por eso, «El principal deber de la novela es compensar a la vida de lo que no sucede en la vida debiendo suceder». Si recordamos que años antes había prologado la traducción al español de El poeta asesinado, de Apollinaire (Biblioteca Nueva, Madrid, 1924, texto que incorpora al «Apollinerismo» de Ismos), tenemos unas muestras de urgencia para ver lo consciente de la aventura del novelador, para el que las fronteras entre la más crasa realidad y el mundo de la fantasía se pueden salvar en una y otra dirección, sin justificante ni pasaporte. Cierto que también nos deja ante lo inexplicado cuando después de manifestarse contra el novelista de «mucha estética», deja esta sibilina fórmula: «No se trata de estilo, ni de asuntos, ni de nada; lo que hay que saber es conducir» (Ismos).
Lo que tenemos en su galería novelesca (novelas grandes y otras que nos presenta como «cortas») es, desde luego, algo que se sale de las fórmulas al uso, aun contando con lo que Unamuno, Azorín y, más tarde Valle-Inclán habían revolucionado en la manera de los epígonos del ochocentismo. Ni es momento para seguir la honda huella que Ramón ha dejado en los narradores de la segunda década del siglo, y en adelante. Recordemos, siquiera, sus «falsas novelas», las «nebulíticas», o esa superación del costumbrismo madrileño que fue El torero Caracho (Madrid, 1926), ejemplo insigne de cómo se recrea un tópico, un haz de ellos. En fin, véase el breve Prólogo de Ramón a la reimpresión de El incongruente, (Barcelona, 1972, con excelente estudio preliminar de José-Carlos Mainer) y su recuerdo de cómo esa obra, de 1922, ha ejercido una influencia «en amigos y enemigos, como primer grito de evasión en la literatura novelesca al uso. Era el Incongruente el eslabón perdido en la evolución que continúan El novelista, ¡Rebeca! y El hombre perdido». El Prólogo está fechado en Buenos Aires, agosto de 1947, lo que nos trae a las proximidades de la novela que ahora ve la luz. En efecto, en El hombre perdido (1946) y en el Prólogo, una vez más Ramón teoriza, a su manera, sobre la novela, sobre lo que debe y no debe ser. Si insiste en que «Lo que menos merece la vida es la reproducción fiel de lo que aparenta suceder en ella», buscará el misterio, no el de la intriga, sino el misterio mayor, no «en forma de predicación, sino [buscando] las formas más estrafalarias de misterio». Termina con una apelación a Dios, autor de la «entretenida y dramática novela “Cosmos”. Pero aquí tocamos un límite no franqueado por nuestro autor, ni siquiera en conato, según lo veo. Vayamos, pues, a la novela que ahora se publica.
Museo de Reproducciones. Esta novela de Gómez de la Serna debió de ser escrita, en el estado que se conserva, hacia los primeros años de la década del cuarenta, durante su estancia en Buenos Aires. La obra está dividida en seis partes, o capítulos, que llevan, simplemente, una numeración en romanos y presenta una muy acusada arquitectura en su composición. El narrador, en primera persona, nos cuenta cómo decidió visitar el Museo de Reproducciones, acompañado de su amada, Olga, para someterla a una prueba, diré que la prueba de los celos. Ninguna precisión ni alusiva a la condición del protagonista, ni al lugar, ni referencia a tiempo de la acción, aunque sí hay indicaciones del transcurso temporal en el desarrollo de la aventura, en sucesivas visitas, más un sueño (capítulo V) y un desenlace satisfactorio para el enamorado, después de haber pasado por la crisis de la sospecha más grave.
Hay, pues, una línea de tipo más bien convencional. El motivo de los celos no es nuevo en la obra del autor, por ejemplo en una próxima, El hombre perdido (1946). El motivo se deshumaniza, en cierto modo, pues aquí el presunto rival que provoca los celos es la reproducción de la estatua de Antinoo, el bello ejemplar escultórico que nos ha transmitido la efigie del más audaz de los pretendientes de Penélope durante la ausencia de Ulises. «Parece que te gusta Antinoo», dice el narrador a Olga, que le responde: «Eres celoso hasta en un Museo de Reproducciones». La supuesta carta de Antinoo, con su declaración amorosa a Olga, y el happy end agotan la fábula novelesca, que resulta mucho menos interesante para el lector que la visión y tratamiento de unas situaciones donde la realidad desde un criterio de verosimilitud normal ha sido radicalmente alterada. Incidentalmente notaré que la visita al museo, la experiencia de esa visita apunta de pasada a algo más trascendental y en apertura hacia la pura misteriosidad, como cuando él pregunta a Venus -a la estatua, claro- «¿Pero qué hay detrás de la puerta que da al misterio?», y ella «Otros que llaman para que les abran también». O cuando se pregunta el narrador, «¿No seremos nosotros seres de un Museo de Reproducciones que se pasean?»; o en el comentario del mismo: «el amor es una sospecha de lo eterno». Pero no son más que muy leves atisbos de una metafísica o metaerótica, sin consecuencias en el relato.
Pero el problema central, diría, no es ninguno de los que he apuntado, esto es el problema que constituye el nódulo del arte novelesco de Ramón, y es el que trato de elucidar: simplemente, su visión y trato de la realidad. Sabido es su gusto y la especial atención que ha dedicado a las cosas, a los objetos, dotándolos como de una animización. Habría que notar cómo ha ido evolucionando esa manera de ver y de interpretar las cosas, pues me parece haber advertido a lo largo de su prolífica obra una tendencia hacia cierto trascendentalismo visionario, desde El rastro, por ejemplo, a su ensayo Las cosas y el ello y a nuestra novela. Notemos que aquí se trata de cosas, las reproducciones, que tienen un segundo grado de cosificación -la copia en materia menos noble que los originales- y una referencia no precisamente humana, sino a mitificaciones ejemplares: Venus Calipigia, Antinoo, Zeus, el Hermafrodita, etc. Parece como un desafío a lo más inerte y alejado de la vida, para salvar distancias en una invivencia que, provisionalmente, llamaré fantástica. Hay algunos antecedentes de esta familiaridad, como la que tenemos ya en Caprichos (Cuadernos literarios, Madrid, 1925), donde el mismo autor ha dibujado el «ente plástico» que convive con aquél en su torreón, y que es hijo de la modelo trivial, la cual lo reconoce como hijo suyo, y del pintor mediocre, de los cabellos rubios: “¡Hijo mío!”, exclamó en la escena del reconocimiento. En otra obra poco anterior, Ramonismo (col. «Los humoristas», Calpe, Madrid, 1923) también estamos oyendo, leyendo, de un museo en el que un ministro ha mandado poner hojas de parra a las estatuas. Luego, al quitar a una de ellas la hoja, «apareció la estatua varonil convertida en estatua hermafrodita»,
Recojo ahora el cabo suelto que he dejado adrede, el de lo que he llamado fantástico, a falta de una categorización más certera. Tenemos que enfrentarnos con esta manera especial que Ramón tuvo de tratar lo irreal, justo desde la más espesa realidad. Y no me sirve de mucha ayuda lo que sobre el tema de la literatura fantástica han escrito Todorov (Introduction a la littérature fantastique, Seuil, París, 1970), que no había leído al nuestro, ni encuentro bastante apoyo en el «Ensayo de una tipología de la literatura fantástica», de Ana Ma. Barrenechea (Revista Iberoamericana, Pittsburg, 78-80-1972). En todos los casos de narración que nos enfrenta con algo más allá -o más acá- de la realidad cotidiana y experimental ha de contarse con el supuesto más o menos explícito de la connivencia que el autor demanda de sus lectores, pues sólo desde la organización receptora de éstos se cumple la significación potencial del texto y es entonces y desde aquel supuesto como se logra un sentido. Por esa connivencia convencional leemos con un tipo distinto de expectancia el relato de lo sobrenatural y milagroso, de lo imaginario, de lo alucinatorio, de lo maravilloso, de paremias y fabularios en que hablan los animales y aun las plantas, o del crudo realismo verista. Para Ramón hay que postular un tipo particular -no diré que exclusivo-de convención, y es la de que, sin más, quedan abolidos los criterios con los que habitualmente, en la vida práctica, distinguimos lo que llamamos verdad y verosímil, de lo que vemos como mera invención. Esta eliminación del discernimiento no se postula apoyada en creencia o convicción, sino, simplemente, apelando a la virtualidad del arte de la palabra y porque sí. Lo cual no quiere decir que esta literatura sea arbitraria siempre, pues, tal vez, sirve de vehículo para expresar emociones o conceptos. En esto convengo con Borges (ver su artículo en Libre, 3, París, 1972) y con lo que años atrás dejó escrito Sartre, en un artículo sobre Aminadab, del que traduzco: “Lo fantástico es una de tantas maneras para el hombre moderno de remitirse a su propia imagen”.
Nuestro novelista se mueve como Pedro-por-su-casa, sin problematicidad, en el mundo de lo real y de lo que no es tenido por tal, sin necesidad de explicaciones ni justificantes, sólo por el gusto de hacer literatura y captar lo menos obvio, que luego, en su pluma, nos resulta convincente. Así, por ejemplo, el El torero Caracho, en una tarde de toros, en Madrid, al pasar en coche fúnebre frente a la Plaza, camino del cementerio, abre la tapa del féretro, y sale con sus conductores a ver por lo menos los tres primeros toros y volverse al ataúd.
En nuestra novela, Antinoo escribe una carta a Olga y, al desvanecerse la sospecha celosa del narrador, nos presenta al griego ahorcado, final satisfactorio para el celoso protagonista. Creo que no debemos plantearnos esto ni como fábula, ni como alegoría, ni como otro modo pragmático de explicarnos la pasión de los celos y justificar la animización de las reproducciones en yeso. Caso bien distinto del que nos ofrece la primera novela galdosiana, La sombra (de 1876 o 1877). También aquí es una efigie, pictórica en este caso, la que dispara el estado celoso hasta lo patológico en Anselmo, personaje de carne y hueso literarios. Paris, el acreditado seductor, crea un estado alucinatorio en Anselmo, y Galdós se cuida de insinuar y casi explicar científicamente lo que nos cuenta.
Como ocurre en otras novelas, la prosa narrativa hace concesiones a la invención gregueresca, incluso saliéndose del tema. Así encontramos aquí: «Los domingos son los catafalcos de las máquinas de escribir», o «La tormenta que pasa sin descargar se lleva una promesa incumplida», menos inmotivada. Pero la estatuaria brinda abundantes disparaderos para su modo predilecto de hallazgos y expresión, tal como en el diálogo sin introducción de interlocutor (sólo al final sabemos a cuál de los dos atribuir las frases): «-Las estatuas dan ejemplo de grandes frentes… -Frentes para la jaqueca. -Nos refrescaría enmascararnos con ellas. -Piensan en mausoleos. -Y en modas que no podrán usar. -Tienen la ropa tendida en la eternidad. -Se han empolvado demasiado. -Salen del baño de la muerte. -Tienen alma de botijos». (Es Olga la que dice la última frase: capítulo 1) y ya podemos distribuir parlamentos, bastante caracterizados, sin duda. Gravedad en el narrador, intranscendencia y frivolidad en Olga que puede asociar «Nirvana» con «galvana», provocando la indignación de él, o comentar al ver a Mausolo que «fue el inventor de los bigotes de cine». (¿Evocación de galanes a la manera de John Gilbert y demás monstruos sagrados de una época en Cinelandia?)
Es algo que está por analizar cuidadosamente, y creo que no lo ha sido ni en primera vista, la agilidad y desenfado con que Ramón se mueve por el vocabulario, del que domina un caudal ingente y que enriquece con creaciones verbales casi siempre legítimas dentro del sistema derivativo español o con transgresiones felices, con vario humor. En nuestra novela no se advierte una frecuencia notable y así tenemos: «autobusto», hecho por el módulo de «autorretrato», «nirvanática», «remotídad» o ese «perlótida» (amante de las perlas), que no tiene fácil encaje en el sistema, pero ahí queda.
Algo que también necesita un estudio sistemático es el juego de asociaciones entre lo material, las cosas, y sentidos que pertenecen al mundo de las vivencias morales, como puede ser el ver en una cosa expresión humanizada: «Por entre el cuero de las sandalias sonreían (la cursiva es mía) los dedos de los pies». En el perambular por el museo ocurre «una pausa de nalgas blancas» y «una pausa de yeso». O vamos del sentimiento a la proyección realista: «Partí en menudos pedazos mi cólera como una carta inútil»; o, «Ya habían caído los yesos a los golpes del martillo del olvido»; o, «las cometas de la suposición delirante que lanzan los hombres».
Una última consideración todavía, pues viene obligada desde algunos de mis asertos anteriores: el grado de compromiso en la novela. Dejaré de lado, aunque me tiente explorarlo, el trasfondo personal, biográfico, del motivo de los celos. Quede así. En cuanto a compromiso con otro orden de problemas, tanto en esta obra de su última vida como en el resto, creo que hay una primacía para lo puramente literario y en cuanto arte de la palabra. Cierto que el autor evolucionó en sus opiniones y creencias, como podemos comprobar en sus autobiografías; pero mantuvo una voluntad sostenida de arte sin más implicaciones que las meramente estéticas, de su estética, claro está. No es ocasión, ni hay espacio, para seguir la trayectoria artística de Ramón, libérrima, personalísima, incluso «deshumanizada» en el sentido orteguiano y aun más allá, si es que puede haber arte o acción humana que merezca tal calificación como no sea relativa y comparativamente. El cansancio de los buenos sentimientos (les beaux sentiments), con los que se hace mala literatura, que Gide reivindicó para sí en esta formulación, el arte por el arte sin ir más lejos nos ponen en la línea histórica. Luego, Ramón tan alertado captador de los nuevos rumbos artísticos, guía él mismo en vanguardia estará de lleno en la estética sin compromisos ajenos ni alienantes. Es el más independiente de nuestros escritores y encuentra afinidad perfecta con «el gran poeta Villalón», cuando autoriza su propia posición con el texto del ganadero-poeta andaluz: “Haremos poemas sin ropa de nadie, sin levitas de academia, sin chaquetas de sabios, ni trincheras de señorito, sin blusas del obrero tampoco».
Y sin embargo, habría que observar detalladamente la evolución desde una supuesta o querida asepsia hacia algo más contagiado de problemas humanos. Ya he recogido los tenues indicios de inquietud trascendida que figuran en esta novela. La lectura de sus últimas páginas autobiográficas nos darán otra imagen del escritor en su personalidad histórica, imagen que no acabo de concordar con la del «autor», ni lo necesito tampoco para explicarme su arte. En fin, ahí queda una exposición de urgencia sobre la ingente obra de quien constituyó la generación unipersonal a lo largo de más de medio siglo, y sigue virtualmente vivo.
Francisco Induráin
Museo de Reproducciones.