1
Lucía está bañando a Pablo, navegando por su piel con la esponja cubierta de espuma, enjugando el sudor de dos horas de juegos en un parque infantil con sus nuevos amigos del barrio al que se han trasladado. Él se deja mimar. De fondo, una emisora de radio ofrece las noticias de las ocho.
Sigue siendo gorda, incluso un poco más que antes, pero ya no le importa. Ahora se mira en el espejo y se gusta. Pablo la concibe en una forma muy distinta al envoltorio carnal que tantas veces odió. Para él es una persona plena, un cúmulo de bondades y afectos que no supo descubrir, una mariposa de luz cuyas alas rozarían el techo, asexuada y con una silueta diferente a la humana. Es el pináculo de la belleza.
Ninguno de los dos está hablando y únicamente se escucha el chapoteo del agua. Ella le mandó callar con ternura. Quería oír las noticias.
«Según nos comunica nuestro corresponsal en Nueva York, la sala de convenciones y Asambleas de las Naciones Unidas en Nueva York se encuentra incomunicada desde hace dos horas sin posibilidad de acceso exterior».
Lucía sigue frotando la espalda del pequeño, sintiendo las pequeñas burbujas producidas por el jabón que cubre el dorso de su mano. Es delicioso.
La tarde en que ambos entregaron su poder supo que había nacido para ser su madre, que debería cuidarlo porque jamás estaría a salvo en su abandono. No podía explicar el amor instantáneo que se desató en ella. Le bastaba con sentirlo en sus entrañas.
«Grupos de cuerpos especiales planean en este momento el acceso al edificio, temiendo algún tipo de ataque terrorista, aunque las familias de los Primeros Ministros y Representantes acreditados han podido hablar con ellos por teléfono móvil. Todos sin excepción ofrecen mensajes de calma y rechazan sufrir cualquier clase de agresión».
Al dejarles marchar, el niño les explicó donde tenían que dirigirse, a quien tenían que pedirle las llaves de la casa que estaba dispuesta para ellos con mucha antelación. En el salón localizaron una bolsa de deportes con dos raquetas cruzadas —que malos recuerdos le traía— llena de fajos de billetes de cien euros. No lo bastante para una vida pero sí para iniciarla.
Pablo interrumpe la escucha.
—Mamá, ¿hoy toca pelo?
—Claro mi niño.
Se levanta, apaga la radio y se dedica a amarle.
2
En el Aeropuerto Internacional de Barajas, en Madrid, una familia se entretiene royendo el contenido de cuatro bolsas de snacks. Se remueven inquietos en sus asientos, desubicados en la inmensa sala de espera.
—Papá, tengo sed —dice el más pequeño.
El padre se levanta, le limpia los labios de restos de migas de patatas fritas y revuelve su pelo. A continuación camina hacia la máquina expendedora de bebidas, removiendo las monedas en su bolsillo. En el camino esquiva tres o cuatro grupos de viajeros que se dirigen a las tiendas libres de impuestos. Le escuece la cara por el afeitado reciente.
Introduce una moneda de un euro y selecciona una botella de agua. Mientras el interior del aparato retumba canalizando el producto hasta la bandeja de salida, el hombre se fija en la pantalla sin sonido de un televisor situado a la entrada de una tienda de productos electrónicos.
La botella cae pero él no la recoge.
En el canal internacional están emitiendo imágenes de las cámaras de seguridad de las Naciones Unidas en Nueva York. No son claras y les falta nitidez, pero él reconoce en el acto la figura que muestran. Un cartel con el logotipo de la cadena señala la fecha y su situación. No ha pasado más de dos horas.
Un niño de seis años camina entre las personas que hacen fila para entrar en el edificio. Se cuela entre ellos con agilidad, un borrón en ocasiones, como una pixelación que el hombre distingue por lo que es en realidad.
La grabación de la primera cámara cambia a otra que enfoca desde un ángulo superior al personal de seguridad que gesticula dando el alto al niño. No se aprecia bien, pero puede ser que este dialogue con ellos. Quizás ordenando. Los guardias de seguridad le abren paso y continúan con su tarea rutinaria de control con el resto de ciudadanos. Una tercera grabación le sitúa avanzando hacia las enormes puertas de acceso a la Sala de Convenciones y Asambleas.
El busto del presentador del telediario habla sin voz.
No le interesa lo más mínimo lo que vaya a ocurrir a continuación. Acaban de anunciar su vuelo a Brasil.
Recoge la botella y se dirige hacia su familia tarareando una canción.
3
Frente a un monitor con una manzanita plateada, un hombre joven explora la red en busca de fuentes alternativas que ofrezcan información sobre los sucesos que acaecen en Nueva York.
Antes ha enviado varias peticiones de presupuesto por email para enrejar todas las ventanas de su vivienda, incluido el acceso a la casa de su vecina. Mejor prevenir que curar.
Ha renovado también su suscripción mensual a dos webs con contenido de dudoso gusto para el común de los mortales, pero que a él le excitan en sobremanera. Ahora ya no tanto, porque acaba de masturbarse dos veces seguidas. Un puñado de pañuelos de papel se amontona a sus pies.
Salta de nodo en nodo, pinchando aquí y allá con el puntero del ratón, hasta llegar a una página que ofrece material exclusivo grabado con teléfonos móviles en la parte oriental del Midtown de Manhattan, fundamentalmente entrevistas a supuestos testigos que han presenciado los hechos.
Visualiza varios sin interés, con datos que ya ha conocido en otros canales online. Por fin uno le llama su atención. Un varón con uniforme de limpieza baja del coche que conduce, dejándolo estacionado sin cuidado, la puerta abierta tras de sí, y se dirige por voluntad propia hacia el cámara. No tiene sonido durante unos segundos, en los que el objetivo se dirige al suelo. Con un giro brusco, el teléfono enfoca a su alrededor, buscando un buen ángulo que encuadre la sede de la ONU al fondo. En el lateral derecho está el entrevistado. El sonido se activa, medio cubierto por el barullo del tráfico.
«—¿Dice que el niño llegó volando? ¿Está seguro de lo que afirma?
—Completamente. Bajó del cielo y se encaminó a nosotros. Iba desnudo de cintura para arriba. Entró sin pasar los controles previos y cerró las puertas blindadas de la sala con sus propias manos.
—¿Es consciente de lo extraña que resulta su afirmación?
—Sí.
—¿Quiere añadir algo más?
—Nos sonrió antes de encerrarse. No tenía dientes.»
La grabación termina abruptamente.
El hombre aparta los pañuelos de una patada, apaga el ordenador y sale de la casa a pasear.
4
En la zona norte de Madrid se levanta una residencia geriátrica de lujo. No es un único edificio, sino varios apartamentos al estilo de chalets pareados que convergen en una zona común ajardinada. En ella transitan, muchos ayudados por personal sanitario, varios ancianos que pasean sus huesos al sol de ese día de verano.
El complejo está rodeado por un seto espeso de arizónicas podadas con pulcritud, aislando su interior del mundo que les rodea.
Una mujer con traje blanco, el pelo rizado recogido en una coleta, trabaja estimulando a un anciano recostado en una silla de ruedas, peinado y afeitado, vestido con una camisa de lino muy fresca. A su lado descansa su esposa en otra silla, amodorrada. Le habla con suavidad, arrullando sus manos, batallando contra la enfermedad que corroe sus neuronas, intentando frenarla lo suficiente para que siga gozando de esos leves momentos de lucidez, nunca más de uno diario, en los que se levanta y besa a su mujer con dulzura.
Una radio de bolsillo cuelga del cuello de otro residente que juega un solitario de cartas en una mesa del jardín cubierta con una sombrilla blanca.
La voz del locutor se escucha aguda en los altavoces del aparato.
«En nuestra cadena tenemos el privilegio de ofrecerles en exclusiva el sonido de una llamada de teléfono que realizó el Subsecretario de Estado hace una hora escasa. Sus familiares han querido hacerla pública para acallar los rumores que pueblan los informativos y las redes sociales sobre el estado de salud de los miembros encerrados en la Sala de Convenciones. El sonido no es muy bueno, pero es un documento sonoro de gran interés para nuestra audiencia».
La terapeuta se levanta, acercándose con paso ligero al anciano y sentándose a su lado. Este no se percata de su presencia. La retransmisión de la llamada tiene aún peor sonido.
«—¿Cariño?
—¿Hola?
—Te escucho. Qué alivio oír tu voz. Estamos muy preocupados.
—No tenéis porqué estarlo. Nos encontramos bien.
—Pero ¿qué está pasando? En las noticias dicen que es un ataque terrorista.
—No.
—¿Entonces? ¿Cuándo vais a poder salir?
—Dentro de poco.
—¿Quiénes son? ¿Árabes?
—Es uno. No son árabes.
—¿Uno? ¿Solo una persona os tiene retenidos?
—No estamos retenidos.
—Me estás asustando. Te noto raro.
—Estamos bien.
—Juan, dime qué ocurre, por favor.
—Te tengo que dejar.
—¡No! ¡Dime que pasa!
—Va a hablarnos y tenemos que escucharle. Adiós mi amor.»
La conversación se acaba. El viejo se levanta y se marcha molesto por la presencia de la mujer. Ella se mesa el cabello, preocupada.
5
En el sofá de su casa, con los papeles de su propiedad legal en el regazo, mira la televisión en directo una mujer. Sus ojos rasgados no se despegan de la pantalla.
La explosión del helicóptero de los cuerpos especiales de la policía neoyorquina que sobrevolaba el edificio de treinta y ocho plantas todavía permanece impresa en su retina.
A algún genio se le ocurrió embarcarse en el asalto de la sede desde su azotea, soltando un cargamento de doce miembros de la ESU armados hasta los dientes.
La información oficial, plasmada en un cartel con fondo azulón en la parte inferior de las imágenes que apuntan a una columna de humo negro, es que un misil tierra-aire alcanzó la aeronave desde un punto desconocido. No se esperaban supervivientes entre los pasajeros.
Ella está convencida de que, cuando analicen la imagen justo antes de la explosión, no verán precisamente un misil.
6
En un tren que recorre el sur de Francia en dirección París, una mujer amputada toma un café en el vagón-restaurante del AVE. Lee una revista del corazón de hace una semana, sin detenerse en los textos que encabezan las diferentes fotografías cuyos protagonistas son mujeres bellas y hombres apuestos recorriendo ciudades europeas, tomando el sol en yates atracados en alguna costa mediterránea o escapando de los paparazzi en vehículos con chófer.
Está tranquila porque no hay ningún cargo judicial contra ella y no quiere saber cómo es posible. Es una viuda millonaria en camino hacia un destino que únicamente conocen ella y su abogado, un hospital que prometió recuperar su miembro amputado con prótesis que nada más están al alcance de unos pocos privilegiados.
Cansada del lujo de las fotografías, mira por la ventanilla. La campiña francesa fluye a doscientos kilómetros por hora, el tren rozando campos inmensos de viñas preparadas para fructificar.
Sin ningún poder especial, prevé un futuro mejor para todos.
Meco, Agosto 2011 – Septiembre 2012