1

Erase una vez una niña que casi partió en dos a su madre al nacer. El primer regalo que le entregaron fueron dos kilos de sobrepeso. El segundo fue un pecho con un pezón como un plato de té. Era algo más que un bebé rollizo. Parecía una morsa, joder.

Siguiendo la tradición familiar, no solo no bajó de peso en la primera semana de vida, sino que aumentó medio kilo sorbiendo la nutritiva leche de las tetas de su madre cada dos horas, con el útero sobredimensionado contrayéndose para intentar alcanzar un tamaño que nunca iba a conseguir de nuevo.

Pronto las ubres maternas fueron incapaces de mantener el ritmo de la lactante, así que sus progenitores decidieron echar mano de los socorridos biberones, eligiendo dos de medio litro, y seis paquetes de un kilo de leche. En una semana duplicaron el presupuesto que tenían previsto para la alimentación de la hija.

Con los pañales pasó algo semejante. En el armario se amontonaron dos bolsas de tamaño recién nacido inservibles; lo más que podían conseguir con ellos era enrollarlos alrededor de uno de sus muslos. La talla de un año era más apropiada para ella, y si me apuráis, la de dieciocho meses.

En la primera revisión, el pediatra tuvo que improvisar una balanza infantil, ya que la niña se salía de la bandeja. Con un par de sábanas extendidas por encima de la base de adultos pudo certificar que el bebé crecía a buen ritmo y que su percentil estaba disparado hasta los cielos. Los padres se mostraron orgullosos y el doctor anotó en la ficha del ordenador su riesgo de obesidad infantil. Les dio cita para el siguiente mes. Los padres nunca más acudieron.

Era un encanto. Dormía la mayor parte del día desde que cambiaron la rutina del pecho al biberón, despertándose para tragarse la siguiente toma y continuando su siesta permanente. Por la noche aguantaba once horas seguidas sin molestar. No esperaron a la cuarentena para reanudar la actividad sexual. Eran la envidia de conocidos y padres novatos.

La matricularon tarde en el colegio. Sus padres sostenían la opinión de los beneficios de prolongar en lo posible la permanencia del niño en el hogar para crear en sus primeros años de vida el ambiente más positivo para su desarrollo afectivo. El primer día de clase observaba a los demás alumnos como si fuesen extraterrestres. Ellos a ella también.

—Entra, Lucía —dijo la maestra, cogiendo su mano del tamaño de un croissant.

Ella se dejó hacer, pues tenía el carácter dócil y afable de sus padres. Aguantó sin rechistar la primera hora de clase, con las rodillas tocando el fondo de su cajonera y las nalgas sobresaliendo por los laterales de la silla. Sabía leer y escribir un poco, lo justo para mantener la marcha de la clase.

En el primer cambio de clase no se movió de la silla, y sus compañeros se mantuvieron a una distancia prudencial en pequeños corros, bisbiseando y lanzándole ojeadas seguidas de risitas infantiles.

La situación cambió cuando tuvo que enfrentarse a la hora del recreo. Sus intentos por pasar inadvertida en la esquina de la papelera, que nadie usaba, fueron en vano. Pronto estuvo rodeada de un grupo de niños y niñas, ella en cuclillas con las rodillas asomándole por encima de la falda marrón.

—¿De dónde eres? —preguntó una con el pelo rubio recogido en una coleta.

—De aquí —respondió ella.

—¿A qué colegio ibas? —indagó otra, morena de pelo encrespado.

—A ninguno.

—¿Dónde estabas entonces? —de nuevo la rubita.

—Con mis padres.

—¿Porqué? —era un niño de pecas y pelo terroso.

—No lo sé, supongo que querían que estuviera con ellos.

—¿No has ido al cole entonces?

—No.

—Jo, que suertuda —exclamó el más bajito rascándose la nariz.

—¿Cómo has aprendido a leer entonces?

—Me enseñó mi padre.

—¿Es profesor?

—No, es jefe.

—¿Jefe de quien? —inquirió el pecoso.

—De gente de su trabajo —aclaró con convicción.

—¿Tus padres son tan gordos como tú? —se interesó un niño de pelo rapado.

—Más —respondió ella orgullosa.

—¿Maaaaas? —ahora eran todos a coro.

—Mucho más. Mi madre debe pesar como mil kilos —y ensanchó los brazos hasta donde le daban de sí.

—Ohhhh.

—Eres una mentirosa —insultó la del pelo encrespado, haciéndose la marisabidilla—. Si estuviesen tan gordos se habrían muerto.

Miró a los demás como desafiándoles a contradecirla.

—No soy una mentirosa —respondió con timidez, el volumen de su voz inaudible.

—Eres una mentirosa y una gorda, y das asco —volvió a la carga la niña.

—No la doy —e hizo un mohín con los labios, a punto de llorar.

—Mentirosa, mentirosa —cantaron todos a una, sincronizados a la perfección.

—No soy mentirosa.

—¡Mentirosa, gorda! ¡Mentirosa, gorda! —siguieron cantando mientras Lucía se tapaba los oídos y cerraba los ojos.

La profesora se extrañó al entrar en el aula y ver su pupitre vacío. Todos los demás niños estaban ya sentados, organizando sus cuadernos y estuches.

—¿Alguien ha visto a Lucía?

Una niña negra, con el cabello plagado de lacitos de colores, levantó la mano.

—¿Diana?

—Se quedó en el patio. Yo la intenté avisar pero no me hacía caso. Creo que se enfadó porque Sonia la llamó mentirosa.

—¡Yo no la llamé mentirosa! —respondió la aludida, levantándose como un resorte, muy indignada.

—Me da igual quien dijera qué. Voy a buscarla y espero que sea la última vez que tenga noticias de que alguien de esta clase se mete con ella.

La profesora se acercó a la esquina de la papelera; ella seguía en cuclillas, con las manos cubriendo sus orejas y apretando muy fuerte los ojos. Detrás de sus párpados se cobijaba en el salón con su padre, tumbados en la alfombra y jugando al Scrabble, mientras su madre escuchaba la radio y preparaba sus deliciosos panes caseros. Al sentir cómo la profesora la meneaba del brazo, regresar al mundo real fue como abrir la puerta al lobo feroz.

Todo llega, por fortuna, y la hora de salida del colegio no es una excepción. En la puerta esperaba su madre, destacando sobre el resto de escuchimizadas mujeres, un transatlántico en un puerto de pescadores. Ese fue el primer día en que la amplitud de formas de su madre no le pareció bella. ¿Daría asco ella también?

—¿Qué tal el primer día, mi niña? —se interesó apretándola contra la barriga, la ropa oliendo a hogar y pan recién hecho.

—Bien mamá.

La madre se agachó a su altura, doblando sus piernas como columnas griegas.

—¿Solo bien? No te veo muy contenta. ¿Qué habéis hecho en clase?

—No me acuerdo.

—¿Cómo no te vas a acordar? Qué cosas tienes —y rio la ocurrencia—. Anda, vámonos a casa. Te he preparado una merienda especial para celebrar que ya eres mayor.

—¡Genial!

Ojalá fuesen magdalenas. El patio se le olvidó de golpe.

2

Los dos primeros cursos transcurrieron con relativa calma para Lucía. Pronto su gordura pasó a formar parte de la cotidianidad entre sus compañeros y, aunque nunca llegó a tener una mejor amiga en el cole y pasaba en el patio más tiempo sentada que jugando, puede decirse que se integró bien.

Fue en tercero, ya con ocho años y pesando cuarenta y siete kilos, cuando su vida empezó a coger ese camino que asusta a muchos padres.

El niño pecoso regresó del verano tres centímetros más alto, pavoneándose de lo aprendido en un campamento infantil en el que estuvo quince días. En el patio se rodeaba de un grupo de ambos sexos y les contaba historias de colillas robadas a los monitores, escapadas a las tiendas de las chicas y besos con lengua. Muchos de los que le oían emitían sonidos de repugnancia al pensarlo, pero todos sin excepción le admiraban. Seguramente eran chismes inventados, pero funcionaba de maravilla.

Enseguida comenzó a sentirse dueño del patio, y el momento del recreo era su reino particular, acompañado invariablemente de tres segundones que le reían las gracias y ambicionaban ser como él. Seguía siendo un niño imitando conductas de jóvenes, driblando los primeros escarceos con la sensación de ser el macho alfa de la manada. Caminando por el cemento pulido del patio se creía el protagonista de una película.

Un día nuboso de Octubre se aburrían. Las niñas se distribuían en grupos heterogéneos por la zona, conversando de sus cosas de mujeres en proyecto, y la mayoría de los niños jugaban al fútbol. Ellos se sentían mayores y lo demostraban negándose a participar en esas actividades. Por lo tanto, se hastiaban de su inactividad. Hasta que la vieron sentada en lo más alto de los escalones de las gradas del campo de futbol, solitaria como siempre, alejada de los demás que se divertían.

El pecoso hizo un gesto a sus lacayos y subieron los escalones ágiles como hienas.

—Hola —saludó sentándose a su lado, mirándola con la cabeza ladeada. Ella le devolvió el saludo.

—Hola —y siguió contemplando la marea de niños persiguiendo el balón.

Los otros tres les rodearon como un biombo humano.

—¿Te llamabas Lucía, verdad? —preguntó el niño, guiñándole un ojo a sus amigos.

—No me llamaba, me llamo.

—Bueno, eso —continuó algo desorientado por la respuesta—. ¿Qué haces aquí tan sola?

—Me gusta sentarme aquí.

El niño miró a sus pies, donde yacían cuatro envoltorios de magdalenas. La falda de la niña estaba cubierta de miguitas.

—¿Te las hace tu madre? —se interesó él, según las iba recogiendo una a una de su regazo, metiéndoselas en la boca. Eran deliciosas, reconoció.

—Si.

—¿Y no tienes más?

Seguía picoteando los restos de la falda. Ella no hizo ningún gesto de rechazo. Si sentía las manos, no lo demostraba.

—No.

—Están ricas, me gustaría probarlas.

Al coger una miga, pellizcó con fuerza el muslo bajo la falda. Ella dio un respingo, pero no se quejó y siguió mirando el patio. Su padre siempre le decía que a los abusones del colegio no hay que hacerles ni caso. «Ignórales, terminarán aburriéndose», declaraba sentando cátedra. Los secuaces se dieron codazos con risas de complicidad.

—Mañana te doy una —ofreció Lucía. «Si les responden con bondad, ellos terminarán devolviéndote bondad», le recomendaba si ella llegaba a casa triste por los insultos de algún compañero.

—Es que me apetece hoy —volvió a pellizcar el muslo, más fuerte todavía. La niña apartó la pierna y le miró confundida.

—¿Porqué me molestas?

—Porque me da la gana.

Reanudó la tarea de apretar con todas sus ganas. Ella gimió y se retiró a un lado, alejándose de él, su cuerpo fofo ondeando con el movimiento. El pecoso se deslizó a su costado, y los demás continuaron cubriéndolos.

—¿Seguro que no tienes más escondidas? —apretó una vez más, poniendo en juego sus uñas.

—¡Ay! ¡Déjame, me haces daño!

—Claro, yo te dejo.

Pero le tiró otro pellizco más, sin soltarla, mirándola fijamente, buscando su expresión de miedo. Como no mostraba su dolor, siguió estrujando la carne tierna consiguiendo que las lágrimas de Lucía se derramaran por fin y cayeran por los pómulos. No estoy seguro de si se arrepintió de la línea que había cruzado o se aburrió; el caso es que se levantó y se marchó. Uno de sus amigos se volvió y creo que era lástima lo que proyectaban sus facciones.

La niña estuvo mucho más rato allí. Justo hasta que la profesora llegó a buscarla, como en su primer día de escuela. Tenía los ojos cerrados muy fuertes y las manos apretando los oídos.

3

Un abusador en un colegio es como un alud. Uno suelta la primera bola de nieve, enseguida coge volumen con los aportes del recorrido por el que va rodando y, antes de que te des cuenta, la masa de nieve se desplaza arrasando todo lo que encuentra en su camino.

En el colegio de Lucía, los pellizcos se transformaron en empujones, encierros en los cuartos de baño, vejaciones en las duchas después de la sesión de gimnasia y los motes que hacían más daño que los golpes. En esto no fueron muy creativos, y fue bautizada como Bola de Sebo.

La niña crecía en ansiedad y densidad. Su masa corporal era excesiva para una colegiala de su edad. Sus padres compartían característica, así que no veían problema alguno en las dimensiones que estaba adquiriendo su hija. Al cumplir los doce años, la báscula marcaba los ochenta kilos y tenía tetas desde hacía dos, aunque nunca llegó a saber si eran grasa o pechos de verdad.

Pasó al instituto con buenas notas y su apodo viajó con ella. Únicamente los profesores recordaban su nombre, aunque en sus reuniones también la llamaban Bola de Sebo, y enseguida empezaron a difundirse chistes con ella como protagonista. El Sr. López, tutor de historia, era especialista en ellos y cada día amenizaba las reuniones con uno nuevo que se propagaban en horas por todas las aulas.

—¿Sabéis como se cae Bola de Sebo de la cama? Para los dos lados.

Ninguno dejaba de reírse.

El niño pecoso también pasó al instituto, y aunque allí el puesto de gallito lo tenía otro, intentaba crearse un hueco entre la élite perpetuando las torturas a Lucía. No transcurría un día sin que la golpease en el hombro, fuerte y con el nudillo que está encima del dedo meñique. Tantas veces que ella no notaba ya el dolor. Se balanceaba un poco al lado contrario para absorber mejor el impacto y continuaba caminando. Si cambiaba su peinado, la corría a collejas, o le tiraba de la coleta si lo traía recogido.

Y como es tradición en esas circunstancias, la infección se extendía al resto. En los vestuarios nunca se cambiaba en público, después de que la primera semana las demás niñas la fustigaran con toallas mojadas, obligándola a refugiarse en una cabina de inodoro, mojándose los pies de orina y compresas sucias. A partir de ese suceso, nunca se duchaba con las demás —esperaba a llegar a casa— y se cambiaba siempre en el mismo baño, encerrada y cuidando de no mojarse los pies ni la ropa con la suciedad que cubría el suelo. Su olor corporal, a galleta rancia y mojada, la acompañaba al salir, propiciando un nuevo gesto de vejación que se unió a los que ya existían contra ella. Los alumnos se tapaban la nariz a su paso con gestos de desagrado.

En casa seguía siendo la niña de su papá y mantenía su pose de hija perfecta y feliz. Nada más llegar se lavaba y cambiaba, hacía los deberes y ayudaba a su madre a preparar la cena, o veían juntas algún programa educativo en la televisión; con la llegada del padre jugaban un rato a algún juego de mesa o, si las notas habían sido buenas, disfrutaban de una película en el DVD.

Pero a la hora de acostarse, permanecía despierta hasta que oía como sus padres se iban a su alcoba. Los días en que ellos cerraban su puerta, se quedaba muy quieta para no interrumpir los gemidos que provenían de su cuarto. Los que no, aguantaba unos minutos y encendía la luz de su mesilla, se desnudaba y se examinaba en el espejo de cuerpo entero que la mortificaba con su imagen desde la infancia. Iluminada por una bombilla, sus pliegues parecían más profundos y las bolas de celulitis más pronunciadas. Si deseaba divisar su entrepierna tenía que levantar medio kilo de carne con las dos manos.

Y siempre seguía el mismo ritual.

—Eres gorda —se daba una cachetada en la barriga.

—Hueles mal —y se retorcía los pezones.

—Das asco —afirmaba pellizcándose los muslos.

—Eres gorda —cachetada.

—Hueles mal —pezones.

—Das asco —pellizco.

Repetía este mantra hasta que sudaba y exudaba olor a galleta húmeda. Luego se ponía el pijama y se acostaba, durmiéndose en seguida con la piel escocida de placer.

4

El instituto pasó con la irregularidad temporal de la adolescencia, atravesando ciclos de autocastigo creciendo en su amplitud y jornadas más extenuantes. De los ochenta kilos ascendió a los noventa y tres, y de los pellizcos y cachetadas a las cuchillas de afeitar y las agujas.

En su casa nadie se bañaba con la puerta cerrada, por lo que tenía que mantener algunas precauciones básicas para que la familia no descubriese su afición por los elementos punzocortantes.

Nada más levantarse revisaba sus bragas para prevenir restos de las rasgaduras que se infligía en el interior de los muslos, aprovechando un pliegue de carne especialmente profundo. Tumbada en la cama y con las piernas abiertas, aplastaba el valle carnoso para exponerlo al aire y se pasaba la cuchilla varias veces, haciendo coincidir su camino con la del día anterior. Rasgar la costra en construcción, como una cremallera orgánica, era rozar el éxtasis. La sangre fluía siempre muy líquida y la retenía con pañuelos de papel que después pegaba a su piel aprovechando la humedad roja, limpiando las heridas por la mañana con betadine. El mechero con el que desinfectaba las cuchillas lo escondía dentro de unos calcetines.

Las agujas eran otro cantar. Con ellas sí podía ser creativa a placer, ya que las marcas eran inexistentes, salvo unos picotazos de mosquito que no llamaban la atención y que desaparecían en el transcurso del día. Tenía dos de distinto tamaño, que usaba según su estado de ánimo. La larga para los depresivos, la corta para los menos depresivos. Era habitual que las dejase clavadas durante largos periodos de tiempo en lugares públicos. En los cuartos de baño del instituto se la hincaba en el pecho izquierdo y dejaba pasar una clase o dos, mordiéndose el labio inferior para aguantar el dolor y no salir corriendo a retirársela. Cuando sonaba el timbre del cambio de asignatura, corría al baño y la retiraba entre quejidos callados de gozo.

Un producto para cada ocasión del día.

Las jornadas en que soportaba menos humillaciones no sentía la necesidad de dañarse tanto. Solía limitarse a su mantra de eres gorda, hueles mal y das asco, con algunas cachetadas contundentes que bastaban para enrojecerle la piel. Aquellos días en que le lanzaban los restos de los desayunos en el patio, o le escondían esputos en los cuadernos de deberes, siempre rotulados por gritos o dibujos referidos a su físico, eran los de mayor ensañamiento. Muchas noches no eran suficientes los cuatro o cinco cortes en el pliegue y se dormía llorando, deseando soñar con otra realidad en la cual ella era bella y olía a fresas.

Cuando eso ocurría, se sentía muy sola.

5

Llegó la Universidad. Decidida a bucear en la mente del ser humano para entender su naturaleza, aquello que les hacía llegar a ser tan crueles unos con otros, fantaseando con un futuro profesional de investigación y cura de la maldad, se matriculó en Psicología.

Con el salto a la facultad, consiguió dejar atrás al pecoso y todos sus apodos. Era una oportunidad única y así se lo recalcaron sus padres el día previo a su primera clase.

—Lucía, tu padre y yo estamos muy orgullosos de ti. No te haces idea de cuánto. Te vemos y no podemos dejar de sentir que, bueno, algo habremos hecho bien contigo para que hayas llegado tan lejos. Somos muy felices de que tú seas feliz.

Y ella les sonrió a los dos, sentados en el sofá cogidos de la mano, su padre con lágrimas de emoción sin poder hablar, sonándose los mocos.

Esa noche se cortó más profundo que nunca.

No le fue mal en la facultad. Nadie la insultaba, ni la ponía apodos. Pero no tenía amigos, y la cafetería era solo el lugar donde iba a tomar un café si se sentía cansada después de una noche de estudio, rodeada por una multitud de jóvenes que conversaban y bromeaban entre ellos. Los huecos entre clases los pasaba en la biblioteca o en los jardines del paraninfo, sentada en el césped con los libros apoyados en las rodillas y una aguja en el vientre, muy a menudo la más larga.

Los exámenes le resultaban fáciles y obtuvo buenas calificaciones en todos ellos. Pero pronto se dio cuenta de que todas sus expectativas respecto a los estudios eran fútiles, porque allí nadie se preocupaba por la trascendencia real de la mente humana, de sus recovecos oscuros que manejaban la vida con hilos de acero invisibles, ni de las llamaradas de genialidad que florecían sin que se terminase de aprehender el porqué ni el cómo. Lo que primaba era saberse de memoria los libros de texto que los profesores escribían y obligaban a comprar para aprobar su asignatura, las notas que se obtenían para conseguir determinadas becas o puestos auxiliares en las cátedras de más renombre, y los trabajos que se copiaban de Internet. Las notas las conseguía sin demasiado problema, más todavía si los exámenes los realizaba con la aguja corta punzada en la axila. Los puestos de auxiliar de cátedra solían reservarse para las afortunadas con buenas calificaciones y mejor cuerpo. Le faltaba una parte de la ecuación, así que pronto desistió de pertenecer a esa élite. Y los trabajos no solía copiarlos, aunque sí comenzó a navegar asiduamente por la red para hallar la mejor información disponible: las publicaciones inglesas y norteamericanas, que no abundaban en la biblioteca y que proporcionaba las investigaciones más punteras.

Una mañana de martes se conectó a Internet, dispuesta a leer las novedades del último número del Journal of Psychology. El profesor titular de Fundamentos Biológicos de la Conducta, una de sus asignaturas favoritas, les instruyó sobre el contenido de un artículo publicado en el último número de la revista acerca de los patrones de conducta de hijos de familias desestructuradas y su relación con el alcoholismo adulto. En la biblioteca hacía mucho calor y estaba sola. El resto de alumnos se repartían por los jardines que rodeaban el edificio aprovechando el clima de una primavera naciente. El runrún de los ventiladores del ordenador y el repiqueteo del disco duro flotaban en el recinto de techos altos.

Por error expandió en el navegador el histórico de visitas. En la lista una página destacaba como una drag queen en una iglesia. Hizo click en ella y accedió al otro lado del espejo y permaneció allí mucho tiempo.

Me gusta creer que no fue una casualidad.

6

¡Bienvenido al Chat de Dominame.com!

Sala 1: Charla General. ****// Por favor, respeta y serás respetado // ****

—D0min0: ¿K se cuece por akí?

—G@tit@: hola D0min0.

—Agujit@: K tal D0min0.

—SrLobo: Que pasa tio.

—Lucyda: Mi amor, hola.

—D0min0: Menuda semana.

—Agujit@: Tu jefe?

—D0min0: Tú lo has dicho. Cabronazo.

—SrLobo: Que le den por el culo.

—Lucyda: No, que le gustaría.

—D0min0: jajaja, Lucyda.

—SrLobo: a algunos aquí también.

—Agujit@: caliente, SrLobo???? ;)

—G@tit@: si quieres t araño ;)

—SrLobo: como sois jajaja.

—D0min0: estoy deseando el viernes.

—G@tit@: y yo.

—G@tit@: pero no tengo plan.

—DeathStar: Sera pk no kieres. Hola!!

—G@tit@: Hola Death.

—D0min0: Bienvenido Death.

—Agujit@: K tal Death.

—Lucyda: Aquí hablando del jefe de D0min0.

—DeathStar: ah. :P

—G@tit@: y del SrLobo, que va caliente hoy.

—DeathStar: alguien no?

—Agujit@: jajaja, Deathstar.

—D0min0: todos, jajaja.

—SrLobo: Unos cardan la lana…

—Agujit@: no te hagas el estrecho SrLobo.

—Gatit@: Estrecho poco, de buena tinta.

—SrLobo: Calla, estamos en publico

—Agujit@: lo sabemos todo SrLobo.

—SrLobo: cotillas :)

—Gatit@: XD

—DeathStar: A ver si yo cato un día.

—SrLobo: Sigue insistiendo, algún día quizá.

—DeathStar: No te arrepentirias.

—Agujit@: Doy fe.

—Lucyda: Carne y pescado Death?

—DeathStar: siempre.

—D0min0: en la variedad esta el gusto.

—SrLobo: yo de momento pescado.

—G@tit@: con lo rika que es la carne.

—DeathStar: ñam ñam

—Agujit@: jajaja

—D0min0: Hablamos Agujit@?

—Agujit@: Pasamos a privado.

—Lucyda: Ya tienes plan para el viernes D0mni0.

—D0min0: :)

—DeathStar: Afortunado.

—Gatit@: Cuidado con ese Agujit@

—D0min0: eeeehhh, que soy bueno.

—Agujit@: ya tenemos experiencia ufff.

—SrLobo: Gatit@, este finde yo no puedo.

—Gatit@: :(

—SrLobo: deberes familares.

—Gatit@: :(

—D0min0: Agujit@, abre el privado ;)

Privado: D0mino — Agujit@

*** //Dominame.com te recomienda leer los Consejos antes de quedar con un desconocido en este chat // *** //¡Pasalo bien// ***

—D0min0: kdamos el viernes?

—Agujit@: estoy deseandolo.

—D0min0: Alguna pega con tus padres?

—Agujit@: Nada. Piensan que estuve en una obra de teatro.

—D0min0: Algo así fue jajaja.

—Agujit@: Pero mejor.

—D0min0: mucho.

—Agujit@: Donde siempre.

—D0min0: Si.

—Agujit@: genial.

—D0mino: nos vemos a las 7.

—Agujit@: 7:30 mejor.

—D0min0: no problem.

—Agujit@: txao.

—D0min0: adios preciosa.

—Agujit@: ;)

7

El Real no es un buen hotel, pero es tranquilo y muy discreto. Tiene cuatro plantas, seis habitaciones en cada una con cuarto de baño propio y un aire acondicionado que suena a viejo en invierno y huele a pozo en verano. Situado en una paralela de la calle Mayor, es lo bastante céntrico para tener un acceso cómodo por transporte público, pero no lo suficiente lujoso para sufrir la escalada de visitas foráneas que impulsa las tarifas hoteleras en los últimos años.

Las habitaciones son todas iguales y no han variado su mobiliario desde su inauguración en los años ochenta. Si entras por primera vez te extraña no encontrarte a Cindy Lauper fumándose un porro tumbada en la cama. El llavero es una esfera de goma que imita una bola de billar, con el número en impresión blanca desgastado en jirones.

En su fachada no hay un cartel de neón que te ilumine por las noches como los de las películas americanas, y sus vecinos son aborígenes de la zona tan grises como la pintura de los edificios, alguna tienda regentada por señores de bata azul y muchos locales con los escaparates cubiertos por hojas de periódico difundiendo noticias marchitas. Si te paras a leerlos, y puedes a través de los cristales sucios, consigues islotes de información sobre la historia de este país.

Lucía entró en el hall y durante un par de segundos no vio nada, hasta que se acostumbró al cambio de luminosidad.

—Me esperan en la veinticuatro —dijo a la mujer de la recepción, iluminada por el brillo de un televisor portátil sin volumen. Ella la revisó de arriba a abajo, deteniéndose unos segundos en sus impresionantes caderas y en los brazos como muslos que rebosaban por las mangas de la blusa.

—Espera —descolgando el auricular, marcó un número—. Está aquí… si… ok —dirigiéndose a ella le hizo un gesto con el dedo señalando las escaleras.

—Gracias.

Los pasillos no estaban bien iluminados y el hotel parecía vacío a esa hora, con el aspecto de un decorado de cartón piedra. Un cuarto dejaba escapar luz por los resquicios de su puerta; era su destino de esa tarde.

Se situó delante y, antes de llamar, se metió la mano en las axilas y la olisqueó para cerciorarse de que el desodorante aguantaba bien el tirón de su ansiedad. Odiaba su olor y procuraba enmascararlo a toda costa. Emanaba aroma a cítrico suave.

Respiró hondo y golpeó con el nudillo dos veces.

Abrió la puerta un señor maduro de pelo cano y vestido de domingo.

—Hola Agujitas —dijo él sonriendo.

—Hola Dómino.

—Puedes pasar —y se hizo a un lado, sosteniendo la puerta—. Por favor.

—Gracias —e introdujo su enorme masa de ciento veinte kilos en esa estancia detenida en otra época.

Junto a la cama reposaba una bolsa de deportes. Las persianas estaban bajadas y la fuente de luz provenía de las mesillas de noche con tulipas de cristal opaco. Olía a desinfectante de cuarto de baño.

El hombre se sentó en el único mobiliario, una silla de pino oscurecida por la presión de muchos culos.

—Desnúdate —le ordenó. Su tono de voz era cálido pero firme.

Odiaba este inicio, y él lo sabía. Por eso lo utilizaba, buscando la humillación en el primer momento, poniendo a cada uno en su sitio, demostrando quien era el que iba a mandar durante las próximas dos horas. Lucía enrojecía y temblaba, luchando entre el pudor y el placer de verse sometida. La lujuria ganaba siempre esta batalla.

Nunca buscaban sexo explícito en sus encuentros. Él era impotente y ella tenía el clítoris de adorno. Sus genitales eran espectadores pasivos de un partido que se jugaba en otra liga muy diferente, una con entrenamientos mucho más perturbadores que una simple penetración. Repartir dolor y padecerlo era el campo de juego en que ellos dos competían, esperando que sus mentes ordenaran a sus cuerpos un escupitajo de semen o las contracciones rítmicas de la vagina.

Para Lucía, mostrar su cuerpo a un extraño era siempre doloroso, más aún que las agujas en los glúteos o las pinzas de arrancar coches en los pezones. Sentir su piel expuesta al análisis burlón del hombre la despojaba de su última dignidad, aquella que escondía sus bolsas de grasa apelmazada de las miradas de escarnio que siempre tragaba con amargura.

Su amo de los viernes por la noche en El Real era un experto en humillación y en la primera sesión, cuando aún no se conocían y había más miedo que timidez, captó al instante por donde debía dirigir sus tardes de sometimiento. Ese primer día ella se negó a obedecerle de inicio y él tuvo que emplearse a fondo para conseguir su sumisión sin condiciones. La vejó con insultos sobre su papada que la hacía cara de torta, los brazos que parecían jamones y su boca de labios demasiado finos. Enseguida Lucía se dejó fluir en el maremoto de sensaciones y se quitó la ropa según el patrón que él establecía: primero los pantalones anchos y las bragas, con los vellos púbicos expuestos a su examen, ridiculizando los labios vaginales que se ocultaban entre pliegues de carne acuosos de excitación. A continuación la parte superior, elevando los brazos para que el varón le expresase su desagrado por las tetillas de niña gorda con pezones demasiado grandes. Ella sudaba de ansiedad y le recriminó la peste de sus sobacos, obligándola a ir al baño y forzándola a lavárselos en su presencia. Ese día no aguantó mucho y él tampoco. Compartieron juntos varias tardes y mantenían esa compenetración indispensable para una relación sadomasoquista.

—Hoy quiero que sientas algo especial —le dijo al tenerla desnuda frente a él.

—Estoy aquí para lo que tú quieras —respondió ella con un escalofrío rayando el pánico. Le encantaba.

—No te lo mereces, me das asco —le soltó con desprecio y ella tembló—. Pero también siento lástima de ti y por eso voy a dártelo.

—Gracias —susurró mirándose los pies, tan pequeños como los de una muñeca en comparación con esos tobillos del diámetro de bombonas de butano.

—Cállate, me repugna tu aliento. Puedo olerlo hasta aquí —y comprobó con deleite como ella se sonrojaba y sellaba sus labios con fuerza—. Acércate.

Caminó y se plantó delante, con la barriga a la altura de su cara.

—No se te ocurra tocarme.

Ella dio un paso atrás, casi un salto. Notaba senderos de sudor resbalando por los laterales de su tronco y mucho calor allí dentro, tan profundo que ningún pene podría llegar jamás.

—Perdón.

—Date la vuelta y dóblate todo lo que puedas… así no, con las piernas estiradas. Esta visión es asquerosa. ¿Nadie te ha dicho nunca que tu culo es gordísimo?

Una cremallera se descorrió y ella se dedicó a imaginar lo que le esperaba. Su cuerpo ya no le pertenecía, sino a ese hombre que abrió la bolsa, sacó su instrumental y se dedicó durante cuarenta minutos a procurarle un dolor tan placentero que al llegar al orgasmo su cuerpo estalló con potencia suficiente para calcinar todas sus células y hacerla sollozar de placer. Él se corrió al verla llorar y soltó su semilla en la moqueta. Después, se arrodilló a su lado y la abrazó hasta que el pecho de la mujer dejó de agitarse, retirándose para acariciarla con dulzura.

—Muchas gracias —murmuró Lucía sintiéndose humana por fin.

—Ha sido un placer —contestó el hombre.

Ambos se ducharon por separado y partieron del hotel a sus respectivas vidas.

8

No todo fueron experiencias agradables con la gente del mundillo. Lucía recordaba con especial disgusto las tres horas que pasó, atada de manos y pies en un arnés, en casa de una mujer que prometía una dominación absoluta y que se dedicó sin descanso a introducir dildos de distintos tamaños en todos los orificios de su cuerpo, sin mediar palabra, y que terminó masturbándose con una película porno frente a ella. Estaba tan cabreada que exigió que la desatara y salió de la vivienda sin excusarse, rematando su faena en los baños de un restaurante. Dejó los azulejos de la pared hechos un asco de salpicaduras de gotas de sangre.

Desde el momento en que se dio de alta en el foro y entró a ser una miembro activa en su chat, supo que no todos los que se daban cita allí iban a cumplir sus expectativas en lo referente a su necesidad psicológica de sometimiento. La mayor parte no eran más que salidos que saltaban a esa charca para ver si cazaban algún polvo exótico, haciéndose pasar por switchs para abarcar más campo de acción. Los Switchs eran todos así, personas que buscaban satisfacer su meta erótica en un ambiente más liberal y desinhibido, reclamando en sus citas una genitalidad que a los verdaderos adictos a la dominación no le satisfacía plenamente. Según fuese la pieza que cazaban esa noche, se convertían en esclavos o amos, una dualidad incompatible. A los puros por supuesto que les encantaba correrse, pero la forma de alcanzar sus orgasmos no siempre discurría por los mismos caminos que los demás. Y la corrida era una expresión física del verdadero delirio espiritual al que llegaban en caída libre con sus prácticas.

El día en que se acostó finalizado el primer encuentro que disfrutó a través del chat no necesitó cortarse ni pincharse. No le tocaron ni un vello genital y se sentía más satisfecha consigo misma de lo que había estado en muchos años. Según abrió la puerta, fue directa a la ducha y se metió en la cama tras darles sendos besos a sus padres. Durmió como un lirón.

Y las heridas del pliegue de sus muslos comenzaron a cicatrizar por fin.

9

Así transcurrieron los años de carrera y entró en el mundo laboral. O por lo menos lo intentó. No era sencillo pasar la primera entrevista de selección cuando atravesaba la puerta de los despachos y los entrevistadores se enfrentaban a su gordura desmesurada. Muchas veces no tenían sillas capaces de amoldarse a las bóvedas de sus nalgas y pasaba avergonzada las primeras preguntas en pie frente a la mesa. Enseguida la acompañaban a la puerta con frases hechas prometiendo contactos para futuras entrevistas, la cerraban a su espalda y oía risas sofocadas al otro lado.

En esa época retomó los autocastigos nocturnos con verdadero ahínco. Sufrió un par de infecciones bastante serias y nunca supo cómo justificar las heridas ante su médico de cabecera. En su cajón de los calcetines, con el mechero y cuchillas pegadas en el fondo, establecieron su sitio las amenopenicilinas y las clindamicinas.

Un nuevo método compartió su corazón junto a sus dos clásicos. Incluso los superó en proporción de uso hasta que su madre descubrió la jeringuilla y el bote de suero en una caja de zapatos.

Si las agujas eran placenteras, inyectarse dos milímetros cúbicos de suero intradérmico la llevó a nuevas cotas de dolor. Además tenía premio extra. Aprendió primero a inocularse en la piel, sin profundizar apenas, mordiéndose muy fuerte el labio inferior para aguantar la oleada de dolor al penetrar el líquido y aguantarlo allí mientras el organismo se encargaba de distribuirlo por la zona adyacente y desaparecía la bolsa líquida que se generaba. Al ir cogiendo experiencia, empezó a trabajarse el rostro con las inyecciones, y se administraba ocho milímetros cúbicos repartidos en distintas áreas. Terminaba sudando y resoplando, contemplándose en el espejo para deleitarse en la deformidad en que había convertido su cara. Si se veía desagradable antes, ahora se enfrentaba a un monstruo. Se sacaba fotos con el móvil y se obligaba a regodearse en ellas sin apartar la vista, recordándose en voz alta que esa era ella, que era fea, gorda y daba asco. El suplicio podía durar horas. Algunos días no se reconocía y lloraba desconsolada.

A tiempo pasado, era obvio que su madre terminaría buscando entre sus pertenencias para localizar aquello que hacía que su hija se acostase fresca como una rosa y la sacaba de la cama por la mañana con el aspecto de una fruta golpeada. Pero entonces creía poder ocultarlo con algo de maquillaje y su mejor sonrisa. Evidentemente, no era consciente de los poderes metafísicos de una madre.

La tarde en que regresó de comprarse ropa interior nueva —la anterior fue despedazada el viernes—, su madre permanecía sentada en su cama con la caja de zapatos en el regazo, la tapa abierta a un lado, y dos jeringuillas precintadas y un bote de suero en las manos. Parecía hipnotizada. Podía llevar así horas.

—Hola mamá —saludó Lucia.

Su madre despertó del trance y mostraba tal cara de desamparo que Lucía estuvo a punto de lanzarse a arrebatarle las agujas para hincárselas allí mismo.

—Hija —dijo la madre, y tragó saliva.

—Mamá, ¿puedes salir de mi cuarto, por favor? —rogó, todavía sin decidirse a utilizar un tono beligerante.

—¿Qué haces con estas cosas, Lucía?

—No es asunto tuyo. Por favor, sal de mi cuarto —dijo con la mayor tranquilidad que pudo infundir a su voz. A ella misma le sonó demasiado falsa.

—No te lo voy a repetir más. ¿Qué haces con esto? —el desamparo parecía dar paso a una mezcla inoportuna de ira y miedo.

—Lo que yo haga con mis cosas no es asunto tuyo —se lanzó a increparle—. Por si no te has dado cuenta, tengo ya veinticinco años.

—¿Te drogas? —la palabra salió como un escorpión entre sus labios.

—No mamá, no me estoy drogando.

—¡No me trates con esa condescendencia! —gritó de repente, la ira dominando al resto de emociones— ¿Crees que soy idiota?

—No creo que seas idiota, mamá —proseguía esa calma falsa y exasperante.

—¿Entonces qué haces con estas inyecciones?

Nunca había oído a su madre tan enfadada. Eso la asustó y bajó la guardia.

—No puedo contártelo.

—Por supuesto que me lo vas a contar. Tengo que saber si mi hija es una drogadicta.

—Ya te lo he dicho. Ni tomo ni he consumido en mi vida ningún tipo de drogas.

Si dejamos de lado mi adicción a las agujas y el dolor, pensó.

—¡Pues no veo que otra cosa se puede hacer con unas inyecciones escondidas en una caja de manoletinas! —e inició una serie de gimoteos encadenados que partieron el corazón de Lucía, elevando las manos y su contenido frente a su cara.

Se acercó a ella y se sentó a su lado, combando la cama en un ángulo peligroso por el sobrepeso. Apoyó sus manos sobre las de su madre y se las quitó con suavidad, depositándolas en la caja de zapatos y guardándola en el armario, de donde no debía haber salido. Después se arrodilló frente a ella.

—Mamá, te juro que no me estoy drogando y que no estoy metida en nada de lo que no sea plenamente consciente —la mujer tenía los ojos anegados en lágrimas, con el cuerpo grande y tosco recorrido por escalofríos—. Pero no soy capaz de explicártelo para que puedas entenderme.

—Hija mía, yo —intentó decir, pero Lucía la interrumpió.

—Confía en mí, como siempre has hecho. Estoy bien, no te preocupes. ¿Serás capaz de no contarle nada a papá? No quiero que se preocupe por mí, sabes lo impresionable que es.

—De acuerdo —capituló la madre—. Prométeme que algún día me lo contarás.

—Claro que sí, mamá —aseguró ella—. Por favor, me gustaría acostarme. Estoy agotada. Dame un beso.

Lucía le plantó los labios en la cara y la abrazó con fuerza, sintiéndose morir por el daño que infligía a la única mujer que de verdad la amaba sin reservas desde que nació, por la que daría su vida sin dudarlo un instante. Para ella no era gorda ni apestaba. Era la niña más linda que existía en la faz de la tierra y eso no podía cambiarlo sesenta kilos de sobrepeso.

La madre salió del cuarto y cerró la puerta detrás de ella. Lucía no durmió en toda la noche. Tampoco se torturó.

10

Privado: D0mino — Agujit@

***//Dominame.com te recomienda leer los Consejos antes de quedar con un desconocido en este chat // ***//¡Pasalo bien// ***

—Agujit@: Quiero quedar este viernes, ¿puedes?

—D0min0: Esta semana no.

—Agujit@: Lo necesito.

—D0min0: Vienen amigos a casa, lo siento.

—Agujit@: Por favor.

—D0min0: Son compañeros de mi mujer, no puedo. Vienen sus hijos.

—Agujit@: Por favor.

—D0min0: Prueba con DeathStar.

—Agujit@: No me vale, esta vez no.

—D0min0: No me pongas en esta situación.

—Agujit@: Yo tambien he estado ahí por tí.

—D0min0: Lo se, entiendeme.

—Agujit@: Por favor.

—D0min0: Lo siento. Adios.

Privado: DeathStar — Agujit@

***//Dominame.com te recomienda leer los Consejos antes de quedar con un desconocido en este chat // ***//¡Pasalo bien// ***

—DeathStar: K alegria ser el elegido ;)

—Agujit@: si.

—DeathStar: creia k nunca me ibas a escoger.

—Agujit@: pues ya ves.

—DeathStar: Me muero de ganas.

—Agujit@: ¿puedes este viernes?

—DeathStar: txata, contigo cuando kieras.

—Agujit@: perfecto.

—DeathStar: ¿Donde? ¿En tu casa o en la mía?

—Agujit@: En el Hotel Real.

—DeathStar: donde tu digas.

—DeathStar: Reservo entonces.

—Agujit@: Ya he reservado yo.

—DeathStar: vale.

—Agujit@: Habitacion 24. 19:30.

—DeathStar: ¿Tu no ibas de sumisa?

—Agujit@: si

—DeathStar: Pues no lo parece :/

—Agujit@: Tu ven y enseñame lo que sabes hacer.

—DeathStar: ¿Que te gusta?

—Agujit@: Dolor.

—DeathStar: Eso se me da bien ;)

—Agujit@: Alli nos vemos entonces.

—DeathStar: k ganas.

***Agujit@ ha abandonado la Sala***

—DeathStar: Agujit@???

11

Al salir de casa esa tarde, llevaba las dos agujas clavadas entre los dedos de los pies derecho e izquierdo. Cada paso era una tortura; decidió llegar caminando al hotel, treinta y nueve minutos de marcha sobre dos pies aguantando ciento veinte kilos de peso. A los diez minutos ya sentía la planta resbaladiza por la sangre que se iba acumulando.

La mañana siguiente al encuentro con su madre tiró la caja de zapatos a un contenedor. Al ver las agujas desechables entre las bolsas de basura, tuvo que reprimir las ganas de meter el brazo y rescatarlas. La retuvo la tentación el recuerdo de su madre en su cama. Volvió a sus métodos de siempre, aunque hizo falta solo una noche para convencerse de que las agujas y la cuchilla ya no eran suficientes. Esa mañana, tecleando en un cibercafé, cerró su cita del viernes con DeathStar.

Allí estaba ahora. Plantada frente a la puerta veinticuatro, transpirando a chorros por el suplicio que quemaba sus pies y asqueada de su propio olor. Parecía un regimiento de galletas empapadas por un tsunami.

Golpeó con los nudillos. No conocía físicamente a DeathStar, pero le importaba poco si dominaba su oficio tanto como alardeaba en el chat.

—Hola Agujita —la recibió un tipo vulgar, de barriga hinchada y sin afeitar. Parecía que llevaba un bidón de aceite en el cabello.

—¿Puedo pasar?

—Claro, pasa —y se echó a un lado, emitiendo un silbido de admiración—. Joder tía, eres enorme.

—Gracias —respondió lanzando el bolso encima de la cama y descalzándose.

—¡Me cago en la puta! ¿Qué te ha pasado en los pies? —exclamó cuando se fijó en la carnicería que salía de sus zapatillas de deporte.

—Me gusta el dolor. ¿Qué vas a hacerme?

—Vaya, ¿siempre eres tan directa?

—No vengo a charlar.

—Bien, bien —dijo él mesándose el cabello. Lucía miró sus manos, más brillantes entre los dedos después del gesto. El tío era asqueroso.

—Pues vamos. Tú dirás.

—¿Qué te parece si empiezas enseñándome ese culazo que escondes ahí? —y se relamió el labio superior. Le faltaban todas las muelas del lado izquierdo.

—Tú mandas —se lo mostró, bajándose la falda y las bragas.

—¡Guau! Eso es lo que yo llamo unas buenas nalgas. Túmbate boca abajo en la cama, zorra.

—Llámame gorda.

—¿Eh? Claro. Gorda.

—¿Qué más hago? —preguntó ella tendida como él había dispuesto.

La sesión no pintaba bien. Nada que ver con las que pasaba con D0min0, un hombre capaz de llevarte de la mano a lo más bajo de tu ser, sin que te percatases de que era todo técnica depurada a lo largo de años de práctica, aderezada con una educación que este tipo no tenía. DeathStar parecía otro bruto más que terminaría corriéndose encima de ella sin que pudiese sufrir lo suficiente.

—Cruza las manos a la espalda y sube los pies —ordenó cerca de su oreja. Le hedía el aliento a cloaca.

Con la cabeza girada a un lado, pudo ver como abría su bolsa del dolor, con un emblema de dos raquetas cruzadas cosido en un bolsillo lateral, y extraía unos pulpos de coche con los extremos terminados en garfios de metal oxidado. Quizás no fuese a ir tan mal la cosa, pensó esperanzada.

—Mantente quieta, gorda —sin delicadeza, como a ella más le gustaba, le rodeó las muñecas y los tobillos, tirando y apretando hasta que sus tendones dejaron de ceder. Con la yema de los dedos podía tocarse el talón mojado de sangre.

—Ah —suspiró en cuanto terminó de enganchar los garfios.

—Ya está —se agachó y acercó su rostro a dos centímetros del suyo—. Tía, me pone cachondísimo tu olor.

—¿Hemos venido a ser amigos? —no le gustaban los piropos y estaba impacientándose.

—Tú lo has querido, puta.

Y comenzó su exhibición. Recibió una rociada de palmetazos en la espalda, cachetadas en el culo, mordiscos en el cuello y golpes en la cara con el puño flojo. Ella movía los dedos de los pies para sentir algo de dolor real, concentrándose en los puntos en que todavía permanecían las agujas incrustadas. Ya no sangraban, pero parecía que habían profundizado más y podría jurar que punzaban algún nervio. Tenía que reconocer que la postura era incómoda, pero nada más eso. Iba a necesitar un empujón más.

—¿Te gusta, foca? —dijo él agachándose a su lado, sin parar de cascársela.

—¿A esto llamas tu dolor? —y le escupió, plantándole el salivazo en el mentón. Él se quedó mirándola muy serio. Quizás no debía haberlo hecho. Estaba maniatada con un perfecto extraño. Pero ya no existía marcha atrás. Se excitaba y quería terminar pronto.

—Tú lo has querido, perra.

Cogió la bolsa y la dejó caer en la silla. Extrajo unas tenazas de mango verde y un par de guantes de cuero, que depositó a los pies de la cama. Siguió una capucha de látex y un pañuelo, que anudó amordazándola, cuidándose de meterlo bien por su boca.

—Te aseguro que conocerás el dolor. Y no te va a gustar.

Le embutió la capucha. En ese momento, Lucía supo que se había equivocado.

12

Podían haber transcurrido minutos u horas, había perdido la noción del tiempo por completo. Anulados el sentido de la vista y del olfato bajo esa capucha que apestaba a sudor rancio y mocos, desistió de toda orientación temporal. Toda su atención se centraba en procurar no triturarse los dientes de tanto apretar. Hacía un rato, no sabe cuánto, se había tragado algo duro y tenía miedo de que fuera una pedazo de muela. Perdió el conocimiento alguna vez, aunque no estaba muy segura.

Le escuchaba resollar a su alrededor. Si se hacía el silencio, sabía que se acercaba el suplicio e intentaba gritar, aunque sus alaridos quedaban amortiguados por el pañuelo y las flemas que amenazaban con asfixiarla.

¿Agujas? ¿Cuchillas? ¿Inyecciones? Eran juegos de niños comparados con las tenazas en manos de ese hombre. La plenitud del dolor era tal que ya no diferenciaba las distintas partes de su cuerpo, una masa amorfa de carne que sufría y sudaba. En algún momento llamó a su mamá, como solía en sus despertares nocturnos aterrorizada por un mal sueño, pero ya no. Únicamente quería salir de allí con la dentadura de una pieza. Aferrarse a esa convicción engarzaba su cordura.

Toda su concentración se desvaneció cuando el hombre le retiró la capucha. El aire fresco en su cuero cabelludo la hizo tiritar y parpadeó para desenmarañarse las pestañas.

—¿Has sentido suficiente dolor, gorda? —le espetó tirándola del pelo hacia atrás, obligándola a mirarle a la cara, abusando de su superioridad. Tenía las manos empapadas en sangre y eso no era bueno. Por lo menos no para ella. ¿Eso que colgaba de las tenazas era carne?

Lucía asintió y comenzó a llorar. Los quejidos sonaban apagados detrás del pañuelo.

—Vamos —dijo sin soltarle el cabello—, no me creo que te vayas a poner ñoña, justo ahora que va a empezar lo mejor —su sonrisa parecía la de un cocodrilo.

La soltó y cogió algo de la bolsa. Una sierra con el precio pegado en el mango. Nueve euros con noventa. Tan poco dinero para conseguir tanto.

—Vas a estrenarla tú, ¿no estás contenta?

Ella se retorció en el sitio, todo su volumen de carne cimbreándose encima de la cama que chirriaba como si estuviesen follando en ella.

—Es lo que querías, puta. Y yo te lo voy a dar. Dale un beso a papá —y le lamió la frente pegajosa. Desesperada, Lucía movió el cuello con violencia y le aplastó los labios. El hombre gritó de dolor y se apartó, sujetándose la boca con la mano libre.

—Está bien, acabemos con esto —remató escupiendo sangre en la moqueta—. Te voy a dejar sin labios, a ver como escupes entonces.

Se los cogió con la mano libre, estirándolos. Con la otra, acercó la sierra y cortó.

13

En urgencias la dejaron partir al facilitarles su número de teléfono móvil y algunos datos como DNI y dirección de residencia. La patrulla de policía que acudió al hotel siguiendo el aviso de su dueña, que gritaba como una loca porque en una de sus habitaciones había una mujer atada y aparentemente muerta, la acompañó a su casa.

Eso fue después de que se despertase con un policía practicándole la reanimación cardiopulmonar.

—Que bien te sabe la boca —le dijo cuando recuperó la consciencia, y era cierto; sabía a chicle mentolado.

—Gracias a Dios —dijo el policía, que no llevaba la gorra reglamentaria puesta y tenía los cabellos pegados a la frente por el esfuerzo.

La ayudaron a incorporarse y se sentó en el borde de la cama. A su alrededor se entrelazaban los pulpos con los que fue amarrada, encima de las sábanas empapadas en sangre. No quedaba rastro de las tenazas ni de la sierra. Y por supuesto, tampoco de DeathStar.

Estaba un poco mareada y se inclinó a un lado, a punto de desvanecerse.

—Cuidado, yo la sujeto —dijo el policía con aroma a menta, pero fue incapaz de mantener su peso—. ¡Ayúdame, joder! —y el otro policía la sujetó también.

En el momento en que se recuperó mínimamente, empezaron las preguntas.

—¿Quién era?

—¿Por qué estaba atada?

—¿De quién era esa sangre?

—¿Quién la había atado?

—¿Cómo se llamaba él?

—¿Dónde podían localizarle?

—¿Qué relación les unía?

—¿Tenía familia a la que avisar?

Lucía respondió con todo el detalle que pudo, insistiendo en su negativa a que contactasen con sus padres para evitarles un disgusto.

Insatisfechos con sus contestaciones, le pusieron una manta por los hombros y se la llevaron en una ambulancia al hospital más cercano. Allí le hicieron un análisis médico total, con especial énfasis en su vagina. Al terminar, la acompañaron a una sala con una ducha y la dejaron sola unos minutos para que se quitase toda la sangre y la porquería que tenía pegada a la piel.

El agua desprendía nubes de vapor y se restregó salvajemente con la esponja enjabonada. La tenía adormecida y no sentía nada. En el alma tampoco.

Al terminar le dieron una bata limpia, algo justa para su tamaño, y se la llevaron a una sala pequeña con una camilla, una mesa y dos sillas con reposabrazos. Tuvo que sentarse en la camilla porque no cabía en las sillas.

A los pocos minutos, entró una mujer con el pelo recogido en un moño y una bata blanca con una tarjeta que ponía: «Silvia Fernández, Psicóloga Clínica». Se apoyó en el borde de la mesa.

—Hola Lucía —saludó. Su voz era muy varonil.

—Hola.

—¿Cómo te encuentras?

—Creo que bien —pero le temblaba un poco la voz.

—Te vendría bien que charlásemos. Si te parece —se metió las manos en los bolsillos de la bata.

—Vale, pero no llamen a mis padres.

—No te preocupes. Ya eres mayor de edad, así que estamos obligados a seguir tus instrucciones al respecto.

—Genial.

—No hace falta que me cuentes lo que pasó. Eso lo tengo ya en el informe de la policía y no estoy aquí para interrogarte.

—Bien.

—¿Quieres contarme algo que te preocupe?

—No lo sé. Estoy un poco confundida —vaya si lo estaba, desde luego. ¿Dónde estaban todas las heridas que le había hecho ese capullo? Vocalizaba con unos labios que debían estar cercenados, o eso creía, porque se desmayó. Y todo el dolor de los alicates, la carne que le arrancó, la sangre. No entendía nada.

—Es lógico. Voy a ser sincera contigo. No terminamos de entender una cosa —se acercó un poco más—. La sangre que empapaba las sábanas, más de un litro calculamos, era toda tuya. Y sin embargo, estás fresca como una rosa y sin un rasguño. ¿Puedes explicarnos eso?

—No.

—Bueno, no te inquietes. Lo importante es que sigues sana. La policía intenta pescar al energúmeno que te dejó atada, aunque no creo que consigan detenerlo más que unas horas acusado de retención. Por lo que contaste a los agentes, la situación no fue del todo forzosa.

—Genial.

—Te voy a dar unas pastillas por si te entra ansiedad. Es normal que ocurra después de una experiencia como la tuya. Puedes tomarte una o dos, no hay pega.

—Vale.

—¿Seguro que estás bien?

—Creo que sí.

—Perfecto entonces —y la siguió a la puerta, donde esperaban los dos policías. El del aliento fresco la sonrió—. Acompañadla a casa, por favor.

14

Sus padres estaban acostados cuando ella regresó. Entró con sigilo, aunque sabía que su madre nunca dormía hasta que ella no volvía, y se metió en su dormitorio, cerrando la puerta por dentro.

Guardó la bata del hospital en un cajón y se acostó. Mañana se desharía de ella. A los pocos minutos dormía.

Por la mañana temprano, la despertó el ruido de la puerta de la vivienda cerrándose. Había dormido como un tronco y se sentía descansada. Se incorporó y estuvo unos minutos mesándose el cabello, intentando ordenar sus ideas.

Si hacía un esfuerzo por recordar lo sucedido ayer por la tarde le subía vértigo del bajo vientre, pero no cejó en el empeño de dar un cierto sentido lógico a los acontecimientos. El primer punto de ese puzzle era DeathStar. El cabronazo resultó ser un maníaco que había desbordado la frontera de la dominación, esa que la mayoría de los adictos al BDSM tenían muy claro que no debían cruzar jamás. Por supuesto que Lucía sabía que existían ese tipo de personas, pero parecían más allá del foro en que participaba. Eso era cosa de periódicos y películas, pero nunca de ella. Y que algo así hubiese atravesado su vida le parecía un sueño.

Se levantó y caminó situándose frente al espejo. Todo pliegues, carne y bultos de celulitis, pero ni una marca del maltrato, si podía definirse de forma tan suave la tortura con unas tenazas y una sierra de cortar metal. Levantó los brazos para examinarse completa, de las manos a los pies, pasando por axilas, pechos, vientre, pubis y rodillas. Nada. La piel perfecta, tersa e hidratada.

¿Era posible que la hubiese drogado y que las experiencias de la sesión no hubiesen sido más que un mal viaje? Había leído bastante sobre drogas, puesto que eran usadas por muchos amos para someter aún más a sus esclavos, rompiendo tabúes que sin ayuda farmacológica no podrían quebrarse. Pero ella nunca las necesitó. Prefería que los tabúes se los reventasen a la fuerza, ya que ahí residía el perfecto sufrimiento. Fue todo tan real. La capucha y su olor, la sensación de asfixia; parecía improbable que su cerebro fuese capaz de generar esas sensaciones con tanto detalle. Olía a moco allí dentro, ¿qué alucinógeno era capaz de recrear un detalle así? Y el tacto frío y áspero de la boca de las tenazas a medida que retorcían su carne, la tensión de la piel hasta que se rasgaba en el giro y la sangre rodándole por los muslos, ¿también era una farsa? No, ocurrió tal y como recordaba, estaba segura. Pero delante del espejo era difícil mantener esa fe.

—La letra por la boca entra —dijo en voz alta. Era la modificación preferida del refrán de su padre, acorde con la filosofía que permeó su vida desde que ella tenía razón. ¿Que algo no te salía bien? Para y cómete un bocadito de nata. ¿Un día duro en el colegio? Dos onzas de chocolate con pan. ¿Desobedeció a su madre esa tarde? Te quedas sin merienda. ¿Ya te has portado bien? Doble ración de postre. En sus estudios universitarios aprendió que esa técnica educativa tenía nombre propio: modificación de la conducta por refuerzo. Y también supo que llevaba anclada una desventaja: la obesidad. La compulsión por la comida estaba escrita en sus genes, y había renunciado a luchar contra ella. El esfuerzo era demasiado vasto.

Se calmaría desvalijando la nevera. Se ducharía, se pondría su mejor vestido y saldría a dar un paseo para aclarar las ideas. Necesitaba respuestas, y estas siempre llegaban mejor con el estómago lleno.

Cuando se disponía a abrir la puerta del frigorífico, vio una nota de su madre pegada con un imán publicitario.

«Cariño, hemos ido al médico. Volveremos antes de las doce. Besos».

Eso significaba que tenía dos horas para arreglarse y salir de allí, antes de tener que responder un montón de preguntas referentes a su salida de ayer y las horas de regreso. No le apetecía lo más mínimo someterse a otro interrogatorio.

Abrió la puerta y el aliento gélido de la nevera la rodeó, sin notarlo. Agarró un plato con restos de pastel de carne y se los comió con los dedos sin molestarse en calentarlos. Sabía tan insípido que dejó de tragar y lo escupió en la palma de la mano, examinándolo para cerciorarse de que se había metido en la boca ese batiburrillo de carne picada y puré de patata. Revolvió en la masa rumiada con el dedo índice. Pastel de carne, ni más ni menos. Era factible que estuviese estropeado.

—Mejor, así adelgazaré —bromeó consigo misma, y fue a dejar el plato en la encimera. Falló por unos milímetros y el canto golpeó contra el borde, torciéndose y cayendo al suelo, donde explotó en una miríada de fragmentos blanquiazulados.

—Joder, seré idiota —y se agachó para recoger los fragmentos más voluminosos con cuidado de no cortarse. Los amontonó encima de la mesa y avanzó de puntillas hacia la terraza de la cocina, donde guardaba la escoba y el recogedor. El piso estaba cubierto de esquirlas diminutas. Barrió sin dejarse ninguna esquina, echando todos los restos en el recogedor.

Salió a la terraza para tirarlos a la basura y, al plantar el pie izquierdo, repiqueteó un clic vidrioso. Había pisado un pedazo de loza puntiaguda que se le pasó por alto al limpiar. Subió el tobillo para examinar la herida. Nada. Había tenido suerte. Lo agarró con dos dedos y lo echó al cubo de basura.

Volvió a su cuarto para coger la ropa interior, unas bragas blancas con las que se podría lanzar un jet a reacción en un portaaviones y un sujetador que parecía un columpio para niños. Ninguna de las dos piezas eran bonitas. Parecía que la ropa íntima de gordas únicamente debía ser funcional, su meta tapar tetas y coño. Nada de fantasías ni encajes, que a partir de la talla XXXL las mujeres no ligaban ni follaban.

En la ducha abrió a tope el agua y cerró los ojos. Le encantaba la presión golpeando su espalda. Pero parecía que el agua no salía. Entreabrió los párpados y comprobó que el baño parecía una postal de Londres cubierta de niebla. Confundida, miró sus pies y observó como el agua fluía entre sus dedos. Agarró la alcachofa de la ducha y la enchufó a la cara. No notaba como chocaba contra su piel, resbalaba por la barbilla y se despeñaba por los pechos avanzando hasta la barriga, donde se escindía en cientos de afluentes que se perdían por debajo, en la maraña de su pubis. Sin comprender nada, estiró la mano para colocar la ducha en su anclaje, un gesto repetido mil veces, errado en esa ocasión, y la alcachofa cayó a la bañera con un golpe seco, lanzando chorros arriba, empapando la pared y el cristal de la mampara. Cerró el grifo y se quedó en cuclillas, aturdida.

Transcurrieron unos minutos hasta que su cerebro recuperó el control parcial de sus movimientos. Volvió en sí agitando la cabeza, se incorporó y sacó un pie para salir de la bañera. Después el otro. Y un error más de cálculo motor hizo que el empeine se topase con el borde, haciéndola trastabillar. Dio dos saltitos, pisó fuera de la alfombrilla y resbaló en el suelo empapado de vapor condensado. Se desmoronó en un ángulo de setenta y cinco grados y, antes de poder situar sus manos como defensa, la cara se le aplastó contra el bidé, rebotando al partirse su tapa, deslizándose de lado y acabando apoyada en la pared con las dos piernas retorcidas.

Respirando con agitación, se levantó tiritando por el shock de adrenalina. Pasó la lengua por sus labios y no notó nada. Prefería haberlos palpado reventados. Limpió de vapor el espejo con la mano. Parecía recién levantada de la cama, fresca como una flor recién cortada. Con los dedos se apretó las mejillas, tirando de ellas, convirtiendo el gesto en un remedo espantoso de un payaso. Apretó la nariz, la barbilla, las orejas. Era como tocar una cara ajena. Atenazó un mechón de cabello con el puño y tiró, sin cesar en su tracción, viendo en el espejo como el cuero cabelludo se abultaba intentando retener los pelos que se escapaban de sus raíces. Pero dolor, ni un ápice.

—¿Qué me pasa? Tengo que despertarme. Esto es una pesadilla.

Sabía cómo salir de ese mal sueño.

Rebuscó en los cajones del mueble del lavabo, sacando su contenido y dejándolo caer con descuido. Por fin, encontró las tenazas que usaba su padre para recortarse las uñas. Las cuchillas eran finas y muy afiladas. Los mangos eran ásperos, pero no los sentía. Tuvo que prestar mucha atención para manipularla en la postura adecuada.

—Voy a despertarme ya.

Se pellizcó el pezón del pecho izquierdo y estiró. Parecía la tetina de un biberón anatómico, y lo introdujo entre las dos cuchillas. Sin vacilación, apretó los mangos. La carne se hendió, pero no se rasgó. Apretó con todas sus fuerzas y el pezón se aplastó, elástico como un trozo de caucho. Ya no cabía duda, estaba dormida, así que para qué andarse con chiquitas. Aumentó la presión hasta donde su resistencia le permitía y, con un chasquido, la tenaza se partió por su eje. La elevó a la altura de sus ojos y se rio a carcajada limpia, como una demente.

Esto era increíble. Menudo sueño. Y lo mejor de todo es que seguramente toda su aventura con DeathStar, la policía y el hospital también formase parte del mismo. Claro, eso explicaba todo. ¿Cómo si no podía albergar estos hechos en su mente racional?

Ahora lo importante era despertarse, así que salió a la calle. Sin ropa. Escribió debajo de la nota de su madre: «Salgo un rato, volveré antes del fin del mundo». La idea le hizo mucha gracia.

También entendía esos fallos en su coordinación. Seguro que si se lanzaba a correr, sería como hacerlo en un mar de aceite, sin poder avanzar apenas por mucho ímpetu que le pusiera.

Fuera hacía fresco, a juzgar por la ropa que llevaban los transeúntes, pero a ella no le importaba lo más mínimo. No sentía nada, ni el aire que revolvía su cabello, ni la acera agrietada. Tampoco el golpe que se dio contra una farola al intentar esquivarla.

La gente que se cruzaba con ella se quedaban petrificados. No era habitual ver a una mujer de su talla caminando desnuda por el centro de una ciudad. Algunos empezaron a seguirla, en su mayoría varones, y un par de niños se reían señalándola con el dedo. Los más ancianos la increpaban, con términos muy ofensivos. Pero nada podía romper la sensación de irrealidad que la rodeaba. ¿No era asombroso? Ella paseando desnuda, algo inhibida aunque sabía que todo era una ensoñación, y con toda esa gente juzgándola, criticándola, unos pocos deseándola secretamente. Parecía el flautista de Hamelín con dos tetas en lugar de una flauta.

Un policía municipal se acercó alarmado por el gentío que la seguía, ocupando el asfalto y entorpeciendo el tráfico, los vehículos pitando a su paso, la mayoría piropeándola.

—¡Guapa!

—¡Mueve ese culo, hermosura!

—¡Dame tu teléfono, que me divorcio de mi mujer!

El agente se situó en mitad de su camino.

—Señorita, le ruego que me acompañe.

—Y yo le ruego que se vaya a tomar por culo —y le empujó en el pecho. El policía se desequilibró cayendo de espaldas y la gente aplaudió enfervorizada. Tendido en la acera, sacó su walkie-talkie, pidiendo refuerzos. Alcanzó su objetivo antes de que el policía pudiera levantarse.

Con paso decidido bajó las escaleras del Metro, con la multitud siguiéndola entre risas y vítores. Llegó a los torniquetes y le dijo al personal de seguridad.

—Por favor, ábrame la puerta de minusválidos.

—Pero —balbuceó el hombre mirándole las caderas gelatinosas—. Yo no puedo… —se interrumpió para echarle otro vistazo a los pezones claros y gruesos—. Tiene usted que pagar.

—¡Yo invito a la señorita! —gritó un hombre, enseñando un billete de cinco euros.

—Pase —ordenó el de seguridad, pulsando un botón. La puerta se abrió en silencio y llegaron más hurras de sus seguidores.

Lucía pasó pavoneándose y caminó por las escaleras mecánicas que bajaban al andén, lleno a rebosar de gente. Todos sin excepción se quedaron boquiabiertos ante la visión. Un niño chilló:

—¡La señora gorda está en pelotas! —recibiendo un bofetón instantáneo de su madre, mientras el que parecía su padre observaba a Lucía encandilado. En su ordenador guardaba una colección de miles de fotos de mujeres obesas practicando sexo en cualquier postura imaginable y con cualquier ser catalogado como vivo.

Siguió avanzando, la gente apartándose a un lado, haciéndole un pasillo como a las grandes estrellas. Nada más le faltaba la alfombra roja.

Entró en el andén y se detuvo. Todos guardaron silencio, esperando su siguiente movimiento. Pero Lucía se quedó quieta, situada frente a la oscuridad del túnel que se abría a su derecha. La grabación automática de proximidad del siguiente tren rompió la quietud.

—Próximo tren con destino Argüelles va a hacer su entrada. Por favor, sitúense detrás de las líneas amarillas —a lo lejos retumbaba ya la vibración de las tres docenas de ruedas de acero aplastando las vías.

Lucía avanzó un paso y dejó atrás las líneas amarillas. Algunos soltaron una exclamación de alarma. Otros siguieron callados. El niño no abría la boca, por si acaso. Y su padre no podía cerrarla, con la mano metida en el bolsillo acariciándose.

De súbito, el suburbano emergió en una curva, con los faros iluminando las paredes cubiertas de cables gruesos. El conductor vio a la mujer desnuda y lanzó la mano hacia el freno de emergencia, dispuesto a pulsarlo si esa loca se movía lo más mínimo.

Lucia dio un paso adelante y cayó a la vía justo cuando el tren estaba a un metro de su posición. No llegó a tocar los raíles.

El frontal de la máquina impactó contra ella, hundiéndose cuarenta centímetros y soltando al aire un ruido semejante a un bistec cayendo a la tabla. Los frenos de emergencia entraron en acción y los chirridos de la treintena de ruedas inundaron la bóveda de la estación, soltando chispas por los laterales del andén.

La gente gritaba horrorizada y el niño también. El padre dejó de cascársela.

En cuanto el convoy se detuvo, la mayoría dejó de proferir alaridos. Otros se tiraban a las vías desoyendo las señales acústicas ordenando que se mantuviesen retirados para evitar accidentes. La pulsación de los frenos por el conductor activó todas las alarmas y un grupo de guardias de seguridad se abrió paso a empujones entre la gente. Una señora desvanecida no recibía atención de nadie. Los demás asomaban las cabezas mirando el túnel por el que el tren arrastró su cuerpo.

La multitud enmudeció cuando Lucía apareció caminando entre las vías, sucia y despeinada, pero sin un hematoma. Se tambaleaba un poco y se detuvo a bostezar. Agachándose, se sentó en el cemento con expresión embobada.

—Qué mierda de sueño —dijo. Y se durmió.

15

Despertó en el hospital, con su madre sentada a su lado, leyendo una revista del corazón.

—Mamá —dijo Lucía y estiró la mano. Su madre se la tomó entre las suyas, pero no sintió el apretón ni su calidez.

—Buenos días, mi amor —respondió la mujer, la emoción contenida—. ¿Cómo estás?

—Tengo sed ¿Dónde estamos?

—En el Hospital Santa Leonor. Estábamos tan preocupados —y frunció los labios, esforzándose por retener las lágrimas.

—¿Y Papá?

—Ha bajado a desayunar y traerme algo para mí. Volverá enseguida.

—No sé cómo he llegado aquí. Recuerdo acostarme y soñar. Muy vívido.

Su madre se levantó del sillón donde permanecía sentada y se acercó a ella, poniendo una mano en su frente.

—No tienes fiebre. Eso es bueno. ¿No te acuerdas de nada?

—Nada.

—Lucía, algo te pasa y tienes que ayudarnos a entenderlo —sus dedos se movieron acariciando el cabello. Lo sabía porque lo veía, no porque lo sintiese.

—Mamá, no tengo ni idea de qué ocurre.

La madre se retiró unos pasos y se dirigió a su mesilla, llenó un vaso con zumo de naranja y se lo ofreció. Lucía se incorporó un poco y lo cogió.

—Gracias —pero al acercárselo no lo posó en los labios, sino en la barbilla, derramándose parte del contenido por su pecho—. ¡Joder!

—Deja, yo te ayudo —y le dio de beber, como de pequeña. El zumo podría ser agua embotellada y no podría diferenciarlo. No le sabía a nada. Un poco de líquido se le escapó entre los labios al tragar. Terminó y volvió a recostarse.

—Cuéntamelo, por favor.

—Ayer volvíamos de la consulta del Dr. Peláez y llamaron al móvil de tu padre. Lo cogí yo porque él estaba conduciendo —se sentó, reflejándose en la televisión apagada—. Era la policía. Estaban trasladándote aquí. Yo empecé a llorar y tu padre me quitó el teléfono. Le contaron que estabas inconsciente pero bien. Tu padre se puso blanco y colgó.

—¿Qué os dijeron? —no sabía si quería oír la respuesta.

—Que te intentaste suicidar tirándote a las vías del metro. Que tuviste suerte y saliste ilesa.

—Joder —no se había despertado, esto era un sueño dentro de un sueño—. Debo estar dormida todavía.

—No Lucía. Quisiste quitarte la vida —la voz se le quebró al terminar la frase y carraspeó—. Los médicos han dicho que fue un milagro que el metro no te matase en el atropello. No han visto nada igual en toda su vida. En los pasillos esperaban un par de periodistas que deseaban entrevistarte. Espero que no sigan por ahí o tu padre es capaz de matarlos.

—¿Qué quieren? —preguntó insegura.

—Aseguran que te lanzaste desnuda a las vías, que el tren te arrolló de pleno y que saliste caminando por tu propio pie del accidente —se calló, esperando alguna reacción.

—No puede ser —tartamudeó.

—¡Si puede ser, Lucía, sí! —gritó fuera de sí la mujer—. Fuiste sin ropa por la calle, bajaste a la estación del metro y después te intentaste suicidar. ¿Por qué? ¡Por qué!

Ella se tapó los oídos y cerró los ojos muy fuerte para olvidarse de los gritos de su madre, mordiéndose la lengua para despertar, terminar esa pesadilla de la que no había salida. Pero por más que apretaba, no sentía dolor. Evocó con nostalgia su vida de niña, los juegos con su padre en el salón familiar, el tacto de las uñas al rascarle su madre la espalda antes de dormir, los despertares con aroma a café y cacao caliente. Pero las remembranzas eran interrumpidas por fogonazos dolorosos de habitaciones de hotel mohosas, arañazos con herramientas de marquetería y sangre en sábanas blancas. Obligó a su mente a prenderse de los juegos en el agua de la bañera con su padre sentado a su lado, la espuma cosquilleándole en los oídos al aclararle el pelo, las oleadas calientes batiendo sus muslos. Iba a conseguirlo, estaba escapando de ese laberinto de locura.

Alguien le liberó las orejas con violencia.

—¡Deja de rehuirme! —le regañó su madre, sujetándole las muñecas— ¡Ya basta Lucía!

Rompió a llorar. Era como una presa, una mole de hormigón que lleva años conteniendo las aguas de un río tempestuoso y de repente salta por los aires. Lloraba y lloraba, sin parar, chorros de saliva escapando de la boca, salpicando su ropa. Su madre se echó encima, su llanto uniéndose al de su hija, pero más calmo y desesperanzado, inundado de pesar por el presente de su hija.

—Mi niña. Mi bebé —hubiese dado su vida por intercambiar posiciones con ella.

Lucía se debatió un poco más, puso los ojos en blanco y se desmayó.

Su madre la acunó sin soltarla.

16

Volvió en sí y atardecía. La acompañaban dos personas desconocidas, ambas con bata blanca.

—Quienes sois —murmuró.

El hombre, más maduro que la mujer, se presentó. Tenía la voz grave y agradable. Un leve aroma a tabaco de pipa le rodeaba.

—Soy el Dr. Fuster. Y ella es la enfermera jefe de planta. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, mejor —movió la cabeza buscando a su alrededor—. ¿Ha visto a mis padres?

—Les hemos mandado fuera, por prescripción médica. Necesitamos hablar contigo sin ellos cerca. Tu madre es algo visceral y podría incomodarte.

—Vale. Me parece bien. Ya tengo claro que esto no es un sueño.

—¿Un sueño? —dijo el doctor, y cruzó la vista con la enfermera. Se comunicaban sin palabras—. Te aseguro que estás muy despierta.

—Si tengo cáncer o alguna enfermedad incurable, dígamelo ya. Odio las mentiras piadosas.

—No es cáncer. Ojalá, y perdona mi sinceridad. Por lo menos sabríamos como tratarte.

—Vaya, gracias por sus buenos deseos.

—No te molestes con nosotros —solicitó el Dr. Fuster elevando las manos en son de paz—. Pero nos encontramos en un punto en el cual creo conveniente ser totalmente sincero contigo.

—Déjese de rodeos. No soy una niña.

—Lo sé —volvió a buscar la aprobación de la enfermera—. Vamos a exponerte todo lo que sabemos. Y si tú puedes arrojarnos algo de luz en el asunto, sería estupendo. Sandra te pondrá en antecedentes. Después yo te haré algunas preguntas.

—Dele de una vez.

—Ayer te ingresaron en urgencias —la enfermera tenía un leve acento del sur, como si llevase mucho tiempo viviendo en la capital pero se hubiese criado en otra zona del país—. El informe del personal de emergencias señala que a las 10:15 de ayer fueron avisados por el personal del servicio del metro de un intento de suicidio. Acudieron y a las 10:45, comprobaron tus constantes vitales y tu estado general, te recogieron en algo semejante a un coma, trasladándote a este hospital. La policía contrastó con nosotros la información para elaborar más tarde su atestado. Recogieron detalles de los testigos presenciales. Todos, sin excepción, aseguraron que el tren te golpeó de lleno, arrastrándote en su frenada.

—Pensaba que era un sueño —se justificó Lucía.

—Si te fijas —tomó el relevo el médico—, se nos presenta una incongruencia bastante importante. No tienes ninguna herida ni contusión después de ser arrollada por un tren. Ni tan siquiera un hematoma. Si a eso le sumamos que no hemos conseguido hacerte ni un análisis de sangre desde que ingresaste, todo lo que te rodea resulta de lo más… extraño, por llamarlo de alguna forma.

—¿Por qué no han podido sacarme sangre?

—Todas las agujas se rompen antes de penetrar tu piel —afirmó la enfermera. El tono ya no era tan profesional y se le marcaba más el acento.

—¿Cómo que se rompen?

—Se rompen, tal y como suena —continuó el Dr. Fuster—. No conseguimos atravesar tu piel. Mientras dormías, hemos intentando de todo. Sandra lo intentó incluso con un bisturí.

—Igual que si rayase mármol, incluso más duro.

—No me vengan con cuentos. ¿Qué es esto? ¿Una broma de cámara oculta? ¿Es porque soy gorda? ¿Les hago gracia? —empezaba a exaltarse y le costaba horrores contenerse.

—Relájate o te desmayarás —le advirtió la enfermera—. Respira hondo. Así, así, muy bien.

—Es importante que te mantengas tranquila —señaló el doctor—. Pareces mostrar una disautonomía grave. Es un síntoma de…

—Sé lo que es, soy psicóloga —aspiró profundamente, reteniendo el aire en su estómago dos segundos. Después expiró. Extrajo la información de sus recuerdos de carrera—. Resumiéndolo, es una alteración del Sistema Nervioso Autónomo, que regula de forma automática muchas funciones importantes del organismo, como el pulso, presión, temperatura y respiración.

—Exacto. Es el sistema que controla las reacciones adecuadas del organismo a situaciones de estrés o tensión. En tu caso, la respuesta es inadecuada y se produce el efecto contrario al usual. Si generas mucho estrés, te baja el pulso, la tensión, y caes en un coma ligero, semejante al sueño pero más intenso. No es más que un síntoma de algo más profundo que tenemos que descubrir.

—De acuerdo, me queda claro —e inhaló de nuevo.

—Sin embargo, no sabemos qué es lo que genera ese desorden. Y ahí entras tú. No podemos analizar tu sangre, así que dependemos de lo que nos puedas contar.

—¿Tienes algún otro síntoma que quieras destacar? —preguntó la enfermera.

—No siento nada.

—Explícate mejor, por favor.

—Tengo la piel muerta. Es como si mi sentido del tacto hubiese desaparecido —se frotó una mano con la otra—. Sé que estoy rozándome porque lo veo, no porque lo sienta. Lo mismo me pasa con el gusto. Las cosas no me saben. No es que sepan mal. Es que no sé si tengo metido algo en la boca si no lo veo entrar antes.

—Eso podría explicar la disautonomía —comentó la enfermera al doctor. Este asintió.

—Sigue, por favor. ¿Algo más?

—Tengo fallos en la coordinación. Leves. En actividades muy cotidianas.

—¿Por ejemplo?

—Beber un vaso, colgar una ducha —se llevó el dedo a la nariz, pero se rascó el pómulo.

—Disminución de reflejos osteotendinosos —manifestó el médico. La enfermera le miró con preocupación.

—Alodinia emocional —completó la enfermera.

—¡Alodinia una mierda! ¿Os creéis que soy idiota? —el pulso se le aceleraba. Se concentró en el aire que entraba y salía de sus pulmones.

—Lucía, estás perdiendo tu coordinación motora más básica y tus reacciones emocionales son exageradas —explicó Sandra—. Tu cuerpo se desequilibra si le faltan los receptores que conforman el sentido del tacto. Un desequilibrio físico y psicológico.

—Sé muy bien lo que es la alodicina emocional. Y no estoy loca.

—No estamos diciendo eso. Siguen siendo síntomas —barruntó pensativo el doctor—. Me temo que nos enfrentamos a algo que no podemos abarcar nosotros solos.

—Pues llamen a más médicos —dijo Lucía.

—Por nosotros me refiero a este hospital.

17

La dejaron sola esa noche después de convencerla de que tragase dos cápsulas de Tranxilium con dos vasos de agua y un plato de pasta con carne. Aunque bien podía ser pescado o judías, lo mismo era. En varias ocasiones se atragantó cuando el alimento se introdujo en las vías respiratorias.

Se durmió al instante. La despertaron dos enfermeras cuando entraron en la habitación encendiendo las luces.

—Despierta corazón —dijo una de ellas, la otra afanándose en liberar las ruedas de su cama.

—¿Qué hora es?

—Temprano, las seis de la mañana.

La sacaron del cuarto sin incorporarla. El pasillo estaba iluminado por algunas luces y no se veía a nadie deambulando.

—Antes de que te preocupes, te llevamos a hacerte un TAC y una resonancia magnética —explicó la que empujaba el cabecero. Se movían con agilidad por las intersecciones de los distintos módulos, cruzando algún que otro control de enfermería.

—Genial. ¿Hay aparatos a estas horas? —bromeó Lucia.

—Corazón, nadie duerme en este hospital gracias a ti.

—Vaya.

Llegaron al ascensor reservado al personal médico y bajaron al sótano. Una enfermera tiritó.

—¿Hace frío? —preguntó Lucia.

—En esta planta siempre —respondió ella.

—Me voy a ahorrar un dineral en calefacción —bromeó.

—¿A qué te refieres?

—Nada, déjalo.

Atravesaron una puerta doble batiente con el cartel colgado de peligro por radiación. Posteriormente otra y por fin llegaron a una sala con una máquina muy aparatosa en el centro, semejante a un donut gigante.

—Necesitamos que te bajes con cuidado y te tumbes en la camilla del TAC —solicitó la enfermera.

—No hay problema.

Se bajó, plantando los pies en el suelo. Intentó anticiparse a la sensación. Ni frío ni calor.

—Túmbate apoyando la cabeza aquí.

Un hombre entró desde una sala en la que se abría una cristalera a otra sala, iluminada por monitores y una lámpara de escritorio.

—Hola Lucía, soy Juanjo, el técnico —se presentó el hombre—. En esa sala están el Dr. Fuster y la Dra. Súñez.

Lucía miró al cristal, pero no reconoció a nadie al otro lado.

—Vamos a hacerte un TAC. Es un procedimiento muy sencillo. De ti necesitamos que dejes de respirar en cuanto te avise. Serán unos segundos, no temas. El cacharro emitirá un sonido grave. No te alarmes. Y no te muevas hasta que no te diga. Si necesitas cualquier cosa, me avisas que yo te escucho. Hay un micrófono que nos comunica.

—Entendido —estaba tranquila. El efecto de los calmantes debía seguir haciendo efecto.

—¿Le ponemos contraste intravenoso? —preguntó una enfermera al técnico.

—Inténtelo si puede —respondió con sorna.

—¿Eso es que sí o que no? —replicó la enfermera, visiblemente molesta.

—Es un no. Salgan de aquí, por favor.

Las dos enfermeras le acompañaron refunfuñando.

Al terminar el proceso, Juanjo le avisó por el altavoz del TAC que no se moviese todavía. Tenían que verificar el resultado y determinar si lo repetían.

Transcurrieron unos minutos en los que Lucía movía los dedos de los pies sin saber que lo hacía.

—Lucía, vamos a repetirlo —le avisaron desde la pecera—. Intenta no moverte y deja de respirar cuando te digamos.

Otra vez pasó por el centro del anillo. Otra vez esperó durante minutos.

—Vamos una más. No te muevas.

Allá iba. Dentro, fuera. Que esperase. Y esperó.

—Otra Lucía. Se paciente.

Adelante, atrás. Espera.

—Uno más. Tranquila —pero la voz de Juanjo no lo demostraba.

Zis. Zas.

La puerta de la estancia contigua se abrió de golpe y salieron sus ocupantes con caras de tensión. El Dr. Fuster se marchó sin dirigirle la palabra. El técnico meneaba la cabeza, anonadado.

—¿Qué tal? —se interesó Lucía.

El resto de personal médico salió de allí a toda prisa y las enfermeras detrás de ellos, como pollitos detrás de mamá gallina. El técnico se aproximó.

—No hemos visto nada. Vamos, arriba —la ayudó a levantarse.

—Eso es bueno, ¿no? —dijo ella, algo más aliviada.

—No Lucía. El TAC no ha sido capaz de atravesar tu piel. Seguimos ciegos.

18

Igual de inútiles fueron el resto de pruebas a las que fue sometida: escáneres, ecografías, radiografías. La única que obtuvo alguna respuesta fue la Resonancia Magnética. Los técnicos de mantenimiento que fueron a repararla de urgencia diagnosticaron, en palabras llanas, un colapso de hardware. Frito hasta el tuétano.

La devolvieron a su habitación bien entrada la tarde. En la puerta montaban guardia sus padres, que se lanzaron a la cama rodante en cuanto se puso a tiro. Ambos la abrazaron y la cubrieron de besos que ella no sintió. Rodeada de carne y labios, se sentía más sola que nunca.

Las enfermeras no les dejaron acompañarla y se despidieron de ella en el pasillo, dándole ánimos y recordándola todo lo que la querían.

Al rato se dio cuenta de que se había orinado encima. Lo que le faltaba.

19

Esa noche solo se tragó una pastilla y tuvo un hueco en el duermevela para pensar. ¿Qué vida le esperaba? No podía afirmar que la disfrutada hasta ese momento fuese la panacea, pero había logrado controlarla hasta cierto punto, con sus defectos. No tenía futuro, lo sabía. Los errores de coordinación eran más frecuentes y empezaba a fallarle el control de esfínteres. De ahí a cagarse encima había un paso. No se imaginaba cambiando de foro al de los amantes de la coprofilia.

Con esos pensamientos en mente se levantó a media noche, tropezando dos veces en su avance, y entró en el cuarto de baño. Golpeó el cristal con el puño, arrancando una esquirla del tamaño de un dedo. Se sentó en la taza del váter, colmada de ansiedad, deseando dañarse un poco para recuperar la normalidad. El cristal resbaló por su piel como si fuese un pedazo de roca. Lucía apretó, rascó y cortó hasta que el fragmento se partió en dos. Desesperada, se lo metió en la boca y lo masticó. El crujido de los cristales al triturarse pobló sus tímpanos. Escupió los restos en la mano y se palpó la lengua y el paladar con los dedos. Ni una pizca de sangre. Enfurecida los lanzó contra la pared y volvió a llorar. Más calmada, se fue a la cama oscilando como un péndulo y se durmió.

A la mañana siguiente, sus padres no estaban allí. Mejor, así no se sentiría tan mal por saber que pasaban día y noche velándola. Ya tenían una edad. La señora de la limpieza le explicó que se marcharon temprano y que su madre dejó bien claro en el control de enfermería que volverían a la hora de comer.

—Una gran madre —afirmó la mujer. Lucía no sabía si se refería a su volumen o su capacidad maternal.

Al ver el carro de la mujer de la limpieza, se le ocurrió una salida a su situación. Mientras la trabajadora se atareaba recogiendo los pedazos del espejo del lavabo, robó un bote de desinfectante y esperó a que se marchara, atrancando la puerta con el sillón del acompañante.

Se sentó en él y destapó el frasco, bebiéndose los dos litros y medio sin respirar. Lo mismo podía ser café o cerveza.

Al terminar, se recostó y esperó el final, tan ansiosa que se desmayó en unos instantes.

La despertaron los golpes en la puerta. Voces de cuatro o cinco personas al otro lado, varones, llamándola sin cesar, empujándola con contundencia para liberar el acceso.

Lucía se levantó y la puerta se abrió de sopetón, arrastrando el sillón contra la pared.

El primero en pasar, un auxiliar enorme con un pijama verde, se resbaló con un charco de líquido que se esparcía a la entrada y estuvo a punto de desplomarse sobre los que iban detrás de él. El resto le esquivó como pudo y entraron dispuestos a inmovilizarla.

Ella miró el líquido y se percató de que las gotas la seguían. Tenía la bata empapada a la altura de los muslos.

—Mierda, me he meado.

Uno de los auxiliares se agachó y recogió un poco del fluido con el dedo índice. Se lo llevó a la nariz y olfateó, contrayendo las fosas nasales con desagrado.

—Es desinfectante.

Anota esto en tu mente. También eres dura de roer por dentro.

20

—Te vamos a trasladar a otro hospital. Tienen más recursos que nosotros. Esperamos que allí puedan ofrecer una solución a tu… problema.

Así la despidió el Dr. Fuster. Adiós, me lavo las manos, no tengo ni puta idea de qué hacer contigo, decía su expresión.

Sus padres entraron para recoger sus cosas y le dijeron que la esperaban en su destino. Todo en su madre parecía gritar: «¡Pórtate bien! No me des más disgustos». Dios, como deseaba clavarse sus agujas.

Para colmo, se convirtió en un fenómeno clínico. Según la transportaban a la ambulancia, tapada con una sábana fea con el nombre del hospital, los pasillos aparecían poblados por una multitud de personal hospitalario, haciéndole fotos con móviles, cuchicheando y señalándola. Un hombre velludo se atrevió incluso a intentar clavarle una jeringa. Se partió, por supuesto.

Al introducirla en el vehículo, Lucía estaba a punto de colapsarse emocionalmente. Las pulsaciones decrecieron al límite del paro cardiaco. Sudaba a chorros debajo de la sábana, creando pequeños charcos entre su espalda y el material sintético de la camilla. La cabeza le daba vueltas.

La ambulancia emergió al tráfico de la ciudad, haciendo girar las luces naranjas y ensordeciendo a sus pasajeros con el aullido de la sirena. Junto a ella permanecía un enfermero, con la vista clavada en el parabrisas. Cruzaba palabras breves con el conductor, que sorteaba coches y autobuses siguiendo a una pareja de policías motorizados que abrían camino.

El habitáculo donde permanecía recostada y sujeta se movía como una chalupa en una tempestad. No le molestaba. Perseguía ensimismada los sonidos que rebotaban contra las paredes de metal, cambiando de forma y color en cada giro de dirección. Estiraba las manos para atraparlos pero eran demasiado sutiles y siempre conseguían escabullirse entre sus dedos. Era maravilloso jugar a predecir la configuración que alcanzarían en los casos en que el choque era múltiple y contra distintos elementos. Al atravesar una botella de plástico transparente aparecían convertidos en un gusano de colores que se deshacía en cientos de volutas translúcidas. Si se reflejaban en material cromado se duplicaban como gemelos homocigóticos, exactos, y bailaban en el aire con simetría musical. Abría la boca y si había suerte entraban en ella, deshaciéndose en la lengua como dulce de leche.

Alucinaciones por inhibición sensorial, diría el Dr. Fuster. Un viaje de cojones, aseguraría DeathStar.

Para ti eran tan reales como la mierda que se te escurría entre los glúteos.

El olor atrajo la atención del enfermero, que se inclinó para olfatear en tu dirección y exclamar una imprecación al darse cuenta de tu estado catatónico. De seguir así no solo te adormecerías. Cabía la posibilidad de que tu cuerpo detuviese el sistema completo. Como un coche al calarse, pero sin llave de arranque.

—¡Acelera, se nos queda! —urgió al conductor. La ambulancia pitó a los policías para que acelerasen. Uno de ellos giró la cabeza y asintió, moviendo el brazo para llamar la atención de su compañero. Las motos se encabritaron al darle gas.

Delante, a cincuenta metros, el semáforo del cruce cambió a verde. Los vehículos que arrancaban en ese momento se echaron a un lado para dejarles pasar. El conductor calculó el flujo circulatorio y apretó el acelerador.

Los dos motoristas pasaron como centellas el cruce. La ambulancia entró, una bala de cañón blanca y parpadeante.

No llegó a salir de la intersección.

Un autobús la embistió lateralmente, esparciendo una lluvia de cristales por la calzada y cambiando su dirección de circulación en noventa grados, con fuerza suficiente para fracturar el cuello del conductor de emergencias ante la brutal tensión. El enfermero que acompañaba a Lucía rebotó en las paredes y el reventón de sus vísceras le mató al instante.

Ambos vehículos bailaron unidos en un derrape durante cincuenta metros, llevándose por delante a los coches que esperaban su turno para pasar.

En un santiamén el caos fue absoluto, una reacción en cadena de parachoques sodomizándose violentamente, gente corriendo despavorida y humo, mucho humo. La columna principal provenía del vehículo de emergencia. En cuatro segundos saltó una llamarada, acompañada del griterío de los curiosos y de aquellos que salían arrastrándose del autobús. En seis, explotó elevando una bola naranja y azul a los tejados. Algunos se tiraron al pavimento, protegiéndose la cabeza. Otros cayeron empujados por la onda expansiva. Unos pocos murieron. No muchos.

La policía tardó seis minutos en acudir en masa a la zona. Los bomberos ocho. Ellos, los que se levantaban quejándose, los curiosos y los que lloraban a sus muertos, todos, vieron como las puertas traseras de la ambulancia se abrían, las llamas lamiendo su pintura. Y observaron a una mujer que salía dando traspiés y golpeándose la cabeza contra un remolino de metal que pendía de un lateral, el pelo ardiendo sin quemarse, flotando a su alrededor por la altísima temperatura que expulsaba. Su piel aparecía cubierta de plástico derritiéndose y ropa en llamas. Al pisar el asfalto lleno de charcos en ebullición, abrió la boca y, nunca lo olvidaría ninguno de ellos, su lengua era como una antorcha. Debían arderle hasta los pulmones.

—No me duele, no me duele —canturreó y se tumbó en posición fetal con la boca humeante.

21

Hizo un bonito cadáver. Su piel intacta brillaba como recién duchada. Ni un arañazo, ni una quemadura.

La falta de oxígeno, evaporado por las lenguas de fuego, la mató.

No pudieron incinerarla.