Lucía.
El vagabundo degusta su nombre, disfrutando de su sonoridad. Se había bebido el relato y sabe de forma intuitiva que no debe tener miedo al dolor nunca más. Si lo hubiese aprendido con anterioridad no habría sufrido tanto. Siempre huyendo, siempre mirando atrás.
El niño completa su explicación.
—Por poco no llegamos. Tuvimos un inconveniente grave que nos retrasó y te alcanzamos cuando ya estabas dentro de la ambulancia. Me lancé a las ruedas delanteras, arriesgándome a ser atropellado. No podía permitir que arrancase contigo dentro. Huimos del hospital con el vehículo de emergencia, que nos resultó muy útil más tarde.
El hombre volador está atento a un cambio muy sutil que ha creído detectar en la mujer obesa a medida que el crío iba desgranando su historia. No era fácil describirlo; podría definirse como una congelación de la mueca que adornaba su rostro. Estaba ahí todavía, una media luna diminuta entre los dos cachetes como soles, siguiendo al niño en sus movimientos sin alterarse. Parecía tallada en piedra. Si intentase darle un pellizco —ojalá tuviese las manos libres para eso— seguro que no podría agarrar ni un centímetro de carne. Dura como un peñasco.
Y la mirada. Oh, la mirada. La locura había anidado en ella. La pupila se le dilató tanto que todo en esos ojos vacunos era blanco y negro, resaltado más aún por el hecho de que no presentaba ni un pequeño derrame que ensuciase esa albura. Además, no parpadeaba, ni una vez desde que el relato alcanzó el punto en que el chalado decidió jugar con sus alicates a los médicos. Igual que si le hubiesen desenchufado esa parte de su cerebro, los párpados se quedaron a mitad de movimiento y allí permanecían todavía.
La rigidez que aprecia en su rostro se ha ido extendiendo por el resto de musculatura. Y el ronco no puede creerse que nadie más en la sala se haya percatado del hecho. Examina a los demás, que siguen atentos al niño que explica como conducía la ambulancia, compartiendo el placer de circular con las luces y la sirena puesta. Durante la representación, la gorda va endureciéndose, tensando sus ciento veinte kilos de carne y músculo sin crispación, una reacción en cadena que parece provenir de muy adentro, de ese sitio en que ella todavía es una niña regordeta que calma su ansiedad con magdalenas, que tiene que luchar en un mundo de gente delgada, proyectando su infancia al momento en que transformó ese dolor en placer para poder sobrevivir, perdiendo incluso esa medicina con el advenimiento de su aptitud.
Como en el de todo ellos, por cierto.
El chaval corretea con los brazos extendidos, ululando como la sirena, describiendo el riesgo cuando la asiática se metía en dirección contraria para poder llegar a su siguiente parada, esa donde recogerían a otro infeliz que terminaría matándose si ellos no le rescataban.
A esa hora, las 23:16, la presa revienta. No más bizcochos, ni una partida más con sus padres, basta de abusos cometidos en el colegio, se acabó la censura de la familia, hasta nunca sus agujas. Ha llegado a su límite y no hay juego de respiración que pueda salvarla ahora.
Lucía escapa de las cintas, resquebrajándolas por la mitad y se incorpora como un gimnasta haciendo abdominales, atrapando al niño y elevándolo en el aire.
La asiática da un salto y se queda petrificada en el sitio al recibir una orden de su compañero.
—¡Déjala!
Le va a matar. No posee la fuerza de la amputada, pero la inercia de su centena pasada de kilos puede descoyuntarle los miembros sin demasiado esfuerzo. Sería fácil detenerla. ¿Por qué no quiere que actúe?
La gorda tiembla en oleadas, cimbreando al niño con ímpetu.
—¡Libérame! ¡No lo aguanto más! ¡Libérame!
Prorrumpe en sollozos y suelta al niño, que trastabilla en la caída y termina en el suelo. Se mete los dedos en los ojos, buscando atravesarlos, llegarse al cerebro con las uñas, arrancar el germen de su desdicha. Los hunde con todas su potencia, las pestañas abrazándolos como una planta carnívora devorando su presa, profundizando la primera falange, desgañitándose en un plañido eterno. Es inútil. Retira los dedos y los ojos siguen en su sitio, blancos y sin un resto de lesión.
El niño sigue recostado, en la misma postura en que cayó, sin hacer nada. La asiática se mantiene a una distancia prudencial, esperando una orden.
—¡Quiero mi vida! ¡Devuélvemela!
—¡Lucía!
La voz del anciano ha resonado en la sala, lo suficiente para llamar la atención de la mujer, que se tira de los pelos, intentando arrancarlos.
—No eres la única que ha perdido algo. Tienes que tranquilizarte o morirás. Todo va a salir bien.
—Soy gorda, apesto y doy asco —susurra, entre estremecimientos de su carne maciza.
—No Lucía. Simplemente has nacido en la época equivocada.
—Doy asco —repite, menos alterada.
—Tú puedes solucionarlo. Ya casi estamos, falta muy poco. Una pizca nada más —le asegura el niño.
—Apesto —suena como un niño antes de descansar. Se tumba en la cruz y empieza a roncar.
El viejo menea la cabeza y suspira cansado.
—Hijo, se te está yendo de las manos. No vas a poder aguantarlo más tiempo.
—Lo sé, hago lo que puedo por confluir lo necesario.
—Mi única necesidad es salir de aquí —susurra el hombre volador, no muy alto aunque audible para el resto de los presentes. Cada minuto que transcurre teme más por la seguridad de su familia. El ruso, el maldito ruso. Ya no le preocupa el collar, por él se lo puede meter por el culo y aguantarlo hasta que reviente. Quiere ver a sus hijos, conocerles, ser padre.
—Saldrás, si así lo decides.
—¿Cómo? ¿Puedes explicármelo sin otra de tus adivinanzas absurdas?
—No siempre el camino más corto es la línea recta.
—Gilipolleces —suelta el invisible, las cuencas vacías. Verle así da miedo, y el vagabundo se centra en la mujer gorda que descansa con placidez, como un bebé inmenso en una cuna demasiado pequeña. Si no fuese insensible, el dolor de la espalda apoyada en la cruz la estaría matando.
—Todo lo que habéis aprendido es un error. ¿No es suficiente prueba tu facultad? Las células de tu carne se vuelven transparentes, sin producir ningún efecto de refracción ni reflexión en la luz que las atraviesa.
—No pretendo entenderlo. Soy así de simple. Mi única pretensión es volver a mi casa, tomarme una cocacola y olvidarme de esto.
—Volverás.
—¡Pues suéltame! —grita el de rojo— ¡Suéltame!
Y se agita con violencia, un muñeco hueco de piel rugosa y agrietada por la pintura que se desprende en algunas zonas cuarteadas, dejando entrever la nada que existe detrás, ni huesos ni estructura muscular ninguna que la sostenga en el aire. Al piso caen hojuelas rojas como una nevada.
—Te soltaré cuando llegue el momento oportuno. No lo dudes.
El anciano desea que ese instante que tanto menciona el niño llegue de inmediato. Ya se ha resignado, sabe que no va a volver a abrazar a su mujer, que sin su poder la enfermedad se hará dueña de su cerebro y no habrá ninguna fuerza que pueda batirla en retirada. Se está rindiendo, sí. Ha luchado demasiado en vano. Estuvo a punto de conseguirlo y las fuerzas le fallaron. ¿Cómo iba a prever que terminaría así? En la juventud te crees capaz de dominar todo, que cualquier circunstancia que te asalte será vencida por tus músculos vigorosos y, sobre todo, por un cerebro que responde. Qué sabrán ellos de pérdida. Perder tu personalidad, lo que te hace ser la persona que eres, es lo más cruel que nadie puede padecer. Salir a pasear, despedirte de tu mujer, caminar durante horas por calles que no conoces, leyendo placas con nombres que a veces no puedes descifrar, pidiendo ayuda a peatones que pasan a tu lado ignorándote, luchando por atrapar la palabra que sabes que existe pero que no puedes pronunciar porque la información coge atajos que llevan a vías muertas, agarrarte a un árbol para palpar su corteza áspera para seguir aferrado a la realidad, sentir que todavía hay algo que controlas. No saben nada. Nada.
El ronco examina la cruz vacía. El pequeño no ha hecho ninguna referencia a ella y le extraña. ¿Quién debía estar atado con ellos? ¿Tendría que llegar todavía? Por los comentarios que hacía, no lo veía probable. Solamente faltaba la historia de una persona y después… ¿qué? No lo tenía claro, aunque una sospecha anidaba en él. Que les necesitaba era claro. Dentro de poco lo sabrían.
El niño se ha fijado en su interés por la cruz sin ocupante.
—No pude conseguiros a todos.
—Mejor para él. O ella.
—Aun sabiéndolo todo, a veces el futuro se empeña en jugar con trampas. El presente que vivimos, este en el que vosotros seis me acompañáis en mi proyecto, es una ecuación compleja donde se conjuga el pasado y el futuro. Un ligera variación y todo se rehace. Y me duele.
Ha dicho estas últimas palabras mirando a la asiática, que baja la cabeza avergonzada. No pudo remediarlo. Si le hubiese avisado, si llega a conocer el espectáculo que se iba encontrar, quizás podría haberse preparado y hubiese reaccionado de otra forma. Pero él nunca actuaba así, siempre con misterios. No pudo contenerse. Entraron en la casa y los vieron, tan desvalidos, bajo el señorío de ese carnicero. Fue más rápida que él, la única vez que se atrevió a atacarle sin pensar en las consecuencias, algo que el niño no pudo prevenir. Su ira, siempre la rabia que la dominaba, que nublaba su raciocinio, la obnubiló. Se dejó llevar, desbordada por la irritación. La séptima cruz vacía es su carga y tiene que asumirla. Alguien sufre mucho por su culpa.
—¡Dejémonos de tristezas! Es algo que no podemos rehacer y tenemos que continuar mirando al frente.
Se incorpora y se planta delante del hombre vestido como un vagabundo, que sonríe.
—¿Ya me toca?
—Sí.
—¡Por fin! —su emoción es contagiosa, impropia de una persona de su edad. Tiene algo raro, una indefinible incongruencia, medita Lucía.
—En otras civilizaciones hubieses sido un dios. Tendrías legiones que te seguirían. Hoy te ves condenado a vivir en las calles, durmiendo en pasos subterráneos. Eso terminará.
Coge aire y libera su sexto relato.