5 — El Bosque de las Ilusiones
JULIETA CONTEMPLÓ EL BOSQUE y se estremeció.
—Da miedo —dijo.
—Hay quien lo describe como siniestro. Se llama el Bosque de las Ilusiones —contestó Merlín.
—¿Por qué se llama así? —preguntó el Caballero.
Porque la ilusión es como una bruma. Oculta la realidad —repuso Merlín.
Al aproximarse al bosque, el Caballero y Julieta titubearon. No tenía un aspecto que invitara a adentrarse en él.
Julieta volvió a estremecerse.
—Parte de esta bruma es tan espesa como la niebla. ¿No te asusta? —preguntó al oso.
—El oso negó con la cabeza.
—Yo no veo ninguna bruma ni ninguna niebla.
—Ni yo —dijo el ciervo.
Julieta y el Caballero se dieron cuenta, con cierta estupefacción, de que ninguno de los animales veía la bruma.
—Se debe a que los animales no viven con ilusión. No tienen falsas creencias sobre cómo son las cosas. Ven todo tal cual es —explicó Merlín.
El Caballero respiró aliviado:
—Estoy muy contento de que vengáis con nosotros.
—El objeto de esta búsqueda —aclaró Merlín a Julieta y al Caballero— es traspasar la bruma de vuestras ilusiones hasta el otro extremo del bosque, así podréis llegar a entender vosotros mismos quiénes sois y quiénes sois para el otro.
Y volviéndose a los animales dijo:
—Ninguno de vosotros guiaréis a Julieta o al Caballero a través de la bruma. Ellos son los que tienen que encontrar su propio camino a través de sus ilusiones o esta búsqueda no tendría razón de ser.
—Pero, ¿y si nos perdemos? —protestó Julieta.
—Estoy seguro de que lo haréis —dijo Merlín—. Cuando suceda, llamadme con toda libertad y, al instante, apareceré.
Julieta miró asombrada la espesa bruma. Y con no demasiado entusiasmo comentó:
—Supongo que lo mejor es que empecemos nuestra búsqueda.
El Caballero le pasó un reconfortante brazo por encima del hombro:
—No te preocupes, querida —exclamó—, yo te protegeré.
—No —aclaró Merlín—. Ya la habéis protegido demasiado impidiendo que descubriera quién es ella realmente. En esta parte de la búsqueda cada uno debe ir solo.
—No te preocupes —dijo el oso a Julieta—, yo te protegeré.
—Yo también iré contigo —añadió el ciervo.
Rebeca se posó en el hombro de Julieta.
—Y yo —dijo Rebeca, besándola en la mejilla.
Julieta se sintió muy reconfortada con el amor de los animales.
El zorro se dirigió al Caballero:
—Según parece, Ardilla y yo nos quedamos contigo.
Merlín hizo un gesto y la bruma se levantó ligeramente al final del bosque. Julieta y el Caballero pudieron ver dos señales: en una de ellas, una flecha que señalaba un sendero brumoso a la izquierda, decía «mujeres». A la derecha, otra señal con una flecha roja ponía «hombres».
El Caballero se animó un tanto:
—Al menos sabemos por dónde empezar.
Y dijo a Julieta:
—Yo iré por el camino que señala hombres y vos por el que señala mujeres.
—No necesito que me aclaréis lo que es obvio —dijo Julieta con cierta aspereza.
Merlín les interrumpió para evitar que se iniciara una discusión.
—A veces, lo obvio es una ilusión. Sois dos seres humanos. —Y dijo al Caballero—: da la casualidad de que estáis en el cuerpo de un hombre. —Y, volviéndose a Julieta—: Y da la casualidad de que vos estáis en el cuerpo de una mujer. La ilusión es que hay una diferencia. La realidad es que vos, Caballero, tenéis las características de un hombre, y vos, Julieta, las de una mujer. Sin embargo, ambos tenéis rasgos masculinos y femeninos. Os habéis separado al no aceptar las características del otro ser humano. Puesto que ambos participáis en esta búsqueda para aprender a mantener una bella relación con el otro, es necesario que vos —dijo al Caballero— aprendáis cómo piensa y siente una mujer. —Y volviéndose a Julieta le dijo—: y es importante que vos aprendáis cómo piensa y siente un hombre. Cuando ambos lo hagáis, no habrá diferencias que os separen.
Así pues, con los animales como compañía, el Caballero echó a andar hacia el sendero señalado para «mujeres» y Julieta hacia el señalado para «hombres». Al llegar al cruce de los caminos en el que debían separarse, se volvieron y miraron atrás. Cada uno veía que el otro pensaba lo mismo en el mismo instante. Si fracasaban a la hora de encontrar el camino a través de la bruma, se perderían en el bosque, separados uno del otro para siempre.
Con lágrimas en los ojos y cierta pesadumbre en el corazón, empezaron sus caminos separados.
Julieta avanzaba cuidadosamente por el sendero, con los ojos enturbiados por las lágrimas y la bruma. El oso le ofreció una hoja de eucalipto para que se secara los ojos y ella le dio las gracias. Después le alargó la hoja de un lirio silvestre para que se pudiera sonar la nariz. Lo hizo, y se sintió mucho mejor.
El ciervo le acarició la mejilla:
—No te preocupes, volverás a ver al Caballero.
—Pero, ¿y si yo no puedo atravesar la bruma de la ilusión y él sí? ¿O si yo puedo y él no? —gimió Julieta.
—Merlín dice que si piensas en lo peor, lo más seguro es que suceda —contestó Rebeca.
—No estaba pensando, estaba sintiendo —replicó Rebeca.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando vio una señal a través de la bruma. Decía: «Secaos los ojos, dejad de parpadear, en vuestros pensamientos tenéis que pensar».
Julieta se sentía doblemente enojada, primero con Merlín. por prever que lloraría, y, segundo, porque el mensaje de la señal implicaba que necesitaba pensar sobre el pensamiento. El Caballero le decía a menudo que ella no pensaba con claridad, y una vez llegó a llamarle tonta. No volvió a decírselo más, pues ella dejó de servirle la cena durante un mes.
Cuando finalmente superó su enojo, se sentó sobre un tronco a reflexionar sobre el pensamiento. Esto era ciertamente una característica masculina, comentó Julieta a los animales. Rebeca, que se había posado nuevamente en su hombro, le dijo:
—Pero también es una característica tuya, y como comentó Merlín, para entenderos mejor a vos misma y al Caballero, tendréis que entender vuestros rasgos masculinos.
—¡Ah, pues muy bien! —suspiró Julieta. Se sentó más cómodamente en el tronco y empezó a pensar sobre el pensamiento.
En otra parte del bosque, el Caballero estaba experimentando cierto enojo. Acababa de llegar a una señal en la que se podía leer: «Si pensamientos y sentimientos equilibráis, veréis cuan feliz os encontráis». Desde que había vuelto de su búsqueda estaba más en contacto con sus sentimientos, era capaz de conectar con ellos, pensaba de sí mismo que era un hombre sensible. ¿Qué más tenía que aprender?
—Si siento, siento, ¿cuál es el gran problema? —se quejó a la ardilla.
—Estás empezando a parecerte a la señal —contestó el zorro.
El Caballero se sentó a regañadientes en un tronco a meditar y a sentir.
Julieta se dio cuenta de repente de que debía llevar sentada sobre el tronco varias horas, pues estaba bastante hambrienta. Miró a su alrededor para ver si encontraba a alguien más con hambre, pero no había señales del ciervo, ni de Rebeca, ni del oso. En ese momento, el oso apareció detrás de ella entre la niebla. Al no reconocerlo, Julieta dejo escapar un chillido de pánico.
—Sólo soy yo —dijo el oso con voz tranquilizadora—. Estaba recolectando unos cuantos frutos del bosque.
Rebeca y el ciervo aparecieron al mismo tiempo.
—Hemos oído que gritabas —comentó Rebeca.
—Siento haberos preocupado —se disculpó Julieta—. El oso se acercó por detrás y me asusté. No he llegado a ninguna conclusión acerca del pensamiento.
—Antes de sentirte asustada -le preguntó Rebeca—, ¿no pensaste que había algo por lo que asustarse?
—Pues, yo, esto... —dudó Julieta.
Entonces, de repente, se dio cuenta de algo muy importante. Hasta ese momento sólo creía en lo que sentía. Pero ahora se daba cuenta de la verdad, y así se lo comunicó a los animales:
—Un pensamiento puede llegar a ser un sentimiento y un sentimiento puede llegar a ser un pensamiento.
En cuanto acabó de pronunciar estas palabras, se despejó la bruma en su parte del bosque. Ahora podía ver con claridad el cielo azul y sentir el sol sobre ella.
—Puede que atravesar este bosque no sea tan difícil como pensaba —dijo Julieta—, pues tengo a mi lado a una bella paloma como tú.
Rebeca miró a su alrededor algo nerviosa:
—No le digas a Merlín que te he dado una pista. Se supone que no debía hacer eso.
La risa de Merlín se oyó en el aire.
El Caballero estaba aún sobre el tronco, enfrascado en sus pensamientos y sus sentimientos. Llevaba sentado horas sin llegar a ninguna parte. Finalmente llamó:
—¡Merlín, Merlín!
El mago, tal como había prometido, apareció. Llevaba un laúd.
—Perdonad que os importune —dijo el Caballero.
—Estaba tañendo música para un grupo de ardillas. Necesitaban que las animara, pues unas urracas malvadas les han robado todas las avellanas que guardaban para el invierno.
—Yo necesitaría animarme a mí mismo —comentó el Caballero—. Llevo sentado aquí más de dos días intentando resolver mis sentimientos sobre los sentimientos.
—Lleváis aquí mucho más tiempo —sentenció Merlín—. Lleváis una semana.
El Caballero se quedó atónito:
—No es de extrañar que me sienta tan mal.
—Siete días sin comer pueden debilitar. —En los ojos de Merlín apareció una chispa de picardía.
—No estoy de humor para vuestras bromas —contestó el caballero.
—Queréis, por supuesto, una respuesta —dijo Merlín—, pero lo mejor es que la encontréis vos mismo; sin embargo, os daré una pista. —Y punteando el laúd empezó a cantar—: «En los charcos a vuestros pies tenéis que mirar. La respuesta a vuestros sentimientos podréis encontrar». —Y, dicho esto, desapareció.
El Caballero escudriñó a través de la bruma que se esparcía a sus pies y vio tres pequeños charcos que se habían formado con la reciente lluvia. Se arrodilló y los miró cuidadosamente.
—Voy a necesitar vuestra ayuda —dijo a los animales—, pues no sé cómo voy a hallar la respuesta en tres charcos llenos de barro.
—Merlín nunca lo pone demasiado fácil —comentó el zorro.
La ardilla, el zorro y el Caballero miraron los charcos y vieron su imagen reflejada en ellos. Finalmente, la ardilla habló:
—Son de diferentes medidas.
El Caballero asintió con la cabeza:
—Pero no veo que eso pueda responder a nada.
—Yo creo —dijo el zorro— que el charco en el que estoy mirando es más profundo que los otros dos.
La ardilla y el Caballero asintieron y, de repente, a éste le sobrevino la inspiración:
—¿Y si mis sentimientos fueran como el agua de los charcos?
—Odio tener que admitir —dijo el zorro— que no acabo de entender lo que decís, me temo que tendréis que explicaros.
A medida que el Caballero hablaba, su voz iba adquiriendo un tono de excitación:
—¿Y si mis sentimientos son poco profundos como los dos charcos y tengo miedo a los sentimientos profundos?
Se puso de pie de un salto.
—¡Eso es! —exclamó—. Temo el impacto de mis sentimientos profundos.
—¿Pero por qué? —le preguntó la ardilla.
El Caballero dio unos cuantos pasos adelante y atrás.
—No lo sé —dijo.
Se detuvo a mitad de una zancada:
—¡Espera, puede que sí lo sepa! Si dejo que los pensamientos sean demasiado profundos, siento dolor. Sí, puedo sentir dolor y pena, algo a lo que no quiero enfrentarme.
—Me pregunto si eso es verdad —dijo el zorro.
La respuesta a esta verdad se hizo patente de inmediato, pues del bosque empezó a disiparse gran cantidad de bruma, y el Caballero pudo ver claramente el camino. Empezó a caminar con regocijo:
—Todo este tiempo he creído que pensaba en profundidad, pero se trataba tan sólo de una ilusión.
Y dicho esto, se disipó aún más cantidad de bruma y pudo ver con claridad la belleza de los árboles, de las flores y del cielo, y le pareció que dentro de él también se aclaraba algo. Pudo respirar más profundamente y se sintió como si cantara. Y así lo hizo con toda la fuerza de sus pulmones.
La ardilla y el zorro se estremecieron:
—La alegría tiene sus desventajas —dijo la ardilla.
Julieta también cantaba alegremente. Había disipado la ilusión de que los sentimientos eran más fiables que los pensamientos. Se dio cuenta de que la mente equilibra los sentimientos. Ahora podía dar marcha atrás, cuando sus sentimientos le causaban en su interior miedo, pánico, desesperación o ansiedad. En vez de dejar que la abrumaran, podría evaluarlos con pensamientos racionales y obviar los disgustos emocionales.
Regocijada con su nueva manera de pensar, comenzó a cantar alegremente:
Se detuvo en la senda con los animales, pues la niebla surgía de nuevo ante ella. Escudriñó a través de ella y vio un letrero que decía: «Lo mejor es estudiar tus acciones, ver la verdad de tu agresividad».
—¿Qué querrá decir esto? —se preguntó Julieta estupefacta.
—¿Qué significa agresividad? —quiso saber el ciervo, que nunca había ido a la escuela.
—Se refiere a la manera de comportarse de la gente prepotente —contestó Julieta.
—Agresivo yo no soy... —observó el ciervo.
—Es una característica masculina que no admiro en absoluto —sentenció Julieta.
—Pero también es una de las características de tu parte masculina —le recordó Rebeca.
Julieta estaba un tanto enfadada. No le gustaba considerarse agresiva, ya que eso significaba apropiarte de cosas, tanto si te pertenecen como si no; tenía que ver con la acción violenta o la dominación... En fin, todas las cualidades que no le gustaban en los hombres.
—No —dijo en voz alta—. No tengo intención de ser agresiva.
—Y, si no eres agresivo, ¿cómo consigues lo que quieres? —preguntó el oso, rascándose la cabeza pensativo.
—Tengo al Caballero para que me dé las cosas que quiero —le contestó Julieta.
—¿Y qué pasa si él no quiere darte las cosas que tú quieres? —intervino el ciervo.
—Iré tras él hasta que lo haga —respondió Julieta.
—¡Eso es avasallar! —exclamó Rebeca.
—No importa, un marido espera que le avasallen —replicó Julieta.
—Y ¿qué ocurriría si él no quisiera darte lo que tú quieres, aunque le avasalles? —dijo el ciervo.
—Entonces, le engañaría —contestó Julieta inmediatamente.
Entonces Julieta se calló, pues no le gustaba el derrotero que estaban tomando las cosas.
—Merlín llama a eso manipulación —dijo Rebeca.
Julieta se puso a la defensiva:
—Esa es la única forma en que las mujeres pueden conseguir lo que desean... y tienen que hacerlo por medio de los hombres.
—Entonces, debes sentirte un tanto indefensa —arguyó Rebeca.
—Pues... esto... Sí, me siento indefensa —admitió Julieta.
—Pero si tu parte masculina es agresiva, puede que finjas indefensión porque así te resulta más fácil —sentenció el oso.
Julieta se iba enfadando cada vez más. No quería admitir que daba la falsa apariencia de indefensión para no tener que echar mano a su agresividad natural. Pero, si no lo admitía delante del oso, el ciervo y Rebeca, ¿qué pensarían de ella? Merlín apareció de improviso y dijo:
—Es duro admitir que uno ha creado una falsa apariencia de debilidad para no tener que sacar su propia agresividad.
—Aparecéis sólo para decir eso, ¿no? —dijo Julieta mirando fijamente a Merlín.
Merlín sonrió:
—¿Recordáis lo que os dije antes de empezar esta búsqueda? Os dije que no os juzgarais a vosotros mismos.
Entonces Julieta recordó que había sido agresiva al empezar su empresa de rehabilitar castillos, y que no había tenido que pedir ayuda al Caballero.
—¡Exacto! —aplaudió Merlín—. Ya no tenéis que depender de los hombres de ahora en adelante.
—Nunca me han gustado los hombres agresivos, y supongo que no me gustaría a mí misma si llegara a ser así —dijo Julieta.
—A vos no os gustaba cómo utilizan los hombres su agresividad... luchando, dominando y poseyendo. Vos no tenéis que usarla de esa manera —aclaró Merlín.
Julieta asintió.
—El empuje —prosiguió Merlín— puede utilizarse con suavidad, amor y compasión. Evitar esas características en vos misma significa evitar responsabilizaros de ser quien sois.
De repente, Julieta pareció muy resuelta.
—De ahora en adelante dejaré de dar la impresión de ser una persona indefensa y aceptaré mi responsabilidad como persona firmemente cariñosa y comprensiva-dijo Julieta.
No había acabado de pronunciar esas palabras cuando una gran porción de niebla desapareció. Julieta sintió que la invadía una gran fuerza, sería capaz de crear más y con mayor claridad por sí sola. Se dirigió a Merlín para darle las gracias por su magia, pero Merlín se había desvanecido mágicamente.
La ardilla y el zorro habían comenzado a cantar con el Caballero. Cantaban también a pleno pulmón, más que nada para no oír cómo cantaba el Caballero. Poco después se encontraron con la siguiente capa de bruma de ilusión. Parecía aún más espesa que la que acababan de dejar atrás. El Caballero buscó la señal de costumbre, y, efectivamente, allí estaba, a un lado del sendero. El Caballero leyó:
—Porque eso es lo que mejor sabe hacer; oponerse a la mayoría de las cosas que digo o deseo hacer —dijo el Caballero al instante.
—¿Siempre ha hecho eso? —preguntó el zorro con curiosidad.
El Caballero asintió:
—Desde el principio. Ni siquiera le gustó el modo en que la rescaté del castillo del ogro.
—Julieta me contó que cuando escalaste hasta la ventana donde se hallaba para rescatarla, la empujaste al foso y estropeaste sus mejores galas de princesa. Que tú caíste después, y, como no sabías nadar, ella tuvo que rescatarte —dijo Ardilla.
Al Caballero le molestó un poco que se hubieran enterado de esa parte de la historia.
—Nadie es perfecto-aclaró un tanto enfurruñado.
—Pero tú decidiste casarte con ella —le dijo Ardilla.
—Decidí casarme con ella cuando el Rey dijo que me cortaría la cabeza si no lo hacía —respondió el Caballero.
—Entonces, ¿en realidad no la amas? —le preguntó el zorro mirándole severamente.
Al Caballero se le humedecieron los ojos.
—La amo muchísimo —contestó.
—Supongo que a mí también me sacaría de quicio que alguien me estuviera siempre llevando la contraria —dijo el zorro en tono comprensivo.
—Mira la boda, por ejemplo. Acordamos que ambos queríamos una boda íntima. Mi idea de una boda íntima era celebrarlo con unos pocos amigos cercanos —confesó el Caballero.
—¿Y cuál era su idea? —preguntó la ardilla.
—Fue una boda íntima con tres mil invitados —dijo de manera cansina el Caballero.
El zorro sacudió la cabeza, desconcertado:
—Es duro hablar de los acuerdos a partir de los desacuerdos.
El Caballero se sentó en un tronco y, apoyando la barbilla entre las manos, comenzó a estudiar más a fondo su rivalidad con Julieta. Pensó que todo sería mucho más sencillo si las mujeres pensaran como los hombres.
—Pero no lo hacen, ¿verdad? —dijo la voz de Merlín.
Sobresaltado, el Caballero miró a su alrededor. Merlín estaba sentado en la orilla de un arroyo cercano con los pies dentro de las alegres aguas.
—Me alegra que aparezcas —comentó el Caballero—. Me estaba haciendo un lío con mis pensamientos.
Merlín le indicó que se sentara a su lado:
—¿Por qué no te unes a mí? Mete los pies en el agua y quizás parte de su claridad te llegue a la cabeza.
El Caballero miró con dureza a Merlín. Con frecuencia le era difícil discernir si el mago le estaba instruyendo o riñendo, pero hizo lo que el mago le indicó.
Merlín acarició la cabeza de un pez que se había acercado nadando hasta él y dijo:
—Os voy a contar una historia. No es una historia real, me la he inventado para hablaros de vuestra percepción de Julieta como contrincante.
Merlín alimentó al pez con unas migajas que había hecho aparecer y prosiguió:
—Retrocedamos a los jardines del Edén. Un día en el que Adán estaba sentado debajo del manzano tenía un aspecto solitario e infeliz. Dios se dio cuenta de ello. Se acercó a Adán y le preguntó, con la perspicacia que sólo Dios puede tener: «¿Adán, estás solo e infeliz?».
Adán le miró y le contestó:
—Así es.
—Lo que necesitas es una mujer —le dijo Dios.
Adán lo miró perplejo:
—¿Qué es una mujer?
—Una mujer es tu homólogo en femenino, alguien que te amará, te cuidará y atenderá todas tus necesidades —le contestó Dios.
—¿Cuánto me costará? —puntualizó Adán, que era una persona desconfiada.
—Un brazo, una pierna y el ojo derecho —le respondió Dios.
—¿Qué puedo conseguir por una costilla? —preguntó Adán tras reflexionar un momento.
El Caballero se echó a reír. Merlín continuó:
—A causa de la tacañería de Adán, Dios se presentó con un ser que iba a confundir y desconcertar a Adán y a otros hombres en los siglos venideros. Ella no pensaba como un hombre, no funcionaba como un hombre y basaba su vida entera en los cimientos poco firmes de algo llamado emociones. Puesto que era tan diferente de los hombres, éstos la llamaron el sexo opuesto.
—Un buen nombre —gruñó el Caballero.
Merlín sonrió:
—¿Qué sucedería ahora si Adán hubiera estado dispuesto a dar un brazo, una pierna y un ojo?
—Es mucha renuncia para arriesgarse a conseguir una mujer con la que fuera más fácil vivir —dijo el Caballero.
Merlín se rió:
—Yo no dije que tuviera que renunciar a tanto, dije que estuviera dispuesto a hacerlo.
De inmediato, el brillo del agua del arroyo se reflejó en los ojos del Caballero, que había empezado a captarlo.
—¿Queréis decir que si yo estuviera dispuesto a dar más de mí mismo, Julieta no me parecería tan opuesta a mí?
La niebla empezó a disiparse suavemente, y entonces el Caballero se dio cuenta de que iba por buen camino.
El Caballero metió los pies en el agua con entusiasmo:
—Si Julieta y yo estamos dispuestos a renunciar a la idea de quién creemos ser cada uno, no habrá oposición alguna entre ambos.
Merlín asintió.
El Caballero rió alegremente al ver la gran cantidad de bruma que se había desvanecido, al igual que hizo Merlín, pues el Caballero ya no le necesitaba.
«Siempre existirán diferencias en el comportamiento humano —pensó el caballero—. Julieta no es diferente por ser mujer. Es tan sólo otro ser humano. Su manera de comportarse es la correcta para ella, del mismo modo que mi manera de funcionar es la correcta para mí.»
Había descubierto una regla universal:
Ahora, el Caballero podía ver kilómetros y kilómetros libres de niebla y era capaz de percibir con una claridad que nunca antes había experimentado.
Lleno de júbilo, el Caballero comenzó a cantar. Entró con aire resuelto en el sendero de claridad cantando a pleno pulmón. Los animales le siguieron. Enseguida llegaron a una señal al borde de una gruesa franja de bruma. El Caballero leyó:
—Estas señales son cada vez más difíciles —refunfuñó el Caballero.
—Estoy contento de que los animales no tengamos que participar en esta búsqueda —comentó el zorro.
—No sé qué significan esas palabras —admitió Ardilla.
—Percibir significa ver, es decir, ver con claridad; y defraudar significa engañar —aclaró el Caballero.
Miró hacia arriba:
—Me pregunto a quién estoy engañando.
—Merlín dice que, a largo plazo, sólo te engañas a ti mismo —dijo el zorro.
El Caballero no le prestaba demasiada atención a esa interpretación, pero desde que estaba en el Bosque de la Ilusión, creía que debería planteársela. Reflexionó sobre la situación. ¿Se engañaba a sí mismo diciéndose que estaba dispuesto a recibir? Es cierto que siempre había pensado en sí mismo como en una persona generosa. Estaba dispuesto a dar su vida en la lucha por su Rey. Al pensar en el pasado, se dio cuenta de que había perdido mucho tiempo y energía rescatando a bellas princesas en apuros. Se detuvo al percibir que había metido en más problemas a las princesas tratando de rescatarlas. También había prestado sus servicios a causas nobles, como cruzadas, guerras santas y matanzas de dragones. Cuando era crío le habían dicho que era más noble dar que recibir.
—¿Por qué tengo que pensar en recibir? —dijo en voz alta.
Tras decir esto, una brisa suave recorrió el bosque haciendo susurrar las hojas de los árboles, y, con ella, el murmullo de la voz de Merlín:
—Un hombre recibe de esa parte femenina que tiene.
Se trataba de una idea totalmente nueva para el Caballero, y, a medida que reflexionaba sobre ella, empezaba a preguntarse qué diferencia existía en que la parte de él que recibía perteneciera a su lado femenino o a su lado masculino.
Explicó a los animales lo que Merlín le había dicho con la esperanza de que ellos aportaran algo de luz a su receptividad.
Ardilla comentó que ella pensaba mejor con el estómago lleno.
—Yo también —concluyó el zorro.
Y, de repente, el Caballero se dio cuenta de que él también estaba hambriento. Se había involucrado tanto en la búsqueda que apenas había pensado en comer.
Ardilla reunió unas cuantas avellanas y unos pocos frutos del bosque y el zorro contribuyó con un conejo que había cazado. El caballero sólo compartió las avellanas y los frutos, ya que tras el episodio ocurrido con el ciervo era un vegetariano más radical.
Después de la cena, se tumbaron con satisfacción alrededor del fuego que el Caballero había preparado. Ardilla se acarició la tripa, escupió suavemente un trozo de cáscara y espetó de improviso al Caballero:
—¿Cuánto eres capaz de recibir de Julieta?
El Caballero lo pensó durante un rato:
—Me permito a mí mismo recibir bastantes cosas de Julieta: sus comidas, sus labores, su amor, su alegría y su frescura.
—¿Cuánto amor de ella estás dispuesto a recibir? —preguntó Ardilla, a quien Merlín había preparado bien.
—Bastante —dijo el caballero—, aunque hay un límite.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el zorro mirándolo con curiosidad.
—Bueno, si me da demasiado cariño o es demasiado dulce, generalmente es que está intentando conseguir algo de mí, o que quiere hacerme cambiar de idea, o, lo que es peor, que quiere cambiar mi vida —contestó el Caballero.
—Entonces —dijo Ardilla— es que no confías plenamente en su amor.
—Puedes interpretarlo así —respondió el Caballero lentamente.
—Lo interpreto así, porque no hay otro modo de interpretarlo.
El zorro, que había rondado alrededor de Merlín lo suficiente como para aprender por sí mismo unas cuantas cosas dijo:
—A mí me parece que tú crees que si recibes demasiado tendrás que pagar un alto precio por ello.
El caballero asintió ligeramente, un tanto reacio a admitirlo. Nada más asentir, parte de la niebla desapareció, e inspirado por ello, siguió con sus pensamientos:
—Es cierto. Si dejo que mi parte femenina ame demasiado a mi parte masculina, temo tener que entregar algo a cambio.
Al decir esto, se desvaneció gran parte de la niebla. Todos se sentían cada vez más excitados.
—Me estoy cansando de este tipo de pensamientos —dijo el Caballero.
—No abandones ahora —le comentó Ardilla—. Tienes buena racha.
El zorro presionó al Caballero:
—¿Qué te da miedo tener que pagar?
La verdad surgió de la boca del Caballero:
—No es seguro, para estar totalmente a salvo, recibir amor de una mujer.
El viento sopló en todo el bosque y despejó la niebla kilómetros y kilómetros. El Caballero se dio cuenta de que toda la vida había estado viviendo inmerso en la niebla de la ilusión. Tanto, que ni siquiera había estado dispuesto a darse amor a sí mismo. No permitía que confluyeran en él sus propias energías masculina y femenina.
El Caballero estaba desconcertado. En su primera búsqueda había aprendido a sentir, pero ahora había aprendido a sentir de una manera más profunda. Pensó que también había aprendido a amar, pero ahora tenía que amar más profundamente.
—¿A qué profundidad puedo llegar?
La voz de Merlín le respondió desde el viento que cesaba:
—Tu alma, por derecho propio, sólo conoce los límites del infinito.
Esto último ya fue demasiado para el Caballero.
Se tumbó a dormir junto al fuego.
Esa misma noche, Julieta también se tumbó a dormir... pero no lo logró. Estaba exhausta a causa de los acontecimientos de la búsqueda. Su mente y su cuerpo estaban agotados por todas las cosas nuevas que habían aprendido el Caballero y ella misma. Sus cabellos se le enredaban, ora en la espalda, ora en el pecho, y le cruzaban la cara como un mar dorado mientras daba vueltas inquieta intentando dormir. Abrió los ojos, y, de repente, se dio cuenta de que estaba atemorizada y sola. Tras todos los excitantes sucesos que habían tenido lugar, no podía imaginar por qué se sentía de ese modo. No sabía que el cansancio abre las puertas a la soledad. Aunque había tenido numerosas peleas con el Caballero, siempre tenía el consuelo de dormir entre sus brazos. Como no era posible, se acercó al oso para dormir junto a él, colocó la cabeza en su enorme barriga y de inmediato se sintió mejor. Una de sus zarpas descansaba sobre su hombro.
Al sentir el calor y la protección, Julieta se sumió rápidamente en el vapor de sus sueños.
La figura de Merlín tomó forma. La abrazó cariñosamente y le dijo:
—Bienvenida a tu soñar dormida.
Julieta estaba bastante despierta en sus sueños.
—¿Soñar dormida? —preguntó—. ¿Qué quiere decir eso? ¿Cuándo estoy despierta sueño despierta?
Merlín sonrió:
—Sois una alumna muy preparada. Es un placer teneros en esta búsqueda.
La idea del sueño abrumaba a Julieta:
—¿Queréis decir que no hay diferencia entre estar despierta o dormida?
—Básicamente, no, pues siempre estamos en un estado de aprendizaje. Creemos que soñar dormidos es diferente porque a menudo esos sueños nos proporcionan mensajes y símbolos que no son comprensibles. Pero, considerad vuestro estado de vigilia, ¿no os encontráis con frecuencia envuelta en sucesos que no son comprensibles? —le contestó Merlín.
Julieta asintió:
—A veces, mientras estoy despierta, me siento muy confundida.
Merlín sonrió:
—La gente siempre me busca para que interprete sus sueños nocturnos. Si interpretasen también sus sueños de vigilia habría menos confusión en sus sueños nocturnos y serían capaces de entenderlos.
Julieta frunció el ceño:
—Me siento confundida, debo despertarme.
—No lo hagáis. Hay más en este sueño... cosas que realmente os agradarán. Y —añadió el mago con dulzura— algo que deberíais ver.
Julieta soñó con sus primeros años de adolescencia. Era una princesa que vivía con su padre, el Rey, en un castillo de renta alta. Tenía muchísimas doncellas de compañía para aquello que se le antojara, y se pasaba todo el día explicando cosas acerca del hombre con el que se casaría a todo aquel que quisiera escucharla... el hombre perfecto. Sería un Caballero y llegaría montado en un corcel blanco y la rescataría.
—¿Quién? —le preguntaban al unísono sus doncellas de compañía.
—¿De quién? —les corregía Julieta. Era muy purista en todas las cuestiones referentes a la gramática—. De cualquiera —proseguía—. Todas las princesas tienen que ser rescatadas. Además, es así como quiero que sea.
No le cabía la menor duda de que conseguiría el hombre perfecto que deseaba, pues, como princesa que era, sus deseos eran órdenes. Y el Rey se aseguraba de que su hija tuviera todo lo que deseara. Era su única hija y la adoraba. En realidad, Julieta era víctima de la sobreprotección.
Julieta vio que su poder mental era tan fuerte que se había creado ella misma una situación de la que necesitaba ser rescatada. El sueño le recordó que había creado un ogro que la secuestró y la encerró en una torre del castillo. Y, efectivamente, una semana más tarde, apareció el Caballero con su caballo blanco y su brillante armadura dispuesto a rescatarla.
Ella pidió ayuda a gritos. El levantó la visera del yelmo y miró a todas partes. Julieta vio que el Caballero cumplía a la perfección sus sueños. Era guapo y tenía una dulce sonrisa, y cuando miró hacia arriba vio a Julieta asomada a la ventana de la torre.
—¿Pedíais ayuda? —gritó.
—Sí —le contestó ella.
—¿Por qué? —gritó de nuevo el Caballero.
Julieta lo miró irritada. Se suponía que debería transcurrir todo de otra manera.
—¿Cómo que por qué? ¿Creéis, acaso, que pido auxilio por hobby?
El Caballero calló:
—Tengo que saber por qué. Necesito una razón antes de actuar.
Julieta lo contempló desde arriba. No podía soportar a los intelectuales, pero había algo en él que le agradaba, de modo que se calmó y dijo:
—Soy la prisionera de un ogro. Necesito que me rescaten.
—Con eso tengo bastante —gritó él—. Rescatar damas forma parte del oficio de Caballero.
Después, el resto sucedió tal como ella se había imaginado. El mató al ogro, subió a la princesa a lomos de su caballo, y juntos se alejaron cabalgando a la caída de la tarde.
Julieta, agarrándose firmemente a la cintura del Caballero, dijo dichosa:
—Sois tan valiente como imaginaba. Mi padre, el Rey, os recompensará permitiéndoos que os caséis conmigo.
El Caballero hizo detener a su caballo.
—No quiero casarme —dijo.
Julieta lo miró atónita. Ciertamente, eso no era lo que ella había imaginado que le diría su pareja perfecta.
—¿Creéis que soy guapa? —dijo, una vez se recuperó.
Él le sonrió.
—¡Qué sonrisa tan bonita tiene! —pensó ella.
—Creo que sois muy guapa —admitió el Caballero.
A lo que ella añadió:
—Y también tengo muchísimas ideas maravillosas.
—Estoy dispuesto a perdonaros eso —respondió el Caballero.
Julieta fue al grano:
—Sois el príncipe perfecto que he estado esperando durante años para casarme con él y amarlo.
El Caballero se quedó desconcertado frente a esa franqueza tan falta de pudor. Finalmente, tomó aliento y dijo:
—Pero, no soy un príncipe, sólo soy un caballero.
—Mi padre es el Rey —respondió Julieta—. Él os convertirá inmediatamente en príncipe cuando os caséis conmigo.
El Caballero decidió ser igual de franco:
—Mirad, princesa, yo estoy metido en asuntos de caballería; lucho, rescato damiselas, y mato a dragones y ogros. Mi vida no incluye una esposa.
Julieta no estaba dispuesta a dejar escapar a un hábil caballero como éste, y le dijo:
—¿Por qué no podéis tener al mismo tiempo vuestros asuntos de caballería y un matrimonio?
—Yo, fundamentalmente, lucho, y no sé nada acerca de las mujeres —protestó el Caballero. No era consciente de que precisamente sus años de lucha habían sido un buen entrenamiento para el matrimonio.
Los ojos de Julieta se llenaron de lágrimas:
—Puedo enseñaros a amarme.
Esto último traspasó la armadura del Caballero. La miró con ternura y dijo:
—Por supuesto que podéis, pero, como os digo, estoy inmerso en los temas de caballería y no tengo tiempo para permanecer en ningún lugar.
Pero Julieta estaba decidida a tener al hombre de sus sueños. Con gran determinación en su voz de princesita dijo:
—Mi padre ha decretado que aquel que me rescatara del ogro se casaría conmigo. También ha decretado que quien no obedeciera su decreto sería decapitado.
El Caballero no se fue por las ramas:
—¿Cuándo deseáis que nos casemos?
En su sueño, Julieta sonreía arrepentida por la manera en que había cazado a su pareja perfecta. Su sueño la llevó de vuelta a los primeros años de su vida con el Caballero. Su padre les había hecho dos regalos de boda: a él una bellísima armadura confeccionada con una combinación de metales inusuales, y, para ambos, un castillo en el que vivir valorado en 800.000 dólares.
Echando la vista atrás, en aquellos años de su sueño, Julieta vio que ella vivió principalmente en el castillo, y el Caballero, por lo general, en su armadura. Tras el primer año de casados, en el que fueron extremadamente felices, el Caballero volvió a sus asuntos de caballería y ella se hizo cargo de la tarea de hacer un hogar del castillo, con sus paredes de piedra.
El Caballero iría a sus cruzadas y ella le esperaría. Para dejar pasar el tiempo, ella empezó a tejer un tapiz y, de vez en cuando, tomaba un trago de vino de una jarra. Los años pasaban y ella seguía tejiendo y bebiendo. Finalmente, Julieta empezó a beber más que a tejer.
Perdonaba constantemente al Caballero por su falta de interés en compartir una cercanía y una intimidad con ella, pensando que un día él sería capaz de aprender a amar.
Pero, en esa época, el Caballero, que prácticamente vivía metido en su armadura, descubrió que estaba pegado a ella. Se había separado de sí mismo y de Julieta, y finalmente se dio cuenta del dolor y del pesar que sentían por ello y emprendió una búsqueda para desprenderse de la armadura.
Lo hizo, y al cabo de muchos años, regresó sin armadura, más afable y mucho más capaz de comunicar sus sentimientos a Julieta. Ella le perdonó todos los años que habían estado separados. Intentaron empezar una nueva relación, pero no funcionó. Algo les separaba aún de ellos mismos y también del otro.
Merlín volvió de nuevo al sueño de Julieta:
—Todos esos años anhelé un compañero perfecto. Pero nunca lo tuve —suspiró.
—Todo el mundo está aprendiendo y creciendo, así que no encontraréis a nadie perfecto. No se trata de hallar a un compañero perfecto, sino a uno al que poder perdonar constantemente —le contestó Merlín.
—¿Queréis decirme con eso que tengo que perdonar al caballero cada vez que hace algo incorrecto? —le preguntó Julieta.
—A veces se utiliza la palabra incorrecto de manera inadecuada —dijo Merlín.
Julieta observó al mago con recelo:
—¿Me estáis culpando por culpar al Caballero?
Merlín se rió:
—Si yo tomara partido en las disputas entre maridos y esposas, no hubiera vivido tanto tiempo.
Julieta, que siempre había sentido curiosidad por saber la edad del mago, pensó que como éste era su sueño, podría sonsacarle los años que tenía.
—¿Qué edad tenéis, Merlín?
El mago sonrió:
—No sirve de nada que os lo diga porque simplemente echaría por tierra vuestra idea del tiempo que puede vivir la gente. Digamos tan sólo que cualquiera que tuviera mi edad llevaría muerto trescientos años. —Julieta se rió y Merlín prosiguió—: Las personas hablan continuamente del perdón, pero muy pocas saben cómo perdonar de verdad. Es un tanto complejo.
—¿No se puede decir simplemente «te perdono» y darlo por zanjado? —quiso saber Julieta.
—No, a menos que se tenga muy claro el proceso del perdón. Primero sugiero que cuando el Caballero haya dicho o hecho algo que os ofenda, irrite, exaspere, enoje o indigne, descarguéis esos sentimientos de la manera física que os resulte más satisfactoria: gritando, chillando, pateando o golpeando una almohada, que supuestamente es el Caballero —respondió Merlín.
—¿Como si pateara o golpeara al Caballero? —le interrumpió Julieta.
Merlín se echó a reír:
—El castigo obstaculiza verdaderamente el perdón. Cuando finalmente sentís que os habéis liberado de esos sentimientos mencionados, es que ya estáis preparada para perdonar. Perdonar al Caballero por causar esos sentimientos —y aquí Merlín hizo una pausa—, pero ahora viene lo más importante: perdonarse uno mismo por aferrarse a esos sentimientos. Entonces, y sólo entonces, os liberaréis de ellos y perdonaréis a la otra persona.
Julieta asintió pensativa:
—Resumiendo: ¿tengo siempre que perdonarme a mí misma?
—¡Correcto! —dijo el mago—. Hasta que uno no se ha perdonado a sí mismo, no podrá completar el perdón. Siempre se verá impelido a culpar a la otra persona de haberle hecho algo; en resumen, culpará a los demás de su propia vida.
—¿Así fue como vos dejasteis de culpar a los demás?
Merlín le brindó su dulce sonrisa:
—En mi caso fue más fácil, pues llegué a una edad en la que toda la gente que yo culpaba ya estaba muerta; tuve que concentrarme en mí mismo.
Julieta se rió primero y después, de repente, se mostró seria. Preguntó con una vocecita suave:
—¿Alguna vez el Caballero y yo llegaremos a ser uno?
—Esa es la razón por la cual habéis venido conmigo en esta búsqueda —respondió Merlín.
Su voz parecía proceder de todas partes y de ninguna:
—Si vos y el Caballero podéis coincidir en un sueño, lo haréis realidad.
Al pronunciar esas palabras, el Caballero apareció cerca de Julieta con una mano extendida hacia ella. Julieta extendió su mano hacia él.
Se oyó el susurro de Merlín:
—Tocaos, tocaos —les pidió—. Tomaos de las manos.
Les separaban tan sólo unos pasos, pero era como caminar contra un viento tempestuoso. El Caballero y Julieta extendieron sus manos más aún, pero todo fue en vano. El viento desvaneció el sueño.
Julieta se despertó llorando. Estaba abrazada al oso e intentaba besarlo. Le acabó de despertar la voz del oso, que le decía:
—Por favor, nos acabamos de conocer...
Las mejillas de Julieta se encendieron de vergüenza:
—Lo siento, pensé que eras otro.
—¿Quieres decir que hay otro oso en tu vida?
—No, tan sólo un hombre que no está tan al alcance como tú —contestó Julieta con tristeza.
El Caballero se despertó y se sentó despacio. Se dio cuenta de que había estado toda la noche soñando, pero no recordaba demasiado bien qué. Le pareció que Julieta salía en sus sueños. Estaba agotado por haber intentado infructuosamente llegar hasta ella. Se puso de pie.
—Tienes un aspecto horrible —le dijo alegremente la ardilla.
—Me siento horrible —contestó el caballero. De repente se acordó de algo del sueño. Contó a la ardilla y al zorro que casi llegó a tocar la mano de Julieta. Pero por mucho que lo intentaban no podían estar juntos.
—Parece ser justo lo que está pasando —dijo el zorro—. Tú estás perdido en un lugar del bosque y ella en otro.
El Caballero estaba descorazonado.
—No me siento ni capaz de seguir con esta búsqueda —dijo el Caballero desplomándose en el suelo—. Es imposible.
Merlín se hizo visible.
—Lo estáis haciendo maravillosamente bien —dijo.
El Caballero lo miró enojado:
—¿Cómo podéis decir eso cuando acabáis de oír que me siento desesperado?
—El hecho de que os sintáis descorazonado en este momento significa que una parte de vos ha sentido el anhelo de llegar hasta aquí. Ese es vuestro verdadero yo. Vuestro yo inferior o vuestra ilusión de quien creéis ser es la parte de vos que se siente descorazonada.
El Caballero no iba a permitir que Merlín interrumpiera su desesperanza con su estúpido optimismo:
—Vos creéis saberlo todo.
Merlín se echó a reír:
—Al revés. Sé que no sé nada.
El Caballero miró a Merlín con recelo. Sospechaba que el mago le estaba tendiendo una trampa:
—¿Cómo podéis decir que no sabéis nada, siendo como sois tan sabio?
—Eso es lo que me hace sabio —respondió Merlín—. Saber nada significa no tener que demostrar que sé algo.
El Caballero frunció el entrecejo:
—No entiendo completamente nada.
—Ni yo —dijo el zorro—. Y eso que soy más inteligente que él.
—Si los dos fuerais inteligentes —intervino Ardilla—, dejaríais que Merlín se explicara.
—Abrid la mano —dijo Merlín al Caballero.
El Caballero así lo hizo.
—¿Qué tenéis en la mano?
—Nada —contestó el Caballero.
—Cierto, Caballero —dijo el mago. Luego, se agachó rápidamente, tomó varias flores silvestres y se las puso al Caballero en la palma de la mano—: ¿Qué tenéis ahora?
—Flores-contestó el Caballero.
Merlín sonrió:
—Cierto, Caballero.
Parecía disfrutar repitiendo la frase: «Ahora tenéis algo. Cerrad la mano con las flores». El Caballero lo hizo y Merlín le dijo:
—En el momento en que cerráis la mano sólo podéis tener flores en ella. Cerrando la mano o la mente, no dejáis espacio a nada nuevo que llegue. Ahora abrid la mano —le ordenó Merlín.
El Caballero lo hizo y las flores cayeron al suelo.
—Ahora no tenéis nada en la mano y, sin embargo, estáis dispuesto a aceptar todo. Cuando dejáis marchar de vuestra mente pensamientos y sentimientos, volvéis a un estado de vacío en el que todo es posible.
El Caballero se estaba irritando, como hacía siempre que sabía que Merlín iba a decirle algo que le cambiaría la vida.
—¿Y eso qué prueba? —preguntó. De repente el Caballero pareció ajustado.
Los ojos de Merlín centelleaban:
—Acabáis de encontrar la respuesta a vuestra pregunta, ¿verdad?
El Caballero asintió lentamente:
—Si sé que no tengo algo, no tengo que poseerlo. Y si no poseo nada, puedo tenerlo todo.
Enseguida, otro pensamiento sacudió al caballero:
—Saber que no poseo nada significa no tener nada que defender... y saber que no sé nada significa que no tengo que demostrar nada. ¿Estoy en lo cierto?
Su respuesta llegó en forma de una enorme cantidad de niebla levantándose del bosque. El sol brilló intensa y claramente en el sendero que el Caballero tenía frente a él.
—Acabáis de disipar la ilusión del ego negativo que os dice que debéis saberlo todo. Al renunciar a él, habéis encontrado la verdadera humildad —dijo Merlín.
Cuando los dorados rayos del sol calentaron la cabeza y la mente del Caballero, pensó aún con más claridad. Se dio cuenta de que esa parte de su ego había deteriorado la relación entre Julieta y él. Su idea de ser un hombre fuerte era la de suponer que lo sabía todo y que siempre estaba en lo cierto. No dejaba sitio a las ideas de Julieta, a sus pensamientos y a sus opiniones, y si las escuchaba, no las tenía en cuenta porque venían de una mujer.
Advirtió también que su necesidad de poseer se debía a que precisaba demostrar lo poderoso que era. Su castillo, sus tierras, sus caballos. Eran sus posesiones. Cierto que las compartía con Julieta, pero al mismo tiempo vio que a ella también la consideraba una posesión.
Merlín, que había estado leyendo los pensamientos del Caballero, dijo:
—Poseéis para controlar, pero si intentáis controlar a un ser humano, no podréis amarlo.
—Pero yo creía que en mi primera búsqueda había aprendido a amar —exclamó el Caballero exasperado.
Merlín sonrió amablemente:
—Aprendisteis que tenéis la elección de vivir con ego o con amor, y la mayoría del tiempo escogéis vivir con amor, y amáis a Julieta, excepto cuando vuestro ego se siente amenazado.
—¿Qué es lo que amenaza a mi ego? —preguntó el Caballero.
—Eso lo aprenderéis más adelante en el camino, a medida que vayáis despejando lo que os queda de ilusiones.
—¿Qué es lo que hace que estas búsquedas resulten tan difíciles?
Merlín sonrió:
—De vos depende considerarlas una dificultad o una aventura dichosa. Y ahora que habéis aprendido lo que es la verdadera humildad, podéis proseguir el sendero con la fortaleza de la auténtica arrogancia.
El caballero estaba atónito:
—¿Me estáis diciendo que la arrogancia es aceptable?
Merlín se rió:
—Sí, si se basa en la humildad. Entonces uno funciona con la pura arrogancia del universo... la fortaleza del viento, el poder de los ríos y el potencial de la naturaleza. El esplendor y la alegría de la naturaleza lo podéis experimentar ahora vos; son vuestros. —Y, dicho esto, el mago desapareció.
Un sentimiento de expansión inundó al Caballero.
—¡Vamos por buen camino! —dijo el Caballero al zorro y a Ardilla.
Los animales, contagiados de su entusiasmo, brincaron por el sendero junto a él. Los pasos del Caballero eran más ligeros, su corazón estaba radiante y su rostro mostraba una sonrisa que nunca antes había mostrado. Era la sonrisa del amor de una madre que mira a su hijito. En ese momento, el caballero se sentía más cerca que nunca de Julieta.
Julieta seguía su sendero irritada y malhumorada. Su paso no era ligero y su corazón no estaba radiante; además, estaba lista para enfadarse por cualquier cosa.
El día había empezado completamente mal. Primero, el sueño en el que no había podido alcanzar ni tocar al Caballero; después, la vergüenza de haber llorado delante de los animales, y, al final, al pensar que un buen baño en un arroyo cercano la animaría, cayó al agua, lo que se convirtió en una experiencia totalmente deprimente. Contempló su reflejo en el agua y vio que estaba más gorda que nunca. Bueno, ésa era la opinión de Julieta. En realidad, estaba tan sólo simpáticamente redonda. Pero había ganado peso y no podía imaginar por qué. Siempre había creído que los kilos de más se debían a no estar demasiado activa y a comer demasiado. Pero en la búsqueda estaba en constante movimiento y comía frugalmente. Estaba consternada porque en vez de perder peso con ese tipo de vida, lo había ganado. Mientras reflexionaba sobre ese problema, Rebeca se posó de repente en su hombro y, mientras le mostraba con un ala un extremo del sendero, dijo:
—¡Mira!
Julieta leyó en voz alta:
Julieta se quedó mirando esas palabras mientras salía del agua y se arreglaba. No estaba de humor para enfrentarse a una señal que no entendía. De la frustración pasó a la rabia. Dio una patada a la señal con un pie pequeño, pero fuerte. La señal siguió bien afianzada al suelo, pero ella se hizo daño en la punta del pie. Con un grito de dolor se sentó en el suelo sujetándose el malherido pie.
Los animales acudieron inmediatamente en su ayuda. El ciervo le llevó unas hojas húmedas de eucalipto, y le dijo que se envolviera el pie con ellas, que le bajarían la inflamación. Rebeca tomó unos cuantos arándanos y se los puso en la boca con su pico.
—Esto te calmará los nervios —le dijo.
El oso ofreció a Julieta unas nueces que había recolectado. Julieta las rechazó educadamente diciendo que tenían demasiadas calorías.
—¿Qué son calorías? —preguntó el ciervo.
Con lágrimas en los ojos, Julieta les dijo que Merlín le había explicado que las calorías son las cosas que tienen los alimentos y que hacen ganar peso.
—Pero la señal dice que la evitación es lo que te ha hecho engordar —dijo Rebeca.
El ciervo, como ya se ha dicho anteriormente, tenía un léxico un tanto limitado.
—¿Qué significa evitación? —preguntó.
Julieta, que ya se sentía un poco mejor del pie gracias a las hojas de eucalipto y a los arándanos que introdujo en su boca, dijo:
—Significa evitar o no mirar lo que uno tiene delante.
—¿Y tú estás haciendo eso?
—¡Y cómo voy a saberlo! Si supiera lo que estaba evitando, no lo evitaría. —Julieta estaba todavía algo irritada.
Rebeca depositó unos cuantos arándanos más en la boca de Julieta:
—Quizás estás eludiendo lo que no sabes.
—¡No lo sé! —gimió Julieta—. ¿Cómo voy a saber qué estoy evitando saber?
Rebeca, a la que Merlín había instruido, comentó:
—Si sigues gritando y lloriqueando, no podrás pensar en todo ello.
Julieta aprobó la sabiduría del pájaro. Se secó los ojos con la hoja de un lirio que el oso le había acercado. Miró al oso y le dijo:
—Tú pesas mucho, pero no parece importarte.
—Yo hiberno en invierno, necesito los kilos para sobrevivir —contestó el oso.
El ciervo, que no era ningún pensador, de repente pensó:
—Quizás necesitas ese peso para sobrevivir —le dijo a Julieta.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Julieta.
—No estoy seguro —contestó—. No sé qué significa sobrevivir.
—Merlín diría que estás utilizando la grasa como una armadura... para protegerte a ti misma —comentó Rebeca.
—¿De qué querría protegerme a mí misma? —preguntó Julieta.
—Yo me protejo a mí mismo huyendo de todo lo que me asusta —dijo el ciervo.
—Dijiste que eludir significa evitar algo a lo que tienes que enfrentarte. ¿Puede ser que estés huyendo de algo que quieres evitar? —le preguntó Rebeca a Julieta.
Julieta sacudió la cabeza:
—No, nunca he tenido que huir de nada que me atemorizara porque mi padre o el caballero siempre me protegían.
—Puede que estés avanzando —dijo Rebeca—. ¿No estás un poco harta de necesitar al caballero o a tu padre para defenderte y protegerte?
Julieta la miró pensativa. El oso metió baza:
—Juraría que estás enojadísima con los hombres.
—Bueno, los hombres pueden ser como un grano en el trasero —admitió Julieta.
—¿Y dónde acumulas la mayor parte del peso? —preguntó Rebeca.
Julieta dio un grito ahogado mientras se tocaba la parte de la anatomía en cuestión.
—Merlín dice que cuando evitamos la rabia nos sentamos encima —insistió Rebeca.
El oso se rió a carcajadas y le dijo a Julieta:
—Con los años, tu rabia fue aumentando, y al mismo tiempo tu...
Julieta le fulminó con la mirada y el oso no acabó la frase. Y volviéndose a Rebeca y al ciervo les dijo:
—Ya no me gusta esta búsqueda, quiero irme a casa.
—Pero si ahora estáis llegando al meollo de la cuestión —continuó el ciervo—. Vuestro enfado con los hombres.
—¿Y qué si estoy enfadada con los hombres? —dijo Julieta irritada—. ¿Qué gano hablando de ello? Es su mundo y se supone que debo ser feliz por dejarme vivir en él. —Cerró la mandíbula con fuerza—: Me vuelvo a casa.
El ciervo intentó que entrara en razón:
—Pero Merlín dijo que una parte tuya es masculina, eso significa que estás enfadada contigo misma.
—Si estás enfadada, quizá podamos ayudarte. Pero si te vas a casa, estarás sola —intervino el oso.
—Sería una pena abandonar ahora —aclaró el ciervo—. Siento que ya estás cerca de la verdad y de por qué no pudiste tocar al caballero en tu sueño.
—Ya he tenido bastante verdad en esta búsqueda para perder más tiempo en mi vida —contestó Julieta—. Estaré más segura en casa.
—Para enfrentarte a la verdad no necesitas estar a salvo. Puedes tener amor o seguridad, pero no ambas cosas —gorjeó Rebeca.
—De la mente de Merlín a la boca de una paloma —le espetó Julieta.
Entonces, el oso habló por boca de Merlín:
—La verdad no siempre es agradable, pero siempre merece la pena.
—Merlín, Merlín —gruñó Julieta—, Estoy cansada de oír hablar del mago Merlín.
—¿Y qué sientes al verlo? —dijo una voz.
Julieta se volvió y vio a Merlín sentado en un árbol.
—¿Qué estáis haciendo ahí arriba? —preguntó.
—Con el humor que tenéis, es más seguro estar aquí arriba que ahí abajo —contestó Merlín.
Julieta no pudo hacer otra cosa que echarse a reír, y Merlín aterrizó suavemente en el suelo. Julieta se enfrentó a Merlín con determinación:
—Tengo que deciros que siento resistencia contra la autoridad masculina.
—Dentro de aproximadamente unos 500 años, os llamarían feminista —asintió Merlín.
—¿Qué es una feminista?
Merlín sonrió:
—Una mujer que tiene gran resistencia a la autoridad masculina.
—Y eso os incluye a vos —dijo Julieta.
—Los hombres creen que por haber nacido hombres lo saben todo. Sería mucho más fácil aprender de vos si fuerais una mujer.
—Puedo soportarlo —contestó Merlín. Giró sobre sí mismo como un torbellino. Cuando finalmente se detuvo, Julieta vio a una bella mujer. La mujer dijo con la voz de Merlín —: ¿Sentirás menos resistencia ahora, aprendiendo de mí?
Julieta la miró con desconfianza:
—No sé si puedo aprender algo de una mujer tan bella. ¿Por qué os habéis convertido en una mujer tan bella?
Merlín sonrió con coquetería:
—Así es como me veo a mí mismo como mujer, simplemente maravillosa.
—¿Podéis envejecer un poco? —le preguntó Julieta.
Merlín volvió a girar como un torbellino. Al de tenerse, era más vieja y más feúcha.
Julieta asintió con la cabeza y dijo:
—Así está mejor.
—No os resistís a mí como hombre o como una bella mujer, os resistís a enfrentaros a la rabia que os produce cualquiera que pueda quitaros poder —puntualizó Merlín.
Julieta le miró pensativa y dijo:
—Es posible.
—Nadie puede quitaros vuestro poder. En los siglos venideros se hablará mucho sobre los hombres que quitan el poder a las mujeres, y las mujeres que lo recuperan. Así, habrá muchísimas mujeres enojadas que lucharán por recuperar su poder —explicó Merlín.
—Si dentro de unos cientos de años sigo viva, a ver qué se lee de esas mujeres —contestó Julieta.
Sonriendo, Merlín le contestó:
—Y cometéis el mismo error que ellas están cometiendo. No seréis más poderosa quitándole el poder a otro. De hecho, nadie puede quitar el poder a otro a menos que la persona que lo posee lo consienta.
Julieta se puso a la defensiva:
—Los hombres han nacido con poder. Y consiguen más cosas quitándonos el poder a nosotras.
—Os he dicho que no tendréis más poder quitándoselo a otro. El único modo de tener más poder es amándose a uno mismo —repuso Merlín con firmeza.
—Es difícil amarse a una misma cuando los hombres te rebajan constantemente o intentan que seas su criada —le contestó Julieta con la misma firmeza.
—Eso es cierto —admitió Merlín—, pero es igualmente cierto que los hombres tienen un verdadero problema para aprender a amarse a sí mismos, pues las mujeres intentan ser más altas haciéndoles sentir más bajos. Lamentablemente, lo que se lleva en las relaciones es tener el control. Y cuando hay control, no hay amor. Durante siglos, hombres y mujeres en realidad no se han amado. Se han manipulado los unos a los otros. Cada sexo ha hecho sentir al otro que el amor debía ganárselo.
—Bien, si no estoy en el hogar con el Caballero haciendo que todo sea bello y confortable para él, me hace sentir como si nunca me hubiera merecido su amor —admitió Julieta.
—¿Y vos no deseáis que él haga cosas por vos de manera que sienta que gana vuestro amor? —le preguntó amablemente Merlín.
—Me preocupa realmente descubrir mis cualidades menos admirables —suspiró Julieta, al mismo tiempo que asintió admitiendo la verdad de las palabras de Merlín.
Merlín comenzó a girar y recobró su forma anterior.
—Recordad lo que os dije a propósito de no juzgaros a vos misma en esta búsqueda —dijo Merlín, arreglándose el cabello.
—Es difícil. Me saca de quicio pensar que gano un montón de kilos para esconder mi rabia —asintió Julieta.
Merlín sonrió:
—Si esto os hace feliz, os diré que vuestra rabia no es la única causa de vuestro sobrepeso. Nunca hay una sola causa.
—¿Queréis decir que hay otras cosas que debo descubrir sobre mí para estar delgada? —preguntó Julieta.
—Así es —asintió Merlín—, pero como vuestra rabia hacia los hombres ya está resuelta, vamos a ver otras cosas.
—Muy bien —comentó Julieta cansada—. He aprendido que estoy furiosa por tener que depender de los hombres para tener cobijo y protección.
—Depender de alguien no está tan mal si aceptáis esa dependencia con amor y no con resentimiento —le dijo Merlín amablemente.
—Es difícil no estar resentida con los hombres —respondió Julieta—. Cuando era pequeña, mi padre me decía lo que podía y lo que no podía hacer y por encima de eso era el rey. Después, me casé con un hombre que cree que es un rey por haber nacido hombre. Se sienta en su trono y me dice lo que puedo hacer y lo que no puedo hacer.
—No sé —dudó Merlín—. Ellos os controlan.
—Y eso me pone absolutamente furiosa —dijo Julieta dando una patada.
Lamentablemente, lo hizo con el mismo pie con el que había pateado la señal. Gritó de dolor y se masajeó la punta del pie enérgicamente.
—¿Y qué esperabais? Vos le habéis dado poder —sentenció Merlín con amabilidad y cansancio.
—Es difícil para una mujer no hacerlo —protestó Julieta—. Como os dije, el mundo es de ellos.
—Eso es porque vos y millones de mujeres como vos no habéis desarrollado vuestro poder masculino.
—Estáis echando la culpa a las mujeres —dijo Julieta—. Y eso aún me pone más furiosa. —Volvió a dar una patada, pero esta vez se acordó de utilizar el pie que no estaba herido.
El resultado no fue doloroso, pero sí resultó sorprendente. A los pies de Julieta se abrió un enorme foso. Miró hacia abajo y profirió un grito ahogado al ver el remolino negro del vórtice. Dio un salto hacia atrás temiendo caer dentro. Al hacerlo, la masa negra del remolino revertió y tomó la forma de un enorme monstruo. Julieta se refugió detrás de Merlín.
—¿Quién es esa cosa? —preguntó temblorosa.
—No es quién, es qué —replicó Merlín.
Julieta no estaba de humor para tecnicismos.
Levantó la mirada hasta la gran masa y dijo:
—¿Qué es eso?
—Vuestra rabia —contestó Merlín.
Julieta le miró incrédula:
—¿Esa mole de masa es mía?
Merlín asintió.
—No lo creo. A veces me pongo furiosa pero... no soy un monstruo —concluyó Julieta con firmeza.
Un sonido mitad gruñido, mitad carcajada salió de la boca de la amenazadora figura.
—Esto no ha sucedido de la noche a la mañana. Esto lleváis años guardándolo —dijo Merlín.
—De todos modos, no creo que yo tenga toda esa rabia —puntualizó Julieta irritada.
—La ira —dijo Merlín— es tan sólo una expresión de la cólera. Hay desesperación, depresión, indefensión, desesperanza y, desde luego, impotencia. Todas las cosas que vos habéis sentido controladas por los hombres.
—No puedo creer que haya guardado todo eso dentro de mí para crear un monstruo —confesó Julieta, un tanto sobrecogida y un tanto desesperada.
—Se dice que es algo «cultural». Las mujeres se reprimen muchísimo; se espera de ellas que se «comporten», y ellas hasta los cuarenta no empiezan a expresarse por sí mismas, y, creedme, en ese momento ya tienen mucho que expresar —contestó Merlín.
—Los hombres —dijo Julieta— siempre se expresan por sí mismos. ¿Queréis decir, pues, que ellos no sienten rabia?
—Yo no he dicho eso en absoluto. Ellos, a una edad temprana, dejan de lado el corazón y lo cambian por la mente, y, en el momento en que las mujeres empiezan a expresarse por sí mismas, los hombres, es decir, algunos hombres, empiezan a buscar la manera de exteriorizar los sentimientos que necesitan expresar —respondió Merlín.
—Sigo pensando que es más fácil ser hombre. —Y Julieta suspiró.
—En cierto modo, así es. Gran parte de la hostilidad y de la rabia que muchas mujeres experimentan se debe al hecho de haber nacido mujeres y, posiblemente, haber vivido la infelicidad en ese mismo sexo en otras vidas —asintió Merlín.
Julieta volvió a mirar el monstruo con recelo.
—Pero es tan tan feo —dijo Julieta.
Merlín la miró con compasión:
—No es fácil para ninguno de nosotros admitir que tenemos esa fuerza oscura en nuestro interior.
—Por favor, Merlín... haz que se vaya.
—Yo no puedo hacer que desaparezca —aclaró Merlín, sacudiendo la cabeza.
—Entonces, ¿cómo puedo deshacerme de esa... esa cosa?
—Nunca nos deshacemos de algo que nosotros mismos hemos creado. Sólo podemos abrazarlo como algo nuestro y no sentirnos mal por tenerlo —respondió Merlín.
Julieta le miró horrorizada:
—¿Me estáis diciendo que abrace a esa... esa cosa?
—Ved lo que ocurre cuando lo hacéis, Julieta —dijo Merlín dulcemente—. Estoy aquí para protegeros.
Julieta, titubeante, salió de detrás del mago y se aproximó al monstruo. Este no hizo nada por tranquilizarla. Se alzaba aún más imponente, y sus ojos amarillos fulguraban. Julieta cerró los ojos y abrazó al monstruo tanto como pudo. La bestia se desvaneció y el foso se cerró a sus pies.
Julieta abrió los ojos y miró sorprendida a su alrededor:
—¿Dónde se ha ido?
Al formular la pregunta, sintió una repentina fuerza en su interior. La búsqueda le había fatigado, pero ahora se sentía llena de energía. Sentía que su vitalidad aumentaba y que sus resentimientos y la desesperanza acerca de la búsqueda desaparecían.
Merlín sabía lo que Julieta estaba sintiendo y sonrió:
—Una vez que la propia rabia no os controla, al pasar por ella, habéis experimentado lo que subyace: paz y amor. Estáis en una posición en la que podéis apoyar a los hombres sin abandonar vuestra autoridad. Podéis amar al Caballero incondicionalmente sin sentir que os tenéis que rendir ante él. Nunca más tendréis que abandonar vuestra autoridad.
Julieta sacudió la cabeza:
—Parece imposible cambiar algo que ha ido tan lejos —dijo.
—No es imposible —aclaró Merlín con firmeza—, pero, desde luego, sí muy difícil. A lo largo de los siglos, hombres y mujeres han creado esta ilusión acerca de quiénes son y quién es el otro. La ilusión, cuando dura mucho tiempo, se convierte en una bruma como la del bosque, tan espesa que uno ya no puede ver la realidad. Hay resistencia a dispersar la niebla de la ilusión porque ningún hombre ni ninguna mujer quieren arriesgarse con el cambio. La ilusión es que este mundo se ha convertido en un mundo de hombres. Las mujeres lo han hecho posible supeditándose a ellos. Además, si desean ver un mundo mejor, la única oportunidad es cambiar al hombre. Y entonces se inicia un duro combate en el que las mujeres socavan la autoridad de los hombres, intentando hacerles cambiar.
—Me siento más fuerte que nunca —comentó Julieta—, pero sólo soy una única mujer. ¿Qué cambiará eso?
—Cualquiera que cambie la ilusión por la realidad establece una diferencia —respondió Merlín—. En Egipto hubo una reina llamada Hatshepsut. Subió al trono en un entorno tremendamente masculino y durante 20 años gobernó no sólo con el coraje, la fortaleza y el ejercicio de poder de un hombre, sino también con el alma afable y tierna de una mujer. Durante su reinado no hubo guerras, sino abundancia, y una alegría y felicidad que el pueblo de Egipto no había tenido hasta entonces.
—Y mientras hablamos de esto, una joven está creciendo y apelará a su poder masculino y femenino y levantará las armas para luchar por la libertad. Pasará a la historia como Juana de Arco.
—Entre todos los millones de mujeres que han vivido y han muerto —dijo Julieta—, sólo habéis podido nombrar dos que no hayan tenido que renunciar a su poder.
Merlín miró a Julieta con gran cariño y le dijo suavemente:
—Y ahora hay tres. Y quizás tú seas la más valiente de todas.
Los ojos de Julieta se abrieron de par en par debido a la sorpresa:
—Pero yo no voy a gobernar un país o a alzarme en armas. ¿Por qué me llamáis valiente?
—Porque estáis en esta búsqueda no para llevar a cabo una empresa ajena a vos, sino para conseguir una victoria interior, vivir con alegría, felicidad y pasión y encontrar la paz en vuestro yo interior. Tenéis la oportunidad de amaros enteramente a vos misma y, por consiguiente, amar a vuestro esposo de igual modo en un ámbito que llamamos relación amorosa —aclaró Merlín.
—¿Y eso cambiará algo?
—Sí, vos generaréis una energía que dará paso a que otras mujeres se arriesguen a cambiar —contestó Merlín.
Cuesta de creer —dijo Julieta.
—En siglos venideros esta energía que vos estáis generando en esta búsqueda llegará a millones de mujeres que efectuarán un cambio sin renunciar a su poder, y ello, por consiguiente, contribuirá a que millones de hombres cambien.
Las palabras de Merlín impactaron en Julieta, en todo su ser. Se irguió cuan alta era, en su metro y cincuenta y ocho centímetros; y se olvidó del dolor del pie y de su fatiga física y mental. En sus ojos brillaba una luz nueva, y, dirigiéndose a los animales, les dijo:
—¡Vamos, a por el sendero!
No acababa de decir esas palabras cuando la niebla del bosque se disipó. Julieta miró a su alrededor, sorprendida de la claridad que había creado hasta ese momento en la búsqueda.
—¿Qué ilusión dejé atrás? —preguntó, dirigiéndose a Merlín.
—La de que eres impotente —respondió el mago.
El Caballero se paseaba por el sendero, inmerso en sus pensamientos. No se había dado cuenta de que la bruma se estaba haciendo más espesa. Ya era casi niebla. El Caballero recordaba su última conversación con Merlín. Admitió que no siempre estaba en el centro del amor. Al regresar de su primer búsqueda, sintió un gran amor hacía sí mismo, que hizo extensible al Rey y a todos los campesinos que le adoraban como a un guerrero. Estaba siempre de guardia y les ayudaba a cualquier hora del día. De hecho, Bolsalegre escribió una canción en honor del Caballero que se llamaba «Caballero de noche y de día».
Únicamente Julieta podía irritarlo, exasperarlo y frustrarlo. Sólo ella podía alejarlo del centro de su amor y de su ego.
—Según mi experiencia, tú sólo tienes que defenderte de lo que te da miedo. En mi caso, es de cualquiera que quiera comerme —dijo Ardilla, que estaba a su alrededor.
—No le temo ni a nada ni a nadie. En mi primera búsqueda me enfrenté al miedo, incluso derroté al Dragón del miedo y las dudas —afirmó el Caballero.
El estruendo de una carcajada resonó en el bosque. El Caballero se quedó paralizado. Miró con atención a través de la bruma aún más espesa; sus ojos no podían creer lo que estaba viendo. Frente a él, se hallaba el Dragón del miedo y las dudas. El Caballero había olvidado lo enorme y feroz que era. Medía al menos treinta metros de altura. Su cola de doce metros arremetía contra el sotobosque arrasando todo lo que encontraba.
—¡Pero si te derroté! —dijo el Caballero incrédulo—. ¡Me acerqué a ti sin miedo y empezaste a menguar y a menguar hasta desaparecer!
—Fue algo momentáneo —rugió el dragón—. Recuerda que te dije que si alguna vez volvías a tener miedos o dudas regresaría. Y ahora tienes miedo de Julieta.
El Caballero lo negó acaloradamente:
—¿Por qué iba a tenerle miedo? Soy más fuerte y más inteligente que ella y puedo controlarla.
El dragón se echó a reír nuevamente y dijo:
—La necesidad de controlar nace del miedo. Y cuando controlas a una persona, no puedes amarla, así que incluso dudo que ames a Julieta. Sí estás cargado de miedos y dudas —rugió triunfante el dragón.
El Caballero estaba furioso con la lógica del dragón:
—De todos modos, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás custodiando el Castillo de la Voluntad y la Osadía?
—Estoy pluriempleado —contestó el dragón—. Creo la bruma de la ilusión.
Dicho esto, agitó la cola, sus ojos brillaron y lanzó una bocanada que no era otra cosa que la bruma con la que el Caballero estaba luchando durante todo el camino.
—Todas las ilusiones —dijo el dragón— provienen del miedo y la duda. La gente vive con miedos y dudas y no puede confiar en sí misma ni en los demás, ni incluso en aquellos a quienes aman.
—Pero yo amo a Julieta —protestó el Caballero—. ¿Por qué iba a tener miedo de ella?
Una vez más, la risa del dragón resonó en todo el bosque:
—Porque ella quiere de ti lo que todas las mujeres quieren de todos los hombres. Quiere que cambies.
Las palabras de la bestia impactaron al Caballero. Había cambiado mucho tras su primera búsqueda, pero, evidentemente, a Julieta no le bastaba con eso. Se dio cuenta de que muchos de los cambios que Julieta deseaba que hiciera estaban relacionados con que la vida del Caballero se ajustara a las necesidades de ella. No quería que se fuera a las cruzadas, y no le gustaba que se fuera de juerga con los otros caballeros. Tenía que admitir que se sentía mejor desde que todo eso había cesado; sin embargo, se daba una forma de control, pues ella deseaba que él fuera lo que ella necesitaba que fuera. Él tenía que ser él mismo, de la misma manera que ella tenía que ser ella misma. Vio que tenía que cambiar, ya que no era feliz o su felicidad no duraba demasiado. Por eso había emprendido esta búsqueda: para encontrar una felicidad estable para sí mismo y para compartir con Julieta.
De la boca del dragón iba surgiendo más y más niebla, que no sólo aumentaba la confusión del Caballero, sino que éste sentía que iba perdiendo fuerza a medida que se adentraba en la energía de la ilusión. La bruma le invadía el corazón, el estómago y la cabeza. El Caballero cayó al suelo, debilitado.
—Tengo que cambiar —dijo jadeando.
—¡Demasiado tarde! —rugió el dragón triunfante.
El Caballero sentía que las fuerzas le abandonaban:
—¡Merlín, Merlín! —llamó. Miró a su alrededor, pero el mago no aparecía.
—Estate tranquilo —aconsejó Ardilla.
Al Caballero, de inmediato, le entró el pánico.
—Para ti es fácil estar tranquila —dijo el Caballero—. ¡El que se está muriendo soy yo!
—Si Merlín no aparece, significa que puedes matar al dragón tú sólito —dijo el zorro.
El caballero, con gran coraje y voluntad, se puso de pie para poder pensar con mayor claridad. La niebla de la ilusión le estaba asfixiando y le hacía jadear.
—Quiero cambiar —sentenció—. Quiero ser lo mejor de mí mismo, pero, ¿qué es lo que me detiene?
Y, de repente, se dio cuenta. Era más que miedo, tenía terror a cambiar. La fuerza de ese descubrimiento le permitió respirar un poco mejor.
—¿Por qué me aterroriza el cambio? —se preguntó a sí mismo. La respuesta llegó en una especie de fusión entre su voz y la de Merlín.
—Ahora sabes quién eres. Si cambias, no sabrás quién será esa nueva persona. Y, peor aún, si cambias por completo, podrías desaparecer y no existir nunca más.
Con este nuevo pensamiento, el Caballero sintió un nuevo hálito de fuerza. Se incorporó y le gritó al dragón:
—Ya no me aterra el cambio. Puedo ofrecer y recibir amor, y todavía existo... no moriré y no desapareceré.
Los ojos del Caballero desprendían chispas.
Tras emitir un alarido de furia, el dragón desapareció y se evaporó en la nada. Al hacerlo, la espesa niebla se transformó en una ligera bruma y empezó a levantarse. La última de las ilusiones empezó a dejar libre al Caballero. Éste veía claramente que podía amarse a sí mismo lo suficiente para ser el que quería ser y también para permitir que Julieta fuera quien ella necesitaba ser.
En ese mismo instante, Julieta, situada en la bruma de su bruma, percibió que amar al Caballero era permitirle ser quien él deseaba ser.
La bruma de la ilusión abandonó el bosque para siempre y Julieta y el Caballero vieron que estaban a sólo unos pasos uno del otro. Supieron que, de no haber podido despejar la niebla de la ilusión, habrían pasado uno junto al otro sin saber siquiera que estaban tan cerca.
Permanecieron un momento inmóviles, mirándose uno al otro con amor y alegría; después se encontraron uno en brazos del otro.
—Me siento como si empezáramos ahora mismo nuestro matrimonio —dijo Julieta, trémula.
—Yo siento lo mismo —manifestó el Caballero con dulzura.
Se miraron a los ojos. Podían verse con absoluta claridad. Se besaron y abrazaron como nunca lo habían hecho antes, y sucedió una cosa milagrosa: de su energía surgió una tercera entidad. Se trataba de su relación.
Eran el Caballero y Julieta, pero eran más que uno más uno. El poder del amor de esa cifra iba más allá de la imaginación. Surgió en la tierra, pero alcanzó el cielo. Se extendió con el resplandor del sol y la suavidad de la luna.
Todo aquel que quisiera ver o sentir su esencia podría experimentar la inspiración, la alegría y la felicidad de la pareja que la ha creado.
Pues en su relación, el Caballero y Julieta se amaban como individuos que eran, y también por lo que eran para cada uno de ellos. Alcanzaron el objetivo fundamental de la vida: estaba más allá del amor, pero sólo podía alcanzarse a través de él.
Habían encontrado la libertad eterna.
¿FIN?