1 — El principio
UNA VEZ, HACE MUCHOS AÑOS, en un lugar muy lejano, vivía un Caballero. Se consideraba un Caballero bueno, generoso y amoroso; además, como ya había ascendido a la cima de la Montaña de la Verdad, se sentía todavía más amoroso, más generoso y más bueno.
Regresaba a lomos de su caballo porque quería encontrarse con su esposa, Julieta, y su hijo, Cristóbal, quienes estaban aguardándole. Sin embargo, de repente, y tras sentirse invadido por un pensamiento alarmante, tiró de las riendas para que se detuviera el caballo.
—¡Merlín! —llamó en voz alta.
Tras él, el mago apareció sentado, a la grupa del caballo. Como de costumbre, el mago leyó sus pensamientos.
—Os preocupa que Julieta no os esté esperando.
El caballero asintió.
Cuando inicié mi búsqueda para liberarme de mi armadura, estaba tan triste y deprimido que no tuve la entereza suficiente para enfrentarme a ella. Me fui sin decir ni una palabra.
¿Y entonces? —preguntó Merlín.
—Merlín, he estado fuera doce años. ¿Qué le puede decir uno a su esposa cuando se ha marchado de casa a hurtadillas y no ha regresado en doce años?
—Decidle que la fiesta ha durado más de lo que creíais. —Entonces, los ojos de Merlín brillaron.
El Caballero fulminó a Merlín con la mirada.
—Vos siempre me aconsejáis bien. Estoy hablando de mi matrimonio. ¿No hay nada sagrado para vos?
Merlín sonrió.
—Aunque no hay nada sagrado para mí, yo venero todas las cosas.
Una de las cosas de Merlín que sacaban de quicio al Caballero era que cada vez que tenía una crisis, el mago se pusiera filosófico.
Leyéndole el pensamiento, Merlín volvió a exasperarlo:
—Una crisis sólo existe cuando uno permite que exista.
Tras sus palabras, Merlín desapareció, precisamente porque, aunque el Caballero era muy cariñoso, quizás hubiera intentado dar un cachete a Merlín.
El Caballero espoleó a su caballo y partió al galope. El último comentario de Merlín le había animado. «Merlín debe estar en lo cierto, debo estar creando una crisis donde no la hay», pensó el Caballero.
Tan apenas se había librado de una crisis imaginaria cuando, de repente, un caballero de negra armadura, montado en un caballo negro, salió de una curva del camino y le bloqueó el paso.
—¿Quién sois? —le increpó el caballero de la negra armadura.
—Soy un Caballero de día y un Caballero de noche. En pocas palabras, soy un Caballero —le respondió el Caballero, que ya había recuperado el buen humor que le caracterizaba.
—Habéis entrado en mis tierras, preparaos para luchar —le dijo el caballero oscuro, que no tenía ningún sentido del humor.
—Yo ya no lucho —contestó el Caballero.
El amor que el Caballero había aprendido a sentir tanto por él mismo como por los demás irradiaba de su persona. Ese poder resplandecía en sus ojos como dos rayos azules. Entonces, el caballero oscuro se quedó petrificado, incapaz de blandir la espada. Después de esa experiencia, nunca volvió a ser el mismo. Vencido por el amor, le era difícil recuperar su mísero y natural sentimiento de odio.
A lo largo de los años, iba a reflexionar sobre cómo el Caballero bueno, generoso y amoroso le había estropeado la vida.
Mientras nuestro Caballero continuaba cabalgando se dio cuenta de que Merlín tenía razón. Cuando uno ama no tiene por qué participar en la lucha cotidiana. De repente, oyó una voz femenina que pedía ayuda y, de inmediato, hizo que su caballo se detuviera. Entre los árboles pudo ver a una hermosa doncella en la torre de un castillo. El Caballero galopó con rapidez hasta el foso y le preguntó:
—¿ Pedíais ayuda?
—Sí —gritó la rubia damisela—. Un perverso mago me tiene prisionera.
El Caballero sintió que la sangre le hervía en las venas. Se encontraba ante uno de sus viejos principios: salvar a damas en peligro. Tiempo atrás, cuando el negocio de la caballería no estaba demasiado boyante, solía rescatar a damiselas en apuros.
Sus pensamientos retrocedieron al momento en que rescató a su esposa Julieta de una situación parecida. Julieta era una princesa y su padre, el Rey, había decretado que concedería la mano de su hija a quien la rescatara del malvado ogro. El Caballero rescató a Julieta, pero le dijo al Rey que prefería seguir soltero. Sin embargo, el Rey insistió y el Caballero y Julieta se casaron. El Caballero pensó que eso era pagar un alto precio por una buena hazaña.
El grito de la damisela le sacó de sus pensamientos:
—¡No os quedéis ahí parado, rescatadme!
—Ya no me dedico a eso —dijo el Caballero, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué clase de Caballero sois, que no rescatáis doncellas?
—Cuando subí a la Montaña de la Verdad descubrí que eso de rescatar a gente no es muy amoroso. Como vos os creasteis esa prisión, sería mejor que vos misma la destruyerais, de modo que no quiero quitaros ese poder. Ahora, si me perdonáis, tengo una esposa que me está esperando en casa... ¡Creo! —le contestó el caballero. Y se fue galopando.
—¡Os denunciaré a la Asociación de Caballeros! —la princesa le gritó furiosa.
Al Caballero no le intimidó la amenaza. En realidad, se sentía bastante contento de sí mismo. Había roto otro patrón. Ya no era adicto a rescatar a damiselas en peligro.
Tras reflexionar un poco, se dio cuenta de que los Caballeros habían estado rescatando a las doncellas de sus dragones y de sus ogros, y ofreciéndoles protección, cosa que las doncellas interpretaban como prueba de su amor, y los caballeros, por su parte, pensaban que eso era lo que ellos, como hombres, tenían que hacer para ganarse el amor. El Caballero se preguntó si hombres y mujeres se amarían alguna vez por ser quienes eran y no por lo que hicieran.
Mientras cabalgaba, pensaba que Julieta se alegraría mucho cuando le dijera que ya no iba a volver a rescatar a más damiselas. Las ayudaría a que se rescataran ellas mismas. Rescatar damas era algo de la caballería que siempre sacaba a Julieta de sus cabales.
Ya cerca del castillo vio a su suegro, el Rey, que galopaba hacia él a lomos de su hermoso corcel blanco y negro.
—¡Eh, Rey! —le llamó.
Al Rey le costó cierto tiempo reconocer al Caballero, aunque cuando lo hizo, su rostro se iluminó de placer. Ordenó a su caballo que se detuviera y saludó al Caballero.
—No os había reconocido. Ya no lleváis vuestra armadura.
—Tardó doce años en oxidarse y caerse —comentó el Caballero.
El rey le miró con gran respeto:
—Eso significa que llegasteis a la Cima de la Verdad.
El caballero asintió.
—Yo nunca fui más allá del Castillo del Silencio... ¿Cómo lo conseguisteis?
—Si hubiera seguido llevando mi armadura, habría muerto —contestó el Caballero.
El Rey asintió:
—No teníais elección.
—¡Correcto! —dijo el Caballero—. Cuando no existen alternativas, las decisiones son fáciles de tomar.
El Rey miró detenidamente al Caballero:
—No sólo tenéis un aspecto diferente, sino que también habláis de un modo distinto.
—No soy el que era —admitió el Caballero.
—Eso ya es, definitivamente, una mejora —comentó el Rey.
—Espero que Julieta piense lo mismo. Cuando me fui, nuestra relación no iba demasiado bien.
El Rey dijo:
—Hijo, no seáis tan duro con vos mismo. ¡Julieta y vos lleváis casados quince años! —sentenció el Rey.
Quizás se deba a que he estado fuera doce de esos años —apuntó el Caballero.
—No hay nada como la distancia para que una relación funcione. De todos modos, me siento orgulloso de vos, y en honor a vuestra ascensión a la Cima de la Verdad, os voy a pedir que me llaméis por mi nombre de pila. Ya nunca más tendréis que llamarme Rey —asintió el Rey con la cabeza de un modo comprensivo.
El Caballero estaba sorprendido.
—Gracias, señor. ¿Cuál es su nombre?
—Rey —respondió.
El Caballero miró al Rey estupefacto:
—¿Su nombre de pila es el mismo que el de su cargo?
—Mis padres no tenían imaginación —contestó el Rey.
El Caballero se rascó la cabeza cavilando:
—No cambia nada si os llamo Rey.
—Ciertamente que sí —replicó el Rey—. Ahora podéis llamarme Rey sin faltarme al respeto.
El Caballero se dio cuenta de que había cambiado. Hubo un tiempo en el que habría considerado estúpida esta conversación.
—Os agradezco mucho el honor, pero ahora tengo que ver a Julieta —dijo el Caballero al Rey. Pero el rostro del Rey le impidió espolear al caballo.
—No vais a encontrar las cosas exactamente como las dejasteis —comentó el Rey, vacilante.
—¿No tendrá otro Caballero, verdad? —preguntó el Caballero, temeroso.
—¡No, no! —se apresuró a decir el Rey—. No es tan inteligente como para hacer eso. —Se aclaró la garganta un tanto incómodo—. Quiero decir... siendo como erais, hubiera sido inteligente por su parte haberlo hecho, pero tal como sois ahora, tiene suerte de no haberlo hecho.
—Será mejor que vuelva a llamaros Rey por respeto... antes de que lo pierda —dijo el Caballero un poco enojado.
—Sólo intento advertiros de que Julieta es diferente —comentó el Rey en un tono un poco severo.
El Caballero estaba perplejo. Si Julieta se encontraba en casa, en su castillo, donde él la había dejado, entonces, ¿qué podía ser tan malo? ¿Qué había querido decirle el Rey?
Sus miedos se desvanecieron al entrar a caballo en el patio del castillo y ver a Julieta, sentada en su jardín, leyendo un libro. Cuando ésta oyó al caballo levantó la vista. El paso del tiempo no había alterado su dulce belleza. Al advertir que era el Caballero, la sorpresa, el placer y cierta incertidumbre aparecieron en su semblante.
El Caballero le sonrió:
—Puedo percibir en vos sorpresa, placer y cierta incertidumbre.
Julieta le miró asombrada:
—Nunca antes habíais mostrado sentimiento alguno, especialmente en lo que respecta a mi persona.
El Caballero descendió del caballo y se aproximó a Julieta:
—Eso era antes. Ahora es así.
Se quedaron mirándose el uno al otro, tímidos, incómodos. Había pasado mucho tiempo desde que se separaron.
—Y ya no lleváis la armadura —comentó ella tocándole suavemente el torso con la punta de los dedos.
El Caballero la miró fijamente, tomó su cara entre las manos y la besó. Cuando los labios se unieron, las lágrimas brotaron de sus ojos.
Las dos semanas siguientes fueron como sus primeros días de recién casados. Se amaron, rieron y jugaron. Bailaron con la música del laúd de Bolsalegre, el bufón de la corte. Por todo el reino, corrió la noticia de que el Caballero había ascendido a la Cima de la Verdad y que se convertiría en un héroe nacional tan pronto como tuvieran una nación. Bolsalegre compuso una canción de éxito sobre él y la tituló «Días fríos y caballeros cálidos».
El Rey ofreció un baile en honor del Caballero y la gente acudió de todas partes para conocerlo.
El Caballero creía que en el baile no había nadie más bello que Julieta, y ésta consideraba que no había nadie que fuera tan guapo y encantador como el Caballero. Se habían vuelto a enamorar, pero de un modo diferente. El deseaba fervientemente transmitirle sus sentimientos. Quería compartir con ella sus aventuras en el ascenso a la Montaña de la Verdad... Los conocimientos que Merlín le había enseñado, los secretos de la naturaleza que los animales le habían revelado, y cómo, finalmente, consiguió llegar a la cima sólo después de haberse permitido el riesgo de caer en el abismo de los recuerdos, y perdonarse a sí mismo y pedir perdón al resto.
El único momento delicado fue cuando su hijo Cristóbal, ahora un bello y espléndido adolescente, se fue a competir aun torneo juvenil. El joven miró con recelo a su padre y le dijo:
—No esperéis volver al punto en que lo dejamos, pues ya me he hecho mayor.
Julieta, impresionada, contenía el aliento preguntándose cómo reaccionaría el Caballero.
—Quizás podemos seguir creciendo juntos —le contestó el Caballero, tras mirar cariñosamente a su hijo.
Los ojos del muchacho se humedecieron. Él y su padre se fundieron en un abrazo.
De vez en cuando, el Caballero se preguntaba qué había querido decir el Rey con que Julieta era diferente. Aún era la misma. Hasta la mañana del decimoquinto día no percibió el primer atisbo de diferencia. Julieta se levantó temprano y se vistió con una ropa que no era nada femenina... Parecía un leñador. Finalmente, le dijo al Caballero:
—Que tengas un buen día, cariño, me voy al trabajo.
—¿Trabajo? —repitió el Caballero sin entender absolutamente nada.
—Sí —contestó Julieta—. Cuando os fuisteis empecé a tejer tapices y a beber vino para dejar pasar las horas. A los tres años bebía más de lo que tejía. Finalmente tuve que buscar algo en lo que ocupar mi tiempo.
El Caballero se sentó en la cama y le preguntó curioso:
—¿Qué hacéis?
—Rehabilito castillos.
—¿Que qué?
Julieta repitió:
—Rehabilito castillos. Están muy mal diseñados. Las habitaciones son demasiado grandes, los pasillos tienen demasiadas corrientes de aire y los muros de piedra son excesivamente fríos.
—¿Os pagan por hacer eso? —quiso saber el Caballero.
Julieta sonrió con gran felicidad:
—Muy bien. Estoy haciendo que sus hogares resulten más cálidos y acogedores. Me he hecho un nombre creando castillos íntimos.
Le miró inquisitivamente:
—¿No os importa que trabaje, verdad?
—¡Oh, no, creo que es genial! —contestó el Caballero vacilante. La siguió hasta el patio y la ayudó a montar a caballo.
—Puede que hoy no venga a cenar a casa, pero en la cocina hay mucha comida. Estoy segura de que Cristóbal y tú os prepararéis una buena cena.
El Caballero la miró perplejo mientras se alejaba cabalgando. Eso sí que era realmente un cambio. Durante años, Julieta le había visto marcharse para combatir. Ahora, él veía cómo ella se iba a trabajar.
El Caballero permaneció inmóvil en el patio, dominado por sentimientos encontrados. Lo único equiparable a la felicidad que sentía de que Julieta hubiera encontrado algo que le permitiera independizarse de él era su infelicidad por haberlo conseguido.
Y, hablando de trabajo, ¿qué iba a hacer él ahora? Ya no formaba parte del mundo caballeresco: luchar, guerrear, combatir. Ahora estaba metido en las cosas del amor. Pero, ¿cómo convertiría el amor en monedas de oro para mantener su castillo, su familia y sus criados?
Sus pensamientos se interrumpieron con la llegada de Cristóbal, que conducía el caballo a los establos del patio. Llevaba puesta la armadura. Al Caballero se le iluminó la cara. En qué joven tan hermoso se había convertido Cristóbal. Le animó la idea de pasar el día con su hijo. El Caballero le llamó.
—¡Espera, tomaré mi caballo e iré a montar contigo!
—Lo siento, papá, no puedo —le contestó Cristóbal—. Tengo entrenamiento.
—¿Qué entrenamiento? —preguntó el Caballero.
—Sir Percival nos está entrenando a un grupo para llegar a ser caballeros, y tenemos torneos juveniles —contestó Cristóbal.
El Caballero sintió de pronto cierto recelo.
—¿Por qué haces eso? —preguntó.
Cristóbal le miró sorprendido:
—Para poder ser como tú, papá.
—Pero ni siquiera yo quiero ser como yo... es decir, como el yo que solía ser —dijo el Caballero.
—Pero en todas partes se te conoce como el Caballero bueno, generoso y amoroso que ascendió a la Montaña de la Verdad. Yo quiero hacer algo grande, como tú lo hiciste.
El Caballero le miró con tristeza.
—¿Cómo piensas hacerlo? —le preguntó.
—Luchando contra otros caballeros, ganando y siendo el mejor —contestó Cristóbal.
—Hijo, la vida no es competir, ganar y ser mejor que los demás. La vida es amor y dar lo mejor de ti mismo —le dijo dulcemente el Caballero.
—¿La vida es eso?-preguntó Cristóbal con reservas.
El Caballero asintió.
—¡El amor no te hará ganar cruzadas! —le replicó Cristóbal, y se fue galopando.
El Caballero se quedó mirándole fijamente y después gritó:
—¡Merlín, ayúdame!
El Mago apareció al instante. Iba desnudo, con una toalla rodeándole la cintura. Tenía los cabellos y medio cuerpo húmedos.
—Preferiría que no os asaltaran las crisis mientras me estoy bañando —refunfuñó Merlín.
—Entonces admitís que esto es una crisis —dijo el Caballero.
Merlín asintió con la cabeza:
—Él quiere teneros como modelo.
—Como el modelo que yo era —protestó el Caballero.
—Y vos queréis que él tenga como modelo a aquel que vos creéis ser ahora —sentenció Merlín.
—Eso es —dijo el Caballero.
—Cuando estabais en la Cima de la Verdad, encontrasteis en vuestro interior el centro del amor. Os habéis ido apartando más y más de él. Respirad profundamente al menos tres veces e intentad volver a centraros —le comentó amablemente Merlín.
El Caballero así lo hizo.
—Ahora decidme qué sentís verdaderamente con respecto a Cristóbal —quiso saber Merlín.
—Que debo dejarle crecer atendiendo a su propia imagen y ser lo que necesita ser —dijo lentamente y de mala gana el Caballero.
Merlín sonrió y asintió.
—Pero yo le podría evitar el sufrimiento, la lucha, el dolor y la tristeza a los que va a tener que enfrentarse.
—Nuestra experiencia es lo único que no podemos ofrecer a los demás. Cada uno tiene que pasar por su propio dolor y pesar para poder encontrar la alegría y la felicidad que hay al otro lado —le dijo Merlín con dulzura.
El Caballero miró a su hijo, que ya era un punto en el horizonte.
—¿Por qué tiene que ser así?
—La intención no era que hombres y mujeres sufrieran. Pero se les concedió libre albedrío y, lamentablemente, lo utilizaron sin tener en cuenta la armonía con el universo —le contestó Merlín.
El Caballero le miró con tristeza:
—Cuando en la Cima de la Verdad me cayó el último trozo de armadura, creí que mi vida sería más fácil.
La luz de la compasión inundó los ojos de Merlín:
—Más fácil, no, querido, sólo más sutil.
—Lo que aprendí en la Cima, lo estoy viviendo ahora, ¿verdad?
Merlín asintió.
—Os aconsejo que cada vez que os sintáis fuera de vuestro centro de amor, respiréis profundamente.
Dicho esto, el mago desapareció.
En los meses que siguieron junto a Julieta, el Caballero se descubrió suspirando una y otra vez.
Si bien el Caballero era en realidad más cariñoso, amable y sensible que nunca antes, tenía unas ideas perfectamente definidas acerca de cómo Julieta debería comportarse como esposa. Y Julieta tenía sus propias ideas sobre cómo vivir su vida, y no eran ni remotamente parecidas a las del Caballero.
—El problema —decía Julieta— es que habéis vuelto a casa esperando encontrarme aquí sentada, tejiendo tapices, bebiendo vino y esperándoos. Pues bien, las cosas han cambiado.
—Me alegra que no estéis aún tejiendo y bebiendo —dijo el Caballero—, sobre todo bebiendo. Pero me gustaría que os dierais cuenta de que he vuelto a casa.
Julieta siguió:
—Y esperabais que os siguiera necesitando igual que antes, ser vos el cabeza de familia y que yo cumpliera todos vuestros deseos.
—Me alegro de que no me necesitéis del mismo modo, y no espero que hagáis todo lo que yo desee, pero me gustaría que me dedicarais tanto tiempo como a vuestro trabajito de arreglar castillos.
Julieta estaba conmovida:
—Me gustaría que realmente fuera así, pero me pilláis en medio de un trabajo tremendo, y estoy pagando horas extras a los yeseros que traje de Sajorna y Glastonbury.
El caballero empezaba a estar confundido.
—No me necesitáis en absoluto —dijo airadamente.
Julieta lo rodeó con los brazos y lo besó en la boca con firmeza, aunque para ser francos también con dulzura, y después corrió al patio del castillo para montar en su caballo. El Caballero la siguió.
—No estaríais tan triste si todavía tuvierais el negocio de la Caballería, pero estáis retirado y con muchísimo tiempo libre entre las manos —dijo Julieta.
Saltó sobre el caballo y salió galopando. El Caballero permaneció allí, observándola.
Las semanas posteriores no fueron mucho mejores para el Caballero. Si no era con los yeseros de Sajonia, Julieta estaba ocupada con los picapedreros de la Toscana, y ese cambio de papeles en el hogar le fastidiaba muchísimo. Hubiera deseado regresar a casa con sus nuevos conocimientos y gobernar a su hijo y a su esposa con la verdad, con amor y con bondad. Pero al cabo de seis meses, esas tres cualidades se fueron a tomar viento fresco. Ahora se sentía solo y con una baja autoestima, ya que era un Caballero en paro. Estaba irritadísimo.
Las cosas no fueron mejor cuando Julieta le ofreció convertirse en su socio en la empresa de rehabilitación. A él no le apetecía en absoluto ser socio de ningún negocio que regentara ella.
Un día, mientras estaba en una cacería, se quejó ante el Rey de sus desdichas matrimoniales.
El Rey se quedó un tanto sorprendido.
—Yo creía que desde vuestro ascenso a la Montaña de la Verdad vuestro matrimonio iba aún mejor.
—Me he dado cuenta de una cosa, Rey —dijo el Caballero—. Vivir con la verdad es una cosa, y vivir con una mujer es otra.
El Rey se echó a reír.
—Julieta es clavadita a su madre. Annabelle era una mujer bella, fuerte y con determinación —suspiró con nostalgia—. Quería algo más que un matrimonio, quería ser mi compañera.
El caballero suspiró:
—Debe de ser una debilidad congénita en las mujeres. Recuerdo el día en que me tenía que marchar para participar en una cruzada-dijo el Rey—. La busqué por el castillo para despedirme de ella, pero no la encontré por ninguna parte. Me fui al patio para montar en mi caballo y allí, montada en el suyo, a mi lado y vistiendo una armadura, estaba Annabelle. El caballero se quedó atónito.
—¡Una mujer con armadura!
El rey asintió:
—Le dije: «Annabelle, debéis estar bromeando, podrían mataros». Ella me contestó: «Prefiero morir a vuestro lado que fallecer poco a poco mientras os espero en casa».
El Rey desvió la vista del Caballero, sus ojos estaban húmedos:
—La guerra santa duró más de lo previsto. Volví a casa a decirle a Annabelle que ésa había sido mi última cruzada.
—Eso la debió hacer muy feliz —dijo el Caballero.
El Rey se aclaró de nuevo la garganta:
Se lo dije postrado ante su tumba.
La historia del Rey causó en el Caballero un gran impacto. Al día siguiente aceptó la oferta de Julieta de participar como socio en la empresa de rehabilitación, y en los meses que siguieron trabajaron juntos, codo con codo. Por desgracia, esto no hizo que la situación entre ellos mejorara. Por un lado, el Caballero no estaba por la labor de rehabilitar castillos, y por otro, seguía precisando que Julieta le necesitara a él como antes... que le viera como el cabeza de familia, y que al menos de vez en cuando aceptara sus consejos. Julieta, al intentar recuperar su poder, se oponía al Caballero en prácticamente cualquier cosa.
Julieta era compasiva con el serio cambio que había implantado en su relación y, de vez en cuando, si había un banquete, ella personalmente preparaba los platos para el Caballero. Sabía que él necesitaba ese tipo de cuidados; sin embargo, no se sentía con ganas de volver a ser ama de casa. Le molestaba enormemente fingir un papel que ya no sentía suyo.
Todo estalló una noche a la hora de la cena mientras le servía su plato favorito, un asado de ciervo. Pequeñas cosas como el hecho de que Julieta dejase caer bruscamente la bandeja encima de la mesa y arrojara el cuchillo de trinchar la carne sobre la mesa de al lado indicaron al Caballero que el plato de carne vendría acompañado de una discusión.
El Caballero suspiró:
—Y bien, Julieta, ¿qué ocurre?
—Os diré lo que ocurre —dijo con brusquedad—. Se supone que sois iluminado, cariñoso y sabio, y yo todavía estoy sirviéndoos. -Casi le tiró el plato de ciervo encima.
El Caballero detuvo el plato justo a tiempo para evitar que se le derramara en el regazo.
—Pero la idea de hacer la cena y servirla fue vuestra, y os sentíais contenta por ello —le dijo el Caballero, desconcertado.
—Ahora que estoy cansada por haber preparado la cena, me siento fatal —replicó ella.
—¿Qué hay de malo en servirme la cena? Sois mi esposa.
Julieta se sentó en una silla junto a él.
—El hecho de que digáis precisamente eso demuestra lo mal que va todo. Esperáis que haga cosas para vos sólo por el hecho de ser vos el hombre y yo la mujer. ¿Qué hay de nuestra sociedad?
—Somos socios —protestó el Caballero—. Yo cacé este ciervo, y vos lo cocinasteis.
—Pero eso es porque yo nunca aprendí a cazar un ciervo y vos nunca habéis aprendido a cocinarlo.
—Vamos a comer —dijo el Caballero—. Estoy cansado de sentenciar sobre el ciervo.
—Creí que las cosas serían diferentes cuando volvierais de la búsqueda —comentó Julieta—, pero seguimos peleándonos.
—Sólo cuando estamos despiertos —dijo el Caballero intentando que dejara el tema.
A Julieta no le sirvió de ayuda, pero sonrió.
—Sois mucho más sensato, y más sensible —admitió—, pero seguís sin entenderme.
—Soy inteligente —intervino el Caballero—, no comprensivo.
Julieta lo volvió a mirar enfadada.
—Si sois tan inteligente, no entiendo por qué no me entendéis.
—Porque entenderos es un trabajo de jornada completa —le contestó el Caballero.
Julieta tiró la comida sobre la mesa.
—¿Cómo queréis que sea feliz con un hombre que no me entiende?
—¿Cómo esperáis que sea feliz con una mujer que no entiende que no pueda entenderla?
La cara de Julieta parecía la de una leona enjaulada. Se reprimió y, finalmente, dijo:
—Me gustaría hablar con Merlín de este asunto.
Una voz familiar dijo:
—Por supuesto, querida.
Julieta lanzó un grito de asombro. Merlín había aparecido sentado a la mesa, justo a su lado. El Caballero no se sorprendió, pues estaba acostumbrado a que Merlín apareciera siempre que se mencionaba su nombre, especialmente a la hora de cenar.
—¡Qué contenta estoy de que estéis aquí! —dijo Julieta, que apreciaba al viejo mago.
—Yo también. Estáis sirviendo mi cena favorita —contestó Merlín y miró al Caballero—: ¿Me pasaríais el ciervo, por favor? [1] Julieta, querida, sois una cocinera maravillosa.
El Caballero observó a Merlín con recelo. Le pareció que iba a hacer un chiste malo.
La cara del mago no confirmaba las sospechas del Caballero. Se sirvió inocentemente una buena ración de carne. Se llevó a la boca un trozo y lo masticó con complacencia.
Julieta no dio señales de agradecer su complacencia.
—Eso ya no significa para mí un cumplido. Los hombres son propensos a vernos a las mujeres como cocineras, pero aprecian muy poco nuestra mente, nuestra alma y nuestro espíritu. Es la manera que tienen de evitar que una mujer sea más de lo que es.
Merlín le sonrió:
—De aquí a unos cuantos siglos, ese comentario os convertiría en una defensora de los derechos de la mujer.
—¿Qué es una defensora de los derechos de la mujer?
—Una mujer que quiere ser tratada como una persona —le respondió Merlín.
La cara de Julieta se iluminó.
—Eso es lo que soy yo —dijo con júbilo—. ¡Soy una persona!
Se volvió al Caballero y le espetó con virulencia:
—¡Soy una persona! ¿Qué contestáis a eso?
—¿Me pasaríais la salsa?
—¡Muy bien, reíos de que sea una persona! —le gritó tirándole la salsa encima del plato y también encima de él.
—Todo esto es ridículo —dijo irritado el Caballero, empapado de salsa—. Cuando nos casamos, el obispo nos declaró marido y mujer, no marido y persona.
Merlín levantó la mano para detener la discusión, que iba a más.
—Por favor, comiendo, no. No es bueno para la digestión. —Y se sirvió una cantidad generosa de salsa. Suspiró—. Los dos estáis teniendo unos problemas que los casados hace siglos que tienen y que tendrán en los siglos venideros. El matrimonio se ha convertido en un estado de impasse sacramental.
Miró al Caballero y dijo:
—No importa lo iluminado que uno llegue a estar —puntualizó—. Vos, como hombre que sois, no pensáis ni sentís como una mujer. —Y a Julieta le dijo—: Y vos no vais a pensar ni a sentir como un hombre. —Sonrió cariñosamente al Caballero—. Llegasteis muy lejos en vuestra búsqueda, y habéis regresado más sabio y también más comprensivo. Ahora estáis realmente en el inicio. —Se dirigió a Julieta—: Y ya que vos también estáis en el inicio, tenéis que aprender mucho de lo que el Caballero aprendió. Además, tenéis que aprender a tener una relación amorosa completa. Estaría bien que os llevara conmigo a hacer una búsqueda conjunta.
Julieta parecía entusiasmada.
—¿Estaríais dispuesto a salir pasado mañana? —preguntó a Merlín.
—Estoy dispuesto a salir pasado este momento —contesto Merlín sonriendo.
—Cristóbal volverá del torneo pasado mañana —aclaró el Caballero.
—No podemos irnos sin despedirnos de él —dijo Julieta—. Además, necesito tiempo para hacer el equipaje. —Se encaminó hacia la puerta y después se dirigió a Merlín—: ¿Qué se pone uno para emprender la búsqueda?
Merlín se echó a reír.
—Nunca antes me habían preguntado eso.
—Porque hasta ahora nunca habíais llevado a una mujer a realizar una búsqueda —dijo el Caballero.
—Sencillamente deseo estar adecuadamente vestida para cada ocasión —sentenció Julieta, muy digna.
El Caballero se echó a reír:
—Eso es ser una mujer, según vos.
Julieta le puso mala cara y salió airada de la habitación.
Merlín sonrió.
—Os sugiero que nunca le digáis eso a Julieta. Así sólo provocaréis más enfrentamientos.
—Es cierto —aceptó el Caballero.
—A los hombres les desconcierta lo diferente que actúan las mujeres con respecto a ellos, y, por ese motivo, llaman a las mujeres el sexo opuesto, pero en tanto penséis en Julieta como alguien del sexo opuesto, haréis de ella vuestra adversaria, en vez de vuestro amor —prosiguió Merlín.
—Entonces, ¿qué hago? —preguntó el Caballero, indefenso. Como toda respuesta, Merlín sacó un laúd de debajo de la túnica y empezó a tocar y a cantar.
—Hay muchos más versos —aclaró Merlín mientras volvía a guardarse el laúd bajo la túnica—, pero creo que ya os habéis hecho una idea.
—Pues no, en absoluto —dijo el Caballero—. Si no intento entender a Julieta, ¿cómo puedo aprender a amarla?
—Porque se trata justo de lo contrario —respondió Merlín con dulzura—. No podréis entender a Julieta de verdad hasta que no aprendáis antes a amarla incondicionalmente. —El Caballero abrió la boca para expresar su confusión, pero Merlín le detuvo con una mano levantada y una dulce sonrisa. Prosiguió—: si intentáis amar a Julieta comprendiéndola antes, buscaréis motivos racionales para explicaros por qué piensa como piensa y por qué actúa como actúa, e incluso por qué siente como siente. En otras palabras, siempre que seáis capaz de encontrar una razón que podáis entender, podréis aceptar su comportamiento.
A medida que el Caballero iba entendiendo lo de la comprensión, fue asintiendo con la cabeza.
—Sin embargo, habrá momentos en los que no encontrará una razón que os satisfaga, y entonces no sólo no la amareis, sino que estaréis tremendamente molesto con ella —prosiguió Merlín. El Caballero asintió de nuevo. Había experimentado muchos de esos momentos—. Por consiguiente —dijo Merlín—, vuestro amor por Julieta depende de que sus actos, sus ideas y sus sentimientos satisfagan las razones que vuestra mente os exige. Cuando amas a alguien con la razón, el amor no puede ser constante. Cuando amas a alguien con el corazón, el amor siempre está ahí, como lo está la comprensión.
El Caballero se sentía abrumado:
—¿Cuánto tiempo me llevará hacer eso? —preguntó.
Merlín se echó a reír:
—¿No disponéis del resto de vuestra vida?
—Sí, pero pienso que intentar amar a Julieta a cada momento me la acortará —contestó el Caballero.
Merlín volvió a reír.
—Daos cuenta de que habéis dicho «pienso». Cuando no penséis, cuando tan sólo améis, ya no volveréis a «intentar» comprender o amar; simplemente lo haréis. Desde ese momento, ya no pensaréis más en vos mismo como una persona inteligente o buena, generosa y amorosa. Sencillamente... lo seréis.
Las palabras de Merlín conmovieron profundamente al Caballero. Su voz parecía apenas un susurro:
—¿Creéis que me sucederá eso?
—La búsqueda os proporcionará la respuesta —dijo Merlín mientras miraba con profundo cariño al Caballero.