Capítulo 6

Los asaltos precedentes no fueron nada comparados con la tormenta que se abatió entonces sobre las tambaleantes murallas de Viena. Día y noche, los cañones tronaban y flameaban. Las bombas explotaban en los techos de las casas y en las calles. No había quien pudiera reemplazar a los que morían en las murallas. El espectro del hambre acechaba en las calles, el miedo a la traición se arrastraba por los callejones como si fuera una capa sombría.

Minuciosas investigaciones permitieron establecer que la carga de explosivos que había destruido en parte el muro de Karnthner no había sido producto de los zapadores turcos. Se había hecho estallar una considerable cantidad de pólvora bajo el mismo muro, en una galería excavada desde una cueva cuya localización se ignoraba, en el interior de la ciudad. Uno o dos hombres, trabajando secretamente, habían bastado para colocar la mina. Resultaba evidente que el bombardeo intensivo del burgo estaba destinado únicamente a apartar la atención del muro de Karnthner para permitir a los traidores trabajar sin correr el riesgo de ser descubiertos.

El conde Salm y sus oficiales se enfrentaban a una tarea de titanes. El viejo comandante, dando pruebas de una energía sobrehumana, subía a las murallas, exhortaba a los hombres desmoralizados, acudía en socorro de los heridos, combatía al lado de los más simples soldados, mientras la Muerte golpeaba implacablemente.

Pero si la Muerte cenaba en las murallas, se cebaba en la llanura. Solimán conducía a sus hombres al asalto tan implacablemente como si estuviera frente a su peor enemigo. La peste estaba entre ellos pues la devastada llanura no producía nada que comer. Los vientos fríos descendían ululando de los Cárpatos y los soldados se aterían en sus atavíos orientales. Durante las noches heladas, las manos de los centinelas se congelaban y el frío les pegaba los dedos a los cañones de los mosquetes. El suelo se volvió tan duro como el pedernal; los zapadores padecían lo indecible para poder cavar con las herramientas embotadas. La lluvia, mezclada con granizo, caía, apagando las velas, mojando la pólvora, transformando la llanura que rodeaba la ciudad en un agujero enlodado en el que el olor de los cadáveres en descomposición daba náuseas a los vivos.

Solimán temblaba, como si estuviera siendo dominado por la fiebre, mientras paseaba la mirada por el campamento. Veía a sus guerreros agotados y huraños, arrastrándose por la llanura de barro. Parecían fantasmas bajo un lúgubre cielo de plomo. El hedor de los soldados muertos —que se podían contar por millares— llegaba hasta sus narices. En aquel preciso instante, el sultán tuvo la impresión de contemplar una llanura grisácea, recubierta de muertos, donde los cadáveres de cuerpos sin vida se dedicasen a alguna inútil tarea, desplazándose lentamente, animados solamente por la inexorable voluntad de su amo. Durante un momento, el tártaro —la herencia de sus antepasados— dominó al turco. Tembló de miedo. Luego, sus finas mandíbulas se crisparon. Los muros de Viena se tambaleaban vertiginosamente, dañados y agrietados, en una veintena de lugares. ¿Por qué se mantenían aún?

—Llamad al asalto. ¡Treinta mil aspros al primer hombre que llegue a las murallas!

El Gran Visir abrió los brazos en un gesto de impotencia.

—Nuestros soldados han perdido todo su valor. Ya no pueden seguir soportando las inclemencias de este país helado.

—¡Pues que les lleven a los pies de las murallas a latigazos! —replicó Solimán con un tono feroz—. Esa ciudad es la puerta que abre el Frankistán. Es el último obstáculo para mis sueños de Imperio. Debemos apoderarnos de ella. ¡Sólo así tendremos libre el camino!

Los tambores empezaron a retumbar por todo el campamento. Los extenuados defensores de la Cristiandad se levantaron y empuñaron las armas, galvanizados, comprendiendo instintivamente que el momento del combate decisivo había llegado.

Los oficiales del sultán condujeron las huestes musulmanas hacia los rugientes mosquetes y las espadas dispuestas a golpear. Los látigos restallaban y los hombres aullaban y blasfemaban de un lado a otro de la línea de batalla. Exasperados, subieron al asalto de las murallas medio derruidas, cuajadas de inmensas brechas, pero, sin embargo, aún capaces de albergar a hombres resueltos. Carga tras carga, los turcos se abalanzaron contra la ciudad, cubrieron los fosos, se aplastaron contra las murallas medio caídas. Todas las veces retrocedieron, abandonando tras ellos montones de muertos. La noche cayó, pero pasó inadvertida. En el seno de las tinieblas, iluminadas por los relámpagos del cañón y el brillo de las antorchas, la batalla continuó. Impulsados por la terrible voluntad de Solimán, los atacantes lucharon durante toda la noche, sin obedecer la tradición musulmana.

El alba fue como la de Armaguedón. Ante los muros de Viena se extendía una alfombra de muertos vestidos con acero. Sus plumas ondeaban al viento. Y entre los cadáveres titubeaban los atacantes, con los ojos hundidos, para luchar cuerpo a cuerpo contra los tenaces defensores.

Las olas de acero golpeaban y se rompían y volvían a romper, hasta que los propios dioses debieron de quedar estupefactos ante la tenacidad de aquellos hombres, por su indiferencia ante los sufrimientos o la muerte. Era el Armaguedón de las razas… Asia contra Europa. Alrededor de las murallas se agitaba un océano tumultuoso de rostros orientales… turcos, tártaros, kurdos, árabes, corsarios berberiscos… gruñendo, aullando, muriendo bajo las rugientes salvas de los mosquetes de los españoles, las picas de los austríacos, los golpes de los lansquenetes germanos que manejaban las espadas de doble hoja como si fueran guadañas. Pero los que defendían los muros no eran más valerosos que los que se lanzaban a su asalto, tropezando con sus propios muertos.

Para Gottfried von Kalmbach la vida se había reducido a una sola cosa: subir y bajar la pesada espada. Defendiendo la amplia brecha cercana a la Torre de Karnthner, luchó hasta que el Tiempo perdió todo su significado. Durante largos siglos, rostros rabiosos surgieron ante él gesticulantes, caras de demonios; las cimitarras centelleaban ante su mirada, eternamente. No sentía las heridas, ni la fatiga extrema. Jadeando en medio del sofocante polvo, cegado por el sudor y la sangre, le entregaba a la Muerte su rojo tributo, dándose apenas cuenta de que a su lado una forma esbelta como una pantera abatía el arma y golpeaba… al comienzo con risas, imprecaciones y cantos, luego, en medio de un opresivo silencio.

Su identidad como individuo desapareció en aquel cataclismo de acero. Por un momento, fue vagamente consciente de que el conde Salm, que luchaba cerca de él, era mortalmente alcanzado por una bomba que explotó en el parapeto. No se dio cuenta de que la noche se deslizaba insidiosamente sobre las colinas, ni descubrió hasta el final que la marea de atacantes dudaba, disminuía y luego se retiraba. Sólo se dio cuenta, de un modo confuso, de que Nikolás Zrinyi le apartaba de la brecha llena de cadáveres, diciéndole:

—En el nombre de Dios, camarada, vete a dormir un poco. Les hemos rechazado… al menos, por el momento.

Descubrió que avanzaba por una calle estrecha y tortuosa, oscura y apartada. No tenía la menor idea de cómo había llegado hasta allí. Le parecía recordar vagamente una mano que se apoyaba en su hombro y que le sujetaba y guiaba. Sintió el peso de la armadura en los agotados hombros. No sabría decir si el ruido que llenaba sus oídos era el rugido del cañón o la sangre que le latía en las sienes. Tenía la impresión de que tenía que empezar a buscar a alguien… a alguien que le importaba mucho. Pero, en su espíritu, no había otra cosa que confusión. En alguna parte, en algún momento —parecía tan lejano—, un tajo le había golpeado en el casco. Mientras hacía un esfuerzo para reflexionar, le pareció sentir de nuevo el impacto de aquel terrible golpe y fue dominado por el vértigo. Se quitó vivamente el casco abollado y lo tiró a los adoquines de la calleja.

La mano volvió a tirarle del brazo. Insistentemente, una voz le rogó:

—Vino, señor… ¡bebe, bebe!

Se dio cuenta vagamente de una delgada silueta, revestida con una negra coraza, que le tendía una copa. Con una exclamación áspera, la tomó y hundió la cara en el líquido, bebiéndolo como un hombre que se muere de sed. Algo explotó en su cerebro. La noche se llenó con un millón de relámpagos brillantes, como si un polvorín hubiese estallado en su cabeza. Luego llegaron las tinieblas y el olvido.

* * *

Recobró lentamente el sentido, consciente de una sed torturadora, un violento dolor de cabeza y un extremo cansancio que parecía paralizarle los miembros. Tenía los pies y las muñecas sólidamente atados; estaba amordazado. Torciendo la cabeza para mirar hacia los lados, vio que se encontraba en una pequeña habitación, desnuda y polvorienta, de la que partía una escalera de caracol hecha de piedra. Dedujo que estaba en la parte inferior de una torre.

Dos hombres se inclinaban sobre una mesa groseramente tallada, en la que habían colocado una fuliginosa candela. Los dos eran delgados y tenían la nariz aquilina; llevaban trajes negros… asiáticos, sin lugar a dudas.

Gottfried estuvo atento a la conversación en voz baja que mantenían. Había aprendido numerosos idiomas a lo largo de sus correrías. Y pudo reconocer a los dos hombres… Tshoruk y su hijo, Rhupen, comerciantes armenios. Recordó que había visto a Tshoruk muy a menudo a lo largo de la semana anterior, de hecho, desde el día en que las bombardas de Solimán aparecieron en el campo de batalla. Evidentemente, el mercader se había pegado a él como una sombra por alguna desconocida razón. Tshoruk estaba leyendo lo escrito en un pedazo de pergamino.

—Mi señor, aunque hiciera saltar el muro de Karnthner en un momento poco propicio, tengo, sin embargo, buenas noticias que darte. Mi hijo y yo hemos capturado al germano, a von Kalmbach. Mientras se alejaba de las murallas, agotado por los combates, le seguimos y luego le guiamos sutilmente hacia la torre en ruinas, en el lugar que tú ya conoces. Le hemos hecho beber un vino drogado y luego le hemos atado convenientemente. Que mi señor envíe al emir Mikhal Oglu hasta el muro que se alza cerca de la torre y le pondremos en tus manos. Vamos a atarle a la antigua ballesta y a tirarle por encima del muro como si fuera un tronco.

El armenio tomó una flecha y empezó a enrollar el pergamino alrededor del mástil. Lo ató con un delgado hilo de plata.

—Sube al techo y dispara la flecha hacia el mantelete, como de costumbre —le decía a su hijo Rhupen cuando éste, interrumpiéndole, dijo:

—¡Escucha! —y ambos se detuvieron. Los ojos les brillaban como los de las bestias dañinas caídas en una trampa, temerosos, pero vengativos.

Gottfried consiguió hacer resbalar la mordaza con movimientos de la boca. Oyó una voz familiar que le llamaba desde el exterior.

—¡Gottfried! ¿Dónde diablos estás?

Von Kalmbach lanzó un rugido de león.

—¡Eh, Sonia! ¡En nombre del Diablo! ¡Atenta…!

Tshoruk gruñó como un lobo y le golpeó salvajemente en la cabeza con el pomo de una cimitarra. Casi de forma instantánea, la puerta se derrumbó y voló hecha pedazos. Como en sueños, Gottfried vio la silueta de Sonia la Roja recortándose en el marco de la puerta, empuñando una pistola. Tenía aspecto tenso y huraño; sus ojos ardían como carbunclos. Había perdido el casco, y también la capa escarlata. Llevaba la coraza rota y llena de manchas oscuras, las botas arañadas, los pantalones de seda desgarrados y cubiertos de sangre.

Tshoruk graznó y se lanzó sobre ella, blandiendo la cimitarra. Antes de que pudiera golpear, Sonia la Roja aplastó el cañón de la vacía pistola contra el cráneo del armenio, que cayó como un buey. Desde el otro lado, Ruphen intentó acuchillarla con una daga turca de hoja curvada. Soltando la pistola, Sonia la Roja agarró al joven oriental por el antebrazo. Actuando como en un sueño, obligó irresistiblemente a su adversario a retroceder, con una mano en la muñeca y la otra en la garganta. Mientras le estrangulaba lentamente, golpeó la cabeza del joven armenio contra el muro varias veces de forma implacable. Los ojos de Ruphen no tardaron en convulsionarse y su mirada se hizo vidriosa. Le soltó como si fuera un fardo y el mercader se quedó tendido en el suelo cuan largo era, inmóvil.

—¡Vive Dios! —murmuró con voz áspera.

Sonia la Roja titubeó unos instantes en el centro de la estancia, llevándose las manos a las sienes. Luego se acercó a Gottfried y, dejándose caer de rodillas, empezó a cortarle las ataduras. Sus gestos eran desmañados y el cuchillo cortó tanto las ataduras como la piel del germano.

—¿Cómo has podido encontrarme? —preguntó Gottfried mientras se levantaba, todavía atontado.

Sonia la Roja se tambaleó hasta la mesa y se dejó caer sobre una de las sillas. Había un jarro de vino cerca de su codo. Lo tomó ávidamente y se lo bebió de un trago. Se limpió la boca con la manga del jubón y, acto seguido, contempló a Gottfried con aire de cansancio. Pero, sin embargo, no tardó mucho en recobrar su vigor.

—Te vi dejar las murallas y te seguí. Estaba tan agotada por la batalla que apenas me daba cuenta de lo que hacía. Vi cómo esos perros te cogían del brazo y te llevaban por las callejas desiertas. Luego, dejé de verte. Pero encontré tu casco, tirado en la calle. Empecé a llamarte. ¿Qué demonios significa todo esto?

Tomó la flecha abandonada sobre la mesa y sus ojos se desorbitaron al ver el trozo de pergamino atado al mástil. Evidentemente, era capaz de descifrar los caracteres turcos; sin embargo, tuvo que leer el mensaje media docena de veces antes de que su mente atontada por la fatiga descubriera lo que significaba. Su mirada se dirigió de inmediato —y peligrosamente— hacia los hombres que había en el suelo. Tshoruk estaba recobrándose y medio se sentó, todavía atontado. Se palpó delicadamente la herida en el cuero cabelludo. Rhupen estaba tendido en el suelo, vomitando y gimiente.

—Átales, compañero —ordenó Sonia la Roja; y Gottfried obedeció.

Los dos armenios se dejaron maniatar sin decir palabra. Parecían aterrorizados por la presencia de Sonia la Roja.

—Esta misiva está dirigida a Ibrahim, el Gran Visir —dijo bruscamente la joven—. ¿Por qué quiere la cabeza de Gottfried?

—Por una herida que le hizo al sultán, en Mohács —murmuró Tshoruk con inquietud.

—Y fuiste tú quien hizo saltar la mina bajo el muro de Karnthner —declaró Sonia la Roja con una sonrisa sin alegría—. Tú y tu infame retoño… ¡vosotros sois los traidores que buscábamos! ¡Sois peores que los perros!

Del cinturón sacó una pistola y la montó.

—Cuando Zrinyi esté al corriente de todo esto —siguió diciendo—, tu fin no será ni dulce ni rápido. Pero, primero, viejo cerdo, voy a darme el gusto de volarle la tapa de los sesos a tu maldito hijo ante tus propios ojos.

El viejo armenio emitió un estrangulado grito.

—¡Dios de mis ancestros, piedad! ¡Mátame… tortúrame… pero perdona a mi hijo! En aquel instante, un nuevo ruido desgarró el anormal silencio… una gran algarada de campanas al vuelo.

—¿Qué es eso? —rugió Gottfried, llevándose la mano a la vacía guarda.

—¡Las campanas de San Esteban! —gritó Sonia la Roja—. ¡Proclamando nuestra victoria!

Sonia la Roja se lanzó hacia la quebrada escalera. Gottfried la siguió hasta lo alto de los peligrosos escalones. Salieron a un techo medio derruido y con numerosos agujeros. En la parte más sólida había una antigua máquina de guerra que servía para lanzar piedras, una reliquia de los tiempos pasados. Era evidente que había sido reparada no hacía mucho.

La torre dominaba un ángulo de la muralla en el que no había vigilantes. Un panel de muro antiguo, un foso y un declive natural del terreno hacían de aquél un lugar casi invulnerable.

Los espías habían podido intercambiar mensajes desde allí sin gran riesgo de ser descubiertos, y era fácil comprender por qué medio. En la parte baja de la pendiente, al alcance de un disparo de arco, se alzaba un enorme mantelete formado por pieles de toro armadas sobre una estructura de madera y que parecía abandonado al azar. Gottfried entendió que las flechas con mensajes se disparaban hacia aquel mantelete.

Sin embargo, de momento, no le dio mayor importancia a todo aquel asunto. Toda su atención se concentraba en el campamento turco. En él, una creciente luminiscencia hacía palidecer las primeras luces del alba; por encima del demencial tañido de las campanas se alzaba el sonido del crepitar de las llamas, al que se mezclaban gritos del más absoluto terror.

—¡Los jenízaros están quemando vivos a sus prisioneros! —exclamó Sonia la Roja.

—El amanecer del Juicio Final —murmuró Gottfried horrorizado por el espectáculo que contemplaba.

Desde la atalaya podía ver casi toda la llanura. Bajo un cielo plomizo, gris y frío, teñido por las primeras luces de un alba de color púrpura, la explanada estaba cuajada de cadáveres turcos hasta donde la vista podía alcanzar.

Y el ejército de supervivientes se dispersaba rápidamente. El gran pabellón de Solimán, en las alturas de Semmering, había desaparecido. Las demás tiendas estaban siendo rápidamente desmontadas y plegadas. La cabeza de la larga columna ya había desaparecido en la lejanía, avanzando hacia las colinas en aquel alba helada.

La nieve empezó a caer en ligeros copos.

—Han lanzado su último asalto la noche pasada —le dijo Sonia la Roja a von Kalmbach—. Vi cómo los azotaban sus oficiales y cómo gritaban de miedo ante nuestras espadas. Son seres de carne y hueso… estaban ya al límite de sus fuerzas.

La nieve siguió cayendo.

Los jenízaros, locos de rabia, se vengaban en sus prisioneros. Lanzaban a las llamas a hombres, mujeres y niños —vivos— ante la mirada sombría de su amo, el monarca al que llamaban el Magnífico, el Misericordioso.

Y, durante la horrible matanza, las campanas de Viena no dejaron de sonar, como si sus gargantas de bronce fueran a estallar.

—¡Mira! —gritó Sonia la Roja agarrando a su compañero por el brazo—. ¡Los akinji forman la retaguardia!

Incluso a aquella distancia, podían ver dos alas de buitre yendo y viniendo entre las oscuras masas de soldados; la incierta luz se reflejaba sobre un casco cuajado de joyas. Las manos manchadas de pólvora de Sonia la Roja se crisparon; se hundieron sus uñas rotas y destrozadas en las palmas de sus manos. Escupió un juramento cosaco tan corrosivo como una gota de vitriolo.

—¡Ese bastardo que ha hecho de Austria un desierto, se va! ¡Las almas de todos aquellos a los que ha masacrado no parecen pesarle mucho en sus malditos hombros alados! ¡En cualquier caso, viejo amigo, no se lleva tu cabeza!

—Mientras él viva, nunca estará muy segura sobre mis hombros —murmuró el gigantesco germano.

Los penetrantes ojos de Sonia la Roja se convirtieron súbitamente en una delgada línea. Tomando a Gottfried del brazo y arrastrándolo tras ella, bajó los peldaños de la deshecha escalera de cuatro en cuatro. No vieron a Nikolás Zrinyi y a Paul Bakics salir al galope por las puertas de la ciudad, seguidos por sus hombres vestidos con harapos, arriesgando la vida para ir a salvar a los prisioneros. El estrépito del acero retumbaba a lo largo de toda la columna. Los akinji se retiraban lentamente, librando un feroz combate en la retaguardia. Desdeñaban el coraje impetuoso de sus atacantes basándose en su superioridad numérica. Seguro en medio de sus jinetes, Mikhal Oglu sonreía sardónicamente. Solimán, que avanzaba en el centro de la columna principal, no sonreía. Su rostro parecía la máscara de la muerte.

Tras bajar de la torre en ruinas, Sonia la Roja plantó un pie en una silla, luego, el mentón en el hueco de la mano, mirando fijamente los ojos de Tshoruk tamizados por el terror.

—¿Qué darías por poder salvar la vida?

El armenio no respondió.

—¿Qué darías por salvar la vida de tu hijo?

El armenio se sobresaltó como si le hubieran picado.

—Perdona a mi hijo, princesa —gimió—. Te pagaré… todo lo que quieras… haré cualquier cosa.

Sonia la Roja pasó una pierna elegantemente por encima de la silla y se sentó.

—Quiero que le lleves un mensaje a un hombre.

—¿Quién es ese hombre?

—Mikhal Oglu.

El mercader tembló y se pasó la lengua por los labios.

—Dime lo que debo hacer y serás obedecida —susurró.

—Perfecto. Vamos a soltarte y a darte un caballo. Tu hijo se quedará con nosotros como rehén. Si fracasas en tu misión, le entregaré a los vieneses para que se distraigan un rato.

El viejo armenio volvió a estremecerse.

—Pero, si cumples correctamente con tu misión, os dejaremos libres a los dos y mi compañero y yo nos olvidaremos de vuestra traición. Quiero que te reúnas lo antes posible con Mikhal Oglu y le digas que…

* * *

La columna turca avanzaba por el fango lentamente, entre los torbellinos de nieve. Los caballos agachaban las cabezas bajo el impulso de las ráfagas de viento helado. De un lado a otro de las diseminadas líneas, los camellos gritaban y gemían; los bueyes mugían tristemente. Los hombres resbalaban en el barro, doblando la espalda bajo el peso de sus armas y equipo. La noche caía, pero no se dio ninguna orden de detenerse. Durante toda la jornada, el ejército en retirada había sido hostigado por los audaces coraceros austríacos que caían sobre ellos como avispas, liberando a los cautivos ante sus propias narices.

Solimán avanzaba entre sus solaks con el rostro severo. Anhelaba poner entre él y los lugares que habían presenciado su primera derrota el mayor espacio posible, pues sólo así podría olvidar que en ellos se pudrían los cuerpos de treinta mil musulmanes que le recordaban que sus ambiciones se habían reducido a la nada. Era el señor de Asia occidental, pero nunca sería el dueño de Europa. Aquellas débiles y despreciadas murallas habían salvado al mundo occidental de la dominación musulmana, y Solimán lo sabía. Los truenos de la potencia otomana resonaban por todo el mundo, haciendo palidecer el esplendor de Persia y de la India mongola. Pero en Occidente, los bárbaros arios de rubios cabellos seguían invictos. No estaba escrito que el Gran Turco pudiese reinar más allá del Danubio.

Solimán había visto que aquello se escribía con letras de fuego y sangre mientras estaba en las alturas de Semmering y asistía a la desbandada de sus guerreros, que huyeron de las murallas pese a los latigazos crueles de sus oficiales. Para preservar su autoridad, había tenido que dar órdenes de levantar el campamento… y aquello le abrasó la lengua como si fuera hiel, pero sus soldados estaban al límite y a punto de desertar. Avanzaba en silencio, rumiando sombríos pensamientos, sin dirigirle siquiera la palabra a Ibrahim.

A su modo, Mikhal Oglu compartía el salvaje desconsuelo de su amo. Fue con feroz repugnancia como le dio la espalda al país que había devastado, como si él mismo fuese una pantera que, medio saciada, tiene que renunciar a una presa. Recordaba con satisfacción las ruinas calcinadas de las aldeas, las calles llenas de cadáveres, los aullidos de los hombres al ser torturados… los gritos de las jóvenes que se retorcían en sus brazos de acero. Y recordaba con el mismo placer los estertores de aquellas mismas mujeres entregadas a las manos manchadas de sangre de sus asesinos.

Sin embargo, estaba decepcionado y atormentado por la idea de no haber cumplido con su misión… el Gran Visir estaba furioso y le había dirigido hirientes palabras. Había perdido el favor de Ibrahim. Para un hombre menos importante, aquello habría representado el hacha del verdugo. Para él, significaba que tendría que realizar alguna meritoria tarea para, con ella, poder ganar nuevamente la confianza del visir. En aquel estado mental, era un hombre tan peligroso y temerario como una pantera herida.

La nieve caía a grandes copos, aumentando las penalidades de la retirada. Los hombres heridos caían en el lodo para no volver a levantarse, cubiertos rápidamente por un grueso y blanco sudario. Mikhal Oglu avanzaba con las últimas filas de guerreros, escrutando las tinieblas. Desde hacía varias horas, ningún enemigo se había presentado ante ellos. Los victoriosos austríacos habían dado media vuelta y regresado a Viena.

Las columnas en retirada atravesaban lentamente una ciudad en ruinas. Las vigas calcinadas y los muros destruidos por las llamas formaban bajo la nieve un diseño oscuro. Se transmitió hasta la retaguardia la noticia de que el sultán deseaba seguir avanzando y acampar en un valle situado a pocas leguas de distancia.

El rápido eco de unos cascos sobre la ruta que seguían hizo que los akinji aferraran firmemente las lanzas y lanzaran penetrantes miradas hacia las tinieblas, estrechando los párpados. Pero era el galope de un solo caballo y luego escucharon que una voz preguntaba por Mikhal Oglu. Con una orden brutal, el Buitre contuvo el tiro de una docena de arcos y contestó con voz tonante. Un gran semental gris surgió entre los remolinos de nieve; una silueta envuelta en un negro manto se inclinaba grotescamente sobre el lomo del caballo.

—¡Tshoruk! ¡Eres tú, perro armenio! ¡Por Alá que…!

El armenio condujo su caballo hasta Mikhal Oglu y le susurró algo al oído con aspecto alterado. El frío atravesaba las ropas más gruesas. El akinji notó que el armenio temblaba violentamente. Los dientes le castañeteaban y no era capaz más que de farfullar. Sin embargo, los ojos del turco empezaron a relampaguear cuando escuchó la totalidad del mensaje.

—Perro, ¿no me estarás contando una mentira?

—¡Qué me queme en el Infierno si miento! —Un violento temblor sacudió a Tshoruk al pensar que podría arder envuelto en su propio caftán—. Se ha caído del caballo al efectuar con los coraceros una incursión contra vuestra retaguardia. Está acostado, con una pierna rota, en una cabaña abandonada, a tres leguas de aquí… está solo con su amante, Sonia la Roja, y tres o cuatro lansquenetes. Están totalmente borrachos… se han bebido todo el vino que han encontrado en el campamento abandonado.

Mikhal Oglu hizo girar el caballo, con una rápida decisión.

—¡Veinte hombres conmigo! —ladró—. Que los demás continúen con la columna principal. Voy a buscar una cabeza que vale su peso en oro. Os alcanzaré antes de que hayáis montado el campamento.

Othman retuvo el caballo de su amo por las riendas cubiertas de pedrerías.

—¿Has perdido la razón? Volver atrás cuando toda la región nos sigue los pasos…

Se tambaleó en la silla cuando Mikhal Oglu le golpeó en la boca con la fusta. El Buitre hizo girar a su caballo y se alejó al galope, seguido por los hombres a quienes había señalado. Como fantasmas, desparecieron en las insanas tinieblas.

Othman les vio alejarse en la noche, indecisos. La nieve seguía cayendo, el viento gemía lúgubremente entre las desnudas ramas. No había más ruidos que los que producía la columna que caminaba lentamente a través de la ciudad en ruinas. Pronto, no se oyó ni siquiera aquéllos. Othman se sobresaltó. A lo lejos, procedentes del camino que acababan de seguir, llegaron los ladridos de cuarenta o cincuenta mosquetes disparando al mismo tiempo. En el extremo silencio que siguió a las detonaciones, Othman y sus guerreros se sintieron dominados por el pánico. Dando la vuelta frenéticamente, huyeron de la ciudad en ruinas para unirse a la horda que se retiraba.