Capítulo 2
En una pequeña choza de techo de caña, en una aldea situada en las proximidades del Danubio, sonoros ronquidos se elevaban del camastro de paja en que yacía una forma envuelta en una capa hecha jirones. Era el paladín Gottfried von Kalmbach que dormía el sueño de la inocencia y del ale.[1] El jubón de terciopelo, los bombachos de seda, el khalat y las botas de ante, regalos del desdeñoso sultán, no se veían por ninguna parte. El paladín llevaba un justillo de cuero ajado y una herrumbrosa cota de malla. Unas manos le sacudieron y le sacaron del sueño. Juró en tono somnoliento.
—¡Despiértate, señor! ¡Oh, despiértate buen caballero… puerco… perro! ¿Vas a levantarte de una maldita vez?
—Échame de beber, tabernero —murmuró el hombre todavía sumido en el sueño—. ¿Qué… quién…? ¡Ojalá te muerdan los perros, Ivga! No me queda ni un solo aspro…[2] ni una moneda. Sé buena chica y déjame dormir.
La joven empezó a sacudirle y a moverle por los hombros.
—¡Oh, qué zafio! ¡De pie, te digo! ¡Y coge la pica! ¡Se está preparando algo!
—Ivga —musitó Gottfried apartándola—. Llévale al judío mi casco. Te pagará lo suficiente para que podamos emborracharnos de nuevo.
—¡Imbécil! —gritó la joven, desesperada—. ¡No es dinero lo que quiero! ¡Todo el Este está en llamas y nadie sabe la razón!
—¿Ha dejado de llover? —preguntó von Kalmbach, prestando, finalmente, cierta atención a lo que pasaba a su alrededor.
—Dejó de llover hace horas. Todavía puedes oír cómo gotea el chamizo. Toma la espada y sal a la calle. Todos los hombres de la aldea están borrachos perdidos, gracias a tus últimas monedas de plata, y las mujeres no saben ni qué pensar ni qué decir. ¡Ah!
Aquella exclamación salió de sus labios al tiempo que un extraño brillo aparecía súbitamente, reluciendo a través de las fisuras de las paredes de la cabaña. El germano se puso en pie con un movimiento incierto, se ajustó rápidamente el cinto con que sujetaba la gran espada y se caló el abollado casco. Siguió a Ivga a la calle. Era una joven delgada. Descalza, llevaba por todo vestido un corto traje parecido a una túnica, cuyos largos desgarrones dejaban ver una buena extensión de carne blanca y reluciente.
La aldea parecía muerta e inanimada. No había luz en ninguna parte. El agua caía gota a gota de los alerones de caña de los tejados. Los charcos embarrados dispersos por la calle espejeaban sombríamente. El viento suspiraba y gemía de forma extraña a través de las ramas negras y húmedas por la lluvia de los árboles que rodeaban la aldehuela, como una tenebrosa muralla. Al sudeste, alzándose hacia un cielo plomizo, una luz púrpura y macilenta rasgaba las nubes frías y húmedas. Lloriqueando, Ivga se refugió en los brazos del germano.
—Voy a decirte lo que es eso, Ivga —le dijo a la joven observando fijamente el rojizo brillo del cielo—. Son los demonios de Solimán. Han atravesado el río y están incendiando las ciudades. Ya he visto antes esos reflejos en el cielo. De hecho, esperaba que todo esto hubiera pasado antes, pero esas satánicas lluvias que nos han anegado durante semanas deben haberles hecho retrasar el ataque. Sí, son los akinji, y no se detendrán a este lado de Viena. Escucha, vas a ir aprisa y sin hacer ruido hasta el establo que hay detrás de la cabaña y me traes mi semental gris. Vamos a deslizamos como ratas a través de esos demonios. Mi caballo podrá llevarnos a los dos sin esfuerzo.
—¡Pero los demás habitantes de la aldea…! —sollozó Ivga retorciéndose las manos.
—¡Bueno —dijo von Kalmbach— que Dios les conceda el descanso a sus almas! Los hombres se bebieron mi ale de buena gana y las mujeres fueron bastante cariñosas… pero, por los cuernos de Satanás, ¡ese matalón gris no puede llevar a lomos toda una aldea!
—¡Vete tú si quieres! —replicó la joven—. ¡Yo me quedo para morir con los míos!
—Los turcos no te matarán —la hizo ver el germano—. Te venderán a algún viejo mercader de Estambul, gordo y grasiento, que no hará otra cosa que pegarte. Yo no pienso quedarme aquí para que me corten la garganta, y tú…
Un grito horrible de la joven le hizo interrumpir el discurso. Se volvió vivamente y vio el más abyecto terror en los ojos desorbitados de Ivga. En el mismo momento, una choza, al otro lado de la aldea, se derrumbó presa de las llamas; las cañas húmedas ardían lentamente. Un concierto de gritos y aullidos feroces siguió a la exclamación de la joven. A la luz de las llamas había siluetas que bailaban y gesticulaban salvajemente. Gottfried escrutó las sombras y vio formas que escalaban y cubrían la pequeña muralla de lodo que la ebriedad y la negligencia de los aldeanos habían dejado desamparada.
—¡Maldición! —gruñó—. Esos condenados ya están aquí. Se han acercado a la ciudad amparados por las sombras… ¡Deprisa, sígueme!
Agarró la blanca muñeca de la joven para arrastrarla tras él. La joven gritaba y se debatía, intentando soltarse, arañándole como un gato salvaje, loca de miedo. En aquel preciso instante, el muro de adobe se derrumbó muy cerca de ellos. Cedió al recibir el impacto de una veintena de caballos; sus jinetes se lanzaron al galope por las callejas de la condenada aldea. Sus siluetas se recortaban nítidamente sobre el creciente resplandor del incendio. Las cabañas ardían por doquier; los gritos se alzaban mientras los invasores sacaban de las casas a las mujeres y a los hombres para rebanarles el cuello. Gottfried vio las delgadas siluetas de los jinetes, el brillo de las llamas reflejándose en las corazas; vio las alas de buitre en los hombros del que iba el primero. Reconoció a Mikhal Oglu y vio cómo se alzaba en la silla y señalaba a sus hombres hacia él con el dedo.
—¡Matadle, perros! —aulló el akinji. Su voz ya no era suave, sino estridente como el chirrido de un sable al ser desenvainado—. ¡Es Gombuk! ¡Quinientos aspros al hombre que me traiga su cabeza!
Lanzando un juramento, von Kalmbach se lanzó hacia las sombras de la cabaña más próxima, arrastrando con él a la joven que no dejaba de gritar de miedo. En el momento en que saltaba, escuchó el chasquido seco de la cuerda de un arco. Ivga soltó un rauco lamento y se derrumbó flojamente a los pies del germano. A la macilenta luz del incendio, vio el extremo emplumado de una flecha que aún temblaba por debajo del corazón de la joven. Con un sordo lamento, se volvió para enfrentarse a sus asaltantes, como un oso feroz rodeado de cazadores y dispuesto a librar un último combate. Permaneció en la misma postura durante unos instantes, con las piernas separadas, aspecto feroz, agarrando la inmensa espada con ambas manos. Luego, como un oso que evita combatir con los cazadores, dio media vuelta y huyó, rodeando la cabaña. Las flechas silbaban a su alrededor; algunas rebotaron en las mallas de su cota. No hubo disparos. La cabalgada a través del bosque rezumante de lluvia había mojado las cazoletas de pólvora de los akinji.
Von Kalmbach rodeó la casucha, atento a los feroces aullidos que se oían tras él. Alcanzó la cuadra donde se hallaba su semental gris. Justo cuando llegaba a la puerta, alguien gruñó como una pantera desde las sombras y se abrió paso hacia él ferozmente. Detuvo el golpe alzando la espada y contraatacó con toda la fuerza de sus poderosos hombros. La larga espada se abatió y rebotó sobre el pulido casco del akinji para atravesar las mallas del jubón. Cortó el brazo del hombre a la altura del hombro.
El musulmán se derrumbó con un gemido y el germano saltó por encima de la forma postrada sobre el suelo. El semental gris, loco de terror y excitación, relinchó estridentemente y se encabritó al tiempo que su dueño le saltaba a los lomos. No tenía tiempo de ensillar y embridar al animal. Gottfried clavó las espuelas en los estremecidos flancos del potente animal. Franqueó la puerta a la velocidad del rayo, derribando hombres a izquierda y derecha como si fueran simples bolos. El germano lanzó al caballo al galope hacia espacio abierto, iluminado por las llamas del incendio, entre las cabañas ardientes. El semental pisoteó los cuerpos que se encogían en el suelo, agitando a su jinete de la cabeza a los pies mientras franqueaba rápidamente los pantanos de agua enlodada.
Los akinji corrieron hacia el caballero fugitivo, disparando flechas y aullando como lobos. Los que iban montados se lanzaron tras él y los que aún estaban a pie echaron a correr hacia la muralla donde dejaron sus monturas.
Las flechas silbaban alrededor de la cabeza de Gottfried mientras guiaba a su corcel hacia el muro del oeste, que aún se alzaba en pie… y que era la única vía de escape que le quedaba. Era correr un riesgo inmenso, pues el terreno era resbaladizo y traidor, y el caballo nunca había intentado un salto como aquél. Gottfried retuvo el aliento al sentir que el gran cuerpo que había bajo él tomaba impulso y se tensaba en plena carrera afrontando un salto casi imposible. Luego, con una torsión inconcebible de sus poderosos tendones, el semental saltó y franqueó el obstáculo con una escasa pulgada de margen.
Los perseguidores lanzaron aullidos de sorpresa y rabia y tiraron de las riendas de sus corceles. Aquellos hombres eran jinetes excelentes; pero no se atrevieron a intentar un salto tan peligroso. Perdieron un tiempo precioso buscando puertas o brechas en el muro de tierra. Cuando al fin salieron de la aldea, el bosque sombrío y susurrante, húmedo y chorreante de agua, se había tragado a su presa.
Mikhal Oglu juraba como un demonio. Confiando el mando de sus akinji a su lugarteniente, Othman, y tras dar instrucciones de matar a todos los habitantes de la aldea, partió en busca del fugitivo, siguiendo su pista por los enlodados senderos del bosque a la luz de antorchas. Estaba decidido a atrapar a aquel hombre aunque la caza le llevase ante los muros de Viena.