XIV

Steve, Sebastian y Clive estaban sentados en una suave ladera. Por debajo de ellos serpenteaba el camino, blanco bajo el sol naciente.

Dos cigarrillos resplandecieron cuando los fumadores dieron sendas caladas. Steve llevaba su ropa vieja: zapatos gastados, un pantalón rozado y arrugado, y un jersey roto que, a falta de botones, se le abría y revelaba que debajo llevaba una camisa sucia. Una gorra raída le caía sobre la frente e iba sin afeitar.

Steve cambió de posición, adelantando el mentón de manera agresiva para apoyarlo en uno de sus macizos puños. Inconscientemente, la mirada de Steve seguía el contorno de su musculoso antebrazo. El paisaje se perdía hasta perderse de vista bajo los primeros rayos del sol, como una belleza dormida a punto de despertar.

—Escuchad —dijo Steve.

—¿Escuchar el qué? ¿Qué pasa? —preguntó Sebastian echando una mirada a su alrededor.

—La llamada de la vida... ¡me llama, os llama, muchachos! Siempre me ha llamado hasta donde tengo recuerdos... cuando era un niño y vivía en un rancho de Texas; cuando escuchaba el soplo del viento en los pinos del río Rojo; cuando oía a los cowboys cantar bajo la lluvia, vigilando de noche el ganado.

—La aventura está al volver la esquina —observó Clive haciendo caer la ceniza de su cigarrillo de un papirotazo—. Pero siempre está al volver la esquina.

—No es la Aventura lo que me llama. Es la Vida. Y eso me basta. La Vida, dura y penosa, roja y real. En nuestros días nadie recorre las colinas cabalgando un corcel blanco en busca de damiselas a las que salvar. La aventura se ha terminado. Debes trabajar y romperte el lomo en un jodido despacho, día tras día, hasta que te haces viejo y olvidas tus sueños.

—Tengo la impresión —intervino Sebastian— de que abandonas cuando te acercas a la meta. Eres joven; acabas de decirlo tú mismo. En cierto modo, has triunfado. Piensa en los escritores que han trabajado durante años con muchos menos resultados de los que tú ya has obtenido.

—Empecé a escribir a los quince años —dijo Steve con voz lánguida—. Hace ya siete años. Mi primer cuento lo aceptaron cuando tenía dieciocho años. Desde entonces, me han aceptado trece poemas y trece historias... todo en la misma revista. Algunos cuentos todavía no han sido publicados y quizá nunca aparezcan. A este ritmo, debería cumplir setenta y cinco años antes de poder vivir de mi pluma.

»Comprendedlo bien; cuando empecé a colocar mi material, consideré este oficio como una escalera, y el primer escalón el más difícil de alcanzar. Pero me equivocaba. De hecho, es como el entramado de un tejido. Te aferras a un hilo y aguantas, pero la trama se desgarra y tienes que buscar otro asidero. Quizá acabes por llegar al tejido en sí, algo que no se desgarra. Pero también puede ser que trabajes toda la vida sin conseguir atraparlo nunca. Y luego, cuando estás a punto de morir, te das cuenta de que has desperdiciado la vida intentando atrapar los bordes del tejido.

»Y eso no es solo algo que pasa con el oficio de escritor. Todo pasa del mismo modo. Entendedlo bien. El caso de Spike, por ejemplo. Estudió en el instituto, tiene una buena educación. ¿Y qué hace? Trabaja en un taller de carpintería metálica, camarero en un drugstore y hace chapuzas a diestro y siniestro. Va a la deriva empapado en alcohol de contrabando y ahora tiene que irse a México si quiere saciarse.

»Solo piensa en una cosa: trabajar algún tiempo, ahorrar algo de dinero y luego marcharse a México a gastárselo en tugurios. ¿Por qué no? Lost Plains es un infierno. El período de prosperidad ha terminado y aquí no hay porvenir para un joven. Y en todas partes pasa lo mismo.

»Spike quiere viajar y ver un montón de cosas. Quiere viajar al extranjero. Quiere presenciar combates de boxeo que cuenten para el título. Pero no puede hacer tales cosas, y sabe que no puede, y se deja llevar por la corriente y toma lo que puede a falta de algo mejor. Se niega a romperse la espalda en un trabajo de mierda, y ahorrar unas monedas para ser alguien algún día. Spike ha descubierto que el porvenir no vale mucho más que el presente, y ha dejado sus sueños de lado más deprisa que nosotros. No tiene intención de ceder y tomar un trabajo podrido hasta el fin de sus días únicamente para tener una casa y quizá casarse y tener un montón de hijos. ¡No, él no! Trabaja justo lo necesario para no estar en la ruina, y si tiene algo de dinero en el bolsillo y ropas como para no morirse de frío, está contento.

»Y Bill Murken. Bill perdió su empleo en la fábrica de hielo, se marchó a Arizona y encontró trabajo en el ferrocarril.

»Bill siempre quiso ser mecánico de locomotora. Desde la época en que era un muchacho andrajoso, aprendiendo lo que era la vida como obrero ambulante, quería montarse en una locomotora y mirar las vías de acero desfilando bajo sus pies. Cuando abordaba ese tema —y hablaba de él raramente, y solo conmigo—, sus ojos perdían su dura mirada y una expresión melancólica aparecía en su rostro, como si ya estuviera escuchando el rugido del tren.

»Se marchó a Arizona y encontró un puesto de conductor de locomotora. Quería dejar el camino —la vida de vagabundo, quiero decir— y casarse con una buena chica y plantar la cabeza. Me escribió y pensó que durante un momento todo le iba bien... tenía un trabajo fijo, salía con una buena chica y tenía echado el ojo a una casa con facilidades de pago. Quería que me reuniera con él y que juntos trabajásemos en el ferrocarril.

»Y luego todo se echó a perder. Bill me escribió contándome que la chica en cuestión le había dejado plantado y que había renunciado a la idea de casarse. Me decía que estaba saliendo con chicas que ya no eran tan buenas. También tenía miedo a perder su empleo en el ferrocarril. Poco después, las cartas dejaron de llegar y no he vuelto a tener noticias suyas.

»Pasó algo, eso es seguro. Bill no es de esos tipos que dejan a un amigo así como así. No respondió a ninguna de mis cartas, y las últimas me fueron devueltas. ¿Qué es lo que pasó? Maldita sea, ¿quién sabe? Sin duda, Bill perdió el empleo y volvió al camino y se habrá metido en alguna fea historia, o quizá un policía de los ferrocarriles le haya hundido el cráneo cuando intentaba subir a un tren de mercancías, o resultó aplastado entre dos vagones.

»Veamos ahora el caso de Fred Gringer. Terminó sus estudios en el instituto de Lost Plains el mismo año que yo. A su padre le timó un listillo —un explotador para el que trabajaba— y perdió un año de trabajo. Contaba con terminar sus estudios conmigo en Redwood... ya sabéis que hasta hace muy poco no había escuela superior o instituto en Lost Plains. Para hacerse con un diploma había que estudiar un año más en otro instituto.

»Entonces Fred se hizo maestro de primaria en las escuelas del campo. Conoció el infierno, porque también él era un soñador. Pero aguantó, luchó con todas sus fuerzas y ahorró dinero suficiente para pagarse los estudios. Y luego, bruscamente, encontró que todo aquello era una idea estúpida y se casó. A partir de ese momento, ya no era cosa suya terminar los estudios, claro, y se obligó a seguir enseñando en esas patéticas escuelas de campo, lo mejor para acabar con un buen tipo.

»La pareja empezó a hacer aguas y al final su mujer pidió el divorcio. Siguió luchando, pero no estaba titulado y su contrato expiró. Estaba tan abatido que ni siquiera se presentó a los exámenes.

»Y empezó a trabajar de cocinero en cafés-restaurantes de mala muerte y se dejó llevar por la corriente, como nosotros, hasta estos últimos tiempos. Ahora está en el más pequeño y miserable instituto del Estado, estudiando siete asignaturas para terminar lo antes posible, haciendo de conserje para pagarse la pensión y los estudios, y ocupándose de las actividades deportivas del centro.

»Quiere ser entrenador deportivo, pero para obtener ese puesto tendría que haber empezado en una escuela más importante que en las que ha estado. Y para ser admitido en una escuela más importante, debe trabajar durante cuatro años en un instituto para ser titulado.

»La enseñanza nunca me ha atraído. He conocido maestros que eran unos completos incultos. Pero esto es lo que digo: que apenas estén instruidos, de acuerdo, pero que tengan una oportunidad de recibir educación. Y Fred nunca la tuvo cuando quiso continuar con sus estudios. Escribió a un montón de colegios, pero todo fue una pérdida de tiempo. ¿Y por qué? Porque no tenía dinero. Su suerte quedaba marcada en cuanto decía que no tenía dinero y que estaba dispuesto a trabajar para pagarse los estudios. Es lo que les escribió al consejo de administración de Gower-Penn y ni siquiera contestaron a su carta. El único pecado imperdonable en América es no tener pasta. Joe Franey es entrenador deportivo y no ha movido ni un dedo. ¡Que se vaya al diablo! Es exactamente como los demás: un maldito pelota que se inclina ante los pudientes. No quieren tipos con empuje y ambición; prefieren jóvenes gomosos, bebedores, mujeriegos, muchachos sin nada en el vientre y que tiran por las ventanas el dinero de papá. ¡Que ardan todos en el infierno!

»Fui a ver personalmente al entrenador de Moses-Harper y acudió a hablar con Fred, haciéndole un montón de promesas... y cuando volvió a Redwood no hizo absolutamente nada. Fred ha terminado en un colegio de mala muerte. Fred no pedía un trabajo fácil; estaba dispuesto a romperse el lomo para triunfar. Todo lo que quería y pedía era la seguridad de un trabajo que le permitiera pagarse la pensión y los estudios. Y esos cabrones ni siquiera le han echado una mano. Oh, no, prefieren un maldito bastardo con posibles.

»No saben lo que se pierden. Fred es un atleta y un día, si le dan una oportunidad, será un gran entrenador deportivo. Es un buen corredor. Un día pulverizó el récord mundial de los cien metros, oficiosamente, claro. Pero pasaron de él para beneficiar a un mamón canijo que sería incapaz de marcar un ensayo contra un equipo de adolescentes borrachos y medio muertos, un enclenque que lucharía dos minutos en una mêlée y se pasaría el resto del tiempo pavoneándose sobre el terreno para que le admiraran esas condenadas doncellas.

»Es inútil hablar de Grotz. Se mató trabajando en la granja de día y estudiando de noche. En ciertos aspectos, creo que era el tipo más inteligente y el más dotado que haya conocido. Soñaba, pero sus sueños eran sólidos y realistas, y también sublimes. Si hubiera vivido, habría llegado más lejos que cualquiera de nosotros. Pero, maldición, está muerto y enterrado, y no vale de nada hablar de él.

»Y luego está Lars Jansen. Le conocí hace años, cuando era un vagabundo perezoso y despreocupado. Pero no llevaba una vida fácil, pues por aquella época se le tenía por uno de los tipos más duros de la región. Recuerdo que un día recibió una cuchillada en una pelea, y casi se muere... pero esa es otra historia.

»Lo importante es que Lars contrajo tuberculosis ósea y estuvo en cama varios meses. Desde entonces, en alguna parte de su fuero interno, nació el deseo de abrirse camino, de salir del lodo a pesar de la pobreza intelectual de su medio y de sus compañeros. En todo caso, el hecho de escribir, mientras estaba en cama, le abrió las ganas por seguir haciéndolo. Puede que fuera algo bueno, porque pienso que cualquier conocimiento siempre es bueno, y aunque hasta ahora no haya triunfado, cada uno de sus esfuerzos, por torpes y abortados que sean, representa un progreso. Es posible que me equivoque. Y Lars quizá habría sido más feliz si nunca hubiera abierto un libro o escrito una línea en toda su vida.

»En todo caso, trabaja muy duro en la agencia inmobiliaria, ganando el dinero justo para sobrevivir, machacando la máquina de escribir cuando tiene tiempo. Hay potencia, fuerza, en él, pero no ha recibido la instrucción que le permitiría expresar sus ideas de un modo adecuado, ni tiene dinero para poder instruirse. No veo futuro para él, como tampoco veo ningún futuro para alguno de nosotros, salvo para Clive. Lars seguirá trabajando, más y más, y, si tiene suerte, sus historias serán publicadas en los confessions magazines... pero lo dudo mucho. He leído algunas de las cosas que le han rechazado y, sinceramente, no veo por qué lo han hecho. Lo único que no funcionaba era su inglés, y ellos afirman no prestar la menor atención al estilo. A veces pienso que esas revistas tienen un equipo completo de escritores y que entre ellos hacen todo el trabajo.

»Lars quizá tenga suerte y acabe por triunfar en su campo o en otro, y podrá recibir educación y hacer lo que quiere. Es lo que le deseo, en todo caso. Pero por el momento ha tomado un nuevo punto de partida. Hay un gran revival en Lost Plains y Lars se ha convertido, y ahora quiere ser predicador.

»Dice: "El Diablo se hizo conmigo en mi juventud y viví en el pecado y la perversión. He frecuentado lugares de perdición y lugares donde residía el mal. Pero lo que había de bueno en mí combatió contra el Diablo y finalmente este hizo un compromiso conmigo. Declaró: 'Puedes irte y vivir una vida pura, ejemplar y honesta, sin creer en todas esas tonterías que sueltan los predicadores'. Y por eso combato el escepticismo en la calle. Me esfuerzo por fortalecer mi conciencia y convencerme de que tengo razón. Pero siempre hay una vocecita en el fondo de mi mente que me repite que estaba equivocado. Y finalmente ha triunfado".

»Eso es lo que dice, y está impaciente por llevar la buena nueva aunque, pecador o santo, predicador o escéptico, Lars, en todo caso, seguirá luchando para convertirse en escritor mientras le quede algo de vida. Es una partida difícil y cruel, pero vale la pena luchar. Y si no consigue ahorrar algo de dinero, no sé qué será de él cuando sea viejo.

—Le quedará el hospicio para indigentes —observó Clive con cierta amargura.

—Todo es culpa del maldito sistema —dijo Sebastian—. Cada uno para sí mismo y peor para los débiles.

—Sí, exactamente —reconoció Steve sin gran interés, mirándose involuntariamente sus musculosos brazos—. Ahorra dinero cuando eres joven, como dicen en el Ejército de Salvación... pero, ¡maldita sea!, ¿para hacer qué? Ahorrar dinero años y más años para luego no poder aprovecharlo.

—Para nosotros será que nos acribillen a balazos o que nos atraviesen a bayonetazos en alguna maldita guerra en el momento en que empecemos a vivir realmente —declaró Clive, sombrío.

—Vamos —dijo Sebastian con voz sarcàstica—, no habrá más guerras. Todas las naciones han firmado la paz.

Se echaron a reír con carcajadas cínicas y amargas.

—El momento más peligroso y el más incierto es precisamente cuando un montón de naciones acaban de firmar un tratado de paz —declaró Steve—. Cada una de ellas intentará atacar a las demás por sorpresa. Un tratado de paz es solamente una treta para pillar a los demás desprevenidos. Cada nación esta convencida de que es la única que está preparada, con lo que hay una verdadera carrera para ver quien es el primero que declara la guerra. Todos los países están preparados, naturalmente, pero esos estúpidos que se autoproclaman hombres de Estado no lo comprenden nunca. Pero, ¡maldición!, eso no me importuna... hoy, mañana o dentro de ochenta años me dará lo mismo que estalle la guerra. Sencillamente, no me interesa. Solo intento mostraros, muchachos, que nos agarramos a las hilachas de la nada.

»Veamos tu caso, Sebastian. Te las apañas bien en tu trabajo porque eres de ese tipo de hombres que triunfan en casi todo lo que hacen. Pero detestas quedarte tras una mesa día tras día, y la insignificancia de tu trabajo te está destruyendo lentamente. Eres un gigante, y deberías tener el trabajo de un gigante... una tarea tan formidable que nadie más pudiera desempeñarla. Pero estás atado de pies y manos, encadenado; tus facultades y tu talento se anquilosarán, pese a todos tus esfuerzos, a menos que te libres de esa picota lo antes posible.

—Sí, lo sé —replicó Sebastian—, pero es imposible. No puedo pensar más que en mí mismo.

—Claro, era previsible. Es más fuerte que tú. Tu familia necesita tu ayuda... y debe tenerla. Pero los obstáculos son insuperables; es lo que hace de la vida el infierno que es. Estás sentado a tu mesa todo el día, y por la noche estudias hasta que te rinde el agotamiento. Adelgazas y te estás encorvando. Eres seis centímetros más alto que yo y tienes una magnífica constitución, y sin embargo peso cuarenta libras más que tú. Te han despojado de tus derechos de nacimiento, exactamente como a todos nosotros, que pertenecemos a la buena y antigua cepa americana. Nuestro sitio no está en un despacho; deberíamos encontrarnos al otro lado del mundo, explorando o conquistando reinos.

»Deberías hacer ejercicio físico y mejorar tu cuerpo; un poco, en todo caso. Deberías dejar de leer tanto y estudiar como un condenado —o hacerlo tan solo dos noches a la semana— y golpear un punching-bag o hacer algo de pesas. Pero no lo haces. Y ese brillante cerebro tuyo que hace horas extras todo el tiempo está agotando tu cuerpo. Eres demasiado intelectual; desarrollas la mente, pero te olvidas del cuerpo.

»Almacenas conocimientos y plantas las bases de un gran futuro intelectual. Si no te dejas la piel en la próxima guerra ni mueres de agotamiento en la tarea, algún día sorprenderás al mundo con un montón de libros y artículos que tratarán cuestiones económicas, filosóficas y todo lo demás. Pero eres demasiado idealista y generoso... para tu propio bien. Me temo que repartirás el dinero que ganes. No eres lo bastante egoísta.

»Y tú, Clive. En ciertos aspectos, eres el más prometedor de todos nosotros... y en otros el más fracasado. Hay un gigante encadenado en el fondo de tu ser, y eres demasiado perezoso para liberarlo. No te servirá de nada que te diga una vez más que tienes madera de gran poeta... ya eres un gran poeta. Tienes todo lo que hace falta para ser el poeta más grande que el mundo haya conocido jamás.

»Siempre he presentido que había genio en ti, y eso me atraía como un imán, incluso en aquellos días lejanos en los que parecías demasiado egoísta y egocéntrico como para que te importara. Tienes dinamismo, algo que atrae a la gente y que vence toda oposición, pero la mayor parte del tiempo lo dejas dormir.

»Te dejas influenciar malamente por las mujeres. Muy probablemente, te liarás con alguna y te casarás sin siquiera pensarlo, y luego te matarás a trabajar. Pero eso no te encadenará. Eres un espíritu agitado, un vagabundo en el alma, si no en los hechos. O bien esa chica confirmará tu ideal y te estimulará continuamente, o bien —que es lo más verosímil— acabarás por odiarla en poco tiempo, y la mandarás al diablo y la dejarás ir.

»Triunfarás si no mueres o te suicidas en un momento de depresión. Te lanzarás con los brazos abiertos al trabajo y, un buen día, obligarás a los redactores y a los lectores a reconocer tu genio, o algún tipo astuto y lleno de dinero te "descubrirá" y te hará famoso. Pero si eso no llegase a pasar, no olvides que yo fui el primero en descubrirte.

—Naturalmente —dijo Clive—. Tú eres la única persona que siempre me ha animado.

—Veo las estrellas en tu espíritu. Eres un poeta y un escritor. Todo lo que haces, lo haces de un modo natural —combates y escribes con naturalidad—, y es un don. Eres un pagano, lo mismo que yo, y como Sebastian, a decir verdad. Pero tú estás encadenado en un entorno mediocre que no te permite crecer. Deberías haber nacido rico.

—Maldita sea —replicó Clive—, en ese caso, yo habría sido un joven gomoso lleno de arrogancia que se pasaría el tiempo bebiendo y acostándose con zorras de lujo. ¡No he hecho mucho hasta ahora, pero así haría todavía menos!

—Es posible. De todos modos, deberías empezar a trabajar. Hace más de un año que me hablas de un proyecto de novela, pero todavía no has escrito ni una sola página.

—No sé por dónde empezar.

—Claro. La vida está llena de fragmentos que se empiezan y nunca se terminan. Por eso nadie, de hecho, escribe una historia realista.

—No, es porque a los redactores y a los lectores les importa un pimiento el realismo. Lo que quieren es melodrama por los cuatro costados.

—Claro. De hecho, nadie escribe «realismo realista», y si lo hiciesen, nadie lo leería. Los autores que están convencidos de escribir se contentan con expresar sus ideas personales sobre cosas que creen que nunca van a ver. La clase de hombre que podría escribir algo realista es el tipo que nunca ha leído ni escrito una línea en toda su vida.

»Sin embargo, deberías empezar esa novela. Se aprende más machacando la máquina y escribiendo veinte páginas que siguiendo un condenado curso sobre el arte y las maneras de escribir un cuento. Se aprende haciéndolo. Tu primera novela no será aceptada, no lo dudes, ni la segunda. Pero acabarás por colocar una, y luego verás que es más fácil.

»En cuanto a mí... —Steve observó una pausa y permaneció silencioso un largo momento, como si meditase. Luego, finalmente, dijo—:

De hecho, me pregunto si tendré talento para el oficio que he elegido. Leo tanto... quizá solo sienta que es una escapatoria, el medio de evadirme de la monotonía de mi existencia. Detestaba, quizá, el trabajo hasta tal punto que creí que podría dar cierta textura a mis sueños con ayuda de una máquina de escribir y ganarme la vida vendiéndolos. No lo sé.

»En ciertos momentos, maldigo el día en que aprendí a leer y a escribir, y maldigo el día en que quise convertirme en escritor. Me digo que si elegí esta maldita profesión podría haber elegido cualquier otra cosa. Pero me extrañaría. Supongo que no está en mi naturaleza. De hecho, he sido un vagabundo toda mi vida, a juzgar por el modo en que detesto el trabajo y todo lo demás.

»Me lancé a la partida y luché fieramente en estos últimos años, sin duda por una sola razón: quería ganar mucho dinero para que mis padres no tuvieran que matarse trabajando.

»Sí, soy condenadamente egoísta. Habría podido encontrar un empleo en cualquier parte y ahora ganaría cien dólares mensuales, ¡gran Dios! ¿Y qué futuro hay en eso? Perder la vida en un trabajo infecto... ir a trabajar cada mañana, volver a casa por la noche, apartar un poco de dinero y hacer un viaje cada verano, quizá hasta Nuevo México, ¡pero no más allá! Maldita sea, preferiría estar muerto y enterrado. Al diablo con esa vida.

Sebastian y Clive le miraban sin decir nada. En su mente, Clive vio de nuevo una pradera bajo la luz de la luna; hacía años de eso. Veía de nuevo a un adolescente, flaco, con las cejas negras y el rostro cubierto de sangre, que volvía sin cesar al ataque, titubeando y lanzando golpes feroces hacia un adversario que ni siquiera veía, luchando encarnizadamente.

¿No era aquello el símbolo de toda la vida de Steve? Turbado y desconcertado por la vida, lleno de un salvajismo que ni podía dominar ni sabía cómo expresar, lanzando su fiereza al azar contra lo que parecían ser sus obstáculos, atontado y dolorido por los golpes, nunca vencedor pero nunca vencido, condenado a seguir aquella ruta implacable por siempre jamás. ¿Era aquel el destino de Steve Costigan?

—Steve, tengo la impresión de que abandonas la partida demasiado pronto. Vuelve a Lost Plains, o quédate aquí y sigue escribiendo, luchando. A lo mejor...

Steve encogió sus macizos hombros con un gesto de impaciencia. Clive pensó en el cambio que se había producido con el paso de los años. Le costaba pensar que aquel hombre de torso poderoso y brazos musculosos fuera el mismo adolescente flacucho con el que se midió hacía ya tantos años.

—Sí —replicó Steve—, podría ganar la partida si siguiera esforzándome y luchando durante el tiempo suficiente. Pero estoy harto de escribir y de soñar. No estoy vencido. —Sus ojos de mirada dura parecieron arder durante un momento fugaz—. Pero estoy cansado. Quiero vivir algún tiempo. Yo, un hijo de la vieja América y de la vieja Irlanda, malgastando la juventud machacando una jodida máquina de escribir. ¡Puagh! Eso no es trabajo para un hombre con mis orígenes y fortaleza. ¡Quiero vivir!

—El camino no es tan maravilloso como dicen —observó Clive—. Hay a veces más aventuras en los libros y en las películas...

Steve le interrumpió con impaciencia.

—¿No te he dicho que no es la aventura lo que busco? La vida ya es bastante novelesca para mí. No busco un cuento de hadas. Maldita sea, siempre he detestado a los tipos duros y a todos esos tunantes, y sin embargo me doy cuenta de que una buena borrachera en un burdel de Barbary Coast forma parte de la vida tanto como un gentilhombre cortejando a una condesa en un palacio... y es algo mucho más excitante en cuanto a realidad y posibilidades. He huido de las realidades durante toda mi vida, y mi infierno sería enfrentarme a ellas para siempre, noche y día. Pero acepto el desafío. Me matará o hará de mí un hombre; de todos modos, me da lo mismo. ¡Ardo en deseos de vivir!

»Mis padres han ganado algo de dinero vendiendo unos terrenos en los que había petróleo, y están protegidos en ese sentido, cosa que no les pasaba a los Costigan desde que en la Guerra Civil ardieron sus plantaciones. Ahora puedo marcharme; sé que pueden salir adelante sin mi ayuda. Y yo, Dios lo sabe, solo soy una carga para ellos. Aunque eso no impide, naturalmente, que me tengan en un concepto muy alto.

»En lo que me concierne, quiero descubrir la vida. No tengo otros proyectos.

—Deja que por lo menos te prestemos dinero —dijo Sebastian.

—Gracias, pero no puedo aceptarlo. Sería una mala señal si empezara mis peregrinaciones con dinero prestado. He vendido mi traje nuevo a un ropavejero, y tengo lo suficiente para salir de esta ciudad como un señor. Luego, no sé qué pasará, pero me da lo mismo. Me niego a trabajar en una oficina aunque por ello tenga que picar piedra toda mi vida. Quizá suba al cuadrilátero, ¿quién sabe? Tengo veintidós años, mido seis pies de altura y peso ciento noventa libras, todas ellas de músculos duros como el acero. Si no me abro paso, será que no lo merezco.

»Tengo que deciros, muchachos, que habéis sido para mí más que nadie en el mundo. Sois hombres, en el pleno sentido del término, y estoy orgulloso de ser vuestro amigo. Ignoro si algún día volveré a veros, pero si es así, será dentro de muchos años. Pero no perdáis tiempo preocupándoos de mí. Olvidadme tan deprisa como podáis, porque el destino de los hombres es encontrarse y separarse, o eso dicen. Y yo no valgo la pena.

Se levantó repentinamente.

—Ya llega el autobús. Tengo que largar velas. Adiós[1], muchachos.

Los tres intercambiaron en silencio un apretón de manos.

—Aquí —declaró— muere Stephen Costigan, narrador y versificador, y nace Steve Costigan, haragán, vagabundo que recorre los caminos, y duro de pelar.

El autobús se detuvo en la estación, y Steve se dirigió hacia él con paso de conquistador, rumbo a la portezuela. Andaba con una seguridad arrogante, con la gorra echada sobre los ojos; parecía un golfo.

Subió al autobús, escupió en el suelo y buscó un asiento. Los pocos viajeros le miraron con desconfianza.

—Eh, muchacho, suelta la pasta —dijo el conductor con voz apremiante—. Se paga por adelantado.

—Oh, vete al diablo —gruñó Steve dejándose caer en un asiento—. No vayas a meterte conmigo, viejo, ¿lo pillas? Sal de aquí antes de que me cargue este montón de chatarra. ¡Pagaré cuando hayamos llegado a donde voy!

—¿Y es...? —preguntó el chófer, estupefacto, mientras arrancaba y la blanca ruta empezaba a desfilar bajo ellos.

—El infierno.