El erizo
Cuando el sábado llega, ¡qué alegría!,
es de cada semana el mejor día.
Los sábados me dan, por la mañana,
la paga que he ganado en la semana;
porque es cosa que está decididísima
que sólo cobraré si soy buenísima.
Mi padre fue informado esta semana
de que he sido ejemplar, nada holgazana,
de que he sido un prodigio de chiquilla
y de que mi conducta maravilla.
En vista de lo cual, y muy gustoso,
mi paga me ha entregado generoso.
En cuanto he recibido mi dinero
he dicho: —Vamos, pies, ¿para qué os quiero?
he salido corriendo cual centella,
cual rápida y veloz fugaz estrella,
para ver a mi amigo el pastelero
que vende los bombones que prefiero:
los rellenos de nata y piñonate,
y otros que son de puro chocolate…
He comprado una bolsa grande llena
de bombones así. ¡Qué cosa buena!
Después he ido a un rincón muy silencioso,
mi escondrijo secreto y delicioso,
un sitio para estar tranquilamente
royendo chocolates sin ver gente,
y me he buscado un sitio en que sentarme,
un hueco en que poder acomodarme.
Lo he hallado, al momento me he sentado
¡y he pegado tal brinco que he volado!
—¡Ayayay, qué dolor! ¡Ay mi trasero!
¡Lo tengo perforado todo entero!
¿Qué destino cruel sentar me hizo
sobre las cien mil púas de un erizo?
Tengo toda la piel picoteada,
¡mi pobrecita nalga está erizada!
He corrido hasta casa, allí estaría
mamá para ayudarme, ella sabría
lo que tiene que hacerse en este caso.
—¡Mamá, que yo me quemo, que me abraso!
¡Estos pinchos me irritan el trasero!
¡Quítamelos, mamá, que yo me muero!
Pero ella jamás pierde la cabeza,
es muy tranquila por naturaleza.
Ha mirado mis nalgas fijamente
y ha contestado muy serenamente:
—No, no, yo no lo haré, ten por muy cierto
que es cosa, eso que tienes, de un experto.
Necesitas la mano de un artista,
¡la del doctor Martínez, el dentista!
—¡No quiero ir al dentista, mamá, no!
—he dicho a gritos, aterrada, yo
—No hay discusión, hijita, que te valga.
Nadie podrá aliviar mejor tu nalga.
Yo creo que el dentista bien lo haría,
pues arrancando pasa todo el día
y sabe sacar fuera sin que duela
lo mismo los colmillos que una muela.
He dicho que no iba, he suplicado
una vez, dos y tres. Lo mismo ha dado.
Es inútil hablar con un mayor,
siempre dirá: «Mi idea es la mejor».
Así que, tanto y tanto se ha empeñado,
que en casa del dentista he terminado.
Allí, dos enfermeras, Luz e Inés,
me han puesto en el sillón, pero al revés.
ha llegado el dentista, el muy bocazas,
riéndose y armado de tenazas:
—Sujetádmela bien, que no se mueva,
que vamos a dejarle como nueva
esta región tan fina y delicada
que tiene esta mujer tan espinada…
Reconozco que mi experiencia es poca
pues siempre he trabajado yo en la boca
y es nueva esta faceta de mi arte:
¡jamás arranqué cosas de esta parte!
ha empezado a tirar de las espinas,
dándome unas punzadas asesinas.
—Jamás tanto en mi vida me he reído
—decía el muy salvaje—, ¡Es divertido!
yo gritaba: —¡Ay, ay! ¡Ay mi trasero!
¡Me está despellejando…! ¡Carnicero!
—Bueno, no chilles más, ya he terminado.
Ya tienes el terreno despejado.
Yo estaba más tranquila y aliviada,
pero ahora mamá estaba desmayada.
Decíale el dentista: —Ésta es mi cuenta,
me debe por curarla mil cincuenta.
—¡Mil cincuenta, pero eso es de locura!
¡Eso es un disparate de factura!
—Al contrario, señora, es muy barato;
considere que he trabajado un rato,
que he sacado las púas una a una
hasta dejarla limpia y sin ninguna.
Si no fuera por obra de mi arte
aún seguiría mal por esa parte.
así hubiera seguido, por su daño,
sin poderse sentar durante un año.
mamá le ha pagado, ¡vaya un día!
con lo bien que empezó, ¿quién lo diría?
Pero ahora ya sé por qué un erizo
siempre nos pincha —y yo no moralizo—:
es simple precaución, para librarse
de que algún tontorrón vaya a sentarse
encima de su cuerpo y lo reviente.
—Nunca hagáis como yo —digo a la gente
si os pensáis sentar, mirad primero,
¡cuidad dónde posáis vuestro trasero!