Memorias del Marqués de Bradomín

CUANDO me separé de María Antonieta aún no rayaba el día, y los clarines ya tocaban diana. Sobre la ciudad nevada, el claro de la luna caía sepulcral y doliente. Yo, sin saber dónde a tal hora buscar alojamiento, vagué por las calles, y en aquel caminar sin rumbo llegué a la plaza donde vivía Fray Ambrosio. Me detuve bajo el balcón de madera para guarecerme de la llovizna, que comenzaba de nuevo, y a poco observé que la puerta hallábase entornada. El viento la batía duro y alocado. Tal era la inclemencia de la noche, que sin detenerme a meditarlo, resolví entrar, y gané a tientas la escalera, mientras el galgo preso en la cuadra se desataba en ladridos, haciendo sonar los hierros de la cadena. Fray Ambrosio asomó en lo alto, alumbrándose con un velón: Vestía el cuerpo flaco y largo con una sotana recortada, y cubría la temblona cabeza con negro gorro puntiagudo, que daba a toda la figura cierto aspecto de astrólogo grotesco. Entré con sombría resolución, sin pronunciar palabra, y el fraile me siguió alzando la luz para esclarecer el corredor: Allá dentro sentíanse apagados runrunes de voces y dineros: Reunidos en la sala jugaban algunos hombres, con los sombreros puestos y las capas terciadas, desprendiéndose de los hombros: Por sus barbas rasuradas mostraban bien claramente pertenecer a la clerecía: La baraja teníala un mozo aguileño y cetrino, que cabalmente a tiempo de entrar yo, echaba sobre la mesa los naipes para un albur:

—Hagan juego.

Una voz llena de fe religiosa, murmuró:

—¡Qué caballo más guapo!

Y otra voz secreteó como en el confesonario:

—¿Qué juego se da?

—Pues no lo ve… ¡Judías!… Van siete por el mismo camino.

El que tenía la baraja advirtió adusto.

—Hagan el favor de no cantar juego. Así no se puede seguir. ¡Todos se echan como lobos sobre la carta cantada!

Un viejo con espejuelos y sin dientes, dijo lleno de evangélica paz:

—No te incomodes, Miquelcho, que cada cual lleva su juego: A Don Nicolás le parece que son judías…

Don Nicolás afirmó:

—Siete van por el mismo camino.

El viejo de los espejuelos sonrió compadecido:

—Nueve si no lo toma a mal… Pero no son judías, sino bizcas y contrabizcas, que es el juego.

Otras voces murmuraron como en una letanía:

—Tira, Miquelcho.

—No hagas caso.

—Lo que sea se verá.

—¿No echas gallo?

Miquelcho repuso desabrido:

—No.

Y comenzó a tirar. Todos guardaron silencio. Algunos ojos se volvían desapacibles, fijándome una mirada rápida, y tornaban su atención a las cartas. Fray Ambrosio llamó con un gesto al seminarista que estaba peinando el naipe, y que lo soltó por acercarse. Habló el Fray:

—Señor Marqués, no me recuerde lo de esta noche… ¡No me lo recuerde por María Santísima! Para decidirme había estado bebiendo toda la tarde.

Aún barboteó algunas palabras confusas, y asentando su mano sarmentosa en el hombro del seminarista, que se nos había juntado y escuchaba, dijo con un suspiro:

—Este tiene toda la culpa… Le llevo como segundo de la partida.

Miquelcho me clavó los ojos audaces, al mismo tiempo que enrojecía como una doncella:

—El dinero hay que buscarlo donde lo hay: Fray Ambrosio me había dicho cuánta era la generosidad de su amigo y protector…

El exclaustrado abrió la negra boca, con tosco y adulador encomio:

—¡Muy grande! En eso y en todo, es el primer caballero de España.

Algunos jugadores nos miraban curiosos. Miquelcho se apartó, recogió los naipes y continuó peinándolos. Cuando terminaba, dijo al viejo de los espejuelos:

—Corte, Don Quintiliano.

Y Don Quintiliano, al mismo tiempo que alzaba la baraja con mano temblona, advertía risueño:

—Cuidado, que yo doy siempre bizcas.

Miquelcho echó un nuevo albur sobre la mesa, y se volvió hacia mí:

—No le digo que juegue porque es una miseria de dinero lo que se tercia.

Y el viejo de los espejuelos, siempre evangélico, añadió:

—Todos somos unos pobres.

Y otro murmuró a modo de sentencia:

—Aquí sólo pueden ganarse ochavos, pero pueden en cambio perderse millones.

Miquelcho, viéndome vacilar, se puso en pie brindándome con la baraja, y todos los clérigos me hicieron sitio en torno de la mesa. Yo me volví sonriendo al exclaustrado:

—Fray Ambrosio, me parece que aquí se quedan los dineros de la partida.

—¡No lo permita Dios! Ahora mismo se acaba el juego.

Y el fraile, de un soplo mató la luz. Por las ventanas se filtraba la claridad del amanecer y un son de clarines alzábase dominando el hueco trotar de los caballos sobre las losas de la plaza. Era una patrulla de Lanzas de Borbón.