UVE EL HONOR de asistir a la tertulia de la Señora. Durante ella, en vano fue buscar una ocasión propicia para hablar a solas con María Antonieta. Salí con el vago temor de haberla visto huir toda la noche. Al darme en rostro el frío de la calle advertí que una sombra alta, casi gigantesca, venía hacia mí. Era Fray Ambrosio:
—Bien le han tratado los soberanos. ¡Vaya, que no puede quejarse el Señor Marqués de Bradomín!
Yo murmuré con desabrido talante:
—El Rey sabe que no tiene otro servidor tan leal.
Y el fraile murmuró también desabrido, pero en tono menor:
—Algún otro tendrá…
Sentí crecer mi altivez:
—¡Ninguno!
Caminamos en silencio hasta doblar una esquina donde había un farol. Allí el exclaustrado se detuvo:
—¿Pero adónde vamos?… La dama consabida, dice que la vea esta misma noche, si puede ser.
Yo sentí latir mi corazón:
—¿Dónde?
—En su casa… Pero será preciso entrar con gran sigilo. Yo le guiaré.
Volvimos sobre nuestros pasos, recorriendo otra vez la calle encharcada y desierta. El fraile me habla en voz baja:
—La Señora Condesa también acaba de salir… Esta mañana me había mandado que la esperase. Sin duda quería darme ese aviso para el Señor Marqués… Temería no poder hablarle en la Casa del Rey.
El fraile calló suspirando: Después se rio, con un reír extraño, ruidoso, grotesco:
—¡Válete Dios!
—¿Qué le sucede, Fray Ambrosio?
—Nada, Señor Marqués. Es la alegría de verme desempeñando estos oficios, tan dignos de un viejo guerrillero. ¡Ay!… Cómo se ríen mis diez y siete cicatrices…
—¡Las tiene usted bien contadas!
—¡Mejor recibidas las tengo!
Calló, esperando sin duda una respuesta mía, y como no la obtuviese, continuó en el mismo tono de amarga burla:
—Eso sí, no hay prebenda que iguale a ser capellán de la Señora Condesa de Volfani. ¡Lástima que no pueda cumplir mejor sus promesas!… Ella dice que no es suya la culpa, sino de la Casa Real… Allí son enemigos de los curas facciosos, y no se les debe disgustar. ¡Oh, si dependiese de mi protectora!…
No le dejé proseguir. Me detuve y le hablé con firme resolución:
—Fray Ambrosio, se acabó mi paciencia. No tolero ni una palabra más.
Agachó la cabeza:
—¡Válete Dios! ¡Está bien!
Seguimos en silencio. De largo en largo hallábase un farol, y en torno danzaban las sombras. Al cruzar por delante de las casas donde había tropa alojada, percibíase rasgueo de guitarras y voces robustas y jóvenes cantando la jota. Después volvía el silencio, sólo turbado por la alerta de los centinelas y el ladrido de algún perro. Nos entramos bajo unos soportales y caminamos recatados en la sombra. Fray Ambrosio iba delante, mostrándome el camino: A su paso una puerta se abrió sigilosa: El exclaustrado volvióse llamándome con la mano, y desapareció en el zaguán. Yo le seguí y escuché su voz:
—¿Se puede encender candela?
Y otra voz, una voz de mujer, respondió en la sombra:
—Sí, señor.
La puerta había vuelto a cerrarse. Yo esperé, perdido en la oscuridad, mientras el fraile encendía un enroscado de cerilla, que ardió esparciendo olor de iglesia. La llama lívida temblaba en el ancho zaguán, y al incierto resplandor columbrábase la cabeza del fraile, también temblona. Una sombra se acercó: Era la doncella de María Antonieta: El fraile hízole entrega de la luz y me llevó a un rincón. Yo adivinaba, más que veía, el violento temblor de aquella cabeza tonsurada:
—Señor Marqués, voy a dejar este oficio de tercería, indigno de mí!
Y su mano de esqueleto clavó los huesos en mi hombro:
—Ahora ha llegado el momento de obtener el fruto, Señor Marqués. Es preciso que me entregue cien onzas: Si no las lleva encima puede pedírselas a la Señora Condesa. ¡Al fin y al cabo, ella me las había ofrecido!
No me dejé dominar, aun cuando fue grande la sorpresa, y haciéndome atrás puse mano a la espada:
—Ha elegido usted el peor camino. A mí no se me pide con amenazas ni se me asusta con gestos fieros, Fray Ambrosio.
El exclaustrado rio, con su risa de mofa grotesca:
—No alce la voz, que pasa la ronda y podrían oírnos.
—¿Tiene usted miedo?
—Nunca lo he tenido… Pero acaso, si ahora, fuese el cortejo de una casada…
Yo comprendiendo la intención aviesa del fraile, le dije refrenada y ronca la voz:
—¡Es una vil tramoya!
—Es un ardid de guerra, Señor Marqués. ¡El león está en la trampa!
—Fraile ruin, tentaciones me vienen de pasarte con mi espada.
El exclaustrado abrió sus largos brazos de esqueleto descubriéndose el pecho, y alzó la temerosa voz:
—¡Hágalo! Mi cadáver hablará por mí.
—Basta.
—¿Me entrega esos dineros?
—Sí.
—¿Cuándo?
—Mañana.
Calló un momento, y luego insistió en un tono que a la vez era tímido y adusto:
—Es menester que sea ahora.
—¿No basta mi palabra?
Casi humilde murmuró:
—No dudo de su palabra, pero es menester que sea ahora. Mañana acaso no tuviese valor para arrostrar su presencia. Además quiero esta misma noche salir de Estella. Ese dinero no es para mí, yo no soy un ladrón. Lo necesito para echarme al campo. Le dejaré firmado un documento. Tengo desde hace tiempo comprometida a la gente, y era preciso decidirse. Fray Ambrosio no falta a su palabra.
Yo le dije con tristeza:
—¿Por qué ese dinero no me fue pedido con amistad?
El fraile suspiró:
—No me atreví. Yo no sé pedir: Me da vergüenza. Primero que de pedir, sería capaz de matar… No es por malos sentimientos, sino por vergüenza…
Calló, rota, anudada la voz, y echóse a la calle sin cuidarse de la lluvia que caía en chaparrón sobre las losas. La doncella, temblando de miedo, me guio adonde esperaba su señora.