Memorias del Marqués de Bradomín

LLEGUÉ a la Corte de Estella, huyendo y disfrazado con los hábitos ahorcados en la cocina de una granja por un monje contemplativo, para echarse al campo por Don Carlos VII. Las campanas de San Juan tocaban anunciando la misa del Rey, y quise oírla todavía con el polvo del camino, en acción de gracias por haber salvado la vida. Entré en la iglesia cuando ya el sacerdote estaba en el altar. La luz vacilante de una lámpara caía sobre las gradas del presbiterio donde se agrupaba el cortejo. Entre aquellos bultos oscuros, sin contorno ni faz, mis ojos sólo pudieron distinguir la figura prócer del Señor, que se destacaba en medio de su séquito, admirable de gallardía y de nobleza, como un rey de los antiguos tiempos. La arrogancia y brío de su persona, parecían reclamar una rica armadura cincelada por milanés orfebre, y un palafrén guerrero paramentado de malla. Su vivo y aguileño mirar hubiera fulgurado magnífico bajo la visera del casco adornado por crestada corona y largos lambrequines. Don Carlos de Borbón y de Este es el único príncipe soberano que podría arrastrar dignamente el manto de armiño, empuñar el cetro de oro y ceñir la corona recamada de pedrería, con que se representa a los reyes en los viejos códices.

Terminada la misa, un fraile subió al púlpito, y predicó la guerra santa en su lengua vascongada, ante los tercios vizcaínos que acabados de llegar, daban por primera vez escolta al Rey. Yo sentíame conmovido: Aquellas palabras ásperas, firmes, llenas de aristas como las armas de la edad de piedra, me causaban impresión indefinible: Tenían una sonoridad antigua: Eran primitivas y augustas, como los surcos del arado en la tierra cuando cae en ellos la simiente del trigo y del maíz. Sin comprenderlas, yo las sentía leales, veraces, adustas, severas. Don Carlos las escuchaba en pie, rodeado de su séquito, vuelto el rostro hacia el fraile predicador. Doña Margarita y sus damas permanecían arrodilladas. Entonces pude reconocer algunos rostros. Recuerdo que aquella mañana formaban el cortejo real los Príncipes de Caserta, El Mariscal Valdespina, la Condesa María Antonieta Volfani, dama de Doña Margarita, el Marqués de Lantana, título de Nápoles, el barón de Valatié, legitimista francés, el Brigadier Adelantado, y mi tío Don Juan Manuel Montenegro.

Yo, temeroso de ser reconocido, permanecí arrodillado a la sombra de un pilar, hasta que terminada la plática del fraile, los Reyes salieron de la iglesia. Al lado de Doña Margarita caminaba una dama de aventajado talle, cubierta con negro velo que casi le arrastraba: Pasó cercana, y sin poder verla adiviné la mirada de sus ojos que me reconocían bajo mi disfraz de cartujo. Un momento quise darme cuenta de quién era aquella dama, pero el recuerdo huyó antes de precisarse: Como una ráfaga vino y se fue, semejante a esas luces que de noche se encienden y se apagan a lo largo de los caminos. Cuando la iglesia quedó desierta me dirigí a la sacristía. Dos clérigos viejos conversaban en un rincón, bajo tenue rayo de sol, y un sacristán, todavía más viejo, soplaba la brasa del incensario enfrente de una ventana alta y enrejada. Me detuve en la puerta. Los clérigos no hicieron atención, pero el sacristán, clavándome los ojos encendidos por el humo, me interrogó adusto:

—¿Viene a decir misa el reverendo?

—Vengo tan sólo en busca de mi amigo Fray Ambrosio Alarcón.

—Fray Ambrosio aún tardará.

Uno de los clérigos intervino:

—Si tiene prisa por verle, con seguridad le halla paseando al abrigo de la iglesia.

En aquel momento llamaron a la puerta, y el sacristán acudió a descorrer el cerrojo. El otro clérigo, que hasta entonces había guardado silencio, murmuró:

—Paréceme que le tenemos ahí.

Abrió el sacristán y destacóse en el hueco la figura de aquel famoso fraile, que toda su vida aplicó la misa por el alma de Zumalacárregui. Era un gigante de huesos y de pergamino, encorvado, con los ojos hondos y la cabeza siempre temblona, por efecto de un tajo que había recibido en el cuello siendo soldado en la primera guerra. El sacristán, deteniéndole en la puerta, le advirtió en voz baja:

—Ahí le busca un reverendo. Debe venir de Roma.

Yo esperé. Fray Ambrosio me miró de alto a bajo sin reconocerme, pero ello no estorbó que amistoso y franco me pusiese una mano sobre el hombro:

—¿Es a fray Ambrosio Alarcón a quien desea hablar? ¿No viene equivocado?

Yo, por toda respuesta, dejé caer la capucha. El viejo guerrillero me miró con risueña sorpresa. Después, volviéndose a los clérigos, exclamó:

—¡Este reverendo se llama en el mundo el Marqués de Bradomín!

El sacristán dejó de soplar la brasa del incensario, y los dos clérigos sentados bajo el rayo de sol, delante del brasero, se pusieron en pie sonriendo beatíficamente. Yo tuve un momento de vanidad ante aquella acogida que mostraba cuánta era mi nombradía en la Corte de Estella. Me miraban con amor, y también con una sombra de paterno enojo. Eran todos gentes de cogulla, y acaso recordaban algunas de mis aventuras mundanas.