XIII - Emperador de la Tierra

Kean me llevó a un lado y me dijo en voz baja:

—Debemos cuidar más de Zetta. ¿No te han dicho que Brea quiere matarla?

La sangre se agolpó en mis sienes. La velocidad de mi corazón parecía ahogarme. Todo cuanto pude decir fue:

—¡Dios mío! Mi padre decía:

—Yo voy a ir al Consejo a mediodía. Kean, diles que llevaré a mi hijo y a dos amigos suyos.

—Sí, la gente está excitada, interesada en la presencia de los terrícolas aquí, pero están más interesados aún en todo lo que Graff les promete.

Musité a Dan:

—Mi padre dice que tienes que preguntarle a Hulda por qué Kean trajo aquí a sus cautivos en lugar de entregárselos a Graff; parece ser que lo habían condenado por un crimen que no cometió y estaba muy amargado. El caso volvió a abrirse y fue exonerado de culpa por completo. Sin embargo, no es por eso por lo que ha cambiado.

Dan preguntó:

—¿Ya qué se debe ese cambio?

—Es que está fascinado por Hulda. ¡Míralo! La expresión de Dan era todo un poema:

—Bueno, no es de extrañar.

Kean se estaba preparando para marcharse y Dan intentó mostrarse amable. Kean le estrechó la mano firme y cordialmente y lo miró a los ojos sin vacilaciones. Se comportó entonces, como siempre, con una dignidad viril que merecía la admiración de cualquiera.

Cuando salió, Hulda se volvió hacia Dan y, echándole los brazos al cuello, lo besó.

Ya estaba muy avanzada la mañana cuando salimos con mi padre de «Bajo Jardines». Al marcharnos, Freddie dijo:

—Profesor Vanderstuyft, a ver si se arregla usted para que pasemos por la gruta de los científicos.

—Sí, allí hay muchas cosas que ver. Quiero que observéis el control de infrarrojos. A mí ya me han dejado verlo. Se trata del mayor poder existente, para el bien o... para el mal.

Un grupo de aquellos insectos, o lo que fuesen, estaban en fila ante nuestra verja. Me fue imposible acercarme a ellos sin estremecerme. Se trataba de pavorosas cosas articuladas color marrón que se arrastraban, boca abajo, por el suelo. Eran pavorosos, no sólo porque su tamaño fuera igual al de un hombre, sino más aún cuando se erguían apoyándose en tres patas traseras, con el resto de ellas colgando como si fueran brazos. La cabeza no tenía nada más que un grotesco ojo compuesto y, por encima de ella, se balanceaban las antenas.

Horribles... y más horribles aún por la chaqueta de cuero que llevaban a guisa de vestido. Eran cosas vivientes, algo más que insectos gigantescos, según los concebiríamos en la Tierra; pero algo menos que seres humanos.

Algunos de ellos estaban en ese momento erguidos. Miraron a mi padre como se mira a quien da órdenes; otros, sin embargo, continuaron arrastrándose a lo largo de la verja sin prestarnos atención. Uno se paró de pronto y comenzó a observarme escrutadoramente, con una mirada tan calculadora que me produjo sudores fríos.

Partimos. Algunos de los insectos se quedaron en torno a la casa, pero ocho vinieron con nosotros, cuatro a cada lado, reptando. Era completamente de día; la luz del sol brillaba ya, amortiguada gracias al techo de vegetación. Efectivamente, allá arriba había una calle y se veían sus luces a través del follaje y por encima del mismo. Por esa calle pasaba gente, gente de tan poco peso que las ramas apenas si se movían a su paso.

Estábamos bajo una parte de la ciudad. Eso era lo que mi padre nos había dicho. En ese momento llegamos al pie de una rampa que conducía hacia arriba.

Dejamos el suelo. La rampa tenía unos seis metros de ancho y estaba construida con troncos de árbol, de madera porosa, atados con una gruesa fibra vegetal; toda su estructura se dobló, gimiendo, bajo nuestro peso.

Al cabo de poco tiempo, ya habíamos terminado de subir y llegamos al corazón de aquella ciudad llamada Garla. Había ya mucha gente allí reunida, que nos miraba en silencio. Mis padres les hizo señas de que se retirasen y dio una extraña orden gutural a los guardias, casi un murmullo. Estos se echaron al suelo y quedaron reunidos en grupo e inmóviles.

Muy cerca del lugar había una plataforma de madera engarzada en una estructura de troncos de árbol, a unos seis metros de altura, con una escalera que conducía a ella.

—Subamos —dijo mi padre—. Desde allí veremos mejor.

Subimos y observamos desde arriba la más extraña escena que imaginarse pueda. La superficie de Xenephrene se hallaba cubierta en este lugar —un área de unas cinco millas cuadradas— por el bosque, y las cimas de los árboles se juntaban formando una especie de superficie ondulada.

La parte principal de la ciudad estaba construida sobre la parte alta del bosque. Las calles —ésta en la que estábamos parecía ser una de las principales— eran estrechas y serpenteantes, construidas con troncos porosos atados con fibras vegetales. La parte alta de las lianas de esta jungla salía por entre ellos.

Mi padre comentó:

—Ningún ser viviente pesa demasiado aquí. Todos los organismos parecen estar constituidos por una materia sin solidez alguna. Zetta pesa —tanto aquí como en la Tierra— unos nueve kilos.

Había niños con la cara y el pelo blancos, semidesnudos, que nos miraban desde las casas cercanas. Por delante de nosotros pasaban mujeres que únicamente se diferenciaban de las nuestras, antes del Gran Cambio, por sus flotantes cabellos blancos, pero aquellas mujeres sólo pesaban de 10 a 15 kilos... ¡Extraño fenómeno! Los hombres de Garla llevaban trajes de cuero sin curtir, con los brazos y las piernas al descubierto, el pelo blanco les llegaba hasta las orejas y también ellos pesarían unos 15 kilos.

Todo, absolutamente todo, era frágil. Al darme cuenta de ello, tuve un sentimiento mezcla de esperanza y poder: ¡cuerpo a cuerpo podría destrozar a una docena de aquellos hombres! Los terrícolas éramos mucho más sólidos. La plataforma se combaba bajo nuestro peso. ¡No era de extrañar, por tanto, que mi padre hubiese pedido que le construyeran la casa abajo!

Aún no he descrito lo más extraño de todo. La ciudad bullía de agitación; todos se dedicaban a sus tareas normales, pero parecía no haber vehículos de ninguna clase; circulaban sólo peatones, que se movían con extrañísimos movimientos y andaban por las calles a saltos de unos cuatro metros y de manera elegante.

Hulda me tocó un brazo:

—Ese espacio abierto, el que tiene a su alrededor todas esas ramas, es lo que podríamos llamar el estadio. Zetta añadió:

—Graff va a dirigirse a la gente esta noche allí.

—Asusta pensar —reflexionó mi padre— lo que un solo hombre malvado puede hacer. Esas gentes eran desprendidas, amables, estaban satisfechos, hasta que entre ellos surgió este individuo. Ahora existen disensiones, discusiones y conflictos por todas partes. Donde hace poco tiempo reinaban la tranquilidad y la felicidad llana y sencilla hoy existen únicamente incertidumbre y fricciones.

En aquel momento descendimos de la plataforma. Mi padre nos explicó cómo se entrelazaban los intereses de los Garlianos y de los Braunos y cómo, a pesar de cuanto criticaban los Garlianos las actuaciones y motivaciones de Graff, las dos razas tenían intereses en común. Y éramos nosotros, los forasteros, los que resultábamos extraños.

Cuando mi padre llegó, lo respetaron e hicieron caso de sus consejos; pero la oratoria de Graff, su fuerte personalidad y su incesante propaganda terminaron por conseguir sus propósitos. A medida que este genio del mal adquiría poder, la influencia de mi padre se desvanecía.

¡Qué extraño paseo dimos aquella mañana por la ciudad de Garla! Por todas partes podían verse insectos trabajadores, silenciosos, pacientes y metódicos, como animales domésticos bien amaestrados, pero con bastante más inteligencia. Me quedé mirando una oble línea de una especie de hormigas rojas gigantes, que bajaban unas cajas por una rampa hacia el bosque.

¡Pacientes trabajadores! Sin embargo, en el aire podía percibirse un callado resentimiento y odio por sus amos.

Mi padre me mostró a algunos Braunos fatuos, excitados por su recién adquirida importancia. Al verlos pensé, no sin cierto cinismo, que por sus ropas y actitudes podían ser un remedo de las gentes de la Tierra. Ellos nos miraron hostilmente.

Kean se acercó a nosotros y dijo:

—El Consejo dice que solamente puede recibirle a usted, profesor, y dicen que no emitirán dictamen alguno hasta después del discurso que Graff pronunciará esta noche.

Dan habló:

—Lo que quieren decir es que si Graff consigue entusiasmar a los Garlianos con su invasión, no nos darán ayuda alguna para salvar a la Tierra. ¿No es así. Kean?

Antes de que pudiera contestar se produjo una conmoción cerca de nosotros. Zetta murmuró:

—¡Es Graff!

Rodeado por toda una multitud de Garlianos. entre la admiración y el temor, se acercaba una enorme figura de hombre. Nos vio, despidió a la multitud con la mano y, de un grácil salto, pasó los ocho metros de calle que nos separaban, plantándose frente a nosotros.

Nuestros guardianes-insectos se irguieron, observaron a mi padre y permanecieron alerta. Detrás de mí vi a tres jóvenes Garlianos que portaban una especie de proyectores metálicos en la mano. Se trataba de guardias urbanos gubernamentales. Vigilaban a Graff de cerca.

Se decía que Graff había aprendido inglés de uno de los cautivos que hiciera al examinar el terreno, en Estados Unidos. Dijo autoritariamente:

—Profesor Vanderstuyft, querría hablar un momento con Zetta.

¡Era el hombre que iba a conquistar la Tierra! Lo observé tenso y, a pesar mío, me vi invadido por una especie de miedo, del que me avergoncé. Se trataba de un tipo gigantesco, de un metro ochenta de estatura, anchos hombros, caderas estrechas y muy musculoso.

Llevaba un traje tubular de cuero, cerrado en la cintura; le caía hasta las rodillas formando una especie de faldita; por encima de él portaba una chaqueta de vivos colores. Sus zapatos eran planos, con la puntera aguda y vuelta hacia arriba, sujetándolos a los tobillos con una cadena de metal como adorno. De su pecho colgaba un pesado triángulo metálico y desde los hombros hasta los codos le caían cadenas de un metal brillante. Llevaba los antebrazos desnudos, mostrando los músculos, y unas pesadas bandas metálicas ceñían sus muñecas, así como otra circundaba su frente dejando pasar sus cortos cabellos blancos por debajo.

Tendría unos cuarenta años, ojos azules y hundidos; era barbilampiño y con tupidas cejas blancas. Su cara resultaba fuerte y bella. En ese momento sonreía. En su cuadrada mandíbula se adivinaba una total falta de escrúpulos y en sus finos labios podía leerse la crueldad. Se trataba de un fanfarrón arrogante, pero había algo más: en su voz. en su manera de comportarse, se advertía que era consciente de su poder y tenía más dignidad que cualquier valentón fatuo. Se trataba de un auténtico canalla que despreciaba, por instinto, a todos los de su raza.

—Zetta —dijo—. mañana salgo para la Tierra; quiero conquistarla para ti. ¿No querrías venir conmigo. Zetta? De acuerdo con nuestras leyes eres una mujer libre.

Zetta estalló:

—Lo que intentas hacer en la Tierra es malo. Graff; si lo que quieres es complacerme y ganar mi amor... quédate: quédate aquí, en Xenephrene.

Le contestó suavemente:

—Te equivocas, Zetta; vives con terrícolas y estás empezando a pensar como ellos. Te confunden, Zetta. Ven conmigo a llevar a cabo esta gran conquista...

—No —contestó Zetta—, es malo; sabes que a mí me parece mal. Quieres que te ame, pero para ello sigues un camino equivocado.

Su cara se cubrió de una expresión de remordimiento. Y, aunque quizás fuera ficticio, parecía real. Después su voz resonó con un timbre de regocijo y la ironía se reflejó en su mirada:

—No lo sabes, pero cuando haya triunfado estarás orgullosa de mí; me verás como al intrépido conquistador y todo aquello por lo que luché será tuyo.

Zetta dijo:

—Se acabó. ¡No diré ni una palabra más!

Con la cabeza alta, Graff giró, alejándose de su lado. Su mirada se paseó sobre mí, que tenía los puños cerrados. Freddie estaba a mi lado y Dan, que nos sobrepasaba a ambos, pese a ser más bajo que Graff. Hulda, asustada, se aferraba a Dan y Kean se hallaba un poco apartado del grupo. Graff fijó su mirada en Kean y sus finos labios se torcieron en una mueca de desprecio:

—¡Ah, ahí está el traidorzuelo! —dijo.

Vi a Kean ponerse tenso y, durante un instante, pensé que se iba a lanzar sobre su acusador; pero mi padre lo contuvo diciendo:

—¡Ya es suficiente! ¡Vámonos, Zetta! ¡Vámonos todos! Al marcharnos, Graff volvió a mirarnos.

—¿Así que hay más enemiguillos de la Tierra? Miradme bien: ¡Yo soy Graff, el futuro emperador de vuestro planeta!

Se volvió y saltando perezosamente, desapareció por una bocacalle.