Guillermo ingresa en la "Asociación de la Esperanza"

—¡Guillermo! ¡Ya has jugado a ese horrible juego otra vez! —exclamó la señora Brown, desesperada.

Guillermo, con el traje cubierto de polvo, la corbata debajo de una oreja, el rostro sucio y las rodillas llenas de arañazos, la miró con justa indignación.

—No es cierto. No he hecho cosa alguna que tú me hayas dicho que no haga. A lo que tú me dijiste que no jugara, fue a "Leones y domadores". Bueno, pues no he jugado a "Leones y domadores". No, desde que tú me dijiste que no lo hiciera, no lo "haría"… aunque miles de personas me lo pidieran… De ningún modo, después de haberme dicho tú que no lo hiciera… Yo…

La señora Brown le interrumpió.

—Bueno, pues, ¿a "qué" has estado jugando? —le preguntó con voz cansada.

—A "Tigres y domadores". Es un juego completamente distinto. En "Leones y domadores" la mitad son leones y la otra mitad domadores. Y los domadores intentan domar a los leones y los leones procuran no dejarse domar. Eso es "Leones y domadores". Nada más. Es un juego sin importancia.

—¿Y qué hacéis en "Tigres y domadores" ? —preguntó la madre, con desconfianza.

—Pues…

Guillermo meditó profundamente.

—Pues… —repitió—, en "Tigres y domadores", la mitad son "tigres"… ¿comprendes?… y la otra mitad…

—Es la misma cosa exactamente, Guillermo —dijo la señora Brown con brusca severidad.

—No veo yo cómo puedes llamarlo la misma cosa. No se puede llamar "tigre" a un "león", ¿no te parece? Porque no lo es. En el Parque Zoológico están en jaulas completamente distintas. "«Tigres» y domadores" no puede ser exactamente lo mismo que "«Leones» y domadores".

"—Bueno, pues —decidió la buena señora con firmeza—, no quiero que vuelvas a jugar a "Tigres y domadores" tampoco. Y ahora, ve directamente a lavarte la cara.

La justa indignación de Guillermo subió de punto.

—¿Mi "cara"? —repitió como si le costara trabajo dar crédito a sus oídos—. ¿Mi "cara"? Me la he lavado dos veces hoy. Me la lavé al levantarme y me la lavé antes de comer. Tú me dijiste que lo hiciera.

—No importa; mírate en el espejo.

Guillermo se acercó al espejo y contempló su efigie con interés.

Luego se pasó levemente las manos por la empolvada superficie de su rostro, se peinó el pelo con los dedos y se enderezó la corbata. Hecho esto, se volvió hacia su madre.

—Es inútil —dijo ella—. Tienes que lavarte la cara y cepillarte el pelo y más vale que te cambies de traje y de calcetines. ¡Estás cubierto de polvo de pies a cabeza!

Guillermo dio lentamente la vuelta para salir de la estancia.

—No creo —dijo amargamente al irse—, no creo que haya muchas casas en que la gente se lave y cepille tanto como en ésta… ¡Y me alegro por ellos!

Su madre le oyó bajar la escalera diez minutos después.

—¡Guillermo! —llamó.

Entró el muchacho. Estaba transformado. El cabello y la cara le brillaban; se había cambiado de traje.

Su aire de justa indignación era lo único que no había desaparecido.

—Así me gusta —dijo, aprobadora, la señora Brown—. Ahora, Guillermo, haz el favor de sentarte aquí hasta la hora del té. No faltan más que unos diez minutos, y es inútil que salgas. No harás más que ensuciarte otra vez si no estás sentado tranquilamente.

El muchacho miró a su alrededor como quien ya no puede soportar más.

—¿Aquí?

—Nada más que hasta la hora del té, querido.

—¿Qué puedo hacer aquí? No hay "nada" que hacer aquí, ¿no te parece? No puedo estar sentado quieto sin "hacer" algo.

—Eso no tiene importancia: lee un libro. Hay la mar de libros aquí que no has leído y estoy segura de que te gustarían algunos de ellos. Prueba con uno de los de Walter Scott —agregó con algo de duda.

Guillermo cruzó el cuarto con expresión de intenso sufrimiento, sacó un libro al azar y se sentó en actitud de dignidad sumamente ultrajada, con el libro al revés.

Así fue cómo le encontró la señora De Vere Carter cuando fue anunciada un momento después.

La señora De Vere Carter era nueva en el barrio. Antes de su matrimonio, había sido una de "los" Randall de Hertfordshire. Todos aquellos a quienes sonreía la señora De Vere, se sentían muy halagados. Era alta, hermosa, hablaba a borbotones y vestía exquisitamente. Su llegada había causado una sensación. Todo el mundo estaba de acuerdo en que era "encantadora".

Al entrar en la sala de la señora Brown, vio un niño muy bien vestido, con la cara limpia y el pelo perfectamente peinado, que estaba sentado tranquilamente en una silla baja y en un rincón, leyendo un libro.

—¡Qué encanto de niño! —murmuró estrechando la mano de la señora Brown.


El rostro de Guillermo se nubló al oírlo. No le complacía.

La señora De Vere Carter se acercó a él con paso ingrávido.

—Hola, nene mío —dijo—. ¿Cómo estás?

"Su nene" no contestó, en parte debido a que la señora le había puesto una mano en la cabeza, aplastándole la cara contra su perfumado pecho. Y la nariz de Guillermo no se clavó de milagro en la espina de la rosa que llevaba la aristocrática dama.

—Me encantan los niños —gorgoteó luego ésta, dirigiéndose a la señora Brown.

Guillermo se desasió con movimiento algo brusco. Ella cogió entonces el libro.

—¡Scott! —murmuró luego de leerlo—. ¡Bendita criatura!

La madre de ésta, observando la expresión del muchacho, se apresuró a apartar la visita de la vera del "nene".

—Siéntese aquí, se lo suplico —dijo, nerviosa—. Qué tiempo más hermoso, ¿verdad?

Guillermo, aprovechándose, salió del cuarto.

—Ya sabe usted que me interesa una "enormidad" la labor social —prosiguió la encantadora visita sin hacer mucho caso del comentario—; sobre todo entre los niños. ¡Me "encantan" los niños! ¡Qué niño más simpático y más encantador tiene usted! Y "siempre" me llevo muy bien con ellos. Naturalmente, me llevo bien con casi todo el mundo. Mi personalidad ¿sabe? Sin duda se habrá enterado usted de que me he hecho cargo de la Asociación de la Esperanza aquí y estoy convirtiéndola en un "verdadero" éxito. ¡Qué encanto de niños! Sí; tres terrones —agregó, refiriéndose al té—. Bueno, pues en eso es en lo que quiero que usted me ayude. ¿Verdad que lo hará, querida? Usted y su linda criatura. Quiero conseguir que niños de otra clase social se hagan socios de la Asociación de la Esperanza. Qué nombre tan dulce, ¿verdad? ¡Les haría tanto bien a los niños del pueblo la compañía de los niños de nuestra clase…!

La señora Brown se sintió halagada. Después de todo, la señora De Vere Carter era una de "los" Randall.

—Por ejemplo —prosiguió la melosa voz—, cuando entré y vi a su precioso hijo sentado ahí, tan comedido —señaló dramáticamente la silla que había ocupado Guillermo—, me dije para mis adentros: «Oh, es "preciso" que consiga que el niño asista». Yo creo que la influencia refinadora de los niños de "nuestra" clase es lo que necesitan los niños del pueblo. ¡Qué pastas tan deliciosas! —intercaló—. Me prestará usted a su nene, ¿verdad? Nos reunimos una vez a la semana, los miércoles por la tarde. ¿Puede venir? Tendré mucho cuidado de él.

La señora Brown vaciló.

—Verá… sí —contestó dubitativa—. Pero no creo que Guillermo sea apropiado para esa clase de labor. Sin embargo…

—¡Oh! ¡No debe usted desanimarme! —aseguró la señora De Vere Carter amenazándola, juguetona, con un dedo ensortijado—. ¿Acaso no le "conozco" ya? Le considero como uno de mis más queridos amigos. Nunca necesito mucho rato para convencer a un niño. Soy muy amante de los niños, por "esencia".

Guillermo acertaba a cruzar el vestíbulo cuando la señora De Vere Carter salió de la sala seguida de la señora Brown.

—¡Vaya! —exclamó ella, viéndole—. ¡Ya "decía" yo que estarías esperando aquí para despedirte de mí!

Tendió el brazo con movimiento envolvente; pero Guillermo retrocedió, frunciendo siniestramente el entrecejo.

—!"Cuánto" me alegro de haberla visto! —mintió apresuradamente y balbuceando, la señora Brown, moviéndose de forma que tapara el rostro de Guillermo.

Pero la señora De Vere Carter no se dejaba esquivar tan fácilmente. Hay gente para quien la expresión del rostro de un niño nada significa. De nuevo se dirigió al muchacho.

—Adiós, Guillermín querido. No serás demasiado grande para besarme, ¿verdad?

La señora Brown se quedó boquiabierta.

Ante la mirada de furia reconcentrada de Guillermo, gente más vieja y fuerte que la señora De Vere Carter se hubiera estremecido; pero ella no hizo más que sonreír cuando, dirigiéndole una nueva y virulenta mirada, el niño giró sobre sus talones y se marchó.

—¡Qué encantador y qué tímido! —gorgoteó—. ¡Me "encantan" los niños tímidos!

Al señor Brown le fue comunicada más tarde la petición de la aristocrática señora.

—La verdad —dijo él lentamente—, no me imagino a Guillermo en una Asociación de la Esperanza; pero, naturalmente, si tú quieres que vaya, tendrá que ir.

—Es que se empeñó tanto —observó la señora Brown, preocupada—y es tan encantadora… Y además, tiene mucha influencia. Era una de "los" Randall, ¿sabes? Parece tonto ofenderla.

—¿La encontró simpática Guillermo?

—Le trató con mucha dulzura. Es decir, esa era su intención; pero ya sabes tú lo susceptible que es Guillermo y el nombre que tanto odia. Nunca he comprendido por qué. Después de todo, la mar de muchachos se llaman Guillermín.

La mañana del día en que se reunía la Asociación de la Esperanza llegó.

Guillermo bajó a desayunar con expresión de angustia en su rostro, que rebosaba salud. Se sentó en su silla y se llevó una mano a la frente, exhalando un gemido.

La señora Brown se sobresaltó.

—¡Guillermo! ¿Qué te pasa?

—Tengo mareo y un dolor de cabeza muy fuerte —contestó el muchacho con débil voz.

—!"Cuánto" lo siento! Más vale que vuelvas a la cama. Lo siento "mucho", querido.

—Creo que iré a echarme —admitió con plañidera voz, Guillermo—; pero desayunaré primero.

—No, hijo mío, no; puesto que te duele tanto la cabeza y estás mareado.

Guillermo miró con evidentes ganas los huevos y el jamón.

—Creo que podría comer algo, mamá. Un poco nada más.

—No, querido; te pondrías peor.

El niño se levantó de muy mala gana de la mesa y se dirigió a su cuarto.

Su madre le visitó unos momentos después del desayuno.

No, no se sentía mejor —le dijo—; pero le parecía que se iría a dar un paseo. Sí; aún se sentía muy mareado. Su madre le propuso que se tomara un vaso de agua salada. Tal vez se sentiría mejor si devolvía de una vez.

Guillermo se apresuró a decir que no. No quería que su madre se molestase tanto. Dio mucho énfasis a esta última aseveración. Opinaba que un paseo le sentaría bien. Advertía que necesitaba un paseo.

Y en efecto, poco después, bien abrigado y caminando con paso corto y vacilante, cruzó el jardín, seguido por la mirada, llena de ansiedad, de su madre.

Pero apenas estuvo fuera del alcance de la vista, el muchacho se arrastró silenciosamente por detrás de las matas de rododendros y se metió por la ventana de la despensa.

Media hora más tarde, la cocinera entraba, agitada, a ver a la señora Brown, arrastrando a Guillermo, pálido y con gesto de víctima.

—Se ha comido casi todo lo que tenía en la despensa, señora. En la vida he visto cosa igual. Se ha zampado el jamón, la tarta de piñones, las tres salchichas frías que había y el tarro de mermelada que estaba sin empezar.


— "¡Guillermo!" —exclamó entonces la señora Brown, empezando a adivinar la verdad—. ¡Es "imposible" que estés mareado y tengas dolor de cabeza, si te has comido todo eso!

Con aquello se acabó el supuesto dolor.

El muchacho se pasó el resto de la mañana con Enrique, Douglas y Pelirrojo. Estos tres y Guillermo constituían la sociedad llamada "Los Proscritos", sociedad que tenía pocos fines, aparte del de la clandestinidad. Guillermo era el jefe reconocido y estaba orgulloso de semejante honor.

¡Si ellos supieran…! ¡Si ellos adivinaran…! El muchacho se estremeció al pensarlo. ¿Y si le vieran ir… o alguien se lo dijese…? Evidentemente, no volvería a poder mirarles a la cara. Hizo esfuerzos disimulados por averiguar qué planes tenían para aquella tarde. Si siquiera supiese dónde estarían, tal vez pudiera evitar encontrarse con ellos. Pero nada pudo averiguar.

Se pasaron la mañana cazando conejos en un bosque con ayuda de «Chips», el "foxterrier" de Enrique, y «Jumble», el perro de cien mil razas distintas, propiedad de Guillermo.

Ninguno de ellos vio ni oyó conejo alguno; pero «Jumble» persiguió a una mariposa y a una abeja, escarbó en el montículo de un topo y se dejó picar por una avispa, y «Chips» cogió una rata. De manera que no se perdió el tiempo.

A Guillermo, sin embargo, todo eso no le interesó más que a medias. Preparaba mentalmente la mar de planes para evitar lo que veía irremediable, y terminaba por rechazarlos uno tras otro como irrealizables.

Entró a comer algo más temprano de lo acostumbrado. No estaban en el comedor más que su hermano mayor Roberto y su hermana Ethel.

Entró cojeando, con gesto dolorido en el semblante y fruncido entrecejo.

—¡Hola! ¿Qué te ocurre? —preguntó Roberto, que no había estado a la hora de desayunar y se había olvidado de la Asociación de la Esperanza.

—Me he torcido el pie —contestó, débilmente, Guillermo.

—Siéntate y deja que te lo mire —dijo Roberto simpatizando.

El niño se sentó humildemente.

—¿Cuál es?

—¿Eh? Éste…

—Es una lástima, pues, que cojearas con el otro —observó secamente Ethel, gran observadora.

Guillermo la miró con rabia, pero ya no fingió más. Se había estropeado el plan del pie torcido.

La reunión de la Asociación de la Esperanza había de celebrarse a las tres. Su familia escuchó, con indiferencia completa, la queja de un dolor de muelas agudo y repentino a las dos y media; de reumatismo agudo y también repentino a las tres menos veinticinco, y de punzadas en el hígado más tarde.

Guillermo consideró esto como una inspiración divina. Muchas veces había dejado de ir a trabajar su padre por sentir dolores en el hígado.

Pero, a pesar de todo, a las tres menos cuarto estaba preparado para salir, en el vestíbulo.

—Estoy segura de que te gustará, Guillermo —le dijo la señora Brown—. Supongo que jugaréis a la mar de juegos y que lo pasaréis muy bien.

Guillermo la trató con silencioso desdén.

—¡Eh, «Jumble»! —gritó, con súbita inspiración.

Después de todo, la vida no podía ser completamente insoportable mientras existiese «Jumble».

El perro salió, entusiasmado, de los alrededores de la cocina, con el hocico lleno de salsa y dejando caer un hueso sobre la alfombra del vestíbulo.

—Guillermo, no puedes llevar el perro a la reunión de la Asociación de la Esperanza.

—¿Por qué no? —preguntó el muchacho, ya indignado—. No veo por qué. Los perros no beben cerveza, ¿verdad? Tienen tanto derecho a ir a una reunión de la Asociación de la Esperanza como nosotros, ¿no? No parece haber nada que "pueda" hacer uno.

—Estoy segura de que no lo consentirán. Nadie lleva perros a una reunión.

Sujetó a «Jumble» fuertemente por el collar y Guillermo se fue de mala gana, por el jardín.

—Espero que te divertirás mucho —dijo alegremente su madre.

El chico se volvió y la miró.

—Lo extraño es que no me haya "muerto" —respondió amargamente—con las cosas que se me obliga a hacer.

Por último se alejó lentamente, lleno de desaliento. Al llegar a la verja se detuvo y miró con cautela arriba y abajo de la calle. Otros tres niños bajaban por la calle, a corta distancia el uno del otro. Eran Enrique, Douglas y Pelirrojo.

El primer instinto de Guillermo fue volverse atrás y aguardar a que hubieran pasado. Pero le llamó la atención la forma en que caminaban sus tres amigos. También ellos parecían desalentados y avergonzados. Aguardó entonces a Enrique, que iba el primero, quien dirigiéndole una mirada avergonzada, intentó pasar de largo. —¿También vas tú? —preguntó Guillermo, comprendiendo.

Enrique se quedó boquiabierto de sorpresa.

—¿Fue a ver a "tu" madre? —contestó.

Pero si grande había sido su primera sorpresa, mayor fue al advertir que detrás de él iban Pelirrojo y Douglas. Y Pelirrojo se sorprendió a su vez de ver a Douglas detrás de él.

Por último caminaron juntos, deprimidos y en silencio, hasta las Casas Consistoriales. Hubo una vez que Pelirrojo se llevó una mano a la garganta.

—Tengo hecha polvo la garganta —se quejó—. No debía andar yo por la calle.

—También yo estoy enfermo —manifestó Enrique—; ya se lo "dije".

—Y yo —agregó Douglas.

—Y yo —observó Guillermo con una risita seca—; es una crueldad eso de hacernos salir así a todos, cuando estamos enfermos.

A la puerta de las Casas Consistoriales se detuvieron y Guillermo miró, con avidez, en dirección al campo.

—Es inútil —advirtió Pelirrojo, adivinando lo que el otro pensaba tristemente—. Lo averiguarían.

Así que, un tanto amargados y melancólicos, entraron.

Dentro se hallaban sentados gran número de niños, todos muy sombríos, que asistían cada semana a las reuniones nada más que con vistas a la fiesta anual.

La señora De Vere Carter acudió, apresuradamente, a recibir a los que llegaban, trayendo consigo un fuerte olor a perfume.

—Queridos niños —dijo—, bienvenidos seáis a nuestra pequeña reunión.

—Éstos —agregó señalando a los otros niños, quienes dirigieron una mirada sombría a los Proscritos—, éstos son nuestros queridos y nuevos amigos. Hemos de hacerles "muy" felices, "queridos" niños.

Condujo a los recién llegados a unos asientos de primera fila y, colocándose delante de ellos, dirigió la palabra a la reunión.

En seguida habló así:

—Ahora, queridas nenitas y queridos nenes, decidme: ¿qué espero yo que seáis en estas reuniones?

Y, en contestación, se oyó el aburrido y monótono canto:

—Respetuosos y reposados.

—Yo tengo nombre, niños queridos.

—Respetuosos y reposados, señora De Vere Carter.

—Eso es, queridos niños. Respetuosos y reposados. Ahora, queridos amiguitos nuevos, ¿qué espero que seáis?

No recibió respuesta.

Los Proscritos estaban horrorizados, ultrajados, avergonzados.

—¿Qué nenes "más" tímidos, verdad? —dijo la señora, alargando un brazo.

Guillermo retrocedió apresuradamente y fue Pelirrojo el que se encontró con las narices aplastadas contra un broche de diamantes.

—No seguiréis sintiéndoos tímidos a nuestro lado mucho tiempo, estoy segura. ¡Somos "tan" felices aquí…! Felices y buenos. Vamos a ver, niños, ¿qué es lo que debemos ser?

—Felices y buenos, señora De Vere Carter.

—Eso es. Ahora, queridos nenes de la primera fila, decídmelo vosotros.

Guillermín, encanto, empieza tú. ¿Qué es lo que debemos ser?

En aquel momento, Guillermo se hallaba más próximo a cometer un asesinato que en ningún otro momento de su vida. Sorprendió un destello en los ojos de Enrique. Enrique se acordaría. Al final, Guillermo se atragantó; pero no dio respuesta alguna.

—Dímelo tú, Enriquín precioso.

Enrique se puso morado y Guillermo se reanimó al verlo.

—¡Hum! No seréis tan tímidos la semana que viene, ¿verdad, nenes?

—No, señora De Vere Carter —respondió la reunión a coro y con hastío.

—Ahora empezaremos con uno de nuestros lindos himnos. Repartid los libros de himnos. —Se sentó al piano—. El número cinco: "Agua cristalina". Concentrad un poco, nenes queridos… ¿Estáis preparados?

Tocó las primeras notas.

Los Proscritos, aun cuando habían recibido libros de himnos, no cantaron. No tenían nada que objetar contra el agua, como bebida; pero les molestaba entonar canciones de alabanza.

La señora De Vere Carter se levantó del asiento que ocupaba.

—Ahora jugaremos un rato, nenes queridos. Podéis empezar solos, ¿verdad, preciosos? Yo voy a cruzar el prado y acercarme a ver por qué no ha venido Eduardito Wheeler. Debe asistir "con regularidad", ¿verdad, nenitos míos? ¿A qué jugaremos? La semana pasada jugamos a las "Cuatro Esquinas", ¿no es cierto? Pues hoy jugaremos a "¿Dónde están las llaves?, Matarile-rile-rile", ¿no os parece? No; a la gallinita ciega, no, queridos. Es un juego horrible y muy bruto. Ahora, durante mi ausencia, procurad que pierdan su timidez estos cuatro encantos de criaturas, ¿queréis? Y jugad sin hacer ruido. Pero, antes de que me vaya, decidme cuatro cosas que debéis ser.

—Respetuosos y reposados, felices y buenos, señora De Vere Carter —cantaron los niños.

La dama estuvo ausente cosa de un cuarto de hora. Cuando regresó, el juego estaba en todo su apogeo; pero no era "Matarile-rile-rile".

Había un montón de niños que gritaba, aullaba y forcejeaba. Los bancos estaban caídos y había varias sillas rotas. Con gritos, alaridos, golpes y forcejeos, los Domadores intentaban domar; con gruñidos, rugidos, mordiscos y lucha, los Animales intentaban no dejarse domar.


Había desaparecido por completo la tristeza y el aburrimiento. Y Guillermo, con la corbata hecha tiras, la chaqueta rota, un rasguñón en la cabeza y la voz ronca, dirigía toda la lucha, como Primer Domador.

—¡Eh, tú!

—¡Te domaré!

—¡Gr-r-r-r-r!

—¡Duro, compañeros! ¡Cogedlos! ¡Pegadlos! ¡Acuchilladlos! ¡Matadlos!

La verdad era que los rugidos y bramidos de los Animales casi helaban la sangre en las venas.

Y era en vano que la señora De Vere Carter suplicara, protestara y se retorciera las manos.

Nadie oía sus "Respetuosos y reposados", "felices y buenos", "queridos nenes", "Guillermín" y demás cosas por el estilo, en el fragor de la emocionante lucha.

Después, uno de ellos —los rumores que corrieron más adelante diferían en cuanto a la identidad de quién había sido ese uno—salió corriendo del local y se fue al prado y en él se libró la batalla hasta el fin.

Por último, allí, la Asociación de la Esperanza rompió filas de mala gana y cada uno se fue a su casa, maltrecho y magullado, pero feliz a más no poder.

La señora Brown aguardaba el regreso de Guillermo con ansiedad.

Cuando le vio, boqueó y se dejó caer, sin fuerzas, en una silla del vestíbulo.

—¡Guillermo!

—No —dijo Guillermo apresuradamente, mirándola con ojos que se le iban hinchando y cerrando más y más por momentos—; no he estado jugando a ninguna de las dos cosas… a ninguna de esas que me dijiste que no jugara.

—Entonces…, ¿qué es?

—Era… era… "Domadores y «Crocodilos»"… ¡y lo jugamos en la Asociación de la Esperanza!