¡Enamorado!
Guillermo estaba aburrido. Sentado ante su pupitre en la soleada escuela, miró, desapasionadamente, a la hilera de cifras que había en la pizarra.
—Eso no tiene "sentido" —murmuró, desdeñoso.
La señorita Drew estaba aburrida también; pero, al contrario de Guillermo, procuraba ocultarlo.
—Si cien libras esterlinas producen un interés de cinco libras al año… —continuó explicando, con hastío.
Pero, de pronto, se interrumpió para gritar:
—¡Guillermo Brown! ¡Haz el favor de sentarte bien y no poner esa cara tan estúpida!
El muchacho cambió de postura. Es decir, dejó de estar medio tirado hacia un lado del pupitre para tirarse por el otro. Y luego empezó a justificarse.
—Es que yo no "entiendo" ni una palabra. Es lo bastante para hacer que ponga cara estúpida el que no "entienda" ni una palabra. No comprendo por qué la gente da a la gente un poco de dinero por haberles dado mucho dinero y luego sigue haciendo eso continuamente. No tiene sentido. Cualquiera es un primo si le da a nadie cien libras nada más que porque dice que le seguirá pagando cinco libras…, pero se quedará con las cien libras de uno. ¿Cómo sabe él que lo hará el otro así? Y, otra cosa, ¿por qué no ha de dejar de darle las cinco libras cuando haya cogido las cien libras y así quedarse con esas cien libras para…
La señorita Drew le contuvo alzando una mano.
—Guillermo —dijo, con paciencia—, haz el favor de escucharme. Supón, por ejemplo…
Miró a su alrededor y, por fin, descansó su mirada en un muchacho pelirrojo.
—Supón —repitió— que Eric necesitara cien libras para algo y que tú se las prestaras…
—No le dejaré cien libras a Eric —interrumpió Guillermo, con firmeza—, porque no las tengo. Sólo tengo tres peniques y medio y no se los prestaría a Eric, porque no soy tan primo, pues le dejé mi armónica una vez y le arrancó un gran cacho de un mordisco, y…
La señorita Drew le interrumpió con enfado. El dar clase en una tarde de calor es algo molesto. Pero darla a un cabezón como aquél era peor.
—Mejor será que te quedes después de la hora de clase —decidió—, y te lo explicaré.
Guillermo le dirigió una mirada torva, emitió su monosílabo, "¡hum!" que expresaba el más profundo desdén y volvió a guardar un silencio sombrío.
Se reanimó, sin embargo, al recordar una lagartija que había cogido camino de la escuela y se la sacó del bolsillo.
Pero la lagartija había abandonado la desigual lucha por la existencia entre piedras, una peonza, una navaja, trozos de masilla y otros pequeños objetos que ocupaban el bolsillo de Guillermo. El problema de la vivienda había podido más que ella.
Guillermo, disgustado, envolvió los restos mortales de la lagartija en un trozo de papel secante y la enterró en el tintero de su vecino. El vecino protestó, y se armó una animada escaramuza.
Por fin, dejó caer la lagartija por el cuello de un inveterado enemigo de Guillermo, sentado en la fila delantera, al que le fue extraída tan sólo con la ayuda de amigos y simpatizantes. Siguieron a esto amenazas de venganza, concebidas en términos terribles y escritas en papel secante.
Entretanto, la señorita Drew explicaba interés simple a un pequeño pero sincero grupo de admiradores de la primera fila. Y Guillermo, en la fila de atrás, pasaba tranquilamente el tiempo, un tiempo por el que su padre pagaba a las autoridades encargadas de la enseñanza una cantidad bastante grande.
Pero su turno había de llegar.
Acabada la clase, se fueron marchando, uno por uno, todos los colegiales, quedándose solo Guillermo, que mascaba entonces tranquilamente una goma de borrar y miraba torvamente a la señorita Drew.
—¡Guillermo!
La señorita Drew dio muestras de una paciencia enorme.
—Verás; si alguien le pide prestadas cien libras esterlinas a otra persona…
Escribió las cifras en un pedazo de papel, inclinándose, para ello, sobre su mesa. El sol, que entraba a raudales por las ventanas, iluminó los minúsculos rizos dorados que adornaban su nuca. Miró hacia Guillermo con ojos severos; pero azules como el cielo. Sus mejillas estaban levemente coloreadas.
—¿No "comprendes", Guillermo? —preguntó.
Exhalaba un leve perfume y Guillermo, osado pirata y jefe de bandidos, desdeñador de todo lo que de femenino hubiese, experimentó en aquel momento el primer flechazo del malicioso diosecillo ciego.
—Sí; lo comprendo todo ahora —aseguró—. Lo ha explicado usted con mucha claridad. No podía "entenderlo" antes. Es algo tonto, de todas formas, ¿no le parece?, ir prestando cien libras, nada más que porque alguien le diga a uno que le dará cinco libras el año que viene. Alguna gente es prima. Pero sí que "entiendo" ahora. No lo "entendía" antes.
—Te hubiera resultado más sencillo si no hubieses estado jugando con lagartijas muertas durante toda la clase —dijo ella, con hastío, cerrando los libros.
Guillermo se quedó boquiabierto. ¡Ella se había dado cuenta…!
Regresó a casa convertido en un devoto esclavo de la maestra. Recordó que ciertos colegiales acostumbraban depositar lindos ramos de flores sobre el pupitre de la maestra, por la mañana. Guillermo decidió dejar chiquitos a los otros.
A la mañana siguiente, antes de marcharse a la escuela, se metió en el jardín con una cesta grande y una tijera.
Dio la casualidad que no había nadie por allí. Fue, primero, al invernadero. Trabajó allí con una concentración digna de mejor causa. Salió tambaleándose bajo el peso de un cesto lleno de flores de invernadero. Éste había quedado completamente desnudo.
Oyendo ruido en el jardín de atrás, decidió, precipitadamente, no detenerse y sí emprender el camino de la escuela.
La señorita Drew, al entrar en clase, por poco se desmaya al ver, en lugar de la acostumbrada hilera de modestos ramos que figuraban siempre en su pupitre, una masa de flores de invernadero sobre su mesa y su silla. Lo malo era que algunas empezaban a marchitarse.
Ya sabéis que Guillermo era un chico que nunca hacía las cosas a medias.
—¡Virgen Santa! —exclamó la maestra, consternada.
Y el chico se ruborizó de placer.
Aquella mañana se trasladó a un asiento de primera fila. Se pasó toda la mañana mirándola, soñando que la salvaba de manos de bandidos y piratas —cosa que resultaba un poco incongruente con el papel favorito de capitán de bandidos y piratas que siempre solía hacery la llevaba a lugar seguro, medio desmayada, en sus musculosos brazos. Luego ella se abrazaba a él, enamorada y agradecida, y les casaban en seguida los arzobispos de Canterbury y de York.
Guillermo no quería las cosas a medias, ya lo hemos dicho. Por eso, les casarían los arzobispos de Canterbury y York, o el Papa. No estaba muy seguro de si no preferiría al Papa. Él vestiría su traje negro de pirata, con calavera y tibias cruzadas. Pero no; eso no resultaría…
—¿Qué es lo que acabo de decir, Guillermo? —preguntó malhumorada en aquel momento la señorita Drew.
Guillermo tosió y la miró con pasión.
—¿Sobre prestar dinero? —preguntó con esperanza.
—¡Guillermo! —exclamó ella con brusquedad—. Ésta no es clase de matemáticas. Intento enseñarte algo acerca de la Armada Invencible.
—¡Ah, "eso"! —exclamó Guillermo muy animado e insinuador—. ¡Ah, sí!
—Dime algo acerca de la Armada.
—No sé una palabra… aún no…
—Te he estado "hablando" de ella. Ya podías escuchar —exclamó la maestra con cierta desesperación.
Guillermo guardó silencio, perplejo, pero no acobardado.
Cuando regresó a casa aquella tarde, halló que el jardín era teatro de excitación y bullicio.
Un guardia medía los cristales de la puerta del invernadero y otro estaba de rodillas, examinando los vecinos cuadros de flores. Su hermana mayor Ethel estaba de pie junto a la puerta principal.
—Alguien ha robado todas las flores del invernadero esta mañana —dijo la excitada joven a su hermano—. Acaba de llegar la policía. Guillermo, ¿viste tú a alguien por aquí cuando te fuiste al colegio esta mañana?
El muchacho reflexionó profundamente. Apareció en su rostro una expresión de increíble inocencia e ingenuidad.
—No —dijo por fin—. No, Ethel; no vi a nadie.
Tosió y se retiró discretamente.
Aquella noche se sentó en la mesa de la biblioteca, colocando sus libros en torno suyo, con un gesto de determinación en el semblante.
Su padre se hallaba sentado en una butaca, junto a la ventana, leyendo un periódico de la noche.
—Papá —dijo Guillermo de pronto—; suponte que te dijera que me dieses cien libras esterlinas y que yo te daría cinco libras el año que viene y el otro y el otro…, ¿me las darías?
—Ni pensarlo, hijo mío —respondió firmemente el padre.
Guillermo suspiró.
—Ya sabía yo que eso no podía ser —comentó.
El señor Brown volvió a concentrar su atención en el artículo de fondo; pero no por mucho tiempo.
—Papá, ¿en qué fecha se presentó la Armada Invencible?
—¡Santo Dios! ¿Cómo quieres que lo sepa yo? ¡No estaba presente para saberlo!
Guillermo suspiró.
—Es que estoy intentando escribir sobre ella, y explicar por qué fracasó, y… ¿Tú sabes por qué fracasó?
El señor Brown soltó un gemido, dobló el periódico y se retiró al comedor.
Casi había acabado de leer el artículo de fondo cuando apareció Guillermo por allí, con los brazos llenos de libros y se sentó tranquilamente a la mesa.
—Papá —dijo casi en seguida—, ¿cómo se dice en francés "Mi tía se pasea en el jardín"?
—¿Qué mil diablos estás haciendo? —preguntó a su vez el señor Brown entre irritado y curioso.
—Estoy preparando la lección de mañana —explicó Guillermo, virtuosamente.
—Ahora me entero de que te dan trabajo para hacer en casa.
—Es que no acostumbro preocuparme mucho de eso —confesó Guillermo—. Pero me voy a molestar ahora, porque la señorita Drew… —se ruborizó levemente y se detuvo—. Porque la señorita Drew… —se ruborizó aún más y se puso a tartamudear—. Porque la señorita Drew…
Parecía próximo a sufrir un ataque de apoplejía.
El señor Brown recogió silenciosamente su periódico y se retiró a la galería, donde su mujer estaba sentada, cosiendo.
—Guillermo se ha vuelto loco de atar en el comedor —explicó placenteramente al sentarse junto a ella—. Su locura asume el aspecto de unas ansias enormes de saber y delira acerca de una tal señorita Drawing, Drew o algo así. Más vale dejarle en paz.
La señora Brown se limitó a sonreír.
Su esposo había acabado el artículo de fondo y empezaba otro, cuando apareció Guillermo de nuevo. Se quedó en el umbral, con el entrecejo fruncido.
—Papá, ¿cuál es la capital de Holanda?
—¡Cielos! —exclamó su padre—. ¡Compradle una enciclopedia! Cualquier cosa… cualquier cosa… ¿Qué se ha creído que soy? ¿Qué…?
—Será mejor que le destine un cuarto apartado para que haga sus ejercicios —dijo la señora Brown, conciliadora—, ahora que empieza a tomarse tanto interés en sus lecciones.
—¡Un cuarto! —exclamó amargamente su padre—. ¡Qué va…! ¡Necesita una casa entera!
Al día siguiente, la señorita Drew se sorprendió y conmovió al ver la sinceridad y la atención con que escuchaba Guillermo. Además el chico, a la salida, se ofreció para llevarle los libros. Las protestas de la maestra de nada sirvieron. La acompañó hasta su casa, charlando animadamente y reflejaba en su cara cubierta de pecas la devoción que por ella sentía.
—Me gustan los piratas, ¿a usted no, señorita Drew? Y los bandidos y las cosas así. Señorita Drew, ¿le gustaría a usted casarse con un bandido?
Intentaba reconciliar su querido sueño de antaño con el de hogaño, en que se imaginaba ya esposo de la señorita Drew.
—No —contestó sin vacilar la maestra a la pregunta formulada.
—Son muy simpáticos, en realidad… los piratas —aseguró él.
—No opino yo igual.
—Bueno —dijo él con resignación—, entonces no tendremos más remedio que salir a cazar animales salvajes y todo eso. Después de todo no estará mal.
—¿Quiénes saldréis? —preguntó la señorita, aturdida.
—Espere usted y ya verá —respondió él con misterio.
Luego quiso saber:
—¿Preferiría usted que la casara el arzobispo de York o el Papa?
—Creo que el arzobispo —repuso ella muy seria.
Él movió afirmativamente la cabeza, conformándose.
La señorita Drew halló a su discípulo muy divertido. Pero lo encontró menos divertido a la tarde siguiente.
La maestra tenía un primo —un primo muy bien parecidocon el que frecuentemente salía de paseo al atardecer. Aquella tarde, por casualidad, pasaron junto a la casa de Guillermo. Éste, que se hallaba en el jardín, abandonó su papel temporal de pirata y se unió a ellos. Caminó feliz al otro lado de la señorita Drew y monopolizó por completo la conversación.
El primo parecía animarle, cosa que molestó a la maestra. A pesar de las indirectas de la señorita Drew, Guillermo no se decidió a marcharse. Tenía varias cosas interesantes que contar y las contó como quien está seguro de que el auditorio que le escucha aprecia sus palabras.
Había encontrado una rata muerta el día anterior y se la había dado a su perro; pero a su perro no le gustaban muertas, ni al gato tampoco, y la había enterrado. ¿Le habían gustado a la señorita Drew todas las flores que la había llevado hacía unos días? Temía que no le sería posible llevarle más como aquéllas, de momento. ¿Existían piratas hoy en día?, preguntó después. Bueno, y ¿qué le haría la gente a un pirata si lo hubiera? No veía él por qué no había de haber piratas ahora. Pensaba adoptar esa profesión, fuera como fuese. Más tarde hizo saber que le gustaría matar un león. Pensaba hacerlo tarde o temprano. Mataría un león y un tigre. Y le regalaría las pieles a la señorita Drew si ella las quería. Tuvo hasta un arranque de generosidad: le regalaría a la señorita Drew montones de pieles de toda clase de animales.
—¿No te parece que ya es hora de que te vayas a casa, Guillermo? —apuntó en aquel momento la señorita Drew con una frialdad que contrastaba con los propósitos que tenía el chico de obsequiarla.
Guillermo se apresuró a tranquilizarla.
—Oh, no… Aún tengo tiempo de sobra —aseguró.
—¿No es hora de que te metas en la cama?
—¡Qué va…! Aún tengo tiempo de sobra.
El primo dedicaba toda su atención a Guillermo.
—¿Qué os enseña la señorita Drew en el colegio, Guillermo? —preguntó.
—Pues cosas corrientes. Armadas y cosas así. Y lo de prestar cien libras esterlinas. Eso es un disparate "muy" grande. Ya lo entiendo, ya —agregó apresuradamente, temiendo que intentaran explicárselo de nuevo—, pero es "tonto". Mi padre dice lo mismo y él debe "saberlo". Ha estado en el extranjero muchas veces. A mi padre le ha perseguido un toro y todo, ¿sabe…?
Se hacía de noche cuando Guillermo llegó a la casa de la señorita Drew charlando animadamente aún. El éxito le embriagaba. Interpretaba el silencio de su ídolo como prueba de admiración.
Franqueaba la puerta con sus dos compañeros, como quien está seguro de ser bien recibido, cuando la señorita Drew le cerró la verja en las narices.
—Más vale que te marches a casa ahora, Guillermo —le hizo saber.
El chico vaciló.
—No me importaría entrar un poco —dijo—. No estoy cansado.
Pero esta vez ni la señorita Drew ni su primo le hicieron caso. Cuando Guillermo hacía esa propuesta, habían atravesado ya la mitad del jardín.
El muchacho, en vista de ello, enderezó sus pasos hacia casa. Se encontró con Ethel cerca de la verja.
—¿Dónde has estado, Guillermo? Te he estado buscando por todas partes. Debías de haberte acostado hace rato.
—Fui a dar un paseo con la señorita Drew.
—Pero debiste volver a casa a la hora de acostarte.
—No creo que ella quisiera que me marchase —respondió el chico con orgullo—. Y además creo que no hubiese sido cortés.
Guillermo advirtió pronto que había entrado en su vida un nuevo elemento muy serio. No carecía de desventajas. Muchas habían sido las diversiones mediante las cuales Guillermo había acostumbrado pasar el tiempo de la clase, pero ahora… A pesar de la devoción que sentía por la señorita Drew, echaba de menos los días de despreocupación y exuberancia. Sin embargo, conservó su asiento en primera fila y sostuvo su papel de estudiante sincero.
Empezaba a descubrir también que el hacer concienzudamente los ejercicios limitaba enormemente sus actividades después de las horas de clase; pero, de momento, se resignó al sacrificio.
Por su parte, la señorita Drew, desde su asiento en la plataforma, halló algo embarazosas la concentración apasionada de Guillermo y su mirada fija, y aún más sus preguntas.
Un día, al salir del colegio, la oyó hablando con otra maestra.
—Me gustan mucho las lilas —decía—, me encantaría tener un ramo.
Guillermo decidió al punto llevarle lilas, lilas a puñados, lilas a manos llenas.
Se dirigió a casa y habló con el jardinero.
—No; no tengo lilas. Y haga el favor de quitarse de encima de las flores, señorito Guillermo. No; no hay lilas en este jardín. No; no sé por qué no hay. Haga el favor de dejar en paz la manguera, señorito Guillermo.
—¡Uf! —exclamó finalmente Guillermo, con desdén, alejándose.
Dio la vuelta al jardín. El jardinero tenía razón; había rosas por todas partes; pero no lilas.
Se subió a la valla y miró en el jardín de al lado. Allí ocurría lo mismo. Debía de ser una peculiaridad del terreno.
Guillermo se dirigió calle abajo, mirando los jardines al pasar. Todos tenían rosas; ninguno lilas.
De pronto se detuvo.
Sobre una mesa, en la ventana de una casita del fondo de la calle, había un florero con lilas.
El chico no sabía quién viviría allí, pero eso poco importaba. Penetró cautelosamente en el jardín. No había persona alguna por los alrededores. Se asomó al cuarto, que aparecía vacío. La parte inferior de la ventana estaba abierta [1].
Le fue fácil levantarla y saltar dentro, aunque quitando varias capas de pintura del marco al hacerlo. Estaba decidido a apoderarse de las lilas. Las había sacado, chorreando, del florero y se disponía a marcharse, cuando se abrió la puerta y apareció una mujer obesa en el umbral.
El chillido que soltó al ver a Guillermo, le heló a éste la sangre en las venas. Corrió la mujer a la ventana y Guillermo, en propia defensa, dio la vuelta a la mesa y salió por la puerta. La puerta de atrás de la casa estaba abierta y el chico salió por ella, aturdido.
La mujer no le persiguió. Estaba asomada a la ventana y sus gritos hendían el aire.
—¡Auxilio! ¡Socorro! ¡Ladrones! ¡Asesinos!
La tranquila calle se pobló de sonidos.
Guillermo sintió escalofríos de terror. Se hallaba en un pequeño jar son de dos montantes horizontales, uno sobre otro, y se abren de abajo arriba. dincito del que no veía por dónde salir.
Entretanto se redoblaban los gritos.
—¡Auxilio! "¡Auxilio!" ¡Auxilio!
Luego oyó abrirse la puerta principal y voces de hombre.
—¡Eh…! ¿Qué es?
Guillermo miró desesperado a su alrededor. Había un gallinero en un rincón del jardín y en él se metió, abriendo la puerta y atropellando a las enfurecidas gallinas.
El muchacho se acurrucó en un rincón del oscuro gallinero, asiendo, con determinación, su manojo de lilas.
Al principio sólo oyó voces lejanas. Luego éstas se fueron acercando y oyó la voz de la mujer obesa, que gritaba excitada:
—Era un hombrecillo pequeño; pero… ¡con una cara más horrible! Sólo le vi un momento, cuando pasaba por mi lado. Estoy segura de que me hubiera asesinado si no llego a gritar pidiendo auxilio. ¡El cobarde! ¡Y a una mujer indefensa como yo! Estaba de pie junto a la mesa en que guardo los cubiertos de plata. Le sorprendí cuando se disponía a consumar su robo. ¡Estoy más trastornada! No podré dormir en muchas noches. Veré en sueños su rostro patibulario y asesino. Y… ¡a una pobre mujer indefensa como yo!
—¿No puede usted darnos detalles, señora? —preguntó una voz masculina—. ¿Le reconocería usted otra vez?
— "¡En cualquier parte!" —aseguró ella—. ¡Tenía una cara criminal…! No tienen ustedes idea de lo trastornada que estoy. Sería a estas horas cadáver, si no hubiese tenido el valor de gritar repetidas veces pidiendo auxilio.
—Estamos midiendo las pisadas, señora. ¿Dice usted que salió por la puerta principal?
—Estoy convencida de ello. Tengo la seguridad de que está escondido entre los matorrales, junto a la verja. ¡Una cara más vil…! ¡Tengo los nervios completamente de punta!
—Registraremos los matorrales otra vez, señora —dijo la otra voz con hastío—, pero supongo que se habrá escapado ya.
—¡El bestia! —exclamó aún la mujer—. ¡Oh, qué bestia! Y… ¡con aquella cara! Si no hubiese tenido yo el valor de pedir auxilio…
Las voces se apagaron y Guillermo quedó solo en su rincón del gallinero.
Apareció una gallina blanca en la puertecita, le cacareó furiosa y se retiró sin dejar de cacarear su indignación.
Ante los ojos de Guillermo desfilaron visiones de trabajos forzados a perpetuidad y de la horca. Preferiría ser ejecutado, en realidad. ¡Dios quisiera que le ahorcaran!
Luego oyó a la mujer gruesa despedirse del policía. A continuación entró en el jardín de atrás con una amiga, evidentemente, y siguió contando sus cuitas.
—Y pasó "corriendo" junto a mí, querida. Un hombrecito pequeño, pero ¡con una cara!
Esta vez fue una gallina negra la que apareció en la puertecilla, y dirigiendo un cacareo de indignación a Guillermo, volvió a salir al jardín.
—Eres una "valiente", amiga mía —afirmó entonces la invisible amiga—. No sé cómo pudiste "tener" tanto valor…
La gallina blanca pareció exhalar un sonido sardónico…
—Más vale que entres a descansar, querida —dijo la amiga.
—Más vale, sí —respondió la mujer obesa con voz quejumbrosa y doliente—. Sí, porque me siento muy… trastornada…
Cesaron sus voces, se cerró la puerta y reinó el silencio.
Cautelosa, muy cautelosamente, un Guillermo extraordinariamente astroso surgió del gallinero y dio la vuelta a la casa. Encontró una verja cerrada con llave, pero saltó por encima de ella. Luego se deslizó hacia la puerta delantera y salió a gran velocidad a la calle.
—¿Dónde está Guillermo esta noche? —preguntó la señora Brown algo después—. Espero que no se quede por ahí hasta más tarde de su hora de acostarse.
—Acabo de encontrármelo —dijo Ethel—. Subía a su cuarto. Estaba cubierto de plumas de gallina y llevaba en la mano un manojo de lilas.
—¡Está loco! —suspiró su padre—. ¡Loco de atar!
A la mañana siguiente, Guillermo colocó un manojo de lilas sobre el pupitre de la señorita Drew. Hizo su ofrenda con gesto de varonil orgullo.
Pero la señorita Drew retrocedió ante el presente con evidente repugnancia.
—¡Lilas, "no", Guillermo! ¡No puedo soportar su olor!
Guillermo la miró con silencioso asombro unos momentos.
Luego balbució:
—Pero… si usted "dijo"… usted "dijo"… Usted dijo que le gustaban las "lilas" y que le encantaría tener un manojo.
—¿Dije "lilas"? —preguntó vagamente la señorita Drew—. Pues quise decir rosas.
La mirada de Guillermo expresaba esta vez el más profundo desdén.
Se dirigió lentamente a su antiguo asiento en la parte de atrás de la clase.
Aquella tarde, hizo una hoguera en compañía de varios amigos y jugó a los indios en el jardín. Experimentaba cierta emoción al volver a sus costumbres de antaño.
—¡Hola! —exclamó el señor Brown, encontrándose con Guillermo, que se arrastraba por entre los matorrales—. ¡Creí que ahora hacías ejercicios en casa para el colegio!
Guillermo se puso en pie.
—No me molestaré mucho en eso de hoy en adelante —dijo—. La señorita Drew no sabe decir la verdad. Ni ella misma sabe lo que "quiere decir".
—Ése es el inconveniente que tienen las mujeres —asintió su padre.
Luego, dirigiéndose a su esposa, que acababa de acercarse, agregó:
—Guillermo dice que su ídolo tiene los pies de barro.
—No sé que tenga los pies de barro —corrigió el muchacho—. Lo único que yo digo es que no sabe decir la verdad. Me molesté yo una barbaridad y luego resulta que ella no sabía lo que quiso decir. Yo creo que los pies los tiene bien, porque anda con naturalidad. Además, cuando a la gente le hacen pies postizos, se los hacen de madera, no de barro.