Guillermo es un entrometido

—Es distinta a todas las demás mujeres del mundo —balbució Roberto, entusiasmado—. ¡Es imposible describirla! ¡No hay quien sea capaz de hacerle justicia!

Su madre continuó zurciéndole los calcetines y no hizo comentario alguno.

Sólo Guillermo, su hermano menor, manifestó interés.

—¿Cómo es que resulta distinta a las demás? —preguntó—. ¿Es ciega, coja, o algo así?

Roberto se volvió hacia él, hecho una furia.

—¡Anda y ve a jugar a soldados! —dijo—. Una criatura como tú no puede comprender estas cosas.

Guillermo se retiró con dignidad a la ventana. Pero desde allí escuchó, sin perder detalle, el resto de la conversación.

—Muy bien, querido; ¿quién es? —preguntó finalmente la madre—. Y a propósito, Roberto, no puedo comprender cómo te las arreglas para hacer estos agujeros en los talones.

Roberto se pasó la mano por el cabello.

—Ya te he dicho quién es, mamá —contestó, haciendo caso omiso de los calcetines—. No he dejado de hablar de ella desde que entré en el aposento.

—Sí, ya lo sé, querido; pero aún no has pronunciado su nombre ni has dicho cosa alguna acerca de quién es ella.

—Bueno —se conformó el joven, con aire de paciencia sobrehumana—. Pues se trata de una tal señorita Cannon, que está pasando una temporada en casa de los Clive. La conocí esta mañana, pues me la encontré en la calle con la señora Clive y ésta me presentó. ¡Y es la muchacha más hermosa que en mi vida he visto, y…!

—¡Ya sé, ya sé! —se apresuró a decir la señora Brown—. Me has dicho todo eso.

—Bueno… —declaró entonces Roberto, dándose importanciapues tenemos que invitarla a tomar el té con nosotros. Ya sé que no me puedo casar con ella todavía en tanto siga en la Universidad… Pero podía empezar a conocerla ahora; no es que crea yo que me va a hacer caso. ¿Sabes? ¡Vale cien mil veces más que yo…! ¡Cien mil veces más que todo el mundo! ¡Es la muchacha más hermosa que he conocido! No te la puedes imaginar. No me creerías si te la describiera. ¡Nadie sería capaz de describírtela! Es…

La señora Brown le interrumpió precipitadamente.

—Le pediré a la señora Clive que la traiga una tarde. Debo decirte que no me queda más lana azul, Roberto. Es lástima que te dé por tener calcetines de tantos colores distintos. No tendré más remedio que usar esta lana morada. El agujero está en el talón, y no se verá.

Roberto soltó una exclamación de horror.

—¡No "puedes" hacer eso, mamá! ¿Cómo sabes tú que no se verá? Y, aunque no se viese… ¡con sólo pensar en ello…! Ahora que he conocido a "ella", me encuentro en el momento más crítico de mi existencia. ¡No puedo andar por ahí con la sensación de que de un momento a otro puedo hacer el ridículo!

—Oye —preguntó Guillermo, que había escuchado boquiabierto¿estás "lelo" por ella?

—¡Guillermo! No uses esas expresiones tan ordinarias —dijo al punto la señora Brown—. Roberto sólo siente por ella cierto interés amistoso. ¿Verdad, Roberto?

— "¡Cierto interés amistoso!" —gimió Roberto, desesperado—. ¡Nadie "intenta" comprender nunca lo que yo siento! Después de todo lo que te he dicho de ella y que es la muchacha más hermosa que he visto en mi vida y que vale cien mil veces más que yo y que todo el mundo, ¡crees que siento cierto interés amistoso! ¡Pues no! ¡Esa muchacha es… es la gran pasión de mi vida! ¡Es…!

—Bueno, bueno —interrumpió serenamente la señora Brown—. Llamaré por teléfono a la señora Clive y le preguntaré si tiene algo que hacer mañana por la tarde.

El rostro trágico de Roberto se iluminó; luego quedó pensativo un rato y en su semblante se reflejó la ansiedad.

—¿Verdad que Elena puede plancharme los pantalones del traje castaño esta noche? Y tú mamá, ¿podrías conseguirme calcetines y una corbata antes de mañana? Azules, me parece… De un azul brillante, ¿sabes? No demasiado brillante, pero no tan poco que no se note. Y otra cosa: ya podía ser la lavandera algo mejor… Un cuello debiera "relucir" cuando se lo pone uno. Esas lavanderas, sin embargo, no se preocupan de darles brillo nunca. Más vale que me compre unos nuevos para mañana. ¡Es tan importante el aspecto de uno! Ella… y toda la gente suele juzgarle a uno por su aspecto. Se…

La señora Brown dejó a un lado su tarea.

—Iré a llamar a la señora Clive ahora mismo —dijo, para terminar de una vez.

Cuando volvió, Guillermo se había marchado y Roberto estaba de pie junto a la ventana, con el rostro pálido y fruncido el entrecejo, un poco a lo Napoleón.

—La señora Clive no puede venir —anunció la buena señora—; pero, a pesar de todo, la señorita Cannon vendrá sola. Parece ser que ha conocido a Ethel no sé dónde. Conque no tienes por qué preocuparte más, hijo mío.

Roberto emitió una risa sardónica.

— "¡Preocuparme!" —dijo—. Todavía quedan cosas de sobra para preocuparme. ¿Qué hago con Guillermo? —¿Qué pasa con él? —¿No podría marcharse a algún sitio mañana? Las cosas no irán bien estando Guillermo aquí. Demasiado lo sabes tú.

—El pobre tendrá que tomar el té con nosotros, querido. Estoy segura de que será bueno. Ethel estará aquí, además, y ayudará. Le diré al niño que no te moleste. Estoy segura de que será bueno.

*    *    *

Guillermo había recibido órdenes terminantes. No debía entrar en casa hasta que sonara el timbre anunciando la hora del té y había de salir y jugar en el jardín otra vez inmediatamente después.

En honor de Guillermo hemos de decir que estaba dispuesto a obedecer al pie de la letra. Roberto, en el papel de héroe enamorado, le emocionaba. Tomaba la situación muy en serio.

Se hallaba el chico en el jardín, cuando lo atravesó la visita, camino de la casa.

Como se le había dicho que no se presentara, Guillermo se deslizó silenciosamente y contempló la pasión de su hermano por entre las matas de rododendros.

Semejante proceder estaba, por añadidura, muy en consonancia con el papel que el niño estaba desempeñando de momento: el de un caudillo piel roja.

La señorita Cannon era, verdaderamente, bonita. Tenía cabello castaño, ojos pardos y unos hoyuelos encantadores en las sonrosadas mejillas. Además, en aquella ocasión vestía de blanco y llevaba una sombrilla.

Avanzó por el paseo sin mirar a derecha ni izquierda, hasta que un leve movimiento entre los matorrales le llamó la atención. Entonces se volvió rápidamente hacia dicho punto y vio el rostro de un niño, tiznado evidentemente con corcho quemado, alrededor de cuya cabeza campeaban unas cuantas plumas de gallina sujetas con una cinta.


Y al punto aparecieron los hoyuelos en sus mejillas.

—¡Salve, Gran Jefe! —dijo.

Guillermo la miró boquiabierto. Semejante muestra de inteligencia en una persona mayor, se salía de lo corriente.

—Soy el jefe Mano Roja —explicó poniendo una cara terrible.

Ella le hizo entonces una profunda reverencia. En sus ojos bailaba la risa.

—¿Y qué muerte aguarda a la rostro pálido indefensa que ha caído en las manos del Gran Jefe?

—Más vale que me siga a mi "wigwan" y lo verá —repuso Mano Roja, sombrío.

La joven dirigió una mirada hacia el recodo del paseo, tras el cual se hallaba la casa, pero con contenida risa, siguió al muchacho por entre los matorrales.

Desde cierto punto, era visible la ventana de la sala, en donde se hallaba Roberto, pálido de ansiedad, con sus pantalones recién planchados —y bien subidos para exhibir los calcetines azules nuevoscon los ojos fijos en el recodo del paseo por el que había de aparecer su amada. De vez en cuando la inquieta mano del enamorado se alzaba para tocar su corbata nueva, y brillante cuello que resultaba un poquitín demasiado alto y un mucho apretado para ser cómodo; pero que, según el camisero, era "la forma de última creación y más elegante".

Entretanto, la amada del enamorado había llegado al "refugio" que Guillermo se había construido con ramas cortadas de los árboles, y en el que había pasado muchas horas felices con uno u otro de sus amigos.

—Aquí está el "wigwan", rostro pálido —dijo con voz sepulcral—. Quédate en él mientras decido con Rostro de Serpiente y otros jefes cuál ha de ser tu muerte. Ahí están Rostro de Serpiente y los demás —agregó, luego con su voz normal, señalando un pequeño grupo de arbustos.

Seguidamente, el chico, acercándose a ellos, se puso a hablar feroz e ininteligiblemente durante unos minutos, volviendo su tiznado rostro de vez en cuando y señalando a la muchacha, como si estuviera describiendo su captura con toda clase de detalles y feroces ademanes.

Finalmente, volvió junto a ella.

—El idioma que hablaba era piel roja —explicó con voz natural.

Luego, bajando de tono y asumiendo un gesto más feroz que nunca, rugió:

—¡Rostro de Serpiente dice que la rostro pálido ha de perder el cuero cabelludo y después ser guisada y comida.

Sacó un cuchillito, abriéndolo como si pensara efectuar la operación; luego continuó:

—Pero yo y los otros hemos dicho que, si quieres ser "squaw" y guisar para nosotros, te perdonaremos la vida.

La señorita Cannon se dejó caer de rodillas.

—¡Mi humilde y profundo agradecimiento, gran Mano Roja! —manifestó—. Con mucho gusto seré vuestra "squaw".

—Tengo un fuego por aquí —dijo entonces Guillermo, con orgullo, conduciendo a su amiga al otro lado de su "wigwan", donde un pequeño fuego de leña ardía con mortecina llama, ya que quedaba ahogado por una enorme lata llena de un líquido.

—Eso, ¡oh, "squaw" ! —hizo saber Mano Roja con dramático gestoes un rostro pálido al que hicimos prisionero anoche.

La "squaw" palmoteó de alegría.

—¡Qué bien! —exclamó—. ¿Se está guisando?

Mano Roja afirmó con la cabeza. Luego manifestó, en tono decidido:

—Le buscaré unas plumas. Usted también debía usar plumas.

Se metió en el "wigwan" y pronto salió con un puñado de plumas de gallina.

Al punto la señorita Cannon se quitó el sombrero y riendo se colocó las plumas entre su vaporoso cabello.

—¡Qué divertido! —exclamó—. De verdad que me encantan los pieles rojas.

—Tengo también corcho para que se pueda pintar la cara —hizo saber Guillermo en un arranque de generosidad—. Se quema en seguida en la lumbre.

Pero la joven dirigió una mirada hacia las chimeneas de la casa, visibles por entre los árboles, y movió su linda cabecita negativamente, con aparente pesar.

—Me parece que será mejor que no lo haga —murmuró tristemente.

—No importa —se conformó el chico—. Ahora me iré yo de caza y usted remueva el guiso de rostro pálido y nos lo comeremos cuando yo vuelva. Me voy. Fíjese cómo sigo una pista.

Abrió su cuchillito con sanguinario ademán y, dirigiendo siniestras miradas a su alrededor, se arrastró por entre los matorrales. Evolucionó bien a la vista de la "squaw", con el evidente objeto de impresionarla. Ella, mientras, revolvió la mezcla de la lata con una ramita, dirigiendo al muchacho, de vez en cuando, las miradas de admiración que tan evidentemente deseaba.

Pronto regresó el supuesto piel roja, llevando esta vez al hombro una esterilla que echó a los pies de su amiga.

—¡Un gamo, "squaw"! —exclamó como declamando—. ¡Guíselo! La he tenido fuera de casa toda la mañana —agregó Guillermo en voz normal—. Aún no la han echado de menos.

Sacó del "wigwan" dos latas pequeñas y, quitando la grande que estaba en el fuego, echó parte de su contenido en las dos pequeñas.

—Aquí tiene su parte de rostro pálido, "squaw".

—¡Oh! —repuso ella, con evidente alegría—. Estoy segura de que estará riquísimo; pero…

—No tenga usted miedo —declaró Guillermo, comprendiendo—; está muy bueno.

Cogió el envoltorio de un paquetito de sopa, que yacía tras un árbol, y agregó:

—¡No es más que esto y agua y está muy rico!

—¡Qué bien! ¿Te dejan…?

—No me dejan —se apresuró a interrumpir él—; pero hay muchos en la despensa y no echan de menos uno de vez en cuando. ¡Ande! —agregó animador—. ¡No me importa que se lo tome usted! De veras que no. No tardaré en coger más.

Por complacerle, pero haciendo un esfuerzo, la muchacha se llevó la lata a los labios y tomó un sorbo.

—¡Exquisito! —exclamó al punto.

Y cerrando los ojos, se lo bebió de un tirón.

El rostro de Guillermo brillaba de orgullo y de felicidad. Pero se nubló al sonar un timbre en la casa.

—¡Caramba! ¡El té!

La señorita Cannon se sacó entonces apresuradamente las plumas del pelo y se puso el sombrero.

—No tendrás un espejo en tu "wigwan", ¿verdad? —preguntó.

—No —confesó Guillermo—; pero conseguiré uno para cuando vuelva usted aquí. Lo sacaré del cuarto de Ethel.

—¿No se enfadará?

—No se enterará —aseguró sencillamente el muchacho.

La señorita Cannon se alisó el vestido.

—Me he retrasado una enormidad. ¿Qué pensarán de mí? Hice una barbaridad en acompañarte. Yo siempre estoy haciendo barbaridades. Esto ha de quedar entre nosotros dos, ¿sabes?

Y al decir esto dirigió a Guillermo una sonrisa deslumbradora.

—Ahora, entremos y confesemos nuestra culpa.

—No puedo —dijo el muchacho—. Tengo que lavarme y presentarme limpio y arreglado. Prometí hacerlo. Hoy es un día especial. Por Roberto, ¿comprende? Bueno, ya me comprende usted. Es por Roberto.

Alzó la vista hacia el intrigado rostro de la muchacha y movió la cabeza con aire de expresiva picardía.

*    *    *

A todo esto, Roberto estaba frenético. Se había pasado la mano por la cabeza tantas veces, que el cabello terminó por ponérsele de punta.

—No "podemos" empezar sin ella —dijo nuevamente a su madre—. Creerá que somos la mar de groseros. Y eso la alejará de mí para siempre. No está acostumbrada a que la traten así. Es una de esas muchachas sin cuya presencia nadie se pone a comer. Es la mujer más bonita que he conocido en la vida y tú, mi propia madre, pretender tratarla así. Quizás estés echándome a perder toda la existencia. No tienes la menor idea de lo que esto significa para mí. Si la hubieses visto, simpatizarías un poco más conmigo. Me es completamente imposible describirla… Yo…

—Dije a las cuatro, Roberto —contestó con determinación la señora Browny ya son más de las cuatro y media. Ethel, dile a Emma que puede tocar el timbre y servir el té.

La frente de Roberto se bañó de sudor.

—Esto es el derrumbamiento de todas mis esperanzas —declaró roncamente.

Por fortuna, unos cuantos minutos después de haber sonado el timbre, llamaron a la puerta de la casa.

En el acto, Roberto se alisó una vez más su rebelde cabello con agitados movimientos y contrajo la boca en dolorosa sonrisa.

Y la señorita Cannon apareció, encantadora, en el umbral.

—¿Verdad que soy una verdadera calamidad? —preguntó riendo—. En realidad, me encontré con el niño de ustedes en el jardín y he pasado un rato en su compañía. Es encantador.

Sus ojos pardos descansaron, un momento, sobre Roberto. Éste se humedeció los labios y forzó una sonrisa; pero no fue capaz de articular palabra.

—Sí, conozco a Ethel y me presentaron a su hijo… ¿Fue ayer, verdad?

Roberto pretendió confirmarlo y murmuró algo ininteligible, llevándose una mano al cuello demasiado apretado. Por último, atinó a hacer una rendida inclinación.

A continuación pasaron todos al comedor.

Guillermo llegó unos momentos después. Iba muy bien peinado, habiéndose quitado casi por completo las manchas de corcho quemado de la cara, así como las plumas del cabello.

El peso de la conversación lo llevaron la señorita Cannon y Ethel. Roberto se devanó los sesos para ver si se le ocurría alguna observación ingeniosa, algo que le hiciera merecer más a los ojos de la muchacha; pero no se le ocurrió nada.

Sin embargo, cada vez que los ojos de la beldad se posaban en él, forzaba la misma sonrisa atormetada de siempre, y se llevaba una mano al cuello.

Se dio cuenta, con desesperación, que los preciosos momentos transcurrían sin que hubiese llegado a revelar él su pasión, salvo con las miradas, cuyo mensaje temía que ella no hubiera entendido.

Cuando acabaron el té, Guillermo se volvió hacia su madre, preguntando con susurro sibilante, lleno de ansiedad:

—¿También yo debía haberme puesto mi traje de fiesta?

La risa bailó en los ojos de la señorita Cannon y la mirada que el medroso Roberto dirigió a su hermano, hubiera aplastado a un espíritu menos osado que el del travieso chico.

Éste había olvidado por completo las órdenes que recibiera de retirarse inmediatamente después del té. Todas las indirectas que se le dirigían caían en baldío.

Siguió a la señorita Cannon al salón y se sentó en el sofá junto a Roberto, que se había colocado al lado de su amada.

—¿Le… gusta la lectura, señorita Cannon? —empezó a decir Roberto, haciendo un esfuerzo.

—Yo… "escribí" un cuento una vez —se jactó al momento Guillermo, inclinándose por delante de Roberto antes de que ella pudiera contestar—. Y era la mar de bueno. Se lo enseñé a algunas personas. También se lo enseñaré a usted si quiere. Empezaba con un pirata, en una balsa… Y roba unas joyas, y el rey a quien pertenecían las joyas le perseguía en un vapor. Y, cuando le alcanzaba, el pirata se tiró al agua y se llevó las joyas con él, y un pez se las tragó, y el rey lo pescó y…

Se detuvo para respirar.


—¡Me encantaría leerlo! —afirmó al punto la señorita Cannon.

Roberto se puso de lado y, descansando un codo en la rodilla para tapar a Guillermo, dijo con voz más ronca aún:

—¿Cuál es su flor favorita, señorita Cannon?

La cabecita de Guillermo se asomó junto al brazo de Roberto.

—Yo tengo un jardín. Tengo flores virginianas que crecen muy aprisa. Me gustan las cosas que crecen aprisa. ¿A usted no? Se cansa uno de aguardar que crezcan las otras clases, ¿verdad que sí?

Roberto se puso en pie, desesperado.

—¿Le gustaría ver el jardín y los invernaderos, señorita Cannon? —preguntó.

—Realmente me gustaría mucho —aseguró ella.

Dirigiendo antes una mirada amenazadora a su hermano, Roberto condujo a la joven al jardín. Pero Guillermo, rebosante de inocente animación, les siguió.

—¿Sabe usted atar nudos que nadie pueda desatar? —preguntó.

—No —contestó ella—. ¡Ojalá supiera!

—Pues yo sí sé. Pero no se preocupe: le enseñaré a hacerlos. Conseguiré un cordel y le enseñaré más tarde. Es fácil, pero hay que tener práctica, ¿sabe? Y también le enseñaré a hacer aeroplanos de papel, que vuelan por el aire cuando hace viento. Eso sí es muy fácil. Sólo hay que tener cuidado de hacerlos del tamaño justo. Yo sé construirlos, y sé también hacer muchas cosas de cajas de cerillas y cosas y…

Roberto le interrumpió, enfurecido.

—Éstas son las rosas de mi padre. Se siente muy orgulloso de ellas.

—Son muy hermosas.

—¡Ya verá usted mis flores de Virginia! No le digo más. ¡Aguarde…!

—¿Acepta usted esta rosa de té, señorita Cannon? —Roberto tenía en aquel momento el rostro congestionado—. Le… le va a usted bien. Usted… ¡ejem…! las flores y usted… es decir… estoy seguro de que… a usted le gustan las flores… Usted debía… tener… ¡ejem…! flores siempre. Si yo…

—Y yo le cogeré esas encarnadas y esa blanca —intercaló el no menos enamorado Guillermo, decidido a no dejarse aplastar por la voz de su hermano—. Y le daré parte de mis flores virginianas. Y no acostumbro a darle flores de Virginia a "nadie".

Esto último lo dijo con mucho énfasis.

Cuando regresaron a la sala, la señorita Cannon llevaba un enorme ramo de flores de Virginia y de rosas blancas y encarnadas que ocultaban por completo la rosa de Roberto. Guillermo iba a su lado, charlando animadamente y con aplomo. En cambio, el pobre Roberto iba detrás, con la desesperación reflejada en su rostro.

Fue entonces cuando, correspondiendo a la mirada angustiada de éste, la señora Brown llamó a Guillermo a su lado, mientras Roberto y la joven volvían a sentarse en el sofá.

—Espero… espero —dijo Roberto con gran emoción—. Espero que su estancia aquí sea muy larga.

—Bueno y ¿por qué no he de "hablarla" yo?

El susurro de Guillermo era alto e indignado.

—¡Calla, querido! —pidió la señora Brown.

—Me gustaría enseñarle a usted algunos de los paseos de los alrededores —prosiguió Roberto, desesperado, procurando hacer caso omiso de las palabras oídas, y dirigiendo una temerosa mirada hacia el rincón en que Guillermo hablaba, lleno de indignación, con su madre.

—¿Me concede usted ese… ¡ejem…! placer… ¡ejem…! honor?

—No hacía más que "hablar" con ella —dejó oír otra vez la voz de Guillermo—. No hacía ningún daño con eso, ¿verdad? ¡Yo sólo "hablaba" con ella!

El silencio se hizo intenso. Roberto, congestionado, abrió la boca para decir algo, cualquier cosa para ahogar aquella terrible voz; pero no pudo modular nada. Era evidente que la señorita Cannon estaba escuchando a Guillermo con mucha atención.

—¿No puede "hablarle" ninguna otra persona nunca? —El susurro sibilante del niño alzado en indignada súplica, llenó el cuarto—. ¿Nada más que porque Roberto se ha enamorado de ella?

(El recuerdo trágico de aquel momento fue la pesadilla de Roberto día y noche durante muchas semanas).

La señora Brown tosió llena de apuro también y repentinamente empezó a describir, con innecesario lujo de detalles, los destrozos causados por las orugas en el rosal favorito de su marido.

Finalmente Guillermo se retiró con ofendida dignidad al jardín, un momento después; pero entonces la señorita Cannon se levantó del sofá.

—Me temo que ya voy a tener que marcharme —manifestó con una sonrisa.

Roberto, angustiado y abrumado, se puso también en pie, lentamente.

—Tiene usted que volver algún otro día —pidió débilmente, pero con la misma pasión de antes.

—Sí que vendré —repuso ella—. Tengo unas ganas enormes de volver a ver a Guillermo. ¡Es un niño que me encanta!

*    *    *

Procuraron consolar a Roberto y hacerle olvidar el mal rato pasado; pero fue Ethel quien propuso el plan que logró darle nuevos ánimos. Combinó una merienda para el jueves próximo que, por casualidad, era el día del cumpleaños de Roberto e, incidentalmente, el último de la estancia de la señorita Cannon en casa de la señora Clive.

El grupo había de componerse de Roberto, Ethel, la señora Clive y la señorita Cannon y a Guillermo ni siquiera había de decírsele dónde se iba a celebrar la merienda. Se envió la invitación aquella misma noche y Roberto se pasó la semana soñando con meriendas y proponiendo bocadillos imposibles, de los que la cocinera nunca había oído hablar siquiera. Y cuando ésta amenazó con despedirse, Roberto consintió, de mala gana, en dejar que se encargara ella de todo.

Envió su pantalón blanco —que estaba perfectamente limpioal lavadero, con una nota insinuando que llevaría a los propietarios a los tribunales si no se lo devolvían, inmaculado, para el jueves por la mañana.

En fin, iba de un sitio a otro con expresión fija de determinación y el entrecejo fruncido. En cuanto a Guillermo, le prestaba la misma atención como si no existiese. Y hasta compró un libro de poesías en una librería de viejo y lo colocó en una mesita junto a su cama.

A la señorita Cannon no se la vio en ese intervalo; pero el jueves amaneció despejado y con sol, y la ansiedad de Roberto se desvaneció. Su padre le regaló un reloj con su correspondiente cadena y la madre una bicicleta. Guillermo le obsequió a su vez con una lata de caramelos, regalo que hemos de decir fue hecho con miras ulteriores.

Con la señora Clive y la señorita Cannon se encontraron en la estación, en donde sacaron billete para un pueblecillo situado a unas millas de distancia, desde donde pensaban dirigirse, a pie, a un lugar sombreado, a orillas del río.

Por lo que a Guillermo respecta, se sintió algo herido en su dignidad al ser excluido del grupo de excursionistas; pero pronto se resignó a su suerte y se pasó las primeras horas de la mañana haciendo de jefe Mano Roja entre las matas de rododendros. Había agregado a su penacho una pluma de avestruz que encontró en el cuarto de Ethel y luego empleó casi un corcho entero en tiznarse la cara. Además llevaba la estera que ya conocemos prendida al hombro con un alfiler.

Pero después de fundir unos caramelos, al fuego, en agua de lluvia y beberse el líquido resultante, se cansó del juego y subió al cuarto de Roberto a inspeccionar los regalos.

La lata de caramelos estaba en la mesa, cerca de la cama. Guillermo cogió dos o tres y empezó a leer los poemas bucólicos que su hermano se había comprado. Se horrorizó, unos momentos después, al darse cuenta de que había vaciado la lata de caramelos que regalara; pero la tapó con un suspiro, preguntándose si adivinaría Roberto quién se los había comido. Temía que sí, que lo adivinara. De todas formas —argumentó para tranquilizar su inquieta concienciase los había regalado él. Y, sea como fuere —agregó, como definitivo argumento—, no se había dado cuenta de que se los estaba comiendo todos.

Después de esto se dirigió a la cómoda que había en la estancia y se puso el reloj y la cadena que allí encima estaban, probándoselos en distintos ángulos y variadas posturas para ver cómo le estaban. Venció por fin la tentación que sentía de llevarlos puestos toda la mañana y volvió a depositarlos en la cómoda.

A continuación bajó y fue al cobertizo, donde la bicicleta de Roberto campeaba en todo su esplendor. Estaba inmaculada y brillante y Guillermo la miró con respetuosa admiración. Acabó por decirse que no podía hacerle daño alguno si la cogía y la paseaba, empujándola, alrededor de la casa.

Animado después por el pensamiento de que la señora Brown había salido de compras, dio varias vueltas en torno a la casa con la bicicleta. Le divertía enormemente la sensación de importancia y propiedad que aquello le proporcionaba y le sabía mal soltarla.

Se preguntó si resultaría muy difícil montar. Recordó que había intentado montar en bicicleta una vez, cuando pasaba unos días en casa de una tía… Y ya no necesitó más.

Se subió a un banco del jardín, y con dificultad, logró sentarse en el sillín de la bicicleta. Con gran sorpresa y encanto suyo, recorrió unos metros antes de caerse. Intentó otra vez y volvió a caerse. Volvió a montar y se metió de cabeza en un acebo. Lo olvidó todo en su determinación de adiestrarse en aquel arte. Probó repetidas veces.

Al cabo de un rato, la brillante pintura negra del cuadro estaba arañada ya por varios sitios; el guía algo torcido y sin brillo. El propio Guillermo estaba magullado y lleno de arañazos, ¡pero no se dejaba vencer!

Por fin, logró sustraerse a la fatal atracción del acebo, al que había ido a parar repetidas veces, y recorrió, serpenteando, el paseo del jardín, saliendo finalmente a la calle.

Justo es decir que no había sido la intención de Guillermo salir a la calle. Tanto es así, que seguía con el penacho de plumas en la cabeza, el rostro tiznado y la estera prendida del hombro.

Pero sólo al encontrarse en la calle fue cuando se dio cuenta de que era imposible la retirada y que no tenía la menor idea de cómo debía apearse de la bicicleta.

Lo que siguió después fue para Guillermo una especie de pesadilla.

Repentinamente, vio un camión que se dirigía hacia él y, lleno de pánico, torció para rehuirle por una bocacalle, pasando luego de aquélla a otra.

La gente salía de su casa a verle pasar. Los niños le silbaban o le daban vivas y corrían tras él en grupos. Y Guillermo seguía adelante simplemente porque no sabía cómo parar. Su aplomo habitual, que tan bien conocemos, había desaparecido por completo. Ni siquiera tenía suficiente serenidad para que se le ocurriera tirarse al suelo. Estaba completamente extraviado.

Había dejado atrás la población y no sabía dónde iba. Pero, por doquiera que pasaba, era el centro de atracción. La extraña figura de rostro ennegrecido, con la estera ondeando, prendida a su hombro y el penacho de plumas del que se desprendía alguna de ellas de vez en cuando, hacía salir a todo el mundo a la puerta.

Algunos decían que era un loco escapado del manicomio; otros que anunciaba algo. Los niños se inclinaban a creer que era de una compañía de circo.

El propio Guillermo había llegado ya más allá de la desesperación.

Estaba pálido y su rostro tenía una expresión fija. Su pánico inicial se había convertido luego en certidumbre de que seguiría corriendo para siempre. Y que jamás sabría cómo detenerse.

Suponía que atravesaría Inglaterra de cabo a rabo. Se preguntaba incluso si ya andaría muy lejos del mar, contestándose, convencido, que no podía andar muy lejos. ¿Volvería a ver a sus padres?

Sus pies daban automáticamente a los pedales. No los alcanzaba, por supuesto, cuando estaban en su punto más bajo; los tenía que tocar cuando subían y entonces empujarlas con todas sus fuerzas.

Aquella tarea le fatigaba en grado sumo. Y ya empezaba a preguntarse si le daría lástima a la gente verle caer muerto.

He dicho que Guillermo no sabía dónde iba.

"Pero sí lo sabía el Destino".

Los excursionistas bajaron desde la estación hacia el río. Hacía una mañana deliciosa.

Roberto, con el corazón alegre y lleno de esperanza, caminaba junto a su diosa, gozando de su proximidad, aunque no se le ocurría cosa alguna que decirle. En cambio, Ethel y la señora Clive charlaban animadamente.

—Hemos logrado esquivar a Guillermo —dijo riendo, Ethel—. ¡Ni siquiera tiene la menor idea de dónde hemos venido!

—Lo siento —manifestó la señorita Cannon, sinceramente—. Me hubiera encantado la compañía de ese niño.

—Usted no le conoce —aseguró Ethel, convencida.

—¡Qué mañana tan hermosa! —murmuró en aquel momento Roberto, sintiendo que debía decir algo—. ¿Camino demasiado aprisa para usted, señorita Cannon?

—¡Oh, no!

—¿Me permite que le lleve la sombrilla? —preguntó a continuación, con humildad.

—No se moleste; muchas gracias.

El joven propuso que se pasearan por el río en una lancha después de comer y la joven aseguró que quedaría encantada. Sin embargo, Ethel y la señora Clive dijeron preferir quedarse en tierra.

Aquello colmó de alegría a Roberto. Tendría ocasión así de acordar con la señorita Cannon la iniciación de una bella correspondencia y de insinuar las intenciones que le animaban. Le diría, naturalmente, que mientras estuviese en la Universidad, no se hallaría en posición de ofrecerle su corazón y su mano; pero, si quería aguardar… En fin, que empezó a preparar, mentalmente, grandes peroraciones.

Llegaron, finalmente, a la orilla del río y abrieron las cestas de la merienda. Libre de las trabas de Roberto, la cocinera había hecho, en verdad, maravillas.

Colocaron el mantel sobre la hierba y se sentaron a su alrededor, a la sombra de los árboles.

Mas, en el preciso momento en que Roberto cogía un plato de emparedados para ofrecérselos, con cortés gesto, a la señorita Cannon, su mirada se posó en la larga y blanca carretera que conducía del pueblo en que dejaron el tren al río donde se hallaban y permaneció fija en ella, reflejándose, poco a poco, en el rostro del joven el más profundo estupor, del que un sincero horror no estaba ausente. Finalmente, la mano que sostenía el plato volvió a caer, sin fuerzas, sobre el mantel. Entonces la mirada de los demás siguió la suya.

Una extraña figura avanzaba, en bicicleta, por la carretera: una figura de rostro tiznado, con unas cuantas plumas lacias en la cabeza y la estera ondeando al viento. Un grupo de niños corría detrás, jaleándole. Era una figura que les resultaba, a todos, vagamente familiar.

—¡No puede ser! —exclamó, por fin, roncamente, el pobre Roberto, al tiempo que se pasaba una mano por la frente.

Nadie habló.

La figura se fue acercando. Era inconfundible.

—¡Guillermo! —exclamaron cuatro voces asombradas.

Y Guillermo llegó al final de la carretera. No torció a derecha ni izquierda, por la citada carretera que bordeaba el río. Ni siquiera reconoció a los que pronunciaron su nombre; ni los miró.

Con el rostro pálido, siguió hacia la orilla del río y directamente hacia ellos. Huyeron todos ante su proximidad. Y así pasó por encima del mantel y de los emparedados, del pan, de los pasteles y de la mantequilla y se precipitó de cabeza en el río.


*    *    *

Fueron sacados del río él y la bicicleta. Aun en eso la suerte se le mostró poco propicia a Roberto. Fue un barquero, que acertó a pasar en aquel momento, quien efectuó el salvamento.

Guillermo salió calado hasta los huesos, completamente agitado; pero sintiéndose vagamente heroico. No le sorprendió ni pizca el verles. Nada le hubiera sorprendido en aquel momento. Y mientras Roberto se preocupaba ante todo de secar y examinar la maltrecha bicicleta con impotente furia, la señorita Cannon, apoyando la cabeza de Guillermo en su brazo, le daba café caliente y unos emparedados y le llamaba:

—¡Mi pobrecito y querido Mano Roja!

Insistió en acompañarle hasta su casa y, durante todo el viaje, desempeñó el papel de su fiel "squaw". Luego, después de haber invitado a Ethel y a Roberto a tomar el té como despedida, se fue a preparar las maletas.

Un poco más tarde, cuando la señora Brown bajó la escalera, procedente del cuarto de Guillermo, con una bandeja en la que reposaba un tazón medio lleno de sopas, se encontró con Roberto en el vestíbulo.

—Roberto —objetó—; no tienes por qué estar tan disgustado.

El joven casi dio un brinco al oírlo. Le dirigió una mirada de furia y, finalmente, rió con risa hueca.

—¡Disgustado! —repitió, zaherido por lo inadecuado de la expresión maternal—. ¡También lo estarías tú si te hubiesen destrozado la vida! Sí, estarías disgustada y yo tengo "derecho" a estar disgustado.

Se pasó la mano por la cabeza, mesándose los cabellos.

—Vas a ir a tomar el té con ella —le recordó su madre.

—Sí, con otra gente —convino él, con amargura—. ¿Quién puede hablar habiendo otra gente delante? Nadie. En cambio, hubiese hablado con ella en el río. Tenía preparadas la mar de cosas para decirle. Y se presenta Guillermo y lo echa todo a perder… ¡incluso mi bicicleta! Y es la muchacha más bonita que he conocido en mi vida. Y tenía ganas de poseer esa bicicleta hace tiempo y ahora no está en condiciones de que se pueda uno montar en ella.

—¡Pero no seas así! El pobre Guillermo ha cogido un resfriado muy grande, querido, y no debieras de sentir animosidad alguna contra él. Desde luego tendrá que pagar la reparación de tu bicicleta. Se lo descontaremos del dinero que le dábamos para gastar.

—Cualquiera diría —estalló Roberto, sin prestar atención y haciendo un gesto de desesperación en dirección a la mesa del vestíbulo y orientando hacia ella sus comentarios, al parecer—. Cualquiera diría que cuatro personas mayores, en una casa, podrían hacer guardar el orden a un niño de la edad de Guillermo, ¿verdad? Se supondría que no se le permitiría destrozarles la vida a los demás… ni las bicicletas tampoco. ¡Ah, pero, bueno! Esto no volverá a ocurrir.

La señora Brown siguió andando, camino de la cocina.

—Roberto —advirtió, sin embargo, volviendo la cabeza—, supongo que dejarás en paz a tu hermano ahora que está enfermo, ¿verdad que sí?

—"¿Dejarle en paz?" —exclamó el aludido.

Y volvió hacia ella el rostro, como si creyera que le habían engañado sus oídos.

—"¿Que le deje en paz?" —repitió—.

Bueno, aguardaré. Esperaré a que esté bien y ande otra vez por casa; no empezaré nada hasta entonces. Pero… ¿dejarle en paz? ¡No! Esto no es paz; es un "armisticio".