GUY FAWKES CON VARIACIONES

—¡El día de Guy Fawkes[1] sin una hoguera y sin fuegos artificiales! —se lamentaba Guillermo—. No hay derecho. Así no pueden Continuar las cosas.

—Casi he olvidado cómo son los fuegos artificiales —dijo Pelirrojo.

—Me parece muy mal que un gran hombre como él —intervino Douglas en tono de contenida indignación—, sea olvidado por causa de la guerra.

—No fue un gran hombre —le recordó Enrique—. Quiso volar las Casas del Parlamento.

—Bueno, ahí es donde vive el gobierno, ¿no es cierto? —dijo Douglas—, y si oyerais hablar a mi padre cuando le llega el Impuesto sobre la Renta, pensaríais que no sería tan malo que alguien las volara.

—Bueno, de todas formas, va contra la ley —insinuó Enrique—. Hay leyes que prohíben que la gente haga volar el Gobierno.

—No importa la clase de hombre que era —replicó Guillermo, impaciente—. No tendremos fuegos artificiales ni hogueras y será un asco.

—Debió hacer algo más aparte de intentar volar el Parlamento —dijo Pelirrojo.

—Nada —exclamó Enrique—. Eso es todo lo que hizo y por eso le ejecutaron.

Guillermo meditó en silencio y luego se animó.

—Bueno, si no podemos conseguir que vuele el Parlamento sí podemos hacer que sea ejecutado —sugirió.

Los otros consideraron la sugerencia con reservas.

—¿Cómo podemos hacerlo? —preguntó Douglas.

—Bueno, ¿no lo comprendes? —repuso Guillermo—. Es muy sencillo. Uno de nosotros será Guy Fawkes… yo… y podemos hacer que vuele el Parlamento… uno de vosotros será el Gobierno… otro puede ser el policía y otro el juez. Y podemos representar un juicio y una ejecución. Yo seré el verdugo. Traeré el hacha del cobertizo.

—No podrás, si eres Guy Fawkes —le dijo Pelirrojo—. No puedes cortar tu propia cabeza.

—N-no —convino Guillermo, abandonando de mala gana su doble papel—. No, supongo que no podría. Bueno, creo que sí podría pero necesitaría mucha práctica. Está bien, el policía puede cortarle la cabeza… De todas maneras, es mejor que nada. No es tan bueno como una hoguera, pero es mejor que nada de nada. Bueno, en cierto modo es mejor que una hoguera porque no importará si llueve.

Los otros se iban contagiando poco a poco del entusiasmo de Guillermo.

—El viejo cobertizo puede ser las Casas del Parlamento —dijo Pelirrojo—. Y yo seré el Gobierno que está dentro.

—Yo iré a volarlo en cuanto te hayas instalado —dijo Guillermo—. Apuesto a que consigo algo que estalle con estruendo. Y luego saldré corriendo y Douglas será el policía y me perseguirá.

—¡Apuesto a que te cojo! —exclamó Douglas entusiasmado.

—Y yo seré el juez —intervino Enrique—. Tendré testigos, discursos y cosas como uno de verdad.

—Y luego te cortaré la cabeza —exclamó Pelirrojo con placer.

—Apuesto a que no puedes —dijo Guillermo—. Apuesto a que me escapo de la cárcel.

—No puedes hacer cosas que no hizo el auténtico Guy Fawkes —dijo Enrique.

—¿Que no? —exclamó Guillermo—. ¡Aguarda y verás!

Sin duda el juego prometía sorpresas y emoción.

—No es hasta mañana —continuó Pelirrojo—. Eso nos da tiempo para pensar más cosas para agregarlas.

—Sí —propuso Guillermo—. Pensemos mucho hasta mañana.

Y fue camino de su casa cuando encontraron a Juana que caminaba desconsolada.

—Hola, Juana —le saludó Guillermo—. Mañana celebraremos el día de Guy Fawkes sin hogueras. ¿Te gustaría intervenir? No puedes hacer de Guy Fawkes —se apresuró a decir—, porque lo hago yo.

—Ni de Gobierno, ni de verdugo —dijo Pelirrojo—, porque los represento yo.

—Ni de policía —dijo Douglas—, porque lo hago yo.

—Ni de juez —exclamó Enrique.

—¿Puedo ser su madre? —preguntó Juana.

—Él no tenía madre —dijo Guillermo.

—Debió tenerla —intervino Enrique.

—Bueno, quiero decir que no tiene nada que ver con esto —explicó Guillermo—. Ella no voló nada.

Juana reflexionaba.

—¿No tenía esposa? ¿Hizo ella alguna cosa?

Los Proscritos estaban perplejos.

—«Alguien» de la historia tenía una esposa —explicó Pelirrojo—. Y fue a visitarle a la cárcel, cambió sus ropas con él, y pudo escaparse disfrazado de mujer.

—No creo que fuese Guy Fawkes —dijo, moviendo la cabeza, Enrique.

—No veo por qué no pudo ser él —exclamó Guillermo—. De todas formas, así resulta más emocionante. Son necesarias un montón de cosas emocionantes para compensar la falta de hogueras.

—Entonces yo seré la señora Fawkes —dijo Juana—, iré a verte a la cárcel y tú podrás escapar con mi abrigo y mi sombrero. El sombrero me cubre la cara, así que será un buen disfraz —suspiró—. Me alegra tener algo que hacer mañana. Va a ser un día «espantoso».


—Entonces yo seré la señora Fawkes —dijo Juana—, e iré a verte a la cárcel.

—¿Por qué? —preguntaron a coro los Proscritos.

Ella echó a andar a su lado.

—Bueno, es por una prima de mamá. Yo no la he visto nunca, pero tiene una escuela en un sitio muy seguro de Escocia, y dice que me tendrá como alumna sin que mamá pague nada, y mamá dice que las cosas están tan difíciles por causa de la guerra, que no podemos decir que «no». Yo no quiero ir, y en realidad mamá tampoco quiere que vaya, pero dice que no puede negarse porque es una oportunidad única de poder ir a tan buen colegio y en un lugar tan seguro, pero… oh, no quiero ni «pensarlo»…

—¿No te irás mañana, verdad? —preguntó Guillermo preocupado.

Había dado por hecho la presencia de Juana, y pensar en su repentina desaparición de sus juegos y correrías resultaba desconcertante. Juana era callada y discreta, pero llevaba una parte muy necesaria de sus vidas. Era la «squaw» de sus Pieles Rojas (y nadie lo hacía mejor que ella) y por lo general cuidaba de ellos, ocultando el rastro de suciedad y destrucción que dejaban a su paso, cepillando sus chaquetas y enderezando sus cuellos antes de que volviesen ante las miradas maternas. Ella era, en resumen, su «squaw» oficial.

—No, no, mañana no —dijo con tristeza—. Probablemente iré el curso que viene, pero esta prima… se llama señorita Cummins… vendrá mañana para hablar con mi madre y dejarlo todo arreglado. Estaba temiendo que llegase «mañana», pero si puedo ser la señora Fawkes, por lo menos tendré una cosa en qué pensar y no será tan triste.

—Pero, «¡troncho!» —protestó Guillermo indignado—. Tú no puedes ir a ese sitio. Aquí… aquí estamos bastante «seguros».

—No tanto como en ese terrible lugar donde está su escuela —dijo Juana—. Y mamá dice que será muy agradable que papá no tenga que pagar más facturas del colegio. Ella no «quiere» que vaya. Se siente tan desgraciada como yo… pero cree que «debemos» hacerlo.

—Bueno, creo es una villanía —dijo Guillermo.

Los otros Proscritos estuvieron de acuerdo.

—No importa —exclamó Juana animándose—. Olvidémoslo. Es estupendo poder pensar en lo de Guy Fawkes. Creo que será mucho más divertido que una hoguera. Para empezar, seamos todos conspiradores. ¿Con qué vas a volarlo, Guillermo? Yo tengo algunas cápsulas de pistola.

—¡Oh, bien! —exclamó Guillermo—. Ya no nos quedaba ninguna y ahora no se encuentran.

Echaron a andar por el camino, discutiendo los detalles de la fiesta de Guy Fawkes.

* * *

Los conspiradores se reunieron en el lugar señalado bajo el roble junto al viejo cobertizo. Llevaban impermeables por ser lo más parecido a los trajes de los conspiradores que habían logrado encontrar, y al hablar lanzaban miradas furtivas por encima del hombro. Todos ostentaban grandes bigotes pintados con corcho quemado.

—¿Cómo vamos a librarnos del Gobierno? —preguntó Pelirrojo hecho un hombre.

—Por mi fe que no —dijo Enrique con profunda voz de bajo, añadiendo con su tono natural—. Por mi fe es otra exclamación como pardiez —volvió a adoptar la voz de bajo—. Ocultémonos tras un seto y disparemos, asaz. Asaz, es otra —agregó entre paréntesis.

—¡Voto al diablo, por mi fe, asaz, pardiez! —exclamó Guillermo exagerando la nota—. Podríamos fallar, y nos matarían a todos. ¡Os diré lo que haremos! Lo volaremos.

—Voto al diablo, caballero —dijo Enrique—. Sería muy peligroso. Apuesto cualquier cosa a que lo descubren.

—Escuchadme con atención, hermanos —comenzó Juana.

—Eso es de la Biblia —la interrumpió Enrique—. Y Guy Fawkes no pertenece a la Biblia sino a la historia.

—¿Qué puedo decir entonces?

—Oh, puedes decir «escuchad» y pones «pardiez» delante.

—Está bien —repuso Juana—. Pardiez, escuchad —y al cabo de unos instantes agregó—. ¿Qué os parece «vuesasmercedes»? ¿Eso también vale, no?

—Sí —dijo Enrique vagamente—. Creo que sí.

—Y de todas formas, ¿qué quiere decir? —quiso saber Pelirrojo.

—Nada —dijo Enrique—. Lo ponen por todas partes para demostrar que hablan lenguaje histórico.

—Está bien —continuó Juana—. Escuchad, voto al diablo, pardiez, vuesasmercedes. ¿Por qué no cavamos un túnel desde aquí hasta la puerta del Parlamento? Así lo hicieron en realidad.

—Y vaya si hicieron un buen túnel, tafilete —dijo Guillermo.

—No creo que «tafilete» sea una exclamación —intervino Enrique—. Yo creo que tafilete significa algo.

—No, yo creo que es sólo una palabra histórica —replicó Guillermo—. Y cuantas más digamos mejor. Adelante mis truhanes…

—Eso es de Robin Hood —criticó Enrique—. Los Proscritos son truhanes, no los conspiradores.

—S-s-sí, supongo que sí —se avino Guillermo—. Está bien. Adelante…

—¡Lacayo! —exclamó Enrique excitado—. Acabo de acordarme. En historia les llamaban lacayos.

—Está bien —dijo Guillermo—. Adelante mis viejos lacayos. Apresurémonos a toda marcha, pardiez, y pongamos en práctica el complot de la pólvora.

La escena siguiente fue más sencilla. Guillermo, Juana, Douglas y Enrique, todavía con los impermeables puestos, hicieron un simulacro de cavar un túnel ante el viejo cobertizo, mientras que en el interior, Pelirrojo, representando al Gobierno, estaba sentado sobre una caja de embalaje, chupando un palo grueso que quería ser un cigarro puro. En el momento oportuno Douglas desapareció de entre los conspiradores y reapareció como policía, con el escurre verduras de su madre en la cabeza a modo de casco. A continuación hubo una animada lucha, en el curso de la cual Guillermo fue reducido y llevado al granero como prisionero. En realidad el juicio que se celebró a renglón seguido fue poco más que la continuación de la pelea, finalizando en un combate particular entre el juez y el acusado. Al fin Guillermo quedó encerrado en el viejo cobertizo y Pelirrojo, Enrique y Douglas montaron guardia ante la puerta.


A continuación hubo una animada lucha, en el curso de la cual Guillermo fue hecho prisionero.

Juana se acercaba con pasitos menudos. Llevaba su abrigo verde y el sombrero calado hasta los ojos.

—Buenas tardes lacayos —dijo con voz afectada—. Soy la señora Fawkes. Os ruego me permitáis ver a mi esposo. Hoy es día de visita y he venido a verle.

—Tienes que sobornarnos —dijo Pelirrojo—. En la historia siempre se soborna a la gente.

—Está bien —replicó Juana—. Os daré tres bolas de chocolate a cada uno cuando me den mi asignación el sábado.

—Apuesto a que no encuentras bolas de chocolate —dijo Pelirrojo—. El sábado pasado no conseguí ninguna. Sólo algunas pastillas asquerosas para la tos, cuyo sabor te hacía vomitar.

—En Hadley tienen chupones —intervino Douglas.

—Sí —replicó Enrique con amargura—, pero son tan pequeños que casi no se ven. Compré uno y desapareció antes de que pudiera encontrarle el gusto.

—¡Chocolate de leche! —dijo Juana con voz soñadora—. Acordaros de las tabletas y «tabletas» que teníamos antes de la guerra.

—¡Eh! —gritó el prisionero, indignado, desde el interior de la cárcel—. ¿Queréis continuar? ¡No vais a quedaros todo el día ahí charlando sobre golosinas!

Los actores se apresuraron a representar de nuevo sus papeles.

—Está bien —dijo Pelirrojo con un gruñido dirigido a Juana—. Puede usted entrar y echarle un vistazo. No se quede mucho tiempo o le cortaremos la cabeza.

—Di, pardiez —gritó Guillermo desde el interior—. Te olvidas de hablar históricamente.

—Estoy harto de todas esas palabras que no significan nada —exclamó Pelirrojo—. No pienso decirlas más.

—¡Apresuraros! —exclamó Enrique con renovado entusiasmo—. Decían «apresuraros» en vez de «daros prisa». Acabo de recordarlo —se volvió hacia Juana—. De acuerdo. Apresuraros y conducidla hasta su esposo.

—Muchísimas gracias —repuso Juana—. Seré breve y no olvidaré las bolas de chocolate. Está bien —agregó como respuesta a una nueva exclamación de impaciencia por parte del prisionero—. Me estoy apresurando, Guillermo… quiero decir Guy.

* * *

La señora Parfitt miraba con desaliento a su visitante por encima de la mesa de té. No había visto a su prima (en realidad era un parentesco muy complicado de «segundo grado») desde la infancia, y la recordaba como una de esas niñas obedientes, ordenadas y puntuales que nunca se rompen el vestido, ni pierden los estribos y se las pone como ejemplo a todos los otros niños en varias millas a la redonda.

Descubrió que había cambiado muy poco. Continuaba siendo una mujer muy satisfecha de sí misma, obstinada y terriblemente eficiente.

Aceptó la taza de té que le ofrecía la señora Parfitt y mordió un pastelito con gesto remilgado.

—Lo considero mi contribución de guerra —decía—. Y me digo a mí misma: «Educaré gratuitamente a algún pequeño que lo necesite y cuyos padres hayan sufrido los efectos de la guerra». Y naturalmente, mi primer pensamiento ha sido para tu hijita. En definitiva, es algo pariente mía y el negocio de tu marido ha sufrido los efectos de la guerra, ¿no es cierto?

—Desde luego —suspiró la señora Parfitt—. Ya sabes que el almacén de Londres fue bombardeado.

—Entonces Juana debe ser alimentada y educada sin que os cueste un céntimo —continuó la señorita Cummins—. Mi escuela tiene un buen nivel en el mundo educacional, y la localidad en que se encuentra situada nunca ha oído las sirenas de alarma. Tengo como alumnas a muchos miembros de la aristocracia. En realidad —agregó con aire de suficiencia—, Juana es una niña muy afortunada.

—Sí, claro que lo es —dijo la señora Parfitt con creciente malestar—. Claro que nos echaremos de menos mutuamente…

—Eso demuestra que será muy beneficioso para ambas —prosiguió la señorita Cummins—. Yo creo que nunca es demasiado pronto para rescatar a una criatura… he dicho «rescatar»… de los lazos del cariño absorbente de los padres. En mi escuela, Juana aprenderá a valerse por sí misma, y su carácter será moldeado según el patrón que yo tengo como ideal para todas mis alumnas. Preferiría que se quedara conmigo durante las vacaciones… por lo general la influencia del hogar desmoraliza a los niños… pero supongo que no estarás de acuerdo.

—Oh «no» —suplicó la señora Parfitt—. «Tiene» que venir a pasar las vacaciones en casa.

—Entonces, renuncio a este punto, por el momento —dijo la señorita Cummins, condescendiente—. Espero, claro está, que Juana trabaje de firme y haga todo lo que pueda para ayudarme personalmente en muestra de gratitud. Debe recordar que los padres de las otras niñas pagan más de doscientas libras al año. No quiero decir, naturalmente, que Juana vaya a ser tratada de un modo distinto a las demás, pero es una oportunidad maravillosa para ella y debe comprenderlo —miró su reloj—. Ahora tengo que ir a coger el tren. Esperaba haber hablado un poco con Juana.

—No sabía que tenías que marcharte tan pronto —repuso la señora Parfitt—. Ha ido a jugar con sus amigos. Por lo general juegan cerca de un viejo cobertizo que verás desde el camino. Te acompañaré a la estación y tal vez la encontremos.

—No, no —replicó la señorita Cummins con aire autoritario—. Prefiero hablar a solas con las niñas. Ninguna es del todo ella misma en presencia de los padres. Claro que yo no diría esto a todo el mundo, pero la influencia de un padre normal, sobre un niño normal, es tan tremenda que retrasa su desarrollo. Iré sola a la estación y espero encontrarme con Juana por el camino. No la he visto nunca, ¿verdad?

—No —replicó la señora Parfitt—, pero lleva un abrigo verde y sombrero. No puedes equivocarte… Es el único en toda la vecindad. Claro que pueden haberse ido a los bosques.

—Entonces correré el riesgo y espero tener suerte —dijo la señorita Cummins—. Adiós. «Celebro» haberte visto después de tantos años. Has cambiado muy poco y espero que tú puedas decir lo mismo de mí. Puedes dejar a Juana a mi cargo con toda tranquilidad. Tendrá todas las ventajas posibles. Intento plasmar en mis alumnas aquellas cualidades que siempre quise para mí.

Recorrió el sendero hasta la calle con paso rápido.

La señora Parfitt la miró marchar, luego sus ojos se posaron en el prospecto pulcramente impreso del colegio de la señorita Cummins, y fue volviendo sus páginas con aire ausente. Eran unas fotografías imponentes, que mostraban aulas espaciosas, la sala de reuniones, la piscina y hermosos jardines… pero la señora Parfitt los miraba con muy poco agrado.

* * *

Guillermo, con el abrigo y el sombrero de Juana —que llevaba calado hasta los ojos— salía del viejo cobertizo y se dirigía a los guardianes con voz aflautada:

—Gracias, lacayos —les dijo—, por dejarme visitar a mi esposo, el señor Guy Fawkes. El sábado no me olvidaré de las bolas de chocolate. Buenas tardes —y se apresuró por el campo en dirección al camino.

Para hacer que la situación resultase más emocionante, los guardianes habían decidido esperar cinco minutos antes de descubrir la «superchería». Así Guillermo tendría tiempo de escapar, y oportunidad para ocultarse por el campo.

Guillermo decidió ir al bosque donde conocía varios escondites. Se hallaba plenamente imbuido en el papel de Guy Fawkes vestido con las ropas de su esposa, y tratando de eludir a sus perseguidores. Fue un contratiempo tropezarse con una mujer alta que avanzaba por el camino.

Ella la miró a través de sus lentes con montura de concha. La señorita Cummins había visto el viejo cobertizo desde la carretera y se apresuró a entrar en el campo.

—¿Eres Juana, no? —preguntó, insegura.

—Um, um —replicó Guillermo, mirándola con descaro.

La señorita Cummins estaba sorprendida. Como directora de un colegio de niñas estaba familiarizada con los distintos grados de belleza de sus alumnas, pero jamás en su vida había visto una niña tan fea como aquélla. Y no sólo fea, sino ruda, insolente, zafia. Sí, zafia era la palabra. Una niña zafia. La señorita Cummins se estremeció ante aquella combinación. Guillermo correspondió a su mirada con su torvo ceño…

—¿Qué es lo que quiere? —le dijo en tono poco cortés.

—¿Eres tú Juana Parfitt? —le preguntó la señorita Cummins.

—Sí —replicó Guillermo, dispuesto a continuar la farsa.

¿Cómo sabía él quien era aquella mujer? Probablemente era una espía. En casa de Pelirrojo se hospedaba una maestra a quien Guillermo no había visto aún, y que según Pelirrojo era una de esas personas que siempre querían participar en «los juegos infantiles». Pelirrojo explicó que tuvo que impedirle que fuera al bosque con ellos a jugar a pieles rojas. Por esto Guillermo supuso que ella se habría enterado de qué trataba su juego y «participaba» simulando ser una detective…

La señorita Cummins contemplaba con creciente desaprobación aquella rechoncha figura. Los hirsutos cabellos que aparecían bajo el sombrero verde estaban cortados como los de un muchacho, y era evidente que llevaba pantalones de niño. Sus piernas estaban sucias, sus calcetines arrugados y calzaba un par de toscos zapatones claveteados. Lo curioso era que el abrigo verde y el sombrero eran de buena factura, aunque le estaban pequeños. Claro que la niña no tenía culpa de ser fea, pero sus modales parecían ser tan desmañados como su aspecto. Desde luego, sería uno de los casos más difíciles que hubiera habido jamás en su escuela.

—¿Y a dónde vas? —preguntó la señorita Cummins.

La sospecha de que la desconocida era la refugiada de la familia de Pelirrojo tratando de «participar en el juego», se hizo más profunda en Guillermo, quien decidió cortar por lo sano.

—No se meta en lo que no le importa —le dijo con brusquedad.

La señorita Cummins pegó un respingo. Jamás en la vida le había hablado así una niña.

—Tendrás que aprender a ser más educada si vas a venir en calidad de alumna a mi escuela —respondió irritada.

—No pienso ir a su asqueroso colegio —exclamó Guillermo.

En aquel momento apareció una horda de chiquillos que, saltando la cerca, salieron en persecución de la compañera de la señorita Cummins.

La compañera de la señorita Cummins, lanzando un grito ensordecedor, echó a correr carretera abajo seguida de los demás. A los pocos momentos toda la cuadrilla, chillando a cual mejor, había atravesado otro campo y salido al bosque… y la paz volvió de nuevo a la campiña.


En aquel momento apareció una horda de chiquillos. La compañera de la señorita Cummins lanzó un grito ensordecedor y echó a correr por el campo.

La señorita Cummins prosiguió su camino hacia la estación. No recordaba haber sufrido un sobresalto semejante desde el día en que un conferenciante que visitaba su escuela comenzó a hablar de socialismo durante una conferencia sobre economía. Tenía los nervios alterados y la cabeza dolorida por aquellos gritos estentóreos.

«No —se dijo con un ligero estremecimiento—. No podría soportarlo. Contribución de guerra o no, sencillamente, no podría soportarlo.»

* * *

A la mañana siguiente Juana estaba desayunando con su madre, que se sentía deprimida.

—Espero que ayer vieses a la señorita Cummins, Juana —le dijo—. Me gustaría saber si crees que vas a ser realmente feliz con ella. Yo no estoy segura, pero… —suspiró.

—No. No la vi —replicó Juana—. Guillermo dijo que la maestra que vive en casa de Pelirrojo vino para jugar con nosotros, y él no la dejó, pero Pelirrojo insiste en que no podía ser ella porque no salió de casa en todo el día.

Pero la señora Parfitt no la escuchaba. Estaba leyendo una carta y su aire triste y deprimido se iba desvaneciendo. La carta era de la señorita Cummins diciéndole que no podía tener a Juana en su colegio durante el próximo curso. Que se había equivocado con el número de reservas de plazas. En realidad, cuando fue a visitarla no sabía exactamente cuántas alumnas tenía, ni cuantos dormitorios disponibles. Y ahora resultaba, cosa que era de lamentar en grado sumo, que no había sitio para Juana el próximo curso. De haberlo más adelante, se lo comunicaría a la señora Parfitt.

—¿No es estupendo? —exclamó la señora Parfitt, tendiendo la carta a Juana—. Traté de que me gustara pero no pude lograrlo. Era un colegio muy bonito, pero me sentía muy desdichada al pensar que tenías que marcharte.

—¡Hurra! —gritó Juana leyendo la carta—. Yo trataba de no pensar en ello, pero cada vez que lo recordaba no podía soportarlo.

—Y no tiene nada que ver con nosotras —prosiguió la señora Parfitt—, porque se marchó de aquí dejándolo todo arreglado, y a ti ni siquiera te vio.

Juana recordó de pronto la figura alta y con lentes que Guillermo había tomado por la maestra de casa de Pelirrojo, a pesar de que ésta dijo que no había salido de casa. Guillermo llevaba puesto su abrigo verde y su sombrero…

—Me pregunto… —comenzó a decir.

—¿Qué, querida? —dijo la señora Parfitt.

Pero, pensándolo mejor, Juana decidió que aquél era uno de esos casos que es mejor no removerlos.

—Oh, nada —replicó.