JUANA PRESTA SU AYUDA

Los Proscritos vieron por primera vez a Madame Montpelimar en el «mercadillo» organizado por la señora Bott en ayuda de la Cruz Roja. Claro que antes oyeron hablar de ella. Había llegado al pueblo una semana antes como la principal atracción de un té americano dado por la señora Flowerdew en ayuda de su fundación de Ayudas de Guerra. Madame Montpelimar era una adivina que leía el porvenir en la bola de cristal, en las cartas, en la palma de la mano, en las estrellas… pero principalmente por pura superchería. Y sabía hacerlo. Unas cuantas preguntas discretas en las tiendas de la localidad, en el camino de la estación al escenario de sus actuaciones, le daban, por lo general, algunas ideas sobre los diversos habitantes y sacaba el mayor provecho de ello.

También era una experta en sonsacar información a sus clientes sobre ellos mismos, para servírsela pocos minutos más tarde, tan adornada y salpimentada que el cliente quedaba maravillado de sus poderes.

—Es sencillamente maravillosa… —decían al salir de su tienda, después de haber pagado sus dos chelines con seis peniques.

—Me ha contado todo lo de mi operación y ha adivinado a qué se dedica mi marido.

Claro que algunos eran menos impresionables que otros. La señora Flowerdew que la había contratado impulsivamente al leer un anuncio para su té americano, lo lamentó en cuanto la vio y decía sin reservas que era un fraude. En cambio, la señora Bott dijo que era «tan física» (con lo cual la pobre señora quería decir «psíquica») que podía adivinar lo que iba a ocurrir la semana siguiente. Ya que Madame Montpelimar había averiguado todo lo que era necesario saber respecto a la señora de la mansión en su camino desde la estación, y se tomó un gran interés por decirle «la buenaventura». La señora Bott era una mujer de temperamento exaltado, dominante, de buen corazón, terca y bastante lista para los asuntos prácticos, pero crédula en extremo en cuestiones de ocultismo… o «físicas» como decía ella. Creía poseer poderes «físicos» superiores a los corrientes y siempre era víctima propicia para cualquiera que quisiera aprovecharse de su debilidad.

Pálida y sobresaltada, salió del recinto oculto tras unos cortinajes donde actuaba Madame Montpelimar.

—Me ha dicho cosas que apenas sabía yo misma —dijo con voz entrecortada.

Madame Montpelimar, además de contar a la señora Bott varios detalles auténticos de su vida pasada que había descubierto en la estafeta de correos y a través de otras clientes, le había dicho que era un «espíritu viejo» (lo cual ofendió ligeramente a la dama hasta que averiguó el significado de la expresión), dotado de sorprendentes poderes psíquicos que sólo necesitaban ponerse de manifiesto.

—Tiene usted que hacer que afloren al exterior —le dijo Madame Montpelimar con vehemencia—. Con un poco de entrenamiento podría convertirse en clarividente y clarioyente. Pero, naturalmente, el entrenamiento ha de hacerse con sumo cuidado. Al principio ha de estar siempre en compañía de un experto. Alguien que tenga «poder» y en quien usted pueda confiar.

Así que durante las semanas siguientes, Madame Montpelimar fue a instalarse cómodamente en la Mansión en calidad de maestra psíquica. Paseaba por el pueblo con la señora Bott en su «Rolls Royce», y compartía con ella los suculentos manjares que aún en tiempo de guerra lograba procurarse. Su sonrisa satisfecha era la sonrisa de quien se ha visto muy apurada y en el último instante encuentra la salvación…

Era de corta estatura, gruesa, morena y desaliñada. Tenía la piel arrugada y cetrina como las gitanas, vestía unas ropas viejas y deslucidas que flotaban a su alrededor como telarañas y tenía abundante cabello negro y mate que llevaba echado sobre la frente y recogido en un gran moño de trenzas de aspecto grasiento en la parte de atrás.

—Parece una bruja —decía la señora Flowerdew—. Y una bruja que necesita un buen baño, además.

—Claro que es una aventurera —decía todo el mundo.

—Es una lástima que el señor Bott esté ausente —agregaban.

Porque el señor Bott le daba a su esposa todos los caprichos, pero incluso él hubiera acabado con la farsa de Madame Montpelimar.

Madame Montpelimar encontró su tarea de adiestrar a su alumna relativamente fácil. La señora Bott era propensa a los sueños particularmente ilógicos y faltos de sentido, inspirados por lo general en los acontecimientos del día anterior, y Madame Montpelimar los interpretaba como milagros de «clarividencia» sólo posibles de alcanzar por un «viejo espíritu». También alentaba las «intuiciones» de la señora Bott y por lo general se las arreglaba para interpretarlas a su entera satisfacción. Y su propia reputación la mantenía con facilidad, ya que la señora Bott parecía satisfecha por completo con unos mensajes tan vagos procedentes del otro mundo, como: «No pierda la esperanza», «Usted es de los nuestros», «No se desanime», «Todos la estamos ayudando» y otros por el estilo. Incluso se tragaba: «Estamos sorprendidos por los progresos que está haciendo», enviado por un vidente del Este, difunto, que según Madame Montpelimar sólo enviaba mensajes en ocasiones muy importantes.

No obstante, la parte económica del asunto era menos satisfactoria. Bajo la tontería y credulidad de la señora Bott se hallaba profundamente escondida una vena de sentido común que le quedaba de antes de «no tener nada más que hacer que gastar el dinero de su marido», y esta vena de sentido común le decía que Madame Montpelimar estaba ampliamente recompensada con su estancia y manutención por el trabajo que realizaba. Madame Montpelimar inventaba sueños, visiones y mensajes del más allá en abundancia, con el propósito de que la señora Bott le entregase grandes sumas de dinero, a cambio del maravilloso «entrenamiento» que estaba recibiendo, y desde luego, en beneficio de la humanidad en general, pero en aquel punto la señora Bott siempre se mostraba evasiva.

—Eso tengo que dejarlo para cuando regrese Botty —decía, y Madame Montpelimar, en vista de su manifiesta indiferencia por las cosas materiales, no tenía más remedio que asentir.

Al principio, aquel lujo en el que ahora vivía le había parecido suficiente pago, pero poco a poco comenzó a inquietarse. No podía quedarse allí indefinidamente (en realidad, sin forzar mucho su clarividencia preveía que su visita terminaría bruscamente al regreso del señor Bott), y si no había conseguido sacar más que unas pocas comidas y paseos en automóvil, es que era —se dijo para sí—, una tonta mayor de lo que suponía. Cesaron los mensajes del más allá pidiendo dinero (en eso no hay que extralimitarse, lo sabía por experiencia) y a cambio aguardó su oportunidad. Estaba orgullosa de ser una mujer que jamás dejó escapar una oportunidad.

Y entonces llegó el «mercadillo» de la señora Bott en ayuda de la Cruz Roja. Madame Montpelimar, acomodada en su confortable recinto con su bola de cristal, era la mayor atracción. Encima había un gran letrero: «Conozca el futuro. La famosa adivina, Madame Montpelimar. Dos chelines, seis peniques.» Pero muy raras personas (la mayoría forasteros) la visitaban. Las demás rodeaban los puestos de mercancías, comprando y vendiendo con celo incesante, pero la tienda de Madame Montpelimar permanecía, sin parroquia.

—¿No va usted a que le diga la buena ventura Madame Montpelimar, señora Flowerdew? —le preguntó la señora Bott, agresiva.

—No, gracias, señora Bott —replicó la señora Flowerdew—. No creo que sea muy buena, y de todas formas, no me interesan esas cosas.

La señora Bott comprendió la verdad. Su protegida había sido condenada al ostracismo, cosa que consideraba no sólo un insulto para aquélla, sino también para sus propios poderes psíquicos.

Y la señora Bott no era mujer que sufriera un insulto mansamente. Sus mejillas ya de por sí rubicundas, se pusieron como la grana y sus menudos ojos adquirieron una mirada dura y brillante. Permaneció de pie en el centro de la estancia, mirando a su alrededor, jadeante, y buscando guerra… Y la encontró.

Casualmente la señora Brown tenía un fuerte resfriado y no pudo acudir al «mercadillo», así que envió a Guillermo en su lugar. Tenía que llevar su contribución (un cubreteteras que le enviara una prima suya por Navidad) y para recompensarle por realizar tan desagradable cometido le había dado dos chelines y seis peniques.

—Claro que es posible que no encuentres nada que te guste… —le había advertido.

—¡«Seguro» que no! —replicó Guillermo con amargura—. Todo serán mantelitos y cubreteteras y baberos. Lo sé.

—No importa, querido —le dijo la señora Brown para consolarle—. Si no encuentras nada de tu gusto, compra algo para mí y yo te lo compraré.

Pero Guillermo, con gran sorpresa por su parte, encontró algo de su agrado. Descubrió… entre un portarretratos repujado, y un espantoso jarrón verde, casi escondido por una chaquetita de bebé de punto… el más espléndido cortaplumas que viera en su vida. Tenía cuatro hojas, sacacorchos, lima y un adminículo para sacar piedras de los cascos de los caballos. Y estaba marcado en dos chelines y seis peniques. Guillermo se apresuró a adquirirlo con ojos brillantes de ansiedad, retirándose a un rincón de la estancia para examinarlo. Fue abriendo las hojas una por una… Acariciándolas amorosamente. El ingenioso chisme para sacar piedras de los cascos de los caballos le complacía especialmente. Nunca se le había presentado semejante contingencia, pero podía surgir en cualquier momento, y le agradaba pensar que ahora iba a ser capaz de resolverlo. Pasó sus dedos por las hojas. Parecían bien afiladas, perfectas. La tentación de probar su tesoro de inmediato se hizo irresistible… Bajo el brazo llevaba un palo que cortara del seto camino del mercadillo y que utilizara como bastón. Se encontraba en un rincón de la estancia, y creyéndose a salvo de miradas indiscretas, hizo unos cuantos cortes en un extremo del bastón con su cortaplumas. Sí; era un buen cortaplumas… Y en aquel preciso momento la señora Bott se plantó en el centro de la sala y sus ojos airados la recorrieron buscando guerra… Fue hacia él como un barco de vapor a toda máquina.

—¿Cómo te «atreves» a ensuciar este suelo tan limpio y tan bonito Guillermo Brown? —rugió—. Trae aquí ahora mismo ese cortaplumas.

Guillermo contempló el pequeño montón de virutas que había a sus pies. En realidad no le pareció un delito tan grande. La alfombra había sido enrollada y apartada para la ocasión y el suelo desnudo estaba plagado de trocitos de papel, cordeles y etiquetas de la compra y venta, pero la señora Bott necesitaba una válvula de escape para su enfado y Guillermo se la proporcionaba. Incluso había empezado a reñirle sin saber en realidad lo que estaba haciendo. Cualquier cosa que hiciera Guillermo Brown seguro que estaba mal…

—Dame ahora mismo ese cortaplumas —repitió—. Y lárgate de aquí.

—Pero si acabo de comprarlo y me ha costado dos chelines y seis peniques —objetó Guillermo—. Yo limpiaré esto. No es gran cosa. Yo…

La señora Bott le arrebató el cortaplumas de la mano, y dando media vuelta se alejó por la estancia.

Guillermo se la quedó mirando, paralizado momentáneamente por la indignación.

—Oiga, no puede quitarme mi… —comenzó a decir, pero se dio cuenta de que nadie le escuchaba, y abriéndose paso entre los compradores y vendedores llegó hasta la señora Bott.

—Oiga —le dijo en tono severo—. He pagado dos chelines y seis peniques por ese cortaplumas y…

La señora Bott, indignada, se volvió hacia él. Durante su recorrido por la sala había visto a su Madame Montpelimar sola en su recinto, boicoteada por los vendedores y compradores. Incluso pudo ver a la señora Monks y a la señora Flowerdew que la criticaban con expresión de regocijo. Por consiguiente, no estaba de humor para escuchar las explicaciones y disculpas de Guillermo.

—¿No has oído que te he dicho que te largues de aquí? —gruñó—. Sal de aquí ahora mismo o te… —Su mano alzada amenazaba con descender a toda velocidad sobre su oreja, y Guillermo sucumbiendo a la fuerza mayor, emprendió una rápida y estratégica huida.

Caminó hacia su casa, decepcionado… Ahora que el Destino le había arrebatado tan cruelmente el cortaplumas aún le parecía más deseable que cuando lo tuvo en su poder.

—Sólo por unos pedacitos de madera —murmuró indignado—. ¡Armar tanto jaleo! ¡Como si el suelo no estuviera ya sucio! ¿Por qué no les quitaba a ellos «sus» cosas… sus viejos cubreteteras y demás? Han ensuciado tanto como yo. No es «justo»…

Como era de esperar, su madre no demostró la menor simpatía.

—Bueno, Guillermo. Estoy segura de que lo tienes bien merecido. No, ya sé que yo no estaba allí, pero sé lo mucho que enredas. Me alegro mucho de que la señora Bott te echara y espero que eso te sirva de lección.

Pero el resentimiento de Guillermo iba en aumento cuanto más pensaba en lo ocurrido. ¡Unos pocos trocitos de madera en un suelo que estaba sucio por demás!

Y tomó la determinación de recuperar su propiedad a toda costa.

—Una criminal, eso es lo que es —murmuró con fiereza—. No volvería a ninguno de sus mercadillos en su casa ni aunque… —imaginó la más remota contingencia— ni aunque me lo pidiera.

Encaminóse de nuevo a la Mansión, y luego de atravesar la puerta de la verja, echó a andar hacia la casa al amparo de los arbustos. Era evidente que el mercadillo había terminado ya. La gran sala se hallaba vacía, con excepción de varias doncellas que barrían el suelo con ahínco… Guillermo se dirigió a un lado de la casa donde estaba el dormitorio de la señora Bott sin ver el menor signo de vida. A decir verdad, los criados estaban lavando el servicio de té y limpiando el salón, y la señora Bott reposaba arriba en su «boudoir» (la señora Bott en su juventud había leído muchas novelas en las que la protagonista tenía un «boudoir», y lo primero que hizo al llegar a la Mansión fue destinar una pequeña habitación cercana a su dormitorio para este fin), y Madame Montpelimar descansaba en un saloncito en la planta baja para restaurar fuerzas y trazar un nuevo plan de campaña. Los acontecimientos de aquella tarde le habían demostrado que la poca influencia que tuviera en el ambiente local iba en declive. De todas formas estaba harta de la señora Bott, la Mansión, el pueblo y todo lo relacionado con él. Le hubiese gustado recoger sus cosas y marcharse en el acto, pero su orgullo profesional se lo impedía. Aún no había sacado tajada de la situación, y no iba a abandonar ahora. Había dado por seguro que conseguiría de la señora Bott lo suficiente para pasar el resto del año sin apuros, y todo lo que había logrado eran unos cuantos paseos en coche, y horas y horas de aburrimiento. No se marcharía hasta lograr algo más que eso. Lo había intentado todo: sueños, visiones, voces de ultratumba, aparecidos… pero en vano. Se preguntaba qué hacer ahora, cuando desde detrás de la cortina donde estaba sentada vio a un niño pequeño que se acercaba sigilosamente a la casa y trepaba por la cañería de desagüe situada junto al rosal trepador. Reconoció al muchacho. Era el mismo al que la señora Bott arrebatara el cortaplumas en el mercadillo. Era evidente que venía a recuperarlo.

La tentación de la ventana abierta del dormitorio de la señora Bott y la proximidad de la cañería había sido demasiado para Guillermo. La ventana abierta indicaba que la señora Bott no se encontraba en su habitación (era del dominio público que no le gustaba el aire fresco), y la cañería parecía pedirle a gritos que trepase por ella. Era más que probable que la señora Bott hubiese dejado el cortaplumas en su dormitorio y en lugar visible. De todas formas, valía la pena intentarlo. No quería regresar a su casa como un corderito sin haber tratado de recuperarlo siquiera por lo menos una vez.

El jardín estaba desierto. No se veía a nadie por parte alguna. Subió rápidamente por la cañería… La habitación estaba vacía. Se montó sobre el repecho de la ventana, miró a su alrededor y tuvo que contener una exclamación de alivio y alegría. Sí, allí sobre el tocador, junto a un gran broche de brillantes, estaba su cortaplumas… Atravesó la estancia para cogerlo, lo introdujo en su bolsillo y volvió a bajar por el tubo del desagüe.

Entretanto, Madame Montpelimar no había estado ociosa. Era una mujer cuyo cerebro trabajaba activamente en una emergencia. El muchacho había ido al dormitorio de la señora Bott en busca de su cortaplumas, y Madame Montpelimar sabía que estaba encima del tocador. Madame Montpelimar sabía también dónde estaba el broche de brillantes, pues había visto a la señora Bott dejar allí ambas cosas al regreso del mercadillo. Si consiguiera apoderarse del broche de brillantes y arreglárselas para que creyeran al muchacho culpable de su desaparición, entonces podría abandonar la casa con el futuro asegurado por un largo tiempo y la satisfacción de haber recuperado su propia dignidad, y habría pagado a la señora Bott por las horas de aburrimiento y su sordera a todas sus peticiones de dinero. La señora Bott era muy descuidada con sus joyas, y sólo el saber que las sospechas iban a caer irremediablemente sobre ella le había impedido apoderarse de alguna hasta el momento. En realidad, se le iban los dedos al ver que su anfitriona dejaba el broche de brillantes y sus collares de perlas por su dormitorio y su «boudoir». Pero Madame Montpelimar y la policía se habían encontrado en más de una ocasión y no deseaba renovar esos encuentros. Sin embargo, aquélla no era una oportunidad despreciable. Y Madame Montpelimar no la desaprovechó. Se dispuso a trazar su plan de campaña a toda prisa.

Se apresuró a salir del jardín por la puerta principal y llamó a voces al jardinero que estaba trabajando en la parte de atrás. Era un hombre joven y obedeció con presteza. Madame Montpelimar, mirando con el rabillo del ojo la ventana del dormitorio de la señora Bott a través de la cual había desaparecido Guillermo, le preguntó el nombre de un arbusto por el que fingió interesarse. Quiso saber cómo debía cuidarse, su cultivo, cuál era la mejor época para plantarlo, como se podaba. Por el rabillo del ojo vio a Guillermo salir por la ventana, pero hasta que estuvo casi en el suelo no lanzó una exclamación de sorpresa y espanto, llamando la atención del jardinero hacia él.

—¡Mire! —exclamó—. ¿Qué diantre…? Es un «niño». Cójale, que yo voy a avisar a la señora Bott.


—¡Mire! —exclamó—. ¿Qué diantre…? Es un niño. Cójale, que voy a avisar a la señora Bott.

Guillermo oyó su grito, como ella deseaba, saltó al suelo y echó a correr entre los arbustos perseguido por el jardinero. Madame Montpelimar esperó hasta asegurarse de que Guillermo escapaba antes de entrar en la casa. Luego subió la escalera yendo hasta el dormitorio de la señora Bott. Sí, allí estaba el broche de brillantes… Lo deslizó en su bolsillo y corrió al «boudoir» de la señora Bott. En su afán por dar la impresión de que llegaba corriendo del jardín tomó demasiado impulso y tropezando con los dos escalones que conducían al «boudoir» aterrizó a los pies de la asombrada señora Bott.

La señora Bott se hallaba reclinada en un sofá de brocado rosa (todas las heroínas tenían un sofá de brocado rosa en su «boudoir») envuelta en un salto de cama orlado de encajes (todas las heroínas tenían también saltos de cama orlados de encajes).

—¡Eh! —exclamó—. ¿Qué le ocurre?

—No se preocupe por mí —jadeó Madame Montpelimar, asegurándose de que el broche seguía en su bolsillo—. Dese prisa. Un niño ha entrado en su dormitorio. Yo estaba en el jardín hablando con el jardinero cuando de pronto le vi deslizarse por la tubería de desagüe. Era ese niño al que le quitó su cortaplumas. El jardinero salió corriendo tras él, y yo he venido lo más aprisa que he podido a avisarla.

—¡Ese niño! —gimió la señora Bott, apoyando en el suelo sus pies pequeños y rechonchos para ponerse los zapatos que se quitara pocos minutos antes—. Es el mayor revoltoso del pueblo. Debería estar en la cárcel. Cuando antes le metan mejor. ¿Dónde dice usted que ha estado?

—En su dormitorio —repuso Madame Montpelimar, levantándose del suelo para dejarse caer en una silla—. Al menos, eso creo, porque bajó por la tubería que está junto al rosal. Y por ahí no se llega a ninguna parte. Y la ventana estaba abierta. Probablemente ahora ya le habrá atrapado el jardinero.

La señora Bott se puso lentamente en píe.

—Supongo que será mejor que vaya a ver lo que ha hecho ese diablillo. Habrá venido a tenderme alguna trampa, o a hacerme la petaca en la cama. No pienso perdonárselo.

Y salió de la habitación para regresar a los pocos momentos pálida y sobresaltada.

—No va usted a creerlo —exclamó, desplomándose de nuevo en el sofá de brocado rosa—, ¡ese diablillo me ha robado mi broche de brillantes!

—¡Oh, señora Bott! —replicó Madame Montpelimar—. ¡No es posible! ¡No puedo creerlo!

—Pues venga a verlo con sus propios ojos —le dijo la señora Bott—. No está. Ha desaparecido. Eso es lo que ha pasado.

—¿Pero está segura de haberlo dejado allí? —insistió Madame Montpelimar.

—Claro que sí —repuso la señora Bott—. Lo puse allí junto con su cortaplumas. Se ha llevado las dos cosas. Siempre dije que ese niño era poco menos que un criminal y ahora lo ha demostrado.

—Probablemente se habrá caído detrás del tocador —dijo Madame Montpelimar—. No puedo creer que una criatura como él pueda robar una joya tan valiosa.

—Usted no le conoce como yo —prosiguió la señora Bott—. Desde que recuerdo, siempre se ha visto complicado en todos los desaguisados que ocurren en el pueblo. Siempre dije que acabaría en la cárcel.

Madame Montpelimar se puso lentamente en pie para acompañar a su anfitriona hasta su dormitorio. Caminaba lenta y penosamente. Una horrible sospecha iba tomando forma en su mente. Al caerse en el «boudoir» se había torcido el tobillo. Había pensado marcharse aquella misma noche. Las huidas eran juegos de niños para ella. Una visión de un amigo en apuros, o una voz del más allá llamándola para realizar algún trabajo «psíquico» al otro lado de Inglaterra, la habían salvado en más de una ocasión en último extremo. Pero un tobillo dislocado complicaría las cosas…

—¡Mire! —le decía la señora Bott señalando con gesto dramática el tocador—. Ahí estaban las dos cosas. Dejé primero el cortaplumas y luego me quité el vestido y coloqué el broche al lado del cortaplumas. Estoy completamente segura. Me puse el salto de cama y le dije a María que lo dejase allí porque pensaba ponérmelo con el vestido malva de chiffon para la cena.

La doncella de la señora Bott llamada María corroboró la historia. Ella había ayudado a la señora Bott a quitarse el vestido y ponerse la bata, y luego de acompañarla a su «boudoir», regresó al dormitorio para ordenarlo y preparar el vestido de chiffon malva que iba a adornar la oronda figura de la señora Bott durante la cena, y al marcharse el broche de brillantes y el cortaplumas estaban uno al lado del otro encima del tocador. Desde entonces nadie había entrado allí… hasta que Madame Montpelimar y el jardinero habían visto a Guillermo Brown deslizándose furtivamente por el tubo de desagüe bajo la ventana del dormitorio.

En aquel momento regresó el jardinero, jadeando. No había conseguido dar alcance al muchacho, pero pudo reconocerle. Era ese Guillermo Brown…

La señora Bott frunció su boca pequeña hasta casi hacerla desaparecer entre sus mofletes.

—Bien, o me devuelve el broche o va a la cárcel. Esta misma tarde se lo digo a su padre.

Madame Montpelimar se dejó caer en la cama con el rostro contraído por el dolor.

—Creo-creo… que me he dislocado el tobillo —gimió.

* * *

—Pero señora Bott —protestaba la señora Brown—. No es «posible» que Guillermo haya robado su broche de brillantes.

—Pues es posible y lo ha hecho —replicó la señora Bott—. Dos personas le han visto deslizarse desde la ventana de mi dormitorio, y cuando llegué el broche había desaparecido. Estaba allí antes de que él entrase y no estaba después de marcharse. Si él no lo cogió, ¿quién fue si no?

—Él admite que cogió el cortaplumas —dijo la señora Brown.

—Si cogió el cortaplumas también cogió el broche —repuso la señora Bott—. Estaban juntos y juntos han desaparecido. Si no ha sido él, dígame quién pudo ser.

—No lo sé, pero estoy segura de que no ha sido Guillermo el autor de la sustracción. Estoy «completamente» segura.

—Y yo estoy segura de que fue él —insistió la señora Bott—. Bueno, eso es todo lo que tengo que decir, señora Brown. O me devuelve el broche antes del fin de semana o daré parte a la policía. Elija. Estoy siendo demasiado indulgente con el muchacho. Debiera estar encerrado en vez de andar suelto por ahí robando a diestro y siniestro. Es un joven delincuente y debiera ser tratado como tal.

Y dicho esto dio media vuelta y se marchó dejando a la señora Brown demasiado sorprendida para poder replicar.

Guillermo quedó atónito y horrorizado ante tal acusación.

—Yo no he cogido su asqueroso broche —dijo—. Estaba al lado del cortaplumas cuando fui a buscarlo, pero yo no lo toqué. Recuerdo haberlo visto encima de su tocador. ¿Para qué iba a querer yo ese broche viejo y birrioso?

—La verdad es que no lo sé, Guillermo —gimió la señora Brown—. ¿Qué voy a hacer? «Claro» que sé que tú no lo has cogido. ¡Oh, ojalá estuviera tu padre en casa!

El señor Brown había ido al norte en viaje de negocios y su esposa no sabía cómo ponerse en contacto con él.

—Sería terrible que volviera y te encontrase en manos de la policía —continuó.

—Pero yo no lo cogí —repitió Guillermo—. Te aseguro que «no» lo cogí.

—Lo sé, Guillermo —dijo la señora Brown—, ¿pero quién va a creerlo después de oír esa historia que ella va contando?

—Lo ha escondido ella misma para hacerme pagar el que haya recuperado mi cortaplumas.

—No, Guillermo. No la creo capaz de una cosa así. Oh, Dios mío, ojalá supiera con seguridad lo que debo hacer.

Fue entonces cuando llegó Juana en busca de Guillermo para ir al bosque a jugar a los pieles rojas con los Proscritos. Guillermo le contó lo ocurrido.

—Dice que yo he cogido su asqueroso broche —dijo—. Y no veas el alboroto que está armando… Dice que va a dar parte a la policía si no se lo devuelvo antes del sábado. Bueno, ¿cómo voy a devolvérselo si no lo tengo?

—Pues alguien debe haberlo cogido —replicó Juana—. De modo que lo que hemos de hacer es descubrir quien ha sido.

—¿Y cómo vamos a hacerlo? —exclamó Guillermo—. Todos dicen que desapareció después de llevarme mi cortaplumas.

—Lo habrá robado esa horrible echadora de cartas —dijo Juana con serenidad—. «Lo sé».

—Sí, apuesto a que fue ella —Guillermo demostró interés—. ¡Sí, la creo capaz de cualquier cosa, pero no podemos probarlo!

—Podremos —dijo Juana—. Tú no puedes hacer nada porque ahora no te dejarán acercarte por allí, pero yo sí. Por lo menos lo intentaré. —Y tras guardar silencio unos instantes agregó mirando pensativa a lo lejos—: ¿Te acuerdas cuando ibas cada noche a espiar lo que hacía esa mujer… he olvidado su nombre… y luego fingías haberlo soñado para que ella te creyese capaz de ver cosas sin estar tú presente?

—Sí, lo recuerdo —Guillermo sonrió al recordarlo.

—Bueno, pues voy a empezar así —explicó Juana.

A la mañana siguiente, cuando la señora Bott regresaba del pueblo, se vio abordada por una niñita que, según recordaba vagamente, vivía en la Villa de Las Lilas desde poco tiempo acá… una niña con un rostro serio y ovalado, ojos oscuros y cabellos ensortijados.

—Buenas tardes, señora Bott —le dijo.

—Buenas tardes, querida —repuso la señora Bott complacida.

—No le gustaban los niños, pero en general las niñas eran de su agrado. Violeta Isabel, su propia hija, estaba interna en un colegio, y aunque no era una niña simpática, en algunos momentos la echaba de menos.

La niñita echó a andar junto a ella por la calle del pueblo.

—¿Cómo te llamas, querida? —preguntó la señora Bott.

—Juana Parfitt —fue la respuesta de Juana y tras una breve pausa continuó—: Anoche tuve un sueño muy extraño relacionado con usted.

—¿Sí, querida? —dijo la señora Bott distraída.

—Sí… soñé que usted había perdido algo muy valioso y estaba preocupada… y que iba hasta una especie de escritorio para escribir una carta a alguien, y luego se sentó y estuvo haciendo labor, y todo el tiempo siguió preocupada por la cosa que había perdido. Llevaba puesto una especie de vestido rojo…

La señora Bott se detuvo en mitad de la calle mirando sorprendida a aquella niña que había soñado exactamente lo que ella estuvo haciendo la noche anterior después de cenar.

—¡Vaya, será posible! —consiguió exclamar al fin—. ¡Será «posible»! ¿No es «extraordinario»? ¡Es «increíble»! —Luego su voz adquirió un tono solemne—. Anoche hice exactamente todas esas cosas. Escribí a una prima mía contándole que había perdido esa cosa tan valiosa, y luego estuve haciendo punto de cruz. ¡Qué extraño que tú lo soñaras todo!

Juana exhaló un suspiro de alivio. La hora que pasara incómodamente arrodillada debajo de la ventana de la sala de estar de la señora Bott no había sido en vano.

—A menudo sueño cosas así —dijo con modestia—. Suelo soñar cosas que luego descubro que son ciertas.

—Bueno, eso es… eso es… —la señora Bott no encontraba las palabras adecuadas para expresar su emoción—. Escucha, querida mía, ¿y no soñaste dónde estaba esa cosa tan valiosa?

—No —admitió Juana—. No lo soñé. Ni siquiera supe qué era. Tuve la impresión de que se trataba de algo… algo pequeño y brillante, pero nada más.

—¡Vaya, estoy asombrada! —exclamó la señora Bott—. Nunca oí nada parecido en toda mi vida. Es… bueno, es «maravilloso». Escúchame, querida. Vas a venir conmigo. En mi casa hay alguien a quien debes conocer. Posee el mismo don que tú, y te ayudará a desarrollarlo. De todas formas, entre nosotras tres reuniremos el «físico» necesario para descubrir donde lo ha puesto ese pequeño villano. Sé que ella estará casi tan interesada como yo en saber que posees ese don. ¡Qué suerte para mí… haberte encontrado esta tarde!

—Oh, se refiere usted a Madame Montpelimar —dijo Juana añadiendo con bien simulado entusiasmo—. Es «maravillosa», ¿verdad?

La señora Bott sonrió abiertamente a su compañera. Se había sentido molesta y decepcionada por la falta de interés que en general demostrara el pueblo hacia su protegida. Se había imaginado que la Mansión iba a convertirse en el centro de un intenso movimiento psíquico en el que ella y Madame Montpelimar fuesen sus espíritus guía, y habían sido despreciadas y condenadas al ostracismo. Y no obstante, allí estaba aquella niña… aquella niña clarividente… comprendiendo la grandeza de su maravillosa protegida, y dando honor a quien lo merecía.

—Sí, es una auténtica adivina —dijo la señora Bott con orgullo—. Me está enseñando a mí también —agregó—: Dice que estoy adelantando mucho, pero no he sido capaz de averiguar dónde está ese broche que ha desaparecido. ¿Estás «segura» de no haberlo soñado, querida?

—Del todo no…, pero quizá lo sueñe esta noche —replicó Juana sin el menor recato.

—Bueno, lo primero que tienes que hacer es ver a Madame Montpelimar —dijo la señora Bott—. Te ayudará. Y puede interpretar los sueños de tal modo que apenas los reconoces.

Madame Montpelimar acogió a la nueva recluta con reserva, sin saber exactamente a qué atenerse. Decidió no perderla de vista por si acaso podía perjudicarla. En su opinión era sólo una niña tomándole el pelo a Madame Bott. Ella también acostumbraba a hacer esas cosas cuando era pequeña. Y en honor a la verdad, seguía haciéndolo…


Madame Montpelimar acogió a la nueva recluta con reserva, sin saber exactamente a qué atenerse.

Sea como fuere, Madame Montpelimar tenía sus propias preocupaciones para perder el tiempo con las de otras personas. Su tobillo estaba peor de lo que supuso al principio y el médico se negó a permitir que abandonara la Mansión. De manera que allí estaba, sin poderse marchar y con el botín en su poder. Sin embargo había logrado salir de lances más difíciles, y sólo era cuestión de esperar a que mejorase su pie para marcharse. Lo peor de todo era que la señora Bott esperaba que hiciese uso de sus dotes clarividentes para descubrir el paradero del broche.

—Voy a denunciar a ese chico a la policía, lo encuentre o no —dijo muy seria—. Pero quiero recuperar ese broche. Ojalá no le hubiese dado una semana de tiempo. Es probable que ahora lo haya empeñado… o vendido. Un criminal como él sabe dónde deshacerse de lo robado. Probablemente lo viene haciendo desde hace años. Y ese broche significa mucho para mí. Botty me lo regaló en nuestro primer aniversario de boda. O tal vez fue el segundo. No me acuerdo. De todas formas, se pondrá furioso cuando sepa que ha desaparecido. Madame Montpelimar, ¿no puede usted ver dónde está? Quiero decir que con su clarividencia, sus voces del más allá, sueños y todo eso… Quisiera recuperarlo antes de que vuelva Botty.

Y a todas luces, Madame Montpelimar hacía todos los esfuerzos posibles para descubrir el paradero del broche desaparecido. Se sumía en trance, oía voces de ultratumba y soñaba. Pero siempre con el mismo resultado. Seguía el curso del broche desaparecido desde el tocador hasta el bolsillo de un muchacho que bajaba por la tubería de desagüe, atravesaba el jardín e iba calle abajo hasta una casa que, según su descripción, no podía ser otra que la de la señora Brown. Y luego decía:

—Una nube endiablada parece envolverme, señora Bott… una nube endiablada, y no consigo ver nada más.

—Desde luego que es el demonio —dijo la señora Bott—. Nunca olvidaré la vez que arrojó una piedra al invernadero de mis tomates. Y cuando soltó un ratón en el Ayuntamiento…

—Es tan espesa que no consigo ver a través de ella —prosiguió Madame Montpelimar, ignorando su interrupción—: El diablo siempre me produce el mismo efecto. Soy extrasensible. Paraliza mis poderes…

Aunque respetaba su extrasensibilidad respecto al diablo por parte de Madame Montpelimar, la señora Bott fue inclinándose más y más hacia Juana, que continuaba informándole de sus «sueños», reflejo fiel de todas las acciones de la señora Bott durante la noche anterior.

—Veo que posees el don, cariño —le decía la señora Bott, excitada—, pero ojalá pudieras emplearlo en descubrir donde está ahora el broche. Yo misma lo he intentado por todos los medios, pero no consigo soñar, ni oír voces, ni nada. Creo que estoy paralizada por el diablo lo mismo que Madame Montpelimar. Ella consigue ver hasta la casa de ese muchacho y luego todo se esfuma en una niebla endiablada…

Y por eso Juana, decidida a salvar a Guillermo, continuaba describiendo sueños y sensaciones en las que casi, aunque nunca del todo, descubría el paradero del broche desaparecido.

—Bueno, debes perseverar, cariño —le apremiaba la señora Bott—. No cabe duda de que posees el don.

Debemos unir nuestros «físicos» todo lo posible, pero te estaría mucho más agradecida si pudieras decirme dónde está.

—Esta noche lo intentaré de nuevo —le prometió Juana.

Cada día al regresar a casa informaba a Guillermo.

—No está en su bolso. Hoy le dije: «¡Qué bolso más bonito!» y me ha dejado abrirlo para probar el cierre. Si hubiese estado allí no me lo hubiera permitido.

—Y no está en su dormitorio… lo he registrado mientras ellas tomaban el té.

—Ni tampoco en los tacones de sus zapatos. Sólo tiene dos pares y los deja siempre en la cocina para que se los limpien. No lo haría si lo hubiese escondido allí. Y sus zapatillas no tienen tacones. Ni entre sus vestidos. La doncella de la señora Bott siempre la ayuda a vestirse y desnudarse. No lo permitiría si lo ocultara entre sus ropas.

—Bueno, entonces, ¿dónde está? —dijo Guillermo desesperado—. Queda sólo un día. Tal vez la señora Bott se haya olvidado ya… —dijo con un atisbo de esperanza.

—No, no lo ha olvidado —replicó Juana—. Dice que lo primero que hará mañana por la mañana es ir a la policía. Y no cesa de repetir que lamenta haberte dado una semana de plazo.

—¡Troncho! —gimió Guillermo—. Nadie creerá que yo no lo cogí.

—Sí lo creerán, Guillermo —dijo Juana—. Todavía queda un día entero y estoy segura de que se me ocurrirá alguna idea.

Aquella tarde fue a la Mansión como de costumbre. El rostro de Madame Montpelimar ostentaba una sonrisa triunfal. Ahora parecía haber pasado ya todo peligro. El doctor le había dicho que mañana podría irse a su casa, y pensaba encontrarse lejos, muy lejos, y sin dejar rastro, antes de que la señora Bott acudiese a la policía para presentar su denuncia contra Guillermo.

Durante la tarde, al apoyarse Juana contra el sofá donde Madame Montpelimar se hallaba recostada, tocó casualmente las trenzas de sus ásperos cabellos castaños, enroscadas una y otra vez hasta formar un moño enorme.

Madame Montpelimar apartó la cabeza con brusquedad.

—Ten cuidado con la cabeza de Madame Montpelimar. Juana —le dijo la señora Bott—. Es muy sensible. Es debido a su cuerpo astral y al ir y venir de sus mensajes de ultratumba. No puede soportar que se la toquen. Ni siquiera consiente en dejarse peinar por María. Si se la toca cualquiera se pone a morir. ¿No es cierto, Madame Montpelimar?

—La tengo muy sensible desde que era niña —admitió la clarividente. En realidad, desde que tuve las primeras manifestaciones de mi don.

Juana miraba pensativa a Madame Montpelimar, y más pensativa aún al nido de pájaros formado por sus ásperos cabellos castaños. Allí podría esconderse cualquier cosa… Pero su disgusto por aquella mujer estaba frenado por el respeto, e incluso entonces comprendió que debía tener mucho cuidado.

Poco después, al encontrarse a solas con la señora Bott en la sala de estar, le dijo:

—Acabo de recordar una especie de «mensaje» que tuve anoche.

La señora Bott la miró excitada.

—¿Un mensaje, cariño? ¿Un mensaje «físico»?

—Sí —replicó Juana—. Lo oí durante el sueño. Decía que si Madame Montpelimar pudiera caer en un sueño profundo hoy mismo después de tomar el té… un sueño muy profundo… soñaría dónde está el broche. Pero que ella no debía saberlo o de lo contrario nada ocurriría.

La señora Bott parecía pensativa.

—Es un poco extraño, cariño —dijo—. Ella no tiene costumbre de dormir después del té…

—Pero supongo que «podría»… —prosiguió Juana—. El doctor le dio a mamá unas pastillas una vez que no lograba conciliar el sueño, y sólo utilizó una o dos… Sé dónde están y podría traer una.

—Oh, yo también tengo —exclamó la señora Bott—. El doctor dijo que eran completamente inofensivas. No veo por qué no podemos… Bueno, al fin y al cabo ella está deseando saber dónde está el broche tanto como nosotras… Se alegrará cuando se lo expliquemos una vez haya pasado todo.

Juana se quedó a tomar el té. Estuvo muy atenta con Madame Montpelimar haciéndole hablar de su don y procurando interponerse entre ella y la mesa mientras la señora Bott deslizaba la pastilla en su segunda taza de té. Madame Montpelimar estaba de muy buen talante. Mañana a aquellas horas, no cesaba de decirse interiormente, estaría a salvo con su botín…


La señora Bott deslizó una pastilla en la segunda taza de té de Madame.


Juana estuvo muy atenta con Madame Montpelimar haciéndole hablar de su don.

Inventó toda clase de historias para Juana de futuros que había previsto, de calamidades que había logrado evitar, sueños… visiones… Un irresistible sopor la iba invadiendo.

—¡Me siento algo aturdida! —dijo—. Creo que será mejor que estire mis piernas sobre el sofá.

Juana y la señora Bott aguardaron impacientes a que Madame Montpelimar pusiera sus piernas sobre el sofá, reclinase su cabeza en los cojines, cerrase los ojos y comenzara a respirar profundamente. Cada vez más profundamente…

La señora Bott se acercó a ella.

—Quizá ya esté soñando dónde está el broche —dijo con voz alterada.

—No creo que esté muy cómoda —exclamó Juana acudiendo también a su lado—, y no creo que pueda dormir profundamente a menos que esté cómoda. Creo que su cabeza estaría mucho más descansada si no tuviese que apoyarse encima de todos esos cabellos…

—Será mejor que no le toques el pelo, cariño —dijo la señora Bott—. No le gusta que se lo toquen.

Pero Juana estaba ya quitando las horquillas lenta y cuidadosamente. Soltó una larga trenza, luego siguió otra, otra más… y luego, del mismo centro del moño sacó algo envuelto en seda marrón y que abrió ante la mirada incrédula de la señora Bott.

—No es posible —exclamó la señora Bott—. «No-no-no-no es posible…».

Pero lo era…

Y Madame Montpelimar, roncando suave y felizmente, seguía dormida…

Madame Montpelimar… alias Princesa Borinsky, alias lady Vera Vereton, alias Baronesa Gretchstein, alias María Smith, había sido traslada a la comisaría de policía, en donde siempre deseaban volver a verla. La señora Bott se mostró humilde pidiendo perdón a Guillermo entre lágrimas, ofreciéndole fantásticas sumas de dinero en compensación por el error cometido… las cuales, con gran disgusto de Guillermo, fueron rechazadas con firmeza por la señora Brown. Por fin tuvo que contentarse con media corona y la autorización para jugar en cualquiera de las dependencias de la Mansión por tiempo indefinido.

La noche siguiente Guillermo fue a visitar a Juana.

—Lo hiciste muy bien, Juana —le dijo.

—Y en cierto modo me divertí bastante —replicó la niña.

—Bueno, yo… yo mismo no lo hubiera hecho mejor —y eso era lo máximo que Guillermo podía admitir—. Vamos… nos gastaremos la media corona y después iremos a jugar a pieles rojas.