GUILLERMO SIGUE ADELANTE

RICHMAL CROMPTON

DEMASIADOS COCINEROS

—Hay gente nueva en Villa Madreselva —dijo Pelirrojo.

—Siempre hay gente nueva en Villa Madreselva —replicó Guillermo.

La guerra había aportado al pueblo una población constantemente renovada de evacuados, funcionarios y particulares. Al principio, a los Proscritos les inspiraron un profundo interés, pero en la actualidad se habían acostumbrado tanto a ellos que apenas reparaban en los cambios. Pocos de los recién llegados se quedaban mucho tiempo. O bien se iban a vivir con sus parientes más alejados de la zona de peligro o, aburridos por la aparente falta de acontecimientos, característica de la vida en un pueblo inglés, regresaban a Londres.

Pero, a medida que transcurrió el tiempo, la nueva inquilina de Villa Madreselva comenzó a interesar a los Proscritos. Era una mujer menuda, despistada y tímida, que siempre parecía tener prisa, y no obstante no le faltó nunca tiempo para charlar con ellos. Demostraba un interés por sus problemas poco común en un adulto, lo que resultaba halagador. Le interesaban los pieles rojas, seguir un rastro, la vida del bosque, las canicas, las cometas, los trenes, los aviones, los arcos y las flechas, el vadear arroyos, trepar a los árboles y encender hogueras. Invitó a los Proscritos a tomar el té y les obsequió con unos manjares tan deliciosos —como los de antes de la guerra—, que apenas podían creer que no era un sueño. Fue entonces cuando les reveló la naturaleza de las actividades que ocupaban la mayor parte de su tiempo.

—Veréis —les explicó—, mi trabajo es guisar. Escribo sobre cocina en las revistas y he publicado varios libros. Claro que —suspiró—, guisar en tiempo de guerra es un gran problema, pero —se fue animando—, siempre es divertido tener un problema que resolver, ¿no es cierto?

En la merienda conocieron a su secretaria, la señorita Griffin, que era una mujer menuda, distraída y tímida como su patrona.

—La señorita Griffin es muy eficiente —dijo la señora Fountain con admiración—, y escribe a máquina maravillosamente. A propósito, mañana voy a probar de hacer unos dulces de guerra. Si quisierais venir a probarlos después del té…

Los Proscritos le aseguraron que sí les gustaría. Acudieron encantados y los probaron hasta la última miga, mientras la señora Fountain les observaba con ansiedad.

—Espero que estén buenos —dijo con una duda en su voz.

No hubo la menor duda en las voces de los Proscritos cuando le aseguraron que estaban muy buenísimos.

—Sois muy amables —les dijo, agradecida.

—Entonces esta misma noche pasaré a máquina las recetas, ¿no? —intervino la señorita Griffin.

La señora Fountain se tomaba tanto interés por los problemas de los Proscritos, que éstos no pudieron dejar de interesarse por los suyos. Conocían los títulos de los libros que había escrito, y los títulos de los libros que pensaba escribir; sabían los nombres de las revistas en las que colaboraba e igualmente los de las revistas en que esperaba colaborar; las recetas que había inventado y las que iba a inventar… Habían adquirido la costumbre de pasar cada día por Villa Madreselva después de tomar el té, y ella siempre tenía alguna golosina especial que ofrecerles con el aire de quien pide un favor, en vez de concederlo.

—¡Me alegra tanto que os gusten! —les decía agradecida.

Y la señorita Griffin, que siempre observaba atentamente a su patrona, exclamaba con admiración:

—Esta misma noche pasaré a máquina la receta, ¿no?

Una tarde los Proscritos encontraron a la señora Fountain y su secretaria en un estado de gran excitación.

—El martes vendrá a comer —les dijeron.

—¿Quién? —quiso saber Guillermo.

—El señor Devizes, el editor de «El Espejo de la Mujer» —replicó la señora Fountain con reverencia—. Hace años que intento conseguir la «Página de Cocina». Dice que viene para discutir el asunto, pero, claro, todo dependerá de la comida. Oh… —en sus ojos apareció una mirada distante—. ¡Cómo desearía tener unos limones!

—¿No puede comprarlos? —preguntó Guillermo con ingenuidad.

—¡Mi querido niño, no lo hay! O si los hay, los tienen escondidos.

—¿Escondidos?

El rostro menudo de la señora Fountain adquirió una desacostumbrada mirada severa.

—Estraperlo —le explicó—. Es un delito, naturalmente, y la gente puede ir a la cárcel por hacerlo, pero lo hacen. Oh, si pudiera conseguir unos limones, podría hacer lo que se dice una comida «maravillosa».

—¿Qué va a preparar de comida? —le preguntó Guillermo.

—Primero, sopa.

—No irá a poner limones en una sopa, ¿verdad? —exclamó Guillermo.

La señora Fountain suspiró.

—¡Ya lo creo que los pondría si los tuviera! Pero los quiero para un pastel de limón. Tengo una receta maravillosa. Creo que tendré que preparar un pastel de manzana, pero claro, la verdad es que hasta para eso se necesitan limones.

Parecía tan preocupada con la idea de la comida, y tan disgustada por la carencia de limones, que los Proscritos se marcharon antes de lo acostumbrado.

Guillermo anduvo hacia su casa pensativo. Y pensativo entró en la galería donde su madre estaba sentada zurciendo calcetines.

—Mamá… —comenzó a decir—, tienes… limo…

—Por amor de Dios, Guillermo —exclamó la señora Brown—, llévate de aquí ese palote. Estoy cansada de recoger los palos que dejas por todas partes.

—¿Qué palote? —preguntó Guillermo sorprendido—. ¡Oh, eso!

Siempre que Guillermo salía, cortaba una rama de árbol o de arbusto para blandiría o golpear con ella los setos, o enemigos imaginarios, o para utilizarla como pértiga o bastón según su longitud. Lo hacía automáticamente, como algo tan natural, que siempre que le señalaban la presencia de uno de estos apéndices se sorprendía de verdad.

—¡Oh, eso! —dijo, contemplando el grueso palo de fresno que había dejado con descuido sobre el sofá.

—Llévalo al recibidor, si quieres conservarlo.

—Sí que quiero conservarlo —replicó Guillermo con firmeza—. Es un bastón muy bonito.

Lo llevó al recibidor, regresando luego a la galería.

—Mamá —comenzó de nuevo—, ¿tienes algún…?

La señora Brown volvió a interrumpirle.

—Si has venido a casa para tomar el té, Guillermo, quítate el abrigo y la bufanda.

—Está bien —se avino Guillermo pacífico—. Mamá, ¿tienes algún…?

—«¡Guillermo!» —exclamó la señora Brown—. No los tires al suelo. Llévalos al vestíbulo y cuélgalos del perchero.

—Lo siento —dijo Guillermo recogiendo del suelo el abrigo y la bufanda—. Lo he hecho sin pensar. En este momento tengo muchas preocupaciones.

Fue al vestíbulo, y luego de dejar el abrigo y la bufanda colgados del perchero, regresó a la galería, y al ver temblando en los labios de su madre la orden de que fuera a lavarse la cara y a cepillarse el pelo, de un tirón:

—«¿Mamátieneslimones?»

—«¿Limones?» —la señora Brown parecía no poder dar crédito a sus oídos—. «¿Limones?» Apenas recuerdo cómo son.

—En la enciclopedia hay una fotografía —dijo Guillermo.

—Ni siquiera quiero recordar qué aspecto tienen —replicó la señora Brown con amargura—. No, hace semanas que no he visto ni uno.

—Si quisieras conseguir uno, ¿por dónde empezarías? —quiso saber Guillermo.

—Por ningún sitio —fue la respuesta de la señora Brown—. Me he dado por vencida. Al fin y al cabo es completamente inútil destrozarse el corazón por un limón.

—Pero suponte que «necesitases» uno —insistió Guillermo—. ¿Qué harías?

—Nada en absoluto —dijo la señora Brown—, ya he renunciado a las cebollas, huevos, azúcar candé y crema de leche. No hay nada que una «pueda» hacer.

—Pero supón que alguien se está muriendo y quiere uno —insistió Guillermo.

—No lo creo posible —repuso la señora Brown después de considerar la pregunta—. Quiero decir que no puedo imaginarme a nadie pidiendo un limón en esa circunstancia particular.

—Apuesto a que habría que encontrar a uno de esos estraperlistas y quitárselo —dijo Guillermo.

—Ahora, Guillermo —replicó la señora Brown con firmeza—, deja de decir tonterías y ve a lavarte la cara y a cepillarte el pelo.

* * *

Guillermo caminaba despacio por la carretera en dirección al pueblo. Toda una noche de sueño no le había acercado lo más mínimo a la solución de su problema. Seguía decidido a encontrar uno o varios limones para la señora Fountain, y pensaba que el mejor camino era ir al encuentro de un acaparador de limones y robarle parte de su mal adquirido tesoro, pero el principal inconveniente persistía. No lograba encontrar a un estraperlista de limones… Había mencionado la palabra limones intencionadamente a varias personas, y la amargura o melancolía de sus respuestas —según su temperamento—, les dejaron inmediatamente libres de sospecha.

—¿Limones? ¡Ojalá pudiera conseguir uno!

—¿Limones? Es una vergüenza, un ultraje, un escándalo. ¡Hitler tendrá que pagar por eso!

Fue a la tienda del pueblo y pidió un limón, saliendo perseguido por el indignado tendero.

—¡Otra broma como ésta y se lo digo a tu padre, mocoso descarado!

—Apuesto a que encuentro uno antes de que haya terminado… —murmuró Guillermo echando a andar calle abajo—. Apuesto a que…

En aquel momento se encontró con Violeta Isabel Bott. Violeta Isabel Bott era hija del propietario de una casa señorial: la «Mansión»; un caballero de origen oscuro que había amasado una fortuna con la «Salsa Digestiva Bott». Tenía siete años, era poseedora de un considerable encanto personal y ceceaba. Guillermo era una de las pocas personas que no había sucumbido jamás a su hechizo, y por eso le tributaba respeto y admiración.

—Hola, Guillermo —le saludó parpadeando con sus largas pestañas.

Guillermo no desarrugó el ceño cuando sus ojos se posaron en ella.

—Hola —replicó distraído sin detenerse.

Sin embargo, Violeta Isabel le cortó el paso con su menuda pero sólida personita.


Guillermo no desarrugó el ceño cuando sus ojos se posaron en Violeta Isabel.

—Eztoy muy contenta de verte, Guillermo —dijo utilizando su famoso encanto.

Pero Guillermo, como siempre, resistió a toda prueba.

—Pues yo no —replicó con lamentable descortesía—. Apártate de mi camino. Estoy ocupado.

—Yo también eztoy ocupada —repuso Violeta Isabel con dulzura—. Deja que trabajemoz juntoz.

—«¡Troncho!» —exclamó Guillermo con severidad—. ¿Tú te crees que voy a consentir que las «niñas» se metan en mis asuntos?

Le sonrió encantada. Siempre le emocionaba la brusquedad de Guillermo.

—¿Cuál ez tu azunto, Guillermo? —insistió.

Guillermo vacilaba. Su primer instinto fue negarse a dar detalles y no tener más trato con aquella inmadura representante de un sexo despreciado. Luego reconsideró su actitud. No debía dejar piedra por remover. Un acaparador de limones podía ser descubierto en el lugar menos pensado.

—Mi asunto son los limones —replicó tajante.

—¿Limonez? —replicó Violeta Isabel abriendo sus ojos azules con sorpresa—. ¿Por qué limonez, Guillermo?

Guillermo la miró.

—¿Tienes «tú» algún limón? —le dijo muy serio.

Ella sacudió sus rizos dorados.

—¿Yo? No, Guillermo, yo no tengo ningún limón. ¿Por qué habría yo de tener limonez?

—No sé —repuso Guillermo de mala gana—. No sé por qué nadie quiere tener esas cosas detestables. Ojalá no los hubieran inventado nunca. Escucha, ¿sabes de alguien que tenga alguno?

Violeta Isabel consideró la pregunta uniendo sus cejas en profunda reflexión. Luego se animó.

—Zí, mi madre tiene varioz. Tiene una caja llena. Han eztado en el fondo de zu armario mezez y mezez…

—¡Cáscaras! —exclamó Guillermo abriendo mucho los ojos, presa de excitación—. Entonces es una acaparadora, eso es lo que es. Una estraperlista.

—¿Lo ez? —dijo Violeta Isabel dulcemente y sin mucho interés.

—Sí, lo es —repuso Guillermo con severidad—, y tenemos que quitárselos. ¡Troncho! Podría ir a la cárcel por esconder todos esos limones. No querrás que la metan en la cárcel, ¿verdad? Yo sé de quién los «necesita» esos limones, así que nosotros hemos de quitárselos a tu madre y dárselos a esa persona que los «necesita».

—Ze loz pediré, ¿quierez? —dijo Violeta Isabel serenamente.

—No, será mejor que no lo hagas —replicó Guillermo—. No te los daría. Es una delincuente… todos los estraperlistas son delincuentes… y los delincuentes se ponen furiosos cuando les acorralan.

—¿Qué hago entoncez? —preguntó Violeta Isabel.

—¿No podrías cogerlos sin que ella se entere? —quiso saber Guillermo—. Bueno, yo creo que «debes» impedir que sea una delincuente y que vaya a la cárcel. A ti no te gustaría que la metieran en la cárcel, ¿verdad?

Violeta Isabel se quedó pensando.

—Zí, creo que zí —dijo al fin alegremente—. Podría acoztarme tarde como me guzta, zi ella eztuviera en la cárcel. Ziempre he dezeado quedarme levantada hazta tarde como me guzta.

—Pero no tendrías dinero para gastar —le dijo Guillermo con astucia, recordando la mayor debilidad de Violeta Isabel—. No podrías comprarte «carameloz ácidoz».

El rostro de Violeta Isabel se ensombreció.

—Oh, entoncez no dejez que la metan en la cárcel, Guillermo —le suplicó—. Me encantan loz carameloz ácidoz.

—Está bien, no lo haré —repuso Guillermo con el aire de un caballero andante al emprender una tarea muy difícil y peligrosa—. Lo haré por ti. Trataré de evitar que tu madre vaya a presidio para que tú puedas seguir comprando caramelos ácidos. Va a ser muy difícil, pero voy a hacerlo porque no quiero que te quedes sin caramelos ácidos mientras tu madre está en la cárcel.

—¡Oh, «graciaz», Guillermo! —exclamó Violeta Isabel agradecida—. Erez tan amable.

—Bueno, lo primero que hay que hacer —repuso Guillermo tan impresionado por su propia astucia que, por el momento, fue incapaz de pensar que era lo primero que había que hacer—. Bueno… er… lo primero que hay que hacer es quitarle esos limones antes de que la policía descubra que los tiene y la metan en la cárcel. ¿Puedes hacerlo?

—Oh, zí, Guillermo —respondió Violeta Isabel—. Puedo cogerloz fácilmente. Zé dónde eztán. Han eztado allí, mezez y mezez.

—Bueno, entonces cógelos y tráelos —le dijo Guillermo—. ¿Podrías conseguirlos mañana por la mañana?

—Oh, zí —repuso Violeta Isabel, y tras guardar silencio un momento, añadió—: No me importaría que fueze a la cárcel por un día, Guillermo. En un día podría hacer cazi todaz laz cozaz que no me deja.

—¡Cielo santo! —exclamó Guillermo—, la meterían en la cárcel «años». No tendrías caramelos ácidos durante «años». ¿Te gustaría eso?

—Oooh, no —convino Violeta Isabel estremeciéndose—. No me gustaría. Entoncez, lo primero que haré mañana por la mañana ez traerte los limonez, Guillermo.

—Está bien —dijo Guillermo—, iré directamente a tu invernadero después de desayunar y tú los traes.

—Zí, loz llevaré —prometió Violeta Isabel con serenidad.

Fiel a su palabra, a la mañana siguiente acudió trotando al invernadero con una caja de cartón.

—Aquí eztán, Guillermo —le dijo—. Zon unoz limonez preciozoz. Ahora no tendrá que ir a la cárcel, ¿verdad…?, porque va a llevarme al cine y yo quiero ir al cine.

Abrió la caja. En su interior había seis limones pequeños, cada uno en su compartimiento separado.

—No, ahora todo irá bien —le aseguró Guillermo—. Ahora no tendrá que ir a la cárcel.


—No. Ahora todo irá bien —le aseguró Guillermo a Violeta Isabel.

—Gracias —le dijo agradecido. Tras sacarlos de la caja, los introdujo en el bolsillo de su chaqueta, y luego vaciló.

—Parece que llevármelos es como si los robara —dijo mientras le asaltaban repentinamente tardíos y leves escrúpulos—; quizá debiéramos poner en su lugar alguna otra clase de fruta, entonces sería sólo un cambio.

—¿Qué te parecen manzanaz? —sugirió Violeta Isabel—. Tenemoz montonez y montonez de manzanaz almacenadaz en el cuarto traztero.

—Sí, magnífico —exclamó Guillermo—. Ve a buscarlas y las pondremos en la caja. Entonces no será robar.

Violeta Isabel obedeció al punto, regresando a los pocos minutos con seis sonrosadas manzanas.

—Laz pondremoz cada una en un hueco, ¿vale? —sugirió, agregando esperanzada—. Zi la abre tal vez olvide que eran limonez y crea que ziempre hubo manzanaz. No tiene muy buena memoria. Ziempre ze olvida de laz cozaz.

En aquel momento se oyó una voz procedente de la casa llamando:

—¡Violeta Isa… «bel»!

—Tal vez zea mejor que vaya —dijo Violeta Isabel apresurándose—. Arman mucho alboroto zi creen que me he perdido. Pon tú laz manzanaz en loz huecoz, Guillermo, deja la caja aquí y yo volveré a buzcarla y la pondré otra vez en el zitio donde eztaba, en el armario de mi madre.

—De acuerdo —convino Guillermo.

Observó cómo Violeta Isabel correteaba en dirección a la casa, y luego volvió su atención a las manzanas que dejara encima de la mesa. Las fue colocando lentamente y con todo cuidado en los compartimientos de la caja donde antes estuvieran los limones. Eran mayores que éstos, y ocupaban tanto espacio que la tapa no cerraba del todo. «Son demasiado grandes para la caja… —pensó Guillermo mirándolas con apetito—. Quizá si les diera un mordisco a cada una encajarían mejor y no se perdería nada. Por encima tendrían el mismo aspecto, y probablemente la señora Bott se habrá olvidado ya por completo de la caja, y no volverá a pensar en ella jamás.» Violeta Isabel había dicho que su memoria era muy mala y la caja llevaba meses allí.

Pegó un mordisco a la más grande y más apetitosa… luego otro… y otro… y otro… hasta que se quedó mirando el corazón con espanto.

—¡Troncho! —se dijo a sí mismo en voz alta en tono indignado y severo—. ¡Mira que comértela toda! Será mejor que vayas con más cuidado con la próxima.

Y ciertamente su intención era la de llevar más cuidado con la siguiente. Sólo pensaba darle uno… o a lo sumo… dos… mordiscos, pero a través de la ventana del invernadero, vio por casualidad a dos gorriones peleándose, y el espectáculo le absorbió tan por completo que cuando quiso darse cuenta se había comido la manzana entera. Otra vez sólo le quedaba el corazón. A partir de entonces Guillermo sucumbió al Destino. Nunca fue niño para medias tintas. Al fin y al cabo, lo mismo pueden comerse seis manzanas que dos. Las engulló con deleite y puso los seis corazones en el centro de cada compartimiento de la caja, considerando que por lo menos eran una prueba de sus buenas intenciones y demostraban que su intención había sido la de reemplazar los seis limones por seis manzanas, y lo hubiese hecho de no haber sido el Destino demasiado para él. Tras cerrar la caja, la puso sobre el banco del invernadero y se marchó sin hacer ruido, llevando seguros en su bolsillo los preciosos limones.

Pocos minutos después de su marcha, regresó Violeta Isabel para coger la caja y guardarla de nuevo en el fondo del armario de su madre.

No la abrió, y por lo tanto no supo que contenía únicamente seis corazones de manzana.

Ni ella ni Guillermo habían reparado que en la tapa de la caja aparecían estas palabras: «Jabón de limón. Tamaño pequeño.»

* * *

Parecía no haber nadie en Villa Madreselva cuando llegó Guillermo. Aquella tarde la señora Fountain había dado una conferencia sobre comidas en tiempo de guerra en el Instituto Femenino, y la señorita Griffin estaba muy ocupada mecanografiando las notas. La propia señora Fountain había preparado la comida y ahora estaba en el piso de arriba cambiándose de ropa. Guillermo penetró en la casa por la puerta trasera y una vez en la cocina miró indeciso a su alrededor. «Sería agradable —pensó—, que los limones fuesen una sorpresa, y que la señora Fountain, pensando que en su comida faltaban limones, descubriese de pronto que sí los tenía.» Sobre el fogón de gas había una cacerola con agua hirviendo. Guillermo alzó la tapadera para olfatear. Sopa. Sin la menor duda era sopa. Y recordando que la señora Fountain dijo que hubiera puesto limones en la sopa en el caso de tenerlos, extrajo un par del bolsillo y los echó en la cacerola. La sopa ya tenía limones y la sorpresa iba a ser maravillosa…

Luego abrió la puerta del horno. Un guisado se estaba haciendo en una cazuela. No se pueden poner limones con la carne… Era una pena, pero era así… En otra bandeja del horno se cocía una especie de pastel, y recordó que la señora Fountain había dicho que iba a hacer un pastel de manzana y que para hacer pastel de manzana se necesitan limones. Encima había una especie de costra, la apartó con sumo cuidado y deslizó debajo un limón. Luego volvió a colocar la costra encima para que nadie supiera que lo habían tocado.

«Otra encantadora sorpresa para ella», pensó satisfecho. Todavía le quedaban tres limones, pero no se le ocurría cómo emplearlos, así que los dejó en un estante de la alacena por si al día siguiente quería hacer un pastel de limón.

* * *

El señor Devizes llegó a Villa Madreselva cuando el reloj daba la una. El viaje había sido largo y pesado y esperaba ansiosamente disfrutar de una buena comida. Supuso que disfrutarla pasando un día al aire libre, pero el campo habla resultado decepcionante. Era absolutamente distinto del campo de sus recuerdos de antes de la guerra y de las fotografías de las postales y calendarios que recibía por Navidad. Los árboles goteaban bajo la llovizna, y una niebla gris velaba el horizonte, lo que le estimuló su apetito. Algunas de las recetas de la señora Fountain —incluso las de tiempo de guerra—, le hacían la boca agua. En su cartera llevaba al contrato de la «Página de Cocina» para que lo firmara.

Ah, aquella debía ser la casa. Una bonita casa con un bonito jardín. Sugería un hogar confortable… y buena comida. Un niño pequeño y ceñudo estaba entre los arbustos bajo una de las ventanas. Probablemente el hijo del jardinero tratando de parecer enfrascado en alguna tarea horticultora, cuando en realidad no hacía nada en absoluto.

Llamó a la puerta. Una mujercita menuda, de cabellos grises y expresión amable le abrió la puerta.

—¿La señora Fountain? —preguntó el señor Devizes.

—No, yo soy su secretaria, la señorita Griffin. Pase usted…

La señora Fountain estaba en la sala de estar abriendo una botella de jerez. Le gustó el jerez, le gustó la señora Fountain, le gustó la señorita Griffin, le gustó la casa y estaba seguro que iba a gustarle la comida.

La señora Fountain le hizo pasar al comedor, agradable aunque reducido, con sus cortinas amarillas, mantelitos individuales, y un jarrón con crisantemos color oro en el centro de la mesa.

—Ahora voy a pedirle que me disculpen mientras comen la sopa —dijo la señora Fountain—. Yo no tomo y tengo que dar un par de toques al resto de la comida.

Y después de colocar dos tazones humeantes sobre la mesa, se fue a la cocina.

Guillermo, amparado por los arbustos, observaba con interés por la ventana. Ahora vería los resultados de todos sus esfuerzos para que aquella comida fuese un éxito. Aguardaba confiado que aparecieran en los rostros de los comensales sonrisas de entusiasmo y sorpresa… pero esperó en vano.

El señor Devizes probó su sopa y su rostro adquirió una expresión peculiar. Desde luego denotaba sorpresa, pero nada de entusiasmo. Puso la cuchara en el plato con aire resuelto.

—¡Lo siento! —dijo—. Debiera haber dicho que yo no tomo sopa. Me temo no haber prestado atención a lo que dijera la señora Fountain. Yo no… yo nunca tomo sopa.

La señorita Griffin murmuró unas palabras de simpatía, luchando evidentemente con alguna profunda emoción. Tomó una cucharada… y otra… y otra. Sin duda Priscila había puesto algún condimento nuevo en la sopa, y no resultaba. No podía decirse que todo lo que hacía la querida Priscila fuese un éxito, pero uno se acostumbraba al sabor… pero a éste no le resultaba fácil acostumbrarse. Al contrario, le resultaba extremadamente difícil. Se había tomado ya más de la mitad de su taza y le sabía tan raro como al principio. Además, le hacía sentirse extraña… Pero no podía defraudar a Priscila. Debía continuar… Y continuó con aire decidido, con el rostro convertido en una máscara de angustia. El señor Devizes la observaba con espanto y admiración. ¿Cómo diantre podía comerse aquello? Aunque era probable que estuviese acostumbrada. Tal vez vivían de aquellos mejunjes. Menos mal que la piadosa Providencia le había evitado darle a firmar el contrato antes de comer. Él no podía dar su preciosa «Página de Cocina» a una mujer que guisaba tal bazofia.

La señora Fountain, muy sonriente, había regresado al comedor.

—Espero que le guste la sopa… ¡Oh, cielos! —exclamó al ver la taza del señor Devizes—. ¡Oh, cielos! Apenas la ha probado.

—Yo… yo no tomo sopa —replicó el señor Devizes—. Me temo que olvidé decírselo.

—Espero que esté buena —dijo la señora Fountain mirando ansiosamente a la señorita Griffin.

—Estaba riquísima —repuso la señorita Griffin con una triste sonrisa—. ¡No podía abandonar a la querida Priscila! Simplemente deliciosa.

La señora Fountain la miró sorprendida. Había algo casi histérico en la voz de la querida Lavinia y… ¡su aspecto era muy extraño! Quizás estuviera demasiado nerviosa. Claro que era una ocasión muy importante. No había por qué preocuparse. Le dedicó una sonrisa tranquilizadora.

—Entonces iré a buscar el estofado —dijo—. No, no se mueva. Yo haré de camarera. Yo sé dónde está todo.

La señorita Griffin, que se había puesto en pie con intención de ayudarla, volvió a sentarse de golpe mirando ante sí con ojos vidriosos.

«Qué lástima que al señor Devizes no le gustase la sopa», pensó Guillermo contrariado mientras observaba cómo la señora Fountain retiraba los tazones de sopa y salía de la habitación. Se había perdido el gusto al limón. La carne estaría algo sosa, por supuesto, ya que no tenía limón, pero sí lo había en el pastel. Sería una buena sorpresa para todos encontrar limón en el pastel. En cuanto lo probase el señor Devizes era probable que le pagase por la «Página de Cocina» el doble de dinero de lo que había pensado…

El señor Devizes se animó al probar el estofado de ternera. Estaba delicioso y muy de antes de la guerra, con sus guisantitos y… sí, cebollitas… y tocino, bolitas de carne picada, y un delicioso sabor a hierbas. Era suculento, sabroso, y en resumen, exquisito. Sí, desde luego sabía guisar. Tal vez no había probado suficientemente la sopa. Al fin y al cabo, sólo había tomado una cucharada…

La señorita Griffin comió la carne lentamente sin tomar apenas parte en la conversación. Aquella sopa nueva de Priscila le había dejado un sabor extraño en la boca. Un sabor rarísimo y… nada agradable, por cierto.

La señora Fountain cambió los platos y trajo el pastel y jalea de vino. El señor Devizes y la señorita Griffin escogieron el pastel, y la señora Fountain la jalea. La señorita Griffin sirvió el pastel, y le dio un vuelco el corazón al hacerlo. Tenía una consistencia extraña. ¡Oh, cielos! Priscila debía haber probado otro condimento sin éxito. Cosa inaudita en la querida Priscila… y en sus experimentos. Tomó un bocado y palideció. «Era imposible que supiese tan mal. Quizá fuera el gusto de la sopa que todavía perduraba. O tal vez —pensó angustiada—, estoy enferma y este sabor espantoso es uno de los síntomas.» Sí, eso debía ser. Nada de lo que la querida Priscila había guisado en su vida podía saber tan mal como le había sabido la sopa, y ahora el pastel. Debía estar enferma… En realidad se sentía mal, muy mal por cierto. Pero no podía defraudar a Priscila.

—¡Delicioso! —murmuró con desmayo llevándose otra cucharada a los labios con mano temblorosa.

El señor Devizes tomó una cucharada… y la sonrisa se le heló en los labios. En toda su vida no había probado nada tan malo. Sin embargo, quiso que la prueba fuese justa. Tomó tres cucharadas y cada una fue más repugnante que la anterior.

La señora Fountain iba comiendo su jalea de vino despacio y complacida a la cabecera de la mesa. El ramo de crisantemos le ocultaba los platos del señor Devizes y la señorita Griffin.

Estuvo charlando alegremente del tiempo, el jardín, el pueblo y la guerra.

—No comprendo cómo pueden seguir adelante con la invasión —dijo—. Hay trampas para tanques por toda la calle alta de Hadley.

La señorita Griffin se puso repentinamente en pie. Había apurado el cáliz hasta las heces y todo le daba vueltas.

—No me encuentro muy bien, Priscila —logró decir—. Creo que…, creo que será mejor que me acueste.

Y dicho esto abandonó la estancia.

La señora Fountain la miró al marcharse, sorprendida. ¡Pobre Lavinia! Desde luego, tenía mal aspecto. ¡Qué lástima que se hubiera puesto mala precisamente hoy que tenían una comida tan deliciosa!

Asomó la cabeza por encima de los crisantemos para ver si el señor Devizes había terminado su pastel. Era evidente que sólo había tomado unos bocados, pero su tenedor y su cuchara estaban recogidos en el plato.

—Lo lamento —dijo—. De… debiera habérselo dicho. Yo… yo nunca como dulces.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Fountain, decepcionada.

—¡Qué lástima! Es una de mis especialidades. ¿No le gusta?

—Exquisito —repuso el señor Devizes con desmayo—. Pero como ya le digo, no pruebo los dulces. Tengo… tengo el hígado un poco delicado.

«Sí, usted tampoco tiene muy buen aspecto —pensó la señora Fountain observándole de cerca—. Tal vez sea el tiempo. A menudo altera la digestión.»

—En realidad no creo que le hubiese hecho daño —le dijo con presteza—. Pero tengo que darle la receta —prosiguió—. Es realmente exquisito.

—Er… gracias —murmuró el señor Devizes.

Había decidido, a pesar suyo pero estaba decidido… no ofrecerle su «Página de Cocina». Claro que el estofado estuvo muy bueno, pero la sopa y el postre fueron espantosos. Su sola memoria le daba náuseas. De nuevo daba gracias al cielo por no haberle pedido que firmase el contrato antes de comer. Y casi estuvo a punto de hacerlo. Hubiera hecho desaparecer a sus lectores como moscas.

—Ahora debo marcharme —dijo violento.

—Oh, ¿pero no quiere tomar café? —le suplicó la señora Fountain.

—Yo… yo no tomo nunca café —repuso con firmeza. (¡Sólo Dios sabía cómo sería aquel café!)

—Pe-pero —tartamudeó ella—. Yo no pensaba… yo esperaba que charlásemos de negocios.

—Le escribiré —repuso nervioso—. Escribiré. Gracias por su hospitalidad.

Ella le miraba aturdida. Comprendió tan bien como si se lo hubiese dicho con palabras que había cambiado de opinión respecto a la «Página de Cocina», y que no iba a dársela después de todo. Era tan terrible que apenas podía creerlo.

—Pe-pe-pero —comenzó a decir, casi a punto de llorar.

—Adiós —dijo el señor Devizes—. Tengo que apresurarme. Tengo una cita importante en la ciudad…

Fue hacia la puerta y… tropezó con la señora Bott y Violeta Isabel.

La señora Bott llevaba una caja envuelta en papel marrón. Iba deslumbradoramente vestida de fiesta y pareció llenar la habitación por completo no dejando lugar por donde escapar. El señor Devizes la miraba sin pestañear, fascinado por la magnificencia de su sombrero de plumas y su abrigo orlado de pieles.

La señora Fountain, todavía aturdida y asombrada por la pérdida de sus más caras esperanzas, les presentó.

—Encantada de conocerle —dijo la señora Bott amablemente, y luego se volvió a la señora Fountain—. Todas disfrutamos tanto con su charla de ayer en el Instituto Femenino, que hemos pensado en ofrecerle una pequeña muestra de nuestro reconocimiento. Una insignificancia, naturalmente, pero la guerra es la guerra, por así decir, y en estos tiempos tenemos que apretamos el cinturón. Es sólo un detalle para demostrarle lo mucho que apreciamos su amabilidad.

Y le hizo entrega de la caja con el aire de una reina que otorga una condecoración, permaneciendo sonriente mientras la señora Fountain la desenvolvía. Dejando el papel cuidadosamente doblado, la señora Fountain abrió la caja, apareciendo seis compartimientos, en el centro de cada cual reposaba un corazón de manzana. El insulto, al llegar a continuación de su reciente fracaso, fue demasiado para ella, y dejándose caer en el sofá se deshizo en lágrimas. Violeta Isabel, ajena a que la caja que llevara su madre consigo fuese la que había estado tanto tiempo en su guardarropa; y que había estado contemplando la escena con aire aburrido, se sobresaltó de repente.

—Debe haber zido Guillermo —exclamó indignada—. Ze laz ha comido. ¡Eze niño glotón!

—¿Comido? —dijo la señora Bott contemplando los corazones de manzana llena de asombro—. ¿Comido el qué?

—Laz manzanaz —replicó Violeta Isabel.


—¿Comido? —dijo la señora Bott contemplando los corazones de las manzanas llena de asombro—. ¿Comido el qué?


—Las manzanas —replicó Violeta Isabel.

—¡Manzanas! —gritó la señora Bott dejándose caer en el sofá al lado de la experta cocinera sollozante—. ¿«Qué» manzanas?

—Había zeiz —prosiguió Violeta Isabel—. Zeiz manzanaz preciozaz y ze laz ha comido todaz. Ez un niño glotón. De haber zabido que iba a comérzelaz, yo también hubiera colaborado.

—No sé de qué está hablando esta criatura —dijo la señora Bott perpleja—. Era una caja de jabón.

Violeta Isabel sacudió la cabeza.

—Ahí no había jabón —repuso con firmeza.

—Era un jabón de antes de la guerra —dijo la señora Bott—. Nos sobró de nuestra última venta de caridad, pero era «buen» jabón, y yo pensé que sería un bonito obsequio.

—Eran manzanaz —dijo Violeta Isabel con firmeza.

—¡No «eran» manzanas, niña mala y mentirosa! —dijo la señora Bott, que había olvidado por completo la clase de jabón que contenía la caja—. ¡Nunca oí semejante cosa! ¿Estoy loca yo o lo estás tú?

—Yo no lo eztoy —replicó Violeta Isabel—. Y eran «limonez». Primero eran limonez y luego manzanaz para que no fuezez a la cárcel.

—«¡Qué!» —exclamó la señora Bott—. ¡Yo a la «cárcel»!

—Zí —continuó Violeta Isabel sin inmutarse—. Tú ibaz a ir a la cárcel por ezconder cozaz y Guillermo quizo zalvarte por loz carameloz ácidoz y para que me llevazez al cine, azí que cogió loz limonez y puzo laz manzanaz en zu lugar, pero ez un niño glotón.

—¡Basta! —dijo la señora Bott, convirtiendo su voz altisonante en un mero murmullo—. Esta niña está loca. Completamente loca, salta a la vista…

—Aguarde un momento —intervino el señor Devizes cogiendo del suelo la caja de cartón—. Tal vez esto lo explique todo. Jabón de limón, tamaño pequeño.

—Oh, yo no zabía que era jabón —dijo Violeta Isabel—. Ni Guillermo lo zabía tampoco —se sobresaltó al mirar por la ventana—. ¡Eztá ahí! ¡Eztá ahí ezcuchando!

Guillermo, comprendiendo que los acontecimientos habían tomado un giro dramático, pero incapaz de oír lo que se hablaba, había asomado la cabeza por la ventana sin darse cuenta. Al oír el grito de Violeta Isabel al descubrirle, se refugió entre los arbustos, pero demasiado tarde. El señor Devizes le alcanzó desde la ventana, agarrándole de una oreja.

—Suélteme —decía Guillermo tratando en vano de soltarse—. Suélteme… Está bien, si me suelta no me escaparé…

—Cuéntanos toda la historia —dijo el señor Devizes con severidad.

—Está bien —replicó Guillermo, de pie ante la ventana abierta, mientras acariciaba la oreja que el señor Devizes acababa de soltar—. No ha sido culpa mía. La verdad, no ha sido culpa mía. Sabía que ella deseaba darle una buena comida por la «Página de Cocina» y necesitaba limones y no tenía ninguno, y Violeta Isabel dijo que en el armario de su madre había una caja llena, y yo le dije que eso era acaparar y que la meterían en la cárcel. Ella me los trajo y yo vine aquí para darle una sorpresa. Cuando entré en la cocina no había nadie y puse dos en la sopa y otro en el pastel porque deseaba que ella consiguiera esa «Página de Cocina» y dejé el resto en la alacena —hizo una pausa para tomar aliento, y continuó—: Verán, yo no sabía que él no tomaba sopa ni pastel, ni que la señorita Griffin no se encontraba bien, o de otro modo no los habría malgastado de esta manera…

El señor Devizes se echó a reír a carcajadas.

—De manera que era a eso a lo que sabían —dijo—. A jabón de limón.

—¡Oh, «Dios mío»! —exclamó la señora Fountain atónita—. No me extraña que no le gustasen la sopa ni el pastel.

En aquel momento reapareció en la estancia la señorita Griffin. Estaba pálida, pero dueña de sí misma.

—Lo siento —se disculpó—. No sé lo que me ha pasado.

—Nosotros, sí —dijo el señor Devizes—. Era jabón de limón —y alargando la mano estrechó la de ella con aire solemne—. Permítame que la felicite. Se ha portado como una heroína. Se comió hasta la última miga.

Guillermo entraba ahora en la habitación para justificarse más plenamente.

—«Ella» —señaló a Violeta Isabel con un gesto de la cabeza—. Ella dijo que eran limones, y «ella» —indicó a la señora Fountain—, dijo que necesitaba limones. ¿Cómo iba yo a saber que era jabón?

—¡Mira que comértelaz todaz! —exclamó Violeta Isabel—. ¡Ez un niño «glotón»!

—¡Eh! Todavía sin saber lo que ha ocurrido —dijo la señora Bott, presa del mayor asombro—. ¿Cómo es posible que un niño se coma una caja de jabón y deje corazones de manzana?

—Vamos a tomar café —dijo la señora Fountain—. Estoy segura de que todos lo necesitamos. Ahora querrá tomarlo, ¿verdad? —agregó dirigiéndose al señor Devizes.

—Si, se lo ruego —replicó—. Lo tomaré con sumo gusto ahora que sé que no tendrá gusto a jabón… Permítame ayudarla. La señorita Griffin debe descansar. Ha pasado por una dura experiencia.

—Bien —admitió la señorita Griffin con desmayo—. Todavía me siento un poquitín «extraña».

La señora Fountain y el señor Devizes fueron a la cocina, regresando poco después con el café. El pequeño y simpático rostro de la señora Fountain estaba radiante de contento.

—Hemos firmado el contrato —le dijo a la señorita Griffin—. Lo he firmado encima de la mesa de la cocina. Y me ha dicho que va a conseguirme una emisión de radio. ¿No es maravilloso?

—Me gustaría saber qué ha «ocurrido» —dijo la señora Bott, lamentándose mientras tomaba su taza de café—. Limones, jabón, corazones de manzana y páginas de cocina. No entiendo nada —al tomar su café, su rostro se iluminó—. Es el mejor café que he tomado desde que empezó la guerra, ¿cómo lo hace?

—Es probable que la señora Fountain nos explique por la radio cómo hace el café —dijo el señor Devizes.

—¡Caramba! —exclamó la señora Bott, impresionada.

Guillermo estaba sumido en una profunda decepción.

—Yo pensaba que estaba ayudando a hacer buena comida —dijo—. ¿Cómo iba a saber que era jabón?

—Anímate, muchacho —le dijo el señor Devizes—. Es la primera vez que me río con ganas desde que empezó la contienda. Creo que eso bien vale media corona.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo, animándose—. ¡Media corona! ¡Vaya! «¡Gracias!»

—Bueno, dejaremos los corazones de manzana —suspiró la señora Bott—. Este café está tan bueno que no me importa lo que haya «ocurrido».

—Creo que tomaré un poco de café, querida —dijo la señorita Griffin—. Ya me voy encontrando mejor.

—Podré decir a laz niñaz del colegio que conozco a alguien que habla por radio —comentó Violeta Isabel con orgullo.

—Siempre he deseado tener una emisión de radio —repuso la señora Fountain.

—¡Vaya! —murmuró Guillermo estático—. ¡Media corona! Casi había olvidado cómo eran.

—¡Oh, a veces la guerra no es tan mala! —exclamó el señor Devizes, compendiando la situación.