EL LARGO Y FATIGOSO DÍA DE GUILLERMO

Guillermo entró por la puerta principal, restregando brevemente las suelas de sus zapatos contra la esterilla metálica. Habiendo salido disparadas en todas direcciones pelotas de barro, se dedicó a coger las mayores, deslizándolas en sus bolsillos. Luego, en un intento para evitar las reprimendas de sus padres, pensamiento que inspiraba todos estos actos, se plantó delante del espejo, practicando expresiones durante unos momentos (tenía de ellas un buen repertorio e iba mejorando algunas), para acabar aplastándose los cabellos a falta de un peinado. Finalmente, tomó del mueble de la entrada el bastón de su padre e intentó saltar con su ayuda. Lo consiguió, pero dio contra el peldaño de una escalera.

—¿Qué estás haciendo por ahí, Guillermo? —le preguntó su madre, desde el cuarto de estar.

—Nada —respondió el chico.

—Déjate de barrabasadas, ¿eh? —le advirtió su padre, en tono muy severo.

—Lávate la cara y cepíllate los cabellos —le ordenó la madre—. Seguro que andarás necesitado de eso.

—Está bien, mamá —respondió Guillermo.

Empezó a subir la escalera y luego se detuvo. Desde allí, gracias a que la puerta del cuarto de estar se hallaba entreabierta, vio a sus padres, acomodados en dos butacones, a derecha e izquierda de la chimenea. Su hermano mayor, Roberto, estaba entre ellos, de pie. La conversación que sostenían, evidentemente, había sido interrumpida por los ruidos de su llegada. Roberto hablaba en un tono de voz que denunciaba su indignación. Guillermo prestó atención a sus palabras.

—La verdad es que conducía como un loco —estaba diciendo Roberto—. Y como un loco se portó, llamándome todo lo que se le vino a la cabeza.

—¿Dónde sucedió eso exactamente? —inquirió el señor Brown.

—En el cruce —explicó Roberto.

—Y en concreto, ¿qué fue lo ocurrido?

—Verás… Yo me acercaba al cruce con cuidado. Marchaba muy despacio cuando su automóvil abandonó la carretera de Marleigh. Iría casi a cien por hora, abalanzándose sobre mí.

—¿Te hizo algo?

—No llegó a hacerme nada —dijo Roberto—. Frenó violentamente y el coche giró sobre sí mismo… No llegó ni a arañarme la carrocería, pero de haber habido algo, suya hubiera sido la culpa. Ese hombre es un peligro público. Se apeó del automóvil y dirigiéndose a mí me dijo que pensaba denunciarme a la policía, por conducir peligrosamente.

—¡Caramba! —exclamó Guillermo, plantándose en la puerta de la estancia—. Hubieras tenido que ser tú quien le dijera eso…

—¡Fuera de aquí! —ordenó Roberto.

—¿Quién has dicho que era él? —preguntó el señor Brown.

—Es un individuo apellidado Newgate —contestó Roberto—. Lo he visto por el club de tenis, pero apenas le conozco… Tenías que haberlo visto. Tenía la cara amoratada y maldecía como un carretero. Me enseñó el puño y le faltó poco para descargarlo sobre mi nariz…

—Debieras haberle abofeteado —opinó Guillermo—. Tú…

—¡Sal de aquí! —chilló Roberto, más irritado que nunca.

Guillermo se apartó de la puerta.

—Lávate la cara y cepíllate los cabellos, querido —le recomendó su madre, de nuevo.

Pero Guillermo se dijo que su cara y sus cabellos podían esperar. Silenciosamente, abandonó la casa, encaminándose a la de Pelirrojo.

Encontró a éste en su jardín, trabajando en su estanque. La madre de Pelirrojo le había asignado un pequeño espacio al final de la zona cubierta de césped, para que se entregara a sus juegos allí, y una de sus tías habíale regalado una colección de plantas. Pelirrojo, que no sentía la menor inclinación por la jardinería, había cambiado las plantas por una carpa dorada que Víctor Jameson ganara en un concurso. Ahora pretendía construir para la carpa una pequeña piscina Había hecho un hoyo en el suelo y con ayuda de una paleta de albañil estaba forrando las paredes de cemento. Llevaba allí trabajando ya una hora y a causa del polvo blanco que se había ido adhiriendo a sus ropas presentaba un aspecto espectral. La carpa dorada, bautizada por Víctor con el pomposo nombre de «Corazón de León», observaba ansiosamente todos aquellos manejos desde el frasco de vidrio que era su domicilio provisional.

—Este cemento no llega a pegarse —explicó Pelirrojo a su amigo—. Van quedando todos los pegotes en el fondo. Me parece que le he echado demasiada agua. Bueno, añadiré un poco más de cemento.

Cogió un pequeño saco que tenía al lado, abocándolo. Por unos momentos, él y Guillermo se quedaron envueltos en una blanca nube de polvo.

—Deja eso ahora —dijo Guillermo impacientemente, tratando de aclarar la nube con rápidos movimientos de las manos—. Tenemos cosas más importantes que hacer en estos momentos.

—¿De qué hablas? —preguntó Pelirrojo, dejando en el suelo la paleta de albañil y limpiándose las manos en los pantalones.

—Roberto… —respondió Guillermo, lacónicamente—. Se encuentra en peligro.

—¿Qué clase de peligro le amenaza?

—Un peligro tremendo —manifestó Guillermo—. Va a ser denunciado a la policía.

—¿Sí? ¿Pues qué ha hecho? Supongo que no habrá asesinado a nadie…

—No, no —repuso Guillermo—. Pero lo suyo es igual de malo, casi. Tendrá que comparecer ante un juez y puede ser que vaya a parar a la prisión, para estar en ella unos cuantos años. Ese hombre que es una amenaza pública no se detendrá ante nada.

—Pero ¿qué ha ocurrido?

—Verás… Ese hombre que es una amenaza pública se abalanzó con su coche sobre el de Roberto. Yo diría que intentaba atropellarlo. Sí: quería quitárselo de en medio.

—¿Por qué razón?

—No lo sabemos todavía —respondió Guillermo, con aire misterioso—. En las novelas eso pasa porque el atropellado ha conseguido averiguar algún secreto del criminal… Éste decide quitarse al otro de en medio antes de que se lo cuente a alguien.

—¿Qué clase de culpable secreto será ése? —inquirió Pelirrojo, quitándose parte del cemento que llevaba en los labios con el dorso de la mano.

—No lo sabemos, ya te lo he dicho. Pasa que Roberto no es de esas personas que albergan culpables secretos. Yo creo que de ir a parar a él alguno ni siquiera se daría cuenta de si era «culpable» o «inocente»… Ahora, esa amenaza pública es muy dueño de figurarse lo que quiera. Tal vez se le haya pasado por la cabeza que mi hermano ha dado con algo comprometedor para él, intentando entonces cargárselo. Menos mal que Roberto fue rápido, escabulléndose. Se escapó por un pelo…

Pelirrojo escupió un poco de cemento.

—¡Uf! ¡Qué mal sabor tiene este cemento…! ¿Y qué ocurrió luego?

—Lo peor fue lo que vino después —manifestó Guillermo—. El hombre estaba fuera de sí porque no había podido desembarazarse de Roberto atropellándolo…

Entonces pensó en eliminarlo formulando una acusación falsa contra él. Se dijo que si conseguía que lo encerraran en una prisión para toda su vida, por conducir peligrosamente, nadie llegaría a enterarse de su secreto.

—Bueno, yo no creo que por el hecho de conducir peligrosamente encierren a nadie para toda su vida —opinó Pelirrojo.

—Apuesto lo que quieras a que este hombre querría arreglar las cosas a su antojo —dijo Guillermo—. Seguramente, no piensa detenerse ante nada… Y si no lograba que encerraran a mi hermano en la cárcel para toda la vida, si le retiraban el permiso de conducir Roberto se vería obligado a ir a pie a todas partes, lo cual proporcionaría a ese malvado otra ocasión para atropellarlo.

—Sí que está mal planteado esto —reconoció Pelirrojo—. Pero, en fin de cuentas, ¿qué podemos hacer nosotros?

—Tenemos que sacar a Roberto de las garras de ese villano —remató Guillermo.

—¿Cómo? —preguntó Pelirrojo, cogiendo de nuevo la paleta de albañil y removiendo lentamente el amasijo de agua y cemento.

—Pues… No podremos concretar nuestros planes mientras no averigüemos algo más acerca de ese individuo. Conocemos su apellido… Se llama Newgate… Pero no sabemos dónde vive. Fíjate en que…

La voz de la madre de Pelirrojo interrumpió a Guillermo.

—¡Es la hora de acostarte! —dijo la mujer desde una de las ventanas de la planta superior—. ¡A tu casa, Guillermo!

—Nos veremos mañana —dijo Guillermo, apresuradamente—. Intentaremos descubrir sus señas y elaboraremos un plan… Te enterarás de dónde vive y yo pensaré en lo que hemos de hacer.

La madre de Guillermo se encontraba en el vestíbulo cuando el chico entró en la casa.

La mujer se quedó horrorizada al verle.

—¿Dónde has estado? ¿Cómo vienes así?

Guillermo echó una mirada a sus ropas, totalmente impregnadas de un fino polvo blanco.

—Yo… yo no veo nada…

—Guillermo, esto no puede ser…

El chico pareció considerar su indumentaria más detenidamente.

—Bueno, esto debe de ser, seguramente, un poco de cemento —dijo.

* * *

Al día siguiente Guillermo y Pelirrojo se encontraron en la carretera, en las proximidades de la casa de este último.

—¿Se enfadó tu madre contigo? —inquirió Guillermo.

—Si —replicó Pelirrojo—. ¿Te dijo algo la tuya?

—Claro… Pero, bueno, ¿eso qué importa ahora? Tenemos que pensar en Roberto. ¿Sabes ya dónde vive ese hombre llamado Newgate?

—Sí. Vive en una casa bautizada con el nombre de «Homefield», por ahí arriba. ¿Has pensado ya tu plan?

Guillermo guardó silencio durante unos segundos. Por la noche había adquirido la convicción de que Roberto era víctima de un canallesco complot… Ahora, a la luz del día, eso se le antojaba menos seguro.

—Bueno, probablemente, según creo, es lo que él dijo… La amenaza pública conducía peligrosamente, intentando atropellar a Roberto.

—¿No crees entonces que Roberto haya llegado a enterarse de algún secreto importante? —inquirió Pelirrojo, desconcertado.

—No, no… Pero todo resulta igual de malo —afirmó Guillermo—. Quiero decir: piensa en el pobre Robert, compareciendo ante un tribunal, purgando una condena por conducir de un modo imprudente. Y si no va a la cárcel le retirarán el permiso de conducir, que también es cosa grave… Será fichado como un criminal cualquiera y esto pesará sobre él durante toda su vida. Nunca podrá conseguir un buen empleo, por culpa de esa ficha policiaca. Siempre que solicite alguno le preguntarán si tiene antecedentes penales; tendrá que contestar que sí y se lo negarán…

—¿Se te ha ocurrido algún plan entonces?

—Sí. He pensado en un plan —repuso Guillermo—. Verás… Yo no creo, como al principio, que este individuo sea un malvado, pero ello no mejorará la ficha policíaca de Roberto. Me figuro, sí, que es un tipo ordinario, despegado, indiferente… Tenemos que intentar llevar a cabo algo que le ablande el corazón.

—¿Qué?

—He pensado que podíamos presentarnos en su casa, diciéndole que queremos ayudarle en lo que sea… Cuando le hayamos complacido, cuando le hayamos ablandado el corazón, le diremos que no queremos dinero a cambio de nuestro trabajo, que lo que deseamos es que no denuncie a Roberto a la policía por conducción peligrosa.

—Sí… Me parece que eso está bien.

—¡Está estupendo, hombre! —exclamó Guillermo—. Se trata de un plan genial y Roberto se sentirá muy agradecido —le resultaba difícil imaginarse a Roberto así, pero decidió seguir con su idea—. Seguro que nos lo agradecerá. Se atendrá a razones. Todo el que se salva de una cosa como ésta demuestra su reconocimiento.

—¿Cuándo empezamos? —inquirió Pelirrojo.

—Ahora mismo —dijo Guillermo.

«Homefield» era una casa pequeña y cuadrada, de menudas ventanas, con un tejado muy inclinado que hacía pensar en un sombrero mal puesto. En medio de aquel paisaje no era precisamente una nota alegre del mismo. Los dos chicos avanzaron no muy tranquilos por el camino que llevaba hasta la puerta del edificio. Se apostaron a un lado y otro de ella y luego Guillermo cogió el picaporte y dio los golpes que daba siempre cuando quería anunciar su presencia en las casas de sus amigos. Una mujer de lacias mejillas y grisáceos cabellos, muy desaseados, se plantó en el umbral. Llevaba un delantal sucio, asegurado por delante al vestido mediante un gran imperdible. De una de sus manos colgaba un paño de cocina.

—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Es que queréis tirar la casa abajo a fuerza de golpes?

Guillermo le enseñó los dientes. Pretendía esbozar una sonrisa afectuosa.

—Perdone… ¿Vive aquí el señor Newgate? Bueno, si no la molestamos mucho…

—Me molesta bastante que deis tantos golpes. ¿Qué queréis vosotros del señor Newgate?

—Hemos venido aquí para trabajar en lo que se presente —respondió Guillermo, que continuaba sonriendo con alguna dificultad.

—A cambio de nada. Gratis —explicó Pelirrojo.

—Pues habéis empezado bien intentando tirar la casa abajo a fuerza de golpes.

—¿Quién es, señora Hemlock? —preguntó a espaldas de la mujer alguien, con voz irritada.

—Son dos chicos —respondió aquélla—, que quieren trabajar en lo que sea, empezando por ver si podían derribar la casa.

El hombre que salió a la puerta era de pequeña talla y nervioso. Se peinaba con la raya en medio de la cabeza. Sus labios dibujaban en su rostro un gesto constante de desaprobación.

Observó con los párpados entreabiertos, como un miope, a Guillermo y a Pelirrojo.

—Bueno, ¿qué pasa aquí?

—Son unos golfillos —dijo la mujer.

—Nosotros no somos eso —repuso Guillermo, indignado—. Hemos venido a trabajar, a ayudar en lo que se nos mande.

—A cambio de nada —señaló Pelirrojo.

—Sigue —ordenó la mujer.

—Por causa de esta amenaza pública —explicó vagamente Pelirrojo.

—¡Cállate! —le indicó enérgicamente Guillermo.

El hombre tornó a observar a los chicos, ahora con más detenimiento. Guillermo, incapaz de sostener su forzada sonrisa, fruncía el ceño ferozmente, en el gesto que formaba parte de su sistema defensivo particular, contra la vida y sus manifestaciones en general. El gesto en cuestión pareció tranquilizar al señor Newgate. Expresaba confianza en sí mismo, integridad, un propósito definido, concreto.

—Bien, bien… Resulta que ahí hay algo por hacer. Yo carezco de tiempo para atenderlo. Podéis encargaros vosotros perfectamente de ello. El trabajo es muy sencillo.

El hombre guio a los chicos hasta un pequeño invernadero. En el centro de éste se veía una mesa. Por los lados había estantes con plantas. El dueño de la casa cogió de uno de ellos una caja, vertiendo en cascada un gran número de clavos y púas.

—Quiero que los clasifiquéis por tamaños —dijo—. Hace meses que intento dedicar unos minutos a esta tarea. Nada, no me ha sido posible…

—Él es un buen conductor, ¿sabe? —declaró Guillermo.

—Buscaré unos cuantos botes para que los vayáis poniendo dentro, con orden —dijo el señor Newgate.

—A veces ha estado conduciendo meses y meses sin tener el menor accidente —declaró Pelirrojo.

—Aquí tenéis un bote para los clavos grandes —dijo el señor Newgate, sacando un recipiente de uno de los estantes.

—Obtuvo su permiso de conducir en el primer examen —añadió Guillermo—. Bueno, casi…

—Éste os servirá para las púas de mediano tamaño.

—Usted debió de tener parte de culpa —remató Pelirrojo.

—No acierto a dar con ningún bote para las púas más pequeñas —informó el señor Newgate—. ¡Oh! Éste viene bien.

—Una ficha policíaca le perjudicaría toda su vida —dijo Guillermo.

Pero era evidente que el señor Newgate, preocupado con la búsqueda de los recipientes, no les escuchaba.

—Bueno, chicos. Ahora dejad de charlar y haced esto con la mayor rapidez. Tengo que trasladarme a Hadley. He de ir al banco y a la biblioteca y supongo que a mi vuelta ya habréis terminado vuestra labor… ¡Ah! Señora Hemlock… —la señora Hemlock se había plantado en la puerta, contemplando la escena con una irónica sonrisa—. Durante mi ausencia, desearía que terminase de pintar el cuarto de estar. Ponga el estofado al fuego y corte y eche a la olla las cebollas… Habrá que revisar los cuadros de mi estudio. Los dejó torcidos. Quite el polvo de la parte superior de la librería. Hay allí una copa de un milímetro de espesor, por lo menos. Hace semanas que no la ha tocado usted. No sé qué hace con su tiempo… ¿Dónde paran los libros de la biblioteca? ¿Dónde está mi sombrero? ¿Qué ha sido de mis guantes? Eche un vistazo a los chicos… y quítese de en medio, mujer.

Al poco, la puerta principal se cerraba con un fuerte golpe. El señor Newgate pasó por delante de una de las ventanas, hablando en voz baja.

Guillermo y Pelirrojo contemplaron con sombrías miradas los clavos y púas que tenían encima de la mesa.

—Esto se va a llevar su tiempo —comentó el segundo—. Y no ha hecho el menor caso de lo que le hemos dicho.

—Es un trabajo, desde luego —manifestó Guillermo—. Lo mismo que los de Hércules en el cuento de hadas.

—Esto no era un cuento de hadas, hombre —dijo Pelirrojo—. Estaba en la historia…

Inesperadamente, la señora Hemlock apareció de nuevo en la puerta. Se había echado un pañuelo a la cabeza y se estaba embutiendo en un viejo impermeable. Por sus muecas se veía que estaba muy furiosa.

—Bueno, ya me he hartado —declaró—. De él y de sus cosas… Pero ¿quién se ha creído que es? ¿El Rey de las Islas de los Caníbales? Estoy cansada de verme tratada como si fuese una esclava. He resistido mucho, pero todo tiene un límite… Que arregle sus cuadros él si le place, que quite el polvo de la estantería si le molesta, que se pinte sus paredes, que se ponga las cebollas en la olla… ¿Que qué hago yo con mi tiempo? Vosotros podréis decirle lo que hago con él… Me voy. He acabado con él para siempre… Podéis darle recuerdos de mi parte. Adiós.

Se dio un último tirón al impermeable, acabóse de anudar el pañuelo y se perdió de vista. Otro portazo. Aquel golpe resonó en toda la casa.

Guillermo y Pelirrojo se observaron mutuamente.

—Bueno, ¿qué hacemos ahora? —preguntó el segundo.

Hubo una pausa.

—Pues voy a decírtelo ahora mismo —indicó Guillermo después—. Nosotros haremos las cosas que a ella le ha encargado el señor Newgate. Con eso, se pondrá de buen humor y ablandaremos su corazón.

—¿Y las púas…? —preguntó Pelirrojo.

Guillermo las miró con un gesto de asco.

—Hagamos las otras cosas primero. Nos ocuparemos de la pintura, de las cebollas y de lo demás. Son trabajos más interesantes que éste… Mira: dejaremos las púas para lo último.

—De acuerdo. ¿Con qué empezamos?

—Con el pintado de la habitación.

Pasaron al cuarto de estar, inspeccionándolo.

—Supongo que serán esas partes de madera las que él desea pintar —comentó Guillermo.

—¿Dónde está la pintura?

—En alguna parte estará. Veamos…

Pelirrojo abrió un armario que había debajo de la escalera, del que sacó un montón de cosas.

—¡Sí! ¡Aquí está! —dijo por fin—. Pero esta pintura es verde y las maderas del cuarto de estar fueron pintadas en blanco.

—Quizá quiera un cambio… —conjeturó Guillermo—. ¿Hay una brocha ahí también?

—Sí, aquí está.

—Estupendo. Tú empieza a pintar, que yo me ocuparé del fuego y la olla. Procuraremos proceder con rapidez, para que cuando vuelva se lo encuentre todo hecho y se ponga de buen humor.

Pelirrojo, armado de su brocha y del bote de pintura, se metió en el cuarto de estar. Guillermo se dirigió a la cocina. Como las puertas estaban abiertas, continuaron hablando.

—He empezado a pintar el zócalo por la parte de abajo —informó Pelirrojo—. La pintura es buena, pero la madera no la toma muy bien y se corre hasta el suelo.

—Agítala un poco —aconsejó Guillermo.

—Bueno… ¿Qué tal vas tú con lo tuyo?

—He encontrado la olla y encendido el fuego…

—Me parece que voy a ponerme a pintar los antepechos de las ventanas. La pintura se mantendrá mejor en ellos… Acuérdate de que él habló de poner unas cebollas en la olla.

—Sí. Estoy buscándolas.

—Desde luego, Guillermo; en los antepechos de las ventanas la pintura queda bien… ¿Has encontrado las cebollas?

—No… ¡Oh, sí! Aquí están. En un cesto, en un cesto pero fuera de la cocina. ¡Qué sitio más chocante para guardarlas! ¡Y en el suelo!

—Tendrás que pelarlas y cortarlas.

—Lo estoy haciendo ya.

—El pintado no marcha muy bien. La pintura se derrama por los bordes de los antepechos, como si fuese demasiado líquida, y ha empezado a manchar las losas…

—Esto es que coges mucha con la brocha.

—Quizá… ¿Qué tal va lo tuyo?

—Bien. Esto se pela con facilidad.

—Las cebollas te habrán arrancado algunas lágrimas…

—Pues no. Se ve que éstas son de una clase especial.

Los dos trabajaron en silencio durante un rato.

—Se me está acabando este bote de pintura —anunció luego Pelirrojo.

—El contenido de la olla está hirviendo —declaró Guillermo.

A los pocos segundos añadió:

—He encontrado una cuchara y estoy agitando el líquido…

Oyeron unos ruidos característicos. La puerta principal acababa de abrirse y cerrarse.

—Ya ha vuelto —susurró Guillermo.

Hubo un rumor de rápidos pasos en el vestíbulo. Finalmente, el señor Newgate entró en la cocina.

—¿Dónde está la señora Hemlock? —preguntó.

—Se ha ido —respondió Guillermo—. Nos dijo que se iba de esta casa para siempre.

—¡Oh! Eso suele hacerlo dos veces por mes —dijo el señor Newgate tranquilamente—. Mañana estará de nuevo aquí. Se enfadó, probablemente, porque le dije que terminara el trabajo de pintado del cuarto de estar y que quitase el polvo de la estantería. Bueno, ¿y qué haces tú aquí? ¿Habéis terminado de clasificar las púas? —el hombre abrió la puerta que conducía al pequeño jardín posterior, añadiendo, exasperado—. ¿Dónde habrá puesto esa mujer mis bulbos de tulipanes? Los dejé dentro de la casa, en un cesto, con la idea de plantarlos esta tarde. Se acercan unos días muy fríos y quería adelantarme… ¿Dónde diablos los habrá puesto?

Guillermo miró al señor Newgate, boquiabierto.

—¿Eran bulbos? —tartamudeó.

—Eran bulbos… ¿qué? ¿Qué hablas tú?

—Yo creí que eran cebollas —dijo Guillermo, muy apurado—. Los puse en la olla.

—¿Que has puesto mis bulbos en la olla? ¡Mis bulbos «Darwin Special»!

El grito de rabia del señor Newgate murió ahogado en su garganta al ver aparecer a Pelirrojo en la puerta, con una goteante brocha en las manos. El señor Newgate se congestionó, abalanzándose sobre el chico.

Impulsados por un simple instinto de conservación. Guillermo y Pelirrojo dejaron caer al suelo cuchara y brocha, echando a correr hacia la entrada. Pasaron como una exhalación por el jardín, llegando a la carretera. Les siguió otro grito de ira del señor Newgate, que seguramente acababa de descubrir el estado en que había quedado su saloncito.

—Pondré esto en conocimiento de vuestros padres… Procuraré que seáis castigados debidamente. Voy a ver si…

Los dos se detuvieron para recobrar el aliento cuando se hallaban ya delante del portal de la casa de Pelirrojo.

—No conseguimos ablandarle el corazón —comentó aquél.

—No —confirmó Guillermo—. Hay algo bueno en esto, sin embargo. No sabe quiénes somos.

—Lo descubrirá —aseguró Pelirrojo—. Los mayores siempre se salen con la suya en estos casos. No me sorprendería nada si ya lo supiese… Yo no tengo ganas de volver a casa todavía. ¿Y tú?

—Yo tampoco. Daremos una vuelta por ahí, si te parece.

El tema de conversación durante su paseo fue el proyecto de piscina de Pelirrojo.

—Yo creo que ese amasijo de cemento que hiciste no va a darte ningún resultado —opinó Guillermo—. Te ahorrarías trabajo y quebraderos de cabeza si te limitases a cavar un hoyo en el suelo, metiendo en él después una lata.

—En nuestro garaje hay un recipiente de gasolina.

—No seas tonto —dijo Guillermo—. Una lata cerrada no sirve. Ha de tener la parte de arriba para que parezca una piscina.

—Claro —repuso Pelirrojo, convencido.

Caminaron en silencio durante unos minutos.

—Quizá sea mejor que volvamos a nuestras casas, a ver qué pasa —propuso Guillermo, por fin.

Aquel estado de incertidumbre no había sido nunca del agrado de Guillermo. Su temperamento exigía siempre la acción, por desagradable que resultara la misma.

—De acuerdo —convino Pelirrojo—. Menos mal que mi madre está fuera. Así podré quitarme un poco de la pintura que embadurna mis ropas antes de que vuelva.

Guillermo entró en el cuarto de estar de su casa lentamente, abrigando cierto temor. Su madre se hallaba sentada junto a la chimenea, haciendo labor de punto. Su padre se había acomodado en otro sillón, leyendo el periódico. Le saludaron con naturalidad. Suspiró, aliviado. Evidentemente, nadie los había abordado para formular una queja sobre él. Roberto entró allí en el preciso instante en que sonaba el timbre del teléfono. La señora Brown atendió la llamada. Se volvió, ligeramente perpleja…

—Es el señor Newgate —declaró.

—Será para ti, Roberto —dijo el señor Brown—. Tendrá que ver con ese incidente de tráfico vuestro… Me imagino que habrá dado con unos cuantos epítetos más con que regalarte los oídos.

—No puede ser —manifestó el joven—. Precisamente acabo de tropezar con él en la gasolinera próxima y el hombre me presentó sus excusas, por haberse dejado llevar entonces de su genio… Me dijo que tanta culpa tenía él como yo de lo sucedido y en realidad que no se le había pasado en ningún momento por la cabeza la idea de denunciarme a la policía.

—Por otro lado, nuestro comunicante no preguntó por Roberto —manifestó la señora Brown—. Preguntó por el señor Brown, padre… Antes de colgar se interesó por saber si te encontrabas en casa. Quería visitarte inmediatamente para tratar contigo de un asunto de gran importancia.

—¿Qué demonios querrá ese hombre de mí? —inquirió el señor Brown, sin dirigirse a nadie en particular.

—Puede ser que no se trate de Newgate con quien he tenido yo que ver —explicó Roberto—. Hay otro Newgate que vive en «Homefield», camino de Marleigh. Creo que son estos dos hombres parientes lejanos, pero que no se tratan mucho. Me parece que el de «Homefield» es un individuo irascible, de muy mal genio. Eso es lo que la gente afirma, al menos…

—Parecía estar irritado —dijo la señora Brown—. ¿A dónde vas, querido?

—Ahí fuera —repuso Guillermo.

* * *

Encontró a Pelirrojo vagando por los alrededores de la entrada.

—¿Ha sucedido algo? —inquirió el chico.

—Ha descubierto quiénes somos —repuso Guillermo.

—Sabía que lo lograría.

—Y además nos hemos equivocado de hombre —dijo Guillermo—. No es la pública amenaza… Bueno, he de decirte, aparte de eso, que la amenaza pública ha dejado de serlo…

—¿Y qué va a pasar ahora? —preguntó Pelirrojo, impresionado.

—Acaba de telefonear anunciando que va a venir a ver a mi padre inmediatamente.

—¡Caramba! —exclamó Pelirrojo—. ¿Qué vamos a hacer, Guillermo?

—Vámonos por ahí, a dar otro paseo —propuso Guillermo—. Si tardamos un poco y nuestros padres se inquietan es posible que los encontremos más ablandados.

—Eso no da resultado —contestó Pelirrojo, sombrío—. Al revés: suelen sentirse más enfadados. Lo he probado más de una vez.

—Bueno, daremos una vuelta, de todos modos, ¿eh? Así, por lo menos, aplazaremos lo que tenga que venir…

—Tienes razón.

Echaron a andar por la carretera… Luego, de repente, se detuvieron. Oscureció. Una ligera niebla se cernía sobre el paisaje, pero no estaban equivocados en lo referente a la menuda y erguida figura que avanzaba hacia ellos. Incluso les resultaba familiar el tono de sus palabras, pronunciadas en un susurro continuo.

—Es él —murmuró Guillermo—. ¡Rápido, Pelirrojo! ¡Escondámonos!

Estaba arrastrando a su amigo hacia la cuneta cuando de pronto la pequeña figura extendió los brazos, cayendo al suelo aparatosamente. Indudablemente, el señor Newgate había resbalado en algún sitio mojado de la carretera. Instintivamente, Guillermo y Pelirrojo corrieron en dirección a él, para prestarle ayuda. Pero el hombre se había puesto en pie ya a su llegada.

—¡Mis gafas! —exclamó—. Las llevaba puestas. No creo que han de estar muy lejos. ¿A dónde habrán ido a parar?

Pelirrojo localizó las gafas, entregándoselas a su dueño.

—¡Están rotas! —dijo el señor Newgate—. ¡Rotas! ¡Oh, bien! Creo que podré desenvolverme sin muchas dificultades, de momento. En casa tengo otras… —se llevó una mano a la americana, exclamando—: ¡Oh! ¡Mi pitillera! La llevaba en este bolsillo. Ha desaparecido. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Dónde estará ahora?

Guillermo y Pelirrojo se aplicaron a la tarea de buscarla. De repente, Pelirrojo vio brillar algo en el fondo de la cuneta. Sacó de allí la pitillera y se la entregó al señor Newgate.

—Gracias, muchas gracias… Hubiera lamentado esta pérdida más que si se hubiese tratado de otra cosa de valor… Me siento un tanto nervioso. Voy a sentarme unos minutos, a ver si me calmo.

Se encontraban cerca de la parada del autobús y del banco en que solían esperar pacientemente los viajeros habituales, las personas que utilizaban los servicios de los coches de línea de Hadley, cuya falta de puntualidad era proverbial.

Se sentaron… El señor Newgate acarició complacido su pitillera.

—Habría sentido mucho perderla —repitió—. Me la regaló mi padre cuando cumplí los veinte años, hace ya de eso cincuenta… Era una excelente persona. Amable, de buen carácter, amigo de todo el mundo… Yo he sido siempre como él. Nada me saca jamás de mis casillas.

Los dos chicos intercambiaron unas expresivas miradas. Evidentemente, el señor Newgate creía a pies juntillas lo que estaba diciendo.

—Bien, bien… He tenido suerte al dar con un par de chicos tan serviciales y atentos como vosotros. Y precisamente cuando iba quejándome de una pareja de golfillos que estuvieron a punto de echarme la casa abajo.

Su voz tembló a impulsos de la ira.

—No… no querrían hacerlo —aventuró Guillermo, con voz un poco ronca, nada natural en él—. No sería tal su intención.

—¿Por qué dices eso? —inquirió el hombre—. ¿Estás enterado de lo que pasó?

—Pues… Nosotros… nosotros hemos oído hablar de ello.

—De cierta manera… —añadió Pelirrojo, haciendo muy aguda su voz.

—¿Conocéis a los chicos? —preguntó el señor Newgate.

—Bueno, en cierto modo… —replicó Guillermo.

—Hemos oído, alguna vez, hablar de ellos —apuntó Pelirrojo.

—Los conocemos de vista —amplió Guillermo ahora.

—Supongo que no serán amigos vuestros…

—¡Oh, no! —exclamó Guillermo. Repentinamente inspirado, agregó—: Es que vamos al mismo colegio…

—Ya. Entonces, desde luego, sostendréis amistosas relaciones con ellos.

A Pelirrojo se le olvidó en este momento, durante unos segundos, cambiar la voz:

—Sí… Sostenemos amistosas relaciones con ellos.

Guillermo tuvo otro brote de inspiración:

—Nuestros padres conocen a los suyos…

—Entendido —dijo el señor Newgate—. Así, pues, vosotros no querréis que sus padres se lleven un disgusto…

—Sí, eso es —replicó Guillermo, cuya voz era ahora tan ronca que parecía más bien un gruñido—. Nosotros no queremos que sus padres se lleven un disgusto.

—He de reconocer que esa manera de pensar habla muy bien de vosotros —admitió el señor Newgate—. Sí, señor. Pero no debierais frecuentar mucho la amistad de esos muchachos… No son los amigos que más os convienen. Sería muy deseable que ellos asimilasen vuestras buenas maneras…

—Es lo que siempre les estoy recomendando —afirmó Guillermo, tranquilamente.

—Por otro lado, vosotros podéis ejercer sobre ellos una influencia muy beneficiosa.

—Lo hacemos, lo hacemos ya —dijo Guillermo—. Influimos en ellos a cada paso.

El señor Newgate se quedó pensativo unos instantes, diciendo luego:

—Es posible que unas cuantas palabras vuestras bien meditadas hicieran mejor efecto que una reprimenda de sus padres —declaró.

—Es lo que hemos estado pensando nosotros también —manifestó Guillermo.

—Estamos en condiciones de escoger unas cuantas palabras que les hagan efecto —aseguró Pelirrojo.

—Veamos… Vosotros sois un par de buenos chicos, empeñados en hallar disculpas para esos golfillos. He de deciros que ya no pienso quejarme a sus padres. Os encargo una tarea: la de señalarles que siguen un camino equivocado. Tened en cuenta que renuncio a dar el paso que había pensado dar en honor a vosotros, no por ellos. No sabéis lo agradecido que os estoy por el hallazgo de la pitillera. Pero ¿me prometéis formalmente hablar con esos muchachos, haciéndoles ver lo feo de su proceder actual?

Guillermo y Pelirrojo contestaron afirmativamente a esta pregunta, en los tonos de su voz que habían adoptado.

—Y el caso —añadió el señor Newgate—, es que todo lo ocurrido ha sido para bien. Mi cuarto de estar andaba necesitado de un buen repaso, que he estado aplazando desde hace años. La pintura derramada me ha forzado a dar ese paso. En cuanto a lo otro… Hay que reconocer que un bulbo de tulipán es un bulbo de tulipán y nada más.

—Y que un estofado es solamente un estofado —remató Guillermo.

—Exactamente… Bueno, me ha agradado mucho hablar con vosotros y estoy seguro de que vuestro ejemplo será muy útil a los ojos de los díscolos muchachos que se presentaron en mi casa… Mucho me temo no ser capaz de reconoceros la próxima vez que nos encontremos. Sin las gafas no veo muy bien… Vais a hacerme un favor: cuando nos veamos de nuevo os presentáis a mí, ¿eh?

Guillermo emitió un gruñido a modo de asentimiento y Pelirrojo acentuó su voz en falsete.

El señor Newgate se puso en pie.

—Tengo que irme ya, chicos. No es preciso que os molestéis acompañándome hasta casa. Puedo llegar a ella perfectamente. No queda muy lejos, además. Adiós. Una vez más, gracias por todo.

Guillermo y Pelirrojo estuvieron contemplando su figura hasta que se desvaneció completamente en la neblina.

—¡Vaya suerte la nuestra! —comentó Pelirrojo al echar a andar por la carretera.

—Sí —convino Guillermo. Suspiró profundamente—. Gracias a Dios todo ha terminado y podemos volver a la vida de todos los días.

Caminaron en silencio unos minutos.

—Estoy pensando en «Corazón de León»… —dijo Pelirrojo, por fin.

—¿Y qué?

—¿No se sentirá muy solo en una piscina como la que quiero construirle? Ten en cuenta que debe de haberse acostumbrado al frasco…

—Podríamos buscarle algunos amigos…

—¿Unas salamandras?

—Sí. Y alguna que otra espinosa, si pudiésemos dar con alguna.

—Y unos renacuajos…

—Son demasiados animalitos juntos.

—Podríamos pasar sin la espinosa. Creo que son un poco salvajes… O…

—O… ¿qué?

—Podríamos entrar en tratos con Frankie Parson y hacer un cambio.

—Ya pensaremos en ello.

—Sí. Nos lo pensaremos.

Se separaron ante la casa de Guillermo. Sus padres se encontraban en el cuarto de estar al llegar el chico.

—¡Extraordinario! —estaba diciendo la señora Brown en aquel momento—. Hace poco telefoneó para decir que vendría a verte para hablar de algo importante, y después llama para declarar que no se trataba de nada importante y que ya no nos visitaría… ¡Ah! Guillermo, ¿dónde te has metido? Hace tiempo que debieras estar acostado —la señora Brown suspiró—. A mí va a costarme poco trabajo quedarme dormida cuando me tienda en la cama. He tenido un largo y fatigoso día…

Guillermo permaneció en actitud reflexiva un instante.

—Así ha sido para mí el día de hoy —manifestó como si acabara de hacer un descubrimiento.