GUILLERMO Y LOS MANUSCRITOS DESAPARECIDOS
Se acercaba el día en que el general Moult cumplía los noventa años y todo el mundo, dentro de la población, se hallaba pendiente de aquel acontecimiento…, menos el interesado, el propio general Moult. Este ya no sentía el menor interés por su edad. Había olvidado la fecha exacta de su nacimiento y no podía exigírsele que se mantuviera al paso de los años. Habíalo hecho, ciertamente, hasta cumplir los ochenta, renunciando luego a tener en cuenta semejante detalle. Habíase plantado en los ochenta. Era un número redondo y se acostumbró a él. Le contrariaban los cambios. Como fuesen.
Fue la señorita Roundway quien, ocupada en varias bibliotecas y archivos con investigaciones genealógicas particulares, pensó de repente en la conveniencia de investigar la cuestión de la edad del general, descubriendo entonces que cumpliría noventa años a la semana siguiente. La noticia se extendió por toda la población, pero todo aquel que abordaba al general se veía rechazado con las palabras de siempre:
—¡Bah! ¡Tonterías! ¡Ni siquiera quiero oír hablar de eso!
Sucedía que todos estaban sintiéndose allí un tanto aplanados. Había cesado el aluvión de las festividades veraniegas y todavía no había comenzado el despliegue de las fiestas de Navidad, así que la idea de la celebración de un memorable aniversario espoleó las mentes de todos… Y cuando allí ocurría esto hacía falta algo más que una obstinada negativa para calmar la fantasía proverbial de los vecinos.
Se formó un comité integrado por las señoras Monks y Bott, y las señoritas Milton, Roundway y Thompson. Este comité se reunió en el cuarto de estar del vicariato, al objeto de estudiar los detalles de la mencionada celebración.
La señora Monks abrió la sesión con la lectura de un pasaje correspondiente a un libro titulado «La Magia de África», una de sus últimas compras a precio rebajado.
—«La Naturaleza ha derramado todas sus riquezas, generosamente, sobre este exquisito rincón de la tierra, sobre esta gema de tropical belleza. Sus nobles planicies, sus lujuriantes valles, sus majestuosas elevaciones, la belleza del amanecer y de la puesta del sol, las maravillas de su flora y de su fauna…» —la señora Monks pasó la hoja, mirando a las demás, vacilante—. Bueno, lo que viene a continuación es así, poco más o menos.
—No le veo ningún objeto a eso —declaró la señorita Milton.
—Y hay otras cosas en África aparte de las que ahí se reseñan —indicó la señora Bott, oscuramente.
—Lo sé, lo sé —repuso la señora Monks—. Pero ustedes tengan en cuenta una cosa… El general combatió en la guerra sudafricana y la guerra sudafricana es el tema central de las memorias que se halla escribiendo en la actualidad, así que yo estimo que debemos tener presente en nuestras mentes el continente africano. De esta manera nos moveremos en una atmósfera propicia, adecuada, mientras discutimos las circunstancias de la celebración del aniversario.
—¿En qué clase de celebración ha pensado usted? —inquirió la señorita Roundway.
—Es precisamente lo que hemos venido aquí a discutir —contestó la señora Monks.
—Será una reunión como tantas otras, supongo —consideró la señorita Milton.
—No se avendrá a tal cosa —anunció la señorita Roundway—. Estuvo a punto de tirarme algo a la cabeza cuando me expresé en tales términos.
—A mí se me antoja una tontería dar una fiesta si él no piensa asistir a ella —declaró la señorita Thompson.
—Él no sabe que cumple los noventa años —informó la señorita Roundway—. Cree que se trata de los ochenta.
—Podemos demostrarle que está equivocado —propuso la señorita Thompson.
—Con eso no ganaremos nada —dijo, convencida la señorita Roundway.
—El caso es que hemos de celebrar el acontecimiento, en su honor —declaró la señora Monks—. Ya no pueden quedar por ahí muchos veteranos de la guerra sudafricana. Él dedicó su vida a África del Sur, por así decirlo. Está primeramente la guerra y luego sus memorias. Lleva dos años escribiéndolas. Es una figura nacional. Es también una figura literaria. Hemos de honrarle como miembro famoso que es de nuestra pequeña comunidad.
—¿Qué les parecen los fuegos artificiales? —inquirió la señorita Thompson—. Siempre resultan bonitos. Podríamos montar una buena exhibición en su jardín.
—Probablemente, ni siquiera repararía en ellos —aventuró la señorita Milton.
—Y lo más seguro es que acabara lloviendo —predijo la señora Monks.
—Yo, por mi parte, podría exhibir las diapositivas que hice en la isla de Wight —manifestó la señora Bott—. Me han dejado un proyector que todavía no he utilizado. Quizá sirvieran para recordarle su África del Sur. Después de todo, los paisajes siempre se parecen entre sí, cualesquiera que sean.
—¡No, no, no! —exclamó la señora Monks.
—Está bien, está bien —repuso la señora Bott, amoscada.
—Hace cosa de una semana —explicó la señorita Roundway—, conocí a cierta gente del Canadá. Me pusieron al corriente de una encantadora costumbre que tienen en su país en las celebraciones de cumpleaños y fiestas por el estilo. Se van con todos sus efectos al domicilio de la persona homenajeada, sorprendiéndola. La persona en cuestión no sufre ninguna molestia ni gastos y en cambio experimenta una agradable impresión.
Todas consideraron la sugerencia en silencio durante unos instantes.
—Supongamos que la persona interesada se encuentra fuera —objetó la señora Monks, por fin.
—Me imagino que esa gente hará lo posible por prever eso —murmuró la señorita Roundway, vagamente.
—Ese hombre no nos dejaría entrar siquiera en su casa, de encontrarse allí —advirtió la señorita Milton—. Todas haríamos un papel muy desairado de encontrarnos en plena calle con nuestras viandas, de las que tendríamos que dar buena cuenta donde se nos deparara la ocasión.
—Hay una fotografía de las Agujas que podría haber sido hecha por un artista —declaró la señora Bott.
—De todas maneras, su casa es demasiado pequeña para dar una fiesta, lo que se dice una fiesta —indicó la señorita Milton.
—¿Por qué no darla en uno de los salones del ayuntamiento? —propuso la señora Monks.
—¿Qué conseguiríamos con eso? —objetó la señorita Milton—. Él no se presentaría allí.
—Pues pongámosle un «cebo» —dijo la señorita Roundway—. Hay que llevárselo allí con cualquier pretexto. Posteriormente, nos entregaremos a la tarea de convencerle de que se quede…
—¿Qué pretexto podríamos utilizar? —preguntó la señora Monks.
De nuevo, todas consideraron la pregunta en silencio.
—Tenemos el del pestillo de la ventana —sugirió la señorita Thompson.
En una de las ocasiones en que el general pronunciara su bien conocida «charla» sobre África del Sur, habíase mostrado irritado por el ruido que producía una hoja de ventana que quedaba detrás del estrado. A la mañana siguiente, dotó a aquélla de un nuevo pestillo, el cual de vez en cuando se resistía a funcionar por causas no bien determinadas. Solamente el general parecía entenderlo.
—Fingiremos que se ha estropeado otra vez —propuso la señorita Thompson.
—Probablemente, no llegaremos ni a engañarlo. Lo más seguro es que se estropee de verdad.
—Bueno, el aniversario del general es el próximo miércoles —dijo la señora Monks—. En consecuencia, hemos de hacer lo que sea a toda prisa. Todas nosotras…
Fue interrumpida por un ronco y fuerte grito en el jardín. Se volvieron a tiempo de ver cruzar el prado a un chico, en una serie de saltos que se interrumpían únicamente para apuntar con precisión a los obstáculos: el lecho de calceolarias, la pequeña colonia de asters mezclados… El chiquillo se perdió por un agujero de un seto. Desde el momento de aparecer hasta el de perderse de vista no cesó de chillar un instante.
—¿Qué habrá sido eso? —preguntó la señorita Roundway—. ¿Por qué corre? ¿Quién es él?
—Se trata de Guillermo Brown —contestó la señora Monks, enfadada—. ¿De qué otro chiquillo podía tratarse?
Guillermo fue el primero en llegar al cruce. Pelirrojo se unió a él unos momentos más tarde. Los dos guardaron silencio unos segundos, recobrando el aliento.
—Gané yo —dijo Guillermo por fin, todavía jadeante.
—Has hecho trampa —afirmó Pelirrojo—. Atajaste camino por el jardín del vicariato.
—Bueno, pero te advertí con un grito que iba a hacerlo. Tú podrías haberme imitado.
—Había por allí una reunión. ¿Te vieron acaso? —preguntó Pelirrojo.
—Lo de la reunión es verdad. ¿Qué estaba haciendo aquella gente? —quiso saber Guillermo.
—Yo estoy enterado —aseguró Pelirrojo—. Mi madre habló de ella. Se ocupaban del general Moult.
—¿Qué pasa con el general?
—Quieren organizar una fiesta en su honor, para la semana que viene, en que cumple los noventa años. Él no quiere asistir.
—¿Por qué?
—Primeramente porque no sabe que cumple los noventa años y en segundo lugar porque le disgustan esas fiestas.
—A veces están bien —dijo Guillermo—. Depende…
—Sí. Hay reuniones de esas en las que se dan buenos bocadillos y malos juegos; en otras, pasa al revés… Es difícil que las dos cosas gusten… Una vez asistí a una fiesta en la que había compotas en cinco colores diferentes y luego estuvimos jugando a fieras y domadores.
—¡Hombre! Eso no estaría mal —dijo Guillermo—. Pero hablando del general Moult…
—Ayer lo vi. Me echó una mirada feroz —declaró Pelirrojo.
—Siempre mira así a la gente. Es lo normal.
—Sí, pero aquella mirada suya fue muy especial —indicó Pelirrojo—. No era que me mirase a mí con sus ojos centelleantes de otras veces… Me dio la impresión de que estaba asustado.
—¿Asustado? ¿Asustado él? —preguntó Guillermo—. Me extraña. Oye, Pelirrojo: esta mañana no tenemos nada que hacer… ¿Por qué no vamos a su casa? Así nos enteraremos de si sucede algo. Supongo que el señor Mason andará por allí.
Mason había estado a las órdenes del general en la guerra sudafricana. Era su secretario, compañero, criado y jardinero al mismo tiempo. De otro lado, era también un gran amigo de los Proscritos.
Se llamaba Aaron Mason, pero el general, estimando el nombre de Aaron «inadecuado», lo había rebautizado, llamándole Bill.
Lo encontraron en el jardín, cavando los rosales. Era un individuo menudo, de poco peso, de cara muy pálida y ojos azules. Parpadeaba constantemente.
—Hola, hola —les dijo al verlos en la puerta—. ¿Cómo estáis, muchachos?
—Muy bien, gracias —repuso Guillermo.
—¿Y qué tal está usted, señor Mason? —inquirió Pelirrojo, que en ocasiones se acordaba de las buenas maneras que le habían enseñado.
—Preocupado —contestó el señor Mason, oscureciéndose entonces su faz.
—Preocupado…, ¿por qué? —quiso saber Guillermo.
—El general —replicó Bill, bajando la voz y mirando a su alrededor—. Entrad. Os lo explicaré.
Abrieron los chicos la pequeña puerta verde y blanca del jardín, pasando al interior de la finca.
—Creo que no ha regresado todavía de su paseo —indicó Bill, apoyándose en su azada—. Tendréis que salir corriendo si aparece, de modo que seré breve… Estaba pensando en sus memorias.
—¿Se refiere usted a las que está escribiendo desde hace varios años? —preguntó Guillermo.
—Sí —dijo Bill—. Lleva ya escritas cuarenta o cincuenta libretas de notas, de las grandes. Y todavía no ha terminado. En su estado actual, las memorias del general ocuparían ya mucho espacio… Bien. El año pasado se le pasó por la cabeza la idea de publicarlas. Mantuvo su propósito en secreto. Yo era la única persona enterada de su plan… Supongo que quería sorprender a todos sus conocidos y amigos cuando la cosa estuviese acordada.
—Es natural —calibró Guillermo.
—Yo también pienso lo mismo —añadió Pelirrojo—. Habiendo dado el último paso, los demás lo tomarían más en serio.
—Bueno, vosotros sabéis que él opina que la guerra sudafricana fue la más pura de la Historia —dijo Bill—. Yo también opino eso. Luchábamos allí hombre contra hombre, en un marco natural, sin tanques, ni bombas atómicas, ni inventos por el estilo. El general aspiraba a exponer sus ideas al respecto y a convencer a sus probables lectores, además. Lo primero que tenía que hacer para lograr la publicación de sus memorias era abreviarlas, cortar por aquí y por allá, desechando los detalles menudos, sin trascendencia.
—Eso tendría su trabajo —opinó Guillermo.
—En efecto. Día tras día, noche tras noche, se dedicó a suprimir, a cambiar, a mezclar, a acortar, con objeto de procurarse un texto que permitiera obtener un libro de dimensiones corrientes. Hizo todo esto con el corazón destrozado, porque le dolían las supresiones, pero no cejó en su tarea. Era su deber para con la posteridad, solía decir. Era la suya una preciosa herencia que legaba al futuro, en la memoria de cuyos hombres viviría para siempre…
—¿Y cuándo va a ser impreso ese libro? —preguntó Guillermo.
Bill movió la cabeza, denegando, muy entristecido.
—Ahí está lo malo —dijo—. El texto de las memorias regresa siempre al punto de partida… Lo ha enviado a editor tras editor y siempre vuelve. Yo he llegado a pensar que pesa sobre él una especie de maldición… El general empieza a opinar que estoy en lo cierto.
—¿Una maldición? —inquirió Pelirrojo.
—Sí. Una especie de maligno hechizo ordenado por… un brujo.
—¿Se refiere usted a un brujo determinado?
—Sí —manifestó Bill—. El general se refiere a un brujo que conoció en África del Sur. Una vez lo arrestó por algo que había hecho, encerrándole en la cárcel, de la que el brujo salió a la mañana siguiente, nadie supo cómo… Nadie pudo retenerlo jamás en ninguna prisión y la mala suerte solía ensañarse con todas aquellos personas que lo molestaban.
—Bueno, el general no pudo haberle enojado después de todo el tiempo transcurrido desde aquellas fechas —alegó Pelirrojo.
—Sí que pudo y él mismo cree haberle irritado —dijo Bill, muy grave—. Ten en cuenta que en su libro le ha dedicado todo un capítulo, en el cual se habla de él y de todas las fechorías que cometió, crímenes incluso. El general creyó que estaba obligado a decir la verdad ante las generaciones venideras, toda la verdad y nada más que la verdad. Una vez suprimió del libro el capítulo a que me he referido, pensando en que el brujo se había lanzado tras él para hacerle pagar caro su atrevimiento al revelar sus secretos… Luego, sin embargo, su conciencia le impulsó a reintegrar el texto apartado a la obra.
—Pero ese brujo no puede hacerle nada desde allí… África del Sur queda muy lejos —dijo Guillermo.
Bill movió la cabeza, denegando.
—El tiempo y el lugar nada significan para él —declaró—. Esos brujos pueden plantarse donde quieren, ir a cualquier parte, siempre que se les antoje. Y el general está cada vez más convencido de que su brujo tiene la culpa de las constantes devoluciones de su libro, adondequiera que lo envíe. Hay más… —Bill habló ahora en voz más baja—. El general cree que ese personaje misterioso anda por aquí, detrás de él. Ya sé que cuesta trabajo dar crédito a tal cosa, pero…
—¿Por «aquí» quiere usted decir? —inquirió Guillermo.
—¿Por esta población? —amplió Pelirrojo.
—Sí, sí… Por esta población, muchachos —confirmó Bill—. ¡Y hasta cree haberlo visto!
—¿Que ha visto al brujo? —preguntó Guillermo, boquiabierto.
—Sí. Se figura que es ese hombre que ocupa esa finca que está escondida entre los árboles, conocida por el nombre de Martyn Cottage… Tiene unos ojos muy negros y es flaco como el brujo en que el general piensa… Se trata del brujo, en efecto, que se ha presentado aquí para impedir que el libro del general sea publicado.
—Pero ¿cómo va a impedirlo? —inquirió Guillermo.
Bill movió la cabeza, ponderativo.
—Esa gente tiene facultades increíbles —señaló—. Pronuncia hechizos… El general empezó por esconder su manuscrito donde el brujo no pueda cogerlo. Luego, ocurre con frecuencia que se olvida del sitio en que lo dejó. El otro día lo ocultó en el cubo de la basura y logró recuperarlo con el tiempo justo, cuando los basureros se lo llevaban ya. Cada día está de más mal humor. No come ni duerme a consecuencia de esta preocupación constante y a medida que transcurren los días se hace más difícil trotar con él… ¡Aquí está! Será mejor que pongáis los pies en polvorosa.
El general Moult abrió la puerta del jardín. Su faz estaba más delgada y pálida que la última vez que lo vieran los chicos. Apretaba los labios; estaba ojeroso. Su caído mostacho colgaba más abandonadamente que nunca. En sus ojos apareció un centelleo de ira al ver a los muchachos.
—¡Fuera de aquí! —ordenó, levantando el bastón, con gesto de amenaza—. ¡Fuera de aquí los dos! ¿Cómo os atrevéis a entrar en mi finca? ¿Cómo os atrevéis? ¡Fuera de aquí, he dicho!
Se dirigió a la puerta de la casa de pronto. Bill lo siguió, volviéndose como para recabar un poco de indulgencia de sus jóvenes amigos. A continuación cerró la puerta, a sus espaldas.
Guillermo y Pelirrojo caminaron un rato en silencio por la carretera.
—Éste es un asunto serio —opinó el primero.
—Bueno, pero no puede ser verdad esa historia —declaró Pelirrojo—. Quiero decir que no es posible que existan hoy día seres como ese brujo. Una vez creímos haber dado con uno, ¿te acuerdas?, y después la cosa quedó en nada.
—Eso fue otra cosa —informó Guillermo—. Era una bruja lo que buscábamos entonces y las brujas solamente se encuentran en los cuentos de hadas. Lo de los doctores brujos a que se refiere el general es otro cantar. Los hay. El general los ha conocido, ha hablado con ellos. Los conoce; está al tanto de sus costumbres. Los brujos pueden hacer cosas terribles, como la de matar a algunas personas a distancia.
—¡Caramba! —exclamó Pelirrojo—. Bueno, yo creo que lo mejor sería que no nos metiésemos en ese asunto. Además, nosotros no podemos hacer nado.
—Supongo que no —dijo Guillermo, bastante apesadumbrado—. Sin embargo, echaremos un vistazo por ahí.
Lanzó de un fuerte puntapié al otro lado de la carretera una piedra, que luego cogió. Después, intentó alcanzar con ella el tronco de un árbol, sin conseguirlo. A continuación, se detuvo para ponerse sobre las manos, con los pies hacia arriba y perdió el equilibrio. Finalmente, se quedó de pie, sacudiéndose la tierra de las manos y los pantalones. Acababa de divisar a Víctor Jameson, que doblaba una curva del camino.
—Hola —dijo Víctor.
—Hola —contestó Guillermo.
—¿Qué has estado haciendo? —preguntó Víctor, que siempre se había interesado mucho por las actividades de Guillermo.
—Nada —repuso Guillermo—. ¿Y tú?
—He estado dando información a domicilio.
—¿Qué clase de información?
—Sobre la próxima Gran Venta de Restos —dijo Víctor—. Mi madre me ha dado un chelín por visitar las casas de la población y estoy ya cansado… Me parece haber andado más de trescientos kilómetros —Víctor se quedó inesperadamente pensativo—. Oye, Guillermo…
—¿Qué?
—En Martyn Cottage vive un individuo muy chocante.
—¿Por qué dices que es chocante?
—Pues verás… Tuve que pasar por delante de la ventana del cuarto de estar para dirigirme a la puerta principal y entonces vi perfectamente que ¡estaba bailando!
—¿Que estaba bailando?
—Sí. Bailando por toda la habitación y a solas. Probablemente se ha escapado de algún manicomio. Danzaba por el cuarto, sí… Allí no había nadie más que él. A juzgar por su aspecto, ese tipo parece extranjero… ¡Oh! Bueno, me voy a casa. Como he andado tanto, se me ha abierto el apetito. Estoy muerto de hambre. Tengo el estómago vacío. Bueno, medio vacío…
Víctor Jameson continuó su camino.
Guillermo y Pelirrojo se quedaron plantados uno delante del otro, mirándose.
—¿Qué? —dijo Guillermo—. Eso lo prueba, ¿no?
—Prueba…, ¿qué?
—Prueba que ese hombre es el brujo. En la tele vi una vez a varios de ellos danzando para que sus hechizos tuviesen eficacia. Eso prueba que el hombre es el brujo y que va detrás del manuscrito del general. Se entregaba a su endiablada danza para conseguirlo. Tal vez esa danza tuviera por fin hipnotizar al general, obligándole a efectuar la entrega de aquél.
—A mí me parece que hace falta algo más que una danza, por muy endiablada que sea, para hipnotizar al general —opinó Pelirrojo.
—Bueno, pero será conveniente que echemos un vistazo por allí —sentenció Guillermo.
* * *
Echaron no uno sino varios vistazos por allí. Pero tuvo que llegar el martes siguiente —el día siguiente al cumpleaños del general— para convencerse de que sus sospechas parecían estar justificadas.
Cuando avanzaban hacia la casa del general, en el curso de la tarde, vieron un hombre de figura esbelta y ojos muy hundidos que caminaba rápidamente, con un propósito definido, sin duda, por un lado de la carretera. El desconocido les echó una penetrante mirada al llegar a su altura. Después, los chicos se detuvieron para contemplar al hombre a sus anchas.
—Es él, desde luego —dijo Guillermo.
—Sí, tiene que ser él —aprobó Pelirrojo.
—Y ha estado, seguramente, en la casa del general.
—No sabemos si ha estado o no allí, Guillermo.
—Fíjate en la dirección que seguía… Sí. Ha estado allí, forzosamente. ¿De dónde viene si no es de esa casa?
—Puede haber estado en otro sitio, hombre.
—Apuesto lo que quieras a que estoy yo en lo cierto —insistió Guillermo—. No tienes más que recordar la mirada que había en sus ojos para pensar como yo que ha estado haciendo algo malo… Vamos a hacer una visita de inspección.
Poco más tarde, abandonaron la carretera, abriendo la puerta verde y blanca del jardín del general. No había nadie por allí.
Se abrió una ventana de la planta superior, en lo que apareció la cabeza de Bill. En su faz se advertía una expresión de abatimiento.
—Nos lo hemos encontrado —dijo Guillermo—, y hemos pensado que podía haber estado aquí. ¿Estuvo aquí o no?
—No creo… —repuso Bill—. Tengo un fuerte dolor de lumbago. El médico me ha dicho que debo permanecer en la cama todo el día. Apenas puedo moverme.
—¡Caramba! ¡Qué mala suerte! —exclamó Guillermo—. ¿Cómo se encuentra el general?
—Esta mañana estaba terrible… No durmió. No quiso desayunarse siquiera. No cesaba de proferir palabras en voz baja. Si sigue así un par de días más terminará volviéndose loco. Y yo… Ahora, salid de aquí, muchachos. Yo estoy haciendo acopio de fuerzas para ver si consigo prepararle la cama.
Bill retiró la cabeza de la ventana, cerrando ésta.
—Tenemos que hacer algo ahora —declaró Guillermo, como quien adopta una decisión irrevocable—. El general se va a volver loco y lo mismo le va a pasar al señor Mason… De momento, ya se encuentra imposibilitado por su lumbago. Los únicos que estamos en condiciones de hacer algo somos nosotros.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Pelirrojo.
—Antes de nada, hemos de averiguar si ese brujo estuvo aquí esta mañana.
—El señor Mason aseguró que no.
—No está enterado —afirmó Guillermo—. Hemos de asegurarnos bien de este detalle. Llevaremos a cabo una detenida inspección. Puede ser que dejara alguna pista. Miraremos en el invernadero primeramente.
Se encaminaron a la puerta del invernadero, que estaba abierta.
Guillermo abrió la boca, pasmado.
—¡Fíjate en eso! —dijo a su amigo, señalando una caja de cartón que se encontraba debajo de un estante—. Esta caja no estaba ayer ahí.
—¿Cómo lo sabes?
—Pasaba por los alrededores y me decidí a echar una mirada a este lugar… Noté particularmente que ese sitio estaba vacío. Recuerdo haber pensado en aquel instante que era un espacio muy bueno para guardar montado un equipo de trenes. Veamos la caja mejor…
Se aproximaron a la caja con ciertas precauciones. La caja de cartón se hallaba atada con un alambre. En una de sus caras había sido escrito: UN PRESENTE DE ÁFRICA DEL SUR.
—Esto es cosa suya —dijo Guillermo—. Ha sido él quien… Yo lo sabía, lo sabía… Su cara lo decía todo… Él ha puesto la caja ahí. Algo malo contendrá. Lo mismo puede ser un hechizo que una bomba, destinada a estallar en el momento en que el general la abra. UN PRESENTE DE ÁFRICA DEL SUR es un rótulo escrito por el brujo y encierra una segunda intención. Constituye una especie de amenaza.
—Podríamos arrojarla al estanque de Jenks —propuso Pelirrojo.
—No —repuso Guillermo—. Tenemos que hacer algo para espantar al brujo, para demostrarle que andamos sobre su pista… Traslademos la caja a su casa.
—¡Caramba, Guillermo! No podemos hacer eso.
—Sí que podemos. Sabemos dónde para, ¿no? Se la llevaremos allí. Tal vez el hechizo deje al general, perjudicándole a él… De todas maneras, se dará cuenta de que le hemos declarado la guerra… Adelante.
Lenta, cautelosamente, se encaminaron a Martyn Cottage… Los andares de Guillermo eran muy raros. Intentaba asir la caja con fuerza y al mismo tiempo aspiraba a mantenerse a unos centímetros de ella, la máxima distancia permisible dados sus propósitos.
—Esto es sumamente peligroso, Guillermo —dijo Pelirrojo.
—De ello no tengo yo la culpa… Bueno, yo me imagino ahora que no va a pasar nada, en fin de cuentas.
Llegaron a Martyn Cottage. La puerta de la finca, abierta, les invitaba a pasar.
—Entremos —propuso Guillermo.
—Será mejor que llames primero —contestó Pelirrojo.
Guillermo se acercó a la puerta de la casa, dando varios golpes con el picaporte. Los ecos de éstos se perdieron en el silencio del lugar.
—No hay nadie dentro —dijo—. ¡Entremos!
—Entremos —propuso Guillermo.
Guillermo empezó a avanzar por el vestíbulo. Le seguía su amigo. Abrieron una puerta, la primera, que encontraron a la derecha. Daba a una pequeña habitación con escasos muebles, un pupitre, un sillón y una mesa. El chico colocó la caja sobre la alfombra situada delante del hogar.
—La verá tan pronto como entre —anunció—, y entonces se dará cuenta de que le hemos declarado la guerra. Estoy seguro de que se sentirá espantado. Se asustará tanto que regresará precipitadamente a su punto de procedencia. Creerá que disponemos de más hechizos que él —vagó por la habitación, inspeccionándolo todo—. ¿Qué habrá aquí dentro?
Cogió una caja de cartón que había sobre el pupitre, abriéndola. Estaba llena de hojas sueltas, manuscritas. Las examinó detenidamente. Estaban cubiertas de extraños jeroglíficos, aparentemente sin significado. Daban la impresión de haber sido trazados al azar, sin orden ni concierto.
—¡Caramba! —exclamó Guillermo, aterrado—. He aquí su libro de hechizos, seguramente. No podía ser de otro modo. Nos lo llevaremos. No podrá hacer nada sin esto. Vámonos antes de que regrese.
Volvió a colocar las hojas manuscritas que había cogido en la caja, que se echó bajo el brazo antes de dirigirse a la puerta. Pelirrojo le seguía, mirando constantemente a su alrededor, atemorizado.
—El peligro no puede preocupamos —manifestó Guillermo—. Esto es la guerra. En la guerra nadie piensa en el peligro. Piensa tú ahora en Nelson y en aquel hombre de la carga de la caballería ligera, y en aquel otro llamado Horacio, que defendió valerosamente su puente en la Edad de Piedra.
—No fue en la Edad de Piedra, Guillermo —objetó Pelirrojo—, sino en los valientes días de un pasado más inmediato.
—Viene a ser lo mismo —aseguró Guillermo—. Salgamos de aquí antes de que vuelva…
Una vez en la carretera, apretaron el paso. Repentinamente, Guillermo se detuvo.
—¡Caramba! —exclamó.
El inquilino de Martyn Cottage se aproximaba a ellos rápidamente… De aquellos ojos oscuros salió una prolongada mirada al situarse a su altura.
—Es una buena cosa que no se haya dado cuenta de la caja —señaló Pelirrojo.
—Pronto descubrirá lo que hay —contestó Guillermo, quien siempre gustaba de paladear el peligro hasta el máximo—. Llegará a su casa y descubrirá que ha desaparecido… Se acordará entonces de su encuentro con nosotros. Estamos ya, prácticamente, en las garras de la muerte.
—Pero no será capaz de adivinar nada sin su libro de hechizos —puntualizó Pelirrojo.
—Al principio, no —convino Guillermo—. Pero ese hombre no se dará por vencido así porque así, sin luchar. Necesitará de tiempo para acopiar algunas misteriosas fuerzas. Ahora bien, mientras dispongamos de este libro…
—¿Qué vamos a hacer con él?
Guillermo se detuvo unos segundos para considerar atentamente la cuestión.
—Debiéramos destruirlo —opinó—. Escondiéndolo no conseguiremos nada. Hemos de destruir su poder. Lo mejor sería quemarlo.
—¿Y cómo vamos a arreglárnoslas? —inquirió Pelirrojo—. Si alguien nos ve encendiendo una hoguera pensará que tramamos algo…
—Quemaremos esto dentro de un jardín —anunció Guillermo—. A nadie le llamará la atención la hoguera porque en ellos se encienden fuegos periódicamente, para quemar la hojarasca, las raíces y otras cosas. El espíritu maligno de ese hombre se desvanecerá en el aire, con el humo, perdiéndose para siempre… Oye, Pelirrojo…
—¿Qué hay?
—He visto un montón de desperdicios en el jardín del general. Pongamos el libro allí. Cuando prendan fuego a aquél, arderá con lo demás y éste será el final de la historia. No diremos nada al señor Mason, hasta que haya terminado todo. A mí me resulta una persona muy agradable, pero es un «mayor» y los mayores siempre han de meter las narices en todo. Es su carácter. No pueden evitarlo. Además, está con su dolor de lumbago, y de otro lado el general no anda muy en su sano juicio. Veamos… ¿habrá alguien por los alrededores?
Habían llegado a la casa del general. Se pararon unos momentos en la entrada, mirando cautelosamente en torno a ellos. El jardín estaba desierto. No se veía a nadie en las ventanas.
—Actuemos rápidamente —susurró Guillermo—. Antes de que venga alguien.
Rodearon la vivienda, pasando al jardín posterior. Allí, en un espacio de terreno pelado, al final del césped, había un montón de cosas, coronado por una capa de hojas secas de árbol, recientemente recogidas.
—Enterraremos esto —dijo Guillermo—. Bueno, no… La operación podría llevamos algunos minutos, exponiéndonos entonces a que nos sorprendieran. Lo dejaremos debajo de las hojas de la parte superior. Arderá con lo demás y ello supondrá el fin de los maleficios del brujo.
Sólo necesitaron unos segundos para hacer lo que se proponían. Rápidamente, volvieron sobre sus pasos, hacia la puerta del jardín principal. En el preciso instante en que abrían la misma salió de la casa Bill.
—Hola, amiguitos —dijo—. ¿En qué puedo serviros?
—No necesitamos nada, gracias —se apresuró a decir Guillermo—, únicamente habíamos querido saber… cómo se encontraba usted —añadió el chico, repentinamente inspirado.
—Estoy bien, gracias —respondió Bill—. Mi lumbago ha desaparecido. Ahora bien, el general está de mal talante.
—¿Por qué?
—Escondió su manuscrito en alguna parte y ahora no se acuerda de dónde lo dejó. Hemos removido toda la casa buscándolo, pero sin el menor resultado. Sigue preocupado con ese brujo… Asegura que continuará asediándole la mala suerte, hasta que suprima ese dichoso capítulo del libro, cosa que por cierto no está dispuesto a hacer. Afirma que está obligado a proceder así en beneficio de la posteridad. Yo creo que este hombre acabará en un manicomio y que yo seguiré sus pasos.
—Dígale que no tiene por qué estar preocupado —contestó Guillermo, en tono misterioso—. Dígale que nosotros lo hemos arreglado todo ya, que no se preocupe…
Bill sonrió.
—Perfectamente. Le diré que ya no se enfrenta con ningún problema.
—Que de verdad es así —corroboró Guillermo.
—Y que pronto se convencerá de ello —declaró Pelirrojo.
—¡Ah! A propósito —dijo Guillermo, con un gesto que delataba su total indiferencia—. Nos habíamos preguntado cuándo… cuándo prenderían fuego a todo eso.
—Mañana por la tarde, si puedo ocuparme de ello —respondió Bill—. ¿Por qué queréis saberlo? ¿Pretendéis venir a echarme una mano?
—Mañana no tendremos mucho quehacer, así es que, muy probablemente, vendremos a ayudarle —manifestó Guillermo, más natural que nunca.
* * *
En el transcurso de la tarde siguiente, se pusieron en camino, rumbo a la casa del general. Cuando se acercaban a ella, empezaron a andar más lentamente.
—Desde aquí se ve el montón —anunció Pelirrojo—. Bill no le ha prendido fuego todavía.
—¡Estupendo! —exclamó Guillermo—. Procuraremos tenerle entretenido con nuestra charla mientras lleva a cabo la operación, para que… —de pronto, el chico se aferró al brazo de su amigo, arrastrándolo hasta situarse los dos detrás de un seto—. ¡Mira! —susurró—. ¡Mira! ¡Es él!
Pelirrojo miró en la dirección señalada. El inquilino de Martyn Cottage avanzaba con viveza a lo largo de la carretera. Se detuvo ante la puerta verde y blanca del jardín; vaciló un momento; luego, la abrió, recorrió el corto sendero que le separaba de la vivienda y llamó, con unos cuantos golpes, a la puerta principal.
—Ha venido por su libro de hechizos —dijo Guillermo, en voz baja—. Hará lo que sea con tal de recuperarlo.
—¿Qué podemos hacer nosotros ahora? —inquirió Pelirrojo.
—Pasaremos a la parte posterior de la vivienda —contestó Guillermo—. Podemos escondernos entre la ventana y los matorrales que hay allí con objeto de estar al tanto de lo que ocurre a nuestro alrededor. Nadie nos verá y nos hallaremos en condiciones de salvar al general si vemos que le amenaza un grave peligro.
Procedieron así, quedándose agazapados entre los matorrales nada más alcanzar aquel punto de la edificación. Forzando un poco su posición, pudieron asomarse al cuarto en que se enfrentaban el militar y su visitante. La faz del general estaba muy roja; le centelleaban los ojos; su caído mostacho parecía ir a erizarse de un momento a otro, a causa de la ira que poseía a su dueño.
—No sé de qué me está usted hablando —decía en aquel momento—. Si usted pretende hacerme víctima de una de sus endiabladas tretas…
—Estoy esforzándome por explicarle la situación —repuso su interlocutor pacientemente—. Soy danzarín y coreógrafo… Añadiré que de cierta fama. En la actualidad, me encuentro preparando algunos números de ballet para una producción teatral nueva… Vine a esta población para trabajar en paz, apartándome de las mil distracciones de la existencia ciudadana. Pero resulta que mis notas, de enorme valor para mí, han desaparecido. Le diré que me valgo de una especie de taquigrafía personal, de mi invención, para describir los distintos pasos. Estas notas no representan nada para la persona que haya podido encontrarlas y en cambio yo sin ellas me siento desarmado. Suponen un gran esfuerzo, el resultado de muchos meses de trabajo. Suelo guardar esas hojas en una caja de cartón, la cual me ha desaparecido.
—¿Y qué tiene que ver todo eso conmigo? —soltó el general—. ¿Cómo se atreve usted a insinuar…?
—Yo no estoy insinuando nada —repuso el joven—. Lo único que digo es que ayer vi en la carretera a dos chicos que llevaban una caja de cartón… Buscando anoche la mía, no habiéndola hallado, caí en la cuenta de que la que vi en manos de los muchachos era la mía. Hice algunas indagaciones y averigüé que ellos habían sido vistos por unas personas en el momento en que entraban en esta casa.
Un movimiento en el fondo del jardín atrajo su atención en aquel momento. Volvióse rápidamente, acercándose a la ventana. Había un hombre junto a un montón de objetos diversos cubiertos de hojarasca; manejaba una pala. Evidentemente, se disponía a arreglar aquellas cosas de cierto modo, para que ardieran mejor. El hombre de la paja empezó a esparcir las hojas de la parte alta…
El joven que hasta aquel instante había estado hablando con el general dio un grito, saltando al jardín por la ventana, como si hubiese tenido alas. Acercóse corriendo luego al montón que estaba ordenando Bill, cogiendo una caja de cartón que se había deslizado por uno de los lados. Regresó a la habitación apretando la misma fuertemente contra su pecho. Después, la colocó sobre la alfombra, se colocó de rodillas y desgarró la tapa, revelando unas páginas cubiertas de líneas, puntos y dibujos… Finalmente, suspiró, muy aliviado.
—¡Mis preciosas notas! ¡Mis danzas! —exclamó el joven—. Pero ¿qué es lo que ha pasado aquí? —señaló con un dedo acusador al general—. ¿Por qué hizo usted esto? ¿Por qué lo robó? ¿Por qué intentó quemarlo? ¿Por qué pretendió usted destrozar mi obra mejor, arruinar mi carrera?
El general parecía haber perdido la facultad del habla. Sólo acertó a decir, tartamudeando:
—Yo… yo… no… no…
El joven continuó diciendo, muy excitado:
—¿Y qué me dice acerca de esos dos chicos a los que usted sobornó para que llevaran a cabo el robo? Le pondrán en evidencia en cuanto yo pueda echarles el guante, con sus declaraciones. Ellos…
Un débil ruido, de nuevo, procedente también del exterior, atrajo su atención. Otra vez se volvió hacia la ventana… En su nerviosismo, Guillermo y Pelirrojo habían olvidado toda cautela. Sus cabezas eran claramente visibles por encima de los matorrales. El danzarín, que era sorprendentemente fuerte, pese a su esbeltez, consiguió cazarlos, llevándolos a la habitación.
—Niéguelo usted ahora, si se atreve —dijo al general—. Niegue que usted contrató a estos dos chicos para que me robaran las notas coreográficas y las trajeran aquí, sin otro fin…
—¡Cállese de una vez! —ordenó con voz de trueno el general.
Volvía a ser capaz de hablar. Habíase puesto en pie y, erguido, su figura resultaba impresionante. Era la viva imagen en aquellos momentos de la dignidad ultrajada. Su confusión se había desvanecido. Allí no había ningún brujo. Allí se encontraba sencillamente un joven a quien había que dar una lección.
—¿Cómo se atreve a insultarme de este modo? Sepa usted que está hablando con uno de los oficiales de Su Majestad. En los archivos del «War Office» podrá encontrar mi nombre y detalles sobre los servicios que presté a la Corona. Soy el general Moult…
El joven se le quedó mirando con los ojos muy abiertos, en un gesto que denotaba su asombro.
—¿El general Moult? —inquirió—. ¡No! ¡No es posible!
—¿Por qué no es posible, señor? —preguntó a su vez el general, rígido a causa de la ira que sentía.
—¿Usted… usted escribió esas memorias? —dijo el joven.
El general tragó saliva.
—Yo he escrito mis memorias, ciertamente —repuso, más digno que nunca—, pero lamento decir que las he extraviado últimamente y que…
—No, no —contestó el joven—. Las tengo en mi poder. Están en mi casa, en una caja que lleva por fuera un rótulo: UN PRESENTE DE ÁFRICA DEL SUR…
El general guardó silencio durante unos momentos. Finalmente, se llevó una mano a la cabeza.
—Ya recuerdo… —dijo—. Recuerdo ahora que las escondí allí. En África del Sur, durante la guerra de los boers, protegí a un joven que, posteriormente, año tras año, me ha estado enviando regalos, acomodados siempre en cajas que llevaban un rótulo como ése… Me acuerdo bien. Mi manuscrito se acomodaba al tamaño de la caja, que después cerré bien. Lo escondí porque…
El joven manifestó ahora, muy animado:
—Oiga, general… ¿Usted ha dado los pasos necesarios ya para conseguir la publicación de sus memorias?
—No —replicó el general—. Hasta el momento, no.
—Bien. Escuche con atención lo que voy a decirle. Un amigo mío que es editor y que pasó la noche en mi casa leyó su manuscrito y desea publicarlo. En aquellas páginas figura el nombre del general Moult, pero no su dirección. No sabíamos qué teníamos que hacer para ponemos en contacto con usted… Este editor quiere publicar una serie de memorias bélicas, escritas en el transcurso de cada guerra… Claro, ignora si logrará cubrirlas todas. Ya posee textos de la guerra de Crimea, de las dos guerras mundiales, pero no tiene ninguno de la guerra sudafricana… Aspira a poner de relieve las cualidades esenciales del soldado inglés, siempre las mismas a pesar de los cambiantes escenarios en que ha tenido que moverse. A él no le preocupan los temas estratégicos, ni las formas de dirigir las guerras. Él quiere presentar testimonios íntimos de un tipo particular de soldado: sencillo, recto, consciente, valeroso, digno, disciplinado…
El general había fruncido el ceño con expresión de extrañeza.
—Yo no sé hasta qué punto puede atribuírseme a mí…
El joven continuó hablando:
—A este tipo de soldado le tienen sin cuidado los grandes aspectos de la guerra, sus fines, sus causas, sus implicaciones. Se limita a registrar, día por día, unos acontecimientos, anotando sus reacciones. Algo estrictamente contemporáneo. Nada de disquisiciones filosóficas, de razonamientos interminables. Nada de adoptar poses críticas ante los sucesos; basta con que quede constancia de éstos y de la manera de encajarlos el soldado. Sus memorias responden perfectamente a lo que mi amigo busca. ¿Está dispuesto a entrar en tratos con él?
—Gracias —respondió el general, simplemente—. Hablaré con su amigo con mucho gusto.
—Pero estos niños… —dijo el joven—. ¿Qué papel han desempeñado en este asunto?
Los chicos intentaron darle unas explicaciones, pero el general los obligó a guardar silencio. Experimentaba la impresión de haber salido de una pesadilla. Le costaba trabajo creer que había abrigado ciertos insensatos temores.
—Bueno, ya está bien —dijo, desechando las explicaciones de los muchachos.
—Nosotros queríamos ayudar al general —manifestó Guillermo.
—Pues al parecer habéis logrado lo que os propusisteis —comentó Bill, que se había incorporado al grupo, para ver qué era lo que pasaba en la casa.
Alguien llamó a la puerta. Bill abrió ésta. Entró la señorita Milton. Lucia su mejor vestido y sus labios se dilataban en una sonrisa.
—General —dijo—, ¿tendría usted la amabilidad de acercarse un momento por el palacio municipal? El pestillo de aquella ventana que usted sabe ha vuelto a estropearse.
—¡Vaya, hombre! —exclamó el general, tornando a sus bruscos modales de siempre—. No sabrán ustedes dar nunca con el quid de ese chisme. Bien, de acuerdo. Iré.
Púsose en camino en seguida, en compañía de la señorita Milton, el joven danzarín, Guillermo, Pelirrojo y Bill.
Entraron en el ayuntamiento. Éste se encontraba atestado de público. Había allí mesas cargadas de cosas comestibles, golosinas y botellas de champaña, globos, banderines… En el centro del salón, sobre una pequeña mesa, se veía un pastel de cumpleaños frío, confeccionado por la señorita Thompson. Primeramente, ella se había propuesto representar algo así como las cataratas del Niágara, pero el pastel se le había ido aplastando en el proceso de su elaboración y representaba más bien una modesta meseta.
—Ésta es su fiesta de cumpleaños, general —le anunció la señorita Milton—. Hoy cumple usted los noventa años.
—¿De veras? —preguntó el general.
Suscitaba su interés aquello; se sentía agradecido. Había creído cumplir los ochenta años. Constituía una agradable sorpresa descubrir que había llegado a los noventa.
—Bien, bien, bien… —prosiguió diciendo—. Noventa años… Es una buena edad, ¿eh?
—Todos nosotros le deseamos que cumpla muchos más —dijo la señorita Milton.
Oyéronse unos vítores. El general paseó la mirada por aquel círculo de rostros familiares. Eran sus vecinos… sus amigos… sus conocidos, cuando menos. No se había dado cuenta hasta aquel momento de lo mucho que los estimaba. Levantaban en alto sus vasos y cantaban. Las palabras se oían confusamente; había poco ritmo allí. Algunos de los presentes se habían agrupado para cantar Por ser un buen muchacho…; otros entonaban, mejor o peor, el Cumpleaños feliz; unos terceros habían atacado las primeras notas de Los chicos de la antigua brigada…. Pero el general no reparaba en detalles.
Estaba pasando por una emocionante experiencia. La dura corteza en que habitualmente se encerraba habíase derrumbado. Unas lágrimas brillaron en sus enrojecidos ojos.
—Bueno, señor —le dijo Bill—. ¿Qué tal se siente? ¿Feliz?
—¿Feliz? —replicó el general—. Creo que no me había vuelto a sentir tan dichoso… desde el relevo de Mafeking.