GUILLERMO Y EL MUÑECO DE PARSONS

—¿Habéis hecho ya vuestro muñeco? —preguntó Frankie Parsons.

—Sí —respondió Guillermo—, pero no ha quedado muy bien… Todo marchó bien al principio porque lo vestimos con unas prendas deportivas de Roberto. Luego mi hermano lo descubrió y se puso furioso porque, contrariamente a lo que habíamos supuesto, las ropas no eran de invierno, ni tampoco estaban viejas. Roberto nos los quitó y tuvimos que arreglárnoslas con unos pantalones viejos que nos regaló el jardinero y un sombrero que Ethel compró en una liquidación y que no llegó a estrenar porque le hacía parecerse mucho a Florence Nightingale… Sin embargo, nos hemos procurado unos fuegos artificiales estupendos.

Guillermo y Frankie Parsons se habían encontrado frente a lo tienda en que los vendían, en Hadley. Guillermo chupaba una pipa de regaliz golosamente y Frankie tenía un helado en la mano. El regaliz se había extendido en torno a la boca de Guillermo, formando un círculo. Unas cuantas gotas del helado adornaban la barbilla del otro chico.

—Nosotros hemos hecho un muñeco magnífico, pero lo de los cohetes y demás va a flojear… —declaró Frankie—. Una tía nuestra acostumbraba a darnos el dinero necesario para esas cosas, pero la han nombrado miembro de una sociedad que va contra los deportes sangrientos, uno de los cuales cree, que son los petardos, triquitraques, cohetes y castillos… La cara del muñeco nos ha salido muy bien y le hemos hecho una peluca con ese mismo material que los artistas usan para sus caracterizaciones en el teatro. Lo hemos vestido con unos pantalones verdes de tela de algodón y un jersey que se había encogido al lavarlo, pero que al muñeco le sienta muy bien, por no ser demasiado grande… Hace un efecto estupendo.

Uno al lado del otro, los dos chicos continuaron inspeccionando el contenido del escaparate. Guillermo había llegado al extremo de su pipa e introduciéndola en la boca comenzó a chupar lo que quedaba desesperadamente. Frankie acabó con su helado, colocando el cartón que lo había contenido en la coronilla de su amigo. Después de unos cuantos ligeros manotazos, tornaron a colocarse uno al lado del otro, como al principio.

—Esa caja surtida no está mal por cinco chelines —manifestó Frankie.

—Y esos cohetes…

—Vamos a encender una gran hoguera —anunció Frankie—. Mi madre nos va a dar un armario que ha sido atacado por la carcoma y todos los tablones de la valla que han ido pudriéndose por efecto del sol y el agua.

—Con la carcoma nosotros no hemos tenido nunca suerte —confesó Guillermo—. Una vez intenté introducir uno de esos gusanos en una silla porque pensé que así me la darían para mi hoguera, pero debí de equivocarme de animalito ya que lo único que saqué en limpio fue una bronca. Pelirrojo y yo nos acercaremos al bosque en busca de alguna leña para nuestra fogata.

—Es una lástima —dijo Frankie en tono de disgusto— que se empeñen siempre en estropearnos la fiesta.

—¿Por qué han de estropeárnosla? ¿Quién?

—Vamos a «disfrutar» de la visita de una chiquilla. El día 4 es su cumpleaños y tendremos reunión familiar con tal motivo.

—¿Y eso?

—Sus padres se marchan de viaje y ella se queda en nuestra casa. Es mi prima… Una chiquilla cargante como ella sola, cargante como su nombre. ¡Serena! ¿Eh? ¿Qué te parece? ¡Serena! —Frankie gimió de nuevo—. Llegará mañana. Seguro que nos lo echa todo a perder.

—No he conocido a ninguna niña que no acabase haciendo eso —declaró Guillermo—. Estén donde estén, su misión es complicar las cosas.

Pero cuando Guillermo conoció a Serena al día siguiente su gesto de desaprobación se desvaneció en parte. La niña tenía los cabellos oscuros y los ojos azules. Guillermo se había preciado siempre de ser un hombre que desdeñaba a las mujeres, pero lo cierto es que a pesar de su reciente desengaño con Anthea, le costaba trabajo resistirse a las niñas de cabellos morenos y ojos azules. Para disimular su debilidad la miró ferozmente.

—Hola —dijo la chiquilla—. Tú eres Guillermo, ¿verdad? Esta mañana te vi pasar delante de la ventana de la casa que da a la calle y Frankie me habló de ti.

Guillermo acentuó la mueca, que no había hecho más que iniciar, y continuó andando, sin pronunciar una palabra. La chiquilla se colocó a su lado, hablándole con toda naturalidad, despreocupadamente, refiriéndole cosas de su casa y del hogar de los Parsons, confiándole sus planes para el día en que se celebrara su reunión de cumpleaños. Guillermo prosiguió caminando al mismo paso, con la vista fija a lo lejos, delante de él, como si Serena no se encontrase allí. Un espectador imparcial, ajeno a ellos, le hubiera juzgado un desgraciado sordomudo.

Llegaron frente a la casa de los Parsons y Guillermo continuó con la misma actitud, sin dar señales aún de que había advertido su presencia. De pronto oyó la voz de Frankie, asomado a una ventana.

—¡Guillermo! Entra a echar un vistazo a nuestro muñeco. Se encuentra en el cobertizo del jardín.

El chico se encaminó directamente a aquél. Frankie le salió al encuentro y los dos penetraron en el cobertizo, seguidos por Serena. Allí, confortablemente tendido en una carretilla, estaba el muñeco de los Parsons. En la cabeza tenía un brillante manojo de pelos amarillos. Los labios, muy rojos, estaban dilatados en una exagerada sonrisa. Su cuerpo, hecho a base de paja y papeles de periódicos, parecía bastante desmadejado. Los apretados pantalones y el jersey le caían muy bien…

—Es estupendo —admitió Guillermo—. Parece… parece una persona casi.

—Es muy bonito —admitió Guillermo—. Parece una persona real.

—No está mal, no —dijo Frankie enderezando ligeramente la cabeza del muñeco, un poco caída. Una mirada reflexiva apareció en sus ojos—. ¡Troncho! —continuó diciendo lentamente—. Piensa en los que, en todo el mundo, van a ser quemados, sólo en recuerdo al hombre que cometió la locura de volar la Casa del Parlamento.

—Sea como sea se hizo famoso —comentó Guillermo—. Me gusta más la idea de un buen castillo de fuegos artificiales que la de que me planten una estatua. Así lo diré a tiempo si consigo hacerme famoso algún día.

—No es probable que te hagas famoso —objetó Frankie—, conque no debes preocuparte por eso.

—¡Qué bonito es! —exclamó Serena, acariciando el muñeco, cuya sonrisa pareció tornarse más tierna y complaciente bajo su mirada de admiración.

—Está destinado al fuego —subrayó Frankie—. Para eso fue hecho.

Al día siguiente, Guillermo, que había salido para reunirse con Pelirrojo y recoger entre los dos alguna leña en el vecino bosque, vio que Serena le esperaba en la puerta de su casa. En su rostro leyó una expresión de ansiedad.

—¡Oh, Guillermo! Ayúdame.

El chico la miró con desconfianza.

—¿Que te ayude? ¿En qué?

—El muñeco…

—¿El muñeco?

—Sí, el de Frankie. ¡Es tan bonito! ¡Tiene una cara tan graciosa! Hay que impedir que lo quemen, Guillermo.

—¡Troncho! Ese es el destino de todos los muñecos que hace la gente en este tiempo —señaló Guillermo, confuso.

—Sin embargo, Guillermo, ¿qué ha hecho de malo ese muñeco? Él es bueno. Yo sé que es sumamente bueno.

—Escucha…

—¡Parece tan bueno, tan amable, tan feliz! —le interrumpió Serena, con toda formalidad—. Él ignora que va a morir quemado. Se sentirá muy afectado cuando se entere. Y es imposible que haya tenido algo que ver con el complot de la pólvora porque eso sucedió hace años y años y en cambio él «nació» la semana pasada.

—Sí, pero oye…

—Yo sé que nunca habría sido capaz de volar la Casa del Parlamento, Guillermo. Supongo que ni siquiera sabe dónde está. Es muy bonito y yo le quiero. —La niña agregó, con labios temblorosos—: ¡Oh, Guillermo! No permitas que le quemen.

—Sí, sí, pero…

—¡Estaba tan preocupada anoche! Y luego me acordé de ti y comprendí que me ayudarías a impedir que ellos lo tirasen a la hoguera.

—Pero… ¿Es que no te das cuenta? No puedes impedir que la gente queme sus muñecos durante estos días. No… no sería una cosa natural.

—Es cruel, Guillermo.

—No, no. Es natural. Todo el mundo lo hace… Mira, si quieres te enseñaré el nuestro.

Serena, conducida al garaje de Guillermo, dentro del cual los proscritos habían instalado provisionalmente su muñeco, examinó el mismo sin demostrar la menor emoción.

—Este parece lo que es: un muñeco —declaró—. Un muñeco ordinario. Me parece bien que esté destinado a la hoguera. Hasta da la impresión de que desea acabar así: ardiendo. El de Frankie es diferente… No puedo soportar la idea de que sea quemado. ¡Oh! ¡Estaba tan preocupada por esa causa! Y, de repente, me acordé de ti. Pensé: «Guillermo me ayudará. ¡Es tan amable, tan bueno, tan inteligente!».

—Yo… ejem… —Guillermo se hallaba bastante desconcertado—. Pues… ejem…

—Me ayudarás, ¿verdad, Guillermo?

—Es que… fíjate…

—Impedirás con tu influencia que sea quemado, ¿verdad, Guillermo?

—Verás… Lo que yo quiero decirte es que…

—¡Oh, Guillermo! Gracias. Sabía que accederías… Y vendrás a mi reunión de esta tarde, ¿verdad?

—No, no iré —replicó Guillermo, en plena recuperación de su combativo espíritu—. No iré jamás a ninguna de esas estúpidas reuniones de chicas. Y en cuanto a ese muñeco… Te estaba diciendo…

Pero Serena parecía considerar aquella cuestión liquidada. Alejábase ya en dirección a la casa de los Parsons, como si no le hubiera oído.

Pensativamente, Guillermo prosiguió su camino, hacia la de Pelirrojo. Al llegar a ésta, Guillermo había olvidado por completo aquel asunto. ¿A qué tomar en consideración las cosas de las chicas? No había ni una sola a la que no le faltara un «tornillo»…

* * *

Recogieron combustible para la hoguera en abundancia. Durante la noche se había desencadenado una gran tormenta y por todas partes hallaron ramas de todos los tamaños. Todo marchó bien en tal aspecto, especialmente debajo de un roble centenario. Allí el suelo se hallaba alfombrado por una masa de leños cubiertos de verdes líquenes.

Guillermo y Pelirrojo llenaron de leños un carretón que poseían, de confección propia, consistente en una caja de embalajes montada sobre cuatro ruedas. Con unas cuerdas hicieron además varios haces que se echaron a las espaldas. Luego se encaminaron a la casa del primero pues habían proyectado almacenar el combustible al fondo del jardín, donde lo tendrían al alcance de la mano cuando encendieran la hoguera.

—Mañana toda esta leña estará bien seca, seguramente —manifestó Guillermo al terminar su trabajo—. Ya verás qué bien arden esas ramas…

—Sí —convino Pelirrojo—, pero… Fíjate en cómo te has puesto la chaqueta, Guillermo. Está cubierta de musgo.

—Lo mismo que la tuya. Ya te puedes figurar de qué es… Me figuro que cepillándola no se notará nada después.

—¡Uf! Tienes toda la espalda manchada, y las mangas, y los cabellos…

—Igualito que tú —replicó Guillermo—. Quizás estés más sucio que yo… Pero, de todos modos, eso saltará.

—Me voy a ir a mi casa, a ver si puedo limpiar la chaqueta. Adiós.

—Adiós. Yo voy a hacer lo mismo.

Guillermo entró en su casa por la puerta trasera. Silbando ruidosa y descompasadamente, llegó al vestíbulo, donde se detuvo de súbito.

Una figura descendía furtivamente por las escaleras.

Era Serena.

Guillermo la miró fijamente.

—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó severamente.

—¡Oh, Guillermo! Me alegro de que hayas llegado en este momento. «¡Lo he hecho!». Estuve esperando hasta que vi que tu madre se marchaba de compras. Entonces entré y «¡lo hice!».

—Hiciste, ¿qué? —inquirió Guillermo.

—He rescatado al muñeco, trayéndolo aquí, donde acabo de esconderlo, Guillermo. No habría logrado nada ocultándolo en casa de Frankie porque ellos no hubieran tardado mucho en encontrarlo… Tú dijiste que me ayudarías, ¿no te acuerdas, Guillermo?

—Pues… no —replicó el chico, tan perplejo por aquel nuevo giro del asunto que no acertaba a recordar qué era lo que había dicho o dejado de decir—. No te aseguré que yo fuera a ayudarte. ¡Troncho! —De pronto se hizo cargo de la situación—. No puedes hacer eso. No puedes dedicarte a quitar a la gente sus muñecos, escondiéndolos en las casas de los demás, precisamente el día anterior al de la quema.

—Ahora ya está hecho, Guillermo —contestó Serena calmosamente—. Como tú dijiste que me ayudarías…

—Eso es un robo —protestó Guillermo.

—No, Guillermo, no lo es. Viene a ser algo así como si impidieras que matasen a alguien. Es una buena acción.

Guillermo contempló a la chiquilla en silencio, sin saber qué decir.

—¿Dónde lo has escondido?

—En una maleta que no contenía nada. Nadie llegará a descubrirlo, Guillermo. He conseguido ponerlo a salvo.

—Sí, pero… —El chico se mostraba preocupado—. ¿Cómo era esa maleta?

—Es una de color marrón, con correas. El muñeco está a salvo, Guillermo. Nadie pensará en mirar allí.

—Pero… ¡Troncho! ¡Si esa maleta no es nuestra! Pertenece a Archie. En ella trajo las cosas que Ethel había de ofrecer durante la venta que en beneficio de la Sociedad Dramática organizó la semana pasada mi hermana. Archie trajo algunos regalos… ¡Atiza! Y volverá a por ella cuando menos nos lo figuremos…

—¡Calla, Guillermo! —le interrumpió Serena—. Tu madre vuelve.

La señora Brown abrió la puerta principal de la casa, penetrando en el vestíbulo.

—Hola, Serena. Supongo que Guillermo te estará atendiendo. —La madre de Guillermo sacó de su cesto un envoltorio de caramelos, entregándoselo a ellos. Luego echó un vistazo a la puerta del jardín, en la cual se encontraba un hombre de aspecto un tanto tímido, que llevaba en las manos un ramillete de crisantemos ya marchitos—. ¡Oh! Entre, entre, Archie.

Archie obedeció y al plantarse frente a la señora Brown le alargó su ramo, con un gesto más bien vago.

—Se los he traído a Ethel —explicó—. Los compré ayer pero no me acordé de ponerlos en agua hasta esta mañana. Hice esto nada más despertarme hoy pero creo que el daño ya estaba hecho. Quizá los crisantemos no estuvieran muy frescos cuando me los vendieron. Me hicieron una rebaja… —Su confusa mirada se posó en el ramillete—. Estuve a punto de dejarlos en casa. No sabía qué hacer…

—¡Pobre Archie! —exclamó la señora Brown. Ésta cogió el ramillete y con el movimiento la mitad de las flores se desintegraron sobre el pavimento—. ¡Qué fina atención la suya! —Intentó dar a sus palabras una entonación que delatara un firme convencimiento—. Ethel se lo agradecerá mucho. Eran unos crisantemos preciosos.

—¡Oh! —exclamó Archie, disgustado.

—No se preocupe —le recomendó la señora Brown—. Es la intención lo que cuenta… A propósito, si quiere llevarse la maleta… Se lo agradecería. Se encuentra arriba y el cuarto en que la pusimos se halla tan atestado…

—Se la bajaré —se apresuró a decir Guillermo, al que se le había cortado la respiración casi—. Voy a por ella en seguida.

Habíasele ocurrido de pronto que al coger la maleta podría esconder el muñeco que contenía entre las cajas vacías que había en el cuarto, para llevarlo más adelante al cobertizo de los Parsons.

Cuando tenía ya los pies sobre el primer peldaño de las escaleras su madre le detuvo sujetándolo por un hombro.

—¿Con qué demonios te has manchado la chaqueta, Guillermo? —le preguntó.

—Es un poco de musgo —replicó Guillermo, no dándole importancia a la cosa—. Deja… Voy a buscar la maleta de Archie. Permíteme… —Con angustiada mirada contempló cómo Archie empezaba a subir las escaleras—. Pesa demasiado para que pueda llevarla Archie, mamá. No es muy fuerte y…

—No digas tonterías, Guillermo —dijo la señora Brown—. ¿Dónde te has hecho eso?

—En los árboles… Ya te he dicho que es un poco de musgo. No es nada de particular. Es algo natural. Como las hojas.

Archie bajaba ya por las escaleras en este momento, con su maleta. Guillermo hizo un violento movimiento para librarse de la mano de su madre.

—Déjame, mamá. Quiero ayudarle. ¡Troncho! Tú me dices a todas horas que debo ser servicial con la gente. Archie tiene mala cara. Yo creo que le falta poco para desmayarse. Mientras tú avisas al médico yo cogeré la maleta y…

—No digas más tonterías, Guillermo. Va a ser difícil hacer saltar esas manchas de tu chaqueta.

—Te equivocas. Saltarán en cuando las cepilles bien —declaró Guillermo, mientras se abalanzaba sobre la maleta, haciendo que se tambaleara con la embestida el pobre Archie—. ¡Troncho! Ha estado a punto de caerse, mamá. Cada vez está más débil. Es una imprudencia que vaya cargado con esa maleta tan grande. Esto causará su muerte. ¿He dicho una imprudencia? ¡Esto es un crimen!

Había cogido ya el asa de la maleta. Pero su madre volvió a sujetarlo por un hombro para examinar más de cerca las manchas.

—Cepillaré la chaqueta, sí, pero lo más probable es que tenga que enviarla a la tintorería. ¿Por qué haces estas cosas, Guillermo?

El chico siguió con la mirada a Archie, que había llegado ya al sendero del jardín y se alejaba con la maleta… Luego, propulsado por la implacable mano de su madre, empezó a subir por las escaleras, en dirección al cuarto de baño. Mientras se sometía a los asaltos de la esponja y el jabón, que pasaban una y otra vez por sus cabellos y por su rostro, pensaba angustiado en lo que se le avecinaba. Entre Guillermo y sus amigos y los Parsons y sus camaradas de juegos existía un espíritu de amistosa rivalidad que se evidenciaba especialmente por aquella época del año, con la tradicional quema de muñecos. Esta vez todo hacía pensar en que los dos bandos andarían igualados. Los fuegos artificiales de los proscritos serían mejores que de los Parsons y el muñeco de éstos superaría al confeccionado por los otros. Ambas partes se hallaban satisfechas con aquel estado de cosas. No quedaría el honor de nadie en entredicho. Ahora bien, a Guillermo le llenaba de horror la sola idea de aparecer ante todos como el autor del hurto de aquel muñeco en la misma víspera de la jornada de la quema, máxime cuando Frankie, obrando lealmente, le había enseñado donde estaba guardado. Guillermo no lo había robado, no, pero se sentía el responsable de su desaparición. Imaginábase que todo acabaría descubriéndose, que Serena no querría saber nada del asunto, que durante toda su vida se vería señalado como perpetrador del más despreciable y traicionero de los crímenes.

—Ahora intentaré cepillar tu chaqueta —anunció la señora Brown—. ¡Ay, hijo mío! ¡Cuánto me gustaría que comenzases a tener un poco de conocimiento!

—No fue culpa mía —se disculpó Guillermo, colocándose automáticamente a la defensa—. Es la Naturaleza, mamá. ¡Troncho! No está en mi mano evitar que crezcan musgos en algunas partes. ¡Ah! Oye, mamá. Tengo que salir. He de ir a casa de Archie. Tengo mis motivos. Escucha, mamá. Yo…

Pero la señora Brown acababa de descubrir que aún quedaba una mancha de verdor en las mejillas de su hijo y las protestas de éste se convirtieron en inarticulados sonidos cuando se aplicó con ardor digno de mejor causa (a juicio del interesado) a su rápida eliminación.

* * *

Archie avanzaba lentamente por la carretera, llevando su maleta. No estaba pensando en el extraño comportamiento de Guillermo (después de todo, éste no se conducía jamás de una manera normal), ni tampoco en Ethel. Pensaba en un libro de aventuras espaciales que había sacado de la biblioteca el día anterior. Archie acababa de descubrir aquella faceta de la novela moderna, que le había impresionado extraordinariamente. El libro en cuestión le había sido recomendado por Jameson Jameson —uno de sus vecinos y entusiasta aficionado a aquella clase de lecturas—, titulándose «La Huella del Juicio Final». El argumento era un poco confuso pero no por eso menos emocionante: Un objeto desconocido bajaba del planeta Marte. El Objeto era una especie de maniquí que sembraba el mal por dondequiera que apareciese. Iba vestido con verdes telas, tenía una espesa melena y en su rostro campeaba una diabólica sonrisa. Aparecía, desaparecía, tornaba a hacer acto de presencia… Todo en cosa de unos minutos. Nadie podía conseguir poner sus manos sobre el maniquí. A lo mejor uno abría el cajón de una mesa y se lo encontraba allí. Inmediatamente se esfumaba. Pero el Mal quedaba tras él y este maleficio flotaba sobre la casa en que había estado y, especialmente, sobre la persona que en algún momento lo viera.

Archie, que había comenzado a leer el libro en las primeras horas de la mañana, sentíase presa del más desenfrenado terror a la hora de acostarse. Apartaba la mirada de los rincones en sombras de la casa, por temor a que sus ojos tropezaran con el Objeto. Habíase prohibido a sí mismo abrir ninguno de los cajones de la cómoda por miedo a lo mismo. Su horror se había disipado bastante durante la visita al hogar de los Brown (¿a quién podía extrañar que hiciese una cosa tan corriente como aquella de llevar flores a Ethel?), pero ahora, al volver por la carretera con su maleta, en medio de la neblina del mes de noviembre, que se espesaba progresivamente a su alrededor, se apoderó de él un miedo incontenible.

Sintió cierto alivio al ver a Jameson Jameson, que se le acercaba. Pese a sus conexiones con el horror de tipo literario, Jameson Jameson era un ser humano, como tantos otros.

—Hola —dijo este último.

—¡Hola! —saludó Archie, con una risa algo vacilante—. Ese libro de que me habló resulta muy emocionante, señor Jameson.

—¿Qué libro? —preguntó el otro.

Jameson era lector de gustos muy diversos. Antes de concentrar sus entusiasmos en las aventuras espaciales habíase dedicado a consumir todo género de dramas de la época isabelina. En el momento del encuentro con Archie su atención se centraba en la Psicología y la Psiquiatría.

—Me refiero a «La Huella del Juicio Final» —respondió Archie—. Me lo aconsejó usted… Es bueno, en su estilo, en un libro maravilloso…

—Sí, desde luego, maravilloso —dijo Jameson, dispuesto siempre o ensalzar un libro por él recomendado.

—Y me dijo, ¿no recuerda?, que lo que se contaba en él podía suceder en la realidad. Sí. A cualquier hombre. En cualquier momento.

—¿De veras? Bueno, desde luego que sí…

—Es lo peor de la novela. Fíjese…

Pero Jameson no estaba muy interesado por aquel asunto.

—Mire, Archie, llevo prisa —dijo—. ¿Sabe lo que tiene que hacer? Debiera leer algunos libros sobre Psiquiatría. Dejan a los de las aventuras espaciales en mantillas.

Jameson se desvaneció en la neblina y Archie continuó su camino también. Al llegar a su casa vaciló un instante ante la puerta, como si no se atreviera a enfrentarse con lo que había dentro. Luego hizo acopio de valor, abrió de golpe la puerta y entró. «La Huella del Juicio Fina» se encontraba abierto sobre el brazo de su sillón, en el estudio… Dejó la maleta en el vestíbulo, penetró en el estudio, cogió el libro y de nuevo se perdió en el mundo oscuro y condenado del Objeto. Otra vez se apoderó de él el más desenfrenado terror, produciéndole terribles estremecimientos. Cobró ánimos con un esfuerzo y cerró el libro. Tenía que saber dominarse. No debía dejarse llevar por las jugarretas de la imaginación. Pondría la maleta en su armario. Eso le distraería, contribuyendo a hacerle recobrar la serenidad.

Ya en el vestíbulo se quedó quieto, con la vista fija en la maleta, preguntándose si Ethel habría dispuesto realmente de las cosas que le había enviado para su venta benéfica. Inclinóse, levantando la tapa de aquélla… Algo pareció moverse en su interior. Abrió la boca, horrorizado. Allí dentro, a punto de saltar sobre él, parecía estar agachado un maniquí vestido de verde, con una gran pelambrera. En su rostro brillaba una siniestra sonrisa. Archie abatió la tapa, cerrando la maleta con las correas, saliendo después a la calle corriendo, en dirección a la casa de Jameson Jameson.

—Archie levantó la tapa de la maleta y abrió su boca con horror.

Éste escuchó su historia con cierto interés.

—Ha ocurrido aquí —aseguró Archie histéricamente—. Ha pasado lo que usted dijo que podría ser que sucediera. Era el Objeto. No me equivoco, no. Va vestido de verde y tiene una gran melena… Con franqueza, Jameson: he sentido que una oleada de maldad descendía sobre mí, tal como se señalaba en el libro. Ese ser sonreía igual que se dice en éste. ¡Qué sonrisa tan horrible la suya! Me heló la sangre… No sé qué hacer ahora.

—Bueno… Ejem… ¿Qué ha hecho antes de venir a verme?

—Cerré la maleta con las correas —contestó Archie—. Yo quisiera que usted fuese a mi casa conmigo, Jameson. Probablemente, el Objeto no estará allí ya. Ya sabe usted cómo… cómo se desvanece, dejando tras de sí únicamente el rastro de maldad. Incluso siento sus efectos aquí, ¿usted, no?

—Pues no, no —replicó Jameson, que a su pesar comenzaba a sentirse vivamente interesado por el Objeto.

A los pocos minutos caminaban uno al lado del otro, en dirección a la casa de Archie.

—Desde luego —especificó Jameson—. Es posible que todo eso sea fruto de su imaginación. ¿Usted sufre de alucinaciones? Las de ese tipo resultan frecuentes.

—Es que yo «lo vi», «lo sentí…». En fin de cuentas usted lo dijo: que eso podía sucederle a cualquiera, en el momento menos pensado… A mí me ha ocurrido, hoy. ¿No siente flotar el Mal sobre nosotros?

Jameson hizo como si husmeara.

—La verdad es que no noto nada…

—Espere, espere a entrar en la casa. Recorrieron el sendero del jardín y Archie abrió la puerta. La maleta continuaba en el mismo sitio en que el dueño de la casa la dejara. Archie fijó los ojos en ella, parpadeando.

—Ábrala —susurró, dirigiéndose a su amigo—. Yo no me atrevo.

Jameson la abrió. Estaba vacía. Archie abrió la boca desmesuradamente.

—Eso lo prueba todo —balbuceó—. Yo la cerré con las correas antes de irme. El Objeto hacía lo mismo en el libro, usted lo sabe. Todo sucedía en un abrir y cerrar de ojos. Al desaparecer aquél dejaba tras de sí la huella de la maldad. Seguro que usted mismo ahora ya la siente…

Jameson volvió a husmear el aire.

—¿Es un olor semejante… al de la parafina, por ejemplo?

—No, no —repuso Archie—. Se parece al del petróleo…

—¿No sugiere algo así como el del eucalipto? —inquirió Jameson.

—No, no —repuso Archie—. Está usted haciéndome pensar en el resfriado que cogí el último fin de semana.

—Mire, Archie —dijo Jameson con viveza—. Haya sucedido una cosa u otra, tiene usted que aprender a dominarse. De lo contrario adquirirá una serie de complejos y manías que le llevarán de cabeza el resto de su vida. Lo de menos es si lo que ha visto es real o no… Tiene que abandonar esa obsesión. Es usted artista, ¿no? Pues pinte lo que vio y se sentirá liberado de su influencia.

—¿Cree usted? —preguntó Archie, no muy convencido.

—Sí —repuso Jameson—. De ser usted cantante entonaría una canción al Objeto; de ser actor asimilaría el papel del mismo. Todo esto lo he leído en un libro, con sus correspondientes ejemplos, auténticos, arrancados de la vida real. Usted ha sufrido un «shock» mental y por el hecho de ser pintor debe llevar al lienzo aquello que lo motivó, si quiere volver a ser un hombre libre.

—¿Y qué tendría que hacer en el caso de ser yo contable o corredor de bolsa? —quiso saber Archie, curioso.

—Eso es otra cosa —dijo Jameson, algo irritado—. Vamos. Entremos en su estudio.

La mesa de trabajo de Archie estaba atestada de esbozos que había hecho para la edición de unas tarjetas de felicitación. Los había de todas clases: de boda, de cumpleaños, de Navidad… El dueño de la casa las sometía a la aprobación de un agente que vivía en Hadley, quien, generalmente, examinaba sus producciones sin muchos entusiasmos.

Archie se había encasillado en el diseño de petirrojos, rosas, coches-correo de la época romántica y casitas perdidas entre una frondosa y pintoresca vegetación.

De un manotazo arrojó todo aquello al suelo, empezando a trabajar en el Objeto. Pintó la madeja de cabellos de éste con unos atrevidos trazos, ocupándose luego de la faz y del vestido verde. La maleta estaba ligeramente abierta y el Objeto quedó representado en el preciso instante de surgir de su interior.

—¡Ahí lo tiene! —dijo Archie por fin—. ¿Nota usted ya la huella del Mal? —Se encogió de hombros—. Ojalá no lo hubiera hecho. La sensación de terror es más fuerte ahora.

—Sí —respondió Jameson, estudiando el esbozo—. Ahora bien, usted no lo vio en el instante de salir de la maleta, ¿verdad?

—No. Pero no habría tardado ni un segundo en saltar de haber mantenido aquella abierta un segundo más. Por tal motivo le he representado así. Y, por supuesto, tiene que haberse marchado porque no está visible por aquí. Yo percibo ya la atmósfera maligna…

Jameson dejó caer una mano tranquilizadora sobre el hombro de Archie.

—Bueno, mire, amigo. Tiene que olvidarse de todo esto. Salga a dar un largo poseo. Ese dibujo que acaba de hacer será su liberación pero que no pare todo ahí. Búsquese un pasatiempo saludable: Entreténgase componiendo rompecabezas. Dedíquese a la carpintería. O a la observación de los pájaros. Entretanto, afuera, afuera, a dar un paseo al aire libre.

—Sí, creo que tiene usted razón —replicó Archie dócilmente—. Podría ir a Hadley, a llevarle a mi agente los esbozos de tarjetas que he hecho —comenzó a recoger aquéllos del suelo—. Sí, eso es lo que haré. Claro que, ¡si pudiera tener la seguridad de que ese ser no para en otro punto de la casa!

—En caso afirmativo, de todos modos, lo mejor es que se aleje de aquí —dijo Jameson, apremiante—. Vamos. Le acompañaré a la parada del autobús.

Archie se metió los dibujos en el bolsillo, pasó junto a la maleta apartando los ojos de ella y echó a andar por el sendero, en dirección a la puerta del jardín.

«Estaba» ahí dentro —dijo—. Puede ser que usted no me crea pero «estaba» ahí…

—Sí, sí, desde luego —contestó Jameson—. Ahora lo que le interesa a usted es vigilar su salud… Tenga paciencia. Practique la jardinería, la cerámica. Haga ejercicios respiratorios. Procúrese un perrito, un pequeño animal que le haga compañía. Haga cosas que no sean exageradamente estimulantes —el autobús se detuvo en la parada y Jameson empujó a Archie, obligándole a poner los pies en el estribo—. Un canario, quizá le fuera bien. Hace compañía y ocasiona leves molestias. Tampoco estaría nada mal unos pececitos de colores.

* * *

A Guillermo no le había sido difícil hacerse con el muñeco. La puerta principal de la casa de Archie se encontraba abierta de par en par y la maleta se hallaba en el mismo sitio en que Archie la dejara. Guillermo soltó sus correas, levantó la tapa y extrajo del interior el muñeco, marchándose de allí en seguida. Con un poco de suerte, pensaba mientras se alejaba de la casa, podía volver a colocar el muñeco en el cobertizo donde los Parsons lo instalaran, tal vez antes de que nadie advirtiera su ausencia. El chico lo introdujo bajo su chaqueta… Un escondite provisional poco eficaz en verdad ya que por entre las solapas de Guillermo asomaba una madeja de pelo y por debajo de la misma se veían dos piernas enfundadas en un pantalón verde. Pero no tenía que ir lejos ya. Sólo alcanzar su casa y torcer por el camino que conducía a la de los Parsons.

Se paró de pronto, profundamente desanimado, al cubrir la primera etapa de su pequeña carrera. Acababa de ver a la señora Parsons. Intentó tapar con su chaqueta la cabeza y las piernas del muñeco pero ahora el bulto en aquélla se hacía más protuberante. Mirando a su alrededor, como un ser acosado, cruzó la puerta de su casa, saltando sobre un saco de ropa que había junto al lavadero, en el jardín, perdiéndose más tarde en las sombras del vestíbulo, ya en el interior del edificio, desde el cual esperaba divisar o la señora Parsons en el instante de pasar enfrente de la vivienda.

Pero no sucedió nada de esto… La señora Parsons entró en el jardín. Guillermo dio media vuelta, lanzándose a toda prisa escaleras arriba… para encontrarse con su madre, que bajaba lentamente. Retrocedió entonces en dirección a la puerta principal… La señora Parsons avanzaba ya por el sendero del jardín. Guillermo, obedeciendo a un repentino impulso, al pánico que sintió, abrió el saco de ropa sucia, arrojando a su interior el muñeco. Después no hizo más que quedarse plantado allí, mirando tranquilamente hacia un lado y otro con faz inexpresiva.

La señora Parsons, al parecer, había ido en busca de su madre para pedirle prestadas algunas cucharillas y platos, con destino a la fiesta de cumpleaños de Serena.

—Por supuesto, tenemos mucho interés en que Guillermo no falte a la reunión —manifestó la señora Parsons—. Quizá resulte demasiado infantil pero… Bueno, tendremos un ventrílocuo. ¿Irás, Guillermo?

Guillermo la obsequió con una sonrisa de circunstancias.

—Muchísimas gracias, señora Parsons, pero es que…

Su sonrisa se desvaneció súbitamente. El chico acababa de ver aparecer la furgoneta de una lavandería. Unos segundos después el vehículo se detenía ante la puerta del jardín, descendiendo del mismo el conductor.

—Y luego, ni que decir tiene, habrá la tradicional quema —dijo la señora Parsons, deseosa de agradar—. Habrás visto ya nuestro muñeco, ¿verdad?

Guillermo produjo un sonido carente de significación. Sus ojos, dilatados por el pánico, habíanse fijado en el chófer de la furgoneta, que ya avanzaba en dirección a la puerta de la casa.

—Lo hemos instalado en el cobertizo, listo ya para la operación de mañana. Es precioso. Vosotros habréis confeccionado con gran ingenio el vuestro, ¿no, Guillermo?

El chico abrió la boca. El recién llegado se había echado a la espalda el saco de ropa sucia y se encaminaba hacia la salida.

—Ven conmigo, Guillermo —le dijo la señora Brown—. Ayúdame a sacar las cucharas y los platos para la señora Parsons.

—Es que… ¡Troncho! —exclamó Guillermo con voz ronca, apartándose de su madre—. Tengo… tengo que ayudar a ese pobre hombre a llevar el saco a su furgoneta. Parece demasiado pesado para él… Creo que le va a ser imposible cargarlo en aquélla…

—No seas ridículo, Guillermo —contestó la madre, irritada—. ¿Qué demonios te pasa hoy? Primero te empeñaste en ayudar a Archie a llevar una maleta vacía y ahora haces lo mismo con el empleado de la lavandería, que transporta un saco de ropa sucia igual que tantos otros.

—¿En qué quedamos? ¿No me estás diciendo a todas horas que he de ser servicial con la gente? Cuando se me presenta la ocasión de demostrarte que sigo tus recomendaciones no me dejas hacer nada. —La voz de Guillermo se convirtió en un grito de angustia al ver que el hombre, tras haber arrojado al interior de la furgoneta el saco, se colocaba ante el volante, poniendo el coche en marcha—. ¡Troncho!

Pareces estar empeñada en que haga todo lo contrario de lo que me aconsejas… Yo creo que…

Pero la señora Brown y la señora Parsons daban la impresión de haberse puesto de acuerdo en no hacerle ningún caso a partir de aquel instante. Las dos habían pasado a la cocina y estaban ya eligiendo los utensilios que motivaran la visita de la madre de Frankie.

Guillermo se dirigió a la puerta del jardín, echando un vistazo al trozo de camino que se divisaba desde allí, en el preciso momento en que la furgoneta doblaba una esquina. El chico empezó a correr con todas sus fuerzas. El vehículo hizo otra parada y el conductor tornó a saltar del asiento, dirigiéndose ahora a la puerta posterior de una de las casas vecinas. Guillermo, sin detenerse a pensar, abrió la puerta de la furgoneta, penetrando en su interior rápido como una centella. Acto seguido se puso a buscar febrilmente entre los sacos que tenía a la vista. Pronto descubrió el de su casa, sí bien no con la rapidez que hubiera deseado pues el hombre había emprendido ya el regreso al vehículo. Guillermo se agachó detrás de un montón de sacos y le cayó encima el nuevo. Acomodado otra vez al volante, partió antes de que el chico tuviera ocasión de apearse.

Guillermo perdió el equilibrio, y cayó bajo una avalancha de sacos. Luego se sentó, abriendo el suyo. Allí estaba el muñeco de los Parsons, con su sonrisa, levemente burlona. Cerró nuevamente el saco, manteniéndose entonces a la espera de la primera oportunidad que se le presentara de poner los pies en el suelo. Pero la furgoneta corría, corría… Detúvose una vez o dos pero tan escaso tiempo que no pudo realizar su intentona de huida. En estos casos el empleado de la lavandería había hallado el bulto de ropa sucia correspondiente frente a la misma puerta de las casas, limitándose a cogerlo y a lanzarlo al interior de la furgoneta, sin verse obligado a abandonarla más que unos segundos.

El vehículo prosiguió rápidamente su camino, deteniéndose ante las luces de los semáforos, deslizándose a lo largo de interminables rectas, ciñéndose de vez en cuando a alguna curva… Guillermo continuaba sentado sobre la carga, presa del mayor desaliento. Al parecer ya no volvería a ver a sus familiares jamás. Nunca volvería a poner los pies en su casa. «En estos momentos debo hallarme en Escocia —pensaba, sombrío—. O tal vez haya ido a parar a Irlanda o Egipto».

La furgoneta se detuvo nuevamente y entonces decidió llevar a cabo un desesperado intento de fuga. Abrió el saco y sacando el muñeco esperó a que el hombre se hubiese alejado. Luego saltó a la calzada. Estuvo unos segundos quieto, con la mirada puesta en la casa frente a la cual se había detenido. Le era vagamente familiar. Pero no acertó a descubrir la causa de tal sensación.

El hombre emergió del edificio, quedándose en la entrada, contemplando desconfiado a Guillermo. Por el rabillo del ojo había visto apearse al chico. Pensó en seguida que aquello no podía ser. Era imposible. En la furgoneta no viajaba ningún chiquillo, de modo que era imposible que de ella saliese nadie. Sin embargo, impulsado por la curiosidad y el recelo, dio un paso en dirección a Guillermo. Un terrible pánico se apoderó de éste. Un puñado de niños se deslizaba por la entrada del edificio. Unióse al grupo, entrando en éste. Luego, muy confuso, miró a su alrededor. Se hallaba en el domicilio de los Parsons. Guillermo descubrió a Frankie. Y a Serena. Se quedó atónito, con la boca abierta, apretando nerviosamente el muñeco contra su pecho. No podía saber, por supuesto, que el vehículo había completado un circuito por la zona campesina, disponiéndose a regresar finalmente a Hadley. Repetía la visita a la casa de los Parsons porque durante la primera el chófer se había encontrado con que la familia no tenía preparado el bulto de la ropa sucia.

El chófer regresó al vehículo, deteniéndose una vez más para mirar con la misma desconfianza de antes el grupo infantil. Guillermo, sin soltar su muñeco, se encogió todo lo que pudo. Nadie parecía haber advertido su presencia. La señora Parsons estaba hablando con un joven alto y delgado de cejas y bigotes extraordinariamente frondosos.

—No sé qué puede haber ocurrido —estaba diciendo el desconocido—. Yo tenía que haber ido ayer al norte, por un asunto de familia. Mi compañero tenía que coincidir conmigo esta tarde en la Estación Victoria. Él llevaría consigo a «Herbert», mi muñeco, y otras cosas precisas. Pues nada, no apareció. Pensé que lo mejor que podía hacer era venir y esperar… ¿Dice usted que no ha recibido ningún recado de él?

—No, nada —contestó la señora Parsons.

—¡Qué raro! —exclamó el joven.

La hermana de la dueña de la casa, procedente de la parte posterior de la vivienda, llegó corriendo adonde estaban ellos. Casi no podía respirar.

—Su compañero acaba de telefonear, señor Catchpole —declaró—. Ha sufrido un accidente de automóvil. No ha habido ningún herido pero la cabeza del muñeco ha quedado aplastada y tendrá que ser reparada para que puedan volver a utilizarlo.

—¡Oh! ¡Qué contrariedad! No se puede hacer casi nada como ventrílocuo sin el muñeco. A veces si pudiéramos improvisar algo…

Los miembros de la familia Parsons formularon inmediatamente diversas sugerencias. La abuela manifestó que algún truco podría hacerse a base de una madeja de lana y unos calcetines. El abuelo apuntó una creencia semejante pero a base del pez que dentro de una caja de cristal adornaba el vestíbulo, testigo silencioso de su juvenil destreza con la caña de pescar. Una tía de los Parsons pensaba que algún partido se podría sacar de uno de los invitados, una criatura flemática que aceptaba lo que la vida pudiera ofrecerle con filosófica calma. Otra tía sugirió que algo podría hacerse utilizando un cojín y una tira de hilo.

Luego, repentinamente, la señora Parsons advirtió que Guillermo se hallaba presente. Habíase situado al fondo de la habitación, lanzando apuradas miradas a su alrededor, siempre sujetando el muñeco contra su pecho. El desconcierto le había inmovilizado. Después empezó a convertirse en miedo. Pretendía volver a colocar el muñeco en su sitio, en el cobertizo, pero los que le rodeaban le impedían el desplazamiento. Permanecía allí desvalido, paralizado, llevando entre sus brazos la delatora prueba de su crimen…

—¡Guillermo! —exclamó malhumorada la señora Parsons.

El chico miró fijamente a la madre de Frankie, muy pálido, verdaderamente horrorizado.

—No es culpa mía —dijo con voz ronca. Pensó que no debía complicar en el asunto a Serena pero no estaría del todo mal que se descargase de alguna manera de parte de su culpabilidad—. No fue culpa mía. Lo encontré. En una maleta. Quiero decir: en la furgoneta de la lavandería. Bueno, yo no lo puse allí. Lo tengo aquí. Mi intención…

Pero la señora Parsons no le escuchaba.

—¡Guillermo! —exclamó de nuevo, casi emocionada—. ¡Qué idea tan maravillosa! —Se volvió hacia los demás—. Todos vosotros niños y niñas, debierais tomar esto como una lección. Todos os habéis enterado del accidente que ha privado al señor Catchpole del muñeco con que iba a deleitaros con sus habilidades de ventrílocuo. Pero a nadie se le ha ocurrido ayudar de un modo u otro a nuestro artista. Hemos de exceptuar a Guillermo… Éste ha tenido la feliz idea de sacar a nuestro muñeco del cobertizo para que ocupase el lugar del que ha perdido el señor Catchpole. ¡Mirad! ¡Aquí está! Entrégaselo a este joven, Guillermo. ¿Cree que le irá bien, señor Catchpole?

Éste pensó en seguida que sí. Su gesto de fastidio se desvaneció. Examinó detenidamente el muñeco de los Parsons.

—Sí —confirmó—. Me parece que podré arreglármelas bien con él.

—¡Vaya idea que has tenido, Guillermo! —declaró Frankie—. ¿Cómo no se nos ocurriría antes a nosotros? Me alegro de haberte enseñado el muñeco con tiempo.

Guillermo parpadeó unos instantes, tragó saliva, abrió la boca…

El señor Catchpole, después de un breve ensayo, en el transcurso del cual comprobó las «reacciones» de la figurita de amarillos cabellos, inició su representación. El muñeco le respondió perfectamente. Sentado en las rodillas del ventrílocuo respondió a todas sus preguntas con gran desenvoltura. De vez en cuando volvía la cabeza en dirección a su auditorio, con el que parecía hallarse familiarizado. Algún alegre saludo solía acompañar estos mecánicos movimientos. El infantil público se rió de lo lindo con él. Había que hacer una excepción: Guillermo… Guillermo, plantado en el fondo del cuarto, contemplaba la escena tan confuso como al principio. Inesperadamente vio a Archie a su lado. Éste se hallaba aún más asombrado que el chico.

—Me alegro de que haya venido, Archie —le dijo la señora Parsons al entrar.

Suponía la buena señora que le había invitado. Pero no era así. Archie, dentro del autobús en que regresaba a su casa, procedente de Hadley, donde viera a sus agentes artísticos, había divisado el Objeto, el Maniquí marciano, sentado sobre las rodillas de un hombre, enfrentado con un auditorio infantil. Su perplejidad no reconocía límites. Su entrevista con los agentes había durado poco. Descuidadamente, el hombre que le recibiera había desechado sus petirrojos, sus rosas, sus coches de la época romántica, los herbosos bordillos y las mismas casas campestres…

—Eso está muy visto amigo mío. La gente no «tira» ya de esas tarjetas.

Luego su interlocutor había examinado su dibujo del Objeto. Archie no se había dado cuenta de que iba entre sus esbozos. Un error…

—He aquí un motivo estupendo —opinó el agente—, para componer una tarjeta de felicitación infantil. Podía ser una caja con un muñeco de resorte. Una criatura simpática ésta. Tiene alegría, humor. El rostro tiene frescura y revela una inocencia absoluta. Esto es lo único que en realidad me interesa de cuánto ha traído.

Archie se tambaleaba al bajar del autobús. Casas y calles parecían bailar una loca danza en torno a él. Los vocablos «alegría», «humor», «frescura» e «inocencia» flotaban en su mente como fragmentos de un sueño. ¿Qué estaba haciendo? ¿Le esperaría en su casa? ¿Estaba agachado en alguna parte, aguardando una ocasión propicia de saltar sobre él? Archie miraba todo lo que había a su alrededor temerosamente.

Desde la ventanilla del autobús había estado mirando las iluminadas ventanas de las casas. Los ojos se le salían; la boca se le abría. Toda su figura cobraba una rigidez insoportable. Y es que… había visto a aquel ser maligno. Se encontraba en una de las casas, sentado en las rodillas de un hombre, en una habitación llena de niños. La visión se había desvanecido tan rápidamente que apenas podía dar crédito a lo que habían visto sus ojos. De un salto se plantó en la plataforma del autobús, como si el Objeto mismo le persiguiera. En la primera parada se apeó, volviendo sobre sus pasos.

Sí. El Objeto estaba allí. Era claramente visible gracias a la iluminada habitación. Todo el mundo le sonreía, todos le animaban… Archie se encaminó a la entrada, abierta, penetrando en el cuarto en que se celebraba la reunión. Rodeado de aquellos grupos infantiles, ¿qué podía hacer? Solo mirar, presa de un creciente horror.

La representación terminó con una serie de trucos realizados por el muñeco… con la ayuda del señor Catchpole. El auditorio aplaudió largo rato a los intérpretes.

El señor Catchpole se puso en pie para dar las gracias.

—El muñeco es magnífico —dijo sonriente aquél—, y no creo que abriguéis la intención de quemarlo mañana cuando con tanta presteza ha acudido en vuestra ayuda.

—Ése, desde luego, no muere en la hoguera —declaró alegremente la señora Parsons—. ¿No es verdad, chicos?

—¡Nooooo! —gritaron aquellos todos a una.

—Le tendremos como una especie de mascota —aclaró la dueña de la casa—, y mañana por la mañana nos aplicaremos al trabajo de confeccionar otro muñeco. ¿Estamos de acuerdo, chicos?

—¡Síííí! —contestó a coro el auditorio.

El muñeco descansaba en los brazos del señor Catchpole y parecía mirar en dirección a Guillermo y Archie, como si les sonriese burlonamente.

—Y todo gracias a Guillermo —recalcó la señora Parsons—, quien tuvo la original idea de pensar en este muñeco como sustituto de «Herbert».

La reunión se trasladó a la habitación vecina, donde iba a servirse el té, siempre entre continuos vítores y gritos.

Serena se acercó a Guillermo, plantándose frente a él, con las manos cogidas, como si estuviese rezando, con los ojos brillantes.

—¡Oh, Guillermo! ¡Qué inteligente eres! —dijo—. Yo sabía que te inventarías algo…

Guillermo hizo acopio de fuerzas para responder con un gruñido, adoptando una actitud de suficiencia, un aire superior. Esto duró todo el tiempo que ella tardó en marcharse. Inmediatamente volvió al rostro del chico su anterior expresión de desconcierto, de tremenda perplejidad…

Archie continuaba a su lado.

—Sí. Hallábanse uno al lado del otro, apoyados en la pared.

Sus rostros reflejaban lo mismo.

Sus mentes albergaban en aquellos instantes idénticos pensamientos.

Estaban diciéndose una y otra vez que la vida es rara, muy rara…

F I N