GUILLERMO Y LA CASITA DE CAMPO
Guillermo avanzaba lentamente por la carretera. Un avión surcaba la bóveda azul del firmamento, por encima de su cabeza. El chico le echó un distraído vistazo. Un tren silbó al cruzar el puente. Guillermo apenas le prestó atención.
Habitualmente, sentía un gran interés por los trenes y los aviones. Habitualmente, Guillermo se habría aplicado con entusiasmo a la tarea de identificar el tren y el avión que acababa de ver. Habitualmente, no habría tardado en verse al frente de la locomotora, manejando palancas con rápidos y bien calculados movimientos, o sentado en la cabina del avión, recostado en su asiento, manejando los timones con natural destreza, siempre dispuesto, además, a solucionar valerosamente y de un modo efectivo cualquier incidente, cualquier crisis, por inesperada que fuese.
Pero Guillermo no tenía ganas de nada. Las vacaciones veraniegas tocaban a su fin y Enrique, Douglas y Pelirrojo se habían marchado de la población con sus familias a distintas ciudades de la costa. Guillermo y los suyos habían regresado de un viaje semejante un par de semanas atrás. De la mente del chico se había desvanecido ya el recuerdo de aquella excursión. Cierto que Pelirrojo volvería dentro de la semana siguiente pero para Guillermo, dado su humor en aquellos instantes, ese período de tiempo se perdía entre las brumas de un futuro que se le antojaba tan lejano que no esperaba que la dichosa semana emergiese alguna vez de entre la niebla.
Le dio una patada a una piedra que encontró en su camino, marchando en pos de ella para repetir la operación. Luego intentó saltar por encima de una puerta, en un cercado, y cayó de cabeza al suelo. Habiendo vuelto a la carretera, un tanto mohíno, quiso fraternizar con una vaca que parecía haber estado contemplándole con interés desde un seto, pero nada más acercarse al animal éste volvió grupas despreciativamente. Desanimado, prosiguió su camino, andando con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y los hombros caídos, en una actitud de puro abandono e indiferencia. Era demasiado pronto para que se fuera a su casa a tomar el té. Podía haber ido a ver a Frankie Parsons, pero Frankie Parsons disfrutaba de la compañía de una tía que estaba pasando una temporada en aquella ciudad y se había empeñado en enseñar a su sobrino a jugar al ajedrez. También había intentado adiestrar a Guillermo en ese aspecto, pero tras la primera lección, el chico decidió que los juegos que a él le gustaban eran muy distintos…
Guillermo pensó que podía haberse dedicado también a terminar el puente cuya construcción había iniciado en el interior de la arboleda cercana a su casa. Pero su obra se había derrumbado cinco veces y no había razón para que su fracaso no se repitiera.
Podía haber continuado con la excavación iniciada al pie de la antigua cantera, pero… esto había perdido ya todo interés para él.
Podía, asimismo…
Se paró de pronto en el centro de la carretera. Sentíase animado de nuevo.
Archie Mannister, vagamente artista y con toda certeza hombre de escasos recursos económicos, vivía en una casa de campo situada en el extremo opuesto de la población. A juicio de Guillermo, su existencia transcurría dentro del mundo de los adultos, pero no pertenecía enteramente a aquél. Al menos no le preocupaban las cosas en que solían concentrar la atención las personas de su edad. El aseo, el método, el hábito, eran palabras desprovistas de todo significado para él. Sus comidas normales recordaban las que suelen hacerse en las jiras campestres. Jamás acababa nada. No le salía nunca una cosa bien. Todos se reían de él y la mayor parte de la gente desaprobaba su conducta. Guillermo abrigaba extraños y protectores sentimientos hacia él. Le daba lástima verle desesperadamente enamorado de su hermana Ethel, una chica que para Guillermo, a diferencia de lo que pensaban la mayor parte de las personas que la conocían, carecía de todo encanto.
Sí. Iría a ver a Archie…
Guillermo siempre intentaba ayudar a su amigo cuando le veía en apuros.
Y Archie andaba siempre de conflicto en conflicto.
Aquel era un momento más entre tantos.
Guillermo dio media vuelta y echó a andar en dirección a la casa de Archie. Ya se movía con un fin concreto; su paso era más vivo. Las dificultades de su amigo aliviarían su particular aburrimiento. Empezó a pensar en los detalles determinantes del conflicto que vivía Archie. Eran bastante complicados. Como siempre.
Archie no había ocupado nunca una posición relevante en el mundo del arte. Había instantes en que aceptaba resignado tal situación. En otras ocasiones, espoleado por una momentánea oleada de ambición, sentía una gran ansiedad por conquistar la fama. Durante uno de estos momentos, pocos días atrás, había recibido una circular anunciando una Escuela de Artistas veraniega enclavada en un lugar frecuentado por mucha gente del oeste. Algunos expertos le habían dicho a Archie que a su obra le faltaba «el toque final» la «chispa vital», y él dedujo del anuncio que la Escuela de Verano le proporcionaría ambas cosas. Influía en él, en no pequeño grado, un hecho: Ethel iba a pasar unos días en compañía de varios amigos en una población que quedaba sólo a pocas millas de donde se encontraba la Escuela. El obstáculo principal, desde luego, eran los gastos que originaría el desplazamiento. Raras veces disponía Archie de dinero y nunca de medios para ganarlo. La gente de la población, siempre muy interesada por las dificultades del artista, le aconsejó. Lo mejor sería que dejase su vivienda por una semana, la que había de pasar en la Escuela, pagando lo que ésta exigía con lo que le dieran por el alquiler de la casa.
La cosa parecía bien sencilla. El único inconveniente era la vivienda en sí. Ésta se encontraba en tan lamentable estado de abandono que era un verdadero milagro que no se fuese abajo. Necesitaba una reparación a fondo, con urgencia. Las paredes se veían despellejadas, por uno de los muros apareció un trozo de tubería. Sólo de un vistazo se apreciaba que en un día de tormenta la lluvia llegaría a todos los rincones. Con todo, Archie se arriesgó valientemente, lanzándose a la busca de un inquilino. Anunció la casa, adjudicándole numerosos adjetivos: «deliciosa», «cómoda», «encantadora», «pintoresca»… Incluso, dejando que su fantasía se desbordara, la describió como «el sueño de un artista». Pero a pesar de todo nadie se presentó a alquilar la vivienda. Ni siquiera fue nadie a verla, si bien Archie sospechaba, molesto, que algunos probables interesados no se habían atrevido a salvar la escasa distancia existente entre la puerta del jardín y la de la casa propiamente dicha después de haber estado rondando por los alrededores.
Esto era lo que Guillermo sabía del asunto últimamente. El chico esperaba que en el transcurso de unos días hubiera habido nuevos acontecimientos.
Archie le abrió la puerta. En su fina y barbuda faz el visitante advirtió una expresión de embarazo.
—Hola —dijo Guillermo—. ¿Puedo entrar?
Sin aguardar la respuesta de su amigo, el chico se adentró en su estudio, en el que reinaba la confusión de costumbre. Había pinceles, paletas, utensilios de cocina, cacharros de loza, prendas de vestir, libros y papeles sueltos por todas partes. En el centro de una mesa había una cafetera; una chaqueta de Archie colgaba de uno de los cables de la instalación eléctrica; por el suelo, tirada, se veía un trozo de manguera…
—¿La alquiló usted ya? —preguntó Guillermo.
Archie vaciló. Guillermo no era el confidente ideal. Resultaba, sin embargo, mejor que no disponer de ninguno. Además, era evidente que Guillermo había tomado la situación en serio. Siempre que Archie iba a la población la gente le preguntaba si había alquilado ya su casa, pero había un destello de burla en los ojos de todos, un destello que a él, secretamente, le exasperaba. Guillermo le miraba muy grave, muy formal. Archie decidió confiarse a él.
—Estoy ante un dilema —explicó—. Yo… yo no sé qué hacer. Lo más terrible sucedió esta mañana. Recibí dos cartas…
Archie comenzó a registrar en uno de los cajones de su escritorio, haciendo caer al suelo unas cuantas cosas.
El desplazamiento de un bloc reveló la presencia de una tostada. Archie la cogió, empezando a mordisquearla distraídamente mientras proseguía su búsqueda.
—Debo haberlas guardado —dijo por fin—. Algunas veces procedo así con ciertas cosas y, naturalmente, luego me resulta imposible dar con ellas. Pero recuerdo el contenido de esas cartas… En una mi comunicante hablaba de venir a ver la vivienda. Como tú sabes, yo decía en el anuncio que podía ser vista en cualquier momento. Mis visitantes piensan acercarse por aquí el jueves. Estarán en la estación a las doce y cincuenta y cinco minutos. Se trata de un escritor que vive con una hija casada. Ésta y su marido se marchaban de viaje, dejando su casa en manos de los decoradores. Quieren descubrir un sitio en el que el escritor pueda permanecer entregado a su trabajo todo el tiempo que dure su ausencia.
—¡Oh, estupendo! —exclamó Guillermo—. Ya verá como ahora la alquila. La casa es bonita. Su inquilino puede darle siempre una mano de pintura a la fachada y usted podría limpiar un poco esta mesa, para que tenga un rincón donde escribir.
—Sí, pero está la otra carta… La otra carta es la que complica la situación. Es de una de mis tías. —Archie cogió un frasco de cristal que había en la repisa de la chimenea, volcándolo encima de la mesa. De allí salieron pinceles de dibujo, pastillas para la tos, trozos de hilo, botones, cuadradillos de azúcar y bulbos de flores—. No, aquí no está. No sé dónde la habré puesto. No importa. Te diré lo que me escribió mi tía. Verás… Esta mujer vive en el norte y últimamente ha pasado una temporada en el sur. Se va a su casa el jueves. Tiene que cruzar Londres y desea que yo la espere en la Estación Victoria, para llevarla a Euston.
—¿No puede hacer el viaje sola? —inquirió Guillermo.
—Sí, desde luego que puede, pero nunca lo hace. Recurre siempre a uno de sus parientes para eso. Creo que entre todos la acostumbraron así y ha adquirido tal hábito. Y, al parecer, yo soy el único pariente que tiene a mano el jueves.
—Contéstele usted diciéndole que no puede ir —sugirió Guillermo.
—La cosa no es tan simple —declaró Archie—. Has de saber que se trata de una mujer que tiene mucho dinero. Yo había pensado que si enfocara el asunto con tacto quizás accediera a pagarme los gastos de la Escuela de Arte y en ese caso ya no tendría que preocuparme de si alquilo mi casa o no. No es fácil conseguirlo, por supuesto. Hay tías que son complacientes, pero ésta es de las difíciles. Ése es mi dilema: su tren sale de Euston a las 12:15 y, ¿cómo voy a estar de regreso aquí a la hora precisa en que llegan los probables inquilinos de mi casa?
—Ya, ya comprendo —replicó Guillermo—. Bueno… Pensemos un poco sobre todo esto, a ver qué se nos ocurre.
El chico arrugó el entrecejo; su mirada se fijó en el vacío. Archie aguardaba los resultados de su concentración sumamente esperanzado. Por vez primera sus problemas iban a ser examinados con el respeto que merecían.
—¡Ya está! —exclamó Guillermo por fin—. Iré a recibirlos…
—¿Quién? ¿Tú? —inquirió Archie, sobresaltado.
—Sí, yo. Iré a la estación y les traeré aquí. Ya verá cómo les alquilo la casa. Les explicaré que el agujero del techo fue hecho para conseguir una ventilación especial del interior de la vivienda y que esa tubería está así para que el agua caiga con mayor facilidad, y que las paredes están sin pintar porque usted cree que es más saludable prescindir de las cosas artificiales y que la puerta de la casa y la del jardín…
—No, no…
—¡Troncho! ¿Por qué dice usted eso? Bueno, no les hablaré así. Les acompañaré hasta aquí y haré que vean la casa. Les diré que es estupenda, que les gustará vivir en ella. Les entretendré hasta su llegada.
—Iré yo a recibirlos a la estación y les diré que ésta es una bonita casa —le dijo Guillermo.
—No, no… —repitió Archie.
Pero ahora el tono de su voz denotaba menos resolución. ¿Por qué no?, pensó. ¿Qué daño podía haber en que Guillermo fuera a la estación, a esperar a los probables inquilinos, acompañándoles posteriormente hasta la casa?
—¿Por qué no? —preguntó Guillermo.
—No quiero —replicó Archie, cada vez con menor convicción.
—Es una oportunidad —señaló el chico—, y usted tiene que aprovecharla.
—No quiero —volvió a decir el artista.
A su mente asomaba un destello de sentido común. Ahora recordaba varios hechos en los que Guillermo había intervenido con resultados bastante catastróficos.
Después, Archie estudió el rostro del chico, tan serio y ansioso como al principio de la conversación, y el destello de sentido común rápidamente se apagó.
—De acuerdo —dijo—, pero lo mejor es que no le cuentes nada a nadie de esto. A la gente puede parecerle extraño y quizá lo echen todo a rodar…
—¡Qué va! —exclamó Guillermo—. Estas cosas no se las cuento nunca a nadie. Los mayores sólo piensan en pararle a uno cuando intenta algo interesante.
—Sí, sí —dijo Archie. Su gesto de preocupación se había acentuado—. Espero que no exageres… Ya me entiendes, ¿no? Y… A las 12:50… Quizá quieran comer algo.
—Tendrá usted por ahí alguna cosa, ¿verdad?
—Hay pan y me parece que un poco de queso —informó Archie, vacilante—. Eso debe estar en el armario o no sé dónde…
—Perfectamente. Así podré invitarles a tomar un bocadillo.
Archie echó un vistazo a su alrededor.
—Vale más que ordene todo esto —dijo—. Así causaría mejor impresión…
—Le ayudaré. Hay aquí unas cuantas cosas que me gustaría examinar. Podré hacerlo mientras ponemos un poco de orden.
Hubo un nuevo destello de sentido común en la cabeza de Archie y esta vez el hombre no hizo por ignorarlo.
—¡No! —exclamó con firmeza—. No necesito que me ayudes, gracias. Me arreglaré mucho mejor yo solo. Yo… —manifestó hablando sin convicción—, sé dónde está cada cosa.
—No lo dudo —replicó Guillermo, disgustado—. Mi ayuda, sin embargo, le iría bien. Me doy buena maña para colocar las cosas en los sitios más convenientes.
El chico se guardó mucho de insistir. Había aprendido a conocer a Archie y sabía de su extraña mente, convencido de su acuerdo gracias al cual llenaría una jornada que forzosamente tenía que pasar sin la compañía de Pelirrojo.
—Conforme, entonces. Ahora me marcho. Así que mañana iré a recibir a esa gente y ya lo prepararé todo lo mejor que pueda en honor a usted. Adiós.
Guillermo se dirigió a su casa caminando lentamente, contento consigo mismo, convencido de su importancia. Iba a ir a recibir a los inquilinos de Archie, para acompañarlos hasta la casa de éste, donde les obsequiaría con pan y queso… Sería ésta una nueva experiencia y él acogía siempre con los brazos abiertos a todo lo nuevo. Las otras, las pasadas, ya no suscitaban en él el menor interés. Yendo de un lado a otro de la carretera, comenzó a ensayar su papel, extendiendo los brazos en grandilocuentes gestos, realzando en voz baja los múltiples «encantos» que ofrecía la casucha ocupada por su amigo Archie.
—Es la vivienda de un artista, señores. Y de veras que reúne todas las condiciones señaladas en el anuncio que leyeron en el periódico. Es una casa que…
Se detuvo de pronto. En aquellos instantes pasaba ante «Rose Cottage». Se acercó a la puerta del jardín, contemplando el edificio. Tratábase realmente de una casa saturada de atractivos. Toda ella se hallaba envuelta en rosales trepadores y blancos jazmines. Un sendero delimitado por macizos de flores conducía a la entrada del chalet. En el pequeño parque había una enramada de deslumbrantes geranios. En medio del pequeño prado se veía una airosa jaula con palomos y éstos picoteaban sobre el césped, cuidado con todo esmero. ¡Troncho! Ojalá la casa de Archie hubiese sido como aquélla. En tal caso poco trabajo le hubiera costado alquilarla a los visitantes. A la vista de «Rose Cottage» resaltaba el catastrófico aspecto de jungla que tenía el jardín de Archie y la pura ruina que venía a ser la construcción que éste pretendía ceder temporalmente a aquellos desconocidos.
Recordó haber oído que «Rose Cottage» pertenecía a una mujer conocida por sus actividades académicas, que recientemente se retirara de la vida activa, habiendo pertenecido a la plantilla de profesores de un colegio femenino. La señorita Radbury… Sí. Éste era su apellido. Guillermo había sentido poco interés por ella. Las distinciones de tipo académico no le decían nada. Ahora le costaba mucho trabajo apartar la vista de su casa. Desde luego, se hallaba familiarizado con la misma. En realidad, había sido siempre para él una nota inseparable del paisaje. Pero ahora el problema de Archie hacía que la contemplara desde otro punto de vista. Comprendió que se encontraba ante la casita de campo soñada por cualquier persona. Comparada ésta con la de su amigo era una choza, una pocilga. Este pensamiento le deprimió bastante. Guillermo continuó su camino malhumorado…
Luego, poco a poco, fue animándose. Apretó el paso.
Era la hora del té y entonces recordó que su madre había hecho aquel día algo especial: bizcochos borrachos.
Guillermo sentía también una especial debilidad por ellos.
Su madre salió del cuarto de estar en el instante en que él se adentraba por el vestíbulo.
—La señorita Radbury ha venido a tomar el té con nosotros —le dijo—. Si quieres acompañarnos habrás de lavarte la cara, cepillarte los cabellos y ponerte una camisa limpia.
En circunstancias más ordinarias, Guillermo habría prescindido de la visitante y, ni que decir tiene, de la camisa limpia. Pero la perspectiva de saborear sus bizcochos favoritos y de conocer a la propietaria de «Rose Cottage» era demasiado atrayente para que recurriera a la huida.
—Está bien, mamá —musitó al arrancar, un poco a regañadientes, en dirección al cuarto de baño.
Cuando minutos después entró en el cuarto de estar, se encontró con que la visitante, una mujer menuda y delgada, de grises cabellos y ojos azules, muy vivos, estaba hablando de su casa.
—Es ridículamente pintoresca, ¿no le parece? —decía—. Da la impresión de que ha sido sacada del fondo del escenario de una comedia pastoral arrevistada. Le di un toque personal, por supuesto, poniendo geranios en el porche. No sé por qué pero no podía resistirla.
—La verdad es que se me antoja un sitio muy tranquilo, muy adecuado para pasar en él los años del retiro —opinó la señora Brown.
—¡Ah! Pero es que usted no sabe que pienso llevar una vida sumamente activa —repuso la señorita Radbury—. Para empezar, voy a encargarme yo de todas las faenas domésticas.
—¿De las faenas domésticas?
—Sí. Es un propósito que he ido aplazando, dejándolo para cuando me retirase, especialmente en aquellas cuestiones referentes a la cocina. Me da vergüenza confesarlo, pero jamás cociné nada a lo largo de mi vida, antes de llegar aquí. Siempre he tenido que hacer algo. ¡Mis ocupaciones han sido tan distintas siempre! Ahora es cuando he empezado con todo eso.
—Estoy segura de que no se enfrentará usted con ninguna dificultad grave —dijo alentándola la señora Brown.
—Pues sí… Sí que encuentro dificultades. A veces pienso que he comenzado demasiado tarde. Creo que los que hacen recetas no suponen nunca que quien las ha de leer tenga una total ignorancia. Ellos dicen, por ejemplo: «Cocer hasta dejar bien tierno»… ¿Qué tiempo se necesita para conseguir esto? Por tal motivo, una no sabe a qué hora ponerlo en el horno con el fin de tenerlo todo dispuesto para la comida. También se dice en esas famosas recetas: «Someterlo al calor del horno hasta que tome un tono dorado»… ¿Dorado claro? ¿Dorado oscuro? ¿Qué matiz será el que más nos conviene? Me pongo tan nerviosa entonces que unas veces me paso y otras no llego. Suelen decirnos también: «Sazónese con sal y pimienta», pero no aclaran si tales ingredientes han de ser utilizados en la cantidad equivalente al contenido de una cuchara sopera o de una cucharilla de postre. No piensan jamás en que hay personas totalmente ignorantes en la materia. Sin embargo, me muestro perseverante en mi empeño. Practico a diario. Me canso de comer lo que me hago en la cocina, pero es preciso sufrir un poco, ya que nos hemos lanzado en pos de este ideal.
La señora Brown se echó a reír.
—Es una actitud muy digna de elogio la suya, a mi juicio. Me parece que en su lugar yo viviría a base de conservas y alimentos congelados.
—No pienso darme por vencida, por muchos que sean los obstáculos que tenga que salvar —manifestó la señorita Radbury—. Toda mi vida he pensado en llegar a dominar el arte de la cocina y lo he ido aplazando, hasta la edad del retiro. No me tornaría a sentir jamás satisfecha de mí misma si renunciara. He tenido muchos fracasos pero siempre he intentado deducir alguna enseñanza de ellos. La prueba tendrá lugar la semana próxima.
Guillermo, mientras comía bizcocho tras bizcocho, observaba a la visitante con curiosidad. Sentía un oscuro y profundo resentimiento hacia ella, por su calidad de propietaria de «Rose Cottage».
—¿La prueba, ha dicho?
—Sí —respondió la señorita Radbury—. He invitado a comer a dos de mis antiguas colegas. Mi propósito es hacer de tal reunión una cosa memorable. Mis amigas se muestran escépticas por lo que a mis supuestas habilidades culinarias respecta. En efecto, me han estado embromando despiadadamente. La comida tendrá lugar el miércoles próximo… Es una especie de… examen. Me sentiría muy humillada de fracasar, así que ya puede imaginarse lo nerviosa que ya estoy.
—¿Quiere que le eche una mano? —inquirió la señora Brown.
—No, no. Se lo agradezco muchísimo, pero el éxito, si lo hay, debe ser fruto de mi exclusivo esfuerzo. En este punto mi decisión es inquebrantable.
Guillermo gruñó burlonamente. Su madre fijó la vista en él. Sus mandíbulas se movían rítmicamente en el momento de alargar la mano en busca de su bizcocho número seis.
—Ya has comido bastantes bizcochos, Guillermo —dijo la señora Brown.
—¿Me das permiso entonces para irme? —preguntó Guillermo, llevándose a la boca el sexto bizcocho.
Habiendo satisfecho su apetito pensaba que no valía ya la pena la conversación.
La señorita Radbury pareció advertir su presencia por primera vez.
—Las vacaciones de verano han llegado casi a su fin, ¿eh? —comentó amablemente—. Resultan sorprendentemente largas de verdad. Tengo la seguridad de que por estos días apenas sabrás ya qué hacer.
Por una razón desconocida, estas palabras avivaron la antipatía que la visitante había inspirado a Guillermo de primera intención.
—¡Ni hablar de eso! —exclamó el chico, añadiendo con un gesto sombrío—: Pronto, muy pronto, sabré qué es lo que tengo que hacer… Bueno, se trata de una cuestión de vida o muerte.
Seguidamente salió de la habitación avanzando poco a poco hacia la puerta, adoptando una actitud impresionante.
La visitante miró extrañada a la señora Brown.
—¿Qué ha querido decir?
—¡Oh, nada! —replicó la madre de Guillermo despreocupadamente—. Los niños suelen vivir en el mundo creado por su desbocada imaginación.
Guillermo llegó a la estación con tiempo. Había estado temiendo que Archie, por un auténtico milagro de agilidad física, hubiese cogido el tren de las 12:50. Pero no… De éste se apearon solamente tres personas: un anciano de indefinido aspecto, de breve y blanca barba; una mujer de elevada estatura, de rojos cabellos, embutida en un vestido de lana y un hombre grueso, más bien bajo, de redonda y sonrosada faz. Se plantaron en el andén, mirando a un lado y a otro. Guillermo se acercó a ellos, contemplándoles con una de sus muecas más feroces.
—¿Han venido ustedes a ver la casa de campo? —inquirió.
—Sí —respondió la mujer. Sus acompañantes continuaban volviendo la cabeza en todas direcciones—. Esperábamos que viniera a recibirnos alguien; un tal señor Mannister.
—¿Han venido ustedes a ver la casa de campo? —inquirió Guillermo.
—Ha tenido que desplazarse a Londres —les explicó el chico—. No pudo evitar ese viaje por lo de la Escuela de Verano y por tratarse de una tía suya que va a correr con los gastos. Me ha enviado en su nombre, para que les lleve a su casa y la vean. Él vendrá en cuanto pueda.
—¡Oh! —exclamó la mujer—. Siendo así, haremos lo que este chico nos diga. ¿No piensas tú igual, papá?
—¿Quién? ¿Yo? —preguntó el viejo, perplejo. Daba la impresión de hallarse a mucha distancia de allí—. ¡Ah, sí, querida! Lo que vosotros acordéis. ¿Tú qué piensas, Arnoldo?
—Por mí no hay inconveniente. Claro está, todo esto me parece algo raro, pero hemos venido aquí a concretar, ¿no? —manifestó el hombre del sonrosado rostro.
La mujer se volvió hacia Guillermo.
—¿Cómo iremos hasta la casa? —le preguntó.
—Andando. No está lejos y el paseo resulta agradable. Hay muchos prados, árboles, setos y pájaros.
Guillermo estaba dispuesto a entonar un cántico a las bellezas de la Naturaleza a fin de compensar las deficiencias de la casa de Archie.
—Hay sitios aquí que los pintores han trasladado a sus lienzos. Esta campiña es muy bonita.
Los tres recién llegados caminaban en silencio. La dama vaciló un instante después de recorrer cierto trecho de la carretera.
—Bueno, no creo que valga la pena continuar —declaró—. Lo mejor será que cojamos el próximo tren de vuelta…
—¡Troncho, no! —exclamó Guillermo con un acento de desesperación en su voz—. No pueden ustedes hacer eso. La casa es preciosa. Es… es… —Súbitamente se acordó de los hierbajos que colgaban de uno de los aleros del tejado de la vivienda de Archie—. Un puñado de rosales trepadores la abraza…
—¿Sí? —preguntó la mujer, interesada de nuevo—. En el anuncio se decía que es muy pintoresca.
—En efecto —confirmó Guillermo—. No solamente está rodeada de rosales sino de frondosos jazmines y su techo…
Guillermo calló de pronto. No se había propuesto describir «Rose Cottage» pero al mencionar los rosales trepadores algo había arrastrado a su imaginación irresistiblemente…
—¿Tú qué opinas, Arnoldo? —inquirió la señora.
—Que debemos ver la casa y acordar lo que sea.
Guillermo, muy aliviado, observó que el grupo tornaba a ponerse en marcha.
—Por las referencias que de ella tenemos hay que pensar que no debe estar tan mal —comentó la mujer.
—El porche está lleno de geranios —continuó diciendo Guillermo. Intentó ceñirse a la descripción que merecía la vivienda de Archie pero era inútil. Estaba obsesionado con «Rose Cottage» y no podía apartar de su mente la posesión de la señora Radbury—. En el centro del jardín hay una gran jaula, llena de pichones —declaró temerariamente.
—Fantástico, fantástico… —comentó la mujer—. ¿Verdad, papá?
—¿Qué? —inquirió el anciano—. ¡Oh, sí, sí, querida! Lo que tú digas.
—¿Hay aquí algún sitio donde podamos comer? —quiso saber el hombre joven.
Guillermo se acordó de lo que su amigo le sugiriera al decirle que disponía en la casa de pan y queso.
—Mi amigo, el señor Mannister, tiene preparada la comida para ustedes. ¡Una comida excelente! Dijo que podían sentarse a la mesa y empezar, que él llegaría antes de que ustedes hubiesen terminado.
—¡Qué amable!
Habían llegado a la casa de Archie. La mujer la miró de pasada, comentando:
—¡Qué chalet tan desgraciado! Parece más bien un corral de vacas.
Profundamente consternado, Guillermo siguió andando con el grupo carretera adelante. Esforzándose a toda costa por dominar la situación antes de perder por completo el control de la misma.
—Respecto a esa casa… —empezó a decir, con voz ronca.
—Confío en que ya no quedará muy lejos —declaró la mujer—. No quisiéramos perder aquí demasiado tiempo.
—La casa a que me refiero…
—Ahora interrumpió al chico el hombre más joven.
—Deseamos dejar las cosas arregladas cuanto antes.
—En realidad, lo que yo quería decir…
—¡Oh! ¡Ahí está! —exclamó la dama.
Al final de un recodo de la carretera había aparecido a la vista «Rose Cottage».
—¡Es una pura delicia! —manifestó extasiada la señora.
—Mira, mira, la jaula de los pichones —señaló el hombre del rostro redondo.
—¡Los geranios!
—¡Las ventanas, con sus celosías!
—¡Oh! ¡Es un encanto! Todo parece indicar que al final hemos hallado lo que buscábamos.
Iban a penetrar ya por la puerta del jardín.
—¡Un momento! —dijo Guillermo, cuya faz reflejaba el más profundo terror. En su voz se notaba una clara nota de pánico—. ¡Un momento! Quiero decirles algo… A veces confundo una casa con otra por aquí. Yo…
—¡Un momento! —exclamó Guillermo, aterrorizado.
Nadie le hacía caso.
—Ya huelo el delicioso perfume de los jazmines —manifestó la mujer, encantada—. ¿Y tú no, papá?
—¿Qué? —preguntó el viejo—. Sí, sí, desde luego.
Como sumido en las sombras de una pesadilla siniestra, Guillermo siguió a los tres hasta la entrada de la casa, que se encontraba abierta de par en par.
—La puerta está abierta —señaló innecesariamente la mujer.
—Bueno, ¿no dejó encargado que entráramos? —preguntó el marido—. Este chico hablaba de que tenía preparada la comida.
La mujer golpeó levemente la puerta con los nudillos, aguardando unos segundos.
—Aquí no hay nadie —dijo luego.
—Entonces entremos —replicó el más joven de los dos hombres.
Así lo hicieron. Y en el pequeño comedor descubrieron una mesa cubierta con un blanco mantel, sobre el cual descansaba una cazuela, platos de verduras, platillos con salsas… Un perfume que excitaba el apetito llenaba la habitación.
—Increíble —declaró la mujer.
—Pero ese hombre dejó un recado para nosotros, ¿no? —dijo el marido—. Debe ser un gran tipo.
La señora se volvió hacia Guillermo.
—Él fue quien te dio el recado, ¿verdad?
El chico continuaba sumergido todavía en las tinieblas de la pesadilla. Produjo un sonido de significación imprecisa.
—Pues entonces vamos a ello —dijo el de la cara redonda antes de que el sonido impreciso pudiese llegar a concretarse en palabras—. Estoy rabiando de hambre.
Arrimadas a la mesa había tres sillas.
—Siéntate, papá —dijo la señora, levantando la tapa de la cazuela—. Esto tiene un olor delicioso.
—Y, fíjate —añadió el marido señalando a un lado de la mesa—. Peras de postre y una cafetera eléctrica.
—Igual que en un cuento de hadas.
—Tiene que ser un gran tipo. Por supuesto, el asunto no está mal pensado. A él le consta que después de una comida como ésta no hay quién se niegue a alquilar la casa.
Comieron en silencio, únicamente quebrado por aisladas exclamaciones de admiración ante la excelencia de los manjares.
Sólo el viejo parecía desinteresado de todo aquello. Se levantó, acercándose a las estanterías, cogiendo un libro, examinándolo y volviéndolo a poner en su sitio.
Guillermo se había apostado en la entrada, contemplando la escena, íntimamente desesperado. Comprendió que la mejor solución a su problema era echar a correr y poner la mayor distancia posible entre él y «Rose Cottage». Pero estaba como fascinado, como si algo invisible le mantuviera enraizado a aquel sitio. Repentinamente vio a la señorita Radbury, que se acercaba a la puerta del jardín. Guillermo lanzó una mirada de animal acosado a su alrededor pero… nada. La huida era imposible.
Y, entretanto, los inesperados huéspedes continuaban disfrutando de la comida, mostrándose desbordantes de optimismo.
La señorita Radbury abrió al fin la puerta del jardín, empezando a recorrer pausadamente el sendero. Tenía aspecto de hallarse cansada. Al abrir la puerta del comedor se quedó plantada en el umbral, inmóvil. Atónita, su mirada se posó sucesivamente en los tres comensales.
La señora de los rojos cabellos levantó la vista, preguntándole:
—Buenos días. ¿Sabe usted dónde para el señor Mannister?
—No sé… Probablemente estará en su casa.
—¿No es ésta su casa?
—No —respondió la señorita Radbury.
—Entonces…
La señorita Radbury se acercó a la mesa, inspeccionando los platos, vacíos.
—¡Oh, se lo han comido todo! ¡Qué alivio! ¿Les ha gustado?
—Una comida deliciosa… En el periódico leímos un anuncio. Se decía en él que se alquilaba esta casa…
—Nada de eso. ¿Había suficiente sal en esos platos?
—Estaban perfectamente condimentados. En cuanto a la casa…
—¿Puse todo el ajo que necesitaban?
—El justo. Ya le he dicho que todo estaba en su punto. Es que nosotros leímos el anuncio por el señor Mannister y le escribimos inmediatamente sobre el asunto y…
—¿Estaban las patatas blandas? Temía haberlas dejado hervir durante demasiado tiempo.
—Estaban riquísimas. ¿Por qué ese anuncio si no pensaba usted alquilar la casa?
—No hice publicar ningún anuncio. Deben haber incurrido ustedes en algún error.
—La preparación de las verduras me exigió un verdadero esfuerzo. Me faltó muy poco para renunciar a todo, desesperada… ¿Distribuí bien la salsa de anchoas?
—No, no. Todo nos pareció magnífico. Y, ¿dice usted que no anunció nunca esta casa, con objeto de alquilarla?
—Desde luego que no —repuso la señorita Radbury.
La mujer se levantó, mirando severamente a Guillermo.
—Es evidente que este chico nos ha traído aquí equivocadamente —miró los platos vacíos que había sobre la mesa—. Y hemos consumido todo esto, que no había sido preparado para nosotros. No sé cómo excusarme.
—No se preocupe —contestó la señorita Radbury—. Les estoy muy agradecida. Fíjese… Habiéndome retirado ya de la vida activa, decidí pasar el tiempo aprendiendo a cocinar. A esto he estado dedicada últimamente, en efecto. Mañana tienen que venir a comer aquí dos compañeras mías de otros tiempos y yo estoy muy interesada en que la comida sea un éxito. Por eso hoy monté una especie de «ensayo» general. Me levanté temprano con tal fin y cuando lo tuve dispuesto todo no fui capaz de probar bocado. A la sola idea de sentarme ante la mesa ya experimentaba náuseas. Aparte de que me encontraba tan nerviosa que ni siquiera hubiera sido capaz en ese momento, de juzgar mi obra.
»Entonces decidí dar un paseo para tranquilizarme pero a mi regreso estaba temiendo ponerme delante de la mesa, con todas las cosas que había ido disponiendo sobre ella. No lo resistía. Contrariamente a lo que esperaba hallar, acabo de descubrir algo maravilloso: que han hecho ustedes los honores a mi comida. No les conozco pero esto no me impide estarles agradecida. ¿Seguro que les agradó cuanto preparé con mis manos?
—Hace varios meses que no habíamos comido así —replicó la otra mujer formalmente—. ¿Verdad, papá?
El viejo se volvió. Hallábase frente a una de las estanterías.
—¿Qué decías, querida? ¡Oh, sí, desde luego!
—Bueno —manifestó el hombre más joven—. Es hora ya de que puntualicemos.
La mujer miró severamente a Guillermo.
—Creo que debiéramos pedirle una explicación a este niño, quienquiera que sea.
El chico le dirigió una inexpresiva mirada.
—Puedo explicarlo todo. Yo no quería que ustedes se equivocaran de casa. Intentaba hablarles de la que se alquilaba realmente pero ustedes se fijaron en ésta y me fue imposible impedir que entraran aquí y…
El anciano se dirigió ahora a la señorita Radbury.
—Ya veo que tiene todos los libros de la profesora Radbury —dijo.
La dueña de la casa enarcó las cejas.
—Sí… Es que la profesora Radbury soy yo.
En el rostro del viejo apareció una expresión placentera.
—¡No! —exclamó—. ¡Qué sorpresa tan agradable! Tiene usted delante a un gran admirador de su obra. Creo que en mi biblioteca no falta uno solo de sus libros.
—¡Oh! Es usted muy amable.
—También he podido comprobar que tiene ahí algunos de los míos.
—¿De los suyos?
—Winterton es mi apellido.
Ahora fue la señorita Radbury quien se quedó con la boca abierta. Una luz pareció iluminar su rostro.
—¿De veras? ¡El doctor Winterton! ¡Pero si en mi biblioteca no falta uno solo de sus libros! Siento la máxima devoción por su obra. Siempre ansié conocerle personalmente.
El anciano se frotó las manos, sonriendo satisfecho. Súbitamente, su aire distraído se había desvanecido. Parecía más joven.
—¡Vaya, vaya! Mire por donde los dos hemos convertido en realidad nuestras respectivas ambiciones. Hay mil cosas que quisiera tener ocasión de discutir con usted. ¿Está usted escribiendo algo actualmente?
—Tengo el propósito de enfrentarme con una tarea, ahora que considero haber llegado a dominar el arte culinario.
—Yo también ando con otra cosa entre manos —explicó el doctor Winterton—. Por tal motivo quería encontrar una casa en el campo donde trabajar por espacio de un mes sin que nadie me molestara. Mi hija se marcha de viaje, ¿sabe? He comenzado a reunir notas sobre la vida de Abraham Cowley.
—En las «Vidas Breves» de Aubrey se dice: «El Papa afirmó que su muerte fue debida a unas fiebres contraídas en la campiña, en el transcurso de una borrachera» —citó la señorita Radbury con una sonrisa.
—Estuvo con el Príncipe de Gales en París, donde fue secretario del Conde de St. Albans. Recientemente ha aparecido mucho material que arroja luz sobre sus años en la capital de Francia.
—Lo sé. Se trata de una extraña coincidencia, doctor Winterton, pero esa es la realidad: mi nuevo trabajo había de versar también sobre Abraham Cowley.
El doctor Winterton se echó a reír de buena gana.
—¡Qué buena cosa hemos descubierto! ¿Cómo van a ser publicadas dos biografías sobre la misma personalidad a un tiempo?
—No, no es aconsejable —replicó la señorita Radbury.
—No me atrevo a sugerirlo pero… ¿Qué tal consideraría usted la idea de una posible colaboración?
—¿Cómo voy a considerarla, doctor Winterton? Tal cosa me produciría la mayor de las satisfacciones.
El anciano, satisfecho, tornó a frotarse las manos.
—¡Magnífico, magnífico! Nos distribuiremos el trabajo de investigación, discutiremos sus diversos aspectos… Realmente, hemos laborado siempre en el mismo campo. Es sorprendente que no nos hayamos conocido antes.
—Me habría sentido muy honrada —apuntó la señorita Radbury.
—Bueno, vayamos a lo que nos ha traído aquí —dijo el doctor Winterton—. Debo encontrar donde alojarme aquí. Haré indagaciones para solucionar este asunto inmediatamente.
—Ahí tiene usted la casa de Archie —sugirió Guillermo, quien, volviéndose a la mujer, agregó—: Es ésa que dijo usted que parecía una pocilga.
—No me importa que sea una pocilga —declaró el doctor—. A mí me servirá. Me quedaré con ella.
Y luego, de pronto, Archie apareció en el umbral de la vivienda. Daba la impresión de hallarse aturdido, confuso. El día había sido muy fatigoso y desdichado para él. Su tía no solamente había ignorado su información acerca de la Escuela de Arte veraniega, sino que ni siquiera habíale devuelto el importe del taxi en el que viajaron juntos. Había aludido al curso artístico con mucha delicadeza, con tanta delicadeza que siempre lo mencionó de pasada y oscuramente, por lo cual su pariente no tuvo jamás, en ningún instante, la más leve idea del tema exacto de su conversación. Habíase apresurado a regresar a su casa, no encontrando en ella la más leve huella de Guillermo ni de los probables inquilinos. Un chiquillo que andaba por los alrededores le había comunicado que el grupo había entrado en «Rose Cottage». En consecuencia, Archie se encaminó a la casa de la señorita Radbury, físicamente agotado y hecho un mar de confusiones mentalmente.
Habíase quedado parado en el umbral, mirando sucesivamente a todos. Sus ojos se fijaron primero en el doctor Winterton y luego en la señorita Radbury y en los tres desconocidos. Finalmente, la mirada de Archie se detuvo en Guillermo y en los restos del banquete…
—¿Qué… qué ha ocurrido? —preguntó tartamudeando.
—Todo va bien, Archie —respondió Guillermo—. Se van a quedar con la casa.
—Les presento al señor Mannister —dijo la señorita Radbury—. Es el propietario de la casa que realmente se alquila.
—Menos mal que al fin podemos solventar lo que nos trajo aquí —comentó el yerno del doctor Winterton.
La conversación se generalizó.
Guillermo se encaminó a la puerta. Poco después avanzaba por la carretera. El fastidio había descendido otra vez sobre él. Una pandilla de chiflados venía a ser aquella gente, con todo el conflicto organizado en torno a una casa vieja… ¿Y qué decir del doctor Winterton y la señorita Radbury, planeando escribir juntos un libro? Éstos sí que estaban locos de verdad. Y por extensión, de Archie cabía decir que…
Más adelante, Guillermo se animó. Ya no fruncía el ceño. El episodio presentaba una faceta favorable…
Había tenido la virtud de acercar un día más el regreso de Pelirrojo.