GUILLERMO, BUSCADOR DE TESOROS
RICHMAL CROMPTON
GUILLERMO Y EL CENTRO DE VACACIONES
—¡Ocho semanas! —exclamó Pelirrojo.
—¡Cincuenta y seis días! —dijo Enrique, que había quedado el segundo en la clase de Aritmética.
—¡Oh! ¿Queréis callaros? —exclamo Pelirrojo, que había sido el último.
—De una forma u otra es demasiado tiempo —opinó Douglas.
Comenzaban las vacaciones del verano y los cuatro se habían reunido en el viejo cobertizo a fin de estudiar su programa que habían de desarrollar a lo largo de aquella, al parecer, interminable serie de jornadas que se extendía ante ellos, liberados ahora de la disciplina del colegio.
—Las vacaciones le parecen a uno largas sólo cuando las mira desde el principio —dijo Pelirrojo—. Miradas desde el final, no lo parecen tanto.
—Bueno, amigos. Tenemos que hacer algo para divertirnos —manifestó Guillermo.
—¿Qué tal si jugamos a los indios y a los americanos? —propuso Douglas.
—¡Ni hablar! —replicó Guillermo—. Eso es lo de siempre. ¿Por qué no intentamos algo que no hayamos hecho antes? Estoy cansado de que nos entretengamos siempre con las mismas cosas.
—Pero ¡si es que no nos queda nada por hacer! —observó Pelirrojo.
—Estás equivocado —repuso Guillermo—. Piensa en los millones y millones de años que hace que existe el mundo. No es posible que hayamos hecho todas las cosas que hicieron nuestros antepasados.
—Supongo que no iremos ahora a retroceder al principio del mundo —objetó Enrique—. Ya en una ocasión probamos a convertirnos en hombres de las cavernas, pero recordaréis que no pudimos encontrar una sola cueva.
—Construimos una, ¿no te acuerdas? —inquirió Pelirrojo.
—¿Y qué? Acabó cayéndosenos encima —dijo Douglas.
—¡Ya lo tengo pensado! —exclamó Pelirrojo.
Los otros se quedaron con la vista fija en él.
—Habla, habla —le apremió Guillermo.
—El otro día vinieron a casa unos conocidos de mi madre. Estuvieron explicándole que en la población en que pasaron el verano pasado disponían de un Centro de Vacaciones Escolar. Los chiquillos de la localidad iban allí y organizaban excursiones y competiciones deportivas o, simplemente, se dedicaban a pasear juntos. En fin, que les ofrecían muchas diversiones. ¡Ah! Pagaban por pertenecer al Centro.
—La idea es estupenda —comentó Guillermo—. Nosotros podríamos tener una sociedad parecida. Todos vendrían a pasar el rato, a jugar, a hacer lo que se les ocurriera, y nos entregarían dinero a cambio. Ya os lo he dicho: la idea es estupenda.
—Apuesto lo que queráis a que se negarán a pagar.
—Quizás —contestó Guillermo—. Bueno, la verdad es que es una de las cosas que no hemos hecho nunca. Vale la pena probar.
—¿Cómo vamos a empezar? —quiso saber Pelirrojo.
—Pondremos un anuncio —dijo Guillermo—. ¿Tiene alguien un trozo de papel?
Pelirrojo encontró uno muy arrugado en el fondo de un bolsillo y Guillermo se preparó para redactar su aviso, valiéndose de la punta de un lápiz que Douglas hallara rebuscando entre su ropa.
«Sentro de Vacasiones Escolar», escribió.
Luego, Guillermo mordisqueó pensativamente el extremo del lápiz.
—Dinos algo más de lo que habló esa gente con tu madre —solicitó de Pelirrojo.
—Contaron cómo empezó a actuar la sociedad. Parece que organizaron una reunión. Los chicos asistieron a ella, dieron sus nombres y entregaron el dinero.
—No me parece nada del otro mundo —opinó Guillermo—. Yo creo que nosotros sabremos arreglárnoslas tan bien como ellos. ¿Una reunión has dicho? ¿Qué clase de reunión?
—Pues… Jugaron a buscar tesoros ocultos y después organizaron una formidable carrera de obstáculos.
—Eso de los tesoros son juegos de mocosos —dijo Guillermo despreciativamente.
—No lo creas —dijo Enrique—. Mi madre me habló de uno, en el que las personas que participaban se veían obligadas a ir de un lado para otro del pueblo en que vivían, guiándose por unas pistas contenidas en una poesía. Había que interpretarlas para dar con lo que se buscaba.
Guillermo apoyó la punta del lápiz en el arrugado pedazo de papel, escribiendo: «Vuscar tesoros».
—¿Qué cosas tenía que encontrar esa gente?
Pues… No era necesario que fuesen valiosas. Habían de ser devueltas tan pronto fueran halladas, después de que un juez, el que vigilaba el juego, las viera, para conceder un premio al que llevara más… Una de esas cosas fue un trozo de piedra de no sé qué cantera; otra, una planta de un invernadero; otra, el rótulo con el nombre de una casa… Como ves, objetos sin valor, que podían ser devueltos a su procedencia inmediatamente.
—Parece muy fácil eso —comentó Guillermo—. Bueno, pues ya tenemos algo con qué empezar.
—Antes de empezar, debiéramos ejercitarnos un poco —sugirió Enrique—. A veces, cuando se lían las cosas al principio ya no hay manera de salir de ellas después.
—No habrá ningún lío —repuso Guillermo, confiado—. Pero bueno, ya que tú lo quieres, practicaremos. Voy a decirte lo que vamos a hacer… Pelirrojo y yo nos ocuparemos de preparar algunas cosas que Douglas y tú habréis de encontrar y de este modo veremos cómo marcha todo.
—¿Cuándo vais a comenzar? —inquirió Enrique.
—Ahora mismo —dijo Guillermo—. Iremos a dar una vuelta por la población, a ver qué es lo que podemos encontrar. ¡Vámonos, Pelirrojo!
Los dos echaron a andar lentamente a lo largo de una calle.
—Dijiste que podía ser cualquier cosa, estuviera donde estuviera, ¿no? —preguntó Guillermo.
—Sí —contentó Pelirrojo—. Un objeto que no tenga valor y que pueda ser devuelto luego. ¡Ah! Tendrás que escribir alguna poesía, para lo de las pistas.
—Apuesto lo que quieras a que no me costará ningún esfuerzo hacer eso —manifestó Guillermo—. A mí se me da muy bien la poesía.
El chico se detuvo. Estaban pasando frente a una gran casa de estilo victoriano, llamada «Laurel Bank». Al final del breve camino interior de la finca vieron la puerta de la entrada abierta, lo que les permitió descubrir una mesita cuadrada de roble adosada a la pared del vestíbulo. En la mesa había un bastidor pequeño de cuero con los nombres: «Teniente Coronel Masters», «Señora Masters» y «Señorita Diana Masters». En el punto opuesto distinguieron una ranura en la que había sido encajada una tarjeta impresa con la palabra «AUSENTES».
En ocasiones la tarjeta dice: «EN CASA» —aclaró Guillermo—. ¡Troncho! Esa gente piensa que a los demás nos ha de importar mucho que estén dentro o fuera de la casa. ¡Se deben de considerar muy importantes!
La verdad era que a Guillermo el dispositivo en cuestión le había fascinado desde la primera vez que lo viera.
—Son nuevos vecinos, ¿no? —preguntó Pelirrojo.
—Sí. Llegaron a esta casa el mes pasado. Roberto está loco por la chica.
—¡Bah! También lo estaba por la muchacha que vivía aquí antes, ¿no te acuerdas?
Guillermo suspiró. Las veleidades de su hermano, siempre andando tras una u otra chica de la vecindad, le producían una humillante sensación. Guillermo era —mejor dicho él se creía ser— un enemigo de las mujeres, considerándose invulnerable ante los ataques y ardides más atractivos y sugerentes del sexo opuesto.
—Sí —respondió—, y ahora le trae de cabeza esta Diana Masters. No sé qué ha visto en ella. No sé qué ve tampoco en las demás. Ella le ha pedido que vaya al sur de Francia con ellos y, al parecer, va a ir. Le escribió ayer, contestándole afirmativamente. ¿Quién se puede imaginar una cosa semejante? ¿A quién se le puede ocurrir irse a un sitio donde se pasan el día hablando en francés? ¿Y qué va a hacer allí con ella?
—¿Tienes algo que decir de la muchacha? —preguntó Pelirrojo.
—¡Troncho! Debieras haber oído lo que Ethel cuenta de ella. Ethel dice que es muy estirada, muy engreída, que se tiñe el pelo, que es un verdadero espectro sin maquillar, que es una tonta y que por nada del mundo se pondría el sombrero de plumas que Diana Masters se compró la semana pasada. Roberto, el muy tonto, no hace más que repetir, una y otra vez, que es la muchacha más linda de cuantas ha visto en su vida.
—Eso lo ha dicho en otras ocasiones, antes de conocer a Diana —señaló Pelirrojo.
—Cada vez que conoce a una —corroboró Guillermo, malhumorado.
Anduvieron unos metros más. Luego, Guillermo volvió a detenerse.
—Tengo una idea —dijo.
—Venga.
—Acerquémonos de nuevo a esa gran casa y te la diré.
Volvieron a «Laurel Bank». Guillermo avanzó cautelosamente unos pasos por el camino interior, tornando después a colocarse junto a Pelirrojo.
Podríamos hacer de esa una de las cosas para el juego del buscador de tesoros —propuso—. ¿Ves bien ese rótulo que dice «AUSENTES»? Reúne todas las condiciones que señalaste tú: carece de valor y podríamos devolverlo mucho antes de que sus propietarios se dieran cuenta de que lo habían perdido.
—Habrás de pensar una pista, para darla después combinada con las palabras de una poesía.
Lo haré sin tener que calentarme mucho la cabeza. Ya te he dicho antes que a mí la poesía se me da muy bien.
Los ojos de Guillermo escudriñaron la digna fachada de «Laurel Bank». Más allá de unos macizos se encontraban las construcciones externas auxiliares que en otro tiempo fueran establos. Un gran reloj dominaba por aquella parte la escena, si bien el mismo hacía tiempo que había dejado de marcar el paso del tiempo.
—Ahora tienes que componer la poesía —le dijo Pelirrojo a Guillermo, retador—. Me imagino que no sabrás.
—Te apuesto lo que quieras a que sí.
Guillermo miró con expresión concentrada, casi feroz, frente a él. Luego sus labios se distendieron, en una sonrisa.
—«Letras encima de una tabla, en una casa que tiene una cuadra». Ahora haz el favor de decirme en cuál de sus poemas Shakespeare escribió unos versos mejores que los míos —dijo, muy satisfecho.
—Me parece que había algo mejor que eso en un poema llamado «Macbeth» —replicó Pelirrojo—, pero no puedo recordar qué era…
Continuaron caminando por una carretera.
—No puedes acordarte porque no es verdad lo que dices —declaró Guillermo—. Ahora buscaremos otra cosa más. Les daremos dos para empezar el juego.
Guillermo andaba contoneándose, muy orgulloso por su hallazgo, repitiendo sus dos versos en voz baja.
—Cuando sea mayor seré poeta —manifestó—. Sí. Eso es lo que pienso en algunas ocasiones.
—Tú dijiste que ibas a ser astronauta —le recordó Pelirrojo.
Guillermo se entregó a uno de sus sueños favoritos. Veíase convertido en un intrépido explorador del espacio, en el primer hombre que había puesto los pies en Venus, Marte y una serie interminable de planetas desconocidos. Oía, al regreso de una de sus tremendas hazañas, los atronadores vítores de una multitud integrada por millones de seres, reunidos con el exclusivo fin de darle la bienvenida a su regreso a la Tierra. Imaginábase a veces otro colofón muy distinto de sus aventuras… Habiéndose estrellado la cápsula utilizada en sus desplazamientos espaciales, su cuerpo recibía sepultura en la Abadía de Westminster, registrando el mundo, como consecuencia de tan irreparable desgracia, días de luto y de pesar colectivos.
—¿En qué piensas? —le preguntó Pelirrojo.
—Si además de ser un célebre astronauta logro también fama como poeta —manifestó Guillermo—, la gente me tendrá que levantar dos estatuas.
Repentinamente, hizo un alto. Deslizábanse frente a una pequeña casa cuyo jardín delantero se hallaba pavimentado en buena parte con grandes losas. Rodeaba aquél un muro de piedra. En la puerta, de hierro, había un rótulo: «Fourways». En el centro del recinto había un adorno: una ardilla de piedra de aspecto más bien desolado.
Esta familia también es nueva en la vecindad —declaró Guillermo—. Son los Reedham. Me he enterado de que les disgustan esas losas. Aún no han tenido tiempo de quitarlas, sin embargo. Los anteriores ocupantes de la vivienda pavimentaron el jardín porque estaban cansados de cuidar el césped.
—Supongo que también esa familia tendrá una chica y que Roberto se habrá vuelto loco por ella —aventuró Pelirrojo.
Por descontado que la tienen —admitió Guillermo—. Se llama Biddy y Roberto la conoció después que a la Diana de «Laurel Bank». Se va a hacer un lío con las dos. Siempre le pasa eso. —Su rostro pareció iluminarse—. ¡Troncho! ¡Esa sí que es una estupenda idea!
—¿De qué se trata? —quiso saber Pelirrojo.
—Me refería a esa ardilla de piedra. ¡Fíjate bien en ella! Nos la llevaremos para que forme parte de nuestro tesoro. No tiene valor y podremos devolverla antes de que se den cuenta de que falta de su sitio.
—¿Y qué poesía vas a escribir con ese motivo? No podrás hacer nada esta vez, Guillermo —opinó Pelirrojo—. Ni siquiera Shakespeare hubiera sido capaz de dar con una palabra que rimara con «ardilla».
—Yo sí, Pelirrojo —afirmó Guillermo, muy serio.
El gesto de su rostro era ahora el de una persona torturada. Guillermo contemplaba, sombrío, los muros de la casa.
—Ya falta poco —dijo. Hizo unas muecas más, desfigurándose casi—. Ya lo tengo.
—¿Qué es?
—¡Troncho! Me he superado…
—¿Qué es? —insistió Pelirrojo, impaciente.
Guillermo sonrió. Lentamente, como si paladeara las palabras, respondió:
—Aquí lo tienes: «Un animal, otra cosa, de un jardín empedrado con losas». ¡Troncho! Es muy bueno, ¿verdad?
—No está mal —repuso Pelirrojo, secretamente impresionado.
—Bueno… Ahora escribiremos las pistas y las daremos a Enrique y Douglas. Que prueben. Vamos, Pelirrojo.
* * *
Enrique avanzaba lentamente por la calle, diciéndose los versos:
«Letras encima de una tabla,
en una casa que tiene una cuadra».
Por casualidad levanto la vista al pasar frente a «Laurel Bank». Le llamó en seguida la atención el reloj parado del antiguo establo.
—Ahí debe ser —le dijo—. Esa casa tiene una cuadra.
En el corto camino interior de la finca no había nadie. La puerta principal de la casa se hallaba completamente abierta.
Avanzando muy despacio, se plantó en el umbral. Tampoco vio a nadie en el vestíbulo. Sobre la mesita vio los rótulos: «AUSENTES», «EN CASA». El teniente coronel Masters se encontraba ausente, lo mismo que la señora Masters, igual que la señorita Diana Masters… Junto a los rótulos había un par de sobres, dejados allí hacía unos minutos por el cartero. «Letras encima de una tabla»… Con una risita de triunfo, Enrique se guardó las cartas en un bolsillo, volviendo a la calle.
Inmediatamente se encaminó al viejo cobertizo, donde Guillermo y Pelirrojo le esperaban. Enrique les tendió sus dos cartas.
—Ahí están —dijo muy contento.
Guillermo las miró, sin comprender.
—¿Esto qué es? —preguntó.
—«Letras encima de una tabla (una mesa), de una casa que tiene una cuadra»: «Laurel Bank».
—¡Yo no quise decir esa clase de «letras»!
—Tú dijiste «letras» —insistió Enrique—. Tú dijiste: «Letras encima de una tabla, en una casa que tiene una cuadra». Fui a «Laurel Bank». Esa casa tiene una cuadra y en la mesita de la entrada encontré dos cartas. Como las cartas tienen «letras» me las llevé.
—Pero… ¡Troncho! ¡Yo no quise decir esa clase de «letras»! —repitió Guillermo, mirando asustado los dos sobres—. Yo me refería al rótulo que dice: «AUSENTES». ¡Troncho! Puedes verte en un lío muy gordo por quitar a la gente sus cartas. Porque son cartas de verdad, con sus sellos y todo. Tendremos que devolvérselas a sus dueños. Espera… Veo que este sobre sólo lleva un sello de dos peniques. Eso quiere decir que no tiene importancia. —Guillermo abrió aquél, sacando una hoja del mismo—. No, no es nada importante: una hoja de propaganda de un libro. ¡Troncho! Vale libras y más libras y encima tiene un nombre que nadie es capaz de leer.
—¡Yo no quise decir esa clase de letras! —repitió Guillermo.
Enrique miró el papel por encima de su hombro.
—«Enciclopedia» —dijo.
—¿Y eso qué es? —preguntó Guillermo.
—Las Enciclopedias te dicen todo lo que no sabes.
—Bien. Yo ya se todo lo que necesito saber —manifestó Guillermo—, y si es preciso saber algo más me las arreglo para enterarme sin ayuda de nadie. No. No es nada importante —arrugó la hoja de papel, convirtiéndola en una pelotita, que tiró al suelo. Seguidamente examinó el segundo sobre. Se quedó helado al reconocer la letra—. ¡Troncho! Es una carta escrita por Roberto. Esta dirigida a Diana Masters. Debe ser la que escribió ayer diciéndole que iría al sur de Francia con ella. ¡Atiza! Tenemos que devolver esta carta rápidamente, antes de que nadie la eche de menos. ¡Menudo alboroto se armaría si se perdiera! —Guillermo se volvió hacia Enrique—. Será mejor que busques a Douglas y le ayudes a dar con la otra pista. Mientras, Pelirrojo y yo pondremos esta carta donde estaba.
Guillermo se guardó la carta en un bolsillo, marchándose en compañía de Pelirrojo. Por el camino, en uno de los parajes por ellos frecuentados, descubrieron una zanja con un pasadizo a modo de pequeño puente. Habitualmente, el agua de la lluvia ocupaba el fondo de la zanja y los fuertes chubascos convertían ésta en el cauce de un minúsculo río. En tales ocasiones, Guillermo y Pelirrojo se entretenían arrojando hojas o ramas en la corriente, echando una carrera hasta el recodo más próximo para ver cómo, progresivamente, incrementaban su velocidad.
Durante unos minutos lucharon contra la tentación de quedarse allí un rato y finalmente se rindieron a ella.
—¿Qué tiempo puede tomarnos arrojar al agua unas ramas, como si fueran barcos? —preguntó Guillermo a su amigo—. Ya verás cómo al doblar la esquina salen disparadas. Probemos, Pelirrojo.
—Conforme. Démonos prisa en todo caso.
Guillermo lanzó al agua una rama y echó a correr. La rama se sumergió, emergiendo en seguida para perderse de vista inmediatamente.
—Probemos con algo más pesado ahora —dijo Guillermo.
Habiendo dado con una masa de musgos, la arrojó a la corriente, se enredó en unos matojos de la orilla y Guillermo se agachó para liberarla. En este momento la carta se le cayó del bolsillo.
—¡Troncho! —exclamó asustado— ¡Cojámosla en seguida!
Miraron desde una orilla y otra. No se veía el menor rastro de la carta.
—Se habrá enredado en cualquier piedra. Ya has visto que a veces pasa eso… Con un palo afilado podríamos ensartarla, quizás.
Guillermo encontró la vara apropiada, otro trozo de rama, y rastreó por debajo del pequeño puente. Nada. Guillermo tornó a arrodillarse para pasear la punta de la rama en todas direcciones, tocando casi con la cabeza el agua.
—Puedo verla —dijo por fin—. Ha quedado cogida entre dos piedras, bajo el puente, en el mismo centro. ¿A que ahora la saca? —El chico acuchilló el cenagoso fondo numerosas veces con fuerza—. Ya la tengo «casi»… Ya, ya… No, aún no. Ahora. No. Me equivoqué. ¡Ah! La punta del palo ha quedado encima. ¡Ya está! —exclamó Guillermo con un gesto de triunfo.
—¡Ya está! —exclamó Guillermo con un gesto de triunfo.
En la punta de la rama, empapada de agua y de fango, taladrada como un colador o una criba, estaba la carta. De la faz de Guillermo se desvaneció la sonrisa de alegría.
¡Troncho! —dijo—. Ha quedado hecha una lástima. ¡Si ni siquiera se pueden leer las señas! ¿Cómo vamos a devolverla ahora?
—No podemos dejarla ahí —opinó Pelirrojo—. Tendremos que hacer algo. Sí, pero ¿qué?
—Ábrela, a ver que dice —propuso Pelirrojo—. A lo mejor no es nada importante.
Guillermo abrió el sobre, extrayendo del mismo la cuartilla que contenía. La letra de Roberto no era muy legible en la mayor parte de los casos y ahora, como la tinta se había corrido, menos. Todo era confuso en aquel pequeño océano de color azul-negro.
No es posible entender ni una sola palabra —declaró Guillermo—. Yo me imaginé que esta carta sería importante. Sí. Debe ser aquella en que Roberto le comunica a Diana Masters su propósito de acompañarles en el viaje al sur de Francia. Probablemente, esa gente está esperando saberlo para comprar los billetes y otras cosas que pueden hacerles falta… Hay que hacer algo. ¡Ya lo he pensado! —El rostro de Guillermo volvió a tomar una expresión radiante—. Escribiré una carta, firmándola con el nombre de Roberto. En ella le comunicaré a Diana que he decidido ir al sur de Francia. Después la pondremos en la mesa del vestíbulo. Será lo mismo que si Enrique no hubiera llegado ni a tocarla.
—No sé, no sé… —dijo Pelirrojo, vacilante—. Esto es, no sé si sabrás tú escribir una carta así…
—¡Naturalmente que sé! ¡Troncho! ¡Cualquiera puede escribir una carta! Todo lo que se necesita es una hoja de papel y una pluma, dos cosas que me costará muy poco trabajo encontrar.
Los dos amigos se hallaban en el dormitorio de Guillermo. Pelirrojo se había sentado en la cama. El dueño del cuarto estaba tendido en el suelo. Había cogido un sobre y una carta, timbrados, del «bureau» de su madre, aplicándose a su trabajo concienzudamente.
—¿Qué tal va eso? —le preguntó Pelirrojo.
—Aún no he terminado —contestó Guillermo—. Pero la cosa marcha estupendamente. Nunca había hecho nada tan bueno.
Nada más pronunciar estas palabras le alargó la cuartilla a su amigo.
—«Querida Diana —leyó Pelirrojo—, espero que estes bien. Gracias por pedirle que os “hacompañara” al sur de “francia”, pues sí, me gustaría acompañaros al sur de “francia”».
Pelirrojo guardó silencio un momento.
—Yo creo que habrás de decirle algo más a Diana —añadió luego—. Hemos supuesto que Roberto está loco por esa muchacha, ¿no? Bueno, pues habrás de poner alguna frase sentimental.
—Ya sé, ya sé, pero es que no se me ocurre nada.
¿No te acuerdas de nada que haya dicho Roberto al hablar de esa muchacha?
Eso sí. Una vez le oí decir que nunca había visto una chica más guapa, pero es lo que suele decir a todas. Esta frase debe haberla utilizado ya con ella… Espera un poco. Me acuerdo ahora de las cosas que Ethel dijo de ella. No son nada agradables, pero si les diera la vuelta…
Guillermo volvió a coger la hoja de papel, poniéndose a escribir de nuevo. La punta de su bolígrafo tornó a clavarse en la cuartilla despiadadamente. El chico frunció el ceño, esforzándose por concentrarse en su tarea. Pelirrojo, sumido en un respetuoso silencio, le observaba.
—Aquí está —dijo Guillermo al cabo de un rato—. He puesto todo lo que recordaba.
Pelirrojo cogió la carta, que había quedado redactada así:
«Querida Diana, espero que estés bien. Gracias por pedirme que os hacompañara al sur de francia, pues sí, me gustaría acompañaros al sur de francia. No creo que seas hestirada ni hengreída, ni que te tiñas el pelo, ni tampoco que parezcas un expectro sin maquillar y me imagino que lo he de pasar estupendamente contigo en el sur de francia. Con amor, Roberto Brown.»
—Sí. Queda bien —opinó Pelirrojo, no muy convencido.
—¡Pues claro que queda bien! Estoy seguro de que Diana Masters se sentirá muy complacida al leer la carta. Ahora voy a hacer el sobre y volveremos a la casa. Todo resultará muy fácil.
Cosa extraña, la cosa resultó tan fácil como Guillermo pensaba. Una vez más hallaron la carretera desierta, igual que el camino interior de la finca, lo mismo que el vestíbulo de la casa. El sobre que llevaba la inscripción «Señorita Masters, Laurel Bank», fue colocado sobre la mesita. En él habían quedado perfectamente impresas las huellas dactilares de Guillermo. Éste y Pelirrojo abandonaron el lugar cautelosamente, deslizándose por detrás de unos arbustos.
—Gracias a Dios, hemos salido bien parados de ésta —comentó Guillermo—. Ahora vamos a ver si esos han encontrado la ardilla de piedra.
Se acercaron al cobertizo pero no lograron ver el menor rastro de Enrique, ni de Douglas, ni aún de la ardilla.
—¡Pues sí que tardan! —exclamó Guillermo, impaciente—. Es la hora de comer y yo tengo hambre. Vámonos a casa y luego, si no han dado con la pista, les ayudaremos. A mí me parece que este juego del buscador de tesoros resulta tan fastidioso que lo mejor será dejarlo.
En el momento de la comida sólo se sentaron a la mesa con el chico la señora Brown y Roberto. Guillermo, como de costumbre, se hallaba absorto en sus pensamientos pero no tanto que no se diera cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Hablaba Roberto y en un tono y unas frases que a su joven hermano se le antojaban demasiado familiares.
—No había visto una muchacha más guapa en mi vida —decía Roberto.
—Ethel ha dicho que se tiñe el pelo de rojo —manifestó Guillermo.
¿De rojo? —inquirió Roberto, enfadado—. No sé de qué me estás hablando. Sus cabellos no son rojos sino negros.
¿Negros? Desde luego, los de Diana Masters son rojos. Eso se puede ver a una milla de distancia.
—Yo no hablaba de Diana Masters —manifestó Roberto fríamente—. Me refería a Biddy Reedham.
—¡Ah!
Roberto se volvía hacia su madre.
Hace solo un par de días que la conozco —declaró aquel—. Son los nuevos vecinos de «Fourways», ¿sabes? Ella es… es inteligente y a su lado le pasa a uno el tiempo sin sentir. La verdad es que no he conocido nunca una chica igual. Toda la familia es un encanto. Me han pedido que les acompañe este año en sus vacaciones.
—¿Adónde piensa ir?
—Creo que se van a procurar un remolque y así visitarán varios lugares. Al menos me he enterado de que tienen una tía que posee uno de esos vehículos, y parece ser que les ha prometido prestárselo o regalárselo porque no piensa utilizarlo más.
¡Magnífico, hijo! —exclamó la señora Brown. Esta procuraba concienzudamente seguir el rápido ritmo de los «asuntos» de su hijo mayor, con los vertiginosos cambios de dirección de siempre, pero no le resultaba fácil salirse con la suya—. Pero… yo creí que habías decidido marcharte al sur de Francia con los Masters.
El rostro de Roberto se ensombreció.
—Pues sí… La cosa se ha complicado porque las dos familias se marchan en la misma fecha y yo escribí a Diana aceptando la invitación. Eché la carta al correo anoche. Ya la tendrá en su poder ahora. Yo no sabía que Biddy me iba a pedir que fuera con ellos. Prefiero a Biddy y a su familia, por supuesto. ¡Oh! ¡Qué fastidio!
Guillermo no se hallaba particularmente interesado por los conflictos en que se veía su hermano. Determinadas circunstancias le habían obligado a sustituir la carta de Roberto por otra que él había escrito. Ahora bien, habiendo logrado su propósito inicial, por lo que a él respectaba consideraba concluido el incidente.
Después de la comida se marchó con la mayor rapidez posible al cobertizo. Sólo halló a Pelirrojo en él.
—Todavía no han venido —manifestó el chico—. No sé qué estarán haciendo.
¡Son dos, al fin y al cabo! —exclamó Guillermo, indignado—. ¡Mira que tomarse todo este tiempo, total para buscar un animal de piedra en un jardín! En estos momentos deben haberlo encontrado ya.
Enrique y Douglas habían dado con el sitio pero con algún retraso. Este último no sabía concretamente lo que buscaba… La madre de Enrique había construido una vez un jardín a base de muchas rocas y esa era la idea que guiaba al chico. Pero al fin descubrieron el jardín enlosado de «Fourways». No llegaron a ver, en cambio, la ardilla de piedra. Lo que sí vieron fue el perro de lanas de los Reedham. La señorita Reedham, en una de visitas a «Fourways», había llevado consigo a «Adam». Era éste un peludo chucho tipo «standard», ya algo pasado de moda, de regular tamaño y el ojito derecho de su dueña. Cuando la señora de la casa había sugerido la idea de que «Adam» paseara un poco por el jardín, la señorita Reedham habíase asomado antes, con un gesto de desconfianza, a la ventana.
—¿No puede pasarle nada ahí? —inquirió.
—¿Qué le va a pasar?
La señorita Reedham inspeccionó el jardín detenidamente. Un pavimento de losas, muros de piedra, puerta de hierro… No. Allí no amenazaba ningún peligro a su perro. «Adam» carecía del sentido de la aventura y no saltaba nada.
—Perfectamente —contestó.
«Adam» fue enviado al jardín. Las dos mujeres tornaron a colocarse junto a la chimenea. «Adam» se acercó a la puerta de hierro, echando un vistazo al mundo exterior, con un gemido que delataba su aburrimiento, el fastidio que le causaba su soledad. Aparecieron Enrique y Douglas, los cuales se detuvieron frente a la entrada.
—Ese debe ser el jardín que buscamos —dijo el primero.
Sin pensarlo más abrió la puerta, asió a «Adam» por el cuello y tiró con fuerza para sacarlo a la calle. «Adam» no tomó esto a mal. El jardín le había disgustado desde un principio y se hallaba dispuesto o dar un paseo con aquellos chicos, pese a que su opinión no era, en general, favorable a los niños.
Douglas contempló al animal en silencio.
—Oye, Enrique, ¿estaremos haciéndolo bien? —preguntó.
—¡Pues claro que sí! Hemos encontrado un animal en un jardín pavimentado con losas. Nos lo llevaremos al cobertizo y luego volveremos a ponerlo donde estaba. No es un «objeto» de valor —Enrique estudió a «Adam»—. Bueno, un perro con esa cara no puede valer mucho. Además, como tardaremos poco en devolverlo ni siquiera notarán su ausencia. ¡Vamos, Douglas!
Este último examinaba el collar de «Adam».
—Es de una población de la que nunca había oído hablar —manifestó Douglas—. Probablemente se ha extraviado. Debió meterse en este jardín como podía haber entrado en otra parte. ¿Tienes un poco de cordel?
Enrique llevaba unos palmos en un bolsillo. Lo separó cuidadosamente de un trozo de papel engomado, varios clips sujetapapeles y una pequeña pelota de masilla. «Adam» no se opuso a que los dos chicos le sujetaran por la anilla del collar, acompañándoles dócilmente hasta el cobertizo después de haber andado unos minutos a campo través. Era un perro aletargado, que no hubiera consentido que sus nuevos amigos le diesen prisa.
Guillermo y Pelirrojo les esperaban en la puerta de su refugio. El primero se quedó parado al ver el perro, al que contempló con ojos desencajados, por el asombro.
—Pero ¿qué demonios traéis aquí? —inquirió.
—Un perro —respondió sencillamente Douglas.
—Un perro que hemos encontrado en un jardín enlosado —aclaró Enrique.
—No puede ser un perro —afirmó Guillermo—. Se trata de una ardilla.
—Pues es un perro —insistió Enrique.
—Es una ardilla —repitió Guillermo.
—Si tú ignoras la diferencia que existe entre un perro y una ardilla.
—Tenía que ser una ardilla —dijo Guillermo volviendo a la carga y pensando en lo suyo.
—Yo no sé nada. Aquí traemos un animal que estaba en un jardín enlosado —declaró Enrique—. Eso es lo que decían los versos y no creo que nos hayamos equivocado.
«Adam» tomó asiento, rascándose una oreja con aire abstraído.
—Te estoy diciendo que tenía que ser una ardilla —dijo Guillermo, irritado—. Por lo que veo, no sabes cómo has de conducirte en un juego como éste. Bueno, la verdad es que ya estoy harto de él. Andamos metiéndonos en líos a cada momento. Mira, lo mejor es que cojas el perro y lo dejes donde estaba. Luego nos pondremos de acuerdo para celebrar una carrera de obstáculos.
—Si Douglas se lo llevara, yo me podría quedar aquí con vosotros y ayudaros en lo de la carrera —declaró Enrique—. Me cansa ese perro… Ni siquiera sabe andar. Parece como si estuviera dormido.
—Está bien, está bien —dijo Douglas, resignado—. De todas maneras, ya no podemos vernos en un enredo mayor.
El chico echó a andar acompañado de «Adam». Éste había evolucionado. Su progreso consistía en que ahora Douglas tenía que tirar del cordel si quería que el perro le siguiera. No es que intentara sentarse o se negara tajantemente a moverse. No. Simplemente: se movía con más lentitud que su nuevo amigo. Tratábase de una astucia cuidadosamente planeada, pues «Adam» sabía, merced a una grata experiencia que los humanos encontraban aquella jugarreta particularmente irritante. El enojo de Douglas fue en aumento, conforme avanzaban por la carretera. El perro le crispaba los nervios. Imaginó el contorno de sus rasgos «faciales», ocultos bajo la espesa pelambrera, contraídos o dilatados en una mueca perruna de maliciosa alegría.
De repente apareció Jimmy Barton en un recodo del camino. Era más joven que los Proscritos pero mantenía amistosas relaciones con éstos. Poseía un carácter muy dócil. Douglas tuvo una idea. De su dinero de la semana anterior le quedaban unos chelines… Había pensado gastárselos en un helado de crema. Ahora bien, «Adam» en pocos minutos le había hecho perder el gusto por la vida, hasta tal punto que incluso los helados le parecían algo soso, desprovisto de todo deleite.
—¿Te quieres ganar unos peniques? —le preguntó.
El chiquillo respondió:
—Tienen que ser siete. Es que quiero comprarme un juguete que he visto en el escaparate de una tienda.
—Bueno, yo no puedo dártelos, la verdad —respondió Douglas—. Sin embargo, si te doy cinco —cerró los ojos para hacer el cálculo mentalmente—, ya solo tendrás que buscar otros dos, ¿estamos?
Jimmy también consideró, en silencio, concentrado, el problema.
—Sí —replicó por fin.
—Bueno… Pues si tú llevas este perro a «Fourways» y lo metes dentro del jardín de losas te daré mis cinco peniques.
El otro miró a «Adam».
—¿Dónde tiene este animal el rabo? —preguntó extrañado.
—Lo sabrás cuando empiece a andar —comentó Douglas.
—¿Tiene malas pulgas?
—No.
—¿Es tuyo?
—No. Mira, Jimmy, todo lo que tienes que hacer es meterlo dentro del jardín de «Fourways». Si me prometes que te encargarás de eso, te daré el dinero ahora mismo. ¿Conformes?
Douglas puso en manos de su amigo la cantidad que le ofreciera, y se apresuró a marchar de allí, por temor a que Jimmy cambiara de opinión.
En el cobertizo, ya de vuelta a él, se unió a Guillermo, Pelirrojo y Enrique, quienes continuaban ocupados con su famosa carrera. Hasta aquel momento no habían registrado ningún éxito en su empresa. Guillermo acababa de improvisar una competición a base de saltar a través de un neumático viejo de bicicleta suspendido por una cuerda del techo, no logrando otra cosa que caerse de cabeza al suelo. Pelirrojo había tendido un tablón entre dos cajones de embalaje pero en el recorrido inaugural del «puente» habíase caído, destrozándose por culpa de un clavo los fondillos de los pantalones. A Enrique se le había ocurrido la idea de una carrera con los ojos tapados, utilizando macetas encasquetadas en las cabezas de los concursantes en lugar del clásico vendaje con un pañuelo. Pero cuando efectuaba algunas pruebas la maceta utilizada por él se le incrusto de tal modo que Guillermo y Pelirrojo se vieron obligados a romperla, produciéndole a su amigo un corte en la frente y dejándole un ojo amoratado.
—¿Devolviste ya el perro? —le preguntó Guillermo.
—Pues… no del todo —respondió Douglas.
—¿Qué quiere decir «no del todo»?
—Yo lo llevé la mitad del camino y Jimmy Barton la otra mitad. Supongo que ya estará en la casa.
Pero «Adam» no estaba en la casa. El perro comprendió que había sido confiado a un chiquillo más pequeño, de menos responsabilidad. Sintióse dolido en su dignidad de can y decidió deshacerse de su nuevo guardián sentándose a intervalos cada vez más frecuentes y dilatados. Jimmy comenzó a sentirse aburrido. Estaba a punto de soltar a su presa, para dejarle hacer lo que se le antojara, cuando divisó a Roberto, que avanzaba en sentido contrario.
Roberto parecía estar bastante enfadado. Al parecer el perro de lanas de la tía de Biddy había sido robado mientras se hallaba en el jardín. La dama, llorosa, presa de un ataque de nervios, culpaba a la familia del desgraciado incidente. Ellos eran quienes la habían convencido, para que dejara a «Adam» solo y sin protección fuera de la vivienda. Sus parientes le aseguraron que recobrarían el chucho, insistiendo en que no le pasaría nada. Entre sollozo y sollozo, reveladores de un histérico pesar, la señorita Reedham hizo alguna que otra sugerencia inquietante acerca del remolque ofrecido. ¿Cómo iba a prestarlo a unas personas que ni siquiera eran capaces de cuidar de un perro? ¿Cómo iba a depositar su confianza en aquellos seres culpables de la desaparición de su amado «Adam»? En los momentos más agudos de su ataque se atrevió incluso a indicar que lo más probable era que ellos fuesen los instigadores de aquel complot contra el indefenso animal.
—Daré con él —había dicho Roberto apretando los dientes e irguiendo el busto.
Biddy, aunque impresionada por el gesto del muchacho, había suspirado, invadida por un gran desaliento.
—Pero, Roberto… —dijo la chica—. ¡Si ya hemos hecho cuanto se podía hacer! Hemos recurrido a la Policía. Es imposible que el perro saliese espontáneamente de aquí. Tienen que haberlo robado.
—Daré con él —repitió Roberto, ceñudo.
Éste echó a andar por la carretera vecina, inspeccionando cuantos setos y zanjas fue hallando por el camino.
En una curva de la carretera se encontró cara a cara con Jimmy Barton, acompañado de un perro. Éste se había sentado en la cuneta y el niño se disponía a soltar el cordel con que lo retenía. Una gran agitación se apoderó de Roberto. Buscaba un perro y he aquí que, como caído del cielo, topaba con uno. Inspeccionó al animal detenidamente. Roberto no era muy experto en materia de perros, especialmente en aquellos del tipo de «Adam». A los ojos del joven, éste era el fruto de un cruce. Bueno, ¿qué más daba? Era un perro en fin de cuentas, ¿no? Recordó vagamente haber oído decir que cuando alguien pierde un perro debe procurarse al dueño otro inmediatamente, al objeto de «llenar el vacío» causado por la ausencia del primero, y que de otra manera los efectos psicológicos producidos por el incidente pueden ser graves.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Un perro —respondió Jimmy.
—¿De quién es?
Jimmy reflexionó un instante. No quería que se divulgase su ignorancia en cuanto a la identidad del propietario del animal.
—Mío —replicó lacónicamente.
—¿Quieres vendérmelo?
A Jimmy le interesó inmediatamente la propuesta. Había decidido abandonar a «Adam» y aún le faltaban dos peniques para su juguete. Él no era de esos chiquillos que dejan escapar una oportunidad como la que su suerte le deparaba.
—Sí —respondió—. Me tienes que dar por él dos peniques.
Roberto buscó en sus bolsillos y le entregó lo exigido. Jimmy se guardó el dinero y luego, temeroso de que el comprador realizara alguna indagación especial, desapareció de allí como por arte de magia.
Roberto echó un vistazo a su alrededor. Su alegría de unos minutos atrás se tornaba perplejidad y su perplejidad desánimo. ¿No habría actuado, quizá, demasiado apresuradamente? ¿No exigía acaso la situación planteada más tacto y reflexión? Un hecho era cierto, no obstante: ya disponía de un perro que poder presentar a la tía de Biddy, en lugar del que había perdido. Lo mejor sería que hiciese esto lo antes posible, para zanjar con rapidez aquel enojoso asunto.
El cambio de propietario había servido de estímulo a «Adam». Le permitió a Roberto sujetar de nuevo el cordel a su collar y después echó a andar a su lado carretera abajo, casi con viveza. Era Roberto quien se rezagaba ahora a medida que las dudas se apoderaban más y más de él. Sus labios se movieron pero de su garganta no salió una sola palabra al intentar ensayar el discurso de presentación del chucho.
—Espero que lo acepte usted. Es un perro… Sí, ya sé que no es el suyo, pero… Bueno, es un perro. No podría, por descontado que no, ocupar el sitio del anterior… El caso es que así se llena un vacío. Las personas que han disfrutado largo tiempo de la compañía de un animal de esta clase no pueden pasar sin él un solo día. A mí me parece que pasa lo mismo que con las motocicletas. Quiero decir que tener una de cualquier marca es mejor que no poseer ninguna. No sé si me explico.
Por último llegaron ante la puerta de hierro del jardín. Roberto se detuvo unos segundos, acumulando valor para decidirse a abrir aquella. De pronto salió del jardín algo semejante a una tromba. Percibió un coro de alegres gritos. Pero el muchacho se había trazado su plan y lo seguía. Ignorando el griterío prosiguió adelante con el discurso que había preparado.
—Ya sé que no es su perro, pero…
—¡Oh, Roberto! ¡Qué estupendo!
—Desde luego, jamás podrá ocupar el sitio del otro…
—¿Dónde lo encontraste, Roberto?
—Llenará un vacío, sin embargo. Sé de gente que habiendo tenido un perro…
—¡Lo ha encontrado, lo ha encontrado! ¿No es estupendo?
—Con las motocicletas pasa lo mismo.
—¡Dijo que daría con él y ha cumplido fielmente su promesa!
—Quiero decir que tener una de cualquier marca.
—¡Oh, «Adam»! ¡Picaruelo, queridito! ¿Dónde has estado?
—¿Dónde lo encontraste, Roberto?
Éste calló. Iba adquiriendo rápidamente conciencia de que no se hacía allí un gran aprecio de sus cualidades de orador. No es que hubiera hallado «un» perro sino «el» perro…
A despecho de su confusión acertó a adoptar una actitud natural, indulgente.
—¡Oh! Pues en la carretera —contestó.
Pensó inmediatamente que cuanto menos se supiera acerca de su transacción comercial con Jimmy, mejor.
—Dijo que lo encontraría y lo encontró —insistió Biddy.
—Es maravilloso —dijo la señorita Reedham, estremecida a causa de la emoción—. Ya había perdido toda esperanza cuando, inesperadamente… ¡aquí está! Esto me anima a hacer algo en favor de uno de vosotros o todos, a manera de acción de gracias. —La señorita Reedham se volvió hacia Biddy—. Mira, querida, puedes disponer de ese remolque para las vacaciones… y para siempre, si tanto te gusta. Yo no voy a necesitarlo más ya.
Los miembros de la familia profirieron numerosos gritos de gozo, pregonando con insistentes frases su reconocimiento.
—Y tú, Roberto —inquirió Biddy—, pasarás las vacaciones con nosotros, ¿verdad?
Roberto enseñó los dientes. Aunque en su rostro no se descubría la más mínima expresión de alegría, aquél estaba sonriendo.
—Me gustaría mucho —contesto—. Quiero decir que no hay nada que me atraiga tanto. Bueno, si no hubiera… Esto es… En el caso de que Diana…
—¿Diana? —preguntó Biddy.
—Diana Masters.
Y entonces, súbitamente, apareció Diana Masters. Su pequeño y deslumbrante coche se detuvo frente a la verja de hierro del jardín. En su rostro se reflejaba una ira contenida a duras penas.
—¡Vaya! Conque estás ahí, ¿eh? —dijo en el momento de abrir la puerta, fijando una feroz mirada en Roberto.
—Bueno… ejem… sí —tartamudeó Roberto, experimentando la imperiosa necesidad de contestar algo.
—Sí, soy yo.
Diana sacó una carta que llevaba en un bolsillo de su vestido y después de hacerla pedazos se la arrojó a Roberto.
—¿Es ese tu sentido del humor? —inquirió la jovencita—. ¿Cómo has cometido la imprudencia de enviarme ese papelucho?
Roberto recogió los trozos de papel, examinando varios de ellos, muy confuso.
—No comprendo… —dijo.
—Debías estar bebido cuando la escribiste —opinó Diana despreciativamente—. Jamás habían cometido conmigo una grosería semejante. Espero no volver a hablarte más.
—Lo siento mucho —replicó Roberto—. Yo nunca… He de decirte que…
—¡Oh, por favor, no te excuses! —le atajó Diana riendo—. Y no te imagines ni por un momento que esperábamos que vinieras con nosotros al sur de Francia. Efectivamente, ya nos habíamos puesto de acuerdo con otro amigo.
—¡Escucha, Diana!
Pero Diana se había marchado. No sin antes obsequiar a todos los presentes con una altanera mirada, por turno. No bien se introdujo en el coche, cerró la portezuela de éste de un golpe, saliendo disparada en busca de la carretera.
Roberto recogía varios trozos más de papel, tornando a examinarlos. De un modo vago, sí, pero estaba concibiendo ciertas sospechas. Había descubierto algo confusamente familiar en aquellas letras. Y no le eran del todo desconocidas las frases. El pequeño Jimmy Barton era un agregado a la pandilla que capitaneaba Guillermo. Las cosas parecían apuntar en una dirección solamente. Apretó los labios después de adoptar una decisión. Llegaría al fondo de aquel asunto. Miraría debajo de todas las piedras; exploraría todos los caminos.
—¿Qué ha ocurrido, Roberto? —le preguntó Biddy.
No…, no sé.
—Pasaras las vacaciones con nosotros, ¿no? ¡Vamos a divertirnos mucho!
El anterior gesto de determinación se borró de la faz de Roberto, siendo sustituido por una sonrisa de extrema bondad. Decidió dejar las piedras donde estaban y no explorar ni un solo camino. Decidió —y ésta no era la primera vez que se le ocurría tal consideración—, que cuanto menos se inmiscuyera en las actividades de Guillermo tanto mejor para él. En esta ocasión, además, se beneficiarían de esta sabia filosofía todos los presentes en aquellos momentos en la casa de los Reedham.
—Naturalmente que sí, Biddy —repuso—. Muchas gracias por la invitación. La acepto verdaderamente encantado.
Guillermo, Pelirrojo, Enrique y Douglas se encontraban en la puerta del viejo cobertizo.
—No ha vuelto —comentó Douglas—. Entonces hay que pensar que ha sido devuelto. ¡Uf! Ya me estaba poniendo malo de verlo.
—¿Seguimos con lo demás? —preguntó Enrique, volviendo a entrar en el refugio de la pandilla—. Si dejamos a un lado este juego de la búsqueda de tesoros nos divertiremos más.
Los ojos de los chicos se fijaron sucesivamente en un trozo de cuerda, en un viejo neumático de bicicleta, en los fragmentos de las macetas…
—Tendremos que olvidar también la carrera de obstáculos —apuntó Pelirrojo con amargura.
—¿Qué podemos hacer entonces? —inquirió Douglas.
—Correr por ahí, explorar, montar un campamento… —dijo Pelirrojo.
—A mí me parece que no tendremos que recurrir a eso —señaló Guillermo hablando lentamente.
Todos le miraron. En los rostros de sus amigos se vio una expresión de alivio.
—¡Muy bien! —exclamó Pelirrojo—. Juguemos a indios y vaqueros.
—Sí —convino Guillermo—. Volveremos a hacer lo de siempre.