12

Starkey dejó a Hooker en Spring Street y se fue a casa. Se detuvo en un Ralph’s Market para comprar un pollo asado, puré de patatas y refrescos light. Cuando estaba haciendo cola se le ocurrió que quizá Pell tampoco bebía refrescos, así que compró también una botella de leche, otra de merlot y, de paso, una barra de pan. No se acordaba de cuándo había sido la última vez que había tenido invitados a cenar. La noche que fue a visitarla Dick Leyton, el año anterior, sólo se quedó a tomar una copa.

El tráfico de salida del centro era brutal, y Starkey se dejó llevar. Se sentía estúpida: Había invitado a Pell en un impulso, sin considerar la cuestión detenidamente. Las palabras habían salido de su boca sin más, y en aquel momento se sentía torpe y ridícula. Una vez, cuando tenía dieciséis años, un chico al que apenas conocía, James Marsters, la había llevado al baile de fin de curso. Se había puesto un vestido de su hermana mayor y se había sentido tan gorda y tan fea que estaba convencida de que el chico saldría corriendo en cuanto la viera. Había vomitado dos veces y no había podido comer nada en todo el día. En aquel momento se sentía así. Era capaz de desactivar una caja de dinamita conectada a un sensor de movimiento, pero cosas como aquélla tenían una capacidad destructiva de otro tipo.

Llegó tarde a casa. Pell ya estaba allí, en el coche, aparcado en la calle. Salió al verla llegar y fue hacia ella. Al observar la expresión de su cara, Starkey sintió deseos de tomarse un tagamet: no parecía muy seguro de querer estar allí.

Salió del coche con las bolsas.

—¿Qué hay?

—¿Te ayudo?

Le dio una de las dos bolsas y le contó lo de Bakersfield mientras abría la puerta de la casa. Cuando le dijo que habían visto a un hombre en el taller de Tennant que podría ser el mismo que había hecho la llamada al 911, Pell pareció interesado, pero cuando añadió que el sospechoso era un individuo de más de cuarenta años, se encogió de hombros.

—No es nuestro hombre.

—¿Cómo sabes que no es nuestro hombre?

—Mister Red es más joven. Aquí en Los Ángeles todo el mundo lleva gafas de sol y gorras de béisbol.

—Puede que nuestro hombre no sea Mister Red.

El rostro de Pell se ensombreció.

—Es Mister Red.

—¿Y si no lo es?

—Lo es.

Starkey empezó a sentirse incómoda ante la certeza de Pell, como si supiera algo más que ella. Pensó otra vez si debía contarle lo de la cinta de la bomba, pero prefirió seguir esperando la llamada de Janice Brockwell.

—Mira, a lo mejor no es buena idea que hablemos del tema. Yo creo que tenemos una buena pista, y tú te dedicas a decir que es una mierda.

—En ese caso a lo mejor no es buena idea que hablemos del tema.

Dejaron las dos bolsas en la cocina, junto al fregadero. Starkey respiró hondo y lo miró, cuadrándose como si fuera a pedirle la documentación. Decidió que la única forma de sobrevivir a la velada era decir las cosas claras.

—Lo de hoy es una cita.

Se sintió como una idiota soltando aquello; como si fuera una confesión, allí en medio, en plena cocina.

Pell estaba tan incómodo que a Starkey le entraron ganas de esconderse en el horno. La miró a los ojos y después dirigió la vista hacia las bolsas.

—No estoy muy seguro de eso, Carol.

Se sintió humillada. Le parecía que se había portado como una niña pequeña y le entraron ganas de darse bofetadas por ser tan gilipollas.

—Si quieres irte no pasa nada. Ya sé que esto parece una chorrada. Tengo que confesarte que en este momento me siento totalmente gilipollas, así que si a ti también te parece que lo soy, lo mejor que puedes hacer es irte.

—No quiero irme.

—No es más que una cena, joder. Una cena y punto.

Se quedó mirando al suelo, detrás de él, pensando que aquello era la peor chapuza que cabía imaginar.

Pell empezó a sacar cosas de las bolsas.

—¿Por qué no ponemos todo esto en su sitio y cenamos?

Empezó a colocarlo todo en su sitio mientras ella le miraba. Al cabo de unos minutos, Starkey se decidió a echarle una mano. Metió la leche en la nevera y sacó platos y cubiertos limpios del lavavajillas. Menuda cita. Ninguno de los dos decía palabra.

Starkey colocó el pollo y el puré a un lado, sin saber muy bien qué iba a hacer con ellos. Tenían un aspecto patético, dentro aún de sus envoltorios.

—Podríamos calentarlo.

Pell puso la mano encima de la caja del pollo.

—Aún está caliente.

Starkey sacó platos y un cuchillo para cortar el pollo mientras pensaba que tendría que haber comprado algo para hacer una ensalada. Estaba totalmente desanimada. Pell se daba cuenta, y aún se sentía más incómodo.

—¿Por qué no me pongo yo? —preguntó—. Se me da bastante bien la cocina.

—Yo no sé hacer una puta mierda.

—Bueno, como ya está cocinado, seguro que tampoco puedes destrozarlo demasiado. Sólo tenemos que ponerlo en los platos.

Starkey se echó a reír. Sintió una sacudida por todo el cuerpo y temió echarse a llorar, pero hizo un esfuerzo para aguantar las lágrimas. Siempre has sido fuerte, se dijo. Pell dejó la comida y se le acercó, pero ella levantó una mano para detenerle. Sabía que las puertas estaban abriéndose. Quizá por lo que le había pasado a Charlie Riggio; quizá porque había visto el vídeo de lo sucedido en el camping de caravanas; o quizá simplemente porque habían pasado tres años y estaba preparada. En aquel momento pensó que daba igual el porqué. Había sido así, y el motivo no importaba.

—Esto no se me da muy bien, Pell. Estoy intentando volver a sentir algo, pero no es nada fácil.

Él se quedó observando el pollo.

—Coño, ¿por qué no dices algo? Me siento como si fuera la única que se hubiera metido en este berenjenal y tú te limitaras a mirarme.

Pell se acercó y la abrazó. Starkey se puso tensa, pero sin ofrecer resistencia. Poco a poco fue relajándose, y cuando se decidió a devolverle el abrazo, él suspiró. Era como si estuvieran entregándose el uno al otro. Una parte de ella quería que aquello fuera a más, pero no estaba preparada.

—No puedo, Jack.

—Chsss. Esto está muy bien.

Después llevaron los platos al comedor y mantuvieron una charla intranscendente. Starkey le preguntó por el ATF y por los casos en los que había trabajado, pero él cambió de tema muchas veces o convirtió sus respuestas en preguntas.

Más tarde, cuando hubieron retirado la mesa y lavado los platos, Pell se hizo a un lado y anunció:

—Me parece que debería irme ya.

Ella le acompañó hasta la puerta.

—Espero que no haya sido demasiado terrible.

—No. A ver si podemos repetirlo.

Starkey se echó a reír.

—Joder, tío, debes de ser adicto a los malos tratos.

Pell se detuvo en el umbral. Daba la impresión de que hacía esfuerzos para decir algo. Starkey lo había notado todo el tiempo que habían estado juntos, pero no sabía el motivo.

—Me gustas, Starkey.

Ella se dio cuenta de que estaba sonriendo.

—¿De verdad?

—A mí tampoco me resulta fácil. Por muchas razones.

Starkey se animó al oír aquellas palabras.

—Tú también me gustas. Gracias por venir. Siento que la cosa se haya puesto un poco rara.

Pell salió a la calle. Starkey escuchó el ruido de su coche al arrancar y pensó que quizás a todo el mundo le iba bien de vez en cuando algo un poco raro.

Starkey terminó de poner en orden la cocina y se fue al dormitorio con la intención de desnudarse y meterse en la cama directamente, pero se dio cuenta de que las sábanas y las fundas estaban hechas un asco, así que las metió en el cesto de la ropa sucia y puso otras limpias. Toda la casa andaba patas arriba y le hacía falta una buena limpieza. En lugar de ordenar, se duchó.

Tras salir del baño llamó al trabajo para escuchar los mensajes. Tenía uno de Warren Mueller. Era el único.

—¿Qué hay, Starkey? Soy Warren Mueller. He ido con el dibujo ese tan cutre que nos han pasado por fax a ver al viejo de la casa de Tennant. No ha dicho ni que sí ni que no, pero cree que hay un parecido, que también era un tío de unos cuarenta años con gorra y gafas del mismo estilo. Voy a mandarle a nuestro dibujante a que haga algo con él, a ver si podemos afinar un poco más la puntería. Si sacamos algo en limpio, se lo mando por fax. Que vaya todo bien.

Starkey borró el mensaje y colgó, pensando que era posible que su retrato robot fuera cutre, pero todo el mundo estaba viendo gente que se parecía más o menos a aquel sujeto y en absoluto a Mister Red.

Decidió que, ya puestos, podía conectarse a Claudius. Volvió al salón, encendió el ordenador y entró. Echó un vistazo a los mensajes y vio que AM7 había contestado al suyo sobre el RDX con una historia larga y repleta de divagaciones sobre el tiempo que había pasado en el ejército. También había algunas respuestas de otros sujetos, aunque ninguno proponía comprar o vender RDX ni insinuaba siquiera que sabía cómo hacerlo. Muchos hablaban de ella.

Estaba leyendo cuando apareció en la pantalla una ventana de texto.

¿ACEPTA UN MENSAJE DE MISTER RED?

Sintió un estremecimiento de miedo por la espalda, pero enseguida sonrió, porque tenía que ser una broma o alguna de esas cosas raras de Internet que ella jamás entendería.

La ventana se quedó allí, inamovible.

¿ACEPTA UN MENSAJE DE MISTER RED?

Starkey aceptó.

MISTER RED: Me buscabas.

Estaba convencida de que tenía que ser una broma.

HOTLOAD: ¿Quién eres?

MISTER RED: Mister Red.

HOTLOAD: No tiene gracia.

MISTER RED: No. Es peligroso.

Starkey fue hacia su maletín. Buscó el teléfono del motel de Pell y lo llamó. Al no conseguir respuesta probó con el busca.

MISTER RED: ¿Quizás estás pidiendo ayuda, Carol Starkey?

Se quedó helada, mirando fijamente aquellas palabras. Consultó la hora y se dio cuenta de que no podía ser Pell, pues no disponía de ordenador. Tenía que ser Bergen. Bergen era probablemente un pervertido, además del único que, junto con Pell, sabía quién era Hotload.

HOTLOAD: Bergen, hijo de puta, ¿eres tú?

MISTER RED: Dudas de mí.

HOTLOAD: Sé perfectamente quién eres, capullo. Voy a contárselo a Pell. Tendrás suerte si el ATF no te manda a la puta calle.

MISTER RED: ¡JA, JA, JA, JA, JA! Sí, díselo a Pell. Que me echen a la puta calle.

HOTLOAD: Mañana no tendrás ganas de reírte, cerdo.

Starkey se quedó con los ojos pegados al mensaje, cabreada.

MISTER RED: Tú no sabes quién es nadie, Carol Starkey. No soy Bergen. Soy Mister Red.

En aquel momento sonó el teléfono. Pell devolvía la llamada.

—Creo que tenemos problemas con Bergen —informó Starkey—. Estoy en Claudius. De repente ha salido una ventana, y no sé quién escribe, pero sabe que soy Hotload. Dice que es Mister Red.

—Mándale a la mierda, Carol. Debe de ser Bergen. Ya me encargaré mañana.

MISTER RED: ¿Dónde estás, Carol Starkey?

Al colgar vio el mensaje, que la esperaba en la pantalla. No podía apartar la vista de él, pero no hizo nada para responder.

MISTER RED: Muy bien, Carol Starkey, veo que no quieres jugar, así que me voy. Te dejo con el pensamiento de Mister Red.

MISTER RED: Yo no maté a Charles Riggio.

MISTER RED: Sé quién fue.

MISTER RED: Soy el vengador.

Luces de la ciudad

John Michael Fowles salió de Claudius. Desconectó el teléfono móvil que le había servido para entrar en la red, se recostó en su asiento y apartó el iBook de un empujón. Se estaba bien de noche, entre las sombras de la luz de la luna, después del calor de todo el día, en aquella calle tranquila.

Tenía el coche aparcado un poco más allá de la casa de Starkey, en las densas sombras de un olmo cargado de hojas veraniegas. Desde allí veía su casa. Veía las luces de sus ventanas. Observaba.

El fuego infernal

Dallas Tennant llevaba el amoníaco en un vaso de plástico, como si fuera un café. Iba soplándolo y fingiendo que bebía a sorbos; las intensas emanaciones le abrasaban la nariz y le hacían saltar las lágrimas.

—Buenas noches, señor Riley.

—Buenas noches, Dallas. Hasta mañana.

El señor Riley aún estaba sentado a su mesa, terminando el papeleo del día. Dallas levantó el vaso hacia él.

—¿Puedo llevarme el café a la celda?

—Sí, claro. No pasa nada. ¿Queda algo en la cafetera?

Pillado por sorpresa, Dallas tendió la mano.

—Éste es el último, señor Riley. Lo siento. Ya he lavado la cafetera. ¿Quiere que haga otra antes de irme, o prefiere éste?

Riley le hizo un gesto para que se marchara.

—No, hombre, si me voy enseguida. Tómatelo tú, Dallas.

Tras darle las buenas noches a Riley una vez más, salió de la biblioteca. Escondió el amoníaco en un armario de material de limpieza, el tiempo suficiente para pasar por la enfermería a tomar la medicación, y siguió el camino hacia su celda, andando más deprisa de lo normal pues tenía muchas ganas de preparar el explosivo. Era cierto que le había prometido a Mister Red que esperaría unos días, pero en realidad ya habría mezclado el explosivo D el día anterior si hubiera dispuesto del amoníaco y de un sistema de detonación. Como no los tenía, aquel mediodía, mientras el señor Riley almorzaba, había entrado en Internet e impreso fotografías pornográficas de sitios web de Amsterdam y Tailandia. Había intercambiado las imágenes de putas manteniendo relaciones sexuales con caballos por el amoníaco, y de mujeres asiáticas metiéndose el puño unas a otras, a cambio de cabezas de cerillas y los cigarrillos que pensaba utilizar de detonador. Cuando lo tuvo todo en su poder, fue poniéndose tan nervioso, tan impaciente por preparar su nuevo juguete, que llegó a la celda prácticamente corriendo.

Esperó junto a la puerta varios minutos que se le hicieron eternos, para asegurarse de que no se acercaba nadie por el pasillo, y después se acurrucó al pie del catre con las dos bolsas de plástico y el vaso de amoníaco. Las instrucciones de Mister Red eran sencillas: verter el amoníaco en la bolsa del polvo, mezclarlo bien hasta que se disolviera y después echarlo todo en la bolsa de la pasta. Le había advertido que la segunda bolsa se calentaría al amalgamarse las dos sustancias. Le había garantizado sin embargo que la mezcla se endurecería y quedaría hecha una pasta pegajosa, parecida a la goma dos, y entonces el explosivo ya estaría listo.

Dallas echó el amoníaco en la primera bolsa, cerró la cremallera de plástico y la masajeó para disolver el polvo. Tenía pensado preparar el explosivo y después dedicar el resto de la noche a imaginarse cuando lo hiciera estallar en uno de los cubos de basura metálicos que había detrás de la cantina. Se excitó sólo de pensar en el estallido del cubo, en el estruendo que iba a recorrer el patio.

Una vez di suelto el polvo, cuando estaba preparándose para verter la solución en la segunda bolsa, oyó que se acercaba el guardia.

—¿Te has tomado la medicación, Tennant?

Dallas tapó bruscamente las bolsas con las piernas y se inclinó como si estuviera atándose los cordones de los zapatos. El guardia lo observaba por entre los barrotes.

—Sí, claro, señor Winslow. Puede preguntárselo a ellos si quiere, acabo de ir.

—Tranquilo, Tennant. Ya les veré luego. Sólo quería asegurarme de que no te habías olvidado.

—No, no. Gracias.

El guardia hizo ademán de irse, pero se detuvo y frunció el ceño. A Dallas empezó a bajarle el sudor por la espalda.

—¿Te encuentras bien, Tennant?

—Sí, claro. ¿Por qué lo pregunta?

—Es que estás ahí como encorvado.

—Me estoy cagando.

El guardia recapacitó un instante antes de responder.

—Bueno, pues no te lo hagas en los pantalones. Te queda aproximadamente una hora hasta que se apaguen las luces.

Dallas escuchó los pasos, que iban alejándose, y después fue hasta la puerta para mirar a un lado y otro del pasillo antes de seguir con su trabajo. Abrió la otra bolsa, se la colocó entre las piernas y le echó la solución. La cerró con la cremallera y la masajeó, como había hecho con la otra. La bolsa se calentó, como le había dicho Mister Red.

Pero lo que Mister Red no le había dicho era que el contenido iba a volverse de un morado intenso.

Tennant estaba muy contento pero al mismo tiempo preocupado. Al mediodía, después de descargar la pornografía, había hecho una búsqueda por la Web y había encontrado un par de sitios sobre explosivos en los que hablaban del picrato de amonio. Se había enterado de que era un explosivo potente y estable, fácil de almacenar y de utilizar, y seguro (todo lo seguro que podía ser algo de ese género) debido a esa estabilidad. Sin embargo, en los dos artículos se decía que el picrato de amonio era un polvo blanco y cristalino, no una pasta morada.

La bolsa seguía calentándose.

Tennant dejó de masajearla y observó la pasta que había dentro. Estaba hinchándose como la masa del pan por efecto de la levadura, como si estuviera llenándose de burbujitas de gas.

Abrió la bolsa y olió el contenido. El hedor era insoportable.

Por la mente de Dallas Tennant pasaron dos ideas. Una, que Mister Red no podía haberse equivocado; si le había dicho que era picrato de amonio, tenía que serlo. Dos, que algunos explosivos no requieren detonador. Dallas lo había leído una vez, en un artículo sobre sustancias que explotaban con sólo mezclarlas. Había una palabra precisa para las reacciones de ese tipo, pero no la recordaba.

De pronto hizo explosión la sustancia morada, le arrancó los brazos y produjo tal sacudida en Atascadero que se activaron las alarmas y los rociadores contraincendios.

La palabra era «hipergólico».