7
—Háblame de Pell.
—Es federal, del ATF, el Departamento de Estado de Alcohol, Tabaco y Armas de fuego.
—Ya lo sé.
—Pues si lo sabes, ¿por qué lo preguntas?
—Quiero decir que sabía lo que es el ATF. Hoy estás un poco irritable, Carol.
—Qué falta de consideración. Será que no me he acordado de tomarme la dosis diaria de sacarina.
Starkey se arrepentía de haber hablado a Dana de Pell. Por el camino hacia Santa Mónica, había ido pensando los temas que quería tratar en la sesión, que no incluían a Pell, y sin embargo su nombre era lo primero que había soltado.
—Estoy corriendo un riesgo por él, y ni siquiera lo conozco.
—¿Por qué lo has hecho?
—No lo sé.
—Pero así, a bote pronto, ¿por qué dirías que lo has hecho?
—A nadie le gustan los chivatos.
—Pero ha hecho algo ilegal, Carol. Tú misma lo has dicho. Le ha puesto la mano encima a un preso y ahora tú corres peligro por no haberle denunciado. Está claro que no apruebas lo que ha hecho, pero que tu responsabilidad te supone un conflicto.
Starkey ya no escuchaba la voz de Dana. Estaba de pie junto a la ventana, observando el tráfico de Santa Mónica Boulevard, fumando. Varias mujeres esperaban en el cruce frente al edificio, observando nerviosas el autobús que estaba retenido tras seis carriles repletos de coches, unos pegados a otros, como cada día a aquella hora de la mañana. Al ver que eran centroamericanas, bajas y rollizas, y que llevaban bolsas de plástico, dedujo que serían empleadas domésticas que iban a trabajar a las lujosas casas al norte de Montana. Al cambiar el semáforo, el autobús pasó de largo con gran estruendo. Las mujeres, desesperadas, cruzaron la calle disparadas, aunque los coches seguían circulando pese al semáforo rojo. Se oyeron cláxones y un Nissan negro dio un volantazo y casi se llevó por delante a dos de ellas, que ni siquiera lo miraron, porque lo más importante era alcanzar el autobús, aunque hubiera que jugársela. Starkey sabía que ella jamás podría hacer algo así.
—¿Carol?
No quería seguir hablando de Pell ni mirar a un montón de mujeres sin otra idea en la cabeza que subirse a un autobús de mierda.
Volvió al sillón y apagó el cigarrillo.
—Quiero preguntarte algo.
—Muy bien.
—No estoy segura de querer hacerlo.
—¿El qué, Carol? ¿Preguntármelo?
—No, lo que voy a contarte. Me han mandado unos vídeos de lo de Charlie Riggio, las cintas de los periodistas de la tele. ¿Y sabes qué se me ha ocurrido? Que la cadena también tiene vídeos de mí. Tienen grabado lo que nos pasó a Sugar y a mí. No puedo dejar de pensar en eso, en que está por ahí, grabado en una cinta, y que podría verlo.
Dana escribió algo en la libreta.
—Si crees que estás preparada para algo así o que vas a estarlo, me parece que sería buena idea.
Starkey sintió un calambre en el estómago. En parte había buscado el permiso de Dana, pero en parte había querido librarse del problema.
—No sé.
Dana dejó la libreta a un lado. Starkey no estaba segura de si eso era motivo para asustarse o no. Nunca la había visto hacerlo.
—¿Cuánto tiempo hace que tienes esas pesadillas, Carol?
—Casi tres años.
—O sea que desde hace tres años casi cada noche ves la muerte de Sugar y la tuya propia. El otro día se me ocurrió algo sobre este asunto. No sé si es verdad o no, pero me gustaría compartirlo contigo.
Starkey la miró con prevención. No soportaba la palabra «compartir».
—¿Sabes lo que es una ilusión de percepción?
—No.
—Es un dibujo. Si lo miras, a lo mejor ves un jarrón, pero si vuelves a mirarlo cuando estás pensando de otra forma te parece que son dos mujeres cara a cara. Es como una imagen escondida dentro de otra imagen. Lo que se ve depende de las ideas y las predisposiciones que lleva consigo la persona. Cuando alguien mira algo una y otra vez, quizá lo que busca es esa imagen escondida. Sigue mirando, con la esperanza de descubrirla, pero no puede.
A Starkey todo eso le pareció una gilipollez.
—O sea que tengo la pesadilla porque lo que quiero es comprender lo que pasó, ¿no es así?
—Pues no lo sé. ¿Tú qué crees?
—Si tú no lo sabes, ¿cómo coño voy a saberlo yo? La que tiene el título de psicóloga eres tú.
—Está bien. Mira, el título me dice que tenemos que enfrentarnos al pasado para poder arreglar el presente.
—Ya lo hago. Lo intento. Pienso tanto en aquel día que me muero de asco, joder. —Levantó una mano y prosiguió—. Sí, ya sé que pensar en ello no es lo mismo que enfrentarse a ello.
—No iba a decir eso.
—Ya.
—Esto no es una crítica, Carol. Es una exploración.
—Vale, vale.
—Vamos a volver a la ilusión de percepción. Para mí la pesadilla es la primera imagen. Vuelves a ella porque no has encontrado la otra, la que está oculta. Sólo ves el jarrón. Buscas a las dos mujeres, sospechas que están ahí, pero no has sido capaz de encontrarlas, quizá porque lo que ves no es lo que pasó de verdad, sino lo que te imaginas que pasó.
Starkey sintió que su irritación se transformaba en rabia.
—Pues claro que es lo que me imagino. Estaba muerta, coño.
—El vídeo te mostraría qué pasó de verdad. Entonces, si las dos mujeres existen, puede que consigas encontrarlas. A lo mejor descubres que no hay más que el jarrón. En cualquier caso, el mero hecho de saberlo quizá te ayude a dejar atrás todo esto.
Starkey se quedó mirando la ventana otra vez, sin fijarse en Dana. Se levantó bruscamente y fue hacia donde había estado poco antes.
—Vuelve a sentarte, por favor.
Sacó un cigarrillo con un movimiento decidido y lo encendió. Dana no la miraba, seguía con la vista fija en el sillón vacío, como si Starkey siguiera allí.
—Carol, haz el favor de volver a sentarte.
Starkey soltó una enorme bocanada de humo, chupó el cigarrillo con ansia y llenó el aire con más humo.
—Aquí estoy bien.
—¿Te has dado cuenta de que cada vez que tocamos algo que no quieres oír o que quieres evitar te escapas por esa ventana?
Starkey volvió en silencio al sillón.
—El sueño ha cambiado —anunció por fin.
—Cuéntame cómo.
Cruzó las piernas, pero al darse cuenta, las descruzó.
—Salía Pell. Le quitaban el casco a Sugar y era el cabronazo de Pell.
Dana asintió.
—Te atrae.
—Ay, por favor, no empecemos.
—¿Sí o no?
—No lo sé.
—Hace un rato me has dicho que te da miedo. A lo mejor el motivo es ése.
—¿Las dos caras?
—Sí. La imagen oculta.
Starkey intentó hacer una broma.
—A lo mejor es que estoy chalada y por eso me gusta correr riesgos y trabajar en la Brigada de Desactivación de Explosivos.
—¿No has estado con nadie desde que pasó aquello?
Starkey sintió que se ruborizaba y apartó los ojos para parecer abstraída en lugar de muerta de miedo.
—No. Con nadie.
—¿Vas a hacer algo ahora que te sientes atraída por él?
—No lo sé.
Se quedaron en silencio hasta que Dana consultó el reloj.
—Ya casi es la hora. Me gustaría decirte algo más para que lo pienses de cara a la próxima sesión.
—Ya, como no tengo suficiente...
Dana sonrió mientras se colocaba la libreta sobre el regazo, como si ya estuviera pensando en lo que iba a anotar.
—Has hecho una broma sobre por qué entraste en la brigada: porque te gustaban los riesgos. Recuerdo una cosa que dijiste cuando venías al principio. Te comenté que la profesión de artificiero parecía muy peligrosa.
—¿Sí?
Starkey no lo recordaba.
—Y me dijiste que no. Que nunca pensabas que las bombas fueran peligrosas, que las considerabas rompecabezas que tenías que resolver, que eran cosas bien hechas, contenidas, previsibles. Creo que con las bombas te sientes segura, Carol. Lo que te da miedo es la gente. ¿Crees que por eso estabas tan a gusto en la Brigada de Desactivación de Explosivos?
Starkey consultó el reloj.
—Parece que tenías razón. Es la hora.
Tras salir de la consulta, Starkey sorteó el tráfico para atravesar la ciudad y llegar a Spring Street con una creciente sensación de que iba a pasar algo inevitable. Se dijo que había tomado una decisión consciente, pero sabía perfectamente que no era así, que era como un borracho cayendo por las escaleras: iba a estrellarse contra el suelo quisiera o no, sin mediar decisión suya alguna. Starkey se veía en las escaleras. Se veía caer. Iba a verse morir.
Cuando llegó a la SCC se sentía atontada y confusa, como si fuera un fantasma que hubiera vuelto para rondar una casa pero estuviera separado de ella, invisible e ingrávido.
En el otro extremo de la sala de reunión, Hooker luchaba con la máquina de café. Mientras lo observaba pensó que era él quien tenía los teléfonos de las redacciones de las televisiones. Decidió pedírselos, empezar a llamar y conseguir los dichosos vídeos. Tenía que hacerlo en aquel momento, antes de echarse atrás.
Fue hacia la máquina de café.
—Jorge, ¿has pedido que amplíen las cintas?
—Sí. Ya te dije que me encargaba yo, ¿no?
—Bueno, quería asegurarme.
—Es una empresa de posproducción de Hollywood que utiliza el departamento. Las tendremos dentro de dos o tres días.
—Vale. Oye, ¿alguno de esos vídeos nos lo ha dado el canal ocho?
—Sí. Te llevaste uno de los suyos a casa, Carol. ¿No te acuerdas?
—Coño, Jorge, me llevé la hostia de cintas. ¿Tú crees que me voy a acordar de qué cadenas eran todas?
Hooker se quedó mirándola.
—No. Supongo que no.
—¿Con quién hablaste de canal ocho? Para conseguir los vídeos, quiero decir.
—Con Sue Borman. Es directora de informativos.
—¿Me das su teléfono? Quiero pedirle una cosa.
—A lo mejor puedo ayudarte. ¿Qué quieres saber?
Nada resultaba fácil. ¿Por qué no iba a buscar el teléfono y se lo daba sin más?
—Quiero comentarle algo de las cintas, Jorge. ¿Haces el favor de darme su teléfono?
Starkey siguió a Hooker hasta su mesa para conseguir el número, y después fue directamente hasta la suya y llamó al canal ocho. Marcó mecánicamente, sin pensar qué iba a decir ni cómo. No quería pensar, no quería darse tiempo para cambiar de opinión.
El canal ocho era el único que recordaba del camping de caravanas. Sabía que había habido otros, pero ignoraba cuáles y no quería ponerse a llamar para preguntar. Se acordaba del canal ocho por su nombre comercial, KROK, el que figuraba en las cámaras. Los artificieros decían que la unidad móvil de KROK era el mierdamóvil.
—Soy la inspectora Carol Starkey, del Departamento de Policía de Los Ángeles. ¿Puede ponerme con Sue Borman?
Cuando contestó, Borman parecía preocupada. Starkey supuso que era lo habitual en su trabajo.
—Les hemos mandado los vídeos. ¿Estaba todo bien? No tienen problemas para reproducirlos, ¿verdad?
—No, no. Los vídeos están bien. Les agradecemos su colaboración. Llamo para pedirle otras cintas.
—Las que les hemos mandado son las únicas que tenemos. Se lo hemos dado todo.
—Son de hace más tiempo. Seguramente las tienen archivadas. Hace tres años murió un agente en un camping de caravanas de Chatsworth, y otra agente resultó herida. ¿Lo recuerda?
—No. ¿Fue otra de esas bombas?
Starkey cerró los ojos.
—Sí. Fue otra de esas bombas.
—A ver, a ver. No murió uno sino dos, pero a ella consiguieron resucitarla allí mismo, ¿no?
—Exacto.
—Yo era entonces redactora. Me parece que escribí la noticia.
—Fue hace tres años. A lo mejor no conservan las cintas.
—Lo guardamos todo. Perdone, ¿cómo ha dicho que se llamaba?
—Inspectora Starkey.
—Para lo de Silver Lake no hablé con usted, ¿verdad?
—No, habló con el inspector Santos.
—Ya. Tengo que consultar el archivo. Voy a mirarlo y luego la llamo. Deme la fecha del suceso y su teléfono.
Starkey le facilitó la fecha y su número de teléfono.
—Bueno, si encontramos la cinta la va a querer, ¿no es así?
—Exacto.
—¿Esto tiene relación con lo que pasó en Silver Lake?
Starkey no quería decirle a aquella mujer que era una de las dos personas que aparecían en el vídeo.
—Creemos que no tiene relación, pero hay que comprobarlo.
—Si hay una noticia detrás, la quiero para mi canal.
—Si hay una noticia, es toda suya.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Starkey.
—Ya le diré algo.
Cuando colgó, le temblaban las manos. Las extendió sobre la mesa e intentó detenerlas, pero no lo consiguió. Creía que iba a sentirse eufórica u orgullosa de sí misma por haber dado aquel paso, pero lo único que sentía eran náuseas.
Se tragó un tagamet a palo seco. Mientras esperaba que le pasara el malestar, recibió una llamada de Pell.
—¿Puedes hablar?
—Sí.
—Quisiera disculparme de nuevo por lo de ayer, lo de Tennant. Espero que no andes metida en ningún lío por lo que pasó.
—Todavía no me han llamado de Asuntos Internos, si es que es eso lo que preguntas. Tennant aún está a tiempo de cambiar de idea y mandar a la mierda mi carrera, pero de momento estoy a salvo.
—¿Has presentado una denuncia?
—No es mi estilo, guapo.
—Bueno, mira, ya te lo dije ayer: si las cosas acaban mal me las cargo yo.
Se sintió inundada por una rabia que parecía más dirigida hacia ella misma que hacia él.
—Tú no puedes cargártelas, Pell. Supongo que quieres ser un caballero o algo así, pero me importa un pepino. La que puede recibir el palo soy yo por no haber presentado la denuncia. Por aquí las cosas son así.
—Oye, mira, he llamado también por otra cosa. Tengo a alguien que puede ayudarnos con lo de Claudius.
—¿Cómo que puede ayudarnos?
—Si es verdad lo que dijo Tennant, que Mister Red entra, creo que podemos sacar algo en limpio. El ATF tiene un tío en el Instituto de Tecnología de California que sabe de estas cosas. Ya le he llamado. ¿Te apuntas?
—Pues claro que me apunto.
—Estupendo. ¿Puedes pasar a recogerme?
Tenía la tarjeta del motel encima de la mesa. La miró y vio que estaba en Culver City, cerca del aeropuerto. El sitio se llamaba Islander Palms.
—¿Pretendes que vaya a buscarte? ¿Por qué no quedamos aquí? Joder, no es que esté precisamente de camino.
—Es que tengo problemas con el coche de alquiler. Si no quieres venir, voy en taxi.
—Bueno, Pell, dentro de veinte minutos estoy ahí.
El Islander Palms era un motel contiguo a Pico Boulevard, un par de manzanas al oeste de los estudios de la Metro. Tenía dos pisos y era bastante feo. Unas grandes palmeras de neón iluminaban el aparcamiento. A Starkey le sorprendió que Pell se alojara en un agujero como aquél, y le pareció que debía de haberlo sacado de algún folleto de viajes económicos. Por algún lado tendría el típico cartel de «Precios asequibles».
El agente especial salió de la recepción en cuanto la vio entrar en el aparcamiento. Estaba pálido y ojeroso. Starkey pensó que el problema no guardaría relación con el coche. Seguramente seguía afectado por lo mismo que le había producido aquella reacción en Atascadero, fuera lo que fuera.
Se subió sin esperar a que parase el motor.
—Joder, Pell, sí que se aprieta el cinturón el ATF. Ni siquiera mi departamento me metería en un sitio como éste.
—Ya llamaré al director para decirle que te parece que hay que hacer reformas. ¿Sabes ir?
—Nací en Los Ángeles. Las autopistas corren por mis venas.
Mientras atravesaban la ciudad, Pell le contó que iban a ver a un tal Donald Bergen, estudiante de posgrado de Física. Era uno de los expertos en informática que trabajaban para las fuerzas de seguridad pública en la identificación y el control de personas que pudieran atentar contra la vida del presidente del país, fanáticos de las armas, pedófilos, terroristas y otros individuos que utilizaban Internet como medio de comunicación, preparación y realización de actividades ilegales. Era un terreno incierto desde el punto de vista legal, que a cada momento se volvía más pantanoso. Internet no era el servicio de correos ni los chats conversaciones telefónicas privadas, pero aun así las fuerzas de seguridad tenían cada vez más limitaciones para actuar en la red.
—¿Ese tío es de la secreta?
—Colabora con nosotros. Eso es todo. Hazme un favor, ¿vale? No le preguntes por su trabajo ni le des demasiadas explicaciones de lo que estamos haciendo. Será mejor así.
—Oye, que quede muy claro que no pienso hacer nada ilegal.
—Esto no es ilegal. Bergen sabe por qué vamos y está al tanto de lo de Claudius. Su trabajo consiste en meternos. Lo demás es cosa nuestra.
Starkey se quedó pensando en lo que había dicho Pell, pero no hizo más comentarios. Si Bergen y Claudius podían ayudarla a cerrar el caso, no tenía por qué quejarse.
Veinte minutos después encontraron un sitio en el aparcamiento de visitas y entraron en el campus del Instituto de Tecnología de California. Aunque Starkey había pasado toda la vida en Los Ángeles, nunca había estado allí. Era bonito: edificios de color tierra enclavados junto a los pisos de Pasadena. Se cruzaron con jóvenes de aspecto normal, pero ella pensó que debían de ser genios. Era poco probable que muchos de aquellos chicos decidieran ser policías. Starkey se dijo que tampoco ella lo sería si fuera más lista.
Llegaron al edificio de Informática, bajaron unas escaleras y recorrieron un pasillo espartano hasta encontrar el despacho de Bergen. El hombre que les abrió la puerta era bajo y muy musculoso, como un culturista. Olía ligeramente a sudor.
—¿Es usted Jack Pell?
—Sí. ¿El señor Bergen?
Bergen miró a Starkey.
—¿Quién es ésta?
Starkey le enseñó la placa, molesta.
—«Ésta» es la inspectora Carol Starkey, de la Policía de Los Ángeles.
Bergen miró a Pell con desconfianza.
—Jerry no me ha dicho nada sobre esto. ¿Qué pinta aquí?
—Vamos juntos, Bergen. Con eso tiene suficiente. Venga, abra la puerta.
Sacó la cabeza para ver si había alguien más en el pasillo y les dejó entrar. Después cerró con llave. Starkey olió a marihuana.
—Podéis llamarme Donnie. Lo tengo todo listo.
El despacho de Bergen era un revoltijo de libros, manuales de software y carteles de mujeres culturistas. Les pidió que se sentaran en las dos sillas que estaban colocadas ante un delgado ordenador portátil. Starkey se sentía incómoda porque ocupaba un asiento tan cerca de Pell que sus brazos se tocaban, pero no había sitio para apartarse. Bergen sacó una sillita plegable y se colocó al otro lado de Pell. Los tres se encorvaron ante el pequeño ordenador como si fuera una ventana a otro mundo.
—No tardaremos mucho. En comparación con algunas de las cositas que hago para vosotros es bastante fácil, pero hay algo que me pica la curiosidad.
Starkey observó que hablaba con Pell, sin mirarla. Dedujo que probablemente se sentía incómodo con las mujeres.
—¿De qué se trata? —quiso saber Pell.
—Cuando me dan trabajitos como éste, normalmente relleno una solicitud que me pasa Jerry, pero esta vez me ha dicho que no hacía falta.
—Eso ya lo hablaremos luego, Donnie. No hace falta molestar a la inspectora Starkey.
Bergen se puso totalmente rojo.
—Claro. Lo que tú digas.
—Enséñanos lo de Claudius, Donnie.
—¿Qué quieres saber?
—Enséñanos a encontrarlo.
—Ya lo he encontrado. Esta mañana he entrado.
Desde el extremo en el que estaba sentado, todo lo lejos de Starkey que le era posible, Bergen estiró el brazo y apretó varias teclas del ordenador.
—Primero he hecho una búsqueda de sitios web sobre bombas, explosivos, munición improvisada, destrucción a gran escala, cosas así. Los hay a cientos.
Starkey vio cómo llenaba la pantalla la página de inicio de algo que se llamaba Enterrador: se veía una calavera con hongos de bomba atómica en las cuencas de los ojos. Bergen explicó que la había preparado y la mantenía un aficionado de Minnesota, y que era totalmente legal.
—Muchas de las páginas más completas tienen foros de debate para que la gente pueda mandarse mensajes o quedar en un chat y hablar en tiempo real. ¿Sabes cómo hacemos las búsquedas de asesinos presidenciales?
—¿Donnie? —intervino Starkey.
Bergen carraspeó y la miró un instante, antes de apartar la vista.
—Dígame.
—Puedes tutearme. Lo que quiero es que también me hables a mí, ¿vale? No voy a empapelarte por fumar porros o lo que sea, ¿está claro?
—No he fumado porros.
—Bueno, háblame a mí también. No tengo ni idea de cómo hacéis las búsquedas de asesinos presidenciales. No sé ni lo que son.
—A lo mejor no deberíamos entrar en eso —terció Pell.
Bergen volvió a ruborizarse.
—Lo siento.
—A ver, cuéntanos cómo has encontrado Claudius y llévanos.
Bergen se dio la vuelta para señalar un montón de Power Macs de un azul intenso conectados entre sí y metidos en un marco metálico.
—Lo que hacemos es buscar combinaciones de palabras. Por ejemplo, «presidente», «Casa Blanca» y «matar». Tengo software que flota por cuarenta proveedores de acceso y busca constantemente esa combinación de palabras en foros, grupos de noticias y chats. Si aparece, el programa copia el intercambio de mensajes y las direcciones de correo electrónico de las distintas personas. Lo que he hecho ha sido pedirle que buscara la palabra «Claudius», junto con otras, y lo que he encontrado ha sido esto. Me ha costado lo mismo que mantener la democracia mundial a salvo.
Apretó otro botón y apareció otra página. Hinchó el pecho con petulancia.
—Si estos hijos de puta creían que podían esconderse, van dados. Esto es Claudius.
Se trataba de un rostro enmarcado en llamas, con aspecto de estar torturado, como si sufriera mucho. A Starkey le pareció romano. En la parte izquierda había una barra de navegación con diversas opciones, entre ellas Funcionamiento, Profesionales, Ejército, Galería, Enlaces y Los más buscados.
Starkey se acercó al monitor.
—¿Qué es todo eso?
—Las páginas que hay en el sitio. En la galería hay fotos de víctimas de explosiones. Es bastante asqueroso. En las páginas de funcionamiento hay sobre todo artículos sobre preparación de bombas y un foro de debate en el que estos cabrones hablan de estas cosas. Bueno, vamos a entrar.
Bergen se sirvió de un control que hacía las veces de ratón para hacerles una visita guiada de todo un infierno. Starkey vio pasar por la pantalla diagramas de municiones improvisadas y artículos sobre cómo sustituir productos domésticos por sus equivalentes químicos para crear explosivos.
En la galería había fotografías de edificios y vehículos destrozados, informes médicos sobre personas que habían resultado muertas en explosiones, innumerables imágenes de personas del Tercer Mundo que habían perdido un pie o una pierna por culpa de una mina anti-persona, y otras de animales destrozados en el curso de investigaciones sobre lesiones.
Starkey tuvo que apartar la mirada.
—Esta gente está totalmente loca. Esto es asqueroso.
—Pero legal. La primera enmienda. Y si te lo lees bien verás que en estas páginas, que son lo que llamamos públicas, no sale nada delictivo. Nadie reconoce haber cometido ningún delito ni haber comprado o vendido nada que pueda parecer ilegal. En teoría son simples aficionados.
—Estamos buscando a un tío que se hace llamar Mister Red —intervino Pell—. Aquí hablan de él. Nos han dicho que hasta es posible que participe en esto.
Bergen volvió a asentir antes de que Pell terminara de hablar para indicarles que se les había adelantado. Miró la hora y señaló un gran Macintosh que estaba sobre la mesa.
—Bueno, si ha pasado por aquí desde anoche a las once y cuatro, ha utilizado otro nombre. Estoy controlando los accesos.
Volvió a ponerse frente al portátil y abrió el foro de debate con el control.
—Lo que sí tenemos es mucha gente que habla de él. Hay un montón de tarados de éstos que se creen que es todo un héroe. Bueno, lo mismo Mister Red que otros cuantos gilipollas. Hay hilos de mensajes sobre el Unabomber; sobre el tío ese de California que llamaban el IRS Bomber, Dean Harvey Hicks; sobre el capullo aquel del Sur que intentaba cargarse a jueces y abogados; sobre aquellos cabrones de Oklahoma, y la hostia de material sobre Mister Red.
—A ver —pidió Starkey.
Bergen pinchó un hilo dedicado a Mister Red y explicó que cada hilo era una serie de mensajes sobre un mismo tema enviados a un foro concreto por los que podía navegar hacia delante o hacia atrás para seguir el intercambio de opiniones.
—¿Por dónde empiezo? —preguntó ella. —Por donde quieras. Da igual. Este hilo es interminable.
Starkey eligió un mensaje al azar y lo abrió.
ASUNTO: Re: Verdad o consecuencias
DE: BOOMERI
CLAVE: >187765.34@zipp<;
>>... el que Unabomber lo hiciera durante un montón de años sin que le pillaran demuestra su superioridad...<<
Kaczynski tuvo suerte. Sus artefactos eran sencillos, burdos, daban vergüenza. Para ver elegancia hay que fijarse en Mister Red.
The Boomster
(a veces se equivocan conmigo; yo nunca me equivoco)
Starkey abrió el siguiente mensaje del hilo.
ASUNTO: Re: Verdad o consecuencias
DE: JYMBO4
CLAVE: >222589.16@nomad<;
>>Para ver elegancia hay que fijarse en Mister Red.<<
Pero, ¿qué elegancia, Boomster? Vale, utiliza un material guapo como el módex y nadie sabe quién es, ¿y qué? Al Unabomber tardaron diecisiete años en identificarlo. Red sólo opera desde hace dos. A ver si es lo bastante listo como para que no le pillen.
La verdad es que me hace gracia que no sea nada político. Los árabes y los terroristas son la vergüenza del mundo de los explosivos... Para mí que Red sólo quiere meter caña, sin más. Hasta luego.
J.
Starkey miró a Pell.
—A esos tíos no habría que permitirles respirar.
Pell se echó a reír.
—Tranquila, Starkey. Yo diría que la mayoría nunca ha salido con nadie.
Starkey se dirigió a Bergen.
—¿Y eso es lo que hacen aquí? —preguntó—. ¿Se van mandando mensajitos como éstos?
—Sí. En eso consiste un foro. Lo que pasa es que estos tíos no son nadie. Ninguno de ellos va a reconocer que ha cometido algún delito. Si quieres ver a los pesos pesados tienes que ir al chat. Mira, donde estamos ahora puede entrar prácticamente cualquiera que sepa dónde buscar, pero el chat es distinto. No puedes entrar así, sin más, llamando a la puerta para que te abran. Tienes que estar invitado.
—¿Y a ti quién te ha invitado?
Bergen puso cara de suficiencia.
—No me ha hecho falta que nadie me invitara: me he colado. La gente normal necesita una invitación, que es un software especial que tiene que mandarte alguien por correo electrónico. Es como una llave. Estos tíos quieren hablar de cosas por las que les podrían arrestar, así que buscan intimidad. Saben que estoy por aquí, que hay gente como yo, pero se creen que en el chat no corren peligro.
Bergen apretó más teclas y se abrió una ventana en la pantalla en la que apareció una conversación entre dos nombres: ALPHK1 y 22TIDAL. No hablaban de bombas, ni de explosivos, ni de nada remotamente relacionado con el tema, sino de un programa muy popular de la televisión.
—¡Joder, están hablando de una actriz! —exclamó Pell.
—En el chat pueden hablar de lo que les dé la gana. Es en tiempo real. Están conversando, como nosotros ahora. La única diferencia es que ellos lo escriben. Podrían estar en cualquier rincón del planeta.
Starkey observó aquel intercambio y se sintió como si estuviera viendo otro mundo desde una ventanita.
—¿Ellos nos ven?
—No, ahora no. Estamos ocultos, somos totalmente invisibles. En Internet no hay paredes. Cuando yo me meto, no hay paredes.
Bergen volvió a reírse y a Starkey le pareció que probablemente estaba igual de loco que los chalados a los que estaban espiando.
Pell la miró intensamente y le hizo un gesto con la cabeza.
—Yo creo que puede venir por aquí, Starkey. Esta gente debe de satisfacer su ego. Es muy posible que le interese leer toda esta mierda sobre lo cojonudo que es. Lo típico que haría un tío como él. Aquí podemos pescarle.
Starkey se sintió abrumada al darse cuenta de que cualquiera de aquellas identidades podría ocultar a Mister Red. Miró a Pell y luego a Bergen.
—¿Podemos dejar mensajes aquí si tenemos una de esas identidades?
—Claro. Colgar mensajes, entrar aquí en el chat, todo lo que queráis si os lo preparo. Para eso hemos venido, ¿no?
Starkey miró a Pell, y éste asintió.
—Es lo que queremos.
—Pues vamos allá. Ya veréis.
Pell
Eligieron el alias de Hotload. A Pell le pareció una tontería, pero al cabo de un rato consideró que tenía un ingrediente sexual subliminal que podía serles útil.
Observó a Starkey con el rabillo del ojo, admirando su fuerza. El despacho de Bergen era pequeño y estaba muy desordenado; apenas cabían los tres delante del ordenador. Bergen olía tan mal que Pell iba acercándose a Starkey. Cada vez que la tocaba, ella retrocedía un poco. En un momento dado, cuando sus muslos entraron en contacto, le pareció que iba a caerse de la silla.
Pell pensó que quizá tenía aversión a los hombres o que no podía soportar el contacto físico, aunque le pareció poco probable. Cuando sufrió el ataque en Atascadero, Starkey había expresado un afecto que le había enternecido... aunque no hubiera dejado de darle la paliza con lo de Tennant.
—Tierra a Pell.
Tanto Starkey como Bergen le miraban fijamente. Se dio cuenta de que se había quedado en blanco, de que se había puesto a pensar en ella.
—Lo siento.
—Joder, Pell, presta atención. No quiero pasarme la noche aquí.
Bergen les enseñó a utilizar el portátil, a encenderlo y a apagarlo, y les consiguió una dirección electrónica a través de un proveedor anónimo gubernamental. Después les mostró cómo entrar en Claudius una vez que estuvieran en Internet. Estuvieron discutiendo sobre la estrategia a seguir y decidieron remover las aguas siguiendo las instrucciones de Bergen. Con el alias de Hotload, escribieron tres mensajes sobre Mister Red en el foro: en dos se declaraban seguidores suyos y en el tercero mencionaban un rumor sobre la última actuación de Mister Red en Los Ángeles y preguntaban si alguien sabía si era verdad. Bergen les explicó que el objetivo era provocar una respuesta y darse a conocer en el foro.
Al terminar, Pell anunció que volvería al cabo de unos minutos y acompañó a Starkey a la salida.
—¿Por qué tienes que volver? —quiso saber ella.
—Cosas del ATF. No te preocupes.
—¡Qué mierda, joder!
—¿Siempre estás de tan mala leche?
Starkey frunció el ceño y encendió un cigarrillo. Pell pensó en todo lo que fumaba y bebía y se preguntó si siempre habría sido así o si aquella Starkey habría nacido aquel día en el camping de caravanas. Lo mismo pensaba de los tacos y del mal humor. A veces, mientras conducía por la ciudad o estaba tumbado en la cama de su asqueroso motel, le entraban ganas de preguntarle esas cosas, pero lo consideraba improcedente. Sabía demasiado, más de lo que le convenía; por ejemplo, que algo como lo del camping de caravanas podía cambiar a alguien, que si alguien era débil por dentro podía ocultarlo con un exterior duro. Procuró alejar estos pensamientos.
Starkey hizo un gesto con el cigarrillo como si no lo hubiera encendido bien, y fijó la mirada en él.
—Tengo que volver a Spring Street. He quedado con Marzik para salir a buscar gente que haya visto a nuestro hombre.
—Llévate el ordenador. Luego podemos ir a tu casa y ver si ha respondido alguien.
Le miró fijamente, y después se encogió de hombros.
—Claro. Podemos hacerlo en mi casa. Te espero en el coche.
Pell la observó alejarse y volvió al despacho. Llamó de nuevo a la puerta y Bergen observó el pasillo por encima del hombro, como había hecho antes, para asegurarse de que no había moros en la costa. Pell no soportaba trabajar con gente como aquel tipo.
—Espero no haber metido la pata delante de ella —dijo Bergen en cuanto hubo cerrado la puerta.
Pell sacó un sobre con mil doscientos dólares y se lo entregó a Bergen, que se puso a contar los billetes.
—Mil doscientos. Muy bien. Es la primera vez que me pagáis en metálico. Normalmente relleno una solicitud para Jerry, pero me ha dicho que hoy no hacía falta.
—Pues si te ha dicho eso, olvídate.
Bergen se encogió de hombros, nervioso.
—Vale. ¿Quieres recibo?
—Lo que quiero es otro ordenador.
Bergen lo miró fijamente.
—¿Quieres otro? ¿Igual que el que acabo de darte?
—Sí. Prepáralo para entrar en Claudius.
—¿Y para qué necesitas otro?
Pell se acercó a Bergen y lo miró a los ojos de una forma que le hizo estremecer.
—¿Puedes prepararme otro, o no?
—Serán mil doscientos más.
—Volveré luego. Solo.