17:20 horas
No bien Michelle salió de la sala principal Susan sacó de su cuaderno las copias de los planos de los distintos pisos del Instituto Jefferson. Se orientó desde la entrada, siguió su camino hasta la sala principal, y luego controló las rutas para llegar al segundo piso. Vio dos opciones. Había una escalera desde MG o un ascensor desde S. P. Comp. Susan miró la clave en el ángulo inferior derecho. «MG» quería decir morgue; S. P. Comp., sala principal de computación. Susan decidió rápidamente que las escaleras debían ser más seguras que el ascensor; pensó que con seguridad en la sala de computación había gente.
Caminó hasta el extremo más alejado de la sala, donde había una puerta convencional, y probó el picaporte. Giró, y Susan abrió la puerta que daba a un corredor. Parecía muy oscuro; entonces recordó que aún llevaba las gafas. Se las quitó y las puso en el bolsillo del uniforme. El corredor era como los otros que había visto, totalmente blanco con iluminación que venía del piso. A ambos lados del corredor había un gran espejo, y sus múltiples reflejos hacían que el corredor pareciera infinitamente largo.
No se oía sonido alguno ni había nadie a la vista. Susan controló los planos de los pisos, que indicaban que la morgue y las escaleras estaban a la derecha. Cerró la puerta de la sala principal al salir de allí. Se encaminó rápidamente hacia una puerta en el extremo del corredor. No había inscripciones en la puerta, pero por lo menos tenía picaporte. Susan la abrió sin inconvenientes.
Procedió de la manera más silenciosa posible, abriendo de a pocos centímetros por vez. Veía los azulejos de la pared más cercana. Luego comenzó a ver la parte superior de una mesa de disecciones de acero inoxidable. Sobre la mesa había un cadáver desnudo. Susan oyó voces y risas, seguidas del sonido de una balanza.
—Bien, los pulmones. ¿Y cuánto le parece que pesará el corazón? —dijo una de las voces.
—A ver, apuesten —rió otra voz.
Empujando la puerta unos centímetros más, Susan llegó a ver la cabeza del cadáver. Cerró los ojos, luego se sintió desvanecer. Era Berman. Cerrando la puerta sin el menor sonido, Susan se quedó parada para recuperar el aliento. Sufrió unas ligeras náuseas, pero pasaron. Se dio cuenta de que tenía muy poco tiempo. El ascensor.
La pausa de Susan frente a la puerta duró el tiempo necesario. La cámara de televisión colocada detrás del espejo terminó su examen de cinco segundos mientras Susan volvía al corredor. Diez segundos después volvería a recorrer el lugar.
Susan se apresuró a volver a la sala principal y llegó a la puerta que daba a la sala de computación. Trató de abrirla con un movimiento vacilante. También estaba sin llave. Abrió la puerta unos treinta centímetros y miró dentro de la habitación. Con gran alivio observó que estaba vacía. Empujando un poco más la puerta vio una gran variedad de consolas de computadoras, equipo de entradas y salidas, y sistemas de almacenamiento de datos.
Un movimiento en el rincón más distante, cerca del techo, atrajo la mirada de Susan. Lo reconoció de inmediato. Era un monitor de televisión. Mientras la lente se volvía con lentitud hacia Susan, la muchacha retrocedió y cerró la puerta. Cuando supuso que la lente había dado la vuelta, abrió la puerta y atravesó corriendo la habitación hasta llegar al ascensor. Pero ya no tenía tiempo; la cámara de televisión la captaría al regresar. Susan se escondió detrás de una consola de computadora a mitad de camino.
Tenía que recorrer lo que le faltaba de la habitación, de una consola hasta la otra, tratando de evitar el ojo giratorio de la cámara. Llegó hasta el ascensor de una carrera y oprimió el botón desesperadamente. Oyó cómo se ponía en funcionamiento el mecanismo. El ascensor estaba en otro piso.
La cámara de televisión llegó al extremo de su arco y comenzó el camino de regreso. Susan oprimió el botón varias veces seguidas. El sonido del mecanismo se detuvo, las puertas se sacudieron levemente y comenzaron a abrirse. Susan echó una mirada a la cámara de televisión antes de esconderse detrás de la puerta del ascensor, buscando a ciegas el botón de «cierre». La puerta se cerró, pero Susan no tenía idea de si había sido observada o no.
El ascensor era oscuro y lento. Sólo había tres botones. Susan oprimió el correspondiente al primer piso y sintió que la máquina comenzaba a descender. El plano del primer piso mostraba que los quirófanos estaban en el extremo opuesto al de los ascensores. Un largo vestíbulo se extendía desde los ascensores hasta el área de los quirófanos. La octava y la novena puerta a la derecha conducían al complejo de los quirófanos.
Cuando el ascensor se detuvo y se abrieron las puertas, Susan permaneció adentro con el dedo en el botón de «cierre». No había nadie a la vista. El corredor era similar al de la planta baja, pero las puertas, eran más profundas. En los techos se veían guías para los trolleys.
Cuando la puerta del ascensor comenzó a cerrarse, Susan se lanzó al corredor, controlando mentalmente el número de puertas por las que había pasado. De pronto, a la distancia, vio a un hombre que llevaba un carrito lleno de unidades de sangre entera. Parecía venir de un corredor lateral. Susan se metió como una exhalación en uno de los recesos de las puertas, chocando con la pared, jadeando. Escuchó. El ruido del mecanismo del ascensor disminuyó. Observó el corredor. Vacío. Salió del lugar donde estaba y llegó a la novena puerta. Esperó hasta que se le normalizó la respiración, antes de abrir la puerta y examinar el cuarto. Entró en él rápidamente.
Estaba en un vestuario. En un cenicero había un cigarrillo a medio fumar; el humo ascendía en volutas en el aire inmóvil. Una entrada sin puerta llevaba a la parte de los baños, Susan oía el sonido de una ducha.
Michelle volvió a la sala de control. Su sensación de desconcierto había desaparecido. Tenía la boca firmemente cerrada, pero sus ojos se movían sin cesar. Como el guardia, estaba ahora muy nerviosa.
—Esa muchacha literalmente se ha evaporado. Es imposible que haya salido, ¿verdad? —preguntó Michelle.
—Imposible. No hay forma de llegar a la puerta del frente, ni a ninguna puerta externa; no pueden abrirse si yo no acciono el mecanismo correspondiente. —El guardia seguía pasando de un monitor a otro.
—Creo que será mejor que hagamos otro llamado a dirección. Este asunto puede ponerse serio —dijo la enfermera sentada ante la consola de la computadora.
—No lo entiendo. Estos monitores están ubicados en las zonas clave. Debe de estar en alguna puerta —sugirió el guardia.
—No está en ninguna puerta. Recorrí la sala principal en toda su extensión. ¿Y el ascensor?
—Ésa es una idea —respondió el guardia—. Si sube las escaleras puede haber grandes problemas. Voy a asegurar el edificio y a activar todos los mecanismos de cierre en todas las puertas de las escaleras, y electrificar todo el cerco. Mantendré la alarma general hasta que nos comuniquemos con Dirección.
Michelle se acercó a un teléfono rojo.
—¡Qué absurdo! Esto es innecesario. ¿Por qué le permitieron entrar sola?
Los vestuarios se comunicaban con el área de los quirófanos por puertas de vaivén. Susan pasó por ellas. Aquí el aspecto del lugar era más tradicional. La iluminación venía de tubos fluorescentes en el techo junto con los omnipresentes trolleys para los pacientes. Había un leve resplandor que Susan recordaba de la sala principal; supuso que la luz tenía un componente ultravioleta. El piso era vinílico blanco, las paredes cubiertas de cerámicos blancos.
La recepción del área de los quirófanos no era grande. En el centro se veía un escritorio vacío. Aparentemente había cuatro salas de operaciones, dos de cada lado, con salas auxiliares entre ellas. Unos sonidos apagados que llegaban del primer quirófano atrajeron la atención de Susan. La luz venía de una ventanita, que indicaba que se estaba realizando una operación. Una ventana a oscuras en la sala adyacente sugería que ésta estaba vacía. Susan fue allá, espió adentro, y penetró en la oscuridad.
Esta sala auxiliar estaba levemente iluminada por el vidrio de una puerta que llevaba al quirófano ocupado.
Susan esperó a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Lentamente los objetos del lugar en que se encontraba tomaron forma. Había una mesa central que contenía varios objetos grandes de los que surgía un ruido apagado y constante. El perímetro de la sala estaba ocupado por mostradores. En el de la izquierda había una gran pileta. Inmediatamente a su derecha Susan distinguió la forma de un esterilizador a gas.
Lo más silenciosamente posible, Susan abrió el gabinete que había detrás de la pileta, y se aseguró con las manos que habría suficiente lugar para meterse allí si era necesario. Luego volvió a la puerta que daba al vestíbulo y la recorrió con la mano hasta encontrar el picaporte, y oprimió el cierre. Luego se detuvo para comprobar que no había cambios en los ruidos que llegaban del quirófano. Susan miró los objetos en la mesa central, pero la luz era insuficiente para distinguirlos.
Susan fue en puntas de pie hasta la puerta del quirófano y se estiró para mirar por el vidrio. Vio dos cirujanos, ataviados con el uniforme corriente, inclinados sobre un paciente. Pero no vio ningún anestesiólogo. No había mesa de operaciones. El paciente seguía colgado de una estructura. Pero estaba colocado del costado derecho, donde se veía una incisión. Los cirujanos la estaban cerrando, y Susan oía bastante bien su conversación.
—¿Adónde irá el corazón del caso anterior?
—A San Francisco —respondió el segundo cirujano, mientras hacía una firme sutura—. Creo que sólo dejará setenta y cinco mil dólares. No era muy adecuado sólo dos de cuatro, pero fue un pedido de último momento.
—No se puede ganar en todas —dijo el primer cirujano—, pero este riñón va bien para los cuatro tejidos, y entiendo que dará casi doscientos mil. Además, es posible que pidan el otro en pocos días.
—Bien, no lo dejaremos ir hasta que encontremos un mercado para el corazón —agregó el otro, aplicando otra rápida sutura.
—El verdadero problema es encontrar un tejido adecuado para el de Dallas. Ofrecen un millón de dólares por una coincidencia de los cuatro tejidos. El padre del chico está en el petróleo.
El segundo cirujano dio un silbido.
—¿Y han tenido suerte hasta ahora?
—Encontramos una coincidencia en tres tejidos que irá para un trasplante en el Memorial el viernes próximo, y…
La mente de Susan trataba desesperadamente de encontrar alguna explicación alternativa a lo que estaba oyendo, pero antes de lograrlo se sacudió la puerta que daba a la recepción porque alguien trataba de abrirla. El primer impulso de Susan fue correr hacia el otro quirófano vacío. En cambio fue hacia la pileta, al oír que alguien entraba en la sala de operaciones iluminada. Se metió en el gabinete sobre el mostrador, asustada por el ruido de varios frascos que se voltearon cuando ella los empujó con los pies. El espacio era escaso; luchó por meter los brazos. No pudo cerrar totalmente la puerta cuando se abrió la del quirófano y se encendieron las luces. Susan contuvo el aliento.
Con la cabeza torcida hacia un costado, y la puerta del gabinete apenas abierta, veía dos estructuras de plexiglás sobre la mesa. Parecían peceras. Entonces comprendió el ruido de bombeo que había percibido al entrar en la sala. Venía de dos máquinas automáticas, accionadas con pilas, conectadas con los dos tanques de plexiglás. El primero contenía un corazón humano, suspendido en un fluido. El corazón se estremecía, pero no latía. El otro contenía un riñón humano, también suspendido en un fluido.
De pronto Susan vio claro en toda esa pesadilla. Ahora tenía el motivo, un horrible motivo para poner a esos pacientes en coma. ¡El Instituto Jefferson era un Banco para órganos humanos del mercado negro!
Susan tenía poco tiempo para pensar. Un hombre pasó junto a la pileta, rozando con sus pantalones la puerta semiabierta del gabinete. Abrió la puerta que daba al vestíbulo, luego volvió a la mesa. Con audible esfuerzo, levantó el tanque que contenía el corazón y se lo llevó, dejando la luz encendida y la puerta entreabierta.
La mente de Susan voló por todos los detalles de su investigación: la válvula en el tubo de oxígeno, la cara de D’Ambrosio, la imagen de Nancy Greenly, y el corazón en el recipiente de plexiglás. Recordó la conversación en la morgue, abajo, y comprendió que el corazón debía haber sido el de Berman. Tuvo una sensación de urgencia, de pánico arrollador. La idea de este macabro asunto era demasiado para ella. Tenía que escapar, y por primera vez se dio cuenta de cuan difícil era. Éste no era un hospital común. Por lo menos algunas de las personas que lo dirigían eran criminales. Tenía que salir y encontrar a alguien que comprendiera lo que estaba sucediendo. Stark. Tenía que llegar a Stark. El entendería toda la cuestión y tenía suficiente poder como para hacer algo.
Cuidadosamente Susan sacó su mano izquierda del gabinete y la apoyó en el suelo, abriendo la puerta al mismo tiempo. Escuchó. No había ruidos excepto el leve sonido de la bomba que llegaba al riñón en la mesa. Con gran esfuerzo comenzó a retirar su pierna derecha del rincón más alejado del gabinete. Entonces oyó pasos en el vestíbulo. Fue sólo por un segundo. Su pie volvió al lugar donde estaba. Metió el brazo adentro, tratando de llegar lo más al fondo posible del gabinete. El codo del desagüe de la pileta se le clavó en la espalda.
El hombre volvió a la habitación con paso rápido. Se paró entre la pileta y la mesa y cerró la puerta del gabinete de un puntapié. El sonido y la compresión hicieron vibrar los oídos de Susan. Oyó al hombre esforzarse con el segundo tanque. Luego sus pasos que salían de la sala y se perdían en el corredor.
Susan se quedó inmóvil dos o tres minutos antes de atreverse a moverse, escuchando. No oía pasos; sólo una risa apagada que llegaba del primer quirófano. Susan retiró su cuerpo acalambrado de debajo de la pileta. Un tubo de spray cayó al piso y rodó por una corta distancia. Susan se quedó helada. Nada. Luego corrió a la puerta en el quirófano oscuro.
Otra vez tuvo que detenerse para acostumbrarse a la oscuridad. Aquí se veían las formas de las luces sobre la mesa de operaciones. Cuidadosamente Susan se acercó a la pared común que daba al corredor, buscando a tientas el picaporte. Cuando lo encontró pasó por la puerta y observó la sala de preparación contigua.
En ese instante una aguda alarma rompió la quietud y todas las luces se encendieron en la habitación antes oscura. Aterrorizada, Susan soltó la puerta y se pegó a la pared, a la espera de un atacante.
La sala estaba vacía.
Cerca de un pequeño altoparlante se encendía y se apagaba una luz roja. Por el altoparlante se oyó: «Hay una intrusa en el edificio. Una mujer. Debe ser detenida de inmediato. Repito… Hay una intrusa en el edificio… deténganla de inmediato». El altoparlante quedó mudo. Susan suspiró con alivio. Salió del quirófano y miró la pared de la sala de preparación. En el corredor no había nadie.
Dos guardias con uniformes blancos recorrían apresuradamente la sala principal, sin prestar atención a los cien seres humanos que colgaban a su alrededor. Cada uno llevaba una pistola en la mano. El más alto de los dos escuchaba su Sony. Volvió a colocarla en el cinturón.
—Voy a tomar el ascensor en la sala de computación hasta el primero. Tú irás a la morgue y a las salas de máquinas de abajo.
Los dos hombres pasaron al corredor detrás de la sala.
—Y recuerden que tenemos órdenes claras. Si la encuentran y viene por propia voluntad, bien. Si no, disparen contra ella. Pero en la cabeza. Tal vez quieran el corazón o los riñones, según el tipo de tejidos que tenga.
Los dos hombres se separaron. El más alto fue por el corredor a la sala de computación. Controló metódicamente el lugar, luego llamó al ascensor.
Susan bajó corriendo del área de los quirófanos, pasando por el primero. Abrió la puerta del vestuario pero oyó voces adentro. Sin vacilar cambió de planes y fue hacia una puerta que sabía debía comunicar con el corredor principal. Entonces vio unas tijeras grandes sobre el escritorio de la recepción.
El corredor seguía vacío, para gran alivio de Susan. Veía todo el trayecto hasta las puertas cerradas de los ascensores en el extremo más alejado. Inspirando profundamente, corrió hacia el ascensor. Estaba por la mitad del corredor cuando llegó el ascensor. Susan aminoró la marcha cuando las puertas se sacudieron y se abrieron. El guardia salió y Susan se detuvo. Los dos quedaron desconcertados al verse.
—Bien, señorita, nos gustaría conversar con usted, allá abajo. —La voz del guardia no era amenazante. Comenzó a avanzar lentamente hacia Susan, con la pistola a la espalda.
Susan dio unos pasos indecisos hacia atrás, luego giró sobre sí misma y corrió hacia la zona de los quirófanos. El guardia salió a toda carrera tras ella. En medio de su desesperación Susan probó varias puertas. La primera estaba cerrada con llave; la segunda también. El guardia estaba casi sobre ella. El picaporte de la tercera puerta se abrió y Susan entró. Trató de cerrar la puerta de un golpe. Pero el guardia tomó la puerta por el borde e introdujo un pie entre la puerta y el marco. Susan empujaba con todas sus fuerzas pero la lucha era muy desigual. La puerta comenzó a abrirse.
—Manteniendo el hombro y la mano izquierda contra la puerta, Susan empuñó la tijera como si fuera una daga. Con un golpe rápido, hundió la tijera en la mano del guardia.
La punta de la tijera golpeó entre los nudillos del segundo y tercer dedo. La fuerza del golpe llevó las hojas hasta los huesos del metacarpo, desgarrando los músculos lumbricales y saliendo por el dorso de la mano. El guardia lanzó un grito agónico, soltando la puerta. Retrocedió a los tumbos por el corredor con la tijera todavía clavada en la mano. Conteniendo el aliento y rechinando los dientes, arrancó la tijera. Una pequeña rama arterial emitía sangre en arcos pulsátiles contra el piso de plástico opaco, formando un dibujo de motas rojas.
Susan cerró la puerta de un golpe y le puso llave. Giró para observar la habitación. Era un pequeño laboratorio, con una mesa en el centro. A la izquierda había dos gabinetes con las partes posteriores apoyadas una contra la otra. Contra la pared había varios archivos. En el otro extremo, una ventana.
En el vestíbulo el guardia, se recuperó lo suficiente como para envolverse la mano con un pañuelo y detener la hemorragia. Pasó el pañuelo entre sus dedos índice y medio y se lo ató en la muñeca. Estaba furioso, y buscaba sus llaves maestras. La primera no servía para esa cerradura. La segunda tampoco. Ni la tercera. Finalmente la cuarta giró e hizo funcionar el mecanismo de la cerradura, que abrió la puerta. El guardia la abrió con el pie, con tanta fuerza que el picaporte se clavó en el pared de yeso de la derecha. Con la pistola en posición de disparar, el guardia saltó dentro de la habitación y giró sobre sí mismo. Susan ya no estaba. La ventana estaba abierta y el aire helado de febrero entraba en la habitación caldeada. El guardia corrió a la ventana y se inclinó para ver la cornisa. Volvió al cuarto y habló por su radio.
—Bien, encontré a la muchacha, primer piso, laboratorio de tejidos. Es brava. Me clavó una tijera, pero estoy bien. Saltó por la ventana a la cornisa… No, no la veo. La cornisa dobla en el ángulo del edificio… No, no creo que salte. ¿Soltaron a los Doberman?… Bien. El único problema es que puede llamar la atención si pasa al frente del edificio… Bien, me fijaré en el otro lado de la cornisa.
El guardia volvió a ponerse la radio en el cinturón, cerró la ventana y le puso llave. Luego salió corriendo de la habitación, apretando su mano lastimada.