02:11 horas

Beacon Hill estaba totalmente dormida. Cuando el taxi dobló por Charles Street hacia Mount Vernon y se encaminó a la zona residencial, no había gente ni coches, ni siquiera un perro. Se veían pocas luces en las ventanas; sólo las lámparas de mercurio revelaban que se trataba de un lugar habitado y no desierto. Susan pagó al taxista, luego miró hacia ambos lados de la calle para ver si alguien la seguía.

Después de escapar de D’Ambrosio en el refrigerador, Susan estaba aterrada y decidió no volver a su cuarto. No tenía idea de si D’Ambrosio trabajaba solo o con un cómplice, pero no estaba con ánimo para averiguarlo. Había escapado del edificio de Anatomía, cruzado frente al edificio de la Administración, y llegó a Huntington Avenue pasando por el Instituto de Salud Pública. A esa hora le llevó quince minutos encontrar un taxi.

Bellows. Susan pensó que era la única persona a quien podía acudir a las dos de la mañana y que entendería su pedido. Pero temía que la siguieran, y no quería comprometer a Bellows en ningún peligro. De modo que al entrar en el vestíbulo del edificio de Bellows decidió esperar cinco minutos antes de llamar a su departamento, para estar segura de que no la seguían.

El vestíbulo no tenía calefacción y Susan saltó unos minutos en el mismo lugar para entrar en calor. Ahora que podía razonar después de la experiencia con D’Ambrosio, trató de entender por qué D’Ambrosio había vuelto tan pronto. Por lo que sabía, nadie la había seguido cuando volvió al Memorial para obtener las historias y explorar los quirófanos. Nadie sabía siquiera que ella estaba allí.

Susan dejó de correr y miró Mount Vernon Street por la puerta de vidrio. ¡Bellows! Él la había visto en la sala de médicos. Él era el único que sabía que Susan no había abandonado la búsqueda. Ella le había mostrado las historias. Comenzó a saltar otra vez, maldiciendo su propia paranoia. Luego se detuvo al recordar que Bellows estaba implicado en el asunto de las drogas halladas en los armarios de los médicos, que Bellows era quien encontró a Walters después del suicidio de éste.

Susan dio vuelta la cabeza y miró por el vidrio de la puerta interna. Desde allí se veía la escalera con su alfombra roja. ¿Bellows estaría implicado? La posibilidad penetraba en el cerebro y el cuerpo fatigados de Susan. Sacudió la cabeza y se rió: la paranoia era demasiado evidente. Pero la hacía pensar, y los pensamientos la preocupaban.

En su reloj eran las 02:17. Qué sorpresa para Bellows, recibir una visita a esa hora. Por lo menos se sorprendería, pensaba Susan. Pero ¿si la sorpresa fuera porque ella estuviera en otra cosa en esos momentos? ¿Si Bellows supiera lo de D’Ambrosio? Impulsivamente Susan decidió que eso era una tontería. Tocó el portero eléctrico con determinación. Tuvo que tocarlo otra vez, insistentemente, hasta que Bellows respondió.

Susan comenzó a subir la escalera. Estaba por la mitad del segundo tramo cuando apareció Bellows arriba, con su bata.

—Debía habérmelo imaginado. Susan, son más de las dos.

—Me preguntaste si quería tomar una copa. Cambié de idea. Acepto.

—Pero eso fue a las once. —Bellows desapareció dentro de su departamento, dejando la puerta entreabierta.

Susan llegó al piso de Bellows y entró en el departamento. No se veía a Bellows por ninguna parte Susan cerró la puerta con llave y los dos pasadores. Encontró a Bellows en la cama, con las mantas hasta el cuello y los ojos cerrados.

—Qué hospitalidad —comentó Susan sentándose en el borde de la cama. Miró a Bellows. Dios, qué placer verlo.

Tuvo ganas de arrojarse sobre él, de rodearlo con sus brazos. Quería contarle lo de D’Ambrosio, el episodio en el refrigerador. Quería gritar; quería llorar. Pero no hizo nada de eso. Sólo se quedó sentada mirando a Bellows, con la mente confundida.

Bellows no se movió, por lo menos al principio. Finalmente abrió el ojo derecho, después el izquierdo. Luego se sentó en la cama.

—Dios mío, no puedo dormir si tú estás sentada allí.

—¿Y esa copa? ¡La necesito! —Susan se esforzaba por estar calma, analítica. Pero era difícil. Aún tenía 150 pulsaciones por minuto.

Bellows miró a Susan.

—¡De veras eres insoportable! —Se levantó y volvió a ponerse la bata—. Bien. ¿Qué quieres?

—Whisky, si tienes. Whisky con soda; poca soda. —Susan trataba de hablar con fluidez. Sus manos aún temblaban visiblemente. Siguió a Bellows a la cocina.

—Tuve que venir, Mark. Volvieron a atacarme. —La voz de Susan revelaba el esfuerzo que hacía por mantener la calma. Observó la reacción de Bellows ante sus palabras: se detuvo frente a la heladera, mientras retiraba unos cubos de hielo.

—¿Hablas en serio?

—Nunca he hablado tan en serio.

—¿La misma persona?

—La misma persona.

Bellows volvió a los cubos, tratando de desprenderlos de la cubeta. Susan sentía que estaba sorprendido por la noticia pero no demasiado, y no excesivamente preocupado. Se sintió incómoda.

Probó por otro camino.

—Encontré algo más cuando visité el quirófano. Algo muy interesante. —Esperó una respuesta.

Bellows sirvió el whisky, luego abrió una botella de soda y la vertió sobre el hielo. Los cubos chocaron en el vaso.

—Bien, te creo. ¿Piensas decirme de qué se trata? —Bellows le alcanzó el vaso a Susan, que tomó un gran sorbo.

—Seguí el tubo de oxígeno desde el quirófano ocho en el espacio sobre el cielo raso. Inmediatamente antes del punto en que entra en el conducto principal tiene una válvula.

Bellows tomó un sorbito de su copa, e hizo un ademán para que Susan lo siguiera al living. El reloj sobre la chimenea dio la hora: las 02:30.

—Los tubos de gas tienen válvulas —dúo Bellows al cabo de un rato.

—Los otros no las tenían.

—¿Era un tipo de válvula que permitiría introducir gas en el tubo?

—Así creo. No sé mucho sobre válvulas y esas cosas.

—¿Controlaste las que van a los distintos quirófanos, para estar segura?

—No, pero el del quirófano 8 era el único caño con una válvula cerca del conducto principal.

—El solo hecho de que tenga una válvula no me sorprende. Quizás todos tengan una en algún punto de su extensión. Yo no me apoyaría en esa válvula para sacar conclusiones, antes de haber visto todos los caños.

—Es demasiada coincidencia, Mark. Todos esos casos ocurrieron en el quirófano 8, y precisamente el tubo de oxígeno que va al quirófano 8 tiene una válvula en un lugar raro, bastante bien disimulada.

—Mira, Susan. Olvidas que aproximadamente el veinticinco por ciento de tus supuestas víctimas ni siquiera estuvieron cerca del área de Cirugía, y mucho menos del quirófano 8. Ahora, aun en las mejores circunstancias, opino que tu cruzada es ridícula y peligrosa. Y cuando estoy agotado, la siento insoportable. ¿No podemos hablar de algo tranquilizante, por ejemplo de la socialización de la medicina?

—Mark, estoy segura de esto. —Susan percibía una nota de exasperación en la voz de Bellows.

—Estoy seguro de que tú estás segura, pero también estoy seguro de que yo no lo estoy.

—Mark, el hombre que me atacó esta tarde me hizo una advertencia, y luego regresó, y creo que no era para hablar. Creo que quería matarme. En realidad, trató de matarme. ¡Me disparó con un arma!

Bellows se frotó los ojos, luego la cabeza.

—Susan, no sé qué pensar de eso, y no se me ocurre nada inteligente que decir. ¿Por qué no vas a la policía si estás segura?

Susan no oyó el último comentario de Bellows. Su mente seguía trabajando a toda velocidad. Se levantó para hablar en voz alta.

—Tiene que ser por falta de oxígeno. Si se les dio demasiada succinilcolina o curare, lo suficiente como para que tuvieran un episodio hipóxico… —Susan siguió adelante con sus razonamientos—. Ése podría ser el motivo del paro respiratorio. Ése a quien le hicieron la autopsia, Crawford. —Susan sacó su cuaderno. Bellows tomó otro trago—. Aquí está: Crawford. Tenía un glaucoma grave en un ojo y le estaban dando phospolene iodide. Eso es un anticholinesterase, lo cual significa que su capacidad de superar la succinilcolina habría quedado eliminada y que sus dosis subletal podría volverse letal.

—Susan, ya te he dicho que la succinilcolina no funcionaría en el quirófano, estando allí el cirujano y el anestesista. Además no se puede dar succinilcolina en forma de gas… al menos yo nunca oí hablar de eso. Pero es posible que se pueda; sin embargo, seguirían haciendo respirar al paciente en forma artificial hasta que se eliminara; no habría hipoxia.

Susan sorbió lentamente de su vaso.

—Lo que dices es que en la sala de operaciones la hipoxia debe ocurrir sin que la sangre cambie de color, para que el cirujano quede contento… ¿Cómo podría lograrse eso?… Tendrías que bloquear de alguna manera el uso del oxígeno en el cerebro… tal vez a nivel celular… o bloquear el paso del oxígeno a las células cerebrales. Me parece que hay una droga que puede bloquear la utilización del oxígeno, pero no recuerdo muy bien cuál es. Si la válvula en el tubo de oxígeno fuera significativa, tendría que ser una droga que viene en forma de gas. Pero hay otra forma de hacerlo. Se podría usar una droga que bloquee la absorción de oxígeno en la hemoglobina y sin embargo conserve el color… ¡Mark, ya lo tengo! —Susan se enderezó bruscamente, con los ojos muy abiertos y una media sonrisa.

—Claro, Susan, claro que lo tienes —replicó Mark con sarcasmo.

—¡El monóxido de carbono! Monóxido de carbono cuidadosamente instilado en la sangre, a través de esa válvula, calculado para producir el grado adecuado de hipoxia. El color de la sangre no cambiaría. En realidad se pondría aún más roja, roja como una cereza. Incluso una cantidad muy pequeña haría que el oxígeno se desplazara de la hemoglobina. El cerebro queda privado del oxígeno necesario y… coma. En el quirófano todo parecía absolutamente normal. Luego el cerebro del paciente muere; no hay rastros de la causa.

Hubo un silencio; Susan y Bellows se miraban. Susan con expectativa, Bellows con cansada resignación.

—¿Quieres que te diga algo? Bien, es posible. Ridículo, pero posible. Quiero decir que es teóricamente posible que los casos quirúrgicos sean causados por monóxido de carbono. Es una idea horrible, hasta se podría decir que es ingeniosa, pero en todo caso es posible. El problema es que hay un veinticinco por ciento de casos de coma que ni siquiera se acercaron al pabellón de cirugía.

—Ésos son fáciles de explicar. Nunca fueron difíciles. Los difíciles eran los de cirugía. También me resultó difícil quitarme de la cabeza la idea de que en el diagnóstico de la enfermedad hay que buscar causas únicas. Pero en este caso no se trata de una enfermedad. A los casos de los pisos de medicina clínica se les dieron dosis subletales de succinilcolina. Algo así sucedió en un hospital V. A. del Oeste Medio, y aun en New Jersey.

—Susan, tú puedes seguir haciendo hipótesis hasta reventar —replicó Bellows con un tono de enojo que surgía de su frustración—. Lo que sugieres es un fantástico plan organizado, un plan criminal, con el único propósito de poner a la gente en coma. Bien, permíteme decirte que no has hecho el menor esfuerzo por responder a la pregunta más elemental: ¿Por qué? ¿Por qué, Susan? ¿Por qué? Quiero decir que haces trabajar tu mente a ciento cincuenta por hora, arriesgando en toda forma tu carrera, y la mía también, para llegar a una explicación potencialmente plausible aunque fantástica de una serie de incidentes lamentables que nada tienen que ver entre sí. Pero al mismo tiempo, te olvidas cómodamente de preguntarte por qué. Susan, por Dios, tendría que haber un motivo. Es ridículo. Lo siento, pero es ridículo. Y además, tengo que dormir. Hay gente que trabaja, ¿sabes?… Y no hay un solo dato concreto. ¡Una válvula en un tubo de oxígeno! Por Dios, Susan, como argumento es muy débil. Tienes que volver a la razón. No soporto más. De veras. Estoy terminado. Soy un residente de cirugía, no un Sherlock Holmes part-time.

Bellows se puso de pie y terminó su bebida de un solo trago. Susan lo miró atentamente, y otra vez la asaltó la paranoia. Bellows ya no estaba de su lado. ¿Por qué? Ahora el aspecto criminal de lo sucedido era muy claro.

—¿Por qué estás tan segura —continuó Bellows— de que esto tiene algo que ver con Nancy Greenly o con Berman? Susan, te apresuras a sacar conclusiones. Hay una explicación más fácil de este tipo que parece tan interesado en atraparte…

—Te escucho. —Susan estaba enojada ahora.

—Probablemente el hombre quería un poco de acción, y…

—Ve a la mierda, Bellows.

—Ahora se enoja. Carajo, Susan, te tomas todo este asunto como una especie de juego muy complicado. No quiero discutir contigo.

—Cada vez que sugiero alguna conducta agresiva, desde la de Harris hasta la de este individuo que trató de matarme, me sales al paso con una explicación vinculada con el sexo.

—El sexo existe, hijita. Eso tienes que enfrentarlo.

—Creo que tú tienes un buen problema con eso. Ustedes los médicos hombres parecen niños. Creo que es muy divertido ser un adolescente. —Susan se levantó y se puso la chaqueta.

—¿Dónde vas a esta hora? —preguntó Bellows con tono autoritario.

—Tengo la impresión de que estaré más segura en la calle que en este departamento.

—Tú no sales ahora —declaró Bellows con determinación.

—Ah, ahora el chauvinista masculino se ha quitado el antifaz. ¡El gran protector! Qué imbecilidad. El egoísta dice que no me voy. Miren ustedes.

Susan salió rápidamente, golpeando la puerta tras de sí.

La indecisión mantuvo inmóvil y silencioso a Bellows ante la puerta. Guardaba silencio porque sabía que Susan tenía razón en muchos aspectos.

—Monóxido de carbono, carajo. —Volvió al dormitorio y se metió nuevamente en la cama. Miró el reloj y vio que muy pronto llegaría la mañana.

D’Ambrosio comenzó a asustarse de veras. Nunca le habían gustado los espacios cerrados, y las paredes del refrigerador parecían ir acercándose a él. Comenzó a respirar más rápido, a tragar aire, y pensó que podía asfixiarse. Y el frío. El frío mortal se abrió paso a través de la trama le su pesado abrigo de Chicago, y a pesar del movimiento constante, sus manos y pies estaban endurecidos de frío.

Pero sin duda el aspecto más perturbador de este maldito asunto eran los cadáveres y el olor acre del formaldehído. D’Ambrosio había visto muchas escenas siniestras en su vida, y había pasado por experiencias terribles, pero nada podía compararse con el refrigerador lleno de cadáveres. Al principio trataba de no mirarlos, pero involuntariamente, y por el miedo creciente, esos rostros atraían su mirada. Después de un tiempo le pareció que todos sonreían. Luego que se reían, y aun que se movían si él no los observaba cuidadosamente. Vació la carga de su pistola contra un cadáver al que creyó reconocer.

Por fin D’Ambrosio se retiró a un rincón desde donde podía ver todo el grupo de cadáveres. Lentamente se dejó resbalar hasta quedar sentado en el piso. Ya no sentía sus rodillas.