CAPITULO SÉPTIMO

Saldos y retales, señor…

Jueves, 30 de mayo. De las 3:30 a las 12 horas.

Cuando las últimas tropas de Lord Gort penetraron en el interior del perímetro de Dunkerque, se abatió sobre las playas una extraña sensación de desesperanza. Los miles de vehículos destrozados, las piezas artilleras inutilizadas, con sus cañones doblados como si fuesen de cera, componían un claro síntoma de que las circunstancias presentaban cada vez peor aspecto.

Por increíble que parezca, la gravedad de la situación no se puso de manifiesto hasta aquellos momentos. Hasta entonces, la mayor parte de los hombres la habían considerado en términos de una simple retirada de su división o de su unidad. El soldado Patrick Browne, por ejemplo, estaba convencido de que su regimiento, el 4.° Real de tanques, regresaba a Inglaterra para proceder a una total reparación. El funcionamiento de las piezas «I» de los tanques nunca había sido satisfactorio. El artillero John Barnard opinaba exactamente lo mismo, si bien le parecía una medida en exceso drástica el destruir a priori buena parte de los efectivos artilleros de aquel ejército. El sargento Robert Jack, veterano con más de veinte años de servicio a sus espaldas, compartía las mismas creencias con miles de sus compañeros de armas: la Marina iba a trasladarles al sur de Francia a fin de sorprender a los alemanes por la retaguardia.

Eran pocos los que poseían mejor información. El cabo Thomas Nicholls, del Worcester Yeomanry, entusiasmado aún por la destrucción de su primer tanque alemán, acababa de llegar a Bergues, en el interior del perímetro, cuando distinguió en lo alto de un camión, al veterano soldado de su unidad que, en plena batalla, le había informado de que la retirada era una simple estratagema para formar un frente sólido desde el cual reanudar la ofensiva. Nicholls le gritó:

—¡Eh…!, ¿qué hay de aquella nueva línea de ofensiva?

El veterano esbozó un gesto de mal humor:

—¡Al diablo la línea de ofensiva! Yo me largo…

Solo en aquel momento comprendió Nicholls lo espinoso de la posición.

El sanitario de ambulancias sargento Franck Chadwick se enteró de las malas noticias de una manera insospechada y directa. De repente, sin que advirtieran de dónde procedía, se presentó ante él y sus compañeros un sacerdote que les formuló una macabra sugerencia:

—Espero que os deis bien cuenta de que os encontráis en unos momentos en extremo graves… Si me lo permitís, me gustaría leeros unos fragmentos del oficio de difuntos.

Y a pesar de que allí no había ningún muerto a la vista, nadie fue capaz de disuadirle de sus propósitos y, menos aún, de contradecirle.

La reacción de las tropas no era, en el fondo, sorprendente. La idea de que Inglaterra podía sufrir una derrota sonaba de modo muy extraño en aquellos oídos, habituados durante más de cien años a los bombos y platillos imperiales. Incluso en los niveles de mando, corrían rumores que, por desgracia, nada tenían que ver con la triste realidad. En Notre-Dame-des-Nieges, también dentro del perímetro, el teniente Wilfrid Miron, oficial de la 139.a Brigada del Servicio Secreto de Información Militar, captó una noticia desconcertante: los aliados se habían adentrado más de 300 kilómetros en Alemania, ocupando Coblenza, mientras la R.A.F. destruía más de 1000 aviones enemigos. En Bulscamp, el teniente coronel Peter Jeffreys, jefe del 6.° Regimiento Durham, llegó a escribir en su diario de guerra una nota de un optimismo que rozaba lo patológico: «30.000 hombres de la infantería de marina han desembarcado en Dunkerque para asegurar su resistencia». (En 1939, las fuerzas en activo de la infantería de marina ascendían tan solo a 12.390 hombres).

El reverendo Hugh Laurence, del 6.° de Lincoln, dudó durante horas si debía comunicar o no a los hombres la noticia que acababa de recibir de la más alta fuente de información: los canadienses se disponían a liberarles al día siguiente. (La verdad era que, seis días antes, el general canadiense Andrew McNaughton había considerado que el perímetro de Dunkerque se encontraba en exceso congestionado para que pudiese operar en el mismo su Primera Brigada de Infantería).

Los objetos que los hombres conservaban en su poder demostraban a las claras el índice de optimismo que se respiraba en las filas inglesas. La mayor parte de las tropas no cesaban de pensar en el futuro. El soldado David Minton, de los Hampshire, que tenía la intención de abrir una barbería después de la guerra, cargaba con un saco de rizadores viejos y oxidados. El artillero Sidney Huntlea marchaba con un barómetro en la mano, recogido entre las ruinas de una casa (en la actualidad, el aparato cuelga de una pared en su piso de Newcastle). El capitán Morton Fisher, de los Cameronians, se desprendió a regañadientes de su ropa interior de lana, pero guardó consigo su caña y sus aparejos de pesca. El soldado Sidney Morris seguía abrazando el avión de juguete de su hijo.

Otros transportaban mercancías más pesadas. En el límite del perímetro, el soldado Herbert Stern, del cuerpo de intendencia, descubrió a varios soldados que, montados en bicicletas, llevaban aparatos de radio y refrigeradores atados al manillar. El zapador George Lawson, exartista de variedades, cargaba con el cajón de una cómoda repleto de muñecas. En la playa de La Panne, un soldado se dirigió hacia el subteniente John Crosby, del Oriole, y le preguntó:

—Amigo, ¿puede usted llevar en su barco mi motocicleta? Solo ha corrido 425 kilómetros.

Algunos se preocupaban en especial de la posteridad. El teniente Anthony Noble, de los Lincoln, se había propuesto nadar hasta un navío, pero un súbito pensamiento le obligó a renunciar a ello. El agua salada podía deteriorar la pistola-ametralladora «Schmeisser» que había recogido con intención de donarla al museo de su regimiento. El soldado de la banda de música del Real Regimiento de Sussex, George Jekyll Hyde, consideró que el lugar donde se encontraba pasaría a la Historia y decidió llenar un sobre con arena de las playas de Dunkerque.

Había quien llevaba recuerdos tan macabros como el conductor-mecánico Rowland Cole: ocho balas con las que había liquidado a otros tantos espías al formar parte de un piquete de ejecución en Tournai. Cole había recuperado las balas con la ayuda de un cuchillo y las guardaba como sempiterno testimonio de que la guerra era una maldición de Dios.

Para miles de hombres, Dunkerque continúa siendo hoy día el símbolo de un lugar donde el tabaco circulaba sin impuestos ni restricciones de ninguna clase. Eran pocos los soldados que no llevaba encima más de quinientos paquetes, metidos en sacos, en mochilas o en sus cascos de acero. En el frente de Nieuport, el comandante Edward Poulton, de los Royal Fusiliers, detuvo a un suboficial de otra unidad:

—Sargento, ¿tiene usted un pitillo? Me he quedado sin tabaco.

El sargento, le entregó un cartón de doscientos pitillos. Poulton protestó:

—No, no, guarde algunos para usted. Yo cogeré dos paquetes.

Con la generosidad propia del asistente a una fiesta mundana que exhibe su pitillera llena, el sargento insistió en su oferta:

—Guárdese el cartón, señor. Tengo más de diez mil cigarrillos.

Docenas de hombres iban acompañados de animales domésticos. Por lo visto, hacía falta algo más que la brutal carnicería que se estaba desarrollando para apagar el amor de los ingleses hacia los animales. El capitán Edward Bloom conservaba a su lado a Hugo, el perro pastor… El cabo Eric Stocks cargaba aún con Tippy, el pequeño cachorro, que asomaba la cabeza por la abertura de su mochila… Otros se metían en el mar con jaulas de canarios suspendidas por encima de sus cabezas… Un hombre, sin una sola prenda encima, transportaba en una cesta un conejo blanco y negro.

Muchos de ellos no lograron cumplir su propósito. Por mucho tiempo, ninguno de los que lo vieron fueron capaces de olvidar a un soldado que yacía sobre la playa de Braye Dunes. Por su guerrera abierta asomaba el alegre colorido de un trajecito veraniego de niña. Se trataba de un padre de familia a quien habían frustrado el viaje de regreso a casa.

Pocos, sin embargo, experimentaban el profundo desaliento que invadía el ánimo del general Alan Brooke. Las 38.600 bajas que había sufrido en la defensa del perímetro su Cuerpo de Ejército habían servido, sin duda, para salvar muchas vidas al B.E.F. Ahora, en el instante más crítico de la situación, Brooke consideraba con abatimiento la dolorosa noticia que acababa de recibir. Debía traspasar el mando de su cuerpo y regresar a Inglaterra. De nada sirvió su insistente apelación ante Gort, para que aquella orden fuese revocada… Deseaba continuar hasta el fin al lado de sus hombres.

Con sus brillantes botas de montar colocadas sobre su mesa de trabajo y con la silla en la que se sentaba ligeramente inclinada hacia atrás, Gort se encontraba también paralizado por la amargura. Miró, lleno de pesadumbre, a Brooke y se limitó a comentar:

—Me pregunto cómo enjuiciará la Historia los acontecimientos que estamos viviendo.

Mientras se trasladaba al campamento del general Bernard Montgomery, situado en las dunas cercanas, Brooke se sentía acongojado por un hondo sentimiento de piedad hacia su Cuerpo de Ejército, condenado a la destrucción. Obsesionado por la creencia de que estaba traicionando a sus hombres, procedió a cumplimentar las órdenes recibidas… Montgomery debía sucederle en el mando del Cuerpo… El general de brigada Kenneth Anderson de la 11.a Brigada de Infantería, sustituiría a Montgomery… El teniente coronel Brian Horrocks, del Regimiento Middlesex, tomaría el mando de la unidad que Anderson abandonaba.

De pronto, incapaz de contener la pena que lo oprimía, el moreno general de rostro aquilino rompió en sollozos contra el hombro de Montgomery. Este, que desde hacía catorce años conocía a Brooke como amigo y mentor, se esforzó en pronunciar alguna palabra de consuelo. A Brooke le necesitaban en Inglaterra para organizar un ejército que remplazase al B.E.F. Pero cuando Brooke se alejó para celebrar su última comida en las playas, Montgomery quedó convencido de que sus palabras de nada habían servido. Agotado por el cansancio y el pesar, Brooke fue conducido al destructor Worcester, donde encontró a otro viejo amigo, el general Sir Ronald Adam.

En tanto el Worcester navegaba rumbo a Dover —tras encallar temporalmente, con una velocidad de 24 nudos, en un banco de arena—, Adam, que durante algún tiempo se había mantenido ajeno a la situación del frente más allá de Dunkerque, pidió a Brooke que le pusiese al corriente de las últimas noticias. El agotado teniente general, postrado en la litera del capitán del navío, el comandante John Allison, pasó a su colega un pequeño volumen encuadernado en cuero con notas manuscritas. Adam fue, por consiguiente, el primer extraño que examinó el histórico diario de Alan Brooke.

Aunque Brooke no hubiese estado en condiciones de apreciarlo, también Gort se hallaba al borde de la desesperación. A primera hora de aquella mañana, su ayudante, Lord Munster, había llegado a Londres y acudido, sin perder un instante, a visitar a su viejo amigo Winston Churchill en el Almirantazgo. Aún en pijama, envuelto en una bata negra y dorada, el Premier acababa de tomar su desayuno. Como primera medida, Churchill se interesó por el estado personal de Munster. Después de haber pasado buena parte de la noche anterior a bordo de la lancha salvavidas de un navío, el joven oficial estaba empapado. Churchill llamó a su mayordomo y ordenó que le proporcionasen ropa interior seca.

Pero Munster, recordando las palabras de despedida de Gort, alegó que no había tiempo que perder. Insistió en el hecho de que el comandante en jefe del B.E.F. estaba decidido a sacrificar su vida y que el único hombre capaz de hacerle desistir de tal empeño era el propio Churchill.

Hombre poco inclinado a abandonar la rutina diaria, Churchill procedió a tomar su baño matinal. Con su habitual ironía dijo:

—Confío en que su pudor no se sienta herido con facilidad, mi joven amigo.

Munster respondió que no y Churchill se mostró satisfecho. En tal caso, podría sentarse junto a él y seguirían charlando, mientras procedía a sus abluciones.

Poco más tarde, enfundado en un conjunto de ropa interior de lana, Munster se sentaba en el borde de la bañera, mientras Churchill se relajaba feliz en el agua humeante. El joven Lord recordaría siempre aquella escena. En la bañera no faltaba sino un pato de celuloide rojo para completar el cuadro.

Munster se dio cuenta en el acto de que, aun cuando posiblemente Churchill hubiese actuado igual que Gort, el Premier consideró desde un principio que permitir que el comandante en jefe muriese al lado de sus hombres constituía una pérdida lamentable e innecesaria. Gruñó, mientras salía del baño:

—Tenemos que evitar semejante disparate.

Después se metió de nuevo en su cama y, apoyado contra las almohadas, escribió una orden de puño y letra, compuesta de unas doscientas palabras, asegurando que, aquella misma tarde, el Ministerio de la Guerra dirigiría a Gort un comunicado oficial, en el que se le conminaría a nombrar sucesor en el mando y a regresar a Inglaterra.

Algunas de aquellas palabras quedaron indeleblemente grabadas en la mente de Gort:

«Se le priva a usted de toda iniciativa privada acerca del particular… Desde un punto de vista político, su captura supondría para el enemigo un triunfo gratuito».

No obstante, la orden de Churchill hacía hincapié en que el perímetro debía ser defendido hasta el último límite… Para un general que conocía lo que eran el miedo y las privaciones, porque los había experimentado en su propia persona, abandonar a su ejército resultaba una medida amarga como la hiel.

Antes de la conferencia de mandos que se había de celebrar aquella tarde, Montgomery le encontró silencioso y solitario en el cuarto de estar de la villa de los postigos azules, con una patética mirada perdida en el vacío. Aparte el general de brigada Olivier Leese, su oficial de Estado Mayor en servicio, que telefoneaba desde la bodega, el Cuartel General aparecía desierto.

Sin embargo, al notar la entrada de Montgomery, el viejo Tigre se recuperó con rapidez.

—Esta noche debéis aseguraros de que el frente quede bien protegido por patrullas —dijo.

A pesar del afecto que siempre le había unido a Gort, Montgomery hubo de realizar un esfuerzo para contenerse. Aquella era una observación que, a lo sumo, podía ser formulada a un general de brigada o a un coronel de regimiento. Hasta tal punto se sentía fascinado Gort por las minucias del mando.

Al igual que le había ocurrido a Brooke, el realismo nato de Montgomery había previsto el desastre desde el mismo momento en que aquel ejército, equipado de manera tan lastimosa, partió para Francia. Para él, «la guerra se había perdido en Whitehall muchos años antes de que comenzase». Gort había creído que el espíritu de lucha de sus hombres compensaría las deficiencias materiales y que el resultado de la expedición sería favorable. En consecuencia, para el general en jefe, toda aquella campaña de pesadilla entrañaba tanto de derrota como de deshonor.

Otros hombres se encontraban, asimismo, abocados a la desmoralización total. Durante el transcurso de la conferencia que presidió Gort, Montgomery observó, con su peculiar agudeza, que el general de división Michael Barker, jefe del 1.er Cuerpo de Ejército, rozaba los linderos de la histeria. Nombrado por Gort como su sucesor en el mando, toda la abrumadora carga de las operaciones finales de evacuación de franceses e ingleses caía de súbito sobre sus hombros.

Apenas acabada la conferencia, Barker regresó con precipitación a su puesto de mando y, como un león enjaulado, gritó dirigiéndose a los cielos:

—¿Por qué ha tenido que caer sobre mí esta inmensa responsabilidad?

Montgomery permaneció deliberadamente junto a Gort después de la reunión e intentó hacerle cambiar de idea. Rápido, incisivo, como si se tratase de un impaciente maestro de escuela, se dirigió a Gort:

—Ya has visto en que estado se encuentra Barker. Está deshecho, acabado. Por amor de Dios, pon a Alex en su lugar…

Tras algunos instantes de indecisión, Gort determinó seguir el consejo de Montgomery. Poco más tarde, se trasladó en automóvil al bastión de Dunkerque y, sin pérdida de tiempo, comunicó la noticia al almirante Abrial, gobernador militar francés de la plaza. Los ingleses, al mando del general de división Alexander, defenderían el perímetro hasta el último hombre.

Molesto aún por los acontecimientos de la semana anterior, Abrial era, sin embargo, hombre que no podía contener su entusiasmo ante la palabra resistencia. El comandante de enlace inglés Harold Henderson fue testigo de la reacción del almirante. Apretó un botón y pidió una botella de champaña:

—Brindemos por la buena nueva —dijo—. Eso ya no es un simple hablar, sino actuar como aliados y como amigos.

Por desgracia, Gort no dispuso de tiempo para comunicar a Alexander su decisión. Al poco rato de dejar al almirante francés, penetraba en el bastión el nuevo comandante en jefe. Ante el asombro de Alexander, Abrial avanzó hacia él y le expresó con calor su admiración por el heroico gesto.

Henderson fue, una vez más, testigo de excepción de la amarga escena que siguió a aquel encuentro. En la penumbra del bastión, iluminado tan solo por dos cabos de vela, Henderson distinguió las facciones contraídas por la rabia y la sorpresa de Abrial, mientras Alexander repetía con insistencia:

—No sé de que me está hablando… No he recibido ninguna orden en ese sentido. Mi único proyecto es sacar de aquí a mis hombres lo antes posible.

Con profundo desaliento, Henderson observó cómo el Estado Mayor francés cambiaba entre sí miradas significativas. ¿Qué juego sutil y pérfido estaban poniendo ahora en práctica los ingleses?

Si las altas esferas de mando pasaban por momentos de tan absoluta confusión, no era de extrañar que la tropa se sumiese en un mar de interrogantes. El concepto de una evacuación en masa resultaba demasiado complejo para que pudiese ser comprendido por aquellos hombres borrachos de hambre y de cansancio. Primero, el desastroso mensaje recibido por Ramsay, y que había sido emitido después del primer ataque aéreo, había eliminado sin remisión la posible utilización del puerto para el embarque de tropas… Al abandono del puerto, había seguido la larga vigilia de Tennant en el espigón del este, a la espera de unos barcos que no acababan de llegar… Más tarde, se puso de manifiesto la casi total falta de inteligencia y comunicación entre el bastión 32 y las playas… Por fin, los azares y las malandanzas del transporte de tropas desde las playas a los navíos habían colmado la medida de sufrimiento de los hombres.

Quizá nadie sufría un mayor sentimiento de confusión que Augusta Hersey. Una vez en La Panne, se le antojó que sus problemas habían concluido. A la vista del mar, era seguro que podrían encontrar un barco con facilidad. Sin embargo, a última hora, había surgido un obstáculo insuperable. Un oficial solicitó voluntarios para transportar pequeños contingentes de tropas, diseminados al sur de La Panne, hasta los puntos de embarque cercanos a Dunkerque.

Alentado por un inexplicable sentimiento de quijotismo, Bill Hersey dio un paso al frente. Como es lógico, omitió mencionar que su experiencia como conductor de camiones se limitaba a la lección de media hora que había recibido de su compañero Nobby Clarke.

Puesto que la comunicación hubiese requerido muchas horas de manejo del diccionario, Bill Hersey se vio en la imposibilidad de explicar a su mujer que presentarse como voluntario era, en aquellos momentos, la única actitud digna que un hombre podía adoptar. Una vez depositada Augusta en la costa, podía esperarse que todo saliese bien. Y ayudar a otros en peor situación le pareció la más adecuada oración de acción de gracias.

Pero el tiempo era demasiado precioso para poder hacer partícipe a Augusta de sus sentimientos. La muchacha, en lugar de marchar a las playas y guardar turno en la cola para Bill y ella, permaneció tumbada sobre el suelo de cemento de un garaje de La Panne, en compañía de un abigarrado grupo de paisanos y soldados agotados, que descabezaban un sueño. La maleta que había preparado con tanto cariño se le antojaba ahora una burla cruel. ¿Para qué le iban a servir las mantelerías nuevas y la suave ropa interior de seda si su marido se empeñaba en arriesgar la vida para el prójimo y desaparecía de su lado como por encanto?

Por primera vez desde el inicio del peligroso viaje, se sintió invadida por una ola de desesperanza. El firme sentimiento de aventura que la había mantenido a flote se desvaneció de repente. El resto de los paisanos que se refugiaban en el garaje, absortos en sus propios problemas, mostraban poca simpatía hacia ella. ¿Quién demonios sería aquel «Bill» al que la muchacha llamaba a todas horas del día?

El problema radicaba en el plan previsto por el Cuartel General aliado, que sobre el papel semejaba casi perfecto, en la realidad se mostraba incapaz de superar los muchos factores imprevistos que surgían de continuo. Por ejemplo, cuando los hombres retrocedían hasta detrás de las dunas, los barcos se acercaban a las playas. Otras veces, en tanto miles de hombres se hacinaban en la orilla del mar, no se distinguía ni un solo barco a la vista. El proyecto de dividir las playas en sectores bien delimitados no podía ser aplicado a los inmensos contingentes de tropas que, desconectadas de sus unidades, iban alcanzando las playas sin que nadie les tomase bajo su protección y su responsabilidad.

Centenares de aquellos hombres se enfrentaron con la ocasión propicia para poner en práctica su propia iniciativa. El artillero Charles Reading, perteneciente a una de las unidades antitanques del general Montgomery, se encontró, al llegar a Dunkerque, con la oficina de su plana mayor transformada en un montón de ladrillos. La ciudad entera era una verdadera aquelarre de tropas ni mando. Como soldado que era de Montgomery, Reading decidió regresar hasta donde pudiese disfrutar de un mínimo de organización. Tras caminar ocho kilómetros hasta la localidad de Bergues, permaneció durante tres días tomando parte en la defensa activa del perímetro. El capitán Francois Saguard, de la infantería francesa, experimentó la misma necesidad. Él y sus hombres marcharon también hacia Bergues, armados con tres cañones antitanques, cedidos por un grupo de ingleses complacientes. En el camino, un general británico les preguntó con qué derecho utilizaban armas inglesas. Saguard le indicó que se dirigiese al almirante Abrial para pedir explicaciones. Con toda solemnidad, el general extrajo de sus bolsillos papel y lápiz y anotó el nombre del almirante, prometiendo pasar por el bastión para rendirle una visita de cortesía.

Muy semejante era lo que sucedía en las playas. Después de una zona de cien metros en la que existía una perfecta regulación de tráfico, surgía otra en la que multitudes desordenadas se entregaban al más frenético caos. El mayor Alexander Grant, de los Royal Sussex, que había logrado arribar a las playas con los restos de su unidad, quedó estupefacto al recibir el marcial saludo de un policía militar:

—Con la 42.a División, señor… A la izquierda, por favor…

El infante Fred Chippy Williams, de los Royal Warwichs, que llegó en compañía de unos cincuenta soldados de diversas procedencias, recibió una bienvenida menos grata. Mientras vagaba a lo largo de la playa, de grupo en grupo, Williams halló solamente miradas hostiles:

—Ve a buscar tu unidad, amigo… Aquí no podéis quedaros…

Un intenso chaparrón les obligó a refugiarse bajo un templete de música, en el que se encontraba ya un general de brigada:

—No os preocupéis, muchachos —les dijo—. Ya os agregaremos a una unidad u otra. ¿Quiénes sois vosotros?

Una voz brotó desde el interior del grupo:

—Saldos y retales, señor.

—¿Dónde está vuestro oficial?

La misma voz explicó:

—No hay ni un solo galón, entre nosotros, señor. El general se dirigió a Williams:

—Bien, de ahora en adelante, te nombro cabo. Conduce a estos hombres hasta la playa.

Williams se apresuró a cumplir la orden, pero aquel ascenso repentino no consiguió mejorar su suerte ni la de sus compañeros. Pasaron más de dos días hasta que un encuentro casual con un oficial de Marina les proporcionó la posibilidad de regresar a Inglaterra.

No todos soportaban su situación con tanto estoicismo. El sargento Billy Mullins, perteneciente a una unidad de antitanques, despedido de cinco colas, decidió incorporarse a la sexta, anunciando a gritos el nombre de un batallón de su brigada, el 4.° Royal West Kent. Ante su asombro, la invocación constituyó una especie de sésamo. Embarcado sin demora en una lancha, Mullins fue conducido a bordo del destructor Winchester, en un estado de éxtasis perfecto.

El artillero James Cole, separado de su unidad por kilómetros de distancia, se presentó ante el capitán jefe del espigón este y con inusitada desfachatez puso en práctica una atrevida idea. En su calidad de único superviviente del 30.° Regimiento de Campaña, se atribuyó la graduación de comandante de la unidad. Los distintivos que se había colocado descaradamente en las hombreras le valieron una plaza en un buque carbonero, que zarpaba poco después con rumbo a Ramsgate.

Incluso hubo casos en que unidades completas se vieron envueltas en la más completa confusión. El 58.° Regimiento de Artillería de medio calibre, al mando del teniente coronel Maurice McEwan, llegado a Braye Dunes dos días antes, había sido designado con el número dos en el turno general de evacuación. Pronto, sin embargo, a la vista de la enorme cantidad de tropas que arribaban a la playa, los oficiales encargados del embarque cambiaron de idea. El regimiento de McEwan debía dirigirse unos diez kilómetros al oeste, hacia Dunkerque, con el fin de encontrar un punto más adecuado para efectuar la recogida. Al llegar al lugar asignado, la multitud era tan densa que los artilleros apenas pudieron abrirse camino entre ella. Como premio a sus fatigas, recibieron un nuevo número de orden en el programa de evacuación: el 26.

Mediante negociaciones privadas, McEwan logró embarcar a quinientos hombres en los botes del dragaminas Kellett. Treinta y seis horas más tarde, con 230 hombres aún por colocar, comenzó a recibir reiteradas negativas por parte de los oficiales de la Marina. McEwan tuvo que conformarse con que, como favor especial, se le asignase un nuevo número, el 33, último de la lista.

Pero la pesadilla no había concluido. En la misma playa, los artilleros descubrieron nada menos que a otras tres unidades que reclamaban para sí el número 33. El pleito hubo de decidirse arrojando una moneda al aire. McEwan y sus hombres perdieron el envite y se vieron obligados a desplazarse al final de la cola. Horas más tarde se corrió la voz de que los números de turno se habían suprimido. Decidieron entonces emprender de nuevo la marcha hacia Dunkerque, perdidos entre una multitud de soldados que habían concebido la misma idea.

Pareció que al llegar a Braye la suerte de los artilleros iba a cambiar de signo. Los números de orden continuaban allí en vigor y les fue asignado el turno 7. Una vez más, surgió la mano implacable del destino adverso. Otro regimiento de artillería les mostró con gesto triunfal el mismo número. La moneda hizo una nueva aparición y el 58° de Artillería Media retrocedió al final de la cola.

Habían de pasar aún más de dieciséis horas antes de que McEwan viese embarcar al último de sus hombres. Para ello se había valido del peligroso sistema de meterse en el agua hasta los hombros e intentar detener a los botes agitando la mano como para llamar a un taxi.

Hubo algunos que adoptaron recursos desesperados. En La Panne, un descarado veterano de los Green Howards se dirigió a gritos al teniente general Harold Alexander:

—¡Eh, usted…! A juzgar por sus condecoraciones, debe ser un tipo importante. ¿Puede decirme dónde encontraré un barco que me lleve a Inglaterra?

Sus oficiales de Estado Mayor sufrieron un acceso de cólera. Alexander, sin embargo, permaneció tan imperturbable como siempre.

—Sigue a aquel grupo de la playa, hijo. El soldado replicó agradecido:

—Muchas gracias, es usted el mejor compañero que he encontrado en cien kilómetros a la redonda.

Muchos de aquellos oficiales, incluso muchos soldados, descubrieron en aquellos días una nueva y amarga verdad. Más que las condiciones de rango y nacimiento, que habían determinado hasta entonces la organización jerárquica del Ejército, iban a ser las genuinas dotes de mando las que ganarían aquella guerra. Para miles de hombres, Dunkerque pasaría a la posterioridad como una de las más sombrías páginas de la historia militar. La tropa, al comprobar la falta de valor de sus oficiales, los abandonaba a la suerte como ídolos caídos, y experimentaba hacia ellos la instintiva repulsión que produce todo lo que es falso.

En las dunas, muy cerca del lugar donde se hallaba el mecánico Harry Owen, un oficial se estremecía de terror y oprimía en su mano el corcho de una botella de champaña. Cada vez que se distinguía el motor de un avión, el oficial se llevaba con rapidez el corcho a los labios, con objeto de evitar el exceso de presión que las explosiones de las bombas podrían producir en sus tímpanos en caso de mantener la boca cerrada. Hoy, al cabo de veinte años, Owen recuerda aún con disgusto aquella escena. El sargento de artillería Bob Chapman, al ayudar a incorporarse a un oficial al que creyó herido, experimentó una emoción desconocida hasta entonces. El oficial, ileso, pero presa de increíble frenesí, estalló en frenéticos sollozos.

—No es justo… —repetía—. Tengo mujer…, tengo mujer y una hija pequeña…

Refugiado en el embudo abierto por una bomba, próximo al lugar donde se hallaba el soldado de intendencia Sidney Grainger, un oficial, paralizado por el miedo, gritaba a todos los que quisiesen escucharle que no podía acudir en auxilio de sus hombres porque tenía que custodiar una cesta de huevos. Grainger se aproximó a él y observó que sus manos crispadas se aferraban al suelo, sin nada que proteger.

A bordo del Hebe, el capitán Eric Bush se hallaba tan deprimido como la mayor parte de los oficiales de carrera. Un dinghy, tripulado por un joven oficial del Ejército, se había aproximado con egoísmo inaceptable a la quilla del dragaminas. Mientras el muchacho ascendía por la escalerilla de a bordo, Bush le increpó llenó de indignación:

—Este no es modo de conducirse un oficial… Vuelve a la playa y ayuda a tus hombres.

El muchacho se sonrojó y descendió de nuevo a su embarcación. No obstante, cuando Bush dirigió más tarde una mirada hacia su embarcación, comprobó que remaba con frenesí hacia el navío más cercano, sin demostrar el menor espíritu de enmienda.

De un modo inevitable, la moral se resquebrajó en todos los niveles. Incluso oficiales cuya conducta había sido intachable estuvieron a punto de morir a manos de sus tropas. El teniente Clive Le Couteur, de los Worcestershire Yeomanry, se lanzó al agua en compañía de otro oficial, con objeto de llevar a la playa tres botes de remos para los hombres de su unidad. En tanto su compañero se dirigía en busca de los soldados, Le Couteur permaneció custodiando los botes. Cuando el otro oficial regresó se lo encontró tumbado en uno de ellos. Un grupo de soldados silenciosos, sonriendo como lobos, se habían apoderado de los botes y le apuntaban con sus fusiles al corazón.

El hecho de que un inglés se revolviese como un salvaje contra un compatriota, daba la medida exacta de la caótica situación que imperaba en las playas. Aquellos incidentes insospechados iban sucediéndose cada vez con mayor frecuencia, al compás que aumentaba la tensión del momento. El soldado Joubert Rolfe, de los Royal Norfolks, se disponía a embarcar desde el espigón del este en el vapor de ruedas Royal Daffodil cuando un mayor, alegando que se había introducido en la cola en forma irregular, intento hacerle retroceder. Perdida la paciencia, el mayor hizo ademán de echar mano a su arma. Rolfe le colocó el cañón de su fusil en la garganta:

—Saque la pistola, si se atreve… —le amenazó.

Un oficial de la Marina salvó la situación. Como un maestro de escuela enfurecido gritó:

—Guarden los dos esas malditas armas y suban a bordo.

Pero no siempre lograban evitarse los desastres. El soldado Fred Chippy Williams, que observaba la playa desde las dunas, distinguió a un policía militar que, presa de un ataque de locura, rompió la formación y se precipitó hacia el mar, suplicando a gritos que le recogiera algún bote. Con escalofriante serenidad un mayor disparó contra él y lo mató. No lejos de donde se hallaba el soldado James Wilson, del Sherwood, un comandante corrió la misma suerte. Mientras se introducía en el agua, saltándose la cola y poniendo en peligro de zozobrar la embarcación a la que intentaba subir, el oficial de servicio le pegó un tiro entre los ojos.

No obstante, por cada oficial que abandonaba a sus hombres había cien que permanecían junto a ellos hasta el final. A bordo de la gabarra holandesa Reiger, amarrada en el espigón del este, el teniente Alex Tyson, de la Marina de Guerra, se sintió conmovido por la escena que pudo presenciar. Un grupo de cincuenta hombres, dirigidos por un suboficial, se hallaba detenido en el muelle, a unos tres metros por encima de la cubierta de la gabarra. Tyson se dio inmediata cuenta del problema con que se enfrentaban aquellos hombres. Ninguno de ellos disfrutaba de las condiciones físicas suficientes para descender por la estrecha escalerilla de hierro que conducía a la cubierta de la embarcación y, menos aún, cargados con la impedimenta que llevaban encima.

A pesar de su estado de agotamiento total, el suboficial captó también la dificultad de la empresa. Ordenó:

—Primera fila, un paso al frente… Salten…

Uno a uno, obedecieron sus hombres, lanzándose como artistas de circo a la dura madera de la cubierta. Hasta que le tocó el turno al suboficial Tyson no alcanzó a aquilatar la verdadera medida de su sacrificio. Cuando, desvanecido a consecuencia del salto, le trasladaban a la toldilla del timón, Tyson descubrió que aquel bravo suboficial, después de ceder sus botas a alguno de sus desgraciados subordinados, había realizado la marcha de varios cientos de kilómetros calzado con unas botas de agua. Ahora, las plantas de sus pies aparecían desnudas de carne. Los huesos, blancos y pulidos, surgían a la superficie perfectamente reconocibles a través de los anteojos de Tyson.

Innumerables fueron los que dieron muestras de un espíritu de caridad semejante. Durante todo el transcurso de la «guerra fantasma», el mayor Valder Gates, del cuerpo de intendencia, había sostenido con la mayor parte de sus hombres unas relaciones más bien tirantes. Más tarde llegó el momento de una total reconciliación. Hijo de un pastor protestante de Plymouth, la infancia de Gates había transcurrido en un ambiente de rigidez moral tan exagerada que provocó en su alma una reacción violenta contra la religión, haciéndole sumirse en un limbo de total nihilismo. Su actitud irreligiosa subsistió hasta que el aburrimiento y la inacción a los que se vio condenada su unidad desde su llegada a Lievain, en el Pas-de-Calais, despertó en su espíritu una nueva faceta de su sentido de la responsabilidad. Asqueado por los turbulentos ambientes de los prostíbulos y de las tascas, Gates declaró la guerra al pecado y a la corrupción. A partir de entonces, comenzaron a figurar con asiduidad en la orden del día programas de marchas por carretera y a campo través, con equipos de veinticinco kilos, y desfiles procesionales en todos los actos religiosos. El afecto que pudiese existir entre aquel hercúleo comandante de amplias espaldas y sus hombres pareció perderse para siempre y su unidad fue designada por el resto de las tropas inglesas con el nombre de «la guardia santa de Gates».

Al iniciarse la retirada, los hombres de Gates hubieron de encararse con la ineludible necesidad de emprender una penosa marcha de veinticinco kilómetros, desde el lugar donde se vieron obligados a abandonar sus medios mecánicos de transporte hasta La Panne. Mientras otras unidades en situación similar iban abandonando a sus hombres en las cunetas, las tropas de Gates, a pesar de tratarse de fuerzas no combatientes, superaron la prueba con facilidad.

A partir de aquel instante, los sentimientos de Gates hacia sus hombres experimentaron un cambio radical. No solo se sintió más responsable que nunca respecto a ellos, sino que se propuso con firmeza poner de manifiesto sus mejores virtudes. Cada noche, al frente de la cola, Gates se introducía en el mar y, con agua hasta el cuello, detenía los escasos botes que se aproximaban a la playa, cargaba en ellos el mayor número posible de sus hombres y regresaba, empapado, a la playa para descansar sobre las dunas.

En cierta ocasión, uno de sus sargentos se acercó a él:

—En nombre del resto de la unidad quiero manifestarle lo siguiente, señor. Cuando nos obligaba usted a tomar parte en desfiles religiosos y a efectuar incesantes marchas, creímos que se proponía simplemente hacernos la vida imposible. Ahora que nos encontramos en situación desesperada, nos sentimos orgullosos de usted y le agradecemos que tuviese el valor de obligarnos a prepararnos para afrontar las dificultades.

El corazón de Gates se sintió invadido de pronto por una oleada de ternura hacia sus hombres y hacia todos aquellos que vagaban por la playa, abandonados por sus jefes. Las palabras inmortales del Salmo XXXIII cruzaron, como un relámpago, por su mente: «… Aunque camino por los valles a la sombra de la muerte, no temo ningún mal, porque Tú, Señor, eres mi solaz y mi compañía…». Si sus hombres debían esperar mucho tiempo sobre la playa necesitarían, sin duda, mayor consuelo que la simple disciplina. Poniéndose en pie de un salto, Gates gritó:

—Arrodillaos, muchachos. El capellán pedirá al Señor Todopoderoso que se apiade de nosotros.

Y en tanto el reverendo William Curtis pronunciaba su plegaria, Gates miró a su alrededor y sintió que un nudo de emoción le atenazaba la garganta. Sus 500 hombres se habían arrodillado. Y varios centenares más entre los que deambulaban sin rumbo por la playa se postraban sobre la arena, con la cabeza descubierta, en actitud de silencioso recogimiento. Ante aquella escena, Gates barrió de su corazón los últimos rastros de incredulidad que habían pesado sobre su espíritu, como lastre de sus muchos años de ateo.

Cada uno a su manera, otros muchos oficiales demostraron el mismo celo hacia sus hombres. En Malo-les-Bains, el capitán Edward Bloom, siempre al frente de sus 380 hombres y con Hugo, el perro pastor, procedía a la búsqueda incansable del oficial de embarque. Tanto él como sus subordinados se habían afeitado y lavado en el pozo del jardín de una iglesia, con la escrupulosidad imprescindible que el atildado Bloom requería antes de declararles aptos para emprender el viaje de regreso. En sus correrías por la playa, atestada de tropas, Bloom tropezó con un general de brigada empeñado en cumplir a rajatabla las formalidades rutinarias de la ordenanza.

Antes de buscar un espacio en la playa para sus tropas, el general exigió de Bloom una relación nominal de sus hombres, por triplicado, con los impresos color rosa que se utilizaban para transportes de tropa en tiempos de paz. Las protestas del apuesto capitán hallaron siempre la misma respuesta:

—No puedo hacer nada sin esos impresos.

El capitán no logró encontrar un solo ejemplar de aquellos papeles. Sin embargo, al penetrar en una casa vacía, descubrió un rollo de papel higiénico. Tumbado en el suelo, con Hugo a su lado, el oficial escribió el nombre y los apellidos de todos los hombres de su unidad y regresó con su lista al general. Este montó en cólera y exclamó:

—Capitán, ¿se está usted burlando de mí?

Bloom, impertérrito, declaró:

—He cumplido sus instrucciones lo mejor que he podido, señor. Si no he hecho copias es porque carezco de papel carbón.

Minutos más tarde, tras alguna discusión y varias imprecaciones por parte del general, Bloom se salía con la suya. La lista de papel higiénico, debidamente registrada y sellada, les permitió a todos —a Hugo incluido— continuar su viaje hacia Dunkerque.

En opinión del almirante Wake-Walter, el rubio y fornido descendiente de Hereward the Wake, recién llegado al escenario de las operaciones, nadie había sido capaz de comprender todavía cuál era el problema de importancia vital que afectaba a Dunkerque.

Designado por la superioridad para hacerse cargo del mando de las operaciones de embarque —sin que ello supusiese, como hemos dicho, la destitución del capitán William Tennant—, Wake-Walker había ya dispuesto que el vicealmirante Gilbert Stephenson tomase el mando de las operaciones en La Panne y que el vicealmirante Theodore Hallett se encargase de la zona de Braye Dunes, mientras que el propio Wake-Walker se encargaría de relevar al capitán Eric Bush en Malo-les-Bains y en Dunkerque.

Decidido a barrer cuantos obstáculos se interpusiesen en sus planes, el almirante actuó con la eficacia de una escoba de fuego. A las veinticuatro horas de tomar posesión de su cargo, su insignia de almirante había sido enarbolada por seis barcos distintos: Desde el destructor Esk, en el que realizó su viaje, había pasado al dragaminas Hebe; del Hebe al destructor Windsor; de este a la Lancha Torpedera 102, trasladándose a continuación al dragaminas Gossamer, al H.M.S. Worcester y, por fin, al destructor Express.

Pero a Wake-Walker se le planteó en el acto la misma cuestión con la que había chocado Tennant: la escasez de pequeñas embarcaciones… Pese a que las lanchas y los botes motores remolcaban hasta las cercanías de las playas cuantas unidades de pequeño calado había disponibles, estas no lograban acercarse lo bastante a las playas para permitir el rápido embarque de las tropas. Las balsas construidas por los zapadores e ingenieros con objeto de facilitar el transporte de los soldados a los barcos, se veían flotar, con frecuencia, vacías por completo y a la deriva. Por otra parte, los destructores, una vez cargados con el máximo de supervivientes, izaban a bordo sus propios botes salvavidas y se los llevaban consigo. Las tripulaciones de esos botes estaban integradas por las dotaciones de las piezas artilleras y, como era lógico, ningún capitán se avenía a dejarlas atrás.

El cielo aparecía aún cubierto por nubarrones oscuros y densos que evitaban los ataques de Von Richtofen. Pero ¿hasta cuándo se mantendría el tiempo en condiciones favorables o resistiría la línea de defensa del perímetro?

Atracar los barcos constituía otro de los más graves problemas. Después del desastre del pasado miércoles, Wake-Walker no encontró espacio en el espigón del este más que para fondear cuatro barcos, en lugar de los dieciséis que cabían anteriormente. Sin embargo, en ciertos aspectos, el panorama se presentaba más propicio. A las 6,30 de la madrugada, Ramsay, después de recibir el informe del destructor Vanquisher, telegrafió con urgencia con objeto de inquirir si los barcos podrían utilizar de nuevo el espigón del este. Wake-Walker respondió a las 8:30. Los destructores podrían, en efecto, atracar de nuevo en el espigón. Las tropas se mantenían a la espera. No obstante, los navíos tendrían que amarrar uno después de otro.

Al desembarcar en el Cuartel General de Gort, en La Panne, donde el teniente Thomas Nuttall, del cuerpo de ingenieros, conservaba aún en funcionamiento el cable submarino de comunicación telefónica con Inglaterra, Wake-Walker se empapó a fondo de todas las dificultades que entrañaba su misión. Hora tras hora, se recibían mensajes cada vez absurdos y descabellados. A las 5,49 de la tarde, un cable, procedente de Dover, solicitaba información acerca de si también se necesitaban barcos con urgencia en La Panne. Y a las siete de aquella misma tarde, antes de que nadie pudiese preparar la evacuación masiva a partir de aquella playa, fondeaban frente a La Panne cuatro destructores y un dragaminas. La situación era demasiado confusa para proceder con un mínimo de sentido organizador.

Poco más tarde, el Primer Lord del Almirantazgo, almirante Sir Dudley Pound, telegrafiaba desde Londres. ¿Se procuraba obtener la mejor ventaja posible de los barcos mediante una correcta distribución de los mismos a lo largo de las playas? Wake-Walker gruñó. Aparte las balsas construidas por los ingenieros y algunas escasas unidades de desembarco, los botes salvavidas de los navíos eran las únicas embarcaciones que podían arribar hasta las playas. En todo momento, el lugar en que esos botes actuaban dependía de donde sus navíos madres se hallasen anclados.

Wake-Walker procuraba en lo posible que el proceso de evacuación se efectuase al mismo ritmo en todas las playas. Sin embargo, en muchas ocasiones, se encontraba imposibilitado de llevar a cabo sus proyectos por falta de rapidez en el transporte. Tan pronto como él se dirigía hacia un sitio determinado, varios barcos se presentaban frente a otro y cargaban a rebosar, en detrimento de los demás.

Durante la cena —y a pesar del apoyo moral que para él suponía la presencia de Tennant y del encanto personal que, a prueba de contratiempos, ostentaba Gort—, el almirante no se sentía cómodo ni satisfecho. Por una parte, sus pantalones estaban empapados después de tres intentos de desembarco a bordo de una lancha… Por otra, se le antojaba que no tenía derecho a sentarse en aquella mesa. Supondría una boca extra, que colaboraría con toda eficacia a consumir la poca ensaladilla en lata que quedaba en la despensa del Cuartel General. Y como colmo de desgracias, Wake-Walker se sentía abrumado por la actitud de total dependencia que adoptaba ahora el Ejército en relación con la Marina.

Mientras los cuatro hombres comían y comentaban los inconvenientes que sin cesar les salían al paso, Gort expuso con claridad sus puntos de vista. El Ejército, contra todo pronóstico, se había visto en la necesidad de retirarse hasta el mar. Correspondía, pues, a la Marina proceder a la evacuación. La verdad era que la Marina demostraba muy poco empeño en actuar con eficacia.

Con exquisita prudencia, procurando dominar su irritación, Wake-Walker expresó sus temores. Aquel día habían sido embarcados 53.823 hombres, de los cuales 29.512 fueron recogidos directamente de las playas. Las operaciones futuras de evacuación en masa se desarrollarían con dificultad, con lentitud y, desde luego, supeditadas al estado del tiempo. En su opinión —compartida por Tennant—, el grueso de las tropas hacinadas en las playas debían trasladarse hacia el oeste para ser evacuadas por Dunkerque.

En aquel punto, intervino en la conversación el general de brigada Oliver Leese. El meollo de la cuestión se basaba en la absoluta ineptitud de la Marina. Ese era el único elemento responsable del fracaso. Las palabras con que le respondió Wake-Walker azotaron el aire como latigazos:

—No tiene usted motivos ni derecho para hablar en esa forma…

Aquella cena pudo convertirse en una tragedia. La ira de los cuatro hombres, reunidos alrededor de la mesa del comedor, cuyos ventanales franceses se abrían sobre la amplia extensión arenosa, estuvo a punto de estallar. La última botella de champaña que guardaba Gort y que ahora compartían los cuatro resultó un mero símbolo que pretendía de manera ineficaz sustituir una cordialidad inexistente.

A las 10 de la noche, concluida aquella lamentable cena, Wake-Walker abrigaba pocas esperanzas sobre el feliz desenlace de la operación. El almirante Sir Dudley Pound había prometido a Gort que si conseguía que los 5000 soldados que formaban la flor y nata del B.E.F. fueran retirados del frente en un plazo de veinticuatro horas, la Marina se comprometía de modo formal a evacuarlos.

Pero, aparte de aquellos 5000 hombres, Wake-Walker sabía que en el frente quedarían 10.000 más. La perspectiva de embarcarlos a su vez desde unas playas atestadas de tropas de retaguardia, tras el derrumbamiento del frente y con los alemanes a sus espaldas en frenética persecución, no presentaba, en verdad, demasiadas posibilidades de éxito.

Fueron precisos los esfuerzos combinados de Wake-Walker, de su teniente de servicio, Lord Kelburn, y de Gort y Tennant, para poner a flote la lancha neumática que debía trasladar al almirante a bordo de un destructor. A los pocos minutos, la lancha dio la vuelta y Wake-Walker y Kelburn se encontraron en el agua. En tanto nadaban hacia la orilla y arrastraban el bote para vaciarlo y volver a ponerlo a flote, la Marina no pudo resistir la tentación de pronunciar la última palabra respecto a su discusión con el Ejército. Dirigiéndose a Gort, que permanecía aún en la playa, Wake-Walker le gritó lleno de jovialidad:

—He aquí un nuevo ejemplo de la ineptitud de la Armada…

Aunque el almirante no podía saberlo todavía, sus temores resultaban plenamente justificados.

En Fumes, a seis kilómetros de la costa, punto clave de la resistencia contra el ataque de los alemanes, el regimiento de los Guards, desde hacía dos días bajo el fuego asesino de la artillería enemiga, sostenía una batalla desigual y desesperada.

Muchas de las viejas mansiones de la localidad ardían como inmensas hogueras. Nubes de humo, acre y amarillento, envolvían las estrechas calles, mezcladas con el polvo de cemento provocado por los edificios que se derrumbaban.

La zona más peligrosa de aquel frente, comprendida entre el Canal y el centro de la ciudad deshabitada, era defendida por el 2.° Batallón de Grenadiers del mayor Richard Colvin que resistía tras las barricadas, con la orden expresa de luchar hasta el fin y, si era preciso, morir sin ceder un metro de terreno. No se permitía el paso libre desde las posiciones aliadas al interior de la ciudad, sino a las patrullas de suministro y a los camilleros sanitarios. El sacerdote de la unidad, reverendo Philip Wheeldon, con su casco blanco bien ajustado en la cabeza, se esforzaba por arrastrarse hasta las avanzadillas para repartir la comunión a los soldados que se hacían fuertes en sótanos, en bodegas e, incluso, en simples zanjas.

En la ciudad se vivían momentos de inusitada tensión. Cada una de sus calles y callejones, invadidos por el humo, se habían transformado en un nido de francotiradores. No obstante, cuando los Grenadiers se entregaban a minuciosos registros por casas y tejados, no hallaban el menor rastro del enemigo. En su afanosa búsqueda, el capitán Edward Gage no logró localizar más que a mujeres y niños hacinados en los sótanos de los edificios. El mayor Robin Bushman, de los Grenadiers, se dirigió de puntillas, revólver en mano, a una buhardilla en la que se habían distinguido luces. Desalentado, se encontró ante la sola presencia de un gran murciélago y de una lechuza.

Por orden especial de Colvin, todos los ciudadanos del lugar fueron confinados en la cripta de la iglesia de St. Walpurga, situada en la playa mayor. A pesar de semejante medida, los defensores seguían experimentando la desalentadora sensación de que a todas partes les seguían miradas enemigas.

El general de brigada Jack Whitaker, comandante en jefe de la 7.a de los Guards, se reunía de cuando en cuando con sus oficiales e insistía sin tregua sobre las órdenes recibidas de Montgomery. Fuese como fuese, Fumes tenía que resistir. Si los alemanes lograban cruzar el Canal, toda la cabeza de puente de Dunkerque podía derrumbarse como un castillo de naipes.

Colvin y el resto de los comandantes de los batallones afirmaban con la cabeza, deseosos de acabar cuanto antes con aquellas reuniones. Como medida de seguridad, Whitaker celebraba sus asambleas en una zanja abierta en el interior de un enorme estercolero, que mandaba cubrir después con paja y más estiércol, a fin de que el enemigo no advirtiese ninguna anormalidad. En aquel estrecho refugio, sentado con las piernas cruzadas a la manera india, el general se colocaba frente a sus oficiales, como si fuese el timonel de una embarcación de ocho remeros, haciendo alarde de una calma prodigiosa. Para los comandantes de sus batallones, la fetidez del ambiente y la presencia de las infinitas moscas transformaban las entrevistas en un auténtico tormento.

Pocos días antes, los alemanes habían cruzado una vez el canal, valiéndose de lanchas de campaña. Los carros blindados del 1.er Regimiento Coldstream, al mando del coronel Arnold Cazenove les habían obligado a retroceder. El Canal había quedado tan repleto de botes vacíos que el mayor Robert Ridle, de los Berskshires, intentó aprovechar la oscuridad de la noche para deslizarse, como un apache, hasta la orilla y prenderles fuego. La intentona terminó en un rotundo fracaso, ya que la mayor parte de la superestructura de las lanchas estaba conformada por piezas de acero.

Como resultado del terrible castigo infringido a su compañía, que había quedado reducida a ochenta hombres, Riddle se vio obligado a situar en la línea de fuego a los asistentes y a los cocineros. Él, en persona, tuvo que matar y asar un cerdo para sus hombres, con auxilio de una bayoneta, que empleó para llevar a cabo la primera operación y descuartizar el animal. Aquella noche, a las diez, meditaba en que todos sus soldados, abrazados a sus fusiles, se encontraban en la poco profunda trinchera, recientemente cavada frente al Canal. Mantenían una terrible batalla, sacando fuerzas de la flaqueza de sus cuerpos maltrechos y resistiendo con mayor eficacia que los tanques, las ametralladoras o cualquier otra máquina bélica.

De repente, Riddle se estremeció. Desde la bodega en la que había instalado su Cuartel General, junto a las oscuras aguas del Canal, percibió un ominoso sonido. Escuchó con atención y pudo distinguirlas con absoluta claridad. Eran voces que gritaban en alemán desde la orilla inglesa de los canales.