CAPITULO TERCERO

Diríjanse hacia el humo negro

Lunes, 27 de mayo. De las 20 a las 24 horas.

En algunos aspectos, el capitán Tennant podía considerarse favorecido por la suerte. A las 8 de la tarde de aquel brumoso día de mayo, podía ya hacerse perfecto cargo de cuál era la situación y las medidas convenientes, de acuerdo con las noticias recibidas hasta el momento. Miles de hombres, en tanto retrocedían penosamente por las polvorientas carreteras de Francia, no disfrutaban del mismo consuelo. Lo único que sabían era que su mundo había sido hecho añicos.

En Proven, un oficial había ordenado al cabo William Mitchell y a sus compañeros del servicio auxiliar del Ejército:

—Diríjanse hacia el humo negro.

Mitchell distinguía la oscura columna de humo que se elevaba en el horizonte, pero ignoraba en absoluto que se tratara de Dunkerque y que todavía le separaban del puerto más de veinticinco kilómetros. Ni siquiera estaba enterado de que allí comenzaban a concentrarse ya trescientos mil hombres en retirada. Apretujado en un camión, en compañía de sesenta compatriotas, inició la marcha hacia Dunkerque, preguntándose cómo acabaría todo aquello.

Sin embargo, la derrota no podía considerarse aún como segura. Era más bien el orgullo de los hombres lo que se resentía al abandonar el lugar de la batalla. Mientras avanzaba hacia la costa, en el interior del camión perteneciente a la compañía del capitán Harry Smith, Augusta Hersey se sentía molesta por no poder cambiar ni una sola palabra con el mecánico-conductor Johnnie Johnson. Bill no le había enseñado más que dos palabras en inglés «Buenas noches». Al pronunciarlas, Johnson interpretó que la muchacha deseaba permanecer a solas con sus pensamientos.

A pesar del casco de acero que cubría su cabello oscuro y suave, del fusil que reposaba sobre sus rodillas y de la emoción que despertaba en ella aquella aventura, la alegre Augusta se veía obligada a no pronunciar una sola palabra. En dos ocasiones, movida por la belleza de la noche estrellada, había exclamado: «¡Oh…! Buenas noches». Y cada vez, sin atender a sus protestas, Johnson había pisado los frenos y saltado del camión, hasta que ella lo arrastraba de nuevo a la cabina.

Kilómetros al sur, en la carretera de Dixmude, también Bill Hersey se planteaba problemas personales. Había logrado apoderarse de un «Bedford» de tres toneladas, en compañía de su amigo Nobby Clark. Hersey apenas sabía conducir. Sin embargo, pronto se convenció de que, en aquellos momentos, su escasa pericia como conductor podía incluso serle de gran utilidad. Nobby carecía del más mínimo conocimiento acerca de lo que era un camión, pero entre los dos lograron comprender el juego complicado de las marchas y de los pedales.

El «Bedford» evolucionaba renqueando a través de la noche. En su interior, Hersey analizaba una por una las pequeñas inquietudes que le embargaban. ¿Lograría comprender en su totalidad el mecanismo del camión con el tiempo suficiente para poder ayudar a Augusta? ¿Cuándo volvería a ver de nuevo a la muchacha? No tenía la menor idea de la ventaja que podía llevarles el camión de Smith. Desconocía, asimismo, si el convoy del que formaba parte había sido bombardeado. Para Hersey, inmerso en tales dudas, cada kilómetro se convertía en una interminable agonía de incertidumbre.

Sobre toda la superficie del norte de Francia se extendía una sensación semejante a la de Bill. Era como si, al recordar el desastre, los hombres buscasen consuelo en sus problemas personales.

El mecánico-conductor Sidney Morris acababa de atravesar la frontera belga, camino de Dunkerque, y pensaba con ilusión en el regalo que llevaba para su hijo Trevor, una magnífica maqueta de acero cromado del modelo de hidroavión francés «Loire Niueport, 40». Morris no conocía aún a su hijo, que contaba solamente ocho meses, pero había comprado aquel regalo con los ahorros de su paga y aprovechó el largo período de «guerra fantasma» para hacerle, con sus propias manos, un estuche especial de madera. El pensamiento que, con fuerza obsesiva, dominaba su ser era imaginar la cara que pondría el niño cuando viese el avión por primera vez.

Los problemas de otros muchos eran igualmente importantes.

Cerca de Cassel, con su unidad casi rodeada por los alemanes, el cabo John Norman, cocinero de los oficiales, hacía cabalas para determinar la minuta más apropiada para el día siguiente. Hombre pulcro y delicado, vestido siempre con su bata blanca inmaculada, Norman había servido aquel día salmón en lata para comer y pollo y fruta para cenar. ¿Podría disponer del carbón necesario para preparar huevos fritos con jamón y patatas salteadas en el próximo desayuno? El veterano Mervyn Doncon, viejo soldado de fortuna, tenía un especial motivo de preocupación. Jamás podría perdonar que le obligasen a efectuar una retirada a pie, en la que iba perdiendo uno por uno los numerosos relojes que se había procurado y que llevaba metidos en su saco de campaña.

El capitán Edward Bloom acababa de resolver un problema acuciante y se encontraba a punto de solucionar otro no menos trascendente. Bloom era un oficial apuesto, que lucía su uniforme con inimitable elegancia y a cuyo cargo se hallaba el suministro de petróleo para su unidad. No se había bañado desde hacía varias semanas, pero aquel día, instalado con toda comodidad en un piso vacío situado sobre una tienda de ropa interior de señora de Port Avendin, celebraba su cumpleaños con una limpieza general. Su asistente, el soldado Clewys, había descubierto una bañera y la había llenado con varios baldes de agua hirviendo.

Después del baño, al enfrentarse con la necesidad de ropa interior limpia, Clewys descendió a la tienda y regresó al cabo de unos minutos con su botín:

—He cortado el lacito que tenía sobre el trasero, señor —dijo—. Está muy limpio.

Pero pocos eran los que se encontraban en una situación más amarga que el soldado Walter Osborn, del regimiento de Suffolk. Oficialmente, Osborn era el único hombre en todo el ejército de Lord Gort que se hallaba arrestado. El 10 de mayo, un Consejo de Guerra le había sentenciado a cuarenta y dos días de privación de libertad. El cargo había sido escribir una carta anónima a Mr. Winston Churchill, a la sazón Primer Lord del Almirantazgo, pero ya idolatrado por las tropas como consecuencia de sus viajes a Francia.

Osborn no había firmado la carta con su nombre, pero había tenido la mala ocurrencia de incluirla en un sobre dirigido a su mujer, Louvain, residente en Ipswich. Dicho sobre fue abierto por los censores.

¿Qué tal si ordenara usted que diesen a sus chicos unos días de permiso? Así comenzaba la misiva que el Ejército había considerado «perjudicial para el mantenimiento del orden y de la disciplina».

Lo que más preocupaba a Osborn, mientras efectuaba su traslado bajo la vigilancia de su escolta, el sargento Frank Peacock, radicaba en el hecho de que su estado no estaba en exceso definido. Como componente del regimiento de Suffolk, uno de los que formaban la 3.a División del mayor-general Bernard Montgomery, Osborn había tomado parte en siete acciones de retaguardia desde el comienzo de la gran retirada. En aquellos momentos se convertía de nuevo en un soldado, con su fusil «Lee-Enfield» y sus cartucheras. Tan pronto como cesaba el combate, volvía a su situación de arrestado y se le encerraba en un establo, bajo la vigilancia de la policía militar.

—Me siento como un conejillo de indias —solía decir al sargento Frank Peacock—. Experimentan conmigo cuando empieza la batalla y me encierran cuando acaba. Un hombre tiene derecho a saber a qué atenerse.

Peacock que, en franca violación de las ordenanzas, acostumbraba a pasarle algún cigarrillo, le aconsejaba paciencia. Una vez más, aquella noche, a las nueve, se encontraban en dirección hacia el norte, desde cerca de Roubaix hasta la ribera del río Yser, sin que nadie supiese por qué ni en qué iba a acabar todo aquello.

No había más que un hombre que conociese la razón que explicase aquel traslado, y el peligro que entrañaba el mismo le mantenía con el alma en vilo. En una granja, que llevaba el lírico nombre de «Ferme d’Aloutte» («Granja de la Alondra»), el teniente general Alan Brooke yacía sobre el suelo, estremecido de aprensión, intentando conciliar el sueño al compás del zumbido de los camiones que pasaban por la carretera y despertándose sobresaltado cuando volvía a hacerse el silencio.

Era un esfuerzo de titanes. Durante todo aquel día, la división de Montgomery se había concentrado frente a Roubaix, a unos setenta y cinco kilómetros de Dunkerque, en pleno corazón del territorio ocupado por el 6.º Ejército alemán. Después del descalabro belga en el norte, resultaba imprescindible que la división entera se dirigiese hacia el norte, hasta rebasar Ypres, para cubrir de este modo la brecha abierta en el flanco izquierdo del frente de Ypres-Comines Canal, brecha que facilitaba a los alemanes el paso del río Yser y el corte de la carretera de Dunkerque. Solo así podría contar Brooke con un sólido flanco de defensa en el este.

Según la opinión de Brooke, aquella operación resultaba prácticamente imposible, a pesar de que Montgomery había planteado el problema aquella mañana y había afirmado, con su congénito optimismo:

—Mira, se puede llevar a cabo. Lo haremos así.

Mientras Brooke le observaba, Montgomery tomó un mapa y trazó la ruta. Había que atravesar el río Lys, pasar al este de Armentiéres, cruzar el bosque de Ploegsteert y seguir hacia el norte por carreteras de segundo orden, hasta llegar al frente de cuatro kilómetros donde Linton y los suyos seguían luchando.

Aquella misma tarde, Montgomery había ultimado sus planes. Durante los meses de «guerra fantasma», en previsión de que llegase un momento en que se hiciese necesario, había practicado sobre el papel la táctica de aquel tipo de retiradas en masa. Sin embargo, efectuar un recorrido de ciento diez kilómetros y atravesar un río en sepulcral silencio, en el corto plazo de una noche, parecía excesivo. A las nueve de la noche, una vez que había desaparecido por completo la luz diurna, comenzaron los preparativos. Durante el día, habían sido ya reconocidos, primero por el ayudante de Montgomery, Charles Sweeney, y más tarde por la brigada de oficiales de enlace, unos cincuenta kilómetros del camino que se había de seguir.

Una vez dictadas las últimas órdenes, Montgomery resumió la aventura en la siguiente frase:

—Bueno, muchachos, si la 3.a División es capaz de salir de esta, que le echen lo que quieran.

Hora tras hora, en tanto Brooke pretendía conciliar el sueño sobre el duro suelo de su granja, el inacabable convoy avanzaba en la noche, con Charles Sweeney, montado en su motocicleta, a la cabeza. De pie en el coche de su Estado Mayor, Montgomery contemplaba la furia de la batalla que se desarrollaba en el frente de Ypres-Comines Canal, a unos seis kilómetros más allá. Distinguía los resplandores verdes, blancos y rojizos de los fogonazos, convertida la noche en día por las explosiones de las piezas gigantes, mientras, con su calma habitual, inquiría de su oficial topógrafo, Kit Dawnay:

—¿Está usted seguro de que no se ha equivocado de ruta?

Los planes de Montgomery habían sido elaborados a prueba de errores. Los hombres que como John Warrior Linton defendían el Canal, jamás se enteraron de que un gran convoy pasaba tras ellos. Los diferenciales de cada camión habían sido tratados con pintura fluorescente, que se iluminaba por medio de una pequeña bombilla colocada en la parte trasera de cada vehículo. De este modo, los conductores, acostumbrados, por otra parte, a viajar de noche, no tenían más problema que observar al frente para seguir la marcha de la interminable columna.

En las curvas peligrosas y en los cruces, se distinguían pequeñas lámparas de petróleo que lucían en las cunetas. La policía militar del regimiento ordenaba el tráfico. En la absoluta oscuridad, apretujados en 600 vehículos, 13.600 hombres marchaban hacia la salvación para formar un frente de defensa sólida en el noroeste, junto con la 2.a División Motorizada del general Bougrain.

Montgomery había escrito una página de gloria en la historia militar. El único accidente de aquella gigantesca retirada lo sufrió el coche del mismo Montgomery que, a pesar del «terrible lenguaje con que fue espoleado», se empeñó en permanecer inmóvil durante veinte minutos en el embudo abierto por un proyectil pesado.

Pese a sus esfuerzos, Brooke permaneció despierto toda la noche en su granja. De vez en cuando, se asomaba a una ventana para observar el paso de la división. A menos que el convoy desapareciese de la carretera antes de la llegada del día, los «Stuka» de Von Richtofen tendrían ocasión de producir un descalabro brutal.

La misma aprensión, el mismo sentido de responsabilidad fue compartido aquella noche por todos los hombres. Aposentado en el establo de una granja holandesa, cercana a Steenvorde, el sargento Leslie Teare, del regimiento de Sherwood Foresters, se sentía también incapaz de conciliar el sueño. La mayor parte de los hombres que componían su batallón, el , eran muchachos de diecinueve años, procedentes de Bestwood Colliery de Nottingham, a quienes Teare había conocido y tratado desde el primer día. Durante toda la semana de retirada, el sargento había recorrido una y otra vez toda la columna, animando a aquellos chicos, sintiendo hacia ellos toda la ternura y la preocupación de un verdadero padre. Al día siguiente, iban a intentar incorporarse, como una unidad más de refuerzo, al perímetro de la cabeza de puente de Dunkerque, aunque ninguno de ellos lo sabía. En la noche, Teare se sentía perplejo y lleno de inquietud.

Desde su montón de paja, espiaba el más leve movimiento. De pronto observó que uno de sus hombres, el soldado Crossland, temblaba como una hoja.

—¿Qué te pasa, muchacho? —preguntó.

—Nada, sargento —contestó Crossland.

Teare notó que la voz del soldado sonaba también temblorosa.

—¿Te encuentras bien?

—Me encuentro bien, sargento.

Se advertía con claridad que el muchacho luchaba contra el miedo. Dejándose llevar por su primer impulso, Teare sintió la imperiosa necesidad de rendir tributo «al hombre más valiente que encontré en Francia». Se revolvió sobre la paja y, con la misma sencillez que lo haría cualquier padre, colocó la cabeza del muchacho sobre sus rodillas. A los pocos minutos, el chico se durmió «como un niño, porque eso es lo que era…», según dijo más tarde Teare.

En Inglaterra, este sentimiento de piedad se hallaba aún en período latente. Hacía falta tiempo para que la amarga verdad se impusiese sobre todas las conciencias. Y no porque la gente no sintiese en sí misma las tribulaciones de su prójimo. La verdad era que, durante ocho meses, Inglaterra había vivido con el convencimiento de que el B.E.F. de Lord Gort constituía una fuerza invencible que la protegería de todo mal. Era preciso dejar pasar algún tiempo antes de que la realidad fuese aceptada. Hacía solamente veinticuatro horas que el secretario del Ayuntamiento de Dover, Bill Ransom, había pasado la tarde sentado en la playa libre de alambradas, tomando el sol y bebiendo en compañía de unos amigos. Sin embargo, a primera hora de la mañana, las sirenas de alarma habían envuelto a la ciudad y, durante el transcurso de todo el día, se fueron presentando pequeños síntomas del gran desastre.

En el Centro de Protección contra Ataques Aéreos de Dover, Joan Bruce Lane, una discreta telefonista, captó dos de ellos. Durante días, el pequeño puerto se había estremecido con las detonaciones de los bombardeos que asolaban a Calais. Aquel día reinaba un absoluto silencio, un silencio que presagiaba la tormenta final. Su novio, Alex, que estaba al cuidado de los almacenes de motores de la Comandancia Marítima, se mostraba también silencioso, casi abatido.

—Tengo el presentimiento de que voy a entrar en acción pronto y de que no volveré. No me preguntes por qué.

Como el resto de los habitantes de Dover, Joan Lane albergaba la firme convicción de que una amenaza se cernía en el aire. Aquella mañana, el jefe de policía, Marshall Bolt, había visitado el Centro más agitado y nervioso que de costumbre. Al salir a la calle para respirar unas bocanadas de aire puro, Joan comprendió la razón: el centinela de la puerta aparecía armado con un fusil con la bayoneta calada.

De repente, la ciudad se vio invadida por una nube de prostitutas. Extraños rumores las habían atraído como un imán desde los puntos más apartados del país. La policía se desembarazaba de ellas con la misma rapidez con que llegaban. Aunque nadie se atreviese a expresar con palabras lo que estaba a punto de ocurrir, todos sabían que sus pensamientos y temores eran compartidos por los demás. En la colina del cementerio de St. James, los trabajadores habían abierto grandes fosas comunes, las cuales, según se decía, podrían contener centenares de cadáveres. Por todos los puertos del condado de Kent, el rumor se extendía como un reguero de pólvora… Un marinero había entregado a su esposa un revólver y dos cajas de municiones para que defendiese su hogar… Algunas mujeres iban armadas con cuchillos y con cápsulas conteniendo veneno… Un viejo soldado se había ya suicidado, según se afirmaba con insistencia.

Para algunos, los hechos eran incontrovertibles. La policía se había presentado en Castle Avenue, había subido al piso del comerciante en bicicletas Billy George, y le habían comunicado que su mujer, impedida, debía abandonar Dover antes del fin de semana. Al preguntar George el motivo, la respuesta sonó como una sentencia de muerte:

—Solo deben permanecer en Dover los que puedan correr.

La prohibición de encender luces de noche se acentuó. Algunos periodistas, como Hilde Marchant y H. L. McNally, del Daily Express, y Reg Foster, del Daily Herald, se trasladaron a Dover y se instalaron en las amplias habitaciones decoradas al estilo eduardiano del «Gran Hotel», que daban al mar. Se palpaba en el aire la inminencia de un trascendental acontecimiento. Mientras el camarero del hotel les servía el pescado en el gran comedor alfombrado de verde, Foster y McNally observaron la entrada de dos oficiales de la Marina. Instantes más tarde, quedaban boquiabiertos de sorpresa. Manchas de sangre y de petróleo marcaban el paso de los dos hombres sobre la alfombra.

Fuesen quienes fuesen, lo cierto era que aquellos dos oficiales debían de haber abandonado el combate hacía pocos minutos.

A aquella misma hora, en el muelle principal de Dover, el H.M.S. Wakeful, amarrado junto al costado del petrolero War Sepoy, recibió un mensaje desde la Estación Central de Señales. Segundos más tarde, el comandante Raph Fisher y el oficial de señales Leonard Gutherless, descifraban el siguiente mensaje: «Orden del vicealmirante de Dover. La única oportunidad de salvar al B.E.F. es procediendo a la evacuación esta misma noche. Debe usted dirigirse a toda marcha hacia las playas situadas a tres y cuatro kilómetros al este de Dunkerque y embarcar tropas con sus propias lanchas. Regreso a discreción, pero nunca más tarde de las 3,30 horas».

Era suficiente. Inmediatamente, el teniente Bill Mayo recibió órdenes:

—Traslade todos los libros confidenciales al petrolero. Zarparemos en seguida.

Mientras finalizaba el trabajo de meter la documentación en sacos de correos, Mayo comprendió de lo que se trataba. A bordo del navío quedaron tan solo las cartas conocidas por «mapas de aguas peligrosas».

Mayo subió a cubierta. Casi no había tenido tiempo de lanzar los sacos por la parte de proa del petrolero cuando ya el Wakeful se deslizaba junto a él. Habían permanecido junto al barco nodriza apenas tres minutos.

Fue una noche de sorpresas. En Ramsgate, a treinta y dos kilómetros al norte de la costa Mrs. Rose Bishop se había retirado temprano a la cama. Su marido, el sargento Tom Bishop, a quien amaba con todo su corazón, se encontraba en Francia con el Catering Corps. No había, por lo tanto, razón alguna que le obligase a mantenerse levantada. Tratando de conciliar el sueño, la mujer se recreaba en un pensamiento: Cuando Tom volviese a casa con permiso, ella se enteraría de un modo original y lleno de ternura. Él le había prometido que, antes de entrar en casa, le dedicaría desde la calle, como una serenata, la canción que habían adoptado ambos como suya años atrás: El regreso a la casa de la montaña.

De pronto, en la oscuridad, Rose Bishop abrió los ojos de par en par. Fuera, en la calle, no una, sino varias voces, acababan de entonar los primeros acordes de la canción. Aunque llevaba la cabeza llena de rizadores, Mrs. Bishop se vistió con rapidez una bata y abrió la puerta de su casa. La calle, en la más completa oscuridad, se encontraba llena de camiones. Los cantos provenían de un grupo de soldados, maltrechos y alegres, que estaban siendo recogidos de la estación cercana.

Fue una escena a la vez ridícula y patética. Aunque Rose Bishop sabía que la preferencia por su canción era compartida por la mitad del ejército británico, volvió a su cama desconcertada y triste. ¿Cuál era el motivo que justificaba la llegada de soldados a aquellas horas, con cantos o sin ellos? Decidió que lo primero que haría a la mañana siguiente sería ir a la estación. Si se estaba incubando la tragedia, quizá pudiera ayudar en algo.

Todos cuantos tuvieron la misma ocurrencia, se sintieron mejor aquella noche. El teniente William Tower, sentado en su compartimiento de primera clase del expreso Liverpool-Londres, que avanzaba envuelto en la oscuridad, intuía que algo grande estaba a punto de ocurrir. Un mensaje del Almirantazgo recibido por la mañana había ordenado su incorporación urgente a su navío, el H.M.S. Somalí, anclado en un puerto del sur.

Tower, un joven rubio, de veintiún años, producía a primera vista una impresión que no respondía a la realidad. Sus maneras delicadas, su piel rosada y blanca, que podía muy bien causar la envidia de viejas solteronas, le prestaban un aire de hombre tranquilo, alegre y satisfecho de la vida. Entre sus familiares y amigos, la alegría y el buen humor de Tower se habían hecho legendarios. La fecundidad de su ingenio constituía una inagotable fuente de diversión. En cierta ocasión, tras perder el último bote de su barco, utilizó los faros de un taxi para comunicar a la tripulación que volviesen a buscarle. Sus dotes mímicas y sus imitaciones de almirantes engreídos eran siempre celebradas. Tenía un pequeño «Renault» azul, bautizado con el epíteto The Top, que era popular entre todos los hombres de su base.

Sin embargo, aquella voz meliflua y aquel sentido del humor obraban en Tower la función de una coraza que ocultaba su temple de acero. A los cinco años, en plena efervescencia infantil, había sufrido una dislocación de los ligamentos femorales. Durante nueve meses, se vio obligado a guardar cama, entre insoportables dolores, con un peso colgando del tobillo para enderezar la pierna. Aquella forzada inmovilidad fue una dura lección para un niño de cinco años. Bill Tower aprendió a no llorar y a fortalecer su ánimo. Al mismo tiempo, se forjó en el dominio de la voluntad.

De allí surgió un nuevo Bill Tower, el muchacho que a los diez años aprendió a nadar sin instructor, sin descansar hasta hallarse en posesión de todas las cualidades del buen nadador, el muchacho que a los once años se había construido, sin la ayuda de nadie, una radio de galena, el muchacho que a los catorce años dedicó todas las horas de sus vacaciones al aprendizaje del arte del patín. Ahora, siete años más tarde, conocía mejor la guerra que muchos otros hombres que le doblaban en edad. Hacía tres semanas, como oficial artillero del H.M.S. Bittern, había permanecido en la torreta de una ametralladora antiaérea durante más de veinticuatro horas, en las costas de Noruega. Su dotación de artilleros quedó reducida a la mitad, pero la pieza de Tower no enmudeció hasta que el navío fue hundido.

También él se dirigía ahora hacia Ramstage, intuyendo solo a medias lo que le esperaba, pero satisfecho si ello significaba entrar de nuevo en acción. En una carta reciente a sus padres, había escrito: Debo admitirlo. Me entusiasma la aventura de la guerra.

Por su parte, en Dunkerque, el capitán William Tennant no se encontraba en tan buena disposición de ánimo. Otra rápida visita al resto de las arenosas y poco profundas playas había confirmado sus temores. Era posible que en todo el mundo no existiese una costa que ofreciese peores condiciones para llevar a cabo la labor proyectada. Con la marea baja, las aguas del Canal se habían retraído casi un kilómetro y algunos hombres del cuerpo médico, con las camillas levantadas sobre sus cabezas, caminaban trabajosamente hacia dos embarcaciones de pesca que se habían aproximado a un centenar de metros de los bancos de arena.

Los dos destructores, el Wolfhound y el Wolsey, no eran más que dos pequeñas manchas grisáceas situadas a más de una milla de la costa. Los botes de pesca que se aproximaban a golpe de remo hasta la playa para recoger a las tropas, tenían que enfrentarse después con un regreso de más de veinte minutos. Y podían transportar a los navíos escasamente a veinticinco hombres en cada viaje.

Estaba claro que la solución al problema radicaba en obtener mayor número de embarcaciones ligeras, aunque ello suponía a su vez, contar con vientos favorables. Aquella noche, en tierra adentro, el viento soplaba del este, lo que hubiese resultado ideal, pero el puerto y las playas se veían azotadas por el viento norte. El menor asomo de nordeste podía causar dificultades a las pequeñas embarcaciones, obligándolas a tomar las rompientes de través, con el riesgo de zozobrar con facilidad.

Ciertamente, un destructor podía transportar a mil hombres. Sin embargo, la carga de los mismos ocuparía más de seis horas y a Tennant le constaba que la rapidez era fundamental para el buen éxito de la operación.

Hacía tan solo una hora que, después de una rápida comida en el refugio, el oficial de mensajes Michael Ellwood, llevado de su habitual buen humor, sugirió que su jefe precisaba algún emblema de identificación. Tomó el papel de estaño de un paquete de cigarrillos, recortó las letras «S.N.O». y las pegó con grasa en el casco de acero de Tennant. Aquellas letras constituyeron desde el primer instante para Tennant una especie de símbolo trágico. Él era, en verdad, el oficial jefe de la Marina en Dunkerque y cualquier decisión que se adoptase, buena o mala, habría de proceder de su persona.

Eran las diez de la noche. En la estremecida oscuridad, acompañado por el teniente comandante Bruce Junor y por el comandante Jack Clouston, Tennant se dirigía hacia el espigón del este. Tras observarlo durante unos minutos, rompió el silencio.

—La operación se realizaría con mucha más rapidez si pudiésemos amarrar un barco de costado.

No se le ocultaba que se trataba de una decisión desesperada. No obstante su extensión, el espigón no era sino un estrecho pasillo de madera que surgía de los cimientos de antiguas fortificaciones que ahora desempeñaban el cometido de simples rompeolas. Su anchura apenas podía contener a tres hombres en fila india, y sus bordes laterales aparecían protegidos por gruesos troncos de madera. A intervalos regulares, sobresalía de estos troncos una serie de postes que, proyectados hacia el mar, podían servir, en caso de apuro, como punto de amarre para pequeñas embarcaciones.

A pesar de todos estos inconvenientes, no parecía haber otra solución. Después de contemplar unos instantes los fugaces resplandores que teñían de rojo las negras aguas del Canal, Tennant musitó:

—Probaremos. Comuniquen al barco más cercano que se acerque de costado.

Inmediatamente, la lámpara de señales «Aldis» comenzó a parpadear: «Entre en el puerto, amarre a lo largo del espigón».

El tiempo pareció detenerse cuando el barco, el Queen of the Channel, pasó ante ellos para iniciar la operación. Su capitán, W. J. Odell, se había acercado de proa al espigón, haciendo decrecer de modo progresivo la velocidad inicial de siete nudos. Se lanzó un cable desde el barco y este quedó amarrado al rompeolas. A partir de aquel momento, Tennant y los otros observaron llenos de inquietud la maniobra de colocar el barco de costado contra el espigón, hasta rozar la armadura de cemento. Diez minutos más tarde, el Queen of the Channel se encontraba sólidamente amarrado por proa y popa. Estaba a salvo.

A las 10,30, Tennant pudo suspirar con desahogo. Aquel día tan solo 7669 hombres habían abandonado Dunkerque, pero, al menos, parecía haberse dado con una solución. Si el ejército se mantenía firme en las líneas de combate del interior, podría llegarse a la evacuación de 45.000 hombres, cifra que constituía la triste aspiración de Ramsay. Tennant escuchaba con satisfacción el rumor apagado de los hombres caminando sobre las tablas del espigón, mientras el estallido de las explosiones cubría el cielo como un trueno lejano. Los primeros contingentes de tropas se hallaban ya camino de Inglaterra.

Tennant, sin embargo, ignoraba que habían surgido nuevas complicaciones. Poco más o menos a aquella misma hora, Lord Gort llegaba al bastión 32 para celebrar una conferencia urgente. Gort había perdido horas preciosas tratando de localizar al general Georges Blanchard, a cuyo mando se encontraba el primer grupo del ejército francés. La misión era vital. A tales alturas, Blanchard creía aún en la posibilidad de defender Dunkerque hasta el fin, por medio de una línea de resistencia colocada a unos sesenta kilómetros al sur del río Lys.

Gort tenía que desengañarle. No existía tal oportunidad. Como general en jefe británico, Gort se encontraba a las órdenes del Alto Estado Mayor francés. No obstante, el Gobierno británico le había instado siempre para que, en caso de urgencia, hiciese cuanto estuviese en su mano para salvar su propio ejército. Y había llegado el momento de hacerlo. Aquella misma tarde, Anthony Edén le había telegrafiado de nuevo: Dada la situación, su única tarea es proceder a la evacuación del mayor número de tropas.

Entró en el bastión 32 con la gorra echada sobre la frente, según su costumbre. El coronel Gerald Whitfeld, comandante de la zona de Dunkerque, no pudo menos de asombrarse ante la entereza de aquel hombre. En la oscuridad del cielo, la «Luftwaffe» efectuaba el duodécimo bombardeo del día. Ante la entrada del refugio, se concentraban densas humaredas a través de las cuales se distinguían apenas los esqueletos de las grúas portuarias envueltas en llamas. No obstante, los ojos azules del general brillaban aún con fe inquebrantable.

Gort comprendía que las razones políticas quedaban más allá de su mando y su jurisdicción, más él solía reaccionar ante el peligro con la fiereza de un soldado de caballería al oír el clarín ordenando la carga.

En el interior del sombrío subterráneo, en cuyas paredes se habían instalado innumerables teléfonos, Gort procedió a un breve cambio de impresiones con el almirante Jean Abrial, el meticuloso y elegante comandante francés del puerto. Alrededor de la mesa, se agrupaban Whitfeld, el almirante Le Clerq, jefe del Estado Mayor de Abrial, el comandante Harold Henderson, agregado naval británico, y el general francés Koeltz, jefe del Estado Mayor del general en jefe Weygand.

Pese a que no había ni rastro del general Blanchard, a Gort le pareció necesario exponer con detalle la situación en que se encontraba la cabeza de puente de Dunkerque. Y puesto que Abrial era en teoría el jefe supremo de la plaza de Dunkerque, razones políticas le indujeron a no mencionar el propósito de llevar a cabo una retirada total. La evacuación iniciada se calificó en aquella conferencia un simple y normal traslado de fuerzas innecesarias.

Durante la reunión se pasó revista a varias cuestiones esenciales. En primer lugar, la resistencia de los británicos en el frente que, partiendo de Nieuport, corría a lo largo de los canales cercanos a Fumes hasta la ciudad de Bergues. Después, la situación de los franceses en el frente oeste, desde Bergues a Gravelines. Respecto al frente inglés, el general Alan Brooke, con su Cuerpo de ejército, respondía de la firmeza del sector de Nieuport. El Primer Cuerpo de ejército del general Michael Barker mantendría la parte central del frente. Y el 3° Cuerpo del general Sir Ronald Alam defendería la zona alrededor del mismo Dunkerque.

Apenas había logrado concentrar 20.000 hombres en el interior del perímetro de la cabeza de puente. De todos modos, Gort, aseguró a Abrial que todavía quedaban esperanzas de que el grueso de las tropas alcanzase a tiempo la última línea de frente defensivo. Su mirada brillaba con exaltación cada vez que, a lo lejos, se distinguía el tronar de las explosiones.

Eran las once de la noche. Aprovechando un repentino silencio, el general Koeltz preguntó con aparente indiferencia:

—¿Está enterado por casualidad Lord Gort de que esta tarde el rey de los belgas ha pedido un armisticio?

Aquello significaba que más de treinta kilómetros del flanco izquierdo del frente británico quedaban abiertos hasta la orilla del mar. Gort permaneció inmóvil en su silla, con las manos extendidas sobre la mesa y la mirada fija en el vacío. Observándole, Whitfeld se preguntaba si su expresión no daría a entender algo especial y desconocido para todos.