26

Habían pasado dos días desde que los moriscos abandonaran sus casas y salieran para el destierro y don Juan aún no había bajado a la villa. Sin embargo, esa mañana creyó que era llegado el momento de declararle a Mencía su amor y se preparó para ello.

Esa noche le había costado conciliar el sueño. Al nerviosismo que sentía pensando en las palabras precisas que le diría a la joven, se unía el bochorno de la noche que le hacía despertarse bañado en sudor y buscar con los pies la frescura de las losas del suelo. No quería pensar en lo que le diría a su madre cuando volviera con Mencía al alcázar si la muchacha accedía a ir con él. Lo que tenía claro es que si se tenía que enfrentar con ella, lo haría. Al fin y al cabo, era él el alcaide de la fortaleza.

Se levantó cuando el sol aún no había despuntado y sin esperar a que Miguela, que por lo temprano de la hora aún estaría durmiendo, le preparara la tina, bajó él mismo a la canaleta del aljibe y llenó varios cubos de agua. Cuando se sumergió en la tina la frescura del líquido le hizo en un principio estremecerse, pero luego notó cómo sus músculos se tensaban y el calor de su cuerpo desaparecía. Dejándose llevar por la molicie permaneció mucho tiempo en el agua. Al salir del baño contempló su cuerpo en el espejo y su reflejo no le disgustó. A sus treinta y nueve años conservaba aún las carnes prietas y los músculos se adivinaban claramente en el abdomen. Se atusó el cabello y vio con alivio que todavía las canas no habían aparecido. ¿Le gustaría a Mencía? Era consciente de que era muy joven. ¿Cuántos años tendría? ¿Diecisiete, dieciocho? Ya era toda una mujer, y una mujer bellísima que seguramente tendría muchos admiradores. Bartolomé le había hablado, pero ella no le había dado ninguna respuesta. Sintió una punzada en el estómago… Claro que tampoco le había dicho que no. Él no sabía nada de su vida, solo hacía unos meses que la conocía. ¿Tendría más familiares? En el funeral de su padre la estuvo observando y los únicos que la consolaban eran Bartolomé, el Sedero, y sus hijos.

Intentó tranquilizarse y se tomó su tiempo para acicalarse, aunque optó por ponerse la ropa usada para no despertar las sospechas de su madre, que le constaba eran muchas.

Reconfortado por el baño, subió a la terraza y contempló cómo el sol aparecía entre la sierra de las Villuercas; luego, su vista se recreó, como siempre hacía cuando estaba en lo más alto del alcázar, en los campos de cultivo y en las numerosas huertas que habían quedado abandonadas tras la salida de los moriscos. ¡Qué distinta sería la villa ahora! Recordó el día que llegó a ella. ¡Qué castigo le pareció entonces trasladarse a ese villorrio del que ya no quería salir! ¡Cuántos buenos cristianos y leales trabajadores habían sido injustamente echados de sus casas! Desechó los pensamientos. Ese era un día feliz y no quería entristecerse por algo que no había estado en sus manos solucionar.

Cuando el sol se alejó de la sierra bajó de la terraza y salió de la fortaleza a pie. Mientras bajaba la rampa notó aún el relente húmedo del amanecer y aspiró el olor a hinojo y a mastranzo que verdeaban en el hilillo de agua que rezumaba de algún aljibe.

Tomó el camino más largo para dilatar la sensación de euforia que empezaba a embargarle. Al llegar a las primeras casas de la calle del Castillo se detuvo de pronto extrañado por la quietud y el silencio que reinaba en ella. No se oían los gritos de niños, ni las voces de los hortelanos, ni siquiera ladridos de perro o rebuznos de burro, solo el sonido de un serrucho cortando la madera de la carpintería rompía el silencio de la calle.

Las puertas de algunas casas, las más humildes y por tanto las que no habían encontrado compradores, permanecían aún abiertas mostrando la intimidad que tan celosamente habían guardado sus moradores. Las otras, las que habían pertenecido a los moriscos ricos, estaban ya cerradas porque sus nuevos propietarios se habían precipitado a tomar posesión de ellas, antes incluso de que sus dueños hubiesen dejado atrás la villa.

¿Cuántos vecinos quedaban? ¿Cincuenta, sesenta?

Al pasar por el taller saludó al carpintero, que aprovechó la ocasión para quejarse al alcaide de que, a pesar de que ahora era el único carpintero que quedaba, con la marcha de los moriscos se había quedado casi sin clientela.

Bajó las gradas hasta la plaza del mercado y allí volvió a sentir la ausencia de vida. El sonido del agua al caer en el pilón retumbaba en la plaza vacía. Recordó la cola de mujeres que se formaba en la fuente al amanecer y de cómo, una vez llenos los cántaros, se alejaban entre voces y risas sosteniéndolos en perfecto equilibrio sobre los rodetes de sus cabezas.

Enfiló entonces la calle Real. De pronto, un pensamiento lo asaltó. Era demasiado temprano para hacer visitas. Mencía estaría aún durmiendo y no estaría bien visto que se presentara a esas horas en la casa de una muchacha que vivía sola, aunque fuese el alcaide. El olor a pan recién hecho inundaba toda la calle y le recordó que había salido de la fortaleza sin comer nada. Volvió sobre sus pasos, llegó de nuevo a la plaza y subiendo por la calle Tahona entró en el obrador a hacer un poco de tiempo.

Al igual que el carpintero, el panadero José le habló de lo que había supuesto para la tahona el que se hubieran ido los moriscos. La suya era la única que quedaba, pero también se habían ido los tres molineros, con lo que tenía que ir a moler el trigo al molino, que ahora era de su propiedad pues se lo había comprado a un precio razonable a Benito, el del molino viejo.

Don Juan pensó qué entendería el panadero por un precio razonable, pues él sabía que los moriscos, acuciados por la premura de convertir sus propiedades en dinero, habían malvendido sus casas y sus tierras y todos los cristianos de la villa, incluido él, y algunos de las villas vecinas se habían aprovechado de sus desgracias para comprar propiedades a precios a veces irrisorios.

Una oleada de vergüenza le tiñó el rostro y se desvió del horno, haciendo ver al panadero que el calor le quemaba la cara. Este le ofreció un trozo de pan caliente y le dio a beber de una gran jarra de aloja que el alcaide le agradeció.

Siguieron con la conversación de la ida de los moriscos, pues don Juan entendió que no habría otra en mucho tiempo. Cuando creyó que había pasado un buen rato se despidió y se dirigió a casa de Bartolomé, que ahora pertenecía a Mencía, según le había dicho el Sedero días antes.

Hizo sonar la aldaba, pero no contestó nadie. Volvió a levantar la bola de bronce dos, tres, cuatro veces, y de nuevo el silencio. Retrocedió unos pasos y golpeó fuertemente el portalón de entrada de los carros y obtuvo el mismo resultado.

Pensó que había llegado demasiado temprano, a pesar de que ya el sol estaba en lo alto y las pocas vecinas que había en la calle Real se afanaban limpiando las puertas de sus casas.

Una de ellas, la más cercana, saludó al alcaide cortésmente y se extrañó de la visita a casa de Bartolomé. Todos en la villa suponían que la muchacha tras la marcha del Sedero y de su familia se habría ido a vivir a la fortaleza, pues los rumores de que el alcaide estaba enamorado de la hija de Ezequiel no habían dejado de correr desde la muerte de este y sabían que era cuestión de tiempo que aquel se casara con ella.

Don Juan se volvió hacia la mujer y le preguntó por el paradero de Mencía. Esta se extrañó aún más por la pregunta.

—Desde que se fue Bartolomé no hemos vuelto a verla. Pensamos que estaría con vuestra merced en la fortaleza.

El alcaide se quedó mirando a la mujer sin entender muy bien qué quería decir.

—¿Cómo que no la habéis vuelto a ver desde que se fueron los moriscos? —preguntó angustiado.

—No, señor, ya le he dicho que creíamos que estaba en la fortaleza. La puerta de Bartolomé no se ha vuelto a abrir desde que ellos se fueron. ¡Una pena, una casa tan hermosa!

Mil pensamientos negros acudieron de pronto a la mente de don Juan. Se imaginaba a Mencía rota de dolor por la partida de sus amigos y protectores, encerrada en alguna habitación de la casa, y comenzó a culparse por haberla dejado sola esos dos días.

Comenzó a golpear el portalón con fuerza y a llamarla a voces, pero de nuevo el silencio fue lo único que oyó. La mujer entró en su casa y salió al momento con un martillo y un cortafrío.

—Tenga, don Juan, rompa la cerradura, a ver si va a estar ahí esa pobre niña muerta de hambre y de pena.

Al alcaide le bastaron dos martillazos en el cortafrío para que la vieja cerradura saltara por los aires. Cruzó el portalón y se adentró corriendo por el largo pasillo hasta los corrales y la cocina, el montón de cenizas acumuladas sin rastro de calor le confirmó que hacía días que allí no guisaba nadie.

Un terrible presentimiento se adueñó de su mente y el corazón comenzó a latirle fuertemente en el pecho.

Buscó por los dormitorios, por el doblado, el pajar, entró en el horno mientras un golpeteo le martilleaba en las sienes y el corazón amenazaba con salírsele del pecho, los corrales, las cuadras…

—¡La arquería! —gritó esperanzado—. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes?

Y corrió hacia allí con la esperanza de ver a Mencía entre los gusanos de seda. Un olor nauseabundo le llegó nada más entrar en la nave. Sintió, ahora sí, que el corazón se le pararía o se le saldría por la boca.

—¡Mencía! —llamó con un hilo de voz acercándose a las bateas de donde procedía el olor. Una vaharada de hedor hizo que se tapase la nariz y siguiese caminando despacio por la arquería hasta que lo vio. Montones de diminutos gusanos en descomposición llenaban las bateas y exhalaban un hedor insoportable.

—¡Mencía, Mencía! —siguió llamando, ahora más calmado.

Cuando no quedó ni una estancia por recorrer se paró y miró a la mujer que sin resuello había seguido al alcaide en su loco recorrido por la casa.

—¿Dónde puede haber ido? —le preguntó.

—No lo sé, don Juan, a ella le gustaba andar por el moreral.

—¡El moreral! ¡Su casa, allí está! —gritó sonriendo.

Salió a la arquería. La mujer jadeaba intentando seguir al alcaide que como un loco atravesó el campo de moreras por el caminillo y entró en la casa de Ezequiel, que tenía la puertas abiertas. Pero allí tampoco estaba Mencía.

¿Adónde podría haber ido? ¿A la ermita, a los molinos, a la iglesia de Santa Ana? En todos esos lugares no podía buscarla solo. Tendría que volver a la fortaleza, coger el caballo y pedir ayuda a los alcaldes.

A última hora de la tarde los cinco hombres que habían acompañado al alcaide suspendieron la búsqueda de la muchacha. Habían buscado por los alrededores de la villa y por todos los lugares posibles donde pudiera haber ido, pero nada había dado resultado: Mencía había desparecido. En la mente de los hombres empezaba a asomar una idea que ninguno se atrevía a expresar: que Mencía se hubiera ido con los moriscos.