20
—¿Qué quería el alcaide? —preguntó Tristán cuando entró en la sala después de habérselo cruzado al entrar en su casa—. ¿Se ha sabido algo sobre los detenidos?
—No, no era ese el asunto que lo ha traído aquí —contestó serio su padre.
—¿Entonces? —volvió a preguntar su hijo con extrañeza.
Que él recordara, solo había visto un par de veces a don Juan en su casa a lo largo de su vida. Algo importante debía de ser cuando no había mandado a ningún criado.
—Padre, si es algo referente a la expulsión, ya no soy un niño para que me ocultes…
—Se trata de Mencía —lo cortó.
—¿Qué pasa con Mencía? —inquirió y su voz sonó áspera.
—El alcaide quiere casarse con ella.
—¿Qué… qué…? —tartamudeó Tristán incapaz de expresar lo que pasaba por su cabeza.
—Don Juan ha creído conveniente hablar conmigo, pues nos considera como su familia. Si Mencía lo acepta, don Juan se casará con ella. A decir verdad, es lo mejor que podía pasarle. Desde que murió Ezequiel no dejo de pensar en lo que será de ella…
Bartolomé seguía hablando, pero Tristán ya no lo escuchaba. En sus oídos martilleaban las palabras que había pronunciado su padre hacía un momento: «El alcaide quiere casarse con ella». Apretó los labios y sus ojos se empañaron de lágrimas. Sintió cómo se le formaba un nudo en la garganta que le impedía hablar.
—Sí, cuidará de ella, es un hombre bueno y rico… —ahora era su madre la que hablaba y él se le quedó mirando como si fuera la primera vez que la veía.
—¡¿Os habéis vuelto locos?! —gritó cuando pudo por fin hablar—. Mencía jamás se casará con él, jamás, ¿me oís? ¡Jamás!
Y salió de la sala con los ojos arrasados en lágrimas.
Bartolomé se quedó mirando a su hijo sin comprender lo que sucedía. Miró a su mujer buscando una explicación y esta le sonrió dulcemente.
—No te has dado cuenta, ¿verdad? No me extraña. Él lo ha descubierto hace poco. ¡Qué lástima que cuando encuentras el amor de tu vida tienes que renunciar a él! —se lamentó tristemente—. En otro tiempo y en otras circunstancias la elección de Mencía como esposa de Tristán nos habría colmado de felicidad. Ahora, el dejarla aquí, es un dolor más añadido al que ya tenemos.
El Sedero se quedó mirando a Catalina sin poder reaccionar.
—Mencía y Tristán. No me extraña —dijo por fin devolviéndole la sonrisa igual de triste a su esposa—. Como bien dices, en otro tiempo nos hubiera hecho muy felices. Pero ahora debemos pensar en su bien. De aquí a unos días nos habremos ido y se quedará sola. ¿Qué será de ella entonces? Don Juan la cuidará y…
No pudo terminar la frase porque Catalina, incapaz de retener el llanto, había salido precipitadamente dejándolo solo.
Bartolomé se quedó solo pensando en las palabras que había dicho su esposa. ¡Mencía, la hija de Ezequiel, la muchacha alegre y hermosa que había jugado con sus hijos y a la que él quería como a uno más, como la hija que no había tenido! Podía imaginar la cara del Morero cuando él le hubiera ido a decir que su hijo quería casarse con Mencía. Sus ojos llenos de arrugas se habrían humedecido demostrándole su agradecimiento. En lugar de eso, ahora debía hablar con Mencía para darle el recado del alcaide. Pero ¿y la muchacha? ¿Estaría ella también enamorada de Tristán? Su hijo había gritado que Mencía jamás se casaría con don Juan. Quizá ellos habían hablado y se amaban en secreto. Si era así, Tristán no querría separarse de Mencía. Conocía a su hijo, sabía lo perseverante que podía llegar a ser cuando quería conseguir algo que deseaba. Recordó cómo durante meses lo estuvo convenciendo para que lo dejara ir a Sevilla a estudiar. Entonces era solo un muchacho, ahora era un hombre dolido, como toda la familia, por tener que dejar su casa, sus amigos y su vida. Una vez más se sintió culpable por el sufrimiento que estaba causando a su familia. ¿Hasta dónde estaría dispuesto a llegar Tristán con tal de no separarse de Mencía? Un estremecimiento le recorrió el cuerpo al pensar que podrían huir juntos y convertirse en fugitivos. En el bando había quedado claro que los moriscos que intentaran eludir la expulsión podrían enfrentarse hasta la pena de muerte. Lo mejor sería que fuera a hablar con Mencía cuanto antes.
Encontró a la muchacha en la huerta recogiendo las últimas naranjas y la invitó a que se sentara en uno de los bancos de piedra adosados a la fachada de la casa.
Desde el balcón que daba a la huerta, Tristán vio a su padre conversar con Mencía y supuso que le estaría dando el recado del alcaide. A fin de cuentas, ¿quién era él para impedir que la joven se casase con quien quisiese? ¿Qué podía ofrecerle él? ¿Huir? ¿Adónde? Don Alonso les había ofrecido que se fueran a vivir con ellos, pero eso había sido antes del bando. Ahora los caminos estaban tomados por soldados que impedían salir a ningún morisco de sus villas. Además, no sabía si ella sentía lo mismo por él. ¿Y si aceptaba? La vida regalada que le presentaría don Juan no tenía nada que ver con lo que él podía ofrecerle. La huerta, después de que ellos se fueran, no sería el mejor lugar para una muchacha sola. No tenía derecho a destrozar también la vida de Mencía.
En ese momento vio a su padre despedirse de la joven y se dijo que no tenía sentido seguir pensando en ella. Al cabo de unos días él saldría para siempre de la villa y a Mencía le esperaba una vida cómoda en el alcázar.