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25 de marzo del año de Nuestro Señor de 1611
Las palabras que Bartolomé había pronunciado en la reunión habían caído como losas en los habitantes de la villa. Sin embargo, muchos pensaban y confiaban en que la información del Sedero no fuera cierta. Habían pasado cuatro meses desde que oyeran el bando en el que se les instaba a denunciar a cualquier morisco de Granada y de otros reinos que se hubiese escondido en la villa, y nada desde entonces hacía suponer que oirían un bando similar. Cuando preguntaban al alcaide o a los clérigos estos tampoco parecían saber nada. A los hornacheros se les había dado un plazo de quince días. No obstante, las semanas y los meses pasaban y nadie venía a decirles que se fueran. Las noticias que seguían llegando eran confusas; tan pronto venía alguien de otra ciudad contando que Felipe III, presionado por muchos obispos, había dado marcha atrás y no expulsaría a más moriscos, como llegaba la noticia de que el conde de Salazar no cejaba en su empeño de acabar lo que había comenzado.
La incertidumbre, el desasosiego y la angustia se habían instalado en cada casa y las familias hacían todo lo posible por seguir con su rutina sabiendo que en cualquier momento el alguacil podía traer un bando que sería el definitivo de expulsión.
Los hombres recorrían las villas cercanas y visitaban a sus amigos y conocidos cristianos para que les dieran papeles en los que se certificara que los conocían desde hacía generaciones y vivían como cristianos viejos; las mujeres visitaban la ermita de los Mártires, encendían velas y aumentaban las limosnas; los niños cantaban por las calles canciones religiosas en un intento de que los curas de la villa se compadecieran y hablaran a su favor delante del obispo.
Desde aquella primera reunión en casa de Bartolomé de la Peña había habido muchas otras en las que se discutía, se comentaban las últimas noticias, se daban ánimos o se reforzaban las posturas tomadas en otras anteriores.
Pero, a pesar de todo, la vida seguía en la villa, con su día a día en el que los habitantes intentaban olvidarse en el trabajo de esa espada de Damocles que pendía sobre ellos.
—¡Han brotado, padre, los botones han abierto!
La voz alegre y cantarina de Mencía atravesó el moreral y llegó clara hasta el pequeño cobertizo de adobe en el extremo opuesto del huerto.
Ezequiel dejó por un momento la tarea de ordeñar a la cabra y elevando los ojos al cielo, dio gracias a Dios en silencio.
Desde hacía días su hija Mencía y él salían todas las mañanas a inspeccionar el moreral, y observaban con preocupación cómo los pequeños botones no acababan de romper. El invierno había sido poco lluvioso y la primavera se esperaba tardía.
Estaban a mediados de marzo y aunque en las últimas semanas los días habían sido cálidos, la tierra no tenía suficiente humedad para hacer brotar los árboles. Por eso, la voz alegre de su hija lo llenó de felicidad.
La muchacha abrió de golpe la puerta de la cuadra y se quedó parada sin resuello en la puerta.
—¡Han brotado, padre! —dijo cuando pudo tomar aliento—. ¡Los botones han abierto y están limpios!
Ezequiel sonrió a su hija. Sabía lo que las palabras de Mencía significaban. Los brotes venían libres del temido moho que atacaba a estos desde su nacimiento haciendo que las hojas creciesen enfermas e inservibles. Pero Mencía los había vistos limpios, así que dentro de quince días las hojas de las moreras aparecerían espléndidas, verdes y brillantes. Luego, cuando tuvieran fruto, tendría que estar al tanto por si las chicharritas y cigarrillas las atacaban, pero hasta entonces, la cosecha se presentaba abundante.
Mencía, ya más calmada, continuó con la información:
—Están todos limpios, padre, he mirado el primero de cada ringlera y no hay ni rastro de moho.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó ahora en voz alta el Hortelano—. Anda, ve a avisar a Bartolomé y dale la buena noticia.
Mencía volvió a cruzar de nuevo el enorme huerto corriendo; ardía en deseos de informar a Bartolomé de la buena nueva. Antes de entrar en los soportales que comunicaban el huerto con las dependencias del dueño de la casa, se paró y alzó la cabeza para mirar un balcón, como si esperara encontrar allí a alguien. Su sonrisa pareció huir de sus labios, pero la decepción no consiguió que perdiera la alegría. Se atusó el cabello y se colocó el vestido antes de entrar.
Los soportales lo conformaban dos grandes arquerías formadas cada una de ellas por diez arcos y separadas por un gran corredor de baldosas rojas con olambrillas de dibujos. Una de ellas estaba abierta al gran huerto de moreras y, enfrentada a ella y separada por el gran corredor, se encontraba la otra que albergaba las dependencias de los criados, las cocinas y unas grandes naves vacías y que algunos de los criados se afanaban en limpiar.
Cuando Mencía entró en el corredor todos la miraron con simpatía, los más viejos la habían visto nacer y los jóvenes habían crecido y jugado con ella desde niños. Los criados habían oído los gritos de alegría de la muchacha y sabían a qué venía a la casa. Aunque podían haberle dado la noticia al señor cualquiera de ellos, habían sonreído y esperado a que fuera la joven y hermosa hija del Hortelano quien se la diera. Sabían lo que significaba el moreral para Ezequiel y su hija.
—Bartolomé está arriba —dijo Engracia, una joven criada morisca de la misma edad que Mencía y amiga de esta—, pero procura no dar tantas voces o despertarás a todo el mundo.
Mencía subió por una gran escalera de piedra que daba acceso a la vivienda del morisco y llamó suavemente a la recia puerta de madera.
Una oronda y vieja criada abrió la puerta. El señor no estaba, pero Tristán la atendería, y la llevó hasta él, que se encontraba en la cocina desayunando.
Mencía notó las manos húmedas por el sudor y sintió arder el rostro cuando Tristán se levantó y fue hacia ella.
Este había oído también las voces de la muchacha y esperaba su visita con ansiedad. Venía notando que desde hacía un tiempo la presencia de Mencía lo turbaba y temía asustar a la joven si le confesaba lo que creía sentir por ella. Por eso las últimas veces que la había visto había guardado las distancias e incluso alguna vez le había contestado desabridamente. Era un joven fuerte y enérgico, con abundante cabello negro y un rostro agraciado en donde resaltaban unos hermosos ojos negros. Acababa de cumplir veinte años y ya había saboreado las mieles de amor. A decir verdad, muchas jóvenes cristianas de la encomienda de Magacela soñaban y esperaban casarse con el guapo y rico hijo del Sedero. Alguna que otra morisca solo soñaba.
—Las moreras han brotado —anunció la muchacha sin atrever a mirarlo a los ojos—, así que dice mi padre que ya puedes subir las bateas a las arquerías.
Las bateas, cubiertas de huevos de gusanos de seda, habían permanecido en la frescura de la bodega desde la primavera anterior esperando a que las moreras brotasen. Ahora deberían llevarlas a las arquerías, donde la temperatura era mucho mayor. Necesitarían quince días para eclosionar, justo los mismos que las moreras precisaban para tener las primeras hojitas tiernas, único alimento de las pequeñísimas larvas.
Tristán se quedó mirando a la joven con una sonrisa en los labios, pero esta acabó convertida en un rictus cuando el sonido de la trompeta del alguacil llegó hasta el moreral.
«En el nombre del Rey se hace saber que dentro de dos meses han de salir de los reinos y señoríos de su majestad todos los moriscos de esta villa. No se debe entender, ni se entienda, esta orden con los cristianos viejos casados con moriscas, ellos y sus mujeres y sus hijos, ni con los que se han venido de Berbería a convertirse a nuestra Santa Fe, ni con los moriscos que fueren sacerdotes, frailes o monjas, ni con los que actualmente son esclavos. Y con las dichas excepciones, es voluntad y mando que como dicho es, sean expelidos los demás referidos so pena de la vida y perdimiento de bienes. Lo cual se ejecutará irremisiblemente en los que fueren hallados en sus reinos y señoríos, pasado el dicho término de dos meses. Los que no debieren ser expelidos deberán aparecer en una lista. Los que han de ser expelidos deberán dar relación de sus bienes raíces…»
El gentío de la plaza prorrumpió en sollozos que fueron haciéndose cada vez más fuertes hasta convertirse en un solo lamento. Los soldados que acompañaban al alguacil pidieron en vano silencio.
—¡Malditos seáis! ¡Malditos mil veces! —El grito angustiado de Alonso de Paredes atronó la plaza.
—¡Malditos seáis vosotros! —gritó a su vez la esposa de Bartolomé—. Tú y todos los de tu ralea sois los culpables de que nos echen de nuestra tierra y nos alejen de nuestro Dios. ¿Qué pensabais? ¿Que no nos enterábamos cuando corríais a los morquíes a desbautizar, a lavarle a los recién nacidos el crisma? ¿Que os hacíais los remolones para no ir a misa? ¿Que hasta que os obligaron a bautizaros no fuisteis cristianos a la fuerza? ¿Pensabais que era un secreto que antes de que celebraseis el santo sacramento del matrimonio habíais yacido ya como marido y mujer como lo manda ese infiel de Mahoma?
—Esa religión que tanto odias estaba aquí mucho antes de que todos tus antepasados existieran. Llevamos aquí ochocientos años y esta tierra es tan nuestra como vuestra. No tenéis derecho.
—Y antes de que llegarais vosotros, ¿quiénes habitaban estas tierras?, ¿eh? Estáis aquí porque nos arrebatasteis nuestras tierras a la fuerza. Antes de que vinierais éramos cristianos —se alzó la voz de Tristán.
—¡Sí, no tenéis derecho! —bramó un joven morisco—. Sois unos hipócritas, predicáis la compasión y el perdón y luego no tenéis compasión ni de vosotros mismos.
El alguacil gritaba a su vez para que se guardara silencio y los soldados se pusieron alerta porque aquello podía terminar mal.
Bartolomé cogió a su esposa del brazo para llevársela de allí, pero Catalina estaba fuera de sí, forcejeó y siguió gritando.
—¡Antes de que pusieseis vuestros pies aquí nosotros éramos cristianos! Si tanto echabais de menos a Alá, ¿por qué no os fuisteis cuando os dieron la oportunidad? ¿Quién os lo impedía? Teníais libertad, pudisteis vender vuestros bienes. ¡Alonso de Paredes! ¿No se te llena la boca diciendo que el hombre tenía que ser libre para venerar al dios que quisiere? Pues esa era vuestra libertad: haberos ido a Berbería y hubieseis sido allí libres.
—¡Esta tierra es tan nuestra como vuestra! —volvió a gritar de nuevo el joven.
Algunos muchachos cristianos comenzaron a insultar a los moriscos, pero sus madres los agarraron del brazo y los sacaron de la plaza.
Catalina había dejado de chillar y ahora lloraba desconsoladamente mientras su esposo se la llevaba consigo a su casa.
El mismo día en que los habitantes de la encomienda de Magacela se insultaban, lloraban, rezaban y hacían rogativas a Dios para que les dejara permanecer en las tierras que los habían visto nacer, en las ciudades del reino se hacían procesiones y se sacaban a los santos para agradecerles que el Señor les hubiere librado de esa raza maldita de moros.
En Madrid el propio rey Felipe III, engalanado con lujosas ropas blancas, salía en procesión acompañado de un séquito de casi quinientas personas: duques, condes, obispos y clérigos se echaron a la calle para festejar que en los reinos españoles la fe en Cristo había vuelto de nuevo.