CAPÍTULO VII
Virgy Hamilton tuvo la sensación de que una legión de horripilantes demonios, con patas de cabra, la perseguían. Ella corría descalza, sangrándole los pies, por unas cavernas rojas. Hacía calor, mucho calor, sudaba mientras corría, oyendo tras sí respiraciones jadeantes.
Le dolían los pies, las rodillas, las piernas en general y los pechos, de tanto correr.
Las sienes le latían con fuerza, mientras el fuego parecía alcanzar sus cabellos, que le abrasaban el cerebro, impidiéndole pensar.
De pronto, uno de los sátiros barbudos y con ojos como carbones encendidos, consiguió alcanzarla con sus manos, que puso encima de su cuerpo desnudo. La derribó y Virgy luchó por defenderse. Aquel demonio jadeaba, dominándola, y entonces le vio la cara.
—¡Rusell, no, no…!
Agitada, con opresión pulmonar, se incorporó, despertando de la horrible pesadilla.
Todo su cuerpo estaba empapado de sudor, totalmente bañado, desde las plantas de los pies a las raíces de los cabellos. Sentada sobre la cama, apartó de sí la sábana que le cubría.
Jadeó y respiró hondo hasta que se tranquilizó, clarificándose su cerebro y comprendiendo que todo había sido una pesadilla. Recordó lo que había sucedido y se miró a sí misma. Vestía todavía el mono-tanga, y se hallaba sobre la cama de una habitación, que podía pertenecer a cualquier hotel o apartamento.
Tenía dos puertas y una litografía enmarcada colgando de la pared, representando una pintura del carnaval de Río, en la noche.
La ventana estaba abierta por una persiana. Miró a través de ella y vio el césped verde. Fue hacia una de las puertas y descubrió que correspondía a un cuarto de aseo completo.
Empapada tal como estaba de sudor, pensó que un baño o por lo menos una ducha la beneficiaría, pero tenía la necesidad de escapar. Aún tenía la sensación de hallarse atrapada, y no podía liberarse de esa angustia, como tampoco de una extraordinaria sequedad en su paladar.
Comprendió que la otra puerta sería la que le brindara la posibilidad de huir, pero se daba cuenta de que su indumentaria no era la más idónea para escapar, intentó recordar dónde estaba su ropa, y entonces descubrió una prenda sobre una butaca que tenía en la habitación.
Lo tomó entre sus dedos, y la elevó ante sus ojos. Era un judogi, el kimono para prácticas de artes marciales orientales. Aquella prenda era de color violeta-morado y en la espalda tenía bordada una flor de pensamiento amarillo.
El cinturón negro estaba al lado. Virgy se puso el judogi y comprobó que, pese a que ella era alta, le caía largo. Tras cruzarse el kimono sobre sus pechos, lo sujetó con el cinturón negro.
Las piernas aparecían bellas y desnudas por debajo de la prenda, pero no quedaba más provocativo que cualquier minifalda de Mary Quant. Las manos habían desaparecido por el interior de las mangas y las arremangó haciendo dobleces hasta que sus manos quedaron libres.
Al abrir la puerta, descubrió una salita en penumbra. Había una lámpara local que, desde una mesa, Iluminaba un mapa desplegado en el suelo. Había una regla, Un bolígrafo, un teléfono y también una taza y una gran tetera. Alguien había estado trabajando en el suelo, sobre la moqueta color avellana suave.
Abrió más la puerta y salió despacio, viendo los pantalones que faltaban al judogi que ella vestía.
Los pantalones violeta-morados los llevaba puestos un hombre, al que no recordaba haber visto jamás. Aquel hombre estaba en una postura yoga, la Sirshasana, o por lo menos así se lo pareció a Virgy, al verle cabeza abajo con las manos tras la cabeza y los pies hacia arriba, en una inmovilidad completa, y los ojos suavemente cerrados, de modo que los párpados no formaban pliegues.
—No te aconsejo que te marches, ahora. Esto es un bungalow de alquiler, y ya no estás en manos de Rusell —le dijo el hombre, que ni siquiera había abierto los ojos.
Virgy vaciló y se lo quedé mirando atentamente. El desconocido, por lo que estaba viendo, ya que tenía el torso desnudo, poseía una recia musculatura, pese a su aparente delgadez. A todas luces, era joven y fuerte, y no parecía querer perseguirla; no obstante, se decidió a preguntarle:
—¿Eres uno de los matones de Rusell?
—No. Entre mis amigos y yo te hemos sacado del palacete de Rusell. Supongo que, al descubrir que no estabas donde Von Shetler te había dejado, se habrá llevado un buen disgusto. Como mujer, hay que admitir que eres una joya.
—¿Os ha enviado Kolter a rescatarme?
—¿Kolter, tu patrón?
Moses P. Savage, con una agilidad asombrosa, tras abrir los ojos, se dobló sobre sí mismo e invirtió su cuerpo; los pies quedaron abajo y la cabeza arriba.
—Henry Kolter tuvo un tropiezo en la carretera. Su «Cadillac» se estropeó un poco al rodar por un terraplén, y Kolter debe estar en una clínica, con la mandíbula desencajada. No, no nos mandó él, y te sugiero que busques otro empleo; ese tipo te ha vendido. Por obtener unos contratos, ese Kolter vendería a su madre; no es un sujeto de fiar.
Virgy vaciló ligeramente, se sentía muy cansada. Ignoraba quién era el hombre que tenía delante y que aseguraba haberla salvado, pero se sentía tranquila en su presencia.
—Tienes razón, me vendió como si yo fuera una zorra.
—Lo vi todo. Las otras no se hubieran resistido, pero tú sí. Hasta vi cómo arrojaste al agua el reloj que te regalaban.
—¿Dónde estabas tú?
—Tras unos setos, con la ayuda de mis amigos, te sacamos del palacete. En realidad, Rusell está preocupado por sus negocios, por multiplicar sus millones de dólares, pero tú eras un capricho muy hermoso, que podía redondear la noche.
—Me drogaron.
—Lo sé. Un baño de agua fría, una aspirina y té con relajamiento, y volverás a ser tú misma.
—Quiero irme —dijo Virgy, al verle muy cerca, aunque no retrocedió.
—Ahí está la puerta. Para mí sólo eres un problema en mis planes, un problema agradable, lo admito. Uno de mis amigos traerá ropa a tu medida Puedes marcharte ahora o esperar a que él llegue, eres libre, nadie te retiene; pero, por tu bien, sal de Río de Janeiro. Rusell tiene dólares y, por esos dólares, sus sabuesos son capaces de darte un disgusto, y también Henry Kolter, que anda resentido por el accidente que ha tenido.
—¿Chocó con tu coche?
—No, chocó con mi amigo Ricky.
—¿Qué chocó con tu amigo? No lo entiendo.
—Es difícil que ahora entiendas algo, y yo tengo trabajo que hacer; hace un momento, con la Sirshasana, recuperaba energías. En cuanto a ti, es mejor que te relajes un poco.
—¿Qué quieres hacerme? —preguntó Virgy, mirándole directamente a los ojos.
—Sólo tranquilizarte. Si no fuera así, podría hacer algo más que tranquilizarte. Anda, siéntate en el brazo del sofá.
Virgy obedeció, sin objeciones. Tras ella, Savage le cogió el judogi por la abertura del escote y lo echó hacia atrás, desnudándole la espalda.
Ella siguió sin decir nada, y los dedos del hombre comentaron a trabajar en sus músculos, en sus líneas de fuerza de la espalda, en sus nervios, por la nuca y parte posterior del cráneo, introduciendo los dedos entre los cabellos.
Virgy tuvo que admitir que jamás había sido objeto de un masaje tan agradable y relajante. Era incapaz de mantener los ojos abiertos, como una gatita que es acariciada por su amo.
De súbito, se abrió la puerta del bungalow y apareció un hombre.
Virgy volvió la cabeza para mirarlo y trabajo le costó levantar los párpados. Las manos de Savage eran supertranquilizantes; eran manos que hechizaban, mas al ver a aquel gigante, se asustó, ahogando un grito.
—No temas, sólo es mi amigo Ricky —le dijo Savage. Levantó el cuello del judogi, dejando la espalda femenina cubierta de nuevo.
La muchacha parpadeó, sin dar crédito a lo que veía. Ricky parecía haber descendido de otro planeta. Para entrar en el bungalow, había tenido que agachar la cabeza, y por si fuera poco sus dos metros diez de estatura, no le faltaba mucho para los doscientos kilos de peso. Pese a todo, parecía buena persona.
—Ahora comprendo por qué has dicho que Kolter ha chocado con tu amigo Ricky.
—¿Se… se encuentra bien? —le preguntó Ricky con su pésimo idioma, pero muy ceremonioso, como era su costumbre.
—Él te sacó del portamaletas del «Cadillac» de Kolter, donde te habíamos metido entre Chancleta y yo —aclaró Savage.
—¿Chancleta también es de tu grupo? —preguntó Virgy, encarada con el hombre de los ojos verdes y cabello intensamente negro y lacio.
—Sí, los tres andábamos cerca de ti. Quitamos la luz del palacete y aprovechamos para actuar en la oscuridad. Te sacamos de la habitación donde te habían encerrado, y te metimos en la cajuela del «Cadillac» de tu patrón. Fue un poco difícil sacarte por la ventana, pero lo conseguimos, y abrir un portamaletas para Chancleta es cosa de risa. Después Ricky hizo detener el «Cadillac» en la carretera y os sacó de él.
—¿Nos?
—Sí, Chancleta salió contigo del mismo coche.
—Entonces, Kolter me vio salir de la cajuela…
—No, no, Kolter no po… podía ver nada, había sa… sacado un As —dijo Ricky.
—No entiendo nada —objetó la chica.
—Traducido —explicó Savage— es que Ricky le propinó un puñetazo y, como comprenderás, un puñetazo de Ricky es lo mismo que recibir un tiesto de geranios que se ha desprendido desde un octavo piso. Por eso está Kolter en la clínica, pero no dirá nada a la policía, no le interesa que la ley meta la nariz en sus asuntos. Lo hará pasar como un simple accidente de circulación. Por cierto, Ricky, ¿has recogido lo que te encargué?
—Sí.
—¿Pesa mucho?
—No, no pesa.
—Bien, hay que seguir trazando el plan a seguir, todo debe estar en su sitio en el momento adecuado. Contrataremos un avión de transportes de vehículos… —Miró a Virgy y preguntó—. ¿Tienes hambre?
—Pues, pues… —se tocó el estómago—, ahora que lo dices, sí. ¿Cuánto tiempo hace que estoy aquí?
—Eso es lo de menos ahora. Ricky, ve al selfservice y tráete una ración para ti, a lo occidental.
—Yo, yo he cenado.
—Ya lo sé, pero con una ración para ti, cenaremos ella y yo. No quiero que se sepa que Virgy está aquí, andarán buscándola.
—Sí, sí, en seguida Iré yo mismo, así, así no ven… vendrá ningún ca… camarero a mirar.—— Perfecto, Ricky.
Ricky salió del bungalow y Virgy no pudo por menos que preguntar:
—¿Es un poco cretino?
—Tiene un IQ de 160.
—¿Ciento sesenta? ¡Eso es una inteligencia extraordinaria!
—Pues Ricky la tiene natural, sólo que para los idiomas es fatal y como siempre anda sonriendo y además es tan grandote, parece tonto, pero no le plantees ningún problema complicado porque te vas a sentir en ridículo tú misma.
—Todo esto es sorprendente. ¿Y tú quién eres, en realidad?
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Meses Pacific Savage; con Moses, o Savage, es suficiente.
—¿Savage, el reportero de los escándalos?
—El mismo. Mi objetivo, ahora, es hacerle un reportaje a Rusell. Muchos lo han intentado, desde que huyó de Los Ángeles de California, pero ninguno lo ha conseguido.
—¿Y tú lo conseguirás?
—Espero que sí.
—¿Y te estás jugando la vida por un reportaje?
—Mal reportero sería, si no lo hiciera así.
—Savage, no te imaginaba tal cual eres. En tus reportajes nunca salen fotografías de ti mismo y, en general, todos los reporteros suelen aparecer en sus propios reportajes.
—Será que no soy demasiado vanidoso.
—Si salieras así, tal como eres, tendrías un éxito entre el elemento femenino.
—¿Y cómo soy?
—Si me dejas que te bese, podré saberlo un poco mejor. Después de todo, estoy muy agradecida.
—¿Me permites un momento?
—Sí, claro.
Savage buscó un mechero que no empleaba para encender cigarros, puesto que no fumaba. Cogió entre las uñas uno de los tornillos y jaló de él, convirtiéndolo en una antenita.
—Atención, atención, «Día» llama a «Sol». Atención, atención, «Día» llama a «Sol». Tras aguardar, se escuchó una voz inconfundible.
—Aquí, aquí «Sol», escu… escucho, «Día», cambio.
—Trae la cena dentro de un par de horas, atiende bien, dentro de un par de horas. Mientras, no dejes que nadie se acerque a «Día», cambio.
—Que… que lo paséis bien, cambio, fuera.
—¿Ves como no tiene nada de tonto? —le dijo Savage a Virgy.
Dejó el micro emisor-transmisor en el suelo, acercándose al sofá donde la mujer aguardaba, con los labios ardientes y trémulos. Empezaba a sentir un suave calor y pensó que el judogi sobraba.