CAPÍTULO VI

Magda, la elegante y bella esposa del millonario Rusell, había sido la primera en encontrarse con los ojos especialísimos, verdes y casi hipnotizadores, de Moses P. Savage.

Magda no se había alarmado en exceso al quedarse sin electricidad en el palacete, optando por refugiarse en un cuartito. Allí a la luz de una vela, había esperado pacientemente.

Temía que cualquier día alguien acabara con Rusell de un balazo. Su marido tenía demasiados enemigos, ansiosos de ajustarle las cuentas y con motivos más que suficientes y justificados.

No se produjeron disparos, y oyó los motores de los coches alejándose. La fiesta había terminado, y ella no tuvo ningún deseo de despedirse de nadie. Todos los invitados que habían acudido al palacete eran fáciles de clasificar y ninguno de ellos le caía bien, pese a que ella tampoco era una santa.

Con la aparición de aquellas beldades en mono-tanga, estaba segura de que su marido no la molestaría ni se daría cuenta de que ella desaparecía de escena.

—¿Quién eres? —preguntó, mirándole muy de cerca, escrutándole.

—Un hombre —respondió Savage, lacónico, con una media sonrisa cargada de ligero cinismo.

—Ya veo. Alto, joven, viril, guapo y tienes la cara limpia.

—¿Limpia?

—Sí, limpia. —Suspiró—. A los cerdos se les nota en la cara; también a los supuestos hombres buenos y patriarcales, que no son más que déspotas implacables, pero que hacen que sean sus secuaces los que manejen el látigo, mientras ellos pasan a los cuadros con expresión beatífica y repartiendo unas moneditas y panecillos entre los pobres. Tú, no, tú tienes la cara limpia. No serás un guardaespaldas de uno de los invitados, ¿verdad?

—¡Oh, no!, sólo soy un periodista americano; he venido a charlar con Rusell.

—¿Para un reportaje? —preguntó ella, riéndose.

—Puede ser.

—No me digas… ¿Cómo te llamas?

—Savage.

Le rodeó el cuello con sus brazos, se colgó materialmente de él, y lo besó en la boca prolongadamente.

Magda no era ninguna novata, y sí una experta en lides amorosas. Mientras, Moses P. Savage dejó que su tacto comprobara que la señora Rusell seguía siendo una señora estupenda.

Como Magda lucía un escotadísimo vestido de noche, sostenido en los hombros por finos tirantes, le quedaba prácticamente toda la espalda descubierta, hasta unas pulgadas por debajo de lo que podía llamarse cintura.

Por ello, Savage pudo deslizar las yemas de sus dedos, con la presión justa, a lo largo de las líneas nerviosas de la espalda, sólo conocidas a fondo por la técnica oriental.

El cuerpo femenino se estremeció, casi se encogió, apretándose contra el hombre, mientras temblaba ligeramente.

—¿Cómo lo haces, cómo lo haces? —repetía, casi sin voz—. Sigue, sigue, sigue…

Los dedos de Savage continuaron por debajo de los cabellos, acariciándose nuca y cabeza de tal forma que a Magda le pareció que no iba a resistirlo; sin embargo, pedía:

—Más, más, más…

—Muy bonito —aplaudió ligeramente y con sarcasmo Rusell, al sorprenderlos en la confortable biblioteca del palacete.

Magda no era precisamente una niña, y jamás había sido una mujer que se abandonara fácilmente en las alas del amor, con todo lo que implicaba de sexo y sentimientos que anulaban voluntades, transportando a espacios que carecían de tiempo y donde los colores y los sonidos eran distintos y podían muy bien no corresponder a los que los demás mortales sentían.

Más, en aquella ocasión, había sido diferente, totalmente diferente…

No se asustó lo más mínimo al ser sorprendida abrazada a aquel desconocido. Volvió la cabeza hacia su marido, y le preguntó abiertamente:

—¿Por qué no te largas?

Rusell parpadeó, y luego, en sus pupilas hubo un brillo homicida, un brillo que se concentró en aquel hombre alto, de cabello abundante e intensamente negro y lacio, algo largo, de piel bronceada, mandíbula dura y ojos muy grandes, de pupilas verdes.

La línea de su boca podía hacerse dura en fracciones de segundo o ser altamente sensual.

M. P. Savage tenía anchos hombros y, al mismo tiempo, su apariencia era delgada. Todo en él era músculo, sin una gota de grasa, y no es que pudiera verse porque vestía impecable smoking, pero se adivinaba que bajo la ropa había un cuerpo recio y perfecto. Y de eso estaba completamente segura Magda, que seguía sin apartarse de él, abrazándole sin que Savage hiciera nada por retenerla.

—Debo felicitarle. Ha obtenido usted de mi mujer lo que yo mismo no he conseguido de ella.

Se acercó a uno de los cajones de la biblioteca y abrió una caja de tabaco, colocando la tapa contra Savage, de modo que éste podía ver los cigarros. Sacó uno de ellos.

—Si quiere tomar su pistola de esa caja para apuntarme con ella, le diré que no es necesario. No he venido a atacarle.

—¿Quién es usted? No recuerdo haberle invitado a mi casa. ¿Lo has hecho tú, querida?

—¿Me meto yo en tus líos, que llevas delante de mis narices, a los ojos de todos, y en esta misma casa? —le preguntó Magda con agresividad, arreboladas las mejillas. De pronto, había perdido su frialdad habitual y se mostraba impulsiva y casi violenta.

—No vengo a atacarle ni me ha invitado su esposa, por ello no es preciso que empuñe la pistola que guarda en esa caja. Además, podría ser peligroso.

—¿Peligroso, para quién? —inquirió Rusell sacando la pistola de la caja y empuñándola.

Todo ocurrió en una fracción de segundo.

A Rusell le dio la impresión de que le saltaban los huesos del interior de su muñeca, de que se quedaba sin mano. No tuvo ni tiempo de ver cómo aquel hombre se apartaba de Magda y le propinaba un puntapié justo en la muñeca, que hizo volar la pistola al otro lado de la estancia, antes de que hubiera podido quitarle el seguro, por lo que no llegó a dispararse sola.

—¡Estúpido! —Le insultó su esposa—. Ya te ha dicho que no iba a atacarte. ¿No ves que es más listo que tú, más ágil y más fuerte, más joven y más…?

Le pasó la mano por el cuello y el pecho, tras acercársele de nuevo.

—Me ha sorprendido, pero eso no servirá de nada. La casa está llena de mi gente; tengo muchos vigilantes, y ellos saben luchar a su estilo. Además, llevan armas.

—Eso es cierto —corroboró Magda—. Ten cuidado, porque tiene la casa plagada de matones y chicas negras, capaces de partirle el cuello a cualquiera como si fuera una gallina.

—Sería absurdo dar la alarma, cuando vengo a proponerle algo que puede interesarle, Rusell. ¿Porqué, si no, cree que me hubiera arriesgado a entrar en su palacete?

—Es cierto, porque eso es un suicidio. ¿Cómo lo ha conseguido? Es una curiosidad que tengo.

—Este hombre ha encontrado un punto débil en tu casa y rabias por saber cuál es, ¿verdad, querido? —Se volvió hacia Savage—. ¡No se lo digas, que sufra, que reviente! Tiene tanta confianza en ese siniestro Von Shetler que había creído que su refugio era totalmente inexpugnable para visitantes furtivos como tú, y basta ver el smoking para comprender que ni te has ensuciado ni has tenido que cavar túneles. Estás perfecto, como si acabaras de apearte de un «Rolls-Royce». Un cuerpo tan perfecto como el tuyo merece un coche también perfecto, Savage.

—¿Savage? —repitió Rusell, palideciendo.

—Es su nombre, él me lo ha dicho —dijo Magda.

—¿Savage, el marrullero del reportaje? —preguntó Rusell.

—Parece que ya ha leído o visto algo de mi cosecha.

—Sé que eres un chantajista peligroso —silabeó.

—¿Peligroso? —repitió Magda, ácida—. No lo será más que tú.

—Cállate y déjanos solos, aquí todo puede acabar mal.

—No, si no se pone nervioso ¿Le duele la mano?

—Me las has roto, no puedo mover los dedos —gruñó sosteniéndose la mano afectada. Savage se acercó a la estantería. Cogió un libro al azar y le ordenó sin vacilaciones—: Muérdalo.

—¿Cómo, estás loco?

—Haz lo que te dice —insistió su mujer.

Rusell se encontró con el libro delante de los dientes y lo mordió.

Savage le cogió la mano y el brazo, efectuando unos movimientos especiales.

Los dientes de Rusell rechinaron alrededor del libro, mientras se ponía rojo y luego pálido. Al fin, Savage le soltó la mano y le quitó el libro de la boca.

—Ya está. Con un poco más de tiempo, le habría preparado anestesia; sólo era una luxación.

Rusell se miró la mano y movió los dedos normalmente. Le dolía, pero había recobrado la movilidad de la mano, que creía rota.

—Eres un tipo listo, ¿eh?

—¡Tienes manos de oro, de oro! —exclamó Magda, volviendo a buscar los labios de Savage ansiosamente.

—Por favor, ahora no, en otro momento. Tengo que hablar de asuntos importantes con su marido.

Mientras Rusell terminaba de frotarse la mano y tomaba un nuevo cigarro, pues el anterior había caído al suelo, Magda sacó disimuladamente un llavín numerado, y lo puso en la palma de la mano de Savage. Era un llavín de oro, y no hacía falta explicarle al joven para qué servía.

—Siempre habrá un momento para ti —dijo. Y abandonó la estancia.

—¿Fumas? —preguntó Rusell.

—No, gracias, conservo los pulmones limpios.

—¿Temes al cáncer? —le dijo, burlón.

—Ni más ni menos que cualquiera, sólo que no necesito fumar para hablar con alguien y así tener las manos ocupadas.

—Conque periodista, ¿eh? Tienes dotes naturales para ser psicólogo, pero luchas demasiado bien, por la prueba que acabas de darme. Había oído que existía un reportero llamado Savage que era un chantajista marrullero y, además, un magnífico budoka, pero que no competía de forma oficial en ningún campeonato americano, europeo, asiático ni en olimpíadas; simplemente alguna, que otra exhibición. No cabe duda de que, si cuentan eso de ti, es que debes ser un temible budoka —le dijo, mientras una llamita de gas se elevaba excesivamente por delante de la punta del cigarro que encendía, un cigarro con una vitola en la que ponía «Rusell», y a ambos extremos del nombre, el símbolo del dólar.

—En ocasiones, uno se mete en líos y ha de saber salir de ellos. Para esas ocasiones, las artes marciales orientales resultan perfectas.

—Me da la impresión de que tú conoces muy, pero que muy a fondo las artes marciales.

—Quizá.

—¿Eres americano-americano? Me refiero a si tu pasaporte como ciudadano USA es auténtico.

—Lo es.

Se sentó en el borde de la larga mesa de caoba antigua, con los veteados ramificados.

Rusell chupó su cigarro, y tardó en expulsar el humo. Parecía más tranquilo. Su extraño visitante no se había preocupado siquiera de recoger la pistola que estaba en el suelo, al otro extremo de la biblioteca.

—¿Tú has tenido que ver con lo que ha pasado, me refiero al apagón?

—Puede.

—¿Cómo lo has hecho?

—No suelo explicar mis métodos.

—Terminaré averiguando cómo has entrado en mi palacete; Von Shetler es un hombre muy eficaz.

—Cuando lo averigüe, le felicita de mi parte.

—Lo haré, lo haré. No se puede subestimar a Von Shetler; le tengo como jefe de mis vigilantes. Aprendió muy bien su trabajo en la SS, hace algunos años.

—Los métodos cambian, la vida evoluciona.

—Es que él ha evolucionado con el tiempo, nunca ha estado inactivo. Hay muchos países nuevos que necesitan hombres como Von Shetler para que sus fuerzas de seguridad y represión aprendan a controlar las situaciones de rebeldía.

—Lo supongo. Von Shetler no es un tipo único, aunque sí pertenece al prototipo de hombres sádicos y fríos que además tienen una computadora sin sentimientos por cerebro. En suma, un individuo repugnante.

—Pero eficiente y tiene una cosa magnífica: si en alguna ocasión comete un error, lo memoriza de tal forma que jamás vuelve a incurrir en él.

—Como los caballos, que no tropiezan dos veces en la misma piedra.

—Algo así. Ahora, hablemos de ese asunto que has venido a proponerme, y que supones puede interesarme.

—Regresar a los Estados Unidos.

Rusell lo miró con fijeza, como si en principio no comprendiera bien. Luego, soltó una carcajada.

—¿Me tomas por imbécil? Si apareciera por allí, la ley se me echaría encima de inmediato, y no tendría suficiente dinero para pagar la fianza que exigirían. Y después de dejarme sin un solo dólar, seguro que me encerraban.

—Conozco perfectamente su fraude, sus quiebras y su escándalo. Soy reportero, no lo olvide.

—Informador del escándalo, con reportajes a grandes titulares…

—De los que la gente compra como panecillos calientes. Yo sé lo que interesa al público, y de eso informo en periódicos, revistas, radio o televisión, según donde me paguen mejor.

—Siempre vendido al mejor postor, ¿eh?

—Eso dicen de mí. —Se encogió de hombros.

—Ya, un reportaje a base de estar yo en Norteamérica entre una pareja de «polis» uniformados y delante de un fiscal que me leyera mis derechos… Sería un reportaje fabuloso para ti, ¿no?

—No estaría mal, pero yo he venido a proponerle algo mejor.

—¿Como qué?

—Digamos que, por un precio módico, prepararía su regreso a Norteamérica.

—¿Cómo?

—Actuaría como su public-relations, pero sin serlo, aparentemente. Para eso, nadie tendría que saber que me he puesto en contacto con usted. Yo escribiría a su favor, asegurando que le habían calumniado vilmente. Que su problema no era fraude, sino, simplemente, un tropiezo financiero, del que no le habían dejado rehacerse para saldar sus deudas.

—Eso no se lo iba a creer nadie.

—Si lo escribía yo, sí. Veamos las cosas como están… Usted ha sido y sigue siendo un gran coyote para los camisas sudadas. Su padre tenía una pequeña constructora, una empresa inmobiliaria que apenas daba para el alpiste de un canario. Su padre murió, dejándole el negocio. Usted era más astuto que su progenitor y pronto descubrió lo rentable que era la especulación del suelo, pero había que andarse con pies de plomo, porque son muchos los que consultan a su abogado antes de realizar una compra o una inversión.

»Puso sus ojos en los chicanos, ciudadanos de segunda clase, nos guste o no. En su mayoría son pobres, pero trabajan como diablos y, si alguien se preocupaba de recoger lo que ellos ganaban, asunto concluido para hacerse millonario. Por ello, compró parcelas al sur de Los Ángeles, y montó sus urbanizadoras.

»Construyó casas de muestra y comenzó a vender a crédito, con sustanciosas entradas, que los Bancos gestionaban, gravadas con altos intereses. Pero esa gente trabajadora deseaba poseer un hogar digno, una casa donde vivir, con sus respectivas familias. Usted les prometió escuelas, zonas deportivas y áreas ajardinadas, un paraíso.

»Les proyectó filmes de urbanizaciones que nada tenían que ver con las suyas y que los chicanos creyeron que iban a tener, de forma más o menos parecida. Les vendió las parcelas, las casas, les cobró; montó además unas inversoras para ciudadanos que quisieran ganar elevados intereses apartando capital para adquirir viviendas, que luego se alquilaban a otros chicanos… Un fenomenal lío de ventas, alquileres, inversoras financieras con diferentes nombres y al mismo tiempo, acogiéndose a las leyes sociales del Gobierno para ayuda a la construcción de viviendas para las clases sociales más necesitadas, recibió sustanciosos créditos.

»Por si faltaba algo, hipotecó con diferentes Bancos las parcelas de las que usted sólo había pagado los primeros plazos a sus propietarios, de modo que cuando se descubrió el pastel, los chicanos habían dejado sus ahorros, sus sudores, en sus manos… Las parcelas regresaban a sus anteriores dueños, los créditos del Gobierno federal habían desaparecido y por ahí andan danzando muchas hipotecas que provocan problemas jurídicos, de modo que, con sus líos, ha sido tan listo que se ha llevado el dinero de los chicanos, de algunos Bancos, fondos del Estado para ayuda a la vivienda social e inversiones de particulares en sus sociedades fantasmas. Y ha arramblado con ese botín de la misma manera que un mago en un escenario escamotea una paloma dentro de su frac, a la vista de todos, sólo que la paloma ha ido a parar a su cazuela.

—Sí —asintió Rusell, sonriendo sarcástico—. Eso lo saben todos en Los Ángeles; por eso he de vivir aquí en el Brasil.

—Además, cuatro o cinco jefes chicanos aparecieron muertos de forma aparentemente accidental. Supongo que fueron los primeros en descubrir su pastel.

—Eso fue cosa de Von Shetler.

—Ya, usted no es tan estúpido para mancharse las manos de sangre, directamente. En fin, lo que yo quería decirle es que su situación no es tan mala, si se sabe llevar.

—¿Cómo?

—Todo es cuestión de dinero.

—Esa máxima la aprendí desde pequeñito.

—Usted va a montar nuevos negocios aquí en Brasil, con esos tipos que ha tenido alrededor de su mesa esta noche.

—¿Los conoce?

—A algunos, en especial a los dos orientales; son especialistas en plantaciones de drogas. ¿Piensa establecer una plantación de drogas en el Brasil, a lo grande…?

—Veo que no se te puede engañar. Este país es muy extenso, y una plantación, si se escoge el lugar adecuadamente, puede pasar desapercibida. Además, la tierra es muy fértil, y esos orientales son expertos en montar plantaciones de opio, que pueden dar morfina y después heroína.

—Ya, tiene la opción de convertirse en el primer plantador de droga del mundo, y todos los intermediarios de la mercancía vendrían a comprarle a usted. Un negocio redondo, que le proporcionaría en cantidad suficiente como para saldar todas las deudas que tiene en los Estados Unidos. De este modo, no tendría acusación civil, y su caso se arreglaría en seguida; una pequeña fianza y quedaría en la calle como él más honorable de los financieros y sentado sobre sus millones.

—Saldar esas deudas no es fácil; no me fui con las manos vacías precisamente.

—Lo sé. Si hubiera sido un guerrillero político, a lo peor la CIA ya lo habría capturado, pero como solo es un capitalista que ha robado a los que confiaron en usted, esperan que se le ocurra regresar. Como posee millones, puede multiplicarlos, lo malo es que no tuviera nada. Partiendo de la base de que está forrado en oro, y el dinero atrae al dinero, en el plazo de dos años, la primera cosecha de su plantación habrá dado su fruto en dólares, y podrá saldar sus deudas, a través de un Banco, desde el propio Brasil. Así, cuando llegara a California, nadie se le echaría encima. La gente aplaude con facilidad al que antes quería romperle el pescuezo si ya le ha pagado, y piensa que, encima, puede darle algo más.

—¡Hum! Eso no está mal del todo. ¿Y cuál sería tu labor, Savage?

—Escribir bien de usted.

—¿Y quién iba a publicar algo que nadie creería?

—De eso me ocuparía yo, pero usted tendría que ayudarme.

—¿Cómo?

—Haciendo algunas declaraciones, dejándose fotografiar junto a niños famélicos del Tercer Mundo, a los que ofrecería camiones de comida. Eso sólo sería una parte de los comentarios, claro. Lo más sabroso sería decir que usted acusa de calumnia a los que le acusan a su vez. Que los negocios le fueron mal, y que lo único que desea es rehacerse, pero que no le dejaron tiempo. Usted haría unos donativos generosos, por ejemplo a una guardería de niños huérfanos chicanos, a una asociación de veteranos de la guerra de Corea, y a algunas sectas religiosas para que pudieran salir de problemas económicos. ¿Cómo cree que hablarían de usted esas sectas religiosas, esos centros de beneficencia? Y la gente les hace caso, y se crearía un clima favorable, no en un día, por supuesto, pero se conseguiría, ya lo creo que sí.

—No andas muy descaminado, Savage. Después de todo, no me acusan de ningún delito de sangre y así se puede perdonar con más facilidad. Si mucha gente honorable habla bien de mí, no estaría mal, pero ¿cuánto me costaría ese programa de reivindicación de mi honorabilidad, en ese período de dos años que tardaría en multiplicar mi dinero para pagar lo que he robado y que luego no me persiguieran?

—Creo que, en un principio, con un cuarto de millón saldríamos adelante.

—Eso es mucho dinero.

—No, si piensa que todo se divulgará ampliamente y, después, cuando su situación pública y ciudadana se haya restablecido, ese dinero le será descontado de los impuestos.

—Piensas en todo, ¿verdad?

—Sí, especialmente en cien mil dólares, aparte de ese cuarto de millón que sería la parte inicial por mis servicios, que no se harían públicos, por supuesto. Como verá, mi propuesta está bastante clara, usted puede aceptarla o rechazarla, nadie le obliga a nada, pero le estoy ofreciendo la posibilidad de trabajarse el regreso a los Estados Unidos, con todos los títulos de honorable Rusell, rehabilitado su maltrecho prestigio. Usted, aparte de pagarme y dejarle trabajar libremente, a mi manera, sólo tendría que preocuparse de multiplicar aquí sus millones, con sus nuevos socios.

—Me gusta, me gusta tu proposición; la verdad es que me parece muy inteligente. Algo largo ese plazo de dos años de espera, pero me gusta; sin embargo, siempre hay un «pero».

—¿Cuál?

—¿Cómo sé que, si te doy mi dinero, no te lo vas a embolsar y luego, si te he visto no me acuerdo?

—Tendrá que fiarse de mí, Rusell; no obstante, no va a correr riesgos inútiles.

—¿Quién me lo garantiza?

—Usted personalmente y, mientras es filmado, hará entrega del dinero de las donaciones. Yo me ocuparé de traerle a los receptores de los donativos, con sus credenciales correspondientes, al aeropuerto de Río de Janeiro. Después, cuando aparezcan publicados mis primeros reportajes a su favor, en periódicos y revistas norteamericanas, me paga mi primera parte del trato. Ya ve que las primeras gestiones las hago yo por mi cuenta, fiándome de usted. Le aseguro que su imagen va a ser la de uno de los más importantes filántropos americanos, y va a ser muy difícil que un jurado le condene, máxime si ha pagado a todos los que se consideraron estafados.

—Savage, si consigues todo eso de mí, te voy a nombrar jefe de mi departamento de public-relations.

—Gracias, pero me gusta ser libre y hacer los negocios a mi manera.

—Como quieras. ¿Cuándo empiezas a trabajar?

—Cuando le haga las primeras fotografías con niños pobres, a los que usted ofrecerá alimentos. Sé que tiene una plantación.

—Bueno, no es exactamente una plantación; por ahora es sólo un refugio dentro de la Amazonia.

—Y allí piensa ubicar su plantación para surtir al mundo de drogas, claro.

—Quieres hacer fotografías allí, ¿verdad?

Savage se encogió de hombros.

—Donde usted prefiera. He de convencer a sus futuros beneficiados de que es usted un filántropo calumniado. De lo contrario, podrían rechazar sus dádivas, y lo que le hace falta a usted es publicidad como ser caritativo. ¿Estamos de acuerdo?

—Si. Prepararé unos camiones de alimentos, con sacos que llevarán mi nombre impreso. ¿Puedes trucar las fotografías de forma que cinco camiones parezcan quince o más?

—Claro que sí. Parecerá una columna de socorro, y hasta va a ser condecorado por las autoridades brasileñas, si es que se lo creen.

—No te preocupes, lo creerán; yo también tengo amigos aquí, que ayudarán a que se traguen la bola. Me caes bien, Savage, pero hay momentos en que temo que seas demasiado listo y astuto, y eso puede costarme caro.

—¿Caro, de qué forma?

—La verdad es que no veo de qué forma puedes perjudicarme. Todos los periódicos, revistas y noticieros audiovisuales han arrojado tantas toneladas de basura sobre mí que un poco más, a estas alturas, ya no me perjudicaría. Y robarme sería estúpido, no lo conseguirías jamás. A mi lado, por muy inteligente que seas, sólo eres un ratoncito.

—De acuerdo. Cuando quiera ponerse en contacto conmigo, llame a este número de teléfono.

Rusell tomó la tarjeta. Tras darle una ojeada, preguntó:

—¿Has venido en coche o pongo uno a tu disposición?

—Le agradecería que me lo prestara.

—Daré orden por teléfono.

Rusell marcó un número interior, y no tardó en aparecer el mismísimo Von Shetler con su monóculo, que se quedó mirando fijamente a Savage.

—Este hombre, que yo sepa, no ha pasado por la puerta principal.

—No te equivocas, Von Shetler. Este hombre, un reportero llamado Savage, me ha demostrado que hay puntos vulnerables en la vigilancia del palacete.

Von Shetler apretó sus labios con fuerza y preguntó:

—Ha sido él quien ha saboteado el fluido eléctrico, ¿verdad?

—Sí, ha sido él. Pon un coche a su disposición, y que se marche sin problemas. Savage y yo tenemos ahora negocios en común, y no quiero que le ocurra nada.

—Comprendido —aceptó Von Shetler, mascando las palabras.

Al llegar a la puerta, Moses P. Savage sacó de su bolsillo el llavín de oro. Se lo lanzó por el aire a Rusell y dijo:

—Creo que esto le pertenece a usted y no a mí. Aprovéchela, vale la pena. Sólo hay que saber tocar el piano en el momento justo.

Rusell apretó el llavín de oro en su mano y vio desaparecer a Savage, sin decirle nada. Se guardó el llavín, y caminó por el salón, dio vueltas por la casa, preocupado, y salió al jardín.

Uno de los vigilantes se acercó para entregarle un Aicuchi, un cuchillo de larga hoja, afiladísima y de doble filo, con mango negro.

—Míster Rusell, con esto han matado al caimán. Quien se lo ha lanzado, ha de tener mucha fuerza en el brazo y la muñeca. Por su puntería, debería estar en un circo de exhibición.

Sacó una tarjeta, en la que había un número escrito a máquina y el nombre de M. P. Savage.

Un coche se alejaba ya por la puerta principal, conducido por M. P. Savage, que salía con todos los honores del palacete.

Von Shetler se le acercó, gruñendo:

—Ese Savage es un tipo muy peligroso.

—Eso mismo pensaba yo ahora.

—No se preocupe, lo van a seguir. El coche que le hemos prestado lleva un emisor, que hará que quienes le sigan no pierdan su pista.

—Bien hecho, Von Shetler, un error hay que compensarlo con una labor eficiente. Ahora, la llave.

—¿De la bella durmiente?

—¿De quién, si no?

—No se resistirá. La va a encontrar en su estado óptimo, señor Rusell.

Rusell subió la escalera y escogió la habitación que coincidía con el número de la llave que acababa de entregarle Von Shetler.

Abrió con sigilo, la estancia estaba a oscuras. Se adentró en la alcoba y se acercó a la cama. Allí se encontró con la desagradable sorpresa de que la cama estaba vacía, y en la almohada, con un pincel y pintura para maquillar los ojos, habían escrito:

«SAYONARA, RUSELL».

—¡Maldita sea! —masculló.

Agarró la almohada y la arrojó lejos. Vio la ventana abierta y miró hacia abajo. La altura no era grande, pero sí suficiente para dañarse en una mala caída.

Rugió por lo bajo, aquello no lo esperaba. Estuvo a punto de gritar de cólera; al fin, salió de la habitación y llamó:

—¡Von Shetler, sube en seguida!

Cuando Von Shetler vio el dormitorio, no daba crédito a lo que veía.

—¡Seguro que la he dejado aquí!

—¡Pues se ha escapado, que la busquen de inmediato!

—Sí, sí, haré que registren todos Los jardines con los perros… Los perros olerán la cama, y luego buscarán el rastro; la encontraremos.

—¡Pues a buscar, hale, a buscar!

El palacete se puso en movimiento, escuchándose ladridos de perros entrenados. Entonces, Rusell sacó el llavín de oro de su bolsillo y gruñó para sí:

—Si no hay luz y no hago ruido, la una por la otra…