CAPÍTULO V
El millonario Russell estaba muy enfurecido por aquel apagón total en su palacete, pues los jardines también habían quedado a oscuras.
Sus vigilantes habían estado atentos, con sus linternas, para controlar la situación, y las azafatas guiaron a las bellas secretarias hasta las casetas para que se vistieran, pues sus patronos habían dado por terminada la visita. Después de todo, ya habían llegado a un acuerdo.
La luchadora de raza negra llegó nadando a la orilla, escapando así de la piscina.
La oriental no se había atrevido a lanzarse al agua y permanecía sentada sobre el tatami, esperando que el destino decidiera su suerte.
—¿Por qué diablos no viene la luz todavía? —rugió Rusell a Von Shetler, que se había colocado cerca de él.
—La situación está controlada —respondió, con su marcado acento alemán—. El jefe de mantenimiento dice que ha habido un contacto seguido de incendio, y se han quemado los principales cables de la línea. Han tenido que salir a cortarla al exterior, y están poniendo cables nuevos. La avería es grave, pero la resolverán provisionalmente.
Cerca del grupo de mafiosos y financieros sin escrúpulos, había varios vigilantes armados de metralletas y con potentes linternas iluminando la mesa.
Incluso, habían acercado tres coches, dejando los faros encendidos. Uno de ellos iluminaba la puerta del palacete, otro, la mesa y un tercero, la zona de las casetas donde las secretarias se vestían a toda prisa.
—¿Cuánto tardará en venir la luz provisional?
—Creo que poco.
—¿Cuánto es poco? —preguntó Rusell.
Von Shetler no necesitó responder: la luz se hizo y todos suspiraron más tranquilos No parecía haber pasado nada, y tampoco había sonado un solo disparo. La única anormalidad que podía verse claramente era que el gran caimán no aparecía por la superficie de la piscina, sino que se había ido al fondo.
Nadie se preocupó de mirarlo, sólo la japonesita budoka, que, asomándose al borde del tatami flotante, observó que la bestia no se movía y que, de vez en cuando, ascendían unas gotas de sangre hacia lo alto. Pero había tanta agua que aquella sangre, al disolverse, apenas dejaba rastro rojo.
La japonesa ignoraba la longitud y anchura de la hoja de acero que se había metido por el ojo del caimán, incrustándose en su cerebro, al parecer.
El hambriento reptil había descendido a morir al fondo de la piscina. Luego, si no lo sacaban antes, cuando se formaran gases en sus tripas, estómago y pulmones, iría ascendiendo poco a poco hasta flotar en la superficie.
Viéndole así, la japonesita que había conseguido lanzar a su adversaria al agua cuando ella misma ya estaba vencida nadó hasta la orilla y salió de la piscina, alejándose a toda prisa sobre la hierba, con el judogi empapado.
Los nuevos socios de Rusell decidieron despedirse. Rusell, sonriente, dijo:
—Todo irá estupendo, ya lo verán; un negocio fabuloso, del que ninguno se arrepentirá. Disculpen por la avería, estos palacetes ya tienen algunos años encima y siempre pueden gastar malas bromas. Nos pondremos pronto en contacto.
Los chóferes de cada automóvil se fueron acercando para recoger a sus respectivos propietarios.
Henry Kolter, que tenía cerca de él a una de las dos secretarias que le habían acompañado a la singular cena de negocios, preguntó a Rusell:
—¿Y Virgy? No la veo por aquí.
—No se preocupe, estaba muy nerviosa y ahora reposa. Mañana pondremos un coche a su disposición y se presentará en su oficina —dijo Rusell, sonriendo significativamente.
Henry Kolter comprendió, y no quiso perder su participación en los negocios. Iba a hacer falta bastante maquinarla y él la tenía parada, y no sólo iba a cobrar, sino que tendría participación en aquella sociedad que acababa de constituirse de forma no oficial.
—Está bien, mañana me la envía o, si lo prefiere, ya la recogeré yo mismo en la plantación. Si ha de descansar una o dos semanas, mejor que un día, si a usted le parece bien.
—¡Magnífico, magnífico, sabía que comprendería…! —le dijo Rusell, palmeándole la espalda—. Siempre tengo la puñetera manía de encapricharme de lo que más se me resiste, y al final resulta lo mejor, con lo que más disfruto.
—Lo supongo, pero tenga cuidado; hay chicas que no saben aceptar bien el juego.
—Yo sé cómo conseguir que todas jueguen, claro que sí. Hasta la vista, Kolter, espero que tenga la maquinarla dispuesta. Pronto comenzaremos a trabajar.
Canallescamente, Henry Kolter subió a su «Cadillac» blanco, dejando a Virgy Hamilton en poder de Rusell, convirtiéndose así en una especie de proxeneta o tratante de blancas, pues la acción había sido violenta y totalmente en contra de la voluntad de la muchacha.
Los autos se fueron alejando y el «Cadillac» también.
Salieron a la carretera, ya que el palacete estaba en el área sur de Río de Janeiro.
De pronto, unos focos potentes comenzaron a hacer señales, pidiendo paso. El chófer del «Cadillac» aceleró, pero el coche que le venía detrás insistía, pidiendo paso.
—Es un loco —opinó el chófer del «Cadillac»—. Va a una velocidad suicida, y encima, pide paso.
—Desacelera y déjalo pasar —le ordenó Henry Kolter, que estaba pensativo.
A su lado, la secretarla que regresaba con él, fumaba lánguidamente mientras mostraba sus piernas generosamente, tratando de captar la atención de su patrón.
El coche que demandaba paso les rebasó, pero también él había decelerado, y se escucharon los inconfundibles ruidos de los neumáticos perdiendo aire.
No habían visto que, por debajo de la portezuela del coche que les adelantaba, a escasos centímetros del suelo, aparecía una punta de fresadora, que les cortó los dos neumáticos laterales.
El poderoso coche que les había rebasado se detuvo ante ellos, y de él descendió la voluminosa figura de Ricky, que se acercó sonriente al «Cadillac».
El chófer de Kolter se apeó para observar las ruedas y se volvió hacia Ricky, sorprendiéndose de su gigantesca figura.
—¿Cómo me ha reventado los neumáticos?
Ricky le dio una respuesta rápida y contundente. El chófer estaba agachado e inclinado hacia delante y recibió un puntapié entre las dos nalgas que, alcanzándole de lleno, le estrelló de cabeza contra la plancha del «Cadillac», que quedó abollada y el chófer tendido en el suelo.
Sin dejar de sonreír, Ricky abrió la portezuela y agarró al secretario de Henry Kolter por el cuello, con su manaza. Jaló de él y la cabeza del secretario rompió parte del volante. Todo ocurría en cuestión de segundos, y la secretaria lanzó un grito.
Ricky cogió la manecilla de la puerta posterior, donde se hallaba Kolter. Tiró de ella con tanta fuerza que se quedó con la manecilla en la mano, pues Kolter, asustado, había cerrado desde el interior. Ricky, sin dejar de sonreír, asestó un puñetazo al cristal, haciéndolo estallar. Luego cogió la puerta y la desencajó, sacándola de cuajo de sus goznes.
Henry Kolter quiso saltar por encima del asiento a la parte delantera, pero Ricky lo cogió del brazo y lo sacó del coche violentamente. Una vez fuera, le dijo con su pésimo idioma:
—Sólo… sólo quiero que coja una… una carta…
Henry Kolter le observó a través de sus gafas, asustado. Iba a gritarle a aquel gigante japonés que estaba loco, pero se lo tragó, por si acaso.
Ricky le mostró un juego de cartas, puesto en abanico. Obedeciendo al juego, pues sólo viendo cómo había quedado el coche convenía ser obediente, Henry Kolter sacó un naipe y lo mostró a Ricky.
Éste lo miró a la luz de los faros del coche, mientras la secretaria permanecía acurrucada, muerta de miedo, dentro del coche, mirando a Ricky como si fuera un verdadero monstruo.
—Ha… ha tenido suerte, mu… mucha suerte. Un… un as, sólo un pun… to… Quítese, quítese las gafas.
—¿Qué me quite las gafas? —repitió con un nudo en la garganta.
—Sí, so… sólo un punto.
Henry Kolter, desarmado y solo, pues el chófer yacía junto al coche, y su secretario tenía la cabeza abierta, se quitó las gafas, sudoroso. Ricky fue estricto: un punto, un puñetazo, pero fue suficiente para que Henry Kolter quedara tendido unos metros más atrás, boca arriba y con la mandíbula fuera de sitio.
Ricky se guardó los naipes y sacó los cuerpos de la carretera para que no quedaran visibles para otros automovilistas.
La secretaria parecía querer pasar inadvertida. Temía a Ricky y, por lo que estaba sucediendo, no le faltaba razón.
Ricky se acercó al maletero. Golpeó con los nudillos y obtuvo respuesta.
La cajuela se abrió desde el interior y apareció la figura de Juanito Chancleta, totalmente vestida de negro, al estilo de los ninja.
—Si no llego a agujerear el suelo, nos ahogamos… —suspiró, señalando a la bellísima joven rubia, envuelta en una sábana y profundamente dormida, aunque, de vez en cuando, su cuerpo tenía ciertas contracciones musculares.
—He… he escu… cuchado todo. ¿Lo he… he hecho bien?
—Claro que sí, Ricky. Anda, sácala con cuidado, es una pieza muy delicada.
—Muy… muy bo… bonita.
Ricky la tomó entre sus poderosos brazos y la llevó al «Daymio» mientras Chancleta se quitaba parte de la indumentaria que le había hecho ser invisible en la oscuridad provocada por él mismo, al quemar el sistema eléctrico del palacete.
Virgy Hamilton fue depositada en el asiento posterior del «Daymio» y cubierta por la bandeja para que no quedara a la vista. Chancleta guardó la filmadora de Savage y se sentó al volante.
—Termina ya, Ricky —pidió el portorriqueño.
El gigante se acercó al «Cadillac» blanco y, por donde faltaba la puerta, dijo a la chica que había dentro:
—Sa… sa… salga, por favor.
—¡No me haga daño, no me haga daño, soy doncella!
—Yo no, yo no. —Rió Ricky, siempre muy cortés y ceremonioso.
La secretaria se apresuró a salir.
Ricky tuvo cuidado de sacar al secretario de Kolter del coche. Después, comenzó a balancear el lujoso auto hasta que, en un momento dado, lo cogió por debajo de las portezuelas Lo levantó en el aire y consiguió volcarlo. Como había una pendiente al lado de la carretera, el «Cadillac» fue dando vueltas de campana hasta llegar al fondo, donde se detuvo, con mucho ruido de chatarra.
La compañera de Virgy temblaba de pies a cabeza. Estaba temiendo lo peor para ella.
—No… no diga nada a la po… policía porque él —Ricky señaló a Kolter—, se iba a enfadar.
Le dedicó una pequeña reverencia y se dirigió al «Daymio», entrando por la portezuela posterior e instalándose en su enorme butacón giratorio, puesto que el portorriqueño iba a ser el conductor.
De esta forma se alejaron, dejando a la chica a solas en la oscuridad, y junto a tres cuerpos tendidos. No cabía duda alguna de la inmensa fuerza del japonés de dos metros de altura y ciento ochenta kilos de peso, un peso que no estaba constituido de grasa, sino de carne.