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Desayunó café, tortillas, huevos revueltos y frijoles en su cuarto del hotel mientras hojeaba los diarios, y después, alrededor de las nueve, cogió un taxi y se fue al Museo de Antropología, obedeciendo las instrucciones del poeta, que le había dicho que no podía perderse aquello. Total, la encargada de relaciones públicas del Colegio Médico le había confesado la tarde anterior que jamás había escuchado nombrar a un Dr. Ángel Bracamonte, pero que estaba encantada de poder ayudarlo, y que si él llegaba pasado el mediodía a su despacho, podría consultar el archivo y conseguirle algún dato. En el viaje al bosque de Chapultepec, Cayetano hizo memoria y no pudo recordar ningún capítulo en el que Maigret visitara al menos el Museo del Louvre. No acostumbraban los detectives, al parecer, a interrumpir sus pesquisas para recorrer un museo.

Sin embargo, al encontrarse entre aquellos muros altos con los testimonios de las culturas precolombinas se quedó sin habla, reducido a una incómoda insignificancia, paralizado ante tanto portento y avergonzado de su propia nimiedad. La profusión de templos, esculturas, cerámicas y orfebrería lo azoró no solo por su riqueza, variedad y perfección, y por la complejidad de las sociedades que sugería, sino también porque le demostró algo que como cubano jamás se había planteado debido al escaso nivel de desarrollo de los aborígenes originarios de su isla: el Nuevo Mundo comenzaba milenios antes del desembarco de Cristóbal Colón, y Tenochtitlán era más avanzada como ciudad a la llegada de Cortés que cualquier metrópolis europea. Por primera vez adquiría clara conciencia de la envergadura de la hecatombe asestada a los indígenas americanos por la invasión y el dominio del hombre blanco, cuya sangre fluía, no podía negarlo mientras se contemplaba en los cristales de una sala, copiosa por sus propias venas.

Súbitamente, mientras observaba los dos corazones humanos que sostenía en sus manos el dios esculpido en el centro del gigantesco disco solar azteca, cayó en la cuenta de que era mediodía y de que en el museo había perdido por completo la noción del tiempo. Salió a toda carrera a Reforma y, ya sin resuello, le pidió a un taxista que lo llevara hacia el Zócalo. No debía agitarse de nuevo, se dijo asustado por la falta de aire, debía tomarse en serio los más de dos mil metros de altura del Distrito Federal. Mientras recuperaba el aliento y trataba de ordenar sus ideas, sentado en la parte trasera del vehículo, tuvo que admitir que tras la visita al museo ya nunca más volvería a ser el mismo latinoamericano de antes. Jamás podría dejar de imaginar la magnificencia de esa ciudad en su época precolombina, ni la opresiva atmósfera de fin de mundo que debe de haber contagiado de súbito a los asombrados aztecas tras el primer encuentro de su emperador Moctezuma con aquel hombre de cabellera rubia y tez blanca, llamado Hernán Cortés, que habían profetizado con exactitud los relatos de sus antepasados. Él, que sentía orgullo por el legendario pasado de La Habana y los orígenes imprecisos de Valparaíso, comprendía ahora que los mexicanos, como nación, habitaban en una longitud desconocida para él, una dimensión de carácter milenario, inimaginable para alguien venido de una isla con apenas quinientos años de historia. Encendió un cigarrillo y contempló de otra forma la ciudad y sus habitantes, como si al verlos ahora percibiese además a sus antepasados caminando por el aire transparente de Tenochtitlán, atravesando épocas, templos y guerras floridas, y se sintió insignificante, y se dijo que debía llamar al poeta para contarle todo aquello y preguntarle cómo estaba y cómo se las había arreglado para comprender a México en la época en que amaba en secreto a Beatriz de Bracamonte. ¿Habría tenido tiempo el poeta para captar todo aquello, o había vivido allí consumido por el trabajo consular, la creación poética, los amoríos y los remordimientos? Esa madrugada, mientras el hálito de una brisa se colaba por la ventana de su cuarto, había terminado de leer otra novela del inspector, una bastante curiosa, por cierto.

En ella Maigret deslizaba sus memorias sobre Simenon. Ese juego original y divertido, en que el personaje de ficción describía a su autor de carne y hueso, le había hecho simpatizar con Maigret, que residía en un París de película, donde lo acechaban peligros menores y sus colegas no siempre eran del todo solidarios. Simpatizaba ahora más con Louise, su esposa, que le cocinaba con dedicación y esmero sus platos predilectos, como los escalopes a la florentina, el pato al vino blanco o la pierna de cordero con lentejas, y le mantenía la casa siempre limpia y ordenada. Lo entretenían además la fauna de delincuentes que poblaba sus páginas, el talento de Simenon para despertar simpatías por ellos, y los acogedores bistrós y bares donde Maigret solía beber su Pernod y matar el tiempo, como si postergase el retorno a casa o al interrogatorio de un sospechoso solo para brindarle tiempo a su padre, a Simenon, para dotar a la novela de algunas páginas con densidad sicológica y reflexiones. Como que ahora, al leer al belga e investigar la realidad, adquiriese él, Cayetano, la virtud de desentrañar ciertos trucos empleados por los escritores de novelas policiacas para convertir a estas en libros más profundos y significativos. Y leyendo las novelas de Simenon había comenzado a envidiar su plácida existencia. Era un tipo que se levantaba sin premura y desayunaba con su mujer en un apartamento con cuadros viejos y un suelo de tablas mientras afuera la lluvia de otoño repiqueteaba contra los cristales, arreada por el viento. Y como si eso fuera poco, al final de muchas de las calles adoquinadas que cruzaba a paso lento asomaba la Torre Eiffel como un recuerdo amable y perpetuo de la ciudad donde vivía. Tal vez tenía razón el poeta: novelas como esas familiarizaban con el oficio detectivesco, permitían conocer tretas para ganarse la confianza de los informantes y reconstruir lo acaecido. Esa tarde, después de almorzar y beber una copita de tequila, comenzaría a leer otra historia del belga. Esta vez la leería como si fuese la clase magistral para un investigador novato como él. Al menos para algo sirve la literatura, pensó complacido, no solo para entretenerse.

Mónica Salvat lo esperaba en su oficina del quinto piso que alquilaba el Colegio Médico en un edificio derruido. Era joven, de cabello y ojos negros, y voz melodiosa, a un tris de ser bella. Le sobraba, sin embargo, algo que Ángela había perdido hacía tiempo: ternura. Al comienzo, en Florida, él se había enamorado de los ojos vivaces de su esposa, de esos ojos que en ocasiones sabían mirar lánguidos y a veces resueltos, de su voz aguardentosa, aunque cálida, de su larga cabellera refulgente, pero sobre todo lo había fascinado su ternura. Por eso no había tenido reparos en dejar Estados Unidos e ir hasta el sur del mundo, guiado por ese amor repentino que ella le inspiraba. ¿En qué momento había perdido Ángela la ternura? ¿Qué errores suyos la habían despojado de ella? ¿Y por qué resquicio del alma se le había escurrido su pasión por Ángela?

—Estuve examinando los archivos y siento decirle que no encontré nada sobre el doctor Bracamonte —Mónica Salvat lo arrancó de golpe de sus evocaciones—. ¿Se sirve un café?

Cuando ella salió de la oficina para prepararlo, él aprovechó para mirar el papel amarillento que revestía las paredes, las persianas cubiertas de polvo y la vieja Olivetti en que escribía. Le pareció una oficina triste y sin alma, el espacio muerto de un burócrata aburrido de su existencia. Abajo, por Insurgentes, el tráfico fluía lento y macizo, y los buses llevaban letreros de barrios que no le decían nada. Mónica volvió cargando una bandeja con dos tazas y un azucarero de aluminio, y a él lo alegraron su meneíto de caderas, igualito al de las cubanas, y el aroma a café, desde luego, que prometía ser superior al intragable menjunje que bebían los chilenos.

—Lo peor es que los archivos están en completo desorden —afirmó Mónica mientras le acercaba la bandeja—. Cuando una busca algo allí, nunca lo encuentra.

—¿Qué me sugiere, entonces? —cogió una taza, vertió tres cucharadas de azúcar en ella y revolvió mirando con escepticismo el café aguado que acababan de escanciarle—. Necesito ver al Dr. Bracamonte. Vine a México expresamente a hablar con él.

—No sé qué decirle —ella saboreó su café sin azúcar, lo que constituía un pésimo presagio—. Pero, ¿usted no es chileno, verdad? Usted no habla como un chileno.

—Vivo en Chile, pero soy cubano.

Comenzaron a hablar de lo lejos que quedaba Chile y lo diferente que era a Cuba y México. Y hablaron también de Allende, de la Unidad Popular y la revolución chilena, de la férrea oposición de Nixon en contra del país sudamericano. Se hizo un silencio cuando ella le preguntó en qué desembocaría la denominada vía chilena al socialismo. ¿En un socialismo a la cubana, o en un modelo diferente? Cayetano le dijo que no lo sabía, y era cierto. ¿Quién lo sabía? Ni el propio Allende, afirmó. Pero no era como para inquietarse tanto, al final la gente actuaba en la vida como si supiese hacia dónde iba, y nadie lo sabía. La vida no solo era un desfile de disfraces, agregó plagiando al poeta, metáfora que agradó a Mónica, sino también una lotería que repartía todas las mañanas papeletas nuevas. En realidad, la vida era como Valparaíso, a veces estabas arriba, otras abajo, pero todo podía cambiar de golpe. Bastaba con encontrar de pronto una escalera inesperada para llegar muy alto, o tropezar con una piedra para rodar loma abajo y dar con los huesos en las dársenas del puerto. Nada era de una vez y para siempre en nuestras existencias, afirmó, nada, claro está, solo la muerte, corrigió y probó el café, que era un desastre.

—Tengo que hallar al doctor Bracamonte. Se trata de un asunto de vida o muerte —insistió grave, depositando la taza en la bandeja—. Investigaba curas del cáncer basadas en yerbas de Chiapas —agregó—. Solo usted puede ayudarme.

—Deberíamos intentarlo entonces de otra forma.

—¿A qué se refiere?

—Junto con revisar esos archivos sería aconsejable ubicar a algún médico que ejercía en la época. Alguien tiene que acordarse de Bracamonte. En los próximos días yo podría hacer unas llamadas.

—¿En los próximos días, dice usted? No dispongo de tanto tiempo, Mónica. Es decir, el enfermo… Usted sabe a qué me refiero.

—Entiendo —dijo ella y bajó la mirada—. Hace cuatro años esa enfermedad se llevó a mi madre. La fue secando hasta que la dejó en el puro dolor y los huesos. Mi madre fue una santa, y pobrecita todo lo que sufrió.

—Lo siento de verdad, Mónica —hizo una pausa, se acarició el bigote, esperando a que la mujer se calmase—. ¿No podría ayudarme lo antes posible?

—Mañana usted puede entrar al archivo. No estará mi jefe, así que tendrá libertad para hurgar allí —agregó en voz baja y la mirada húmeda.

—¿Y usted consultará entre los médicos retirados?

—Pierda cuidado.

—¿Y seguro me dejará entrar al archivo?

Mónica soltó un suspiro, sorprendida de su repentina disposición a conciliar ante ese extraño.

—Pero no se haga muchas ilusiones —agregó—. Allá hay un caos de padre y señor mío, y no todos los médicos se registran en el Colegio. Pero, como decía mi madre, que en paz descanse, no hay peor diligencia que la que no se hace…