9

Oh Maligna. Ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,

y habrás insultado el recuerdo de mi madre

llamándola perra podrida y madre de perros

(de “Tango del viudo”)

¿Dónde estará Josie Bliss, la furiosa, la maligna, la pantera birmana que me libró del sexo recatado y culposo que yo practicaba como estudiante entre las sábanas húmedas y gélidas de las noches invernales de Santiago, y me condujo hacia los febriles combates cuerpo a cuerpo de Rangún? Nunca antes había estrechado entre mis brazos una hembra tan lasciva, sabia y desinhibida como ella. Más que un cuerpo, Josie Bliss era un relámpago, una diosa de melena azul y extremidades largas y finas, de pezones oscuros y caderas estrechas, la dueña de unos ojos penetrantes y misteriosos. La conocí después del diluvio que un día azotó Rangún e inundó la casa que yo alquilaba frente al mar, en la calle Probolingo. Era una beldad con gotas de sangre asiática en el rostro, una birmana bastante pura, si es que hay birmanos puros en ese país de calles atestadas de mestizos envueltos en atuendos y aromas cautivadores, bordeadas por tenderetes de indios delgados como agujas, que exhiben peines, sedas y especias, gansos que aguardan su sacrificio en jaulas de bambú y pescados de aspecto mitológico, en torno a los cuales se arremolinan las moscas.

Goteaba aún el agua desde las canaletas cuando Josie Bliss apareció en mi casa. Venía recomendada por su hermano, un médico imberbe que no lograba apaciguar mis dolores estomacales ni la fiebre que me atormentaban desde mi llegada a Rangún. Ella entró a mi cuarto silenciosa como una sombra, cuando yo, desde mi mosquitero, solo esperaba resignado oír las pisadas de la muerte.

—Estoy aquí para lo que desees —anunció en un inglés lánguido, con una voz de niña que era una caricia y, después de posar su palma sobre mi frente sudorosa y ardiente, comenzó a preparar un menjunje que me salvó la vida.

Durante los primeros días se vestía como una inglesa, pero pronto dejó de lado el atuendo europeo y empezó a llevar un sarong de seda, blanco y vaporoso, que le confería el aspecto de un hada ingrávida. Que deambulaba completamente desnuda bajo esa indumentaria lo descubrí el día en que la tumbé en mi cama. Ella reía como si su cuerpo color de mostaza fuese de otra mujer, y ella presenciase el abuso desde el balcón de un teatro. Josie Bliss me deparó placeres insospechados para un joven melancólico que venía del sur lluvioso y las calles desoladas de Santiago: me ofrecía sonriendo su vulva húmeda, perfumada y hendida como una breva madura, y paseaba por mi boca sedienta sus pechos como si fuesen racimos de uvas. Sin embargo, nunca toleró que yo la besara, nunca permitió que yo posase mis labios sobre los suyos, o que mi lengua recorriese su hilera de dientes, o explorara el cofre de su boca. Recuerdo la noche en que me dijo que yo podía disponer de su cuerpo, ocuparla incluso cuantas veces quisiera por su arrabal redondo y erguido, o desfogarme entre sus labios, si me placía, pero que no intentara besarla en la boca.

Con el tiempo Josie Bliss comenzó a circular desnuda por la casa. Así me traía el desayuno a la cama, planchaba mis camisas y corbatas, aseaba el piso o me entregaba la taza de té al término de mi jornada. Y se dejaba hacer el amor donde fuese: mientras preparaba el almuerzo junto al fogón, cuando recogía del suelo mis calcetines, o empolvaba de blanco mis botines. Me obligaba a amarla de noche y de día, todos los días, todas las semanas. La obsesionaba una cosa: mantenerme satisfecho y extenuado para que no se me pasase por la cabeza serle infiel. Quería que yo me apagase solo entre sus muslos y no volviese a encenderme sino entre ellos. Fue así como empezó a llegar de improviso a mi despacho del Consulado, a inspeccionar mis cartas, a destruir aquellas que pudiesen encerrar mensajes amorosos, a olfatear mis ternos, a revisar mi espalda en busca de rasguños dibujados por alguna amante. En las noches, asomada a la ventana, aguardaba inmóvil, pétrea, mi retorno a casa. Me abrazaba presa de impaciencia, me desvestía y luego me aplicaba masajes de pies a cabeza con una crema lechosa, tibia y perfumada. Al rato se montaba sobre mí para cerciorarse de que yo no había estado con otra. Pero su boca siguió siendo siempre una fortaleza irreductible para mí.

Una noche, cuando desperté alertado por el crujido del piso de madera, la vi rondando desnuda alrededor del mosquitero. Su cuerpo untado en aceite de coco refulgía como el de una deidad tántrica. Empuñaba un puñal largo y afilado. Aún recuerdo el brillo esquivo de la hoja, su respiración agitada, el latido desbocado de mi corazón, el terror entumeciéndome los miembros, mi boca seca como si yo cruzase a pie el desierto de Atacama.

—Sé que estás despierto —murmuró mientras yo simulaba dormir parapetado en la penumbra. La hoja de acero cimbraba en su mano. Mi cuerpo comenzó a sudar de espanto. Sus ojos refulgían de celos y locura en la noche del cuarto—. Te mataré mientras duermes. Muerto nunca podrás engañarme.

Escapé al día siguiente, a primera hora, a Ceilán, donde me esperaba un puesto de cónsul secretamente negociado con un amigo de la Cancillería. Pero la maligna no tardó en llegar allá con los discos y la ropa que yo había abandonado durante mi fuga. Se instaló frente a mi casa. Desde ahí perseguía cuchillo en mano a cuanta mujer solía aproximarse a mi puerta. Tuve que emprender la huida una vez más. Lejos. Hacia donde ella jamás pudiera alcanzarme.

Aún recuerdo la última vez que la vi. Fue una mañana sofocante en el puerto. Las aguas exhalaban un vaho a troncos y cuerpos putrefactos, a gasolina y restos de comida, y el olor a especias cruzaba el aire. Yo estaba por abordar la embarcación que me pondría a salvo de Josie Bliss, cuando descubrí con un estremecimiento que ella, cartera en mano, me esperaba en medio de la pasarela de acceso a la nave. No me quedó más que seguir avanzando con la hilera de pasajeros, hasta que la furiosa se interpuso en mi camino. Me detuve sudando aterrado, pues percibí de refilón la punta del puñal que relumbraba ansioso por el borde de su cartera. El corazón se me subió a la boca y el paisaje se me volvió difuso y oscilante, y de pronto vi a Josie Bliss apuñalando con furia mi pecho, y cada puñalada era una brasa que mordía mi carne, y mi sangre comenzó a manar a borbotones, oscura y espesa, manchando mi camisa y mi traje blancos y las viejas tablas de la pasarela, y perdí el equilibrio y caí al río. Tardó una eternidad en disiparse esa visión infernal, producto de mi imaginación desbocada y la pestilencia de las aguas, porque en verdad Josie Bliss no atinó a ejecutar movimiento alguno. Siguió simplemente allí, como petrificada delante mío, llorando sin palabras, reducida a condición de estorbo para el tránsito de los pasajeros. Y de pronto comenzó a besarme con delicadeza la frente, y luego sus besos fueron descendiendo por mi nariz, mi barbilla y mi pecho, resbalando a lo largo de mi traje inmaculado y planchado, a lo largo de mi cuerpo, hasta que alcanzó mis botines recién empolvados de blanco. Permaneció allí de hinojos, postrada ante mí, abrazando mis pies como si yo fuese un dios bajado del cielo. Sobre nosotros las gaviotas graznaban volando en círculos y un pitazo de nave trisó el cielo. Cuando Josie Bliss volvió a alzar su bello rostro desde el suelo, vi algo doloroso e indigno, que jamás olvidaré: sus mejillas, su frente y su nariz estaban completamente embadurnadas con el polvo de mis botines. Lloraba en silencio, consternada y trémula, pálida como un fantasma enfermo.

—No te vayas, por favor —imploró arrodillada en la pasarela que cimbraba.

—Por ti me quedaría —recuerdo que le dije. La fila aguardaba muda a mis espaldas.

—Entonces, ¿por qué te vas, Pablo, si por mí te quedarías?

—Por ti me quedaría, Josie. Pero si me quedo, jamás llegaré a ser el poeta que anhelo ser un día —repuse antes de apartarla con un gesto suave, aunque resuelto, para continuar con mi maleta de madera hacia la nave colmada de pasajeros y animales.

Fue la última vez que vi a Josie Bliss.