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La noche era negra como un féretro. Abajo, frente a los negocios cerrados de la calle Serrano, pasó lentamente un micro Verde Mar, vacío. Del bar La Nave subían ritmos tropicales, y en el molo de abrigo la escuadra se mecía a oscuras y en silencio. Unos tacones resonaron en la oscuridad. Cayetano viró y divisó junto al Museo de Lord Cochrane a una mujer de chaquetón y bufanda, que se acercaba por el adoquinado con las manos en los bolsillos.

La mañana anterior había llamado al número que le había dado Camilo Prendes. A Laura Aréstegui la había sorprendido que alguien se interesase por su tesis académica en esos días turbulentos, en que nadie hablaba de rimas, sino solo sobre la conquista del poder, la dictadura del proletariado y la vía chilena al socialismo, días vertiginosos en que todos citaban a Lenin, Trotsky o Althusser o los manuales sobre materialismo histórico y dialéctico de Marta Harnecker. Acordaron verse a las ocho de la noche en el museo, después de una reunión de partido a la que ella debía asistir. Eran las ocho y veinte.

—Disculpe el retraso, siempre hay algún camarada que sale con algo a última hora —dijo Laura.

Era atractiva, acababa de pasar de las Juventudes Comunistas al Partido. Tenía un lunar junto a la boca y ojeras profundas, como alguien que duerme poco por insomnio, exceso de trabajo o de sexo, pensó Cayetano. Supuso, sin saber por qué, que Laura era experimentada en el amor y sus ojeras se debían a la pasión. Bajaron las escalinatas frente al Hotel Rudolf, llegaron al plano desierto de la ciudad y caminaron hasta la plaza Aníbal Pinto para cenar en el tradicional Cinzano.

—Así que a un habanero le interesa Neruda —comentó Laura divertida cuando se sentaban en el restaurante. Un hombre de sienes plateadas e impecable terno azul cantaba tangos, acompañado de un bandoneonista pálido y enjuto, reclutado ya por la muerte. Dos parejas bailaban entre las mesas llenas de comensales.

—Como le conté, pretendo escribir un reportaje sobre la vida de Neruda en México —dijo Cayetano—. Se sabe poco de esos años. Viajaré al Distrito Federal en los próximos días.

—¿Escribe para el Granma o para Bohemia? —preguntó Laura. Tenía las cejas finas y arqueadas como Romy Schneider. Pero era una Romy Schneider del Cono Sur, pensó Cayetano entusiasmado.

—Primero escribo los artículos, después los ofrezco —temió no haber sonado convincente.

Ordenaron una botella de tinto y cazuela de ave, y de entrada la infaltable Palta Reina de todo restaurante chileno desde la independencia. El Cinzano tenía garantizado de alguna forma el suministro de comida, pero a precios que se iban a las nubes, pensó Cayetano mientras oteaba con disimulo la melancolía que flotaba en el ambiente, una sensación de fin de mundo, que subyugaba la noche. El local era uno de los centros de reunión predilectos de la legendaria bohemia revolucionaria porteña, integrada por poetas y escritores que se autoeditaban con fe ciega y perseverancia admirables, profesores de literatura e historia mal pagados aunque dignos y vehementes, sesudos estudiantes universitarios de letras enamorados de utopías extremas, y por políticos, en su mayoría locales, que al menos esa noche, viéndose reflejados en el gran espejo colgado detrás de la barra, más allá de las bandejas con machas, almejas y congrios, procuraban olvidar que el país había terminado por convertirse en el abrumado Titanic del Pacífico.

Había sido, después de todo, un día productivo, pensó Cayetano mientras Laura pasaba al baño. Por la mañana, tras terminar de leer otra de las novelas de Simenon, que por fortuna eran breves y sumamente entretenidas, había confirmado el vuelo y obtenido una lista de hoteles en Ciudad de México con tarifas razonables. Pese a que el poeta le había dicho que no se fijara en gastos, él no quería abusar. Después, a la hora de almuerzo, Ángela le había avisado por teléfono que prolongaría su visita a Santiago, donde postulaba al cargo de interventora de una fábrica textil tomada por los obreros. Tal vez la distancia, suponía ella, les ayudaría a superar la crisis de pareja por la que atravesaban. Si así lo creía, allá ella, se dijo Cayetano escéptico, y apartó el asunto, convencido de que ahora lo que correspondía era averiguar algo más sobre el poeta.

—Neruda vivió entre 1940 y 1943 en Ciudad de México, como cónsul —le explicó Laura más tarde, cuando picaban aceitunas y bebían vino tinto—. Andaba tratando de escapar de su etapa de cónsul en Rangún, Batavia y Singapur, los peores años de su vida. No entendió el Asia, no conoció allá a nadie. Solo tuvo amantes a destajo, muchas de ellas putas, y una mujer entre inglesa y javanesa, llamada Josie Bliss, que intentó apuñalarlo. Después se casó con una holandesa que le dio una hija, Malva Marina Trinidad.

—Chica, pero tú te conoces la vida y milagros de Neruda.

—Llegó a México del brazo de Delia del Carril, su segunda mujer, una argentina culta y rica, que fue clave en su vida —continuó Laura, satisfecha de escapar al menos por unas horas del quebradero de cabeza que le causaba el desabastecimiento de alimentos en Valparaíso—. En Europa ella lo había presentado a la intelectualidad de izquierda y convencido de apoyar a los republicanos en la guerra civil. Fue ella quien lo hizo comunista. Sin Delia, Neruda habría seguido escribiendo poemas herméticos, como Residencia en la Tierra, y no se habría hecho de izquierda ni convertido en el poeta que conocemos.

—¿Ella era mayor que él, no?

—Cuando se conocieron, él tenía treinta, ella cincuenta.

—Era obvio que eso iba a durar menos que un pastel en la puerta de una escuela…

—¿Piensas escribir sobre Neruda e ignorabas eso? —exclamó Laura recelosa—. Él se aprovechó de ella, de sus relaciones sociales, su solvencia económica y su ideología, y de su necesidad de compañía. La abandonó en 1955 por Matilde Urrutia, su esposa de ahora, entonces una joven cantante de cabaret, dueña de un cuerpo formidable, una mujer que intelectualmente no le llega ni a los talones a Delia.

Duplicadas en el espejo biselado del Cinzano, varias parejas bailaban entre las mesas el tango “Volver”, mientras los bohemios discutían apasionadamente, entre copas de vino, prietas hervidas y papas fritas, sobre la revolución y la contrarrevolución, sobre Allende, Altamirano y Jarpa, el Partido Comunista, el Socialista y el MIR, sobre las lecciones de la Sierra Maestra, la resistencia vietnamita y la revolución de Octubre. A través de los visillos de la ventana Cayetano vio pasar por la calle Esmeralda un jeep militar. Bebió otro sorbo de vino con la vista baja y una sensación de desamparo trepándole por la espalda.

—Es lo que pienso francamente de Neruda después de husmear en su vida —comentó Laura.

—Digamos que no es santo de tu devoción —Recordó al poeta en lo alto de la escalera, mirándolo en silencio mientras él bajaba la escalera de La Sebastiana con el sobre de los dólares en la mano.

—No tengo nada contra él como artista. Se merecía el Nobel. Lo que no me gusta es la representación de la mujer en su poesía ni el modo en que nos trata. Me carga eso de “me gustas cuando callas porque estás como ausente”. Puro machismo. El sueño del pibe: que la mujer sea un animal dócil y pasivo.

Cayetano guardó silencio. No era quién para discutirle a Laura de poesía. Se echó una aceituna a la boca, y luego dijo:

—Pero lo mío es otra cosa, chica. En México me interesan los lugares que solía frecuentar, las amistades con que se codeaba. ¿Conoces a un mexicano bien informado allá, que pueda ayudarme en esto?